Ficha del tomo : Nubes de hielo

Tomo 8, Nubes de hielo, Ciclo de Shaedra —versión del 06/05/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es

Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).

Proyecto iniciado en el 2012.

Tomos del Ciclo de Shaedra

  1. La llama de Ató
  2. El relámpago de la rabia
  3. La música del fuego
  4. La puerta de los demonios
  5. La historia de la dragona huérfana
  6. Como el viento
  7. El alma Sin Nombre
  8. Nubes de hielo
  9. Oscuridades
  10. y seguirá…

En el cielo

El sonido alegre de una flauta atravesó el aire frío de la noche. Y no era Frundis quien tocaba, sino uno de los tres Centinelas. Sentado sobre una piedra, a unos metros del círculo de la fogata, el humano, de piel muy oscura, tocaba su instrumento mientras los demás nos arrebujábamos en las mantas prestadas, tiritando de frío.

Al buscar un camino para cruzar el lago, nos habíamos encontrado con que la parte oeste estaba congelada. Habíamos pasado en fila, cargados con nuestros sacos. Hubiera salido todo bien, si Dashlari, el Martillo de la Muerte, no hubiese resbalado. Su peso fracturó el hielo y lo hizo trizas. El enano consiguió llegar a tiempo a un terreno más seguro. Afortunadamente, detrás de él sólo quedábamos Kaota y yo. Dash gruñó y nos dijo que tirásemos nuestros sacos antes de saltar. Tiré mi saco… Y me quedé corta. Cuando vi mi mochila naranja hundirse con todas mis pertenencias en las profundidades del lago me quedé muda de espanto. En silencio, fui enumerando lo que había perdido: el Cancionero de Ató, el poemario de Limisur, mis mudas, las botas de Lénisu que no me cabían… Y qué sé yo cuántas cosas más.

«No te habría pasado eso si hubiese habido árboles», me quiso consolar Syu. Con un suspiro, había cogido carrerilla y había saltado con Frundis y el mono. Al menos, esa vez no me quedé corta.

La música de la flauta murió de pronto, ahogada por un profundo silencio tan sólo interrumpido por los chasquidos de las llamas.

Oí el carraspeo del enano Dashlari rompiendo el silencio. Una voluta de vapor se escapó de su boca cuando preguntó:

—¿Qué hacen tres Centinelas de Ató en un lugar tan alto y tan apartado? Es una suerte para nosotros que estuvierais aquí para ayudarnos, pero yo creía que os quedabais en los límites de la Insarida.

—No todos vigilamos la Insarida —contestó con lentitud el guardia elfo oscuro. Tenía unos cincuenta años y su aspecto denotaba una vida de privaciones y ejercicio—. Nosotros vigilamos el Camino de Capdameyn —añadió simplemente.

Nadie tenía ni idea de qué era ni de dónde estaba ese camino, pero ninguno de nosotros preguntamos nada. Con el frío que hacía a nadie le apetecía hablar.

El Centinela humano volvió a tocar la flauta, de la cual fluyó un sonido dulce y sereno. Me hubiera gustado saber lo que opinaba Frundis de esa música, pero lo había dejado junto con los sacos ya que en aquel momento tan sólo me interesaba acercarme al fuego.

«A lo mejor está despotricando contra el flautista», sonrió Syu. El mono gawalt estaba sentado sobre mis rodillas, debajo de mi manta, y asomaba de cuando en cuando una cabeza curiosa.

Reprimí una sonrisa.

«O bien no cabe en él de gozo de estar escuchando tamaña maravilla, como cuando escuchó a Tilon Gelih», medité socarrona. Quién podía saber lo que era realmente buena música para el bastón…

Seguimos escuchando la melodía de la flauta y, cuando la última nota se perdió entre la nieve, el capitán Calbaderca tomó la palabra:

—Quiero daros otra vez las gracias por vuestra ayuda. Sin vosotros estaríamos ahora muertos de frío, sin leña para el fuego.

—Nos habríamos convertido en estatuas de hielo —aprobó Shelbooth, y Manchow soltó una risita con aire divertido.

—Lo cierto es que no solemos encontrar a nadie a estas alturas —contestó el elfo oscuro, con total seriedad—. Si me permitís una pregunta, ¿de verdad venís de los Subterráneos? El Glaciar de las Tinieblas tiene muy mala fama. Habéis escogido una extraña ruta.

El capitán Calbaderca y Lénisu echaron una ojeada rápida a Dashlari. Este último carraspeó, molesto.

—Sí, creo que me equivoqué de túnel. Aunque, finalmente, no nos ha salido tan mal —añadió, como para defenderse.

—Afortunadamente —aprobó Lénisu, esbozando una sonrisa burlona detrás de sus oscuros mechones.

A pesar de que los tres Centinelas no parecían haber relacionado a mi tío con aquel Sangre Negra que había provocado tanto revuelo en Ató, a Lénisu se lo veía algo intranquilo. Lo cierto era que hasta nos había propuesto dar media vuelta y regresar al túnel para buscar otro camino pero, frente a las miradas poco convencidas que le echaron los demás, calló resignado.

Los ojos amarillos del elfo oscuro brillaban a la luz del fuego. Mientras repartía unos trozos de pan duro y queso, nos observaba atentamente. Al contrario de lo que hubiera hecho cualquier curioso, no insistió en intentar averiguar qué hacíamos paseándonos por tan aislada región. Ni siquiera nos preguntó si éramos cofrades, mercenarios o simples aventureros.

Y, ante tanto silencio por parte de los Centinelas, respondimos con otro recatado silencio. Así, el capitán Calbaderca omitió presentarse como capitán de la Guardia Negra, contentándose con decir que venía de Dumblor. Y luego yo no me atreví a confesarles que era de Ató por miedo a que nos identificasen a mí y a Lénisu con el Sangre Negra y la sobrina ternian del Ciervo alado. Comimos todos nuestro pan en silencio. El Centinela humano, apenas hubo comido, retomó su flauta y se alejó hacia el lago. La nieve crujía bajo sus pasos. Lo observé algo perpleja mientras él despejaba una roca y se sentaba con su pequeño instrumento.

—Es un gran aficionado a la flauta —observó Srakhi. El gnomo se agitaba rítmicamente como para deshacerse del frío.

El elfo oscuro asintió pero no dio más explicaciones. Al parecer, el comportamiento de su compañero era normal. Desde luego, se veía que esos tres Centinelas no eran ni grandes habladores ni acostumbraban oír parlotear a nadie.

Y pensar que cuando fuese cekal, tendría que trabajar como Centinela… Suspiré. Aunque visto cómo me las arreglaba, estaba lejos de llegar a cekal. Ni siquiera había pasado los exámenes de primer año de kal. Y eso significaba que si quería seguir estudiando en la Pagoda tendría un año de Deuda más. En fin, por el momento, era inútil pensar en todo aquello: antes tenía que ir a ver a Kyisse a Aefna.

Estábamos todos agotados y pronto decidimos irnos a dormir. Me levanté con los demás y fui a coger a Frundis. El bastón estaba silencioso. Parecía estar escuchando al flautista con dedicación. Con una leve sonrisa en los labios, me eché sobre una gran lona negra impermeable que habían desplegado los Centinelas para que pudiéramos tumbarnos todos encima. Después de desearnos todos buenas noches, cerré los ojos y me froté las manos heladas entre sí. Jamás había tenido tanto frío…

En la lejanía, una melodía se elevaba, dulce y melancólica, como un pajarillo extraviado en pleno invierno. Aquella noche soñé con la luz de la Gema que bailaba sobre las aguas al son incansable de una flauta.

Cuando desperté y destapé mi rostro, el cielo no se veía y el aire estaba casi tan blanco como la nieve. Una alfombra de copos blanqueaba toda mi manta.

1 Los secretos de un corazón

1 Tierra traidora

Nos alejamos del Glaciar de las Tinieblas y no tardamos en despedirnos de los tres Centinelas, a los que vimos desaparecer entre la tormenta de nieve como a tres estrellas silenciosas. Ellos nos habían propuesto guiarnos hasta el sendero más seguro para bajar la montaña. Nos dieron instrucciones y les dimos las gracias otra vez.

—Que Zemaï os acompañe —nos había dicho el flautista.

Creo que esas habían sido las primeras y últimas palabras que nos dirigió aquel extraño Centinela. Los tres eran extraños, sí, pero sin ellos bien creo que habríamos acabado sepultados bajo la nieve, perdidos en las montañas.

La tormenta había amainado pero seguíamos sin ver mucho más allá de unos metros y avanzábamos a una velocidad de tortuga iskamangresa, hundiéndonos a cada paso.

—Tenéis unos guardias curiosos —comentó el capitán Calbaderca, mientras bajábamos por una cuesta cubierta de nieve.

—No todos son tan callados —le aseguró Aryes con una mueca cómica.

—Me han inspirado respeto —prosiguió el capitán con mucha seriedad—. ¿Decís que la mayoría se forman en las Pagodas, no es así? Cuando toda esta historia haya acabado, creo que me pasaré por alguna de esas Pagodas para ver cómo funcionan.

Reprimí una sonrisa divertida al verlo tan pensativo. Shelbooth intervino:

—Pues por lo visto en las Pagodas les enseñan a no dormir. Me parece que el humano se ha pasado toda la noche tocando la flauta.

—Pero eso es por el lago —explicó Manchow.

Todos lo miramos, interrogantes.

—¿Qué tiene que ver el lago con que ese humano tocase la flauta? —inquirió Srakhi, medio burlón medio intrigado.

Manchow puso cara sorprendida.

—¿No lo sabéis? El Glaciar de las Tinieblas es legendario. Dicen que, por la noche, surgen los espíritus que vivían antiguamente junto al lago. Y, según la tradición, sólo una bella música puede apaciguarlos.

Sus palabras nos dejaron a todos asombrados.

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Dash, al cabo.

—Pues… —Se encogió de hombros—. Porque me lo enseñó mi preceptor. —Paseó su mirada sobre nuestras expresiones y soltó una carcajada alegre—. Por eso el humano tocaba la flauta —agregó. En ese momento Manchow metió la pierna en algún agujero, se hundió casi hasta la talla soltando un resoplido y nos dedicó una sonrisa inocente.

—Interesante —se contentó con decir Lénisu—. Pero avancemos con más cuidado, no vaya a ser que nos convirtamos también en espíritus del dichoso lago.

Pensé, algo afligida, que esos espíritus iban a tener poesía que leer gracias a mí… Y hasta unas botas. Pero seguía teniendo la gwinalia azul que me había regalado Kyisse, recordé. Y, por lo menos, no había perdido las Trillizas, me consolé. Aunque, para lo que me habían servido…

«Nunca me cantaste ninguna leyenda sobre el Glaciar de las Tinieblas», le comenté a Frundis, mientras avanzaba otro paso y hundía mi bota en la nieve.

«Es que no conozco ninguna», confesó Frundis. «Pero me gustaría saber más sobre el tema. Tal vez exista alguna canción que merezca la pena escuchar.»

«Y si no, la compones tú», apunté, divertida.

Seguimos bajando por el amplio sendero, entre el frío, el viento y unos finos copos que caían, más leves que las plumas. Si el día hubiese sido azul, probablemente habríamos tenido unas vistas maravillosas, pensé con cierta amargura.

El capitán Calbaderca, Ashli, Aedyn, Shelbooth y Srakhi andaban delante. Kaota, Kitari, Mártida, Aryes y yo los seguíamos en fila india a unos cuantos metros. Y Lénisu, Miyuki, Manchow y Dash cerraban la marcha.

Estuvimos bajando durante horas. Evitamos un barranco, nos perdimos y dimos media vuelta para seguir bajando por otro camino. La blanca cortina de niebla se disipaba ligeramente pero así y todo resultaba difícil elegir la mejor senda. En un momento, la bajada se hizo demasiado empinada y volvimos a subir un trecho para cambiar otra vez de ruta. Todo aquello, sumado al frío y a la nieve, era agotador.

Estábamos bajando una vertiente bastante suave cuando, de pronto, vi revolotear a mi alrededor una sombra multicolor… Agrandé los ojos y di un respingo. ¡Era una mariposa! Me tambaleé y me apoyé sobre Frundis, recobrando el equilibrio.

—Una mariposa —susurré, incrédula.

Era maravillosa, me dije, parpadeando. Kaota, Kitari y Aryes me oyeron y me miraron, interrogantes.

—¿Has dicho «mariposa»? —repitió Aryes, sin entender.

En ese momento oí la risa maligna de Frundis y suspiré. La mariposa había desaparecido.

«No tiene gracia», refunfuñé al bastón, que se mofaba de mí abiertamente después de haber deshecho su ilusión.

«Era para animar el ambiente», se defendió Frundis, burlón.

Meneé la cabeza, exasperada, y al ver que Aryes todavía me miraba con la ceja enarcada, expliqué:

—Es Frundis, que me engaña como a una nerú.

Aryes sonrió y tuve que explicarles a Kaota y a Kitari que el bastón era en realidad un músico compositor. Se sorprendieron bastante y Mártida, que nos había estado escuchando, mostró un vivo interés por el bastón, preguntándome a ver cómo sabía con certeza si había sido saijit o no. La pregunta me hizo mucha gracia.

—Porque, obviamente, me lo ha dicho él mismo —dije.

—Claro —coincidió la elfocana—. Sin embargo, ¿cómo sabes que realmente es un ser pensante lo que te contesta y no alguna mágara que…?

Una ola atronadora e iracunda sumergió mi mente y no oí el final de la pregunta. Solté un par de maldiciones siseantes mientras agarraba el bastón con las dos manos para no caerme. Era irónico pensar que aquel mismo apoyo me estaba llenando la cabeza de notas furiosas y discordantes.

«Frundis, ¡cálmate!», lo insté, suplicante.

«¿Has oído lo que ha dicho?», se indignó Frundis, aflojando muy levemente su ataque musical.

«Eres demasiado susceptible», resoplé.

«Se lo vengo diciendo desde hace tiempo», aprobó el mono, algo mareado por el desencadenamiento de sonidos.

Mientras el bastón gruñía, le eché una mirada de disculpas a Mártida: esta me miraba, sorprendida, al ver que no le contestaba.

—Perdón —dije, sonrojándome—. Frundis se enfada con facilidad. No le gusta que lo llamen mágara.

«¿Cómo que con facilidad? ¡Estos saijits son unos malpensados!», exclamó Frundis, entre gruñidos y tambores. «Siempre les pasan por la cabeza las mismas ideas disparatadas. Ven mágaras por todas partes.»

«Ejem. Te recuerdo que tú también fuiste saijit», carraspeé, divertida. «Sé más paciente.»

«Ya.» Frundis no parecía convencido pero los tambores se iban espaciando poco a poco a medida que su indignación se atenuaba.

«Mira, es como si me llamasen a mí nadro rojo y me enfureciese como tú lo haces», razoné. «Yo no soy un nadro rojo, y me basta con saberlo. Tú no eres una mágara…»

«Y me basta con saberlo», aprobó el bastón, interrumpiéndome. «Pero confieso que soy susceptible. Qué se le va a hacer. Eso no se cura.»

Por suerte, además de susceptible, normalmente era fácil de apaciguar, pensé, esbozando una sonrisa.

En ese momento, oí un grito agudo rasgar el aire y se me borró la sonrisa.

Djowil Calbaderca bramó el nombre de Ashli. Los gritos de la Espada Negra eran cada vez más lejanos como si… Palidecí. Como si se estuviese deslizando hacia abajo irremediablemente.

El capitán y Srakhi habían desaparecido tras un banco de niebla y apenas se divisaba la forma difusa de Shelbooth. Lénisu pasó junto a nosotros, corriendo como podía.

—¡No os mováis! —gritaba.

Los últimos de la fila seguimos avanzando a duras penas. Lénisu le había tirado el saco a Dashlari y el enano avanzaba resoplando, bajo el peso de su doble carga. La caída de Ashli parecía haberse detenido.

—¡Estoy bien! —gritaba, desde la lejanía—. ¡Maldita Superficie!

Y siguió gruñendo. Llegamos adonde se habían parado Srakhi, Manchow, Shelbooth, Miyuki y Aedyn. El capitán Calbaderca había empezado a bajar una pendiente empinada, por el rastro bien visible que había dejado Ashli, pero mi tío lo había detenido y lo había adelantado.

—Lénisu a veces tiene arrebatos de héroe —comentó Dash con tono aprobador. Reprimí una sonrisa. Al enano le encantaba burlarse de su viejo amigo.

—Esperemos que pueda volver a subir —dijo Miyuki.

El capitán Calbaderca, que había empezado a subir lo bajado, soltó una exclamación al perder el equilibrio.

—¡Por Úrelban! —dejó escapar, agarrándose a la nieve.

Vi venir el desastre. Si el capitán caía, se llevaría a Lénisu por delante y lo llevaría los dioses saben adónde. Así que, antes de que sucediera nada malo, tomé impulso y, entre las risitas emocionadas de Frundis y el grito sorprendido de Syu, me precipité en la pendiente y bajé como un torrente. Llegada a la altura del capitán, frené, plantando a Frundis en la nieve. Casi se me escapó. Hubiera sido ridículo dejar a Frundis en la nieve mientras yo salía disparada hacia la niebla. Por suerte me mantuve firme y agarré al capitán del brazo, tratando de atajar su caída.

Él resoplaba, la cara blanca de nieve. Aquella pendiente era tremendamente resbaladiza, me di cuenta. Estábamos casi parados, gracias a Frundis, pero la dura realidad no se me escapó: estábamos cayendo muy poco a poco…

—Ejem. ¿Qué tal, capitán? —le pregunté, con una sonrisa forzada.

—Kaota, ¡no! —gritó de pronto el Espada Negra.

La belarca había desenvainado la espada y la iba plantando en la nieve mientras bajaba, pasito a pasito. Entonces Aryes, cogiéndole la mano a Kitari, quien se la cogía a Shelbooth, utilizó su lanza para bajar. Habían creado una cadena para avanzar con más prudencia.

—¡No bajéis! —ordenó el capitán Calbaderca.

—¡No os mováis! —soltó Aryes, mientras iba tanteando el mejor lugar para posar el pie.

—Para qué hablaré yo —siseó Djowil Calbaderca entre dientes.

—No te preocupes —le dije—. Han tenido una gran idea con esa cadena.

«De hecho, ahora que lo recuerdo, Shakel Borris hacía algo parecido cuando subió las Montañas Sagradas de Bawnish», les dije a Frundis y a Syu, pensativa. «Y él y sus compañeros salieron con vida.»

El mono se aferraba a mi cuello, algo enojado.

«No me gustan las caídas», refunfuñó.

«No vamos a caer», le prometí con calma. «Aryes está ya casi.»

De hecho, medio resbalando medio de pie, Aryes, y detrás Kitari, Shelbooth, Srakhi y los demás, llegaban lenta pero seguramente. Y Kaota se había quedado tumbada sobre la nieve, con la espada clavada y no se atrevía a moverse más: estaba a punto de seguir a Ashli hacia… Enarqué una ceja y giré levemente la cabeza. Allá abajo ya no se veía nada. Pero se oían los gritos lejanos de Lénisu y Ashli… La Espada Negra seguía despeñándose. Y, por lo visto, mi tío la acompañaba en su caída.

El capitán y yo estábamos agarrados a Frundis, pero seguíamos deslizándonos y Aryes se acercaba a pasos terriblemente lentos. Entonces llegó a nosotros. Su rostro levemente azulado entre la nieve se iluminó con una sonrisa aliviada; plantó la lanza en la nieve y me tendió la mano.

—Con cuidado —nos dijo.

Pese al frío que entumecía mis miembros, mi piel sudaba por la tensión. Me solté de una mano y la tendí hacia el kadaelfo… Entonces oí una exclamación y el rostro de Aryes se transformó, reflejando consternación y miedo. En un segundo, vi a Shelbooth caer y resbalar directamente hacia mí. Me eché a un lado y… dejé de sentir a Frundis. Fue imposible pararme. Mientras caía de espaldas, solté un larguísimo:

—¡Demoniooos!

Tuve la sensación de que mi grito resonaba por toda Ajensoldra, desde las Hordas hasta las Tierras Altas. Se me ocurrió inexplicablemente utilizar armonías, pero ¿para qué me iban a servir unas ilusiones contra una realidad tan catastrófica?

Syu me estaba estrangulando y me fijé en que estaba casi llorando de terror. Abajo podía haber un barranco, pensé, aturdida. Shelbooth caía todavía más aprisa y pronto se perdió entre la niebla, soltando maldiciones. También podía haber un campo de almohadones, me dije, con los ojos húmedos. Mis lágrimas empezaron a helarse y cerré los párpados, heridos por el frío. Ya está, me dije. Mi hora había llegado.

Caí largo rato, tanto que me pregunté si, finalmente, no había entrado ya en el extraño mundo de los espíritus. Sin embargo, de repente, sentí como una caricia cálida sobre mi rostro. Abrí los ojos. La niebla se había desvanecido y había aparecido un magnífico paisaje. Allá a lo lejos, las colinas verdes se perdían en el horizonte. Y ahí, a mi derecha, se alzaban las Hordas, nevadas y bellas, pobladas de árboles. Y abajo… Abajo estaba la Insarida. Y yo me dirigía directa hacia una explanada cubierta de nieve.

Ahí abajo estaban Lénisu y Ashli. Shelbooth acababa de detenerse. Reprimiendo una carcajada, saqué mis garras y empecé a frenar mi bajada: la pendiente ya no era tan exagerada como antes y tan sólo mi alta caída me estaba llevando a una velocidad fulgurante hacia la explanada. Finalmente, choqué contra un amasijo de nieve y me levanté de un bote, temblando de emoción.

«Syu, ¡nos hemos salvado!», declaré, feliz.

Me acerqué brincando a Lénisu y Ashli, que se precipitaban hacia mí. Entonces me detuve en seco recordando un detalle que me rompió el corazón.

—Oh, no —me lamenté, casi enmudecida—. He dejado a Frundis atrás.

Lénisu me cogió entre sus brazos, como si no nos hubiésemos visto desde hacía un año.

—Gracias a los dioses —murmuró, con la voz ronca.

Me sorprendió verlo tan afectado. Sin embargo, cuando se apartó de mí, había retomado una expresión tranquila.

—Bueno, bueno. Aquí llegan los demás.

De hecho, de la nube que envolvía la montaña, pronto aparecieron Aryes, Srakhi, el capitán, Dashlari, Kaota y Kitari.

—Menuda caída —comentó Shelbooth, con la respiración entrecortada, mientras trataba de deshacerse de la nieve de su ropa.

—Y que lo digas —replicó Lénisu—. Es increíble que no hayamos muerto.

Tan sólo faltaban Mártida, Manchow, Aedyn y Miyuki. Aryes, justo antes de llegar al final, frenó su caída con energía órica, pero así y todo aterrizó brutalmente. Paseó una mirada aturdida a su alrededor y tanteó, en busca de su capucha, para cubrir su piel y su cabello blanco de los rayos del sol. Todos parecían estar más o menos en forma. Kaota estaba muy disgustada porque había perdido su espada. Srakhi estaba sombrío porque había perdido su capa y Ashli parecía muy apesadumbrada porque se consideraba culpable de toda aquella desgracia. En definitiva, todos habíamos sufrido algo, pero estábamos vivos. Por un instante, percibí la ilusión de una suave nota de piano y mis ojos se humedecieron. Me giré hacia el cielo azul y Ajensoldra para esconder mi dolor. Syu me imitó, escondiéndose detrás de mi cabello.

«No es justo», suspiró.

—¡Allí vienen! —exclamó de pronto Shelbooth.

Secándome la esquina de un ojo, giré la cabeza. Miyuki y Manchow bajaban la pendiente a toda velocidad, mientras le cogían a Aedyn de un brazo. Y Mártida bajaba… con un saco y un bastón. Que yo recordase, la elfocana no tenía ningún bastón. Sintiendo mi corazón revolotear de alegría, di un bote y solté una risita feliz.

«Y ahí viene nuestro amigo Frundis», le declaré a Syu. En un súbito arrebato, exclamé:

—¡Bosque de Luna!

E hice una pirueta, sonriendo de oreja a oreja, bajo los rayos del sol. No todos los días las cosas salían de manera tan perfecta, me dije. Oí un carraspeo mientras volvía a caer sobre mis pies.

—Sería una pena que te fueses por el barranco, después de una caída como esta, sobrina —me dijo mi tío con total serenidad.

Le dediqué una sonrisa divertida y me precipité hacia Mártida cuando se hubo estancado en medio de un mar de nieve.

—No sé cómo podré devolverte el favor —le dije, mirando a Frundis con un gran cariño.

La elfocana sonrió pese al mareo que le había causado sin duda la caída.

—Gracias por haberme permitido unos instantes inolvidables con este compositor formidable —pronunció.

Le devolví la sonrisa y una vez que se hubo levantado me tendió a Frundis y lo cogí. El bastón me saludó tranquilamente y no comentó en ningún momento que hubiera podido pasarse los próximos cien años perdido en un monte, entre la nieve. Al fin y al cabo, seguro que le había pasado una desgracia similar en algún otro momento, pensé.

Mientras Frundis me cantaba una dulce melodía de violines, los demás se habían parado a contemplar las increíbles vistas que teníamos.

—La Insarida —señaló Lénisu, para los que no lo sabían.

Me avancé sobre la explanada hasta llegar a su altura y contemplé la temible Insarida. Era una vasta tierra rojiza donde se erguían rocas y árboles, algunos carbonizados, y otros que ya habían perdido las hojas. Hasta vimos una manada de monstruos, a lo lejos, que perseguían otra criatura.

—Escama-nefandos —dijo el capitán Calbaderca con el ceño fruncido.

Lénisu aprobó.

—Es muy posible. —Se giró hacia la derecha e hizo un gesto vago—. Creo que por ahí es el único sitio por el que podemos bajar. —Hizo una mueca cómica y puntualizó—: A menos que nos hayamos quedado en una explanada sin salida, claro. Esas cosas pueden pasar hasta a aventureros tan precavidos como nosotros. Pero no nos desesperemos —añadió con un tono burlón. Fue a recoger su saco, que había caído con el enano, y al ver que no nos movíamos, dijo—: Cuanto más abajo estemos, menos frío.

—Desde luego, en los Subterráneos no hace tanto frío —gruñó Dashlari.

Recogimos todos las pertenencias que nos quedaban y, como yo no tenía más que lo que llevaba puesto, seguí sin tardar los pasos de Lénisu. Syu estaba algo callado, me fijé. Todavía no se había recuperado del susto, así que intenté animarlo.

«Asbarl», le solté, mientras Frundis comenzaba una melodía más alegre. A Syu se le escapó un suspiro y me cogió un mechón de pelo para trenzarlo, soltando:

«Al menos yo no he perdido mi capa como Srakhi.»

Cuando alcancé a Lénisu, enseguida vi que tenía intenciones de hablarme de algo importante. Con rapidez, me murmuró:

—Sobrina, escucha, tenemos un problema. Bueno, más bien, tengo un problema —rectificó—. Esos Centinelas…

—¿Te han reconocido? —me espanté, soltando un resoplido.

—Me han dado mala espina —prosiguió él—. La cara del flautista me sonaba mucho. Pero no sólo es eso. Esta pendiente tiene toda la pinta de ir a acabar en el paso de Marp. Los demás querrán pasar por el camino y luego por Ató. Para mí sería una locura viajar con vosotros. Me sentiría tan imprudente como Drakvian metiéndose en una ciudad de saijits.

Me miró con cara elocuente detrás de la sombra de su capucha negra. Sentí un leve cosquilleo de temor.

—¿Vas a dejarnos? —pregunté en voz baja.

Lénisu no contestó; ya se acercaban los demás. Su respuesta, sin embargo, era fácil de adivinar.

2 Hojas, colmillos y fuentes

No acabamos en el paso de Marp, contrariamente a lo que había vaticinado Lénisu. Primero nos dirigimos efectivamente hacia el este, pero luego topamos con un precipicio y torcimos hacia el noroeste. Al día siguiente, cuando el sol ya se escondía tras el horizonte, llegamos al pie de la montaña, metiéndonos en un bosque de pinos espaciado que lindaba con la Insarida. El capitán Calbaderca decidió que pasaríamos la noche ahí y los demás no parecieron alarmarse mucho por ello. Aryes y yo, sin embargo, intercambiamos una mirada preocupada. Habíamos vivido demasiados años en Ató como para no haber oído decenas de historias oscuras sobre la Insarida. Aun así, tampoco era plan de volver a subir por la montaña. No nos quedaba otra que cruzar aquel bosque y dirigirnos hacia el este para rodear la Insarida y pasar por el otro lado del Trueno, que era mucho más seguro.

Kaota y Kitari estaban emocionados, contemplando el entorno, la hierba, la corteza de los árboles y la luz del poniente. Parecían de pronto muy pensativos, como si, al encontrarse a descubierto, bajo un cielo luminoso e inmenso, estuviesen remodulando su visión del mundo.

Nos detuvimos a unos metros de un arroyo. Agotada de tanto andar, me senté sobre una piedra mientras Syu daba un salto y desaparecía entre las ramas de los pinos, soltando exclamaciones mentales de júbilo.

«Deberías hacer lo mismo», me aconsejó con tono sincero, antes de alejarse, saltando de rama en rama.

Shelbooth, Kitari y el capitán habían ido en busca de leña seca para el fuego. Lénisu, Srakhi, Dash y Miyuki estaban sentados a unos cuantos metros, hablando con tono quedo. Quién sabía lo que se estaban diciendo. Entonces, no sé por qué, pensé en el juego de naipes que tenía en la mochila naranja. Hacía tiempo que no jugábamos… Pero recordé entonces que ya no tenía ninguna mochila. Aquellos espíritus del lago habían recibido regalos para todo un año, suspiré.

Aedyn se había alejado para cambiarse y ponerse una túnica más seca y Ashli preparaba un hueco para la fogata. Y junto a esta última, Aryes les estaba explicando a Kaota y a Kitari algunas curiosidades sobre la vida de la Superficie. En cuanto a Manchow, estaba muy concentrado en un palo de madera que había encontrado y del que iba cortando trozos con su navaja, totalmente abstraído. Mis párpados se estaban cerrando, y estaba a punto de adormilarme cuando de pronto una voz me llamó:

—¿Shaedra?

Me sobresalté y giré la cabeza. Mártida me miraba con en el rostro una leve sonrisa. En sus manos llevaba dos cantimploras.

—¿Puedo hablarte?

Entendí que quería conversar a solas conmigo y, reprimiendo una mueca de sorpresa, asentí y me levanté. La seguí, bajando hasta el arroyo.

—¿Qué sucede, Mártida? —pregunté, curiosa.

La elfocana había adoptado una expresión más solemne de la que solía. ¿Acaso tenía algo que decirme sobre Frundis o sobre el plan de Lénisu? Se agachó junto al arroyo y comenzó a llenar una de las cantimploras mientras me contestaba:

—Sucede que nos conocemos desde hace semanas y que todavía no me he presentado debidamente ante ti. Lénisu me hizo prometer que no diría nada hasta llegar a la Superficie, pero ahora creo que es hora de que te lo diga.

Pestañeé.

—¿Que me digas el qué? —inquirí, intrigada.

Los misterios que envolvían la elfocana me parecieron de pronto más vívidos. ¿Quién era realmente Mártida? ¿Acaso era una Sombría? En todo caso, había salvado a Frundis, recordé. No podía tener malas intenciones.

Mártida retiró la cantimplora llena del río. Discretamente, echó un vistazo hacia su alrededor y bajó la voz.

—No te asustes, ¿eh? A Lénisu lo asusté un poco cuando se lo dije. Verás, mi nombre entero es Mártida Cheleveth y vengo de Neermat.

Pronunció estas últimas palabras con rapidez y en un susurro casi inaudible. Pero la oí y me quedé helada. Un misterio menos, pensé. La elfocana precisó:

—Soy una Hullinrot. Bueno, desde hace apenas un año —apuntó—. Me mandaron para que te buscara. Al parecer, tienes una filacteria que pertenece a… —Carraspeó—. Bueno, ya sabes, a…

—A Jaixel —asentí, como ella vacilaba otra vez. Aquello sí que no me lo esperaba… De pronto toda la historia del lich me volvió a rondar por la mente, asaltándome con nuevas preguntas. Tragué saliva, algo mareada—. Creía que los Hullinrots no salíais a la Superficie por miedo a que notasen que sois unos nigromantes…

—Habla más bajo, por favor —murmuró ella cautelosa, mientras rellenaba la otra cantimplora de agua fresca—. Confío en que no hablarás de esto con nadie. Al fin y al cabo, tú también tienes parte nigromántica en tu ser.

Hice un mohín.

—No hace falta recordármelo —repliqué—. Antaño, pensaba que los Hullinrots queríais matarme. Pero si no es el caso, no veo por qué voy a denunciarte. Sería erróneo pensar que eres una enemiga simplemente porque eres una nigromante —añadí con filosofía.

—Bien —suspiró, pensativa, mientras sacaba la cantimplora del pequeño río—. Y… Supongo que ya sabes lo que ando buscando.

—Er…

Alcé la mirada hacia un pino al oír el crujido de una rama. La cabeza de Syu asomó entre las agujas del árbol mientras Mártida entrecerraba los ojos, desconfiada.

—No te preocupes, es Syu —le dije a la elfocana.

«¿Problemas?», preguntó el mono.

«No exactamente. Mártida es una Hullinrot», expliqué con concisión.

Oí el suspiro de Syu.

«Siempre se me olvida lo que son los Hullinrots», confesó.

Reprimiendo una sonrisa, negué con la cabeza para contestar a la nigromante.

—La verdad, Mártida, no sé lo que los Hullinrots queréis hacer con mi filacteria. El mismo Márevor Helith no lo sabía.

Enarqué una ceja al ver que ella había pegado un respingo.

—¿Conoces a Márevor Helith? —resopló, tras un silencio.

—Em… Sí. Sólo un poco —maticé, molesta.

Mártida hizo una mueca.

—Márevor Helith no es muy fiable —me dijo.

¿Había acaso personas fiables entre los nigromantes?, me pregunté con ironía. Siempre me había parecido gracioso pensar que un nakrús podía tener mala reputación entre personas versadas en las artes nigrománticas. ¿Qué había hecho el maestro Helith para tener tan mala imagen entre los nigromantes?

—Supongo que es normal que no sepas muy bien lo que ocurre en Neermat —prosiguió Mártida, meditativa—. Al fin y al cabo, está muy lejos de aquí. Pero si conoces a Márevor Helith, te habrá explicado quién es Jaixel… —Asentí con la cabeza—. Es un lich poderoso, viejo de quinientos años. Se instaló no muy lejos de Neermat, en el laberinto de Tafosia, hace unos quince años, cuando comenzó a tener serios problemas con los guardias del primer nivel de los Subterráneos. Empezó a causarnos problemas a nosotros matando nuestros esqueletos. Hemos intentado muchas veces capturarlo, pero siempre se nos escapa.

—Pero ¿tan difícil es matar a un lich? —pregunté.

—Bueno, matarlo quizá hubiéramos podido. Pero nuestro objetivo no es matarlo, sino examinarlo —explicó. Y calló, al oírme resoplar.

—¿Examinarlo? —repetí con una vocecita—. ¿Al lich?

—Sí. No es que queramos convertirnos en liches —rió—, pero estamos seguros de que Jaixel puede enseñarnos mucho sobre la nigromancia. Sin embargo, el lich está loco y cada vez que nos acercamos mata a nuestros esqueletos.

—Demonios —pronuncié—. A ver si lo he entendido. Con lo poderoso que dices que es ese lich, vais así y todo hasta su guarida e intentáis capturarlo… ¿para estudiarlo? No me extraña que mate a vuestros esqueletos.

Mártida puso los ojos en blanco.

—Si nos hubiera permitido examinarlo lo habríamos dejado tranquilo hace años —replicó—. De todas formas, hace meses que ya no lo estorbamos porque se estaba poniendo realmente furioso y nos estaba complicando la vida en Neermat. Así que, a falta de lich, me mandaron a mí en tu busca para que examinase tu filacteria. Derkot me ayudó a encontrarte.

—¿Derkot Neebensha? —articulé—. ¿El Nohistrá de Dumblor?

Claro, todo encajaba. El Nohistrá, además de ser un simpatizante de la nigromancia por estar en pleno proceso de transformación en nakrús, había hablado con un Hullinrot, según había dicho él mismo. Aquella persona tenía que ser necesariamente Mártida.

—Exacto —asintió la nigromante con tono ligero—. Si me ayudas y me permites estudiar detenidamente tu filacteria, sería estupendo —me dijo, con una sonrisa.

Sus palabras me dejaron desconcertada.

—¿Seguro que tan sólo quieres examinar mi filacteria? —pregunté, recelosa—. Márevor Helith dijo que estabais de acuerdo para quitármela.

La elfocana sonrió.

—No creo que sea capaz de hacer eso yo sola —replicó—. De todas formas, no sería un buen método. Podría resultarte fatal o bien la filacteria podría acabar dañada. Si realmente quieres que te la quitemos, tendrías que venir conmigo a Neermat.

—Entiendo. Esto… Creo que entonces me quedaré con la filacteria. Todo eso es muy nuevo para mí. Estaba convencida de que queríais matar a Jaixel. En fin, no importa. Lo que nunca he entendido es cómo Jaixel me metió esos recuerdos en mi cabeza.

—¿Así que la filacteria contiene recuerdos? —Mártida había adoptado una expresión pensativa—. Bueno, a pesar de llevar años y años con la nigromancia y con la energía bréjica, ignoro totalmente cómo se las arregló Jaixel para transmitirte una parte de su mente. Lo único que conozco es la historia que se suele contar el día de Okoruth a los niños de Neermat. Jaixel atacó a dos ternians que llevaban un recién nacido, convirtió a los padres en rocas y te llevó a ti para criarte y enseñarte los secretos más profundos de la nigromancia.

Hice esfuerzos por no echarme a reír.

—Me temo que esa historia anda lejos de la realidad. Yo no tengo ni idea de nigromancia y en mi vida he visto a Jaixel.

Una súbita chispa de luz iluminó la progresiva penumbra y poco a poco la fogata empezó a llamear. La Hullinrot asintió mientras la oscuridad llenaba el bosque de sombras.

—Tal vez lo que digas sea cierto —convino—. Pero, de todas formas, lo importante y lo más maravilloso es que poseas una parte de la mente de Jaixel —declaró con tono emocionado.

La contemplé durante unos segundos en silencio. Mártida estaba desvariando, me dije.

—Creo que es la primera vez que me dicen que mi filacteria es maravillosa —mascullé—. Pero bueno, ¿acaso es tan importante la nigromancia como para hacerse un viaje larguísimo para encontrar una filacteria que a lo mejor no te sirve de nada?

—Así es la investigación —replicó, encogiéndose de hombros—. Los Hullinrots somos unos grandes eruditos en las artes nigrománticas. Creo que lo entenderás si te hago una comparación. Tú que has estudiado energías, ¿cuál es la que más te gusta?

—Er… las armonías —contesté vacilante.

—Pues imagínate que de pronto aparece un famoso armónico que pasa por tu calle soltando sortilegios increíbles. Lo lógico sería aprender de él, ¿no te parece? Estudiar a un lich vivo sería… —Meneó la cabeza y resopló, sin palabras.

—Contraproducente —acabé, con una mueca—. Sobre todo a un lich vivo, porque se supone que un lich está ya muerto.

La elfocana soltó una carcajada franca.

—Me temo que no tenemos el mismo concepto de vida y muerte. Entonces, ¿estás de acuerdo para que examine tu filacteria? —inquirió.

Me encogí de hombros.

—Mientras no rompas nada.

—Estupendo. La examinaré a fondo y luego te prometo que no volveré a molestarte. Lo juro por todos los esqueletos que quieras.

Me estremecí.

—Mejor jura por algún dios, queda menos macabro —le aseguré, burlona.

La elfocana puso cara sorprendida y se rió.

—Claro. Debería tener más cuidado con mis palabras. Lo juro por tus dioses y los que sean —añadió, muy divertida—. Y ahora volvamos junto al fuego, o tu tío empezará a preocuparse. Pero en cuanto estemos más tranquilas, me dejarás un día entero para que examine tu mente, ¿trato hecho?

—Ese es un trato un tanto ligero —repliqué, con una ceja enarcada—. Yo te ayudo… a cambio de nada.

—Por supuesto que no —me cortó enseguida Mártida—. Ya le prometí a Lénisu que a cambio, si tú estabas de acuerdo, le ayudaría a recobrar no sé qué objeto que le robaron.

Agrandé los ojos. Lénisu, suspiré. Nunca se aburría de recobrar a Hilo. Pero al parecer no le había explicado a Mártida que aquel objeto era ni más ni menos que una espada reliquia en manos de un Ashar.

—Está bien, todo sea por mi tío, trato hecho —asentí, sonriendo—. Pero un consejo: pregúntale a Lénisu cuál es ese objeto robado. Estoy convencida de que omitió algunos detalles cuando te habló de ello.

—Bueno. Se lo preguntaré —aseguró Mártida, intrigada. Y volvimos hasta el fuego en silencio. La sombra de Syu apareció, deslizándose silenciosamente por un tronco, y correteó junto a mí.

«Y yo que pensaba que Mártida era una persona cuerda», suspiré.

«Nunca te fíes de un saijit», me aconsejó Syu con tono de sabio. «Por el momento, el único saijit cuerdo que conozco es el maestro Dinyú.»

Enarqué una ceja.

«¿Y yo?», protesté.

El mono gawalt me dedicó una sonrisa burlona pero no contestó.

Mientras la alta elfocana se sentaba alrededor del fuego, posando las dos cantimploras llenas de agua, meneé la cabeza, pensativa. ¿A quién se le ocurría, siendo nigromante, arriesgar la vida de tal manera simplemente para conocer mejor las artes nigrománticas de los lichs?

Al sentarme, me fijé en la mirada inquisitiva que le echó Lénisu a Mártida. Y pensar que él sabía desde el principio que estábamos viajando con una Hullinrot… Mi tío siempre se rodeaba de gente extraña. Sólo faltaba que Dash resultase ser el vástago perdido de un rey y Miyuki una bruja desterrada de Albrujia y ya montábamos una fiesta de parias y guardias, como solía decir Taetheruilín.

Dividida entre catorce personas, la cena fue muy frugal: apenas nos quedaban provisiones y comimos una mezcla de raíces hervidas con semillas de los Subterráneos. A falta de comida, charlamos mucho, bromeamos y hasta me atreví a contarles a todos una historia de Ató muy conocida que hablaba del gran monstruo de Acatlán.

Cuando hube terminado mi historia, Manchow me aplaudió muy animado.

—Yo había oído una historia semejante —dijo el joven humano—, pero creía que Acatlán se había convertido en un demonio de hielo y no en un elemental de sombras.

Aryes soltó una risotada y sonreí.

—Acatlán fue construido por la famosa celmista Liyina —comentó el kadaelfo—. Por fuerza tuvo que ser un elemental. Según lo que se cuenta en Ató, claro está.

—Pues en los Subterráneos existen historias de celmistas que fabrican demonios con varitas mágicas —intervino Ashli, sonriente.

—Claro, si empezamos con eso —dijo Lénisu con desenfado—, yo os voy a contar una historia sobre una familia normal que adquirió de pronto el poder sobrenatural de controlar las energías a su antojo. Esa familia moraba en un antiguo castillo…

—Esa leyenda ya la conocemos —lo cortó Shelbooth, poniendo los ojos en blanco.

—¿En serio? —replicó Lénisu con una sonrisa burlona.

—El mismo Fahr Landew habló con los abuelos de la pequeña Flor del Norte —argumentó Ashli—. Los Klanez existen. Y la niña sabía controlar las armonías de manera increíble, ¿verdad, capitán? —Sentí un escalofrío al oírla hablar de Kyisse en pretérito. Kyisse estaba viva, estaba segura de ello. Pero me hubiera gustado que Zaix me lo confirmara…—. No digo que sea una familia sobrenatural —prosiguió la sibilia—, pero está claro que los Klanez no son sólo una leyenda.

—El castillo existe —apoyó Kitari.

—Bueno, bueno —intervino de pronto el enano—. Ya nos vale de historias y leyendas y castillos. Es hora de dormir. Me propongo para el primer turno de guardia. Pero no más de dos horas, luego te despertaré a ti, Lénisu —lo advirtió.

Poco tiempo después, tumbada entre Aryes y Kaota, me sorprendí sonriendo.

—Buenas noches —dijo Kaota.

—Buenas noches —le contestamos Aryes y yo.

La belarca le dio un pequeño empellón a Kitari que se había tirado casi literalmente sobre su lecho de agujas de pino.

—Que Amzis vele en tus sueños, hermano —le soltó Kaota, burlona.

Kitari bostezó y apenas le hubo contestado se sumió en un profundo sueño.

Sonreí. A pesar de todas las pasadas desventuras, las cosas no iban tan mal. Había sobrevivido. Y estaba rodeada de buena gente y personas a las que quería sinceramente. Además, íbamos a pasar por Ató antes de dirigirnos a Aefna e iba a ver a Kirlens y a Wigy. Y a Deria y a Dol. A los pagodistas y al maestro Áynorin.

Sin quererlo, había extendido una mano y topé con la de Aryes. Abrí los ojos y crucé su mirada azul. Él me sonrió y me cogió lentamente la mano. Su mensaje silencioso aceleró los latidos de mi corazón. Le sonreí y me sentí feliz.

En ese momento Syu se aproximó y se acurrucó junto a mí, bostezando delicadamente, declarando:

«Un gawalt siempre debería estar feliz.»

3 Incógnitas

—No recordaba estas colinas —comentó Lénisu, algo molesto.

—Esta vez el guía eres tú —replicó Dash, con una risita sarcástica—. Pero no te preocupes, si nos conduces a la guarida de un atroshás, seré clemente y sólo te cortaré los dedos de una mano, como hacen algunos con los esclavos.

Lénisu enarcó una ceja, movió sus dedos e hizo una mueca teatral.

—¿Y el atroshás? —preguntó.

—¿Y qué le voy a hacer yo a un pobre atroshás si nunca un dragonzuelo de esos me ha causado problemas? —replicó el enano con una sonrisilla macabra. Reprimí una mueca. No a cualquiera se le hubiera ocurrido llamar “dragonzuelo” a la especie de dragones más peligrosa de toda la Tierra Baya.

Habíamos seguido el arroyo durante toda la mañana y salido del bosque para desembocar en una tierra desolada poblada de colinas poco más que calvas. Después de una discusión, habíamos decidido caminar hacia el norte y pasar por el lado oeste del Trueno. Por supuesto, casi todos, como eran valientes guerreros, optaron por el camino más corto… Lénisu argumentó que era ligeramente más peligroso, pero afirmó que si se pasaba por los buenos sitios, no teníamos por qué tener problemas. Al ser el único que conocía un poco la zona, se convirtió en nuestro guía. De modo que, por el momento, era poco probable que Lénisu nos diese el esquinazo. Pero no dudaba de que pronto se marcharía: no podía entrar en Ató en pleno día y esperar a que viniese la guardia para arrestarlo. Aunque seguramente no se alejaría mucho ya que tenía que recuperar la famosa caja de tránmur escondida en el tejado de la Pagoda Azul…

El paisaje era del todo aburrido. Soplaba el viento frío y aunque todavía no nevaba, el cielo se había cubierto de unas nubes invernales. Subimos y bajamos pequeñas colinas y más colinas. Nos cruzamos con una manada de nadros del miedo que salieron corriendo, asustados. Al de un par de horas, sin embargo, divisamos un lugar con pequeños barrancos y arbolillos, que desaparecieron en cuanto empezamos a bajar el cerro en la que estábamos. Nada más llegar abajo, resonaron, entre las ráfagas de viento, unos rugidos que nos resultaron a todos demasiado familiares.

«Nadros rojos», le informé a Syu con fatalismo.

«Ayayay», dijo el gawalt, agitándose sobre mi hombro.

—Nadros rojos —gruñó el capitán Calbaderca, como un eco, llevando la mano al pomo de su espada.

—No nos quedemos aquí —dijo rápidamente Lénisu.

Lo seguimos y cuando finalmente alcanzamos la cima de la siguiente colina vimos a la manada de nadros. Estaban peleando contra unos Centinelas.

Shelbooth en un súbito arranque, desenvainó su espada. Después de tantos días de frío y de caminata, parecía ansioso de dar tajos a diestro y siniestro.

El capitán nos echó una mirada a Aryes, Kaota, Kitari y a mí.

—Quedaos aquí.

Sacó su espada larga de su vaina y con Ashli y Shelbooth empezó a bajar la colina a grandes zancadas. Oí el suspiro ruidoso del enano.

—Eso no es un atroshás —comentó Lénisu, poniendo cara meditativa.

—Supongo que el Martillo de la Muerte no se puede quedar atrás —declaró Dash, sacando su hacha como con pereza.

—Adelante, amigo —le dijo mi tío con aire socarrón.

Y entonces bajaron la colina Dashlari y Aedyn, él con su hacha y ella preparando ya un sortilegio brúlico de ataque. Estuvimos contemplando la batalla desde la altura. Al de un rato, desvié la mirada, estremecida. Los nadros rojos casi me daban pena. Al girarme, me fijé de pronto en un vacío. Miyuki y Lénisu ya no estaban con nosotros. Mártida, que unos momentos antes había estado junto a Miyuki, me dedicó una discreta mueca.

Apreté los labios para imponerme silencio y volví a clavar los ojos hacia delante. Era inevitable que se fueran, me repetí. La batalla acabó. Y los Centinelas y nuestros compañeros se alejaron todo lo posible de los nadros, corriendo a toda prisa.

Entonces, poco a poco, vi los rostros de los Centinelas dibujarse mientras se acercaban, subiendo la colina. Eran una decena y vestían todos la túnica dorada y el dragón rojo de Ató. Cuando llegaron a la cima, empezaron los primeros nadros rojos a explotar en llamaradas centelleantes.

—Ya está hecho —comentó Dash, mientras recolocaba el hacha a su espalda. Ignoraba si se refería a la batalla o a la desaparición de Lénisu y Miyuki.

No tardó el capitán Calbaderca en percatarse de la ausencia de estos últimos.

—¿Dónde está Lénisu? —preguntó, con el rostro ensombrecido.

Kitari y Kaota pusieron cara sorprendida.

—Pues… no lo sé, capitán —confesó Kitari, ruborizándose—. No nos hemos dado cuenta de nada. A lo mejor se ha marchado.

—Hemos perdido a nuestro mejor guía —intervino Dash, con una gran sonrisa—. Pero no os preocupéis por él. A veces es menos valiente que un nadro del miedo. Algún impulso súbito. No es la primera vez.

Estaban discutiendo sobre el asunto cuando algo me llamó la atención. Entre los Centinelas, había una humana rubia… Ladeó la cabeza y se acercó a mí, se quitó el casco y me miró con incredulidad.

—Shaedra, ¿eres tú…? ¿Aryes?

Parpadeé un momento y entonces, como en un sueño, caí en la cuenta y farfullé:

—¿Sarpi?

¡Dioses de los demonios!, me dije. ¡Era Sarpi! Una sonrisa se fue dibujando en mis labios.

—¿Así que volviendo a la guarida, eh? Te daría un abrazo si no estuviese cubierta de sangre de nadro —se disculpó Sarpi, resoplando—. Increíble —añadió mirándonos a Aryes y a mí alternadamente—. ¿Sabéis que todo el mundo cree que estáis muertos?

Me atraganté y tosí.

—¿Muertos? —repitió Aryes, frunciendo el ceño, mientras me daba palmaditas en la espalda.

—Sí. Eso decían los rumores. Pero me alegra comprobar que los rumores no siempre son ciertos —declaró, risueña—. Tenemos que volver a Ató cuanto antes. ¡A Áynorin le va a dar un ataque de alegría!

* * *

Ató no estaba como lo había dejado, meses atrás. A pesar de haberme avisado Sarpi del terremoto, me quedé algo conmocionada al ver que la ciudad estaba en plena ebullición, reparando tejados e incluso muros. Al parecer, hacía un mes, la tierra había temblado violentamente, y estaban todos ayudándose entre sí, intercambiándose todo tipo de material para devolver cierta habitabilidad a sus casas antes de que llegara lo crudo del invierno. El padre de Aryes, como carpintero, no había parado de trabajar y su insomnio, según Aryes, había empeorado drásticamente.

Cuando había entrado en el Ciervo alado seguida del capitán Calbaderca, Aryes, Ashli, Dash, Kaota, Kitari, Manchow, Srakhi, Shelbooth, Mártida y Aedyn, todos los parroquianos callaron, creyendo una invasión.

Tras un silencio anormal, se oyó el chillido agudo de Wigy y el ruido de un plato rompiéndose en el suelo. La joven se precipitó hacia mí y Kaota pareció decidir que su protegida no estaba en peligro porque dejó que mi hermana me estrangulara casi, mientras Syu salía disparado hacia la cocina maldiciendo los ataques de nervios de los saijits.

Al oír el súbito ruido y viendo quizá al mono gawalt, Kirlens salió en tromba. Mudo, me contempló unos instantes, dio media vuelta y titubeó, entrando otra vez en la cocina. Su reacción me preocupó sumamente y me aparté de Wigy.

—Voy a hablar con Kirlens —dije, con una vocecita emocionada.

—Pues claro —refunfuñó Wigy, de pronto, malhumorada—. Pobre Kirlens. Siempre le dais disgustos. Si no eres tú, es Kahisso. Por Ruyalé, ve a hablar con él. Espera, ¿quiénes son esas personas que traes?

Le dediqué una sonrisa inocente.

—Unos amigos.

—Shaedra, voy a ir a casa de mis padres —anunció Aryes.

Sus mechones blancos salían de su capucha y sus ojos brillaban de emoción. Asentí con la cabeza. Entendía su aprensión al volver a su casa después de tanto tiempo y tan transformado pero no podía seguir huyendo de su propia familia.

—Hasta luego, Aryes —contesté.

Wigy entonces agrandó los ojos y los clavó en la silueta del kadaelfo, que salía de la taberna.

—¿Aryes? —repitió—. ¿El de tu clase? ¿El que fue a la mina de Kaendra?

—El mismo —respondí, evasiva, antes de dirigirme hacia la cocina. Las voces de los parroquianos se apagaron casi al cerrar la puerta. En unos pocos minutos la noticia de la extraña llegada de varios guerreros y de dos kals supuestamente muertos se difundiría como el viento.

Sentado en una silla, Kirlens sostenía entre sus manos un pañuelo. Estaba muy aviejado y al verlo tan triste se me rompió el corazón.

—Kirlens… —empecé a decir con un hilo de voz.

—Shaedra —dijo entonces el tabernero, sonándose la nariz y levantándose. Se acercó a mí y meneó la cabeza—. Te he echado de menos. Bienvenida a casa.

Me dio un fuerte abrazo. Parpadeé para retener mis lágrimas al pensar que pronto tendría que volver a salir de Ató. Pero era por una buena causa, me convencí. No podía desinteresarme de Kyisse y era la única del grupo en saber dónde vivía Lunawin.

* * *

Aquella misma tarde, después de haberle contado a Kirlens y a Wigy un resumen con agujeros de todo lo que me había pasado en los Subterráneos, me aseguré de que el capitán Calbaderca y los demás fuesen atendidos debidamente y luego me escabullí a casa de Deria y Dol. Me los encontré en camino, ya que se habían enterado de mi llegada y se dirigían al Ciervo alado.

El rostro pardo oscuro de Deria se iluminó con una sonrisa. Se abalanzó hacia mí dando una voltereta de alegría y Dol me despeinó el cabello y le tocó las narices a Syu con el índice. El mono bufó, burlón.

—Por todos los dioses, Shaedra —dijo el semi-orco, enseñando todos sus dientes—. Ya estabas tardando en volver. Cuando te dejé sola entrar al servicio de esa Niña-Dios supe que estaba actuando mal. Pero bueno, ¿dónde demonios has estado?

Puse cara de mártir y retomando unas palabras que había pronunciado una vez Lénisu, solté:

—En los Subterráneos. Metida en el fondo de la muerte. —Y mientras me miraban ellos con cara incrédula, sonreí y añadí con ligereza—: Aunque tampoco fue tan terrible. Primero, vino el troll, luego llegamos a Dumblor y nos metieron a Aryes y a mí en un palacio para que luego llevásemos a una niña legendaria a un castillo lejanísimo, como en las historias de Shakel Borris. —Hice una mueca—. Hasta ahí todo fue bien. Pero al de poco de comenzar el viaje nos atacaron unas mílfidas y entonces apareció Lénisu. Se llevó a la niña. Luego la niña comió una baya mala y un amigo se fue con ella corriendo para salvarla. Y ahora acabo de llegar a la Superficie con unos Espadas Negras, y unos amigos de Lénisu —añadí, para poner punto final a mi relato.

El semi-orco y la drayta se quedaron un momento estupefactos. Entonces se echaron a reír y me tocó a mí mirarlos con desconcierto.

—Te invito a una infusión en casa —dijo Dol—. Y así me cuentas una versión ampliada, porque no me he enterado de nada. Aunque todo eso parece la trama de una canción épica.

Frundis, a mi espalda, soltó una exclamación impresionada.

«¡Ese semi-orco ha tenido una idea genial!», reconoció, animado. «Voy a componer una canción sobre nuestras hazañas. Ya lo hice para un portador mío, pero tendrás que prometerme que no la enseñarás a nadie. ¿Qué te parece?»

«Que vas a tener que quitar muchos elementos de nuestro viaje para conseguir hacer una canción épica, me temo», repliqué, divertida. «Si lo cuentas todo como pasó, voy a quedar como una Salvadora ridícula.»

«Buaj. La ridiculez forma parte de la épica», replicó el bastón con convencimiento. Hizo una pausa pensativa y entonces clamó con voz potente de tambores: «El demonio y la Flor del Norte. ¿Qué te parece el título?»

«Desde luego, es perfecto para que no enseñe la canción a nadie», aprobé.

«El viaje a un castillo inalcanzable», propuso Syu.

«Ese cuenta demasiado del final», replicó Frundis, descontento. «No, debe ser algo que nos impresione hasta a nosotros mismos. Un título impactante. ¿Qué os parece Balada subterránea

Enarqué una ceja.

«¿Eso es impactante?»

«Balada de Shaedra con la Flor», siguió Frundis.

«Eso sí que no suena épico», repliqué, divertida.

«¡Balada de la Flor y el plátano!», exclamó Syu, con una carcajada de mono.

«Mm. ¿A qué viene el plátano?», preguntó Frundis con un sonido de guitarra interrogante.

«Shaedra dice que el plátano va siempre con la flor», argumentó Syu con tono inocente.

Solté una carcajada y Dol y Deria intercambiaron una mirada extrañada.

—Son Frundis y Syu —expliqué, mientras nos dirigíamos a la casa de Dol—. Hoy están inspirados.

Y en tanto que Frundis seguía proponiendo títulos cada más rimbombantes, pasamos por el portal de la casa de Dol y entramos en su oscuro comedor.

4 Noticias lejanas

Necesité dos horas para explicarles más o menos lo ocurrido a Dolgy Vranc y a Deria. Me hicieron muchas preguntas y entendieron rápidamente que mi relato estaba plagado de agujeros.

—¿Cómo sabes que ese tal Spaw podía llegar antes a la Superficie? ¿Sabía teletransportarse como el maestro Helith? —preguntó Deria, inquisitiva.

Hice una mueca.

—No. Es que… Spaw conocía unas escaleras secretas y no quería que todos pasasen por ahí.

—No me acaba de caer bien ese protector tuyo —gruñó Dol—. ¿Para quién decías que trabajaba?

Le dediqué una sonrisa inocente.

—No lo he dicho. —Me miraron con el ceño fruncido y suspiré—. Lo sé, ya me lo dijo Srakhi: empiezo a parecerme cada vez más a Lénisu. Mirad, lo de Spaw y el pasaje secreto es simplemente un detalle, y os lo explicaré más adelante… Pero la historia en sí os la he contado como pasó realmente.

—Una historia digna de una canción —asintió Dol, sirviéndose más infusión—. Demos gracias a la providencia de que estés aquí con nosotros.

Tomé un sorbo y volví a posar el bol.

—La verdad, entiendo que a Lénisu no le gusten los Subterráneos —comenté, pensativa—. Y eso que él nació y creció en ellos.

Deria se cruzó de brazos.

—Y yo la verdad, prefiero escuchar la historia a vivirla. Todo eso de las mílfidas tiene una pinta horrible.

—Ligeramente —convine, y sonreí—. Así que la aventurera Deria ya no está tan segura de ser una aventurera.

La drayta hizo una mueca cómica.

—Yo de aventurera tengo mucho —replicó—. Pero prudente.

—Eso es cierto —aprobó Dol, risueño—. Con el dinero, Deria es de lo más aventurera. En verano, compró veinte sacos de algodón y un bote de alambres para crear un nuevo juguete. ¡Y fue un rotundo éxito! —exclamó, riendo—. Fabricamos muñecos a montones y vendimos decenas en Ató.

El rostro de Deria se había ensombrecido y me olí que la historia no había salido tan bien.

—¿Pero? —la alenté.

La drayta carraspeó.

—Decidimos ir a Aefna a vender el excedente de muñecos. Quisimos coger una escolta, pero los que se proponían para escoltarnos eran unos verdaderos timadores. Y, cómo no, fuimos atacados en el camino por los mismos desgraciados. Así que a fin de cuentas, entre los kétalos que nos robaron y tal, perdimos un montón de dinero —concluyó, con una mueca enojada.

—Así son los negocios —la tranquilizó Dol. Bailaba un destello de diversión en sus ojos—. Deria todavía no ha aprendido a perder.

Estuvimos hablando de los juguetes, me enseñaron sus nuevos hallazgos, y comprobé que Deria se había convertido en la gerente del negocio: Dol inventaba y ella gestionaba los gastos y los beneficios e iba a vender al mercado. Desde luego a mí no me habría gustado tal reparto, pero a Deria parecía encantarle. Luego pasamos a hablar del terremoto y el semi-orco resopló.

—Mi casa es resistente. Tan sólo se agrietó un poco uno de los muros. Pero sé de algunos vecinos que se salvaron de milagro. En fin. —Meneó la cabeza y suspiró—. Hablando de milagros, sé que no es el mejor momento para hablar de esto, debes de estar cansada con tanto viaje, pero —sonrió— si no te lo digo ahora te enfadarás conmigo.

Su tono me alarmó pero enarqué una ceja burlona.

—¿Cuándo me he enfadado contigo, Dol?

En ese momento, alguien llamó a la puerta. El semi-orco frunció el ceño.

—¿Quién puede ser a esta hora? —se extrañó, dirigiéndose hacia la puerta. Se oyó la puerta abrirse y entonces resonó la risotada del semi-orco—. ¡Aryes! ¡Qué alegría! Pasa, pasa.

Entraron en la habitación y Aryes se quitó la capucha. Deria se quedó boquiabierta al ver el cambio de aspecto del kadaelfo pese a que yo los hubiese avisado.

—Estás realmente todo blanco —dijo, dando unos pasitos curiosos hacia él. Tendió una mano, cogió un mechón blanco y lo estiró para testear. Aryes sonrió y le asió un mechón a la drayta, como un gesto de saludo.

—Hola, Deria. Cuánto tiempo.

Nos echamos todos a reír de la escena burlesca mientras Deria se ruborizaba y dejaba de cogerle el pelo a Aryes.

—No todos los días se cambia de color de pelo —se defendió la drayta.

Nos sentamos todos: Deria en el borde de la ventana, Dol en su butaca y Aryes y yo en el sofá, donde siempre me había sentado. Discretamente, escudriñé la expresión de Aryes para averiguar si le había ido bien su reencuentro.

—¿Qué tal tu familia, Aryes? —pregunté.

—Bien —contestó él, lacónico—. ¿Y qué tal está Kirlens?

—Creo que bien —respondí, mordiéndome el labio.

Estaba claro que la conversación entre Aryes y sus padres no había sido tan tranquila como la mía con Kirlens. Al fin y al cabo, Kirlens estaba más que acostumbrado a que sus hijos no hicieran todo lo que él hubiera querido. Estuvimos charlando y hablando de temas que ya habíamos abordado, bromeamos, repetimos la infusión y las galletas y reavivamos el fuego de la chimenea. Por la ventana el cielo se oscurecía. Había empezado a bostezar cuando, de pronto, recordé algo.

—Dol, dijiste que tenías algo importante que anunciarme. ¿De qué se trata?

Dolgy Vranc, que mecía su gran cabeza, semi dormido, interrumpió su movimiento y su mandíbula se tensó.

—Hace un mes, llegó una carta dirigida a Gudran Sófterser, nuestro Mahir. El Mahir decidió hacerla pública. Dijo que la carta iba firmada con el nombre de Daian. —A medida que iba hablando sentí un terrible vacío en mi interior que se iba convirtiendo en un abismo—. En la carta, Daian dice que necesita ayuda urgente para salvar a su hija. Al parecer… —Dol carraspeó, como ahogándose—. Al parecer Daian está viva y a salvo, aunque no dice dónde está. En cambio asegura que pagará muy generosamente a los mercenarios que la ayuden a salvar a Aleria de las garras de los Veneradores de Numren que la tienen secuestrada.

Con una mano en mi pecho dolorido y con los ojos agrandados, respiré entrecortadamente.

—¿Dónde viven esos Veneradores de Numren? —preguntó Aryes, tras un terrible silencio.

—Según el Mahir, en el archipiélago de las Anarfias —contestó Dol—. En una isla llamada Isla Coja.

—¿Y han partido ya los mercenarios? —inquirió el kadaelfo.

Dolgy Vranc espiró.

—No —dijo tristemente—. A pesar de las palabras del Mahir, los mercenarios no se fían. No saben dónde está Daian. No pueden estar seguros de que les pagará la recompensa una vez efectuado el trabajo.

—¡Pero se trata de una kal de Ató! —exclamé—. El propio Mahir debería mandar a guardias para salvarla.

—No es tan sencillo —contestó el semi-orco—. Si a Aleria la hubiesen raptado en la ciudad, la habrían ido a buscar los guardias del Mahir. Pero fue ella misma quien se marchó de Ató.

—¿Y Akín? —inquirí.

Dol me echó una mirada llena de tristeza.

—No lo menciona la carta.

Solté un bufido y me recosté bruscamente contra el sofá, cruzándome de brazos, demasiado aterrada para hablar.

—Y eso no es todo —añadió Deria, con una voz temblorosa.

—¿Pero para qué han secuestrado a Aleria? —pregunté de pronto, sin hacerle caso—. Lo que buscaban los Veneradores de Numren era la poción esa, la atsina trávea que habían inventado los padres de Aleria.

—¿Atsina trávea? —preguntó Dol, frunciendo el ceño.

Recordé entonces que ellos no estaban al corriente de toda la historia de los guaratos y, pese a mi estado agitado, procedí a contársela.

—Y ya está —terminé—. Si bien recuerdo lo que me dijo Aleria, según aquella Mimsagrev que conoció cuando estuvo en Acaraus, la atsina trávea es un elixir divino con el que se puede entender lo que hay más allá de las ilusiones, o algo por el estilo.

Todos me miraron con cara escéptica.

—¿Un elixir divino? —repitió Aryes.

Me encogí de hombros.

—Eso es lo que creían los guaratos.

Oí el resoplido ruidoso del semi-orco y lo miré, interrogante, mientras se agitaba en su sillón.

—Todo esto es muy curioso. Ya había oído hablar de la atsina trávea —declaró—. Entre los alquimistas es una poción mítica. Pero ignoraba que Daian hubiese inventado una poción con ese mismo nombre. Junto a Eskaïr, claro está. —Marcó una pausa—. Así que según tu historia, los Veneradores de Numren habrían raptado a Daian para que les revelase sus conocimientos sobre esa poción hipotéticamente poderosa… A lo mejor Daian consiguió escapar. Y a lo mejor los Veneradores de Numren quieren hacerle chantaje a Daian secuestrando a su hija. Es posible —añadió—. Aunque aquí suponemos muchas cosas. En fin —carraspeó—, como decía Deria, esto no es todo.

Entorné los ojos, alarmada. ¿Otra sorpresa?, me dije. La verdad era que estaba algo cansada de tener sorpresas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Aryes, animándolo a que hablara.

—Er… Veréis. En otoño, aparecieron Laygra y Murri por Ató, con una tal Rowsin y un humano llamado Azmeth. Venían a verte.

Me sobresalté, asombrada, y sonreí anchamente.

—¿Laygra y Murri están aquí?

—No.

Una enorme decepción me invadió.

—Oh.

—Al no verte en el Ciervo alado, tus hermanos preguntaron por mí. Los invité a mi casa y les expliqué que hacía meses que no sabía nada de ti pero que, según los rumores, te habías ido a Kaendra después de haberte quedado en Aefna durante más de un mes. No quisieron decirle nada a Kirlens. Durmieron en mi casa y luego decidieron irse a Kaendra a buscarte porque creían que estabas en apuros. Y hace unas semanas, reaparecieron por Ató. Esta vez sólo estaban Laygra y Murri. Se enteraron de lo de Aleria y… no sé por qué a ambos se les metió en la cabeza que te habrías ido a la Isla Coja a salvar a tu amiga.

Lívida, solté una maldición.

—¿Quieres decir que han ido solos a la Isla Coja?

—Pues… sinceramente, no lo sé. De la noche a la mañana, salieron rumbo hacia el paso de Marp. Simplemente nos dejaron una carta de disculpas y agradecimientos muy conmovedora pero que me dejó algo enojado.

Laygra y Murri se iban hacia el este, Kyisse estaba en Aefna, Hilo estaba en manos de un Ashar… Saturada, me cogí la cabeza con las manos durante unos segundos y entonces refunfuñé y me levanté:

—Esto me supera. Estoy demasiado cansada para pensar correctamente.

Dol sonrió y se levantó.

—Entonces, a dormir. Mejor no le des demasiadas vueltas a este asunto. Lo importante, hoy, es que hayáis vuelto sanos y salvos. Luego ya se verá lo de Kyisse y lo de los demás. Primero hay que descansar.

Nos fuimos hasta la puerta y Aryes y yo salimos en la estrecha avenida flanqueada de setos.

—Buenas noches, Shaedra —me dijo Deria desde la puerta—. Buenas noches, Aryes.

—Dormid bien —nos dijo el semi-orco con un tono sereno.

Cruzamos el portal y lo cerramos. Era ya noche cerrada y soplaba un viento helado. Las linternas se balanceaban, emitiendo chirridos inquietantes.

Aryes y yo caminábamos despacio, subiendo la cuesta. Frundis se había adormilado, después de estar componiendo unas estrofas de su canción épica, y Syu, arrebujado en su capa, correteaba por la calle desierta, mirando a ver qué había cambiado durante su ausencia.

Traté de no pensar ni en Aleria, ni en mis hermanos, ni en nada que pudiera preocuparme. A fin de cuentas, no podía hacer nada por ellos en aquel momento. Ellos también tenían una particular habilidad para meterse en líos, suspiré.

—No pensemos en nada más que en lo positivo —pronuncié, rompiendo nuestro silencio pensativo—. ¿No te parece maravilloso que estemos otra vez en Ató? —Alcé una mirada serena hacia la noche y me fijé en el alto edificio construido en la cumbre de la colina—. La Pagoda Azul sigue igual que siempre.

—Y la Biblioteca —aprobó él—. Y la Neria.

En un común acuerdo, cruzamos el patio de la Pagoda y dimos un paseo por la Neria. Los jardines estaban preciosos. No había tantas flores como en primavera, pero aún persistían las karolas, con sus pétalos blancos y delicados, exhalando un dulce perfume en el aire frío de la noche.

—Qué silencio —observé, deteniéndome en la barandilla de la Neria. Salvo el bramido regular y lejano del Trueno, apenas se oían los ruidos de la ciudad.

—Sí —susurró Aryes, junto a mí.

Lentamente, toda la tensión que había acumulado durante el viaje y durante la conversación con Dolgy Vranc iba reduciéndose a un leve zumbido. Y lentamente también, Aryes me cogió una mano y me giré hacia él. Su rostro sereno y su pelo blanco como el armiño brillaban a la luz de la Gema.

—Hay silencios, en cambio, que no merecen la pena —dijo él—. Me gustaría romperlos ya.

Sin necesidad de preguntárselo, entendí lo que decía. Nos acercamos al mismo tiempo el uno al otro y levanté la mirada hacia su rostro. Todo aquello me hubiera parecido demasiado romántico si, al hundirme en sus ojos azules, no me hubiese olvidado de pensar. Sus labios encontraron los míos, húmedos y cálidos entre las ráfagas heladas de la Neria.

5 Maestra Kima

A la mañana siguiente, me despertaron los martilleos de los obreros reparando los tejados. Abrí los ojos y vi mi cuarto a la luz del día, tan vacío y mío como siempre.

Me levanté de un bote, y ya estaba vestida cuando Syu salió bostezando de entre las mantas.

«¿Qué es ese ruido infernal?», preguntó.

Sonreí, burlona. Syu a veces tenía comentarios muy parecidos a los de Frundis.

«Están reparando parte del tejado del albergue», expliqué. «Tengo un hambre voraz, ¿vienes?»

El mono gawalt se rascó la cabeza, perezoso, pero en cuanto hube abierto la puerta se deslizó conmigo por la abertura y saltó sobre mi hombro. En la cocina, estaba Wigy preparando los desayunos. Le di los buenos días y agarré tres panecillos calientes que ella acababa de sacar del horno. Mi hermana me echó una mirada reprobadora.

—No hay que desayunar tanto a la mañana. Luego te dolerá la barriga durante todo el día.

—Llevo semanas comiendo como un penitente —le recordé, mientras masticaba enérgicamente—. ¡Están riquísimos!

Ella puso los ojos en blanco y sonrió.

—Ya lo sé —replicó—. ¿Y bien? ¿Qué planes tienes ahora? ¿Ir en busca de algún gigante perdido en el Bosque de Hilos? ¿O ir a buscar a esa niña a Aefna para llevarla al mausoleo del clan ese?

Acabé de tragar mi primer panecillo y resoplé, divertida.

—Al castillo de Klanez —la corregí—. Pues sinceramente, estoy dudando. Lo del gigante lo voy a considerar seriamente —le prometí con aire teatral—. Lo de Kyisse, en cambio, ya está decidido.

—Claro, porque te lo ha dicho ese capitán soberbio con el que he estado hablando antes, ¿eh? No me cae bien. Es un engreído.

Enarqué una ceja.

—¿De veras?

—Sí —afirmó ella. Entendí que era inútil discutir: cuando Wigy se había formado una opinión de alguien, luego era difícil hacerla cambiar.

Quise ayudarla en la cocina, pero ella negó con la cabeza.

—Ve a hablar con tus compañeros de capa negra y diles que no se queden pegados a sus sillas y que vayan a visitar Ató. Me están poniendo nerviosa, llevan dos horas sentados. Creo que te están esperando.

Hice una mueca pero asentí y salí de la cocina. Efectivamente, Kaota, Kitari, Ashli y el capitán estaban sentados a una mesa, vestidos con sus capas negras, delante de unas jarras vacías. Los parroquianos les echaban de cuando en cuando miradas furtivas y me fijé en que había hasta más gente de lo habitual: algunos curiosos pasaban por ahí para ir a ver a los dumbloranos. Y, a juzgar por los comentarios que oí, al acercarme a su mesa, supe que ya todo el mundo se había enterado de que formaban parte de una guardia especial llamada la Guardia Negra.

—Buenos días —les dije alegremente, al llegar junto a ellos—. ¿Habéis desayunado ya?

—Hace dos horas —asintió el capitán.

—No estamos acostumbrados a tanta luz —explicó Kitari.

Sonreí.

—¿Y dónde están Dashlari y estos? —pregunté.

—Paseándose por Ató —contestó el capitán Calbaderca. Y entonces se incorporó—. Aquí hay cada vez más gente. Salgamos.

Se levantaron los tres Espadas Negras y nos dirigimos hacia la puerta, seguidos por decenas de pares de ojos. Tendí la mano hacia la puerta cuando, de pronto, esta se abrió. Apareció Nart en el umbral. Me vio, carraspeó y cogió un tono solemne.

—Shaedra Úcrinalm Háreldin, estás convocada en la Pagoda Azul. Ahora mismo —especificó, y sonrió anchamente—. Hola, Shaedra, ¿qué tal te va la vida?

Pasado el susto, sonreí y me fijé en su túnica azul.

—¡Te han nombrado portavoz de la Pagoda! —resoplé, asombrada.

Nart puso cara falsamente modesta.

—Sí. Después de todos los servicios prestados a Ató, alguna recompensa tenían que darme —replicó. Y entonces retomó un aire más serio—. ¿Vienes? La maestra Kima quiere verte.

Fruncí el entrecejo.

—¿La maestra Kima? ¿Y quién es esa?

Nart carraspeó.

—Es la sustituta del maestro Dinyú. Se supone que deberías estar estudiando con ella.

Suspiré.

—Entonces, voy a disculparme y le diré que he estado… algo ocupada.

Se oyó de pronto una puerta abrirse en volandas y Wigy salió bramando de la cocina.

—¡Por el amor de Ruyalé! Dejad de hablar y cerrad esa puerta, se está enfriando toda la taberna. —Se paró en seco al ver a Nart y puso cara gruñona—. Claro. Tenías que ser tú. —Me miró, ignorándolo por completo—. Cierra la puerta cuando salgas, Shaedra.

Dio media vuelta y volvió a su cocina con grandes zancadas.

—Por lo visto, ella y tú seguís tan amigos como siempre —observé, mientras salíamos de la taberna.

—Er… De hecho, es un desastre —confesó Nart.

—Bueno, te presento a Ashli, Kaota, Kitari y a Djowil Calbaderca, capitán de la Guardia Negra en Dumblor —le dije—. Este es Nart —añadí.

—Un placer conoceros. Yo soy Nart Henelongo, cekal de la Pagoda Azul —se presentó el elfo oscuro, juntando las manos en un saludo respetuoso.

—Un placer —contestaron los Espadas Negras. Se los notaba algo perdidos por tanta extraña gestualidad.

—¿Dónde están Mullpir y Sayós? —pregunté, mientras subíamos la cuesta hacia la Pagoda.

—Oh. Ambos están con un maestro Centinela, recorriendo el paso de Marp —contestó Nart.

Capté un deje de envidia en su voz y supuse que él hubiera querido estar con sus dos viejos amigos. Lo más probable era que su padre orilh lo hubiese hecho nombrar portavoz de la Pagoda para que precisamente no se fuera.

Cuando llegué ante las escaleras exteriores de la Pagoda, eché un vistazo discreto hacia el tejado. Ahí, en alguna parte, estaba escondida la caja de tránmur. A menos que Lénisu ya hubiese pasado a recuperarla aquella noche… Me giré hacia el capitán Calbaderca.

—Supongo que no tardaré mucho, pero no tenéis por qué esperarme. Podéis ir a visitar Ató. Hay lugares maravillosos. Podéis empezar por la Neria. O por la calle del Arce.

Al capitán no parecía encantarle la idea.

—Hemos decidido que saldríamos de Ató mañana por la mañana —declaró.

Agrandé los ojos y se me vino abajo el ánimo. Claro que tenía ganas de saber que Kyisse estaba bien, pero salir de Ató cuando apenas acababa de llegar… En fin. Al final iba a resultar que, al igual que el maestro Áynorin, no me gustaba andar con prisas, pensé, divertida.

—De acuerdo —dije al cabo—. Se lo comunicaré a la maestra Kima —añadí, preguntándome al mismo tiempo cómo demonios sería esa maestra. A lo mejor era una arpía recalcitrante y totalitaria dispuesta a expulsarme definitivamente de la Pagoda por mi comportamiento indigno. Pero también podía ser una simpática maestra que simplemente quería verme para preguntarme amablemente cuánto tiempo pensaba estar fuera de Ató salvando a Flores del Norte y pateando la Tierra Baya.

Entré en la Pagoda Azul con Nart. Antes de pasar el umbral, Syu se apeó de mi hombro y declaró que iba a ver si había algo interesante en el mercado aquel día, como por ejemplo golosinas o fruta seca. La Pagoda estaba como siempre. En la primera planta, reconocí en una de las salas al maestro Yinur, que al verme, realizó un leve saludo de la mano y todos los nerús se giraron hacia mí, curiosos. Entre ellos, estaba Taroshi. El envenenador profesional, pensé, con cierto rencor.

—Creo que maestra Kima está en la segunda planta —murmuró Nart—. Bueno, yo vuelvo a mi despacho.

Enarqué una ceja.

—¿Tienes un despacho? —me extrañé.

—Sí, pero sin estufa ni chimenea —suspiró Nart—. Por eso intento no quedarme ahí mucho tiempo parado. Gajes del oficio —añadió, divertido—. ¡Buena suerte! Luego pásate por mi despacho para contarme en detalle tus aventuras, dicen que hasta te metiste en el palacio del Consejo de Dumblor, ¿es eso cierto?

—No, no me metí yo en el palacio, me metieron ahí —rectifiqué.

Nart me señaló con el dedo.

—Impresionante. Te pasas por mi despacho, ¿prometido?

Sonreí.

—Prometido.

Una vez en el segundo piso, paseé la mirada por las distintas salas y acabé por caer en la buena. Ahí estaba Aryes, de pie, delante de una elfa oscura de ojos rojos, sentada sobre el parqué y leyendo atentamente un libro a la luz de una linterna.

Aryes me dedicó una mirada elocuente y me acerqué a él, saludando como se debía a una maestra de Pagoda. Se suponía que, cuando un discípulo era convocado, tenía que ser el maestro quien hablara primero, así que esperé, preguntándome cuánto tiempo llevaba ya Aryes aguardando. Como Syu se había marchado al mercado y me había dejado a Frundis en mi cuarto, la espera se me hizo interminable.

Intenté adivinar qué libro estaba leyendo la elfa oscura, en vano. Luego me dediqué a contar las rayas del parqué, preguntándome si alguna vez un maestro se había atrevido a comportarse de manera tan ridícula. Y al fin, pasé a pensar en lo ocurrido anoche y me ruboricé levemente. Y, de repente, oí unos chasquidos de lengua y por poco no solté un grito de nerviosismo.

«¿Shaedra?», me dijo Zaix.

«¡Zaix! Demonios, gracias a los dioses», resoplé mentalmente. «¿Tienes noticias de Spaw?»

«Pues claro. Sólo quieres hablar conmigo porque tengo noticias de la pequeña niña, ¿mm?» Yo iba a replicar pero enseguida prosiguió, abandonando su tono de reproche: «Está viva y en plena forma, según Spaw. Es una explosión de Sreda.»

Se me cortó la respiración.

«¿Queéé? Lu no la habrá convertido en una demonio, ¿no?», me alarmé.

«No, tranquila», se rió Zaix. «Era una broma. Digo simplemente que la pequeña Kyisse está viva. Ah, y me ha pedido Spaw que lo esperes en Ató. Y que no pases por Aefna. Dijo que él iba a ir con ella hasta Ató.»

«¿A Ató?», resoplé mentalmente, anonadada.

«Bueno, creo que ha tenido algún lío con unos conocidos y se ha tenido que marchar de Aefna», explicó Zaix con ligereza. «También me pidió que te recordara que no podías decir nada a los demás para que no crean que tienes poderes de adivina. ¡Ya está!», anunció.

«Gracias, Zaix», dije. Pero para mí que no me oyó porque ya se había retirado.

Así que Spaw estaba viniendo hacia aquí, me dije, algo alterada. ¿Qué tipo de problemas había tenido exactamente en Aefna? ¿Acaso se trataba de aquellos demonios que lo buscaban en Dumblor y que habían decidido no soltarlo hasta vengarse? Podía ser. Pero, ¿por qué venía a Ató, si él no sabía dónde estaba yo? ¿Creía tal vez que Nawmiria Klanez podía estar viviendo en el este de la Tierra Baya? A lo mejor vivía en Ató y todo se solucionaba en una tarde, me dije, sarcástica. Claro que la misión del capitán Calbaderca consistía en conducirla hasta el castillo de Klanez… Pero cada cosa a su tiempo. Luego tiempo tendría para convencerlo de que no se la llevara.

Oí de pronto una voz ante mí y di un respingo, asustada. Resoplé, acordándome de dónde estaba y miré a la maestra Kima. La verdad era que su rostro me sonaba mucho, me dije, mientras la escuchaba.

—Así he estado esperando yo que aparecieran mis dos discípulos —declaró—. Creo que es justo que vosotros esperéis unos momentos a que vuestra maestra os atienda.

Reprimí un mohín. Esto empezaba mal. Nuestra maestra se levantó y resultó ser bastante bajita para una elfa oscura.

—Sois kals de Ató —declaró—. Tenéis ciertas responsabilidades y una de ellas es obedecer a vuestros maestros y servir a Ató. ¿Creéis que habéis cumplido con vuestras obligaciones estos últimos meses?

—No, maestra Kima —contestamos. Al menos no las pagodistas, completé mentalmente.

—¿Y creéis que comportándoos de esta manera estáis honrando el nombre de la Pagoda Azul?

—No, maestra Kima.

—¿Seguís pensando que sois pagodistas de Ató, verdad?

—Sí —contestamos con sinceridad.

—Entonces explicaos. ¿Por qué habéis tardado tanto en volver del Torneo de Aefna?

Sentí la mirada rápida que me echaba Aryes y suspiré profundamente. Otra vez con las explicaciones. Y en esta ocasión iba a tener que crear una historia más coherente… Entonces caí en la cuenta y se me escapó una pregunta tonta:

—¡Maestra Kima! ¿Es usted la madre de Rúnim, la bibliotecaria?

Enseguida me di cuenta de que había metido la pata. Sin embargo, divisé una sonrisa en el rostro de la elfa antes de que la borrase y retomase la imperturbable máscara de la justicia. Pero había visto suficiente: en realidad maestra Kima no era tan terrible como quería aparentar ante sus dos discípulos extraviados.

6 Maestros y capitanes

Cuando le hube repetido a Nart la misma historia que le soltamos Aryes y yo a la maestra Kima, me despedí de él, me envolví bien en mi capa violeta y salí de la Pagoda sola. Aryes se había escabullido, y con razón: repetir una vez tras otra la misma historia acababa siendo sumamente aburrido.

Afuera, el cielo estaba totalmente nublado y flotaba en el aire una niebla helada. A pesar del frío, Ató rebullía de vida. El mercado estaba lleno, varias personas se paseaban por los tejados con martillos y clavos y vi en la Neria al Dáilerrin soltar su discurso semanal a los habitantes que querían oírlo. Por supuesto, me dije, aquel día era el segundo Lubas de Coralo.

Curiosa, me aproximé a la Neria con la esperanza de que el Dáilerrin declarase que un grupo de mercenarios se había propuesto para ayudar a Daian y rescatar a Aleria… Aunque, como bien había dicho Dol, aquella era una esperanza más bien desesperada.

Oí de pronto una exclamación a mis espaldas.

—¡Shaedra!

Me giré y me quedé boquiabierta.

—¿Galgarrios? —Lo observé durante un breve instante y solté al cabo una carcajada mientras él se detenía ante mí con cara de auténtica felicidad—. ¡Has crecido como una katipalka en primavera!

El caito rubio me dedicó una sonrisa franca pero noté indecisión en su gesto.

—Tú también has cambiado —observó—. Aunque no has crecido mucho —añadió, sonriente.

Me alegró comprobar que Galgarrios, a pesar de su altura, no había cambiado en lo fundamental y sonreí, emocionada.

—Me alegro de verte, Galgarrios.

Le di un fuerte abrazo. Me sacaba bastante más de una cabeza, constaté, impresionada.

—Bueno, ahora que estás en casa, espero que no te vayas otra vez.

Su tono era interrogante. Le dediqué una mueca cómica.

—Yo también lo espero. Pero los vientos a veces giran muy bruscamente —lo avisé.

Entonces se oyó otra exclamación. Como una oleada, llegaron todos mis compañeros har-karistas: Sotkins, Kajert, Revis, Laya y Zahg. Todos se alegraron mucho de verme y me acribillaron a preguntas. Entre los comentarios de Laya y las preguntas inquisitivas de Sotkins, no nos dimos cuenta del ruido que estábamos metiendo hasta que uno de los secretarios del Dáilerrin carraspeó deteniéndose junto a nosotros.

—Por favor, un poco de respeto. Se os oye desde la Neria y el Dáilerrin está en pleno discurso.

Nos ruborizamos todos y pedimos disculpas. Cuando el secretario se hubo alejado, Sotkins suspiró.

—Seguramente nuestro nuevo Dáilerrin estará hablando de lo bien que se está llevando a cabo su política de amistad con la Pagoda de la Lira.

—¿El nuevo Dáilerrin? —repetí, asombrada. Y entorné los ojos para ver el rostro del elfo oscuro que hablaba, vestido con una larga túnica blanca—. ¿Ya se ha ido Eddyl Zasur?

—Sí —afirmó Laya—. Por lo visto, tenía problemas de salud y se marchó a Neiram.

—A respirar el aire del océano Dólico —completó Zahg con un tono levemente burlón—. Ahora tenemos a Keil Zerfskit.

Agrandé los ojos al oír el apellido, pero en ese momento una amplia sonrisa surcó el rostro de Zahg.

—¡Aryes Dómerath! —Me giré y vi al kadaelfo que se había alejado de la Neria y llegaba junto a nosotros—. ¡A ti sí que te veo cambiado!

Dieron todos la bienvenida a Aryes y nos alejamos de la Neria para no molestar más al Dáilerrin y su auditorio.

—Como decía Zahg —encadenó Sotkins—, nuestro nuevo Dáilerrin es nada menos que Keil Zerfskit, el heredero de Fárrigan.

Y el hermanastro del maestro Áynorin, añadí para mis adentros. Se oyeron las campanas del Templo y de pronto Laya se sobresaltó, horrorizada.

—¡Por todos los dioses! Tenemos clase con la maestra Kima. ¡Vamos a llegar tarde!

Angustiada, se precipitó hacia la Pagoda, se paró, se giró y dijo:

—¡Me alegra volver a veros por aquí, Shaedra y Aryes! Revis, Kajert, Galgarrios, daos prisa. Los demás kals seguro que ya habrán llegado.

—La maestra Kima es una fanática de la puntualidad —nos dijo Revis a modo de explicación, antes de dirigirse hacia la Pagoda.

—De alguien ha tenido que sacar Rúnim ese carácter tan perfeccionista —masculló Zahg, divertido, mientras Laya y Galgarrios subían azoradamente las escaleras de la Pagoda Azul seguidos por Revis y Kajert—. Desde luego, prefiero mil veces el maestro Dinyú a esa maestra —prosiguió el elfo oscuro—. Kima ha estudiado tanto har-kar como nosotros o menos. Y de energía bréjica creo que tampoco debe de saber gran cosa —añadió, dirigiéndose a Aryes—. Me temo que no va a durar mucho en su puesto.

La gente que había estado escuchando al Dáilerrin empezó a desperdigarse por toda la plaza, comentando el discurso y volviendo a sus casas y a sus trabajos. Sotkins declaró que aún tenían tiempo libre y nos sentamos en un banco, a charlar, pese al frío.

—¿Así que ya sois cekals? —les pregunté a ambos.

La belarca mostró una sonrisa satisfecha.

—Ajá. Hasta recibí los honores de los maestros de la Pagoda —alardeó, contenta.

—Pero creo que el nuevo Dáilerrin no ha entendido para qué sirven los cekals —refunfuñó Zahg—. Este condenado Zerfskit ha decidido mandarnos con nuestro maestro y unos cuantos cekals más a Yurdas, a la Pagoda de la Lira, según él para que aprendamos a conocernos mejor. —Soltó una risita sarcástica y puso cara de desagrado—. Dicen que esa ciudad es aburridísima.

—Según el Dáilerrin se trata de un intercambio para reforzar los lazos entre las pagodas —explicó Sotkins, resoplando—. Odio las formalidades.

Entonces empezaron a contarnos las novedades de Ató y Aryes y yo los escuchamos con interés, dándonos cuenta de que en unos meses habían pasado muchas cosas. Que si tal zapatería había quebrado, que si Taetheruilín había fabricado una maravillosa espada para un príncipe de Iskamangra, que si el terremoto y los líos que había habido en la fiesta estival de Musarro… Hasta comentamos burlonamente la polémica entre el Dáilorilh y otro orilh sobre si nos venía un Ciclo de la Bondad o un Ciclo del Hielo. Llevábamos quizá media hora charlando cuando apareció por una calle un tiyano que vestía una túnica verde azulada bastante extravagante. Detrás de él andaba, imponente, la terrible Yeysa.

—Nuestro maestro —declaró Sotkins, reprimiendo una mueca burlona.

—Parece simpático —observó Aryes, ladeando la cabeza.

—Si supieseis todas las tonterías que dice… —murmuró Sotkins—. Pero lo peor no es eso —añadió, en voz baja—. Lo peor es que nos han metido a la vaca en nuestro grupo.

Reprimí una sonrisa compasiva y, después de desearles una buena lección, los observé alejarse hacia su maestro y Yeysa. Esta última seguía teniendo la misma cara de bruta de siempre, pensé.

Una vez que estuvimos solos Aryes y yo, dejé escapar un suspiro.

—Es tranquilizante pensar que todos tenemos nuestros pequeños problemas —dije, mientras recogía a Frundis de detrás del banco. Unos sonidos melódicos de acordeón atravesaron mi mente.

—También es tranquilizante oírte decir que los nuestros son problemas pequeños —replicó Aryes con una mueca divertida.

—No te creas —dije, con tono ligero—. Las cosas van mejorando. Tengo noticias de Kyisse: está totalmente curada —anuncié. Aryes resopló, aliviado y contento—. Pero tenemos un problema —agregué antes de que él comentase nada—. El capitán quiere salir mañana para Aefna, pero resulta que Spaw ha salido de Aefna para Ató y quiere que lo esperemos aquí.

Aryes permaneció pensativo unos segundos.

—Y, claro está, no podemos decir nada de todo esto.

—No —suspiré—. No nos creerían. Aunque… —Me golpeé los labios con el dedo índice—. ¿Crees que puedo hacerle creer al capitán que he tenido una visión divina? Al fin y al cabo, somos los Salvadores…

—Una idea maravillosa —aprobó Aryes, burlón—. Y de paso lo convences de que vuelva a los Subterráneos y se olvide de la expedición Klanez —Meneó la cabeza—. Me temo que eso es imposible. Hablando en serio, siempre podemos salir hacia Aefna. Si Spaw ya ha salido de la capital, quizá no está muy lejos y nos lo cruzamos por el camino. Creo que será lo mejor.

Enarqué una ceja socarrona.

—Decir que Spaw está viajando por el camino es mucho suponer —repliqué—. Spaw a veces tiene ideas peregrinas. Sobre todo que al parecer lo están persiguiendo unos demo… —Me interrumpí de golpe e inspiré hondo. La plaza estaba vacía en aquel instante, vale, pero era mejor acostumbrarse a no hablar demasiado, me sermoneé.

Aryes había fruncido el ceño, entendiendo que me refería a los demonios que habían estado cazando a Spaw en Dumblor… antes de que este se teletransportase a la sala de ceremonias del palacio repleta de gente.

—Espero que sepa lo que hace llevándose a Kyisse con esa gente que lo anda buscando —meditó al fin.

—Mm —asentí. E hice una mueca, imaginándome a Spaw, con Kyisse sobre los hombros, corriendo mientras unos demonios vengativos lo perseguían.

—Por cierto —dijo Aryes, devolviéndome a la realidad—, he estado pensando… —Enarqué una ceja falsamente impresionada y él puso los ojos en blanco—. Me pregunto cómo demonios vamos a encontrar a los abuelos de Kyisse. Si viven en una ciudad, a lo mejor es fácil, pero si viven escondidos en las montañas…

Aryes tenía razón. Si Nawmiria y Sib vivían en algún lugar apartado, a lo mejor nos llevaba años encontrarlos, pensé, desanimada. ¿Acaso merecía la pena andar preocupados por dos Klanez que tal vez no encontrásemos nunca?

—Boh —resoplé al cabo, despejando mi mente de todos esos pensamientos—. Fue Lénisu el que prometió que llevaría a Kyisse con sus abuelos, no yo. No voy a estar viajando por toda la Tierra Baya y arrastrando a Kyisse adonde vaya. —Marqué una pausa, mordiéndome el labio pensativa—. Lo ideal sería que el capitán Calbaderca y Lénisu fuesen juntitos en busca de los abuelos. Al fin y al cabo, ambos son capitanes por algo.

De hecho, ¿los Sombríos no le llamaban a Lénisu capitán Botabrisa? Pues que los dos capitanes fuesen a buscar a Nawmiria, a Hilo y lo que se les antojase y dejasen a Kyisse tranquila, pensé.

Aryes se rió.

—Al final nos vamos a hartar de tanta historia y vamos a mandarlos a todos a freír sapos en el río.

—Cualquier día —aprobé—. A la pobre Kyisse ya la han mareado bastante la Fogatina y sus amigos como para que la mareemos también nosotros con unos abuelos que jamás ha visto —argumenté—. Y nosotros llevamos meses fuera de Ató. A veces, hay que serenarse. Recuerdo lo que dijo un día Frundis: cuanto más se corre a todas partes, menos se sabe y menos en cada parte cabe.

«Buena memoria», dijo Frundis con tono aprobador. Había amainado su música de acordeón, al advertir que hablaban de él.

—Un proverbio que parece casi un enigma —observó Aryes, entretenido.

—Los proverbios de Frundis son un poco largos —admití.

«Pero suenan bien», repuso inmediatamente el bastón con aire grave, convencido de que sus proverbios eran cuanto menos más elaborados que los de Syu.

—Hay otra cosa de la que no te he hablado todavía —dije entonces, recordando—. Se trata de Mártida…

Me interrumpí, al ver una figura embozada aparecer por la plaza. Me llamó la atención su andar. Agrandé los ojos. Se dirigía hacia nosotros. Y entonces alcancé a ver los ojos violetas y me levanté de un bote.

—Pero ¿te has vuelto loco? —pregunté, aterrada.

Lénisu hizo una mueca.

—Tal vez. No encuentro la caja de tránmur —contestó por toda explicación.

En ese instante, un copo de nieve cayó del cielo, revoloteando en el aire.

7 Cartas de desconfianza

—Vaya lío —suspiré, sentada en el borde de la ventana—. ¿Realmente miraste todos los resquicios de todos los pisos?

Nos habíamos refugiado en mi cuarto del Ciervo alado, pasando discretamente por el patio de soredrips. Lénisu estornudó ruidosamente antes de contestar.

—De todos —aseguró—, menos arriba del todo, ¿no vas a decirme ahora que subiste hasta la cima de la Pagoda para esconder la caja? —soltó Lénisu, incrédulo.

—No creo —admití.

—¿No estás segura?

Solté un gruñido.

—No. Cuando la escondí, la anrenina intentaba matarme y no estaba precisamente como para pensar con claridad. Pero creo que no me habría arriesgado a subir hasta arriba. No recuerdo bien lo que hice aquella noche —confesé, algo molesta—. Te lo juro. Estaba como en una nube.

—Si estabas tan mal, ¿por qué complicarte la vida escondiendo una caja que podías perfectamente haber dejado en tu terraza favorita? Qué ideas —refunfuñó mi tío.

—Lénisu, no es culpa suya —terció Aryes, sentado en la silla—. Otra cosa es que te moleste no encontrar la caja, pero echando la culpa a los demás no se avanza.

—Por no mencionar que precisamente cambié de lugar la caja porque sabía que iban a limpiar la terraza —me defendí, afilándome las garras mientras contemplaba de reojo la nieve que cubría lentamente los tejados. ¿Dónde demonios podía estar aquella caja?

—Perdón, Shaedra —suspiró Lénisu—. No es culpa tuya. Ahora me doy cuenta de mi tontería. Jamás debí haber movido esa caja de Dathrun.

Me dolió su desconfianza pero, en cierto modo, me lo tenía merecido. Además de utilizar aquella caja para un pacto con Drakvian, luego la escondía y la perdía… Hice una mueca. Menuda sobrina más eficaz tenía Lénisu.

—Perdóname a mí, tío Lénisu, a veces soy un desastre —dije, algo compungida—. Pero no te preocupes. Encontraremos la caja —le aseguré, intentando animarlo.

—Por curiosidad, ¿qué contiene exactamente esa caja? —preguntó Aryes, tratando de no parecer demasiado entrometido.

Lénisu estornudó tres veces seguidas sobre su pañuelo y me deslicé hasta el suelo con el ceño fruncido.

—No le contestes a Aryes todavía —dije, amenazante—. Voy a ponerte una infusión caliente.

—¿Así que tú tampoco sabes…? —se extrañó Aryes.

—No —confesé, con la mano en el pomo de la puerta—. Me esperáis, ¿eh?

Abrí la puerta y al ver que Lénisu estaba a punto de estornudar otra vez la volví a cerrar precipitadamente por miedo a que se lo oyese por toda la taberna.

Resultó que en la cocina no había nadie en aquel momento. Aún no era la hora de la comida, pero ya se estaba calentando la sopa. Wigy debía de estar con sus amigas y Kirlens jugaría sin duda su partida diaria. Procurando no hacer ruido, aparté la olla de la sopa y puse a calentar agua. Me metí luego en la despensa y me dirigí hacia las bolsitas de hierbas aromáticas. Entre ellas, encontré unos pequeños frascos con plantas medicinales. Escogí dos hojas de uno de los frascos, las olí y aprobé con la cabeza. De vuelta a la cocina eché las hojas en el agua que empezaba a hervir. Rellené un bol con la infusión, cogí una bandeja, la rellené de comida y volví a dejarlo todo como lo encontré, antes de subir de nuevo las escaleras hasta mi cuarto.

Llamé a la puerta con mi bota y Aryes me abrió. Al ver el manjar que le llevaba, el rostro de Lénisu se iluminó.

—¡Esto sí que es comida! —exclamó, mientras tendía las manos hacia la bandeja, hambriento.

Sonriendo de oreja a oreja, mi tío cogió el tenedor y empezó a comer.

—¿Dónde está Miyuki? —pregunté, volviendo a sentarme sobre el borde de la ventana. Los tejados estaban cada vez más blancos.

—Se fue a Kaendra.

De asombro, perdí el equilibrio pero me retuve hincando mis garras en el borde de la ventana.

—¿A Kaendra? —preguntó Aryes, sorprendido.

—Eso me dijo —asintió Lénisu, arrancando un buen trozo de pan con los dientes.

Fruncí el ceño.

—¿Miyuki ya estuvo en la Superficie, verdad?

—Hace muchos años —asintió él, lacónico. Una sombra pasó por sus ojos. La expresión de su rostro en aquel momento me recordó a Kwayat. Carraspeó—. Bueno, estábamos hablando de la caja.

—La caja —afirmé—. Sí, y luego te hablaré de Mártida.

Lénisu tuvo un leve sobresalto y luego hizo una mueca, molesto.

—¿Te ha contado lo del trato, verdad?

—Oh, sí, el trato —confirmé—. ¿Y tú ya le has explicado lo de Hilo?

Lénisu puso los ojos en blanco.

—Por supuesto —replicó—. Se lo dije en cuanto me lo preguntó.

—¿De qué habláis? —intervino Aryes, perdido.

Se lo explicamos brevemente y el kadaelfo se quedó reflexionando un buen rato mientras Lénisu y yo comentábamos algunos puntos sobre la vida de Jaixel y los Hullinrots.

—Si queréis saber mi opinión… —dijo entonces—, el trato no me convence para nada. ¿De veras no te importa que Mártida sondee tu mente, Shaedra?

Me encogí de hombros.

—No es mi mente. Es la filacteria de Jaixel.

—Está metida en tu mente —objetó.

Me removí, incómoda.

—Sí.

Intercambiamos una mirada. Estaba claro que la idea de que Mártida utilizase sortilegios bréjicos en mi mente no le agradaba. Y él conocía mucho mejor la bréjica que yo…

—¿De veras crees que puede haber un riesgo? —preguntó Lénisu, súbitamente preocupado. Había posado la bandeja sobre la mesa, después de haber tomado su infusión y parecía que su resfriado iba mejor.

—No lo sé —confesó Aryes—. Márevor Helith decía que los Hullinrots eran muy buenos brejistas. A lo mejor soy demasiado desconfiado.

—Mártida no quiere quitarle la filacteria —apuntó Lénisu—. Según dice, claro. Se supone que lo que quiere es simplemente examinar. ¿Crees que eso puede ser peligroso?

Aryes meneó la cabeza.

—No lo sé —reconoció—. La bréjica a veces es muy traicionera. Pero antes habría que cerciorarse de que Mártida sólo quiere examinarla.

Me estremecí. Era una mala idea dejar que te examinase alguien en cuyas intenciones no confiabas… ¿Acaso tenía yo una buena razón para confiar tan ciegamente en Mártida hasta el punto de dejarla meterse en mi mente?, me pregunté. Me había dejado convencer porque Lénisu él mismo parecía haber dado el visto bueno al asunto. Sin embargo… Lénisu también cometía errores. En fin, siempre estaba a tiempo de echarme para atrás, recordé.

—La verdad yo sólo pensaba en que una vez que Mártida hubiese examinado la filacteria nos dejarían por fin en paz esos malditos Hullinrots —admitió Lénisu, con aire sombrío—. Mártida parece una persona respetable, pero hace tiempo que no me fío de las apariencias, debería haber sido más precavido.

—Bueno, a lo mejor Mártida es realmente una persona sincera —intervine—. Pero, volvamos al tema de la caja, que por eso te has metido en Ató. Ahí sí que deberías haber sido más precavido —apunté.

Lénisu resopló, divertido.

—No vayas a darme lecciones de prudencia, querida sobrina.

—He tomado una decisión —dije—. Voy a ir a buscar la caja esta misma noche y tú te vas a quedar en mi cuarto. Afuera hace un frío de mil demonios.

Lénisu no parecía convencido.

—¿Y adónde vas a ir? Ya me conozco el tejado de la Pagoda como mi propia mano. No la vas a encontrar ahí.

—Voy a intentar recordar dónde la dejé —repliqué.

—Entonces, cuando lo recuerdes, ya iré yo a buscarla. Y si no la encuentro, te prometo que te dejaré registrar todos los tejados de toda Ató que hayan sobrevivido al terremoto.

Lo observé con detenimiento.

—¿Tan importante es la caja?

Lénisu hizo una mueca pero no contestó. Entonces Aryes intervino:

—Esperemos que una noche baste para encontrarla. El capitán Calbaderca quiere irse mañana.

—Pero Spaw está viniendo hacia aquí con Kyisse —añadí.

Lénisu me miró, atónito.

—¿Cómo lo sabes?

Me ruboricé pero antes de que yo contestase, recordó sin duda a aquel demonio que me había acogido en su comunidad.

—Ya… —Reflexionó durante unos segundos y entonces volvió a estornudar y soltó un gruñido—. Maldito resfriado.

Se me había ocurrido hablarle de lo de los Veneradores de Numren y de Murri y Laygra, sin embargo entendí que no era el mejor momento para preocuparlo todavía más. Así que me aparté de la ventana.

—Túmbate y descansa —le aconsejé—. No te preocupes, encontraré tu caja.

Lénisu me echó una mirada escéptica mientras me dirigía con Aryes hacia la puerta. Y curiosamente, cuando me giré, una sonrisa había empezado a flotar sobre sus labios.

—Hilo, la caja, la piedra azul… Últimamente lo pierdo todo.

Reprimí una mueca. A quién lo dices, pensé mentalmente.

—Mientras no te pierdas tú —dije, burlona—. ¿No necesitas que te traiga algo? ¿Más comida?

—No, he comido suficiente —me aseguró.

Tuve una idea y sonreí. Me acerqué y dejé a Frundis entre sus manos.

—Para que te haga compañía.

Su mueca sorprendida me hizo gracia.

—Gracias, sobrina.

Lénisu levantó una mano, saludándonos y Aryes y yo salimos del cuarto. Cuando volví, cinco horas más tarde, lo encontré, tendido en mi cama con muy mal aspecto. Puse una mano fría sobre su frente sudorosa. Su fiebre me dejó asustada. Murmuró algo pero sólo alcancé a entender dos palabras: «nuestra caja».

* * *

La espesa cortina de nieve me ocultaba totalmente. Nadie podía verme y… yo no podía ver a nadie.

Arrimada al muro de la Pagoda, pegué un salto y me agarré a las vigas de la primera planta. Trepé y eché un vistazo. Apenas se veían las ventanas y los balcones más cercanos. Me dejé caer sobre el tejado, reforzando otra vez el sortilegio de armonías, por si acaso.

Me pasé más de un cuarto de hora registrando el primer tejado y sus resquicios. Nada. Pasé al segundo tejado, procurando no meter ruido. Mis manos estaban agarrotadas por el frío, me fijé. ¿Por qué nunca se me había ocurrido comprar unos guantes de invierno?

Syu había tenido razón en no acompañarme: mi expedición parecía totalmente inútil. Llegué a los últimos tejados de la Pagoda sin encontrar nada. Fui incluso hasta arriba del todo… Al final tuve que reconocerlo: ahí no estaba la caja de tránmur.

Me senté en uno de los balcones y me acurruqué para protegerme del viento. Hice un esfuerzo de memoria. Pero era como tratar de perseguir un sueño perdido. ¿Dónde la había metido?, me pregunté. ¿A quién se le ocurría esconder algo y luego no acordarse del escondite?, refunfuñé mentalmente.

A menos que alguien la hubiese cogido.

Ese pensamiento había ido insinuándose poco a poco en mi mente. Pero, ¿quién iba a pasearse por los tejados de la Pagoda y casualmente encontrar la caja? A menos que yo, aquella noche, hubiese decidido finalmente esconderla en otro sitio que la Pagoda…

Entonces, lentamente, fue surgiendo un recuerdo. Me aferré a él, tratando de reconstruirlo. Como en un sueño, vi dibujarse en mi mente una ventana. ¡Claro!, me dije, con la mirada fija en la barandilla del balcón. Por supuesto. Y me levanté de un bote. Había escondido la caja dentro de la Pagoda.

Volví a subir hasta la tercera planta, escondí mis garras y rocé una de las ventanas. La empujé. Estaba cerrada. Qué sorpresa, me dije, irónica. Empecé a tantear las otras ventanas. Todas eran pequeñas, aunque lo suficientemente anchas como para que pudiese deslizarme. Pero evidentemente todas estaban cerradas. Al fin, topé con lo que buscaba: un balcón con macetas llenas de karolas nevadas. Vacilé. Detrás de la puerta que daba al balcón se situaban las habitaciones del Dáilerrin. Iba a ser imposible abrir esa puerta sin que el Dáilerrin se despertase…

Tendí una mano hacia la puerta y traté de envolverla en armonías silenciosas. Mientras tanto, intentando no perder la concentración, giré la manilla para comprobar si la puerta estaba cerrada. Lo estaba. Saqué entonces un trocito de metal de mi bolsillo. Daelgar se habría reído de mí, pensé, mirando mi instrumento. No era lo óptimo, pero serviría.

Dos minutos más tarde estaba dentro de la Pagoda Azul en la oscuridad. El viento se infiltró, haciendo revolotear unas hojas, en un escritorio… Volví a cerrar la puerta, me fundí entre las sombras y me escondí junto a un armario. Esperé. La habitación en la que estaba era una especie de despacho. No se oía más que los crujidos de la madera bajo las aburridas ráfagas de viento.

Había dejado la caja de tránmur encima de un gran armario, recordé. En una habitación llena de cajas y pergaminos. Debía de ser la sala de registros de la Pagoda, concluí. ¿Era acaso posible que hubiese tenido una idea tan loca? Me alucinaba a mí misma, pero ahora mis recuerdos eran demasiado realistas para poder convencerme de que me los había inventado.

Estuve a punto de cometer un gravísimo error. Estuve a punto de levantarme. Pero me paralicé al percibir un movimiento. Una sombra muy leve con camisón blanco se había detenido junto a la puerta del balcón. Era una semi-elfa. Se cercioró de que la puerta estaba cerrada y se alejó. Silenciosa como un fantasma, salió de la habitación. Supuse que no me había visto, pero aun así esperé un rato a que se hubiera alejado.

¿Y si me pillaban dentro de la Pagoda a estas horas indebidas, y en las habitaciones del Dáilerrin? Hice una mueca. Más me valía ser prudente. Me levanté y me dirigí hacia donde había desaparecido la semi-elfa para asegurarme de que no estaba tendiéndome una trampa. Entonces la vi, entre la penumbra, sentada en una cama. Aquella niña debía de ser la hija de Keil Zerfskit, elucubré. Paseé la mirada por la habitación donde estaba yo y me fijé en una puerta. Debía de conducir al pasillo del tercer piso. Tardé quizá diez minutos en llegar a ella, envolviéndome en armonías casi a cada paso. Tenía toda la noche para coger la caja, me dije, intentando tranquilizarme. Si me pillaban, en cambio, iba a tener graves problemas. Oí una inspiración que no era la mía. Me quedé paralizada. Lentamente, me giré hacia atrás.

La semi-elfa me contemplaba, medio escondida detrás de una planta. Temblaba de miedo.

—Válgame el cielo —susurré.

8 Una noche eterna

—¿Qu… Quién eres? —preguntó la semi-elfa con una vocecita.

Levanté las manos para calmarla, mientras soltaba un sortilegio armónico para deformar mi imagen a sus ojos.

—Tranquila, simplemente vengo a recoger algo que me pertenece.

Soltó un pequeño grito de espanto.

—¿Eres una alma cambiante que viene a asesinar a mi padre?

En otras circunstancias, habría estallado de risa. Sin embargo, en ese momento, su pregunta me dejó pasmada.

—¿Qué? ¡No! No me has escuchado. Siento haberte molestado. No chilles. Sólo estoy buscando un objeto que dejé en la tercera planta y olvidé recoger.

Traté de infundir en mi tono serenidad y franqueza.

—¿Eres un duende? —preguntó entonces la elfa, con una credulidad que me dejó impresionada. Poco a poco, salió de su escondite—. Tienes un aura que te ilumina como a un duende.

¿Realmente tenía pinta de duende?, me pregunté, curiosa. En todo caso, mi sortilegio armónico había surtido efecto.

—Duerme en paz —le anuncié, intentando deformar mi voz—. No volverás a verme —le prometí.

—¡Espera! —me dijo, mientras retrocedía yo con cautela—. Conozco las historias. Todo aquel que ve a un duende en apuros y no lo ayuda, acaba teniendo una muerte atroz. Te ayudaré a recuperar tu objeto —declaró con una voz infantil.

Reprimí un inmenso suspiro de exasperación. Pero no era el momento de comenzar una discusión así que realicé un pequeño paso de baile y canturreé la famosa frase mágica:

—Sigue al hada, y tendrás suerte. Pero que nadie nos vea —añadí.

—Nadie nos verá —susurró la niña, mientras se acercaba—. Mi padre está en una cena con el Mahir. La última vez volvió casi a la mañana. ¿Dónde está tu objeto?

—En el registro.

Ella asintió enérgicamente, abrió la puerta y la seguí. Mi tallo energético iba consumiéndose muy poco a poco. En teoría, podía mantener la ilusión bastante tiempo, pero todo dependía de mi concentración… El pasillo estaba totalmente a oscuras. Había varias puertas que daban a salas y dormitorios. Y a la izquierda, estaba el registro.

La semi-elfa se paró y me sonrió.

—Espera aquí, duende —susurró—. Voy a coger la llave. Seguro que está en la habitación de mi padre.

Supuse que el nuevo Dáilerrin había preferido dejarle la habitación con el balcón a su hija. Cuando desapareció la muchacha, me quedé inmóvil durante unos segundos… ¿Y si la semi-elfa corría ahora a avisar a todo el mundo de que una ladrona se había metido en la Pagoda? No quise arriesgarme. Metí el trozo de hierro en la cerradura y empecé a girarlo como me había enseñado Daelgar… Me desesperé un poco, la ilusión armónica se deshizo… Entonces la puerta se abrió. Me deslicé por la abertura y miré hacia adentro. Sí, era la sala que andaba buscando. Estaba totalmente desordenada. Había varios armarios, rulos de pergaminos, cajas clasificadas… Subí a una mesa y, con un simple vistazo, la vi. Ahí estaba la maldita caja, sonreí.

Trepé por el armario, tratando de no dejar demasiadas marcas con mis garras, cogí la caja y me dirigí hacia la estrecha ventana. La abrí y me deslicé sobre el tejado. En ese mismo instante, la semi-elfa abrió la puerta. En su mano tenía una llave. Me aparté prestamente de la ventana e inspiré hondo, tumbada sobre el tejado nevado.

—¿Duende? —preguntó la voz de la niña en un murmullo decepcionado.

Me dolió un poco el corazón tener que abandonarla de manera tan poco elegante, y se me ocurrió una idea. Me puse a canturrear por lo bajo un pequeño estribillo:

Niña-duende, ven aquí,
di un deseo y vuelve a dormir.

—¿Duende? —Se había acercado a la ventana y pude percibir claramente la esperanza que brillaba en su voz—. ¿Puedo verte otra vez?

—¿Ese es tu deseo?

—No. —Hubo un silencio y entonces dijo, en una voz tan baja que apenas la oí—: Quiero que mi padre vuelva a ser feliz. Ya que los muertos no pueden volver a vivir.

Cerré los ojos. ¿Por qué demonios se me había ocurrido eso de los deseos?

—Ese es un deseo que va más allá de mis poderes —contesté—. En cambio, tú puedes hacerlo feliz.

—¿Yo? ¿Cómo?

Me puse a canturrear:

Haz como el duende,
ríe de día,
canta de noche,
y ama la vida.
Mas nunca digas
que has visto a un duende.
¡Adiós, amiga!

Mientras cantaba alegremente, me fui alejando de la ventana y me envolví otra vez entre armonías. Bajé por los tejados, cargada con la caja.

* * *

Cuando pasé por la ventana de mi cuarto, Lénisu seguía durmiendo. Syu, acurrucado en su jergón, se levantó al oírme llegar.

«¿Qué tal estaba la nieve?», preguntó el mono, burlón, al verme totalmente hundida.

Hice una mueca. «Fría.»

Dejé la caja de tránmur sobre la silla, me quité la capa y me incliné hacia mi tío.

«Ha estado delirando durante horas», me informó Syu, acercándose y sentándose al pie de la cama.

«Ya no tiene fiebre», observé, pasando una mano helada sobre su frente.

En ese instante, Lénisu abrió los ojos.

—Shaedra —soltó, como sorprendido—. ¿Qué…? —Paseó la mirada por mi cuarto y frunció el ceño—. Vaya. Ya es de noche.

—Desde hace unas cuantas horas —contesté—. ¿Qué tal estás?

—Mejor —contestó, enderezándose—. Mucho mejor que antes.

Se sentó en la cama y entonces vio la caja.

—¡Shaedra! —exclamó, incrédulo—. No puedo creerlo.

Sonreí y le pasé la caja. Mi tío la cogió con cariño, la sopesó y dijo con un deje emocionado en la voz:

—¿Puedes encender la lámpara, por favor?

Corrí las cortinas e hice lo que me pedía. La luz iluminó el cuarto. Lénisu quitó la tapa y me senté junto a él, curiosa.

Debajo de la tapa, había un collar negro y otra tapa con una cerradura. Lénisu cogió el collar y lo contempló unos instantes, como verificando que era el auténtico, antes de dejarlo sobre la cama. Entonces empezó a palpar todos los bolsillos. Supuse que estaría buscando la llave. De un bolsillo sacó la piedra de luna, de otro una cajita con aguja e hilo, y fue así sacando todas sus pertenencias, dejándome completamente anonadada. Había una pequeña barra de metal, dos cartas, seguramente las de Wanli y Keyshiem, una especie de pequeño catalejo, una lupa, dos pañuelos, unos dardos que vibraban de energía brúlica, una piedra de pólvora para hacer fuego…

—¿Pero cómo podías estar durmiendo cómodamente con tanta cosa? —pregunté, alucinada, mientras seguía Lénisu buscando su llave y mascullando entre dientes.

—¡Ahahá! —dijo entonces—. Aquí está la condenada.

Me enseñó una pequeña llave y la metió en la cerradura. Sentí una viva curiosidad por saber lo que había dentro. Lo cierto era que no se me ocurría qué podía guardar Lénisu ahí que fuera tan importante. Pero lo que vi me dejó algo sorprendida. La caja estaba medio vacía y, a primera vista, no entendí por qué pesaba tanto. Había un librito de tapa desgastada, un pergamino rojo meticulosamente enrollado, un sobre y una placa circular con brillos metálicos de unos diez centímetros de diámetro.

—Ya lo ves —declaró Lénisu—. Esto es todo lo que queda de mi pasado. —Echó otro vistazo a la caja y recapacitó—: No está nada mal.

Cogió la placa. Aquello era lo que pesaba, entendí. Sondeé el objeto, intrigada. Era una mágara. Pero de ahí a saber para qué servía… Lénisu cerró los ojos. Lo observé y carraspeé.

—Bonita placa —solté—. Pero ¿para qué sirve exactamente? ¿Y por qué guardas en una caja de tránmur un sobre, un pergamino rojo y un librito?

Lénisu abrió los ojos y sonrió.

—¿A que es bastante misterioso, eh? —Puse los ojos en blanco—. Te lo explicaré. El libro es un diario de viajes. El pergamino rojo es… —vaciló— una especie de estudio breve aunque muy interesante. Y el sobre tiene una carta destinada a la cofradía de los Sombríos.

Su explicación, más que aplacar mi curiosidad, la avivó.

—¿Y la placa? —pregunté.

Lénisu cogía ahora la pieza metálica con sus dos manos y la miró con suavidad.

—Esto, Shaedra, es el corazón de Álingar. Con él puedo saber dónde está Hilo. Más o menos.

Me atraganté con la saliva y tosí, alternando la mirada entre la pieza y Lénisu.

—El corazón de Álingar —repetí—. ¿Y eso también lo encontraste en la Mazmorra de la Sabiduría?

El rostro de Lénisu se ensombreció.

—No. El corazón de Álingar se lo robé a Derkot. El Nohistrá de Dumblor.

Suspiré. Lo suponía. La historia de Hilo venía de lejos.

—¿Por eso te desterró? —pregunté.

—No —dijo una vez más Lénisu—. Bueno. No fue la razón principal.

—Cuando hablé con el Nohistrá, me dijo que jamás te había desterrado —apunté, recordándolo de pronto.

Lénisu se encogió de hombros.

—Cada uno tiene su punto de vista. ¿Cuánto tiempo falta para que amanezca? Quisiera presentarte alguno de estos objetos.

Sonreí.

—Unas cinco horas. ¿Será suficiente?

Lénisu hizo una mueca.

—Creo que sí. Pero así y todo hay que activar el corazón para averiguar dónde está Hilo y tengo que salir dos horas antes del alba para un asunto.

Enarqué una ceja, sorprendida.

—¿Necesitas mucho tiempo para activar el corazón?

Lénisu soltó un gruñido.

—No es tan fácil manejar una reliquia —repuso—. Bueno. Ya que estamos con el corazón de Álingar… —Vaciló—. Quiero enseñarte algo. Cógelo —me dijo, tendiéndome la pieza metálica.

Agrandé los ojos y Syu hizo una mueca.

«Yo que tú no lo tocaría», me dijo el mono. «Tiene mal aspecto.»

A pesar de su advertencia, cogí el corazón de Álingar. Su contacto era curiosamente cálido.

Sonreí y razoné: «Bueno, no parece tan dañino, Syu. A veces las apariencias engañan.»

—¿Lo notas? —preguntó Lénisu.

Lo miré sin entender.

—¿El qué?

Mi tío suspiró y tendió una mano sobre la pieza metálica. Sentí de pronto una oleada energética invadirme. Era un poco como si Jirio me hubiese soltado una descarga. Syu carraspeó con ironía.

—¿Qué es esto? —jadeé.

—Es la energía del corazón —dijo sencillamente Lénisu—. Lo que pasa es que a veces es un poco tímido.

—¿Tímido? Lénisu, estás hablando de una mágara —le recordé, escéptica.

—Er… sí. Quiero decir que el corazón a veces no funciona —explicó, más razonable—. La última vez que lo utilicé falló catorce veces antes de que se activase. Ahora parece estar más animado.

Puse los ojos en blanco. Lénisu hablaba del corazón de Álingar como si fuese un ser vivo. Me cogió la placa de las manos y la volvió a colocar en la caja de tránmur como un niño que colecciona piedras bonitas.

—Por el momento, ya te he hablado suficiente del corazón —decidió. Entonces sacó el sobre y el pergamino. Me miró de hito en hito y sonrió a medias—. Quiero que me prometas algo. Si muero, entrega este sobre a Néldaru Farbins.

Se me heló la sangre en las venas al oírlo hablar así.

—¿Cómo que si mueres? —repliqué, nerviosa—. No me engañes, Lénisu, después de haber salido tres veces de los Subterráneos, creo que estás totalmente inmunizado contra la muerte —añadí, tratando de distender el ambiente.

Lénisu, sin embargo, estaba totalmente relajado.

—Claro, no te azores, estoy hablando de una simple posibilidad —me aseguró—. Ya sabes que yo soy bastante prudente. O al menos no soy tan inconsciente como Dash —rectificó, al ver mi expresión poco convencida—. Simplemente te pido una promesa: entregarle esto a Néldaru Farbins. Supongo que te acordarás de él, es aquel esnamro bastante feo que os secuestró en las Hordas.

—Sí, lo recuerdo. También lo vi en Aefna —le dije. Se quedó mirándome, expectante, y suspiré resignada—. Está bien. Lo prometo. Pero deja ya de ser tan dramático, Lénisu. La vida es demasiado corta para pensar en la muerte —declaré con tono sabio.

Lénisu enarcó una ceja, burlón.

—¿Eso te lo ha dicho Syu?

Sonreí, contenta.

—No, me lo acabo de inventar.

«¿Qué tal te parece mi nuevo proverbio, Syu?», le pregunté al mono. Este asomaba la cabeza sobre los bordes de la caja, curioseando.

«Mm. No está mal», confesó.

Lénisu apartó a Syu con la mano y volvió a meter el sobre en la caja.

—Bien —acabó por decir—. Simplemente añadiré que preferiría que no leyeras la carta. Es un asunto aburrido entre Sombríos. Pasemos al pergamino.

Contempló durante un momento el pergamino rojo y alzó sus ojos violetas hacia mí.

—Este, en cambio, recomiendo que te lo leas. Habla de nigromancia. Y fue escrito por tu madre.

* * *

Cuando Lénisu se marchó, noté que a su andar le faltaba energía, pero sabía que era inútil intentar convencerlo de que se quedara. En cuanto estuve sola, me precipité hacia la caja y deslicé la primera tapa. Ahí estaba el collar negro. Lénisu me había dicho que pertenecía a un Sombrío, pero no había querido ser más explícito. Cogí la llave y la metí en la cerradura. De la caja, lo único que Lénisu se había llevado era el misterioso diario de viajes. A saber lo que contenía. Con el dedo índice, toqué prudentemente el corazón de Álingar. Tan sólo noté su contacto cálido.

Cogí el pergamino rojo. Aparté la caja y desenrollé la hoja con cuidado. Fruncí el ceño al ver la escritura poco legible. Empecé a leer con avidez. Más que un estudio, se trataba de un informe en el que se describía la vida de los nigromantes en Neermat. Subyacía en las frases una condena clara de las prácticas nigrománticas. Al llegar al final, sonreí, divertida. Me pareció del todo irónico que el pergamino estuviese dirigido al Nohistrá de Dumblor. Al fin y al cabo, era nada menos que un nakrús. Novato, pero nakrús.

Cuando lo hube releído, volví a colocar el pergamino en la caja y la cerré, pensativa. Así que la historia de la que había hablado Mártida tenía una parte de verdad: Ayerel Háreldin había estado en Neermat, y durante bastantes meses, a juzgar por el estudio exhaustivo. Pero aparte de eso, no había aprendido gran cosa. Me encogí de hombros y bostecé.

«Menudo desastre», suspiré, tumbándome en la cama. «El sol va a salir y yo no habré dormido nada.»

Frundis, en mi mano, hacía resonar un coro con varias voces infantiles.

«Eso te pasa por salir cuando ningún gawalt sensato saldría», replicó Syu sabiamente.

«Lo sé. Pero no ha sido en vano», relativicé, animada. «He cantado como un duende, casi me mato por los tejados y he encontrado una caja con papeles y un trozo de metal.»

Syu me dedicó una sonrisa de mono.

«Una noche épica, como diría Frundis.»

9 Media vuelta

Refunfuñé, malhumorada, mientras salía de la cocina. Apenas había dormido, y mi sueño había sido agitado. Primero, había estado el Dáilorilh asegurándome que se avecinaba un Ciclo de la Bondad mientras Kyisse me estiraba de la manga, diciéndome “Klanezjará”. Luego había estado corriendo con Syu por los bosques de Ató en busca de una caja con plátanos. Pero resultaba que los plátanos hablaban y ni Syu ni yo nos atrevíamos a comerlos. Con tanto sueño, tenía la sensación de no haber dormido nada. No conforme con eso, Kaota me había despertado en un sobresalto llamando a mi puerta y diciéndome que en un cuarto de hora salíamos de Ató. Y al fin, para rematarlo todo, a Frundis le había dado por darnos los buenos días con una música espantosa que, por lo visto, lo tenía entusiasmado desde hacía horas. Apenas tuve tiempo de vestirme, robarle un panecillo a Wigy y despedirme de Kirlens a toda prisa.

Le pegué un mordisco al panecillo de Wigy y me dirigí hacia la mesa donde estaban los Espadas Negras, listos para el viaje. Las demás mesas estaban todas vacías.

—¿Dónde están Srakhi, Dashlari y Mártida? —preguntó el capitán, con el ceño fruncido.

Nadie lo sabía. Menos yo, claro. Lénisu se los había llevado aquella misma noche para ir a buscar a Hilo. Cuando le había recordado, burlona, la promesa que le había hecho a Fahr Landew, mi tío había replicado que cada cosa se hacía en su tiempo. Por supuesto. Hilo pasaba antes.

Cuando Kitari volvió de los cuartos vacíos de Srakhi, Dashlari y Mártida, el capitán Calbaderca se levantó.

—En marcha —declaró simplemente.

Mientras nos dirigíamos hacia la puerta, levanté una mano de saludo hacia Kirlens. El tabernero me contestó con un movimiento grave de cabeza. Como no había tenido tiempo de ocultar otra vez la caja de tránmur, se la había dado a él, diciéndole que se trataba de un regalo importante para mí. Lamentaba tener que despedirme de él de manera tan precipitada. Sin embargo, me dije, más animada, iba a volver más pronto de lo que Kirlens esperaba. ¿Dónde andarían Spaw y Kyisse?, me pregunté. Tal vez a la altura de Belyac… O más allá. Quién sabía cuánto tiempo había tardado Zaix para hablarme.

Miré la calle. Estaba totalmente nevada. Y el cielo apenas empezaba a iluminarse.

«Al menos se ilumina», dijo Syu, sobre mi hombro.

«Cierto», convine. «Y además está despejado.»

Subimos por el Corredor, pasamos por la Transversal y bajamos por la calle del Sueño, que desembocaba en la ruta hacia Belyac y Aefna. Avanzábamos en silencio. Manchow, curiosamente, estaba sombrío, como si la idea de volver a Aefna lo desanimase un poco. Aedyn, en cambio, rebosaba de energía y caminaba delante con paso firme. Shelbooth avanzaba, medio dormido, y Ashli, Kaota y Kitari parecían contentos, mirando su entorno como para grabar Ató en su memoria. Cuando llegamos abajo de la calle fruncí el ceño, extrañada.

—¿Dónde está Aryes? —pregunté.

Al capitán se le escapó un suspiro irritado.

—Se supone que debería estar aquí.

Observé, divertida, cómo Shelbooth levantaba los ojos hacia el cielo. Ni que Aryes estuviese siempre levitando, pensé.

—Va a ser que a él también lo hemos perdido —observó Ashli alegremente—. ¿Vamos a buscarlo a su casa?

Ashli, desde que habíamos salido a la Superficie, estaba todavía más animada que de costumbre.

—Ya voy yo —declaré.

Finalmente, me acompañaron Kaota y Kitari. Cuando llegamos ante la carpintería Dómerath, ya se oían los ruidos de la sierra contra la madera. El padre, desde luego, era madrugador.

No quería despertar al resto de la familia, así que subí por los tejados hasta el cuarto de Aryes. Miré por la ventana y fruncí el ceño. La cama estaba hecha, el cuarto estaba ordenado y no había ni rastro de Aryes.

«Y yo que pensaba que debía de estar en la Quinta Esfera», les dije a Syu y a Frundis, algo perpleja.

Finalmente, decidimos preguntar. Llamé a la puerta de la carpintería y Radboldis Dómerath abrió. Puso cara sorprendida al vernos.

—Buenos días y perdón por interrumpir su trabajo —le dije, con un saludo respetuoso—. Estamos buscando a Aryes. ¿Por casualidad no sabrá dónde se ha metido?

—¿Aryes? —repitió él, con el ceño fruncido—. Hace como media hora que se ha ido. Creía que ya estaríais fuera de Ató.

—Er… Entonces a lo mejor nos hemos cruzado sin vernos —le dije, dedicándole una sonrisa inocente, y junté las manos en un saludo—. Gracias.

Me alejé con Kaota y Kitari y suspiré. Era imposible que nos hubiésemos cruzado: hacía menos de un cuarto de hora que llevábamos buscándolo.

—Regresemos adonde el capitán —propuso Kaota—. Tal vez haya llegado de mientras.

Asentí y nos dirigimos otra vez hacia la calle del Sueño. Cuando el capitán nos vio aparecer sin Aryes, su rostro se ensombreció… para aclararse unos segundos después. Sus ojos miraban un punto a mis espaldas. Intrigada, me giré y solté una carcajada al ver que Aryes y Spaw bajaban la calle.

—¡Aquí me tenéis! —exclamó el demonio con una ancha sonrisa—. Y con una capa nueva —apuntó, mostrándola con evidente satisfacción.

Sonreí. A su capa verde le faltaban los desgarrones y los parches, pero, por lo demás, era exactamente igual que la anterior.

—¡Spaw! Qué alegría volver a verte —rió Manchow, con entusiasmo, mientras le daba un abrazo efusivo. Reprimí una carcajada. Así era Manchow.

—Lo mismo digo —replicó Spaw, con una mueca cómica, mientras le devolvía el abrazo con cierta torpeza.

En ese momento, Shelbooth se repuso de su asombro.

—¿Cómo demonios es que estás en Ató cuando Shaedra nos decía que estabas en Aefna? —preguntó.

—Er… —contestó Spaw.

Pero el capitán Calbaderca no lo dejó continuar.

—¿Dónde está Kyisse? —inquirió.

—Oh, durmiendo como el agua en un lago, pero viva como una gacela blanca —contestó Spaw, con aire poético—. Llegamos anoche, muy tarde, y como no sabía que estabais en Ató, fuimos a un albergue. —Se giró hacia mí—. El lugar se llama la Mantícora peluda, creía que era el albergue donde vivías, pero al parecer me he equivocado, ¿verdad?

Me golpeé la frente con el puño.

—La Mantícora peluda no tiene nada que ver con el Ciervo alado —me reí—. ¿En serio entraste en ese sitio?

—Ese albergue tiene mala reputación —explicó Aryes.

—¿Oh? —se sorprendió Spaw e hizo una mueca mascullando—: Pues no era precisamente barato.

—¿Dónde está ese albergue? —preguntó el capitán Calbaderca.

—En la calle Transversal —contesté.

Mientras el capitán Calbaderca y los demás daban media vuelta, ansiosos de comprobar que efectivamente la Flor del Norte estaba viva y tan cerca, Spaw clavó sus ojos negros en los míos y percibí un leve destello que me intrigó.

—Finalmente, todo parece arreglarse —observé.

—Desgraciadamente, no todo —replicó él. Y miró al grupo—. ¿Dónde está Lénisu?

Le dediqué una sonrisa burlona, intercambié una mirada con Aryes y, sin contestar, comenté:

—Bonita capa.

«Bah. No tan bonita como la mía», opinó Syu con tono objetivo.

* * *

Cuando aparecí, media hora más tarde, en el Ciervo alado, Kirlens se quedó naturalmente muy sorprendido. En la taberna ya había algún que otro cliente que venía a desayunar pero dejó de atenderlos para precipitarse hacia nosotros.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

Me contenté con sonreírle y apartarme para dejarle ver a Kyisse.

—Te presento a la Flor del Norte.

Kirlens miró a la niña, que estaba muy seria, y su rostro se enterneció. Kyisse todavía no había dicho ni una palabra y me preocupaba un poco su estado, aunque Spaw afirmaba que no se había vuelto muda y que su comportamiento se debía simplemente a la conmoción que le había producido ver el cielo.

—Hola —le dijo Kirlens, agachándose para estar más a su altura.

La niña, sin una palabra, ladeó la cabeza con interés y tendió una mano para cogerle la barba al buen tabernero. Enseguida uno de sus amigos parroquianos soltó una mofa pero Kirlens sonrió, cogiendo a la niña en brazos.

—Así que tú eres la pequeña Kyisse legendaria, ¿eh? ¿Pero a que no habías visto una barba como la mía?

Entonces Kyisse se echó a reír y Spaw resopló.

—Yo que hice todas las payasadas del mundo para intentar hacerla reír un poco, y llega ese grandullón y…

Masculló entre dientes y no acabó la frase.

Desde la aparición de Spaw y Kyisse, el capitán Calbaderca se había relajado a ojos vistas. Nos sentamos todos a una mesa a festejar la buena noticia y Kirlens nos invitó, diciendo que los dioses le habían devuelto a su hija más pronto de lo previsto. Me sonrojé levemente, emocionada, al oírlo llamarme hija.

Desayunamos como reyes y charlamos alegremente, sin preocuparnos de leyendas, ni de abuelos, ni de nada. Poco a poco, la mesa se fue vaciando. Aedyn y Ashli se fueron de compras al mercado; Manchow quiso ir a dar un paseo, pero como nadie se apuntó se marchó solo; y Shelbooth, que no había dormido en toda la noche, se fue a su cuarto arrastrando los pies. Me dio cierta envidia, pero sabía que aún no era el momento de descansar. Primero tenía que hablar con Spaw. Este, sentado en una esquina de la mesa, había permanecido callado durante casi todo el rato, escuchando atentamente las conversaciones y sonriendo a cada observación de Manchow.

Me levanté para recoger los platos y Aryes y Spaw me ayudaron. Kyisse se deslizó hasta nosotros y apareció por la cocina, dando brincos felices. Soltó en tisekwa:

—Me gusta este mundo.

Sonreí. En ese momento, Wigy apareció por las escaleras con una escoba entre las manos. Detalló con la mirada a Spaw y a Kyisse y soltó un gruñido.

—Veamos, ¿quién se ha ocupado de la niña? —preguntó.

Spaw se designó con el pulgar.

—Yo.

Wigy lo fulminó con la mirada e hice una mueca compasiva.

—¡Ah! —dijo, con una voz no muy agradable—. Pues podrías haberla lavado un poco. Tiene toda la cara sucia. Ven —le ordenó a Kyisse.

La niña me miró, aprensiva, pero le sonreí, alentadora.

—No te preocupes, Kyisse. Wigy también me perseguía con la jaboneta a mí, y sobreviví. —Le eché una mirada burlona a mi hermana—. A duras penas, eso sí.

—¡Shaedra! —gruñó Wigy—. Deberías tener más respeto y dar el ejemplo.

Kyisse intervino, señalando su vestido inmaculado.

—Estoy limpia —dijo, con una vocecita convencida.

Wigy suspiró, se avanzó con su escoba y tendió una mano, cogiendo el largo pelo negro de Kyisse.

—¿Y esto está limpio también? —inquirió, escéptica.

La niña le dedicó una sonrisa inocente. Unos instantes después Wigy estaba calentando agua para llenar la bañera, mientras Spaw, Aryes y yo salíamos por el patio de los soredrips con el corazón ligero. Frundis estaba componiendo y sonaban en mi mente unas trompas poco enérgicas.

«Hoy estás de capa caída», observé.

«¿Yo?», se indignó Frundis. «Imposible. Lo que pasa es que estoy ensayando simplemente un trozo de una sinfonía magistral», explicó con aire profesional. «Pero si prefieres oírla entera…»

Y entonces dio rienda suelta a su sinfonía magistral, que nos entusiasmó tanto a Syu como a mí.

Spaw, Aryes y yo estuvimos charlando tranquilamente, empezamos hablando del tiempo, y acabamos alabando el talento extraordinario de Frundis, el cual, al oírnos, se animó tanto que empezó su orquesta de rocarreina y me pidió que lo tendiese a Spaw para que la escuchase.

Pasamos por el mercado y nos cruzamos con Ashli, quien acababa de comprarse un pañuelo azul con encajes por cinco kétalos… Saludamos a Deria y le presenté a Spaw, prometiéndole que pronto llevaría a Kyisse a casa de Dol. Luego, mientras Spaw escuchaba la composición de Frundis, fuimos hasta la casa de Aryes, para que este informase a su familia que aún seguía en Ató. Y finalmente, bajamos los tres el Corredor hasta el puente de piedra.

—¡Auténtica sinfonía! —exclamó Spaw, entusiasmado—. Frundis es un verdadero genio. —Me tendió otra vez el bastón—. Por cierto, ¿todavía no ha aparecido Drakvian?

Hice una mueca y negué con la cabeza. En el Bosque de Piedra-Luna, Drakvian nos había dicho que no nos preocupásemos por ella; sin embargo, me hubiera gustado saber si había salido ya de los Subterráneos.

—Esa vampira es dura de roer —me aseguró Spaw, tranquilizador. Despejó de nieve un pequeño espacio del pretil y se sentó ágilmente. Echó un vistazo hacia el Trueno e hizo una mueca—. Las aguas estas están más agitadas que el Aluer —dijo, refiriéndose al río que hacía de frontera entre Ajensoldra e Iskamangra.

Sonreí y me senté también.

—En Ató decimos siempre: «No existe el juego en el Trueno».

—Por eso tú jugabas todos los días en Roca Grande —replicó Aryes burlón.

Pasaron tres guardias por el puente y callamos, observando la colina de Ató y las aguas que se arremolinaban, oscuras y frías. Entonces, cuando estuvimos otra vez solos, Spaw soltó:

—No sé si recordarás, Shaedra, aquel simpático Askaldo que quiso hacerte beber ese zumo de ortigas azules un día de primavera.

Sonreí y luego fruncí el ceño.

—¿Él es quien te persigue? —pregunté—. Creía que me perseguía a mí, por lo de la poción de Seyrum.

—¿Te ha hecho algo ese demonio? —inquirió Aryes, al ver que Spaw permanecía pensativo.

—A mí no, no le he dejado —dijo, sonriente. Su sonrisa se borró y preguntó—: ¿Shaedra te contó todo sobre Askaldo, verdad?

Aryes enarcó una ceja hacia mí y yo asentí.

—Todo lo que sé —aprobé.

—Bien. Pues como sabéis, Askaldo está muy enojado con su cuerpo mutado. No logra aceptarse y cree que es posible volver a curarse con otra poción. Ha estado buscando a un demonio alquimista para encargarle una poción de esas.

Palidecí al oír su tono sombrío.

—¿Lunawin? —pronuncié, con la boca seca.

Spaw asintió.

—Mandó a uno de sus esbirros a casa de Lu. Y ella le contestó que con sus años ya no era capaz de hacer una poción tan compleja. No sé si será verdad, pero en todo caso Askaldo se lo tomó mal y no la creyó. —Hizo una mueca—. Entonces, yo llegué con Kyisse de los Subterráneos. Lu se ocupó de ella y la curó. Entretanto, me explicó su problema con Askaldo. Y una noche, se me presentó un sirviente de Ashbinkhai. —Suspiró—. Es lo que tiene Aefna, hay demasiados demonios al tanto, y Ashbinkhai enseguida se enteró de que yo había vuelto. El Demonio Mayor me mandó uno de sus sirvientes para regañarme, diciéndome que había incumplido el trato y que quería verme. Estaba claro que yo, como templario, había incumplido mi trabajo. Cómo no lo iba a saber yo. —Meneó la cabeza con una sonrisa irónica—. No podía estar vigilando a Askaldo desde los Subterráneos —razonó con un gesto de impotencia.

Parpadeé, sobrecogida.

—¿Y finalmente fuiste a ver a Ashbinkhai? —pregunté.

—Pues claro. Un templario tiene que atender a sus clientes insatisfechos —sonrió—. Desgraciadamente, cuando fui a verlo, también estaba su hijo. Ashbinkhai me soltó un sermón, yo me disculpé, y entonces me perdonó a cambio de que aceptase un nuevo trato: que ayudase a Askaldo a encontrar un método para quitarle esos horribles pinchos que le han salido por la cara. Al parecer, han estado creciendo mucho estos últimos meses y Askaldo está desesperado. Hasta me dio un poco de pena —confesó.

Hice una mueca y me sentí algo culpable. Ojalá Zoria y Zalén jamás me hubiesen hecho beber aquella botella de «zumo míldico» en Dathrun…

—¿No aceptaste, verdad? —interrogó Aryes.

Spaw hizo una mueca y carraspeó.

—Acepté. Acepté ayudarlo para quitarle esos pinchos. No me quedaba otra si quería que Ashbinkhai siguiera reclamando mis servicios. Pero entonces Ashbinkhai, que sabe muy bien que Lunawin fue mi instructora y que me hospeda cuando voy a Aefna, me pidió que la convenciese de que hiciera una poción para su hijo. Me negué. Persuadir a la gente que haga algo no entra en mis competencias, y menos si se trata de mi abuela —refunfuñó—. Si Lu no quiere hacer esa poción, es que debe de tener buenas razones.

Sonreí. Cuanto más conocía a Spaw, mejor me caía.

«Tiene principios», aprobó Syu. «Eso es esencial en un gawalt.» Y entonces el mono se bajó de mi hombro. «Voy a ver el bosque, a ver si ha cambiado», me dijo.

Le deseé un buen paseo y escuché las palabras de Aryes:

—Supongo que a Ashbinkhai no le gustó tu respuesta.

—Bueno. Respetó mi rechazo —contestó Spaw, tras una ligera vacilación—. Pero me dijo que Lu ya había creado pociones del estilo y que si Lu seguía negándose y los pinchos de su hijo no se iban, tomaría una decisión.

Enarqué una ceja.

—¿Cuál?

Spaw se encogió de hombros.

—No lo dijo, pero su tono me dejó claro que había tomado el partido de su hijo. Lo cual es normal, se está convirtiendo en un verdadero engendro.

—Tremendo… —resopló Aryes, tratando de imaginarse seguramente el aspecto de Askaldo.

Spaw puso los ojos en blanco.

—El problema es que Askaldo se empeñó entonces en acosar a Lunawin para que le preparase la maldita poción. Cada día, mandaba a uno de sus esbirros para intentar convencerla, pero yo no le abría la puerta. —Hizo una mueca incómoda—. Entonces las cosas se torcieron. Una noche, Askaldo mandó a varios mercenarios para llevarse a Lu y forzaron la entrada. Yo intenté cortarles el paso y herí a varios de esos canallas con mi daga… Se enfurecieron mucho. —Hice una mueca al tratar de imaginarme la escena—. Entonces… Kyisse salió de la cocina. En realidad, creo que fue lo que vio ahí lo que la hizo enmudecer, y no tanto el cielo —confesó, sombrío.

—¿Qué pasó luego? —lo animé, mordiéndome el labio por la tensión.

—Kyisse soltó un sortilegio de luz. Empezó a brillar de tal manera que ya ninguno veíamos nada. Yo corrí hacia ella para apartarla de ahí pero entonces oí varios ruidos de cristales rotos. Fue idea de Lu. Tiró unas de sus botellas de sansil. Las reconocí de inmediato, y ya sabéis, una vez que se respira eso… Me metí en la cocina a toda prisa con Kyisse y Lunawin. —Inspiró hondo y terminó diciendo rápidamente—: Luego saqué a Kyisse y a Lu por la ventana y salimos los tres de Aefna. Y Lu me insistió para que la acompañase hasta la casa de un amigo suyo cerca de Ató.

De pronto, se ruborizó, nos miró y resopló.

—Vaya. Perdón por haberos metido todo este rollo.

«¿Rollo? ¡Es una historia fascinante!», dijo Frundis, listo a halagar a quien había halagado tanto su orquesta rocarreina.

—¿Qué ocurrió con los que os atacaron? —pregunté tímidamente.

Spaw se encogió de hombros, con la mirada fija en las aguas del Trueno.

—Lu dijo que, con toda probabilidad, se pasarían horas durmiendo en la Quinta Esfera.

Enarqué una ceja. Definitivamente el sansil era un producto muy fuerte, me dije, sorprendida.

—Hubiera podido ser peor —relativizó Aryes.

Spaw asintió.

—Sí, pero aun así será mejor que me marche hoy mismo. No quiero atraeros problemas. A veces, cuando un protector tiene enemigos, mejor que esté lejos de su protegida —añadió, sonriente. Suspiró—. En fin. Al menos Kyisse estará a salvo con vosotros.

—¿Por qué no le contaste todo esto a Zaix? —pregunté. Aún no salía de mi asombro.

Spaw agrandó los ojos y me miró como si me hubiera vuelto loca.

—¿Contarle esto a Zaix? Ni se te ocurra. No, todo esto no tiene nada que ver con él. Y con vosotros tampoco, en realidad, pero vosotros sois…

—Amigos —completé, con una sonrisa sincera, al verlo vacilar.

Spaw esbozó una sonrisa.

—Y mira que conoceré a gente a la que he llamado amiga —dijo—, pero, es curioso, sé que en vosotros puedo confiar más que en cualquiera. —Se pasó una mano por la cabeza, molesto por su franqueza—. Esto… Voy a marcharme de aquí en cuanto haya comido algo digno de un demonio.

Solté una risita burlona.

—Entonces, volvamos al Ciervo alado. Wigy y Kirlens han alimentado a un demonio desde hace tiempo y nunca he pasado hambre.

Spaw puso los ojos en blanco.

—No sabes la suerte que tienes —me aseguró—. Sakuni y Zaix son unos cocineros desastrosos. Menos mal que yo aprendí rápido a hacer sopas de puerros negros. Me salen exquisitas.

—Pues espero que te salgan mejor que tu plato extraño de zanahorias con berenjenas —carraspeó Aryes.

Nos echamos a reír y nos levantamos del puente para dirigirnos otra vez hacia Ató. Frundis, a mi espalda, estaba adormilándose entre flautas y murmullos de agua.

—Por cierto —dijo Spaw—. Todavía no te he dicho. Se supone que ahora soy tu instructor, Shaedra. —Di un respingo, atónita, y él puntualizó—: Bueno, tu instructor provisional. Hasta que Zaix encuentre a otro instructor… o hasta que Kwayat recapacite y cambie de idea. En fin, de todas formas, ya le dije a Zaix que era muy probable que por el momento no tuviese tiempo para lecciones.

Meneé la cabeza, sorprendida.

—Bueno. Siempre es reconfortante tener a un instructor —dije, burlona.

Spaw enarcó una ceja.

—¿Aun si se marcha justo después de haberte dicho que lo era?

No pude evitar sonreír.

—Aun así —afirmé.

Seguimos andando un rato en silencio y entonces Aryes tomó la palabra.

—Dime, Spaw, ¿adónde piensas ir?

El demonio se pasó una mano por su capa, quitándole un poco de nieve, antes de contestar:

—A buscar un libro titulado Cremdel-elmin nárajath.

10 Salvajes

Una vez Kyisse a salvo entre nosotros, el capitán Calbaderca no parecía tener tantas prisas por moverse de Ató. Creo que le tenía respeto a la nieve y al frío que hacía. Y tenía razón: era una locura marcharse los dioses sabían adónde a buscar a los abuelos de Kyisse cuando el invierno se nos venía encima.

Spaw se había marchado en el único día azul de aquella semana. Me dolía imaginármelo avanzando entre una tormenta de nieve, aunque todo aquello tenía sus ventajas: sus perseguidores perderían su rastro totalmente.

Los días pasaron, fríos, turbulentos y nevados. Aryes y yo tardamos toda una semana en decidirnos a hablar con la maestra Kima para que nos aceptase en sus lecciones. Entretanto, pasamos mucho tiempo en la taberna del Ciervo alado y en casa de Dolgy Vranc, vagueando, hablando, contando historias de Ajensoldra a los dumbloranos y de los Subterráneos a los habitantes de Ató. Además, pude al fin hablar con todos y cada uno de los kals de mi año, incluida Marelta, aunque esta se contentó con saludarme con indiferencia y marcharse. Ávend parecía haberse recuperado de su mal humor. Y Yori estaba más arrogante que nunca. En cuanto vi a Salkysso, pensé en la rocaleón que había cogido expresamente para él en los Subterráneos… pero enseguida recordé que había perdido la piedra junto a mi mochila naranja. Bah, me dije. Otra vez sería. Total, con la suerte que tenía, a lo mejor acababa otra vez en los Subterráneos dentro de unos meses.

Wigy se había encariñado con Kyisse. Decía que era un bicho raro, con aquellos ojos dorados y ese vestido blanco que no se quería quitar, pero aseguraba que era muchísimo más formal y manejable que yo. Claro. Afuera hacía frío y nevaba. Yo también, durante los inviernos, solía ser bastante formal, pensé.

En cuanto a Taroshi, me rehuía a todas horas. Pasaba la mayor parte del tiempo en la Pagoda y con sus amigos y volvía a la taberna para la cena. No me reconfortaba saberlo debajo del mismo techo, pero aparte de marcharme del Ciervo alado yo no podía hacer nada.

Cuando dejó de nevar, un viento helador empezó a soplar. Era cansino oírlo golpear contra las ventanas e infiltrarse entre los resquicios de las puertas. Hasta Frundis, sin quererlo, comenzó a imitar el ruido y Syu y yo nos quejamos y esperamos silenciosamente que no se le ocurriese componer ninguna sinfonía con crujidos de madera y silbidos de viento.

El tercer Garra de Coralo, subí sola la cuesta hasta la Pagoda Azul para recibir mi primera lección con la maestra Kima. Por suerte, el capitán Calbaderca había entendido que, en Ató, eso de escoltar a unos simples kals de la Pagoda no se llevaba. Es más, era totalmente ridículo, ya que no corríamos ningún peligro. Libres de sus obligaciones, Kaota y Kitari habían decidido esa misma mañana recorrer los alrededores de Ató, ansiosos por ver más mundo.

Absorta en mis pensamientos, resbalé sobre el hielo y me caí de bruces. Hice una mueca que se transformó en una sonrisa tonta. Eso de que no corría ningún peligro era mucho decir.

Me despegué de la nieve y pasé una mano distraída por mi capa violeta antes de seguir subiendo por el Corredor. Era pronto y todavía no había mercado, pero ya se veían tenues luces tras las ventanas de las casas. Llegué a la plaza, con pasos prudentes. El viento azotaba toda la colina como si estuviese intentando aplanarla. Entonces vi a Aryes subir las escaleras de la Pagoda levitando, para evitar el hielo que se había formado. Reprimí una sonrisa y cuando llegué al pie, solté:

—Buenos días.

Aryes se giró, sorprendido y sonrió al verme posar un pie prudente sobre el primer peldaño helado.

—¿Quieres que te ayude?

—No —dije con decisión—. Allá voy.

Aryes enarcó una ceja, mirándome detenidamente mientras yo subía con cautela, sacando las garras de mis manos por si acaso.

—Veo que ya te has caído de camino —observó—. Tu capa está hundida. —Me dio la mano cuando había llegado casi arriba y añadió, burlón—: Te vas a congelar.

—Por si no lo recuerdas, tengo sangre de dragón —repliqué—. Los dragones nunca se congelan.

El kadaelfo puso los ojos en blanco.

—Por supuesto.

Entramos en la Pagoda. Íbamos con antelación, pero es que no queríamos llegar con retraso a nuestra primera lección con la maestra Kima. Ya habíamos defraudado bastante a la Pagoda.

Nos metimos en la sala destinada al har-kar y nos sentamos a esperar. El viento ululaba y la madera crujía. Una repentina racha hizo temblar las ventanas y agrandamos los ojos.

—Esta vez vamos a salir de Ató con Pagoda incluida —resopló Aryes.

De pronto una silueta familiar pasó silenciosamente por el pasillo. Al vernos, el maestro Áynorin soltó una exclamación. Ya nos había dado la bienvenida días antes, pero apenas habíamos podido hablar con él y me alegré de verlo.

—¡Buenos días! —exclamó, entrando en la sala—. ¿Qué tal han dormido los dos aventureros? ¿No habréis soñado con monstruos y esqueletos?

Su rostro de elfo oscuro se iluminaba con una sonrisa franca. Nos levantamos para saludarlo a la manera de Ató.

—Buenos días, maestro Áynorin —dijo Aryes.

—¿Qué tal estás? —pregunté.

Nuestro antiguo maestro se rascó la barbilla.

—Algo molesto, confieso. El nuevo Dáilerrin tiene demasiadas ideas.

Fruncí el ceño al verlo de pronto pensativo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

Áynorin hizo una mueca elocuente.

—Bueno. Entre otras cosas, mi querido hermano quiere mandarme a Yurdas a acompañar a una decena de pagodistas cekals y sustituirme con un nuevo maestro.

Resoplamos, sorprendidos.

—No puede obligarte —protesté.

—Lo sé —replicó—. Los demás maestros se han negado a que me vaya y ahora el Dáilerrin está que no sabe qué hacer.

Áynorin esbozó una sonrisa. El asunto parecía divertirlo más que fastidiarlo.

—Ya es hora de que Keil Zerfskit se acostumbre a Ató —declaró.

Charlamos durante unos minutos de temas diversos. Así, supe que a Sarpi la iban a nombrar vigilante de Ató. También nos habló de un snorí, alumno suyo, increíblemente bueno en sortilegios de transformación, y de otro, increíblemente malo en todo. Tenía ganas de hablar y parecía que se había olvidado completamente de que él también tenía clase.

—Buenos días, maestro Áynorin —dijo de pronto una voz detrás de él, interrumpiendo nuestra conversación.

Apareció la maestra Kima por la puerta y Áynorin puso los ojos en blanco.

—Hola, maestra Kima —dijo, saludándola.

Ella entró seguida por los kals har-karistas. Laya, Galgarrios, Revis y Kajert llegaban detrás, corriendo y resollando.

—¡Bueno! —dijo Áynorin con una gran sonrisa—. Tanto hablar y me olvido de mis propios alumnos. ¡Buen har-kar a todos! Zurraos bien —añadió, con una sonrisa burlona.

Lo saludamos reprimiendo sonrisas y él salió silbando tranquilamente sin darse prisa alguna. La maestra Kima cruzó entonces la sala para ir a apostarse delante de todos nosotros.

—Shaedra, Aryes —cuchicheó Laya—. Hay que ponerse en la fila.

Me fijé en que los har-karistas se habían ordenado en dos filas, como si fuesen a iniciar ya los combates. Normalmente el maestro Dinyú siempre empezaba contando alguna historia…

—Bien —dijo la maestra Kima, cuando sus alumnos estuvieron en su sitio—. Buenos días a todos. Hoy vamos a aprender dos tipos de ataques muy parecidos: el ataque Garra Negra y el ataque Estrella. Como habréis visto, tenéis a dos nuevos compañeros —prosiguió—. Quiero que les deis la bienvenida.

Los kals de primer año nos dieron la bienvenida con un saludo más respetuoso de lo que me esperaba. Más de uno nos miraba de reojo, con curiosidad.

—Aryes Dómerath, acércate —le pidió la maestra.

Aryes y yo intercambiamos una mirada aprensiva. El kadaelfo se avanzó.

—Ponte así. —Lo cogió por un hombro, colocándolo frente a ella—. Quiero que los demás miréis atentamente.

Entonces entendí que la maestra Kima quería enseñar a sus alumnos el ataque Garra Negra y las posibles defensas mediante una demostración. Durante cinco minutos estuvo mareando a Aryes como a un muñeco y se mostró bastante descontenta con la torpeza del kadaelfo. Hice unos tremendos esfuerzos por no reírme.

Cuando la maestra lo dejó en paz, Aryes se atrevió al fin a explicarle su problema.

—Er… maestra Kima —dijo, muy molesto, mientras los demás practicaban el ataque Garra Negra—. No sé si sabrá pero… —Vaciló—. Verá, no soy har-karista. Estudiaba bréjica con el maestro Dinyú, pero yo de ataques Garra Negra y tal… no sé nada.

Menos manejar una lanza, añadí para mis adentros, muy divertida. La elfa oscura tardó unos segundos en reaccionar.

—Oh —soltó—. No lo sabía. —Noté que se levantaban las comisuras de sus labios pero se controló y puso cara decidida—. Entonces, te enseñaré bréjica. Vuelve mañana, cuando haya preparado la lección.

Aryes esbozó una sonrisa y juntó las manos.

—Gracias, maestra Kima. Volveré mañana. —El kadaelfo me hizo un gesto de despedida y se marchó.

En los días siguientes, me di cuenta de que las clases de la maestra Kima eran radicalmente diferentes a las del maestro Dinyú, sencillamente porque la maestra Kima tenía más bien poca idea de har-kar e intentaba esconderlo con una cortina de solemnidad que no arreglaba nada. Y, por lo visto, toda la Pagoda lo sabía pero, como no había llegado todavía el maestro Ew, que era el que teóricamente debería estar dándonos clases, la maestra Kima se quedaba y hacía lo que podía.

Aryes, por su parte, aprendía bréjica solo. Cada vez que salía de la sala de har-kar, me lo encontraba sentado en alguna sala vacía de la Pagoda, o en la biblioteca, sumido en la lectura o practicando sortilegios. Cuando le pregunté si Kima lo guiaba en algo, contestó, riendo:

—A lo mejor me guía, pero yo no me entero.

* * *

Poco después de que volviese a recibir clases en la Pagoda, los Espadas Negras fueron convocados por el Mahir. El capitán Calbaderca trabó amistad con él y hasta les ordenó a Kaota, Kitari y Ashli que entrenasen con los guardias del cuartel para que no cayesen “en la molicie del ocio”. De modo que todos volvían tarde a la taberna, cansados pero alegres. Incluso Manchow parecía estar muy ocupado.

El primer día de Saniava, desperté sintiéndome ligeramente nostálgica: había soñado con que jugaba en Roca Grande con Aleria y Akín. Meneé la cabeza, intentando no pensar en ellos. Después de todo, yo no podía hacer milagros. Me estiré como un gawalt y agudicé el oído.

«¡Syu!», exclamé, sonriente.

«¿Mm?», dijo él, medio dormido en su jergón.

«El viento ya no sopla», expliqué.

«Mmpf. Razón de más para seguir durmiendo», replicó él, cerrando los ojos y tapándose otra vez con su manta.

Puse los ojos en blanco. El cielo empezaba a azularse y yo no podía holgazanear como Syu: tenía que ir a la Pagoda. Así que me levanté de un bote de la cama, me vestí y toqué a Frundis. Este estaba tan adormilado como Syu. Y decir que Syu, antaño, se reía de mí porque dormía mucho…

Kirlens ya estaba de pie y lo saludé animadamente. Desayuné, charlé un momento con él mientras amasaba el pan y me dirigí hacia la Pagoda como todos los días, a las ocho campanadas levantinas. Cuando llegué, vi al maestro Yinur hablando con una Laya asombrada y un Kajert pensativo. Laya, al verme, se precipitó hacia mí.

—¡Shaedra! ¡La maestra Kima está enferma!

Más que pena, su rostro denotaba emoción ante una noticia tan inesperada.

—Nada muy grave —aseguró el maestro Yinur—. No os preocupéis. Dentro de unos días vendrá el maestro Ew. Normalmente tendría que haber llegado ya hace cuatro meses —añadió con una mueca.

Poco después, salí de la Pagoda y levanté los ojos hacia el cielo. Era un día perfecto para echar carreras. Sonreí animada y volví dando brincos hasta la taberna. En el camino, Syu salió de un callejón sin salida y saltó sobre mi hombro con agilidad.

«¿Tú no ibas a dormir más?», le pregunté, socarrona.

«Bah, no soy un oso lebrín», replicó. «¿Qué ha pasado?»

«La maestra está enferma. ¿Qué me dices si vamos al bosque y echamos unas carreras?», pregunté.

Syu meneó la cola, contento.

«¿Con Frundis?»

Resoplé.

«Por supuesto.»

Pasé por la puerta de la taberna silbando alegremente. Saludé otra vez a Kirlens y este, sentado con sus compañeros de cartas, enarcó una ceja.

—¿Enferma? —dijo, al oírme—. Bawkis, ¿no decías que tu nieta también está enferma?

—Sí —contestó su amigo, con una mueca, mientras jugaba una carta—. La pobre se ha pasado delirando toda la noche y hasta hemos tenido que despertar al maestro Yinur a las dos levantinas. Ese maestro sí que tendría mi apoyo para que fuera Dáilerrin.

Bawkis tuvo una tos ronca y uno de sus compañeros tomó la palabra.

—Maldito invierno. Fríos y fiebres juntos van siempre.

En ese momento, hubo un estornudo y Kirlens me miró con el ceño fruncido.

—¿No estarás enfermando tú también? —me preguntó.

Puse los ojos en blanco.

—Qué va. Ha estornudado Syu, no yo.

Noté las sonrisas de todos y me despedí de ellos para entrar en la cocina. Ahí vi a Wigy con Satme y otra de sus amigas. Les di los buenos días y, sin esperar más, corrí escaleras arriba, agarré a Frundis y salí por el patio de los soredrips. Los tres árboles, deshojados, ocupaban el patio vacío. Se me ocurrió ir a ver a Trikos en los establos. El candiano se alegró de verme y hasta relinchó, contento, cuando Syu saltó sobre su cabeza. Como las carreras podían esperar, me encargué de cepillar un poco el pelaje del caballo, antes de salir del establo. Pensé en ir a preguntarle a Deria, por si quería acompañarme, pero supuse que estaría muy atareada con los juguetes y las cuentas. De modo que, sin más dilaciones, me encaminé hacia el bosque al sur de Ató mientras Frundis cantaba una larga balada. Llevábamos mucho tiempo sin echar carreras y Syu y yo decidimos compensar. El mono ganó la primera carrera, pero yo le gané las dos siguientes, y seguimos así, divirtiéndonos como dos pequeños gawalts.

Entonces, de repente, Syu recibió una bola de nieve. Solté una enorme carcajada y el mono blanqueado me miró enfurruñado, pero enseguida se apuntó a la batalla. Frundis empezó a llenar mi campo de visión de bolas de nieve que llegaban de todas partes y gruñí cuando me llegó de pleno una de verdad. Oí la risita del mono y amenacé el bastón con dejarlo en la nieve si no dejaba de acribillarme con ilusiones.

El sol había ascendido bastante desde nuestra primera carrera y, hundidos como estábamos, empezábamos a pasar frío.

«¡Syu!», lo llamé, al ver que este desaparecía entre los árboles, con otra pequeña bola de nieve en las manos. «Creo que ya nos hemos hundido bastante…»

Me paré en seco. Ante mí acababa de surgir una faingal encapuchada. Frundis soltó un sonido discordante de violines.

—Buenos días —me dijo la extraña.

Tenía los labios coloreados de un rosa fosforescente y sus ojos verdes me observaban como dos dagas penetrantes.

—Er… Buenos días —alcancé a decir.

Entonces la faingal me dedicó una sonrisa inquietante.

—Vas a venir conmigo. Askaldo quiere verte.

Mi corazón dejó de latir durante un segundo.

«¿Otra carrera?», sugirió Syu, nervioso, en alguna rama.

Eché a correr, siguiendo el ejemplo del mono gawalt. Sin embargo, apenas me hube alejado unos metros, me detuve de golpe. Me cortaban el paso dos demonios transformados que me enseñaban salvajemente sus dientes afilados. Grité, pidiendo socorro.

«Syu, ¡corre!», le dije con apremio. «¡Ve a avisar a Aryes!»

La faingal, a mis espaldas, soltó un suspiro.

—Cogedla y larguémonos.

2 Tratos y confidencias

11 Destello mortal

Todo mi cuerpo temblaba de frío, miedo y sufrimiento. Mientras caminaba a duras penas, delante del filo de una espada, me volvía la imagen de Frundis, abandonado en la nieve. Aún oía la voz siseante de uno de los demonios que me amenazaba con su daga para que no gritase.

Perdí mi capa en la pelea. Y mi cinta azul. Y recibí un corte en el brazo que se puso a sangrar, provocándome mareos de dolor. Por suerte, la faingal intervino para que sus dos compañeros se serenasen un poco. Al menos, Askaldo me quería viva. Eso era consolador.

¿Pero qué querría de mí?, me dije, atemorizada, mientras avanzaba, apretando mi hombro derecho herido con fuerza. Reprimí unas lágrimas e inspiré hondo, intentando que mi mente no zozobrase. A lo mejor Askaldo se contentaba con que me saliesen pinchos en la cara como a él, esperé. Quién sabe, tal vez se había resignado al no encontrar a Lu y había decidido atiborrarme a zumos de ortigas azules para satisfacer su consciencia.

Mi defensa había sido desastrosa. Lo único positivo era que Syu había conseguido salvarse, pensé, aliviada.

“En un combate real, cualquier pensamiento fuera de lugar puede provocar la derrota.”

Parpadeé. Esta vez, no había sabido seguir el consejo del maestro Dinyú. Me había dejado dominar por la desesperación. Se me habían paralizado las manos y…

Noté la punta de un arma sobre mi espalda.

—Acelera el paso —me dijo la voz hosca de uno de los demonios.

Aceleré el paso. La faingal abría la marcha, y sus dos acompañantes la cerraban, uno amenazándome y el otro borrando el rastro que dejábamos. Ninguno de los dos había vuelto a su forma de saijit y, poco a poco, una idea se infiltró en mi mente. Tal vez no pudiesen adoptar otro aspecto que el de los demonios. Tal vez fuesen táhmars, pensé, mientras avanzaba, titubeante, por el bosque nevado.

Anduvimos durante horas. Cualquier intento por dejar alguna huella fue inútil. Tan sólo cayeron unas gotas de mi sangre en la nieve antes de que me envolviesen precariamente el brazo con un vendaje chapucero. Cuando el sol llegó a su cenit, yo estaba tan débil y congelada que era un milagro que consiguiese avanzar.

No contestaron a ninguna de mis preguntas más que con amenazas para hacerme callar, menos una vez en que la faingal soltó:

—Y qué sé yo lo que querrá de ti Askaldo, querida.

Pronto, sin embargo, dejé de preocuparme: mi capacidad de reflexión se hacía añicos con cada paso que daba.

Estaba ensombreciéndose el cielo de nubes grises cargadas de nieve cuando me desplomé, cayéndome de rodillas. Mi cuerpo temblaba violentamente y la vista se me nublaba.

—¡Levántate! —ordenó una voz.

La rabia me invadió para esfumarse enseguida.

—No… puedo… más —jadeé.

La herida me hacía cada vez más daño, o eso me parecía. La nieve, fría al contacto, despertó ligeramente mi mente. Cuando el táhmar me cogió del brazo para levantarme a la fuerza, saqué mis garras y lo ataqué. Soltó un grito de dolor y furia y me dio un brusco empujón que me tiró al suelo. Entre mi ataque y la caída, el dolor de mi brazo se había hecho insoportable. En unos segundos, sentí, más que vi, al táhmar levantar su espada con un rugido de odio.

Entonces, la Sreda, que se agitaba desde hacía algún tiempo ya, se me desató caóticamente. Intenté incorporarme torpemente mientras el táhmar realizaba su estoque mortal…

—Garkorn —bramó entonces la voz de la faingal—. Contrólate, ¿quieres? Es una demonio, no un nadro rojo.

La punta de la espada rasgó mi túnica pero se detuvo.

—Esta es la última vez que trabajo con vosotros —añadió la demonio, irritada—. Showshen, átala. Garkorn la llevará a cuestas. Venga, daos prisa.

El otro táhmar se aproximó a mí con una cuerda y lo observé, tendida en la nieve. Seguía viva, me dije, algo sorprendida. Eso sí, mi Sreda estaba totalmente descontrolada y desgarraba mi jaipú con grandes zarpazos energéticos. A saber qué aspecto tenía en aquel momento, pensé.

Sentí unos finos copos de nieve caer sobre mi rostro. Pestañeé. La nieve daba vueltas como las hojas de los árboles en un vendaval.

Cuando Showshen pretendió enderezarme, sentí una explosión de dolor. Una vez maniatada, me dejé coger por el que apenas unos instantes antes había querido matarme. Y, poco a poco, huí del paisaje nevado y frío para refugiarme en un mundo de silencio y oscuridad.

* * *

Salí de mi inconsciencia muchas veces, pero nunca de mi aturdimiento. Garkorn me llevaba como un peso muerto, sin ningún miramiento. Era más bruto que Yeysa.

Los tres demonios, la mayor parte del tiempo, caminaban en silencio, avanzando rápidamente pese a la tormenta de nieve que azotó las colinas y bosques de Ató durante los tres días que duró el viaje. A la noche, cenaba un ridículo trozo de pan… aunque confieso que ellos tampoco comían mucho más. Las cortas conversaciones que tuvieron los raptores entre ellos me dieron la impresión de que la faingal consideraba a sus dos compañeros táhmars como dos completos inútiles.

En esos tres días, permanecí transformada en demonio todo el tiempo. Por dos simples razones: primero, mi piel de demonio me protegía mejor del frío; segundo, mi Sreda seguía desatada como un mar furioso y yo carecía de fuerzas o de voluntad suficientes para volverla a atar.

El tiempo pasaba sobre mí, más irregular que las músicas de Frundis. En un momento en que estaba sumida en un letargo incómodo, me di de pronto cuenta de que algo había cambiado. El viento frío ya no soplaba contra mi rostro helado. Muy despacio, entreabrí los ojos. Me encontraba en una especie de patio interior rodeado de muros ruinosos. Ante mí, había una puerta.

Garkorn hizo un movimiento brusco y el dolor de mi herida se despertó otra vez. Con los ojos exorbitados inspiré el aire helado del atardecer…

Volví a sumirme en la inconsciencia pero poco después un rumor de voces me sacó de mi aturdimiento. Abrí los ojos y vi una sala iluminada por lámparas. Había un par de demonios sentados a una mesa y yo… estaba en una esquina de la sala, tendida sobre la piedra fría. Volví a cerrar los ojos. Tenía hambre, me dolía todo el brazo derecho y tenía la cabeza a punto de explotar. A Shakel Borris no le pasaban esas miserias a pesar de todas sus aventuras, me quejé mentalmente.

La Sreda seguía atravesando, incontrolable, cada partícula de mi cuerpo. Jamás en la vida me había pasado algo así, pero conocía los síntomas por haberlos escuchado en boca de Kwayat. Tenía toda la pinta de que me estaba convirtiendo en un kandak. Mis dientes, más afilados que normalmente, apenas cabían en mi boca. Y sentía una energía salvaje propagarse lentamente, calentando mi cuerpo. Pero, ¿qué importaba si me transformaba en un kandak?, me pregunté. No era el mayor de mis problemas, o al menos no el único.

Sentí una presencia junto a mí y volví a abrir los ojos. Con la vista nublada, vi a un gran gato blanco y negro que me contemplaba con unos ojos muy verdes. Maulló, se puso sobre sus cuatro patas y se alejó. Entonces alguien se interpuso entre las luces de la sala y yo. Era un humano de cierta edad, de piel traslúcida y ojos oscuros. Se agachó junto a mí y sacó un puñal. Lo acercó a mi garganta y troceó mi túnica a la altura del hombro. Se quedó un momento contemplando la herida. Su expresión no se inmutó. ¿Había venido a curarme o a matarme?, me pregunté, ligeramente curiosa.

—Tiene fiebre y ha perdido mucha sangre —declaró—. Está muy débil.

Su voz sonaba como tambores contra mi oído.

—¿Pero sobrevivirá, no? —le preguntó una voz femenina.

—Sí.

Los ojos negros del humano se posaron sobre los míos, sin duda alguna rojos como la sangre. Imperturbable, el curandero añadió:

—Voy a por Maoleth. —Y entonces se levantó y se giró hacia una silueta difusa—. Llévala a un cuarto.

Minutos después, una enorme caita transformada me llevó por un oscuro pasillo hasta una habitación iluminada por una lámpara y me depositó con una extraña delicadeza sobre una cama con dosel. ¡Una cama! Reprimí una risita delirante. ¿Desde cuándo habían decidido tratarme con tanta amabilidad?

«Es otra cultura», reflexioné por vía del kershí. Ante el silencio que me contestó, recordé que Syu no estaba conmigo. Claro. Definitivamente, mi mente estaba más desquiciada de lo que pensaba, suspiré.

La caita liberó mis manos, me quitó las botas y me cubrió con una cálida manta roja. Hasta empezaba a tener calor, me dije. Pensé en preguntarle algo a la caita. Tal vez no era una demonio tan mala. Tal vez… Pero mi mente funcionaba tan lentamente que, cuando empecé a abrir la boca, la caita ya se había marchado. Cuando volví a cerrarla, sentí que mis dientes afilados se clavaban en mis labios. Solté un gruñido y recoloqué mis dientes con cuidado para no hacerme más heridas. Poco después, tumbada en esa cama tan cómoda, me sumí en un sueño agitado.

Desperté cuando la puerta se reabrió. Entraron dos demonios en la habitación. Uno era el curandero y el otro, un elfo oscuro bastante bajito que se dirigió hacia mí directamente.

—Simplemente haría falta verificar —dijo la voz del humano de piel pálida, mientras posaba una caja sobre una mesa.

El elfo oscuro asintió con la cabeza, cogió una silla y se sentó junto a la cama. Se quitó los guantes con lentitud. Tendió una mano y posó dos dedos sobre una de las marcas negras de mi brazo. Una energía conocida se infiltró en mí superficialmente, como estudiándome desde lejos. Era sryho, entendí.

Al fin, auné la fuerza suficiente para preguntar:

—¿Qué hago aquí?

El elfo oscuro apartó su mano de mi brazo y se levantó sin mirarme un solo instante.

—Tenías razón. Tiene la Sreda bastante inestable —anunció.

Hubo un breve silencio y entonces el curandero suspiró.

—Lo que me temía. ¿Puedes hacer algo?

—Difícilmente. Lo que te recomiendo es que le des flor de sisria y que cures su herida. Es bastante profunda y tal vez sea eso lo que haya originado la alteración energética. Si no se recupera, entonces habría que darle una poción de estabilización… Quién sabe, tal vez ya esté en camino —añadió. Percibí una pizca de burla en su tono.

—Gracias, Maoleth —replicó el humano pálido.

Siguieron hablando, pero ya no me quedaban fuerzas para entender lo que decían. Sus voces se confundían en mi cabeza con un zumbido exasperante.

* * *

Todo estaba silencioso. Abrí los ojos. La habitación estaba completamente a oscuras. A menos que me hubiese quedado ciega. Mi Sreda seguía tan desatada como antes, pero ya no me impedía pensar. Y el dolor de mi herida había amainado considerablemente. Todo no estaba perdido, me dije, esforzándome por no enterrarme antes de tiempo.

Levanté mi mano izquierda y palpé mi herida. Estaba vendada. Ahora entendía por qué sentía todo mi pecho y mi cuello apretados e inmovilizados como si me estuviese aplastando una manaza de troll.

Bien, me dije. ¿Y ahora qué? Estaba herida, mi Sreda estaba como loca y me encontraba en un sitio desconocido junto a unos demonios que me habían curado y no parecían querer matarme. En un momento, mis pensamientos se giraron hacia Syu. Seguramente, el mono habría avisado a Aryes. Y tal vez este hubiese encontrado a Frundis… Se me humedecieron los ojos pero los mantuve abiertos en la oscuridad. De nada servía rabiar sin hacer nada. Tenía que tratar de atar esa Sreda.

Inspiré poco a poco y traté de recordar mecánicamente los pasos a seguir. Era casi como si Kwayat estuviese ahí, aconsejándome. Hasta notaba una pizca de reproche en su voz. Cerré los ojos. “Jamás te transformes por dolor o por furia: perderás el control sobre la Sreda y, si no la atas a tiempo, intentará dominarte a ti. Recuerda que la Sreda es la Vida y la Vida siempre busca libertad, no es amiga de nadie.” A Kwayat le encantaba la poesía y el tono dramático. Sin embargo, ya me había ocurrido una vez perder el dominio de la Sreda. Aquella noche, cuando la anrenina había estado a punto de matarme, se había desatado como una tempestad repentina, salvándome la vida. Y, más tarde, había podido atarla otra vez con toda tranquilidad.

Reconfortada con este pensamiento, miré mi Sreda… y quedé espantada. Aquello no era una tempestad repentina, me dije, sintiendo que la respiración se me precipitaba. Hacía días que estaba asentada e inestable y, a pesar de mis esfuerzos, no sabía por dónde cogerla. Todos mis intentos no sirvieron de nada y, al cabo de un largo rato, suspiré, algo asustada. ¿Y si realmente me convertía en una kandak?

Pasé una mano por la ancha cama, debajo de mi manta. Era agradablemente mullida. Tal vez me encontraba en el palacio de Askaldo, me dije, irónica. Y fruncí el ceño. Pero entonces, ¿a qué esperaba para vengarse de mí?

Agudicé el oído y no oí más que silencio. ¿Acaso era de noche y todos los demonios dormían? Débilmente, tratando de no mover el cuello y el brazo derecho, me levanté. Sentí el aire frío de la habitación contra mi piel y entendí que, para vendarme, habían tenido que quitarme la túnica. Tendí la mano y quise crear una esfera armónica… Pero fui incapaz de crearla. Un día, me había prometido que aprendería a utilizar las armonías estando transformada… pero jamás había tomado el tiempo de cumplir dicha promesa y en ese momento lo lamenté amargamente.

Así que, con pasitos muy prudentes, me dirigí a ciegas hacia donde creía que se situaba la puerta. Pero mi mano topó con una superficie ondulada. Le di un leve toque. Sonaba a madera. Era una especie de armario. Mis piernas se tambalearon y, sin más exploraciones, volví a la cama y me tapé otra vez con la manta. Era roja, recordé.

Estaba cansada, pero mi mente estaba lúcida y eso, creo, fue lo que más me alivió. Así que, a falta de energías para moverme e intentar huir de Askaldo, me puse a meditar.

La crisis que había sufrido Spaw, al beber el zumo de ortigas azules, había sido muy diferente, noté al de un rato. Yo no tenía espasmos súbitos y violentos como él. Simplemente sentía que mi cuerpo consumía energías más de lo necesario mientras la Sreda se arremolinaba al azar.

Entonces, empecé a entender el error que había cometido. Me había olvidado totalmente de controlar la Sreda. Era como si esta hubiese estirado demasiado la cuerda y yo la hubiese soltado por inadvertencia. Sentí ligera vergüenza al recordar todos los avisos de Kwayat… Había sido un despiste. Y un despiste comprensible. Pero que podía tener consecuencias catastróficas. Me extrañó casi no oír desde aquí las carcajadas de Askaldo. Si este se había enterado de que mi Sreda estaba inestable, tenía que estar eufórico.

Poco a poco, mientras mis pensamientos se dejaban arrastrar por la fatiga, cerré los ojos. Y me dio la sensación de oír, muy bajito, una canción de Frundis. A lo mejor mi mente no estaba tan lúcida como creía, rectifiqué. Tras otro intento fallido por atar la Sreda, la cabeza se me volvió más pesada y caí dormida, para despertarme horas después al oír voces en la habitación.

—Dan vergüenza ajena —decía la voz del curandero.

Parpadeé ante la luz vívida de las lámparas. Además del curandero humano, estaba Maoleth así como la caita que me había tratado con tanta amabilidad hacía… bueno… no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que me habían llevado a aquella habitación.

—Buenos días —solté, algo tensa. ¿Dónde demonios estaba Askaldo?, me pregunté.

—Pareces más despierta que otras veces —observó la caita, mientras posaba una bandeja llena de comida sobre la mesita de noche. Su rostro reflejaba dulzura y preocupación.

Hice una mueca indecisa y eché un vistazo hacia la comida, hambrienta. El curandero, con su rostro pálido, se acercó a mí y me sondeó con la mirada.

—Aún no has conseguido atar tu Sreda, ¿verdad? —preguntó.

—No —reconocí. Los detallé rápidamente—. Esto… ¿Puedo preguntaros algo? ¿Qué demonios hago aquí? —pregunté con sencillez—. ¿Y qué tenéis que ver vosotros con Askaldo y con los que me capturaron? ¿Sois amigos suyos…? Arrg —solté. Me había precipitado al hablar y acababa de rasparme la lengua con uno de mis caninos.

—Creo que efectivamente ya se está recuperando —comentó la caita.

El curandero se acercó a mi cama, se remangó y posó una mano sobre mi frente. Frunció el ceño, sentí una ligera vibración energética… Era energía esenciática, me percaté. El humano retiró la mano y asintió con la cabeza, como satisfecho.

—Esto… —Carraspeé, molesta—. Gracias por haberme curado la herida.

El curandero enarcó una ceja.

—Es natural —replicó. En su rostro imperturbable se había deslizado una tenue sonrisa. Pero enseguida se ensombreció al añadir—: Entiendo que quieras explicaciones sobre lo que está pasando. Aunque ignoro lo que sabes o lo que desconoces. En cualquier caso, quien te ha mandado capturar fue Askaldo, no nosotros. Mandó a tres mercenarios a Ató. Y, por lo visto, no a los más cuidadosos.

—Afortunadamente, ya se han marchado con su recompensa —suspiró la caita.

Reprimí una mueca sorprendida al ver que me contestaban con tanta sinceridad.

—Así que… ¿vosotros no trabajáis para Askaldo? —pregunté, aliviada.

Maoleth, el elfo oscuro, carraspeó.

—No. Bueno… sí y no —matizó—. Somos Demonios de la Mente y además tenemos razones para no querer enojar al hijo de Ashbinkhai…

—Maoleth —lo interrumpió la caita, algo nerviosa—. No sé si deberíamos explicarle todo esto ahora. Por su salud. ¿Verdad, Barsh?

El curandero se encogió de hombros mientras yo fruncía el ceño, pensativa.

—O se lo explicamos nosotros ahora o se lo explica Askaldo —contestó—. No creo que tarde mucho en llegar.

Palidecí y miré hacia la puerta, esperándome casi a que apareciese Askaldo.

—Tranquila, todavía ni ha llegado al Mausoleo —me aseguró Maoleth, burlón—. Lieta me avisará cuando llegue.

Parpadeé, sin entender.

—¿Qué Mausoleo?

—El Mausoleo de Akras —explicó sencillamente el elfo.

Lo miré de hito en hito, incrédula. El Mausoleo de Akras… Más de una vez había oído historias sobre él, y Frundis hasta me había cantado una larga balada de terror sobre ese tenebroso lugar…

—¿Estamos en el Mausoleo de Akras? —repetí con un hilo de voz. Aún me costaba creerlo. Pero, al mismo tiempo, era lógico. Aquel era un sitio ideal para que los saijits no se acercasen a curiosear.

Un destello de diversión brilló en los ojos del elfo oscuro.

—Las leyendas sobre este Mausoleo no son ciertas —me aseguró—. O al menos no todas —rectificó, sonriente. Cogió una silla y se sentó prestamente junto a la cama—. Bueno, ahora que ya sabes dónde estás, querrás saber por qué Askaldo se ha molestado en traerte hasta aquí. Tu nombre es Shaedra, ¿verdad? —Asentí. Con un acento que me recordó al falso tono amenazante de Kirlens, Maoleth añadió—: Te lo contaré todo, pero con una condición: que empieces a comer, pequeña demonio.

Lo miré y esbocé una sonrisa. Maoleth parecía ser un buen tipo, decidí.

—De acuerdo —contesté.

Me enderecé con cuidado y me colocaron la bandeja con un bol caliente de sopa y un gran trozo de pan. No pude evitar sonreír. No había nada mejor que los sencillos placeres de la vida, pensé, mientras untaba el pan en mi sopa. En mi imaginación, percibí a través del kershí el asentimiento de Syu. Estaba comiendo mi primer bocado cuando se me ocurrió una terrible idea y dejé de masticar.

—La comida… ¿no estará envenenada? —pregunté con la boca llena.

Maoleth puso los ojos en blanco.

—No lo creo. Es cierto que la sopa la ha preparado Barsh. —Burlón, señaló al curandero con la barbilla—. Quizá esté algo espesa, pero, tranquila, no acostumbramos ponerle veneno a los alimentos.

—Sólo he añadido flor de sisria para estabilizar tu Sreda —me aseguró el curandero, arrimándose a los baldaquines de la cama.

—Mm —contesté. Y seguí masticando el pan, más tranquila: fuese verdad o no lo que me decían, estaba demasiado hambrienta para ser exigente.

—Bien, voy a tratar de ser breve —prosiguió Maoleth—, y no me interrumpáis —nos avisó a todos—. Hace unas semanas, un demonio al que tal vez conoces se fugó de Aefna con una alquimista famosa llamada Lunawin —empezó a contar, mientras yo seguía comiendo—. Ese demonio se llama Spaw Tay-Shual y es un templario que trabajó para Ashbinkhai. ¿Lo conoces?

Puse los ojos en blanco.

—Lo conozco.

—¿Y a Lunawin?

—También —contesté.

—Perfecto, entonces vayamos al grano. Askaldo como sabrás está buscando una poción para recuperar su perdida belleza…

El demonio, al hablar, sonrió anchamente y el curandero gruñó:

—Maoleth, sé comprensivo. Si tuvieses la misma cara que Askaldo te aseguro que tú también intentarías remediarlo.

Maoleth hizo una mueca.

—Bah. De todos modos, yo nunca fui precisamente muy presentable —replicó—. Como decía, el templario huyó y escondió a Lunawin. Askaldo se marchó en busca de la alquimista y no encontró nada. Ni siquiera se ha atrevido a hablar del asunto a su padre —añadió, con una sonrisa irónica—. Resulta que poco después apareció Lunawin. Se presentó aquí, en el Mausoleo, diciendo que si Askaldo perdonaba a Spaw por haber herido a varios de sus amigos, ella le haría la poción que quería.

Agrandé los ojos. Por lo visto, en unas pocas semanas la historia había avanzado mucho. ¿Acaso estaría al corriente Spaw…?

—Nosotros le enviamos un mensaje a Askaldo y él acudió al Mausoleo y prometió a Lunawin que dejaría a Spaw tranquilo a cambio de la poción —continuó Maoleth con calma—. Ambos se fueron a Aefna, para disponer del mejor material de alquimia y Lunawin se puso manos a la obra. Y hace una semana, nos vinieron esos tres mercenarios diciéndonos que trabajaban para Askaldo y que nos iban a traer a una joven demonio. Y ahí… apareces tú.

Carraspeé y aparté lentamente mi bol vacío de sopa.

—Askaldo va a tener su poción milagrosa, ya no va a perseguir a Spaw, y Lunawin va a volver a su antigua vida de siempre. Todo esto es maravilloso —afirmé, burlona—. Pero, entonces, ¿para qué demonios quiere verme Askaldo?

Maoleth y el curandero intercambiaron una mirada rápida.

—Por alguna razón, Askaldo quiere que pruebes la poción antes que él —contestó al fin Barsh.

Sus palabras me dejaron boquiabierta. Mi Sreda se arremolinó, más agitada y traté de detenerla, en vano. Contemplé a los tres demonios con un súbito sentimiento de traición.

—¿Me vais a obligar a beber esa poción? —pregunté.

—Tampoco es razón para alarmarse —afirmó Maoleth, rascándose la barbilla, meditativo—. En el mejor de los casos, la poción te arreglará los desperfectos de tu Sreda.

—¿Y en el peor de los casos? —repliqué, con una mueca.

En ese momento se oyó un maullido lejano. Maoleth suspiró y se levantó.

—Ya viene.

* * *

Cuando Maoleth y el curandero volvieron a entrar en mi habitación, Nara, la caita, ya me había ayudado a levantarme para vestirme con una túnica azul antes de marcharse con la bandeja con algo de precipitación. Tras el elfo oscuro y el humano, entró una especie de elfocano rubio y deforme, elegantemente vestido, con el rostro totalmente cubierto por pinchos oscuros que parecían haber brotado de la nada. Sus ojos, de un color azul pálido y grisáceo, parecían casi esconderse detrás de esos aguijones y un escalofrío helado me recorrió cuando se posaron sobre mí. La frialdad de la mirada de Askaldo era para dejar aterrado a cualquiera. Sin una palabra, se acercó a mí y me tendió un pequeño frasco que contenía un líquido rosáceo.

—Si quieres seguir viviendo, bebe todo su contenido, hasta la última gota —me amenazó—. Si intentas engañarme, tengo todavía toda una botella llena de poción.

Se me ocurrió darle una patada y salir huyendo… Pero, a pesar de mi mente aún algo aturdida, sabía que mis intentos habrían sido frustrados. De modo que hice de tripas corazón y, con una dignidad que me impresionó a mí misma, tendí la mano hacia el pequeño frasco. Askaldo me lo destapó y me lo dio. En sus ojos brillaba una mezcla de desconfianza y excitación… pero también vi, como en un espejo, dos bolas de fuego fulgentes de rabia. ¿Qué efectos podía tener una poción tan potente como aquella sobre mí?, me pregunté. Sabiendo que era inútil postergar lo inevitable, llevé el frasco a mis labios y bebí su contenido. Sabía a las tartas de fresa que hacía Wigy en primavera.

12 Contemplaciones

Un sendero descendía, entre los árboles tupidos. Hacía calor y la frescura del bosque era agradable. Se oía, de cuando en cuando, la brisa arremolinarse entre los recovecos de la colina. Una ardilla negra surgió de un arbusto y trepó ágilmente por uno de los troncos…

Leeresia —murmuraba una voz muy cercana.

Escuché la voz, joven pero profunda, y me giré. Pero no, no podía girarme hacia nada: yo no estaba ahí, jamás había estado ahí, me di cuenta. ¿Qué era ese delirio? ¿Estaba soñando o bien la poción de Askaldo había acabado por quitarme la razón, después de tantos días de sobresaltos?

De pronto, en medio de la calma del bosque, se oyó un grito, seguido de otros muchos. A pesar de sentirme distanciada por todo lo que podía ocurrirme en un lugar tan extraño, un terror indecible me invadió. Inspiré hondo y eché a correr. El pueblo que apareció ante mi vista no debía de tener más de cien habitantes, de los cuales muchos corrían, soltando alaridos de terror, mientras los atacaba una manada de nadros rojos. Todo aquello me era demasiado familiar…

Los nadros, de pronto, alzaron su cabeza escamosa, alertados. Y comenzaron a huir, renunciando a su festín y dejando tras ellos casas en llamas. Mis ojos se movían con la rapidez del rayo. Todo en mí era indecisión, impotencia y miedo. Tras una colina, empezaron a vislumbrarse unas formas parecidas a los saijits. Pero ya no eran saijits, sino esqueletos blancos armados.

Fue entonces cuando lo entendí. No estaba soñando o delirando. Simplemente mi mente había abierto otra vez una puerta que creía haber cerrado hacía tiempo. Mientras la ira y la locura invadían al ser de mi recuerdo, intenté despegarme de él. Aquella ira no era mía, sino de Jaixel, me repetí.

Con el corazón latiéndome a toda prisa, luché por sepultar de nuevo esos recuerdos en lo más profundo de mi mente. Ya tenía bastantes problemas como para que empezasen los recuerdos de Jaixel a molestarme, me sermoneé. Me percaté de que estaba despierta y de que mi Sreda estaba más estable que en los días anteriores. Eso sí que era una buena noticia. Percibí un leve perfume a rosas. Abrí los ojos y parpadeé. Una pequeña vela iluminaba tenuemente el cuarto y un bulto arrebujado en una manta estaba sentado junto a mi cama. Al reconocerlo, me enderecé bruscamente, atónita.

—¿Kwayat? —articulé. Me di cuenta, en ese instante, de que mis dientes habían vuelto a un tamaño más normal.

Mi antiguo instructor asintió serenamente con la cabeza.

—Buenos días —me contestó—. Se te ve mejor.

—Desde luego —intervino otra voz.

Resoplé.

—¿Spaw? —solté, aturdida.

El joven humano apareció, saliendo de las sombras del cuarto. Un brillo de diversión bailaba en sus ojos.

—Acabamos de llegar —explicó con sencillez—. Zaix me avisó. ¿Qué tal te encuentras?

—¿Dónde está Askaldo? —pregunté, sin contestar.

—En su propia cama —respondió Kwayat, destapándose de su manta y levantándose—. Se tomó la poción en cuanto vio que empezabas a mejorar.

—Se precipitó un poco… —Spaw carraspeó ante la mirada asesina que le echó Kwayat.

—¿Creéis que todavía puedo recaer? —inquirí. Al mismo tiempo, me di cuenta de que ya no tenía ningún vendaje sobre mi herida y que ésta se había curado completamente o casi. Extendí mi brazo derecho, lo plegué y aprobé. Ya no sentía más que un picor molesto de la piel. Si algún día me volvía a cruzar con ese Garkorn… Traté de calmar mi rencor y levanté la mirada otra vez hacia Kwayat y Spaw, sorprendida al ver que tardaban en contestarme—. Er… ¿Ocurre algo? —insistí—. ¿Creéis que mi Sreda está aún inestable?

—Es difícil estabilizar una Sreda que lleva más de dos semanas inestable —me explicó Kwayat.

Palidecí. Entonces Spaw se acercó ágilmente y se sentó en la cama con las piernas cruzadas.

—El que dijo que no había que asustarla —se rió, soltando una mirada burlona a Kwayat. Hizo caso omiso de la expresión de éste—. No te preocupes, Shaedra, todo se arreglará. Las cosas no han salido tan mal. La última vez que Lunawin hizo una poción de esas, el que se la bebió se convirtió en un kandak. —Agrandé los ojos—. Lo que oyes. De modo que puedes considerarte afortunada. Tu Sreda va mejor. Aunque… —Toda diversión desertó sus ojos—. Siento lo ocurrido —confesó.

Inspiré hondo y meneé la cabeza, alucinada.

—No es culpa tuya —repliqué—. Sino de Askaldo.

—No —repuso Kwayat con firmeza—. Tampoco es culpa de Askaldo. Es culpa mía.

Sorprendida por su tono lo miré unos instantes y entonces solté una risita.

—Pues claro —repliqué, con una ancha sonrisa burlona—. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?

Spaw sonrió pero Kwayat conservó su gravedad.

—No lo entiendes, Shaedra —me dijo—. Jamás debería haberte abandonado. Al fin y al cabo, soy tu instructor.

Spaw resopló.

—Vaya, vaya. ¿Así que ahora aceptas el trabajo que te encomendó Zaix? —soltó, con una ceja enarcada.

Kwayat lo fulminó con la mirada.

—Jamás dije que renunciaba a ser instructor de Shaedra.

—Por algo Zaix me nombró su instructor provisional —observó Spaw, con tono inocente.

Kwayat suspiró.

—A partir de ahora, me ocuparé de la instrucción de Shaedra —afirmó.

Spaw hizo una mueca y asintió, con las comisuras de los labios levantadas.

—Confieso que la tarea de instructor no me atraía mucho.

Intercambié una mirada con él, divertida. Spaw tenía más alma de templario que de instructor. En ese momento, Kwayat posó una mano sobre mi brazo y me sobresalté. Su mirada azul reflejaba una determinación férrea que me impresionó.

—Tu instructor no te volverá a fallar —me prometió. Aunque parecía que se hacía la promesa más a él mismo que a mí.

¿Cómo podía sentirse culpable Kwayat de lo que me había ocurrido?, me pregunté, sin entender. Que se culpase de mis desventuras era totalmente absurdo, aunque bien sabía yo que el honor de Kwayat no siempre era muy lógico. Apartando esos pensamientos, me fijé en mis manos y entorné los ojos, alzándolas a la altura de mi rostro. La vela emitía una luz muy tenue pero así y todo conseguí verlas, rojas, sobre la manta roja. Sentí un enorme vacío en mi interior. ¡Mi piel era roja! Solté un resoplido que se asemejaba a una exclamación de sorpresa.

—Tranquila —me dijo Spaw, al advertir mi expresión—. Son efectos de la poción. Dentro de unos días, seguramente, tu Sreda se estabilizará y todo volverá a la normalidad… —Vaciló y añadió—: O no.

Su sinceridad me dejó pensativa. Ahora entendía por qué Spaw había dicho que Askaldo se había precipitado en tomar la poción de Lunawin.

—Si mi piel se ha vuelto roja —empecé a decir, y carraspeé. ¡Aquella idea era tan absurda! Suspiré—. ¿Creéis que Askaldo…?

—No lo sabemos —replicó Kwayat—. Nuestros anfitriones no quieren dejarnos entrar en el cuarto de Askaldo. Por precaución. Saben que yo soy tu instructor. Y no me conocen lo suficiente como para confiar en mí.

—¿Creen que podrías vengarte de Askaldo? —pregunté. La simple idea me divertía.

—Ya te expliqué, en alguna de mis lecciones, lo vengativos que pueden llegar a ser algunos demonios —me recordó Kwayat.

—Oh —asentí, y me mordí el labio—. Por supuesto que lo recuerdo. Así que nuestros anfitriones no nos dejan ver a Askaldo, pero a Askaldo lo dejaron entrar aquí para transformarme en demonio rojo —apunté con una mueca—. Eso es favoritismo.

—Son Demonios de la Mente —dijo simplemente Kwayat.

—Todo esto es sumamente interesante —intervino Spaw, meditativo—. Pero ahora pensemos, Kwayat. ¿Qué vamos a hacer? ¿Huimos antes de que Askaldo se despierte con sus pinchos de siempre y decida cumplir su terrible venganza? ¿O bien aguardamos con esperanza a que la poción lo convierta en un kandak? —Su sonrisa se había ido ensanchando a medida que hablaba—. ¿Qué opináis?

A pesar de su tono ligero, me estremecí. En el fondo, deseé que Askaldo recuperase su rostro normal. Al menos así se olvidaría de mí…

—Jamás hables a la ligera de temas tan graves —siseó Kwayat, observando con desaprobación al joven demonio.

—Yo nunca hablo a la ligera —replicó Spaw, teatral.

Kwayat y él se evaluaron con la mirada y puse los ojos en blanco.

—Reflexionemos con calma —tercié. Y ladeé la cabeza—. ¿Qué opina Zaix del asunto?

Spaw esbozó una sonrisa.

—Zaix prefiere no opinar. Ya es bastante que me avisó de que estabas en apuros.

Advertí la expresión meditativa de Kwayat. Pero éste no dijo nada. Tomé entonces una decisión y me levanté de un bote, sorprendiéndolos a ambos.

—Tengo hambre —expliqué con sencillez.

Spaw sonrió y se levantó a su vez.

—Nunca hay que viajar con hambre —dijo—. Lénisu suele decirlo.

A pesar de mi túnica de lana, tenía frío, y cogí la manta roja antes de seguir a Spaw. Una vez en el pasillo, Kwayat salió de su mutismo, soltando:

—No va a haber ningún viaje. —Se giró hacia mí y declaró—: No estás aún recuperada y necesitas descansar…

Calló bruscamente y me examinó con detalle. Entonces advertí que Spaw también me observaba con curiosidad y fruncí el ceño, molesta.

—¿Qué pasa?

El rápido intercambio de miradas me puso aún más nerviosa.

—Tu Sreda está aún muy extraña —carraspeó Spaw. Curiosamente, su expresión parecía más divertida que preocupada.

Recordando de pronto un detalle, miré mis manos. Esta vez no estaban rojas, sino grises y oscuras como la piedra.

—¿Qué…? —jadeé.

—Estás rodeada de sryho —explicó científicamente Kwayat—. De un sryho que no controlas. Es… bastante increíble.

Lo miré con los ojos agrandados.

—Esto empieza a preocuparme seriamente —confesé, tratando de mantener la calma.

Spaw me dio unas palmaditas sobre el hombro.

—Tranquila —me dijo con tono sereno—. Voy a prepararte un buen plato. Y luego vas a ver cómo todo no es tan terrible.

Noté en su tono algo que me heló la sangre en las venas. Estaba claro que Spaw no pensaba que mi piel iba a recuperar su tono normal. Bueno, me dije, tratando de ser optimista. Al menos no me habían salido pinchos, como a Askaldo… invadida por una súbita duda, me llevé la mano a la cara y comprobé que, efectivamente, era tan lisa como antes.

Spaw se alejó por el pasillo para ir a preparar el plato prometido y, antes de seguirlo, crucé la mirada de Kwayat, en cuyos ojos azules brillaba una fría determinación.

—Te enseñaré a controlar el sryho —me dijo entonces—. Ve a comer. Y luego vuelve al cuarto. Empezaremos la lección.

Meneé la cabeza y reprimí una sonrisa.

—¿Por qué nunca quisiste enseñarme antes a controlar el sryho? —pregunté, intrigada.

Una sombra del pasado veló los ojos de Kwayat.

—Porque aún no sabía si merecía la pena enseñártelo.

Su respuesta me desconcertó.

—¿Quieres decir que creías que no iba a ser capaz de aprender? —pregunté.

Éste meneó la cabeza y, sin contestar, me hizo un gesto para que siguiera a Spaw. Contuve un suspiro. Quién sabía lo que Kwayat podía creer o dejar de creer.

* * *

En los días siguientes, no percibí ningún cambio en mi Sreda. Según Maoleth, no estaba del todo estable pero, dado su anterior estado, era una buena noticia. El elfo oscuro del Mausoleo de Akras me confesó con desenfado que había creído, en un momento, que acabaría convirtiéndome en una kandak. Hice una mueca al recordarlo y también al pensar en lo que me había dicho Kwayat al final de una de sus lecciones sobre el sryho: “No te irás de este Mausoleo sin haber controlado tu sryho”. Mi instructor ponía mucho empeño en que aprendiese cuanto antes a controlar la energía de los demonios. Y, cuanto más me enseñaba, más me daba cuenta de que el sryho era una energía tan compleja como las energías asdrónicas. Era imposible entenderla del todo, pero a lo mejor podía conocerla como conocía mi propio jaipú…

Las lecciones de Kwayat eran interminables. Hasta le pidió a Spaw que subiese nuestra comida al cuarto para que no perdiéramos tiempo y, pese a mis protestas, así se hizo. Tanta dedicación por la parte de Kwayat, después de meses de ausencia, me parecía ridícula. Pero Kwayat era tan testarudo como Wigy o más, suspiré.

Animada por su fervor, hice todo lo posible por intentar controlar el sryho que me rodeaba. Al principio, había pensado que mis esfuerzos daban su fruto. Sentía exactamente lo mismo que lo que me describía Kwayat. Pero cada vez que este me examinaba, su expresión se enfurruñaba, dándome a entender que mi aspecto no había cambiado.

En los pocos momentos en que gozaba de libertad, estaba tan harta del sryho que trataba de olvidarme de él.

Con la mirada perdida en el fuego de la chimenea del salón, observaba pasar el tiempo mientras dejaba mis pensamientos vagar libremente. De cuando en cuando, me preguntaba cómo estarían Syu y Frundis. Y esperé que el capitán Calbaderca no estuviese buscándome. Aunque, de todas formas, era remoto que apareciese en el Mausoleo de Akras. Reprimí una mueca. Los demonios guardaban celosamente su anonimato y, aunque me repugnase admitirlo, sabía que cualquier demonio en su sano juicio no dejaría vivir a un saijit que hubiese descubierto su refugio. De la misma manera que ningún saijit armado dejaría con vida a un demonio. Y menos el capitán Calbaderca.

La puerta del salón se abrió y levanté los ojos. Spaw entró con un gran saco y una larga caja de madera y posó todo sobre la mesa.

—¡Puf! —soltó—. Aquí estoy de vuelta.

Le dediqué una mirada sorprendida y me reuní con él, curiosa.

—¿Qué hay dentro de ese saco? —pregunté.

—Ropa —contestó él, mientras lo abría—. Un regalo de Nara. Esa caita no habla mucho pero tiene el corazón de Aelrïen.

Enarqué una ceja.

—¿Aelrïen?

—Es una demonio legendaria —explicó Spaw con un gesto vago de la mano, y entonces fue sacando toda la ropa sobre la mesa, mientras canturreaba—:

¡Aelrïen! La estrella más bella del mar.
¡Aelrïen! La más grande de todas las almas.
¡Corazón de ámbar, corazón de estrella,
generosa, clemente y hermosa!

Me soltó una mirada burlona.

—Si quieres, puedo contarte su historia —me dijo el demonio, al advertir mi interés—. Pero antes, escoge la capa que quieras y abrígate. Vamos a salir.

Me sobresalté.

—¿A salir? ¿Adónde?

Spaw me dedicó una sonrisa traviesa.

—A ver la nieve y el sol del atardecer. Hace un día precioso, lo cual después de tanta tormenta de nieve se agradece. Kwayat aún sigue durmiendo la siesta —añadió, guiñándome un ojo—. ¿Qué te parece?

Sonreí anchamente.

—Una idea maravillosa.

Como no había ninguna capa violeta como la que había perdido, me cubrí con una cálida capa gris, me puse unos guantes que me encajaban perfectamente y entonces Spaw me tendió unas botas.

—Estas botas son mejores que las que tienes —me explicó, al ver mi expresión extrañada—. Son twyms. Botas sigilosas. Por lo que me ha explicado Nara, deben de tener las mismas propiedades que las mías.

Me sobresalté y eché un vistazo a las botas de Spaw. Ligeras y negras, las llevaba desde que lo había conocido. Intrigada, cogí las que me tendía. Las examiné con las energías, tratando de averiguar el trazado energético.

—¿Hay que activarlas? —pregunté, sentándome en una silla y quitándome las botas, algo usadas, que llevaba desde que había salido de Dumblor.

—Oh, no —me aseguró, mientras yo me las ponía—. No llevan más energías asdrónicas que la aríkbeta, pero están hechas con twym, es un material muy resistente y flexible, y amortigua el ruido.

Enarqué una ceja.

—¿Ese material tiene algo que ver con esa enorme criatura de dos cabezas de la que hablan en los libros? —inquirí, curiosa.

Spaw carraspeó.

—Sí. De hecho… para las botas twyms se usa el hueso en polvo de los twyms.

Silbé entre dientes pero Spaw no me dejó tiempo para hacerme a la idea de que llevaba en mis pies los huesos de una criatura legendaria y terrible.

—Venga, démonos prisa o Kwayat se despertará y querrá empezar su lección ahora mismo —me avisó, y sonrió divertido ante mi cara sombría.

Me levanté de un bote y, al salir del salón, nos cruzamos con Barsh. El curandero llevaba bajo el brazo varios troncos de madera. Lo saludamos alegremente y él cambió su rostro imperturbable con una leve sonrisa. Spaw me condujo hasta la salida del Mausoleo de Akras en silencio. Los pasillos del edificio no tenían decoración alguna y eran fríos y siniestros. Subimos las escaleras hasta el exterior y a la vista del cielo rojizo del atardecer y de la nieve blanca, me sonreí, feliz. Admiré las columnas de piedra y las ruinas, sin importarme el frío.

—Las leyendas dicen que Akras fue maldecido por los dioses —murmuré, contemplando, fascinada, el paisaje desolado del Mausoleo—. Una vez Frundis me cantó una balada sobre su fantasma que renacía de noche para aniquilar a todos los seres vivos que osaban entrar en su territorio.

—Escalofriante —confesó Spaw.

—Sí. Aunque, la verdad, este lugar no parece tan terrorífico como lo cuentan —añadí.

—No parece —subrayó Spaw, con una risita misteriosa y teatral—. ¿Quién te dice que ese Akras no existe?

Puse los ojos en blanco.

—Si existiese, hace tiempo que los demonios habrían dejado de vivir aquí.

Spaw se encogió de hombros.

—Algunos prefieren soportar un fantasma que a todo un pueblo saijit —observó.

Caminamos en silencio un breve rato hasta que le pidiese a Spaw que me contase la historia, más amena, de Aelrïen, la demonio de corazón de estrella. Spaw estaba en plena narración cuando, de pronto, se detuvo en seco. Por un momento, creí que se trataba de algún truco de narrador, pero entonces Spaw resopló, observándome detenidamente.

Mawer —soltó.

La palabra tajal manifestaba incredulidad. Entendiendo que algo en mí lo había alertado, bajé mi mirada y me remangué la túnica. Observé cómo mis brazos se habían quedado blancos. Blancos como la nieve. Al igual que antes habían sido rojos como la manta y grises como la piedra y…

—Demonios. Cambio de color según el entorno —concluí, en voz alta. Y al cabo, agregué con tono objetivo—: Es absurdo.

—No. Es impresionante —susurró Spaw. Tendió una mano hacia mí sin tocarme—. Déjame adivinarlo: mezclas el sryho con las armonías. —Al ver mi expresión de incomprensión, enarcó una ceja—. ¿De veras no tienes ni idea de lo que haces?

—Ni la más remota idea —aprobé. Y suspiré ruidosamente—. ¿No crees que voy a curarme, verdad?

Sorprendentemente, Spaw soltó una carcajada.

—No se trata de una enfermedad —replicó—, sino de una sencilla mutación, o eso creo.

—Una sencilla mutación —repetí, meneando la cabeza—. A lo mejor dentro de unos días me salen pinchos como a Askaldo.

—Sería una pena —admitió Spaw, sin dejar de sonreír—, pero dudo de que ocurra eso. Kwayat y Maoleth dicen que tu Sreda no está lo suficientemente inestable para empeorar tu estado.

Su ligereza al hablar me pareció en aquel momento algo insultante y lo fulminé con la mirada, ofuscada.

—¿Alguna vez has sufrido tú una mutación? —inquirí.

A Spaw pareció hacerle gracia mi pregunta.

—Más de una vez he estado a punto —contestó—. Y una vez me salió una escama en el hombro. Pero claro, como los humanos no tenemos escamas normalmente, le pedí a Lunawin algún remedio para que desapareciese y surtió efecto. Cosas de la vida de los demonios, ya te acostumbrarás —acabó por decir con tranquilidad. Yo lo contemplaba, incrédula.

—Askaldo no se ha acostumbrado —repuse.

—Er… Cierto —admitió Spaw—. No todos los demonios se acostumbran. Pero también es cierto que tener pinchos en la cara es condenadamente molesto, mientras que estar rodeada de un sortilegio de mimetismo puede ser hasta útil.

Puse cara pensativa.

—Claro, visto así…

En ese momento, oímos el ruido lejano de unos cascos contra la nieve y nos tensamos.

—Caballos —murmuré.

El rostro de Spaw se había ensombrecido.

—Se acercan al Mausoleo. No nos quedemos aquí —me dijo.

Con aprensión, nos metimos entre las ruinas y nos agazapamos contra uno de los muros del edificio. Los caballos estaban más cerca de lo que pensábamos y los vimos aparecer por la colina, dirigiéndose directamente al Mausoleo.

—Deben de ser demonios —vaticinó Spaw.

—O no —repuse.

—Tal vez sea Akras —bromeó Spaw, aunque en su tono había un deje de nerviosismo poco habitual en él—. Espérame aquí —dijo de pronto.

Se alejó entre las ruinas y me escondí mejor detrás del muro, indecisa. Desde mi posición no podía ver nada pero tampoco me podían ver a mí. ¿Y si se trataba del capitán Calbaderca?, me pregunté, algo angustiada. Aún no había recuperado totalmente mi aspecto normal. No estaba preparada, me dije. “Todo depende de ti”. Las palabras de Kwayat me volvieron en mente. Sí, todo dependía de mí y de mi capacidad para controlar mi sryho. Entorné los ojos y me concentré. La energía de los demonios, que siempre había yacido olvidada en algún rincón de mi ser, fluía continuamente sobre la Sreda. Pero, como tantas veces en los últimos días, me fue imposible controlar nada. Si había necesitado la poción de Askaldo para recuperar un relativo control sobre mi Sreda, ¿cómo iba a dominar una energía de la que Kwayat apenas empezaba a enseñarme los rudimentos? Ladeé la cabeza y sonreí. Era irónico pensarlo, pero resultaba que Askaldo me había hecho un enorme favor con aquella poción.

El ruido de unos pasos me arrancó a mis pensamientos. Poco después, Spaw surgió de entre las ruinas caminando con discreción. Más de una vez me había preguntado por qué Spaw deseaba tanto que su capa fuese de un verde tan llamativo. Entre la nieve y la piedra oscura, destacaba como una flor liwí en medio de un campo de hielo.

En los ojos de Spaw brillaba un destello de excitación. Lo miré, interrogante.

—Askaldo va a tener problemas —me informó.

—¿Askaldo? —repetí, sorprendida. Así que no era el capitán Calbaderca…

—Es inusual que Ashbinkhai se mueva de su guarida —añadió Spaw, elocuente. Había bajado la voz.

Agrandé los ojos.

—¿Ashbinkhai? —murmuré.

—Ajá —aprobó Spaw, y entonces se colocó mejor la capa y pasó una mano sobre su pelo—. Voy a darle los buenos días. Er… —Me miró y vaciló antes de tomar una decisión—. Yo que tú no me movería de aquí por el momento. Ashbinkhai muestra siempre mucho interés por los demonios con mutaciones curiosas. No te conviene que se fije mucho en ti, te lo aseguro.

Reprimí una mueca.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Crees que es prudente que después de lo que ha pasado en Aefna…?

Pero Spaw resopló, divertido.

—Si Ashbinkhai sabe lo que ha pasado, también sabrá que la culpa ahí es de su hijo y no mía. Yo sólo defendía a Lunawin.

Sonrió ante mi inquietud y levantó una mano a modo de saludo.

—Enseguida vuelvo.

13 La paz de los demonios

Cuando Spaw desapareció entre las ruinas, me incorporé. No había recobrado del todo mi forma saijit, pero tampoco estaba del todo convertida en demonio y no me costó utilizar las energías. Me envolví en una esfera de niebla y seguí sigilosamente las huellas de Spaw hasta la entrada del Mausoleo.

Las botas twyms eran sumamente útiles, me percaté. Apenas me oía andar a mí misma. Atenué mis armonías para fundirme todo lo posible con el entorno y pensé que, de todas formas, mi piel mimética me ayudaría también a esconderme. Agazapada entre una columna caída y un muro destrozado, eché un vistazo hacia el patio del Mausoleo.

Eran cinco. Ashbinkhai, sin duda, tenía que ser aquel elfocano alto arrebujado en una capa negra y montado sobre un gran caballo de pelaje bayo. Había tres elfos oscuros que lo rodeaban sobre sus caballos, y un joven elfo de la tierra que miraba a su alrededor con una curiosidad que enseguida me puso nerviosa. Me escondí prudentemente detrás de la columna.

—¡Un placer volver a verlo, gran Ashbinkhai! —soltó la voz respetuosa de Spaw. Oí sus pasos más firmes sobre la nieve y los bufidos molestos de los caballos.

—Spaw Tay-Shual —contestó la voz del elfocano—. Me sorprende que estés tan cerca de mi hijo después de haber rechazado mi oferta de protegerlo. Aunque ciertamente no me sorprende tanto —rectificó. Su voz, aunque suave, estaba cargada de ironía.

—¿A qué se debe su visita? —preguntó el joven humano, sin abandonar su tono respetuoso.

—Me han informado de unos hechos inquietantes —respondió Ashbinkhai. El ruido de sus botas sobre la nieve me indicó que acababa de apearse.

—Espero que no lo sean tanto —replicó Spaw. Su voz ya parecía más lejana.

Oí la puerta de entrada abrirse y luego cerrarse. Solté un suspiro y eché un vistazo cauteloso hacia el patio. Estaban los cinco caballos atados a unas columnas. Se rebullían, nerviosos, como si percibiesen algo anormal en el ambiente. Tal vez sentían las energías extrañas que flotaban en el aire del Mausoleo. O tal vez notaban mi presencia, añadí para mis adentros.

Iba a moverme para alejarme cuando, de pronto, oí un leve crujido. El elfo de la tierra caminaba alegremente entre las columnas, admirando las viejas figuras grabadas en la piedra. Esbocé una sonrisa y me senté tranquilamente sobre una roca para observarlo, deshaciendo mi sortilegio armónico. El elfo no debía de tener muchos más años que yo. ¿Por qué razón el «gran Ashbinkhai» lo había elegido para su viaje?, me pregunté, intrigada.

Llevaba un buen rato sentada ahí, maravillándome de que el elfo no me viese, cuando de pronto este se giró y se sobresaltó al verme tan sólo a unos metros de distancia. Una expresión de terror pasó sobre su rostro. Me examinó, circunspecto.

—Bonito lugar —observé.

—Er… Sí —asintió el elfo, molesto—. Eres… ¿eres un demonio? —preguntó.

Enarqué una ceja y asentí. No pude evitar sonreír al ver el alivio reflejado en su rostro, aunque enseguida volvió a retomar un aire desconfiado.

—¿Vives aquí?

—Por ahora —asentí—. Me llamo Shaedra. ¿Y tú? ¿Cuál es tu nombre?

—Chayl Calyhéi Ashbinkhai —contestó y añadió, con aire suficiente—: Soy el sobrino del Demonio Mayor de la Mente y, además, soy su discípulo.

Estaba claro que se sentía orgulloso de su posición.

—Oh —solté. Y lo examiné más atentamente. Ahora que lo decía, bajo sus rasgos de elfo de la tierra, subyacían algunos rasgos de elfocano. Era un dedrin, entendí. Sus ojos pálidos, casi como ciegos, me detallaban con curiosidad.

—Shaedra… Oh, sí. Ahora lo recuerdo —musitó—. Eres la que le robó la poción a mi primo, ¿verdad?

Ya estábamos con la misma historia de siempre, suspiré. Disimulé mi exasperación y carraspeé.

—Yo no he robado nada. Simplemente, cometí un error. Bueno —dije, levantándome, antes de que el elfo pudiese preguntarme nada más—, ha sido un placer conocerte, Chayl Calyhéi Ashbinkhai.

Acababa de oír la puerta del patio abrirse y me giré hacia Spaw, quien se acercaba, sumido en sus pensamientos.

—El placer ha sido mío —replicó el dedrin—. Hasta la vista.

Antes de que Spaw nos alcanzase, el dedrin ya se alejaba, huyendo sin duda de un templario al que no tenía mucha estima.

—He entrado en el cuarto de Askaldo —me informó Spaw, siguiendo con una mirada indiferente la silueta del dedrin entre las ruinas.

Me mordí el labio, esperanzada.

—¿Se le han ido sus pinchos? —pregunté.

—Más o menos. —Suspiré, aliviada, pero Spaw precisó—: Los pinchos se le han aplastado y se han transformado en unos forúnculos bastante espantosos. He dejado a padre e hijo charlar tranquilamente, pero será mejor que vengas. Creo que Askaldo tiene otro plan.

Aunque mi piel ya debía de estar tan blanca como la nieve por el sryho, me sentí palidecer.

—¿Otro plan? —repetí débilmente—. Esto no me gusta. ¿No crees que es hora ya de huir de ese demonio desquiciado? —sugerí.

Spaw puso los ojos en blanco.

—Askaldo no está loco. Simplemente tiene una fijación. Siempre le ha gustado vivir en las ciudades saijits, es un progresista y no quiere renunciar a su vida de antes. Ven —me dijo, retomando el camino hacia la lúgubre entrada del Mausoleo.

—El problema es que para no renunciar a esa vida de antes es capaz de hacer locuras —mascullé por lo bajo, mientras seguía a Spaw.

* * *

Cuando entramos en el salón, ya estaban reunidos Maoleth, Barsh, Nara y Kwayat, sentados a la gran mesa.

—¡Perfecto! —exclamó Maoleth, al vernos entrar—. Sólo faltan Ashbinkhai y su hijo y podremos saber la razón por la cual Askaldo quiere hacer una reunión con todos nosotros.

Enarqué una ceja. De hecho, aquella súbita reunión me intrigaba. Me senté a la mesa con Spaw y crucé la mirada aprobadora de Nara. Le sonreí a la gran caita.

—Muchas gracias por la ropa —dije.

—Oh, no tienes por qué darme las gracias —contestó ella con sinceridad—. Esa ropa no se usaba desde hacía años. Mejor que sirva para algo.

En aquel momento, el enorme gato de Maoleth subió sobre mis rodillas y me sobresalté. El felino clavó su mirada verde sobre mi rostro y alzó contra mi pecho una pata con las garras metidas, como inspeccionando un juguete interesante.

—Lieta —lo llamó Maoleth—. Un poco de respeto.

Enseguida la gata se giró hacia su amo. Saltó sobre la mesa y maulló por lo bajo. Tras dedicarme una ojeada recelosa, se puso a limpiar una de sus patas delanteras con su lengua rasposa.

—Tiene mal genio —me explicó Maoleth, con una sonrisa burlona. La gata lo fulminó con la mirada, como si lo hubiese entendido—. Pero es una buena compañera —añadió, dando una pequeña palmadita al felino.

Empezaba a preguntarme si Maoleth y Lieta comunicaban por vía mental, como Syu y yo, o simplemente adivinaban los pensamientos del otro. Quién sabe, ¡a lo mejor hasta utilizaba kershí! Llevaba dándole vueltas al tema desde hacía unos días, pero lo cierto era que no me había atrevido a preguntárselo a Maoleth.

—De tanto hacernos esperar, le van a salir cuernos al hijo de Ashbinkhai —soltó Spaw.

Solté una risita pero los demás nos miraron con expresión severa y recompusimos nuestra expresión.

Apenas pasaron unos minutos antes de que Askaldo entrase, seguido de su padre y de los tres elfos oscuros que habían llegado con este, así como Chayl, el dedrin. Nos levantamos todos e imité a Spaw y al resto cuando estos se inclinaron respetuosamente ante los recién llegados a la manera de los demonios. No todos los días se encontraba uno ante el Demonio Mayor de la Mente, pensé, divertida.

—Tomemos asiento —ordenó Ashbinkhai.

El elfocano se había quitado la capucha y su largo cabello dorado y liso caía a su alrededor. Cruzó el salón con un andar presto y se sentó en cabeza de mesa, invitando bruscamente a su hijo a sentarse a su derecha. Askaldo, tenía la misma prestancia que su padre, pero no la misma hermosura de rasgos, desde luego. Su rostro verdoso y oscuro se parecía al de un personaje de pesadillas. Suspiré. ¡Lo que podía causar una Sreda inestable!

Ashbinkhai nos observó alternadamente con sus ojos pálidos. Me pareció que su mirada se detenía más tiempo sobre mí y sentí un escalofrío.

—Quisiera antes de todo agradeceros la cálida acogida en vuestra morada —declaró, dirigiéndose hacia Barsh, Maoleth y Nara.

Los interesados inclinaron la cabeza, aceptando los agradecimientos. Todos estábamos expectantes.

—Os he reunido aquí por una razón muy sencilla. Mi hijo, a pesar de la poción de Lunawin, no se ha curado —anunció inútilmente Ashbinkhai.

—Lunawin no tiene la culpa —intervino Spaw. Su voz acabó en un murmullo ahogado, bajo la mirada imperante de Ashbinkhai.

—Un Demonio Mayor no culpará jamás a un alquimista por un solo error de alquimia —replicó Ashbinkhai—. Ahora sé con total certeza que era una mala idea pedir una poción tan complicada a una anciana. Y era un terrible error intentar forzarla a fabricar esa poción —añadió, dirigiendo una mirada reprobadora a su hijo. Askaldo, sin embargo, ya parecía bastante escarmentado y guardaba la mirada fija en la mesa.

—No hay un alquimista mejor que Lunawin en toda la Tierra Baya —comentó Barsh, con un rostro imperturbable.

Ashbinkhai frunció el ceño.

—Tal vez. Pero hay otro gran alquimista que podría curar a mi hijo: Seyrum.

Agrandé ligeramente los ojos y me sorprendieron las reacciones de los habitantes del Mausoleo de Akras. Maoleth puso cara pensativa, Nara frunció el ceño y Barsh meneó la cabeza. Lieta, sobre las rodillas de su amo, bostezó exageradamente.

—Lo siento, Ashbinkhai, pero no le sigo —replicó el curandero.

—Entiendo vuestra sorpresa —dijo Ashbinkhai—. Para los que no lo saben, hace meses que Seyrum ha sido capturado por Driikasinwat para sus oscuras maquinaciones. Yo, Ashbinkhai, y mi hijo Askaldo, hemos decidido acabar con la ambición de ese renegado y salvar a Seyrum —declaró con solemnidad.

Un murmullo recorrió la mesa y me giré hacia Spaw.

—¿Driikasinwat? —pregunté. El nombre me sonaba y estaba segura de que Kwayat ya me había hablado de él.

—Lo llaman el Demonio del Oráculo —me explicó en un murmullo.

Entonces recordé. Según me había contado Kwayat, Driikasinwat había sido un Demonio de la Mente como Zaix antes de cometer un error imperdonable. Había metido en el Pozo de los kandaks a un enemigo suyo y luego había desaparecido. En ningún momento Kwayat comentó que Driikasinwat siguiese vivo. Y resultaba que ahora el demonio había capturado nada menos que al alquimista de Dathrun. Traté de reconstruir la imagen de Seyrum que guardaba en mi memoria. Tan sólo me acordaba de su cabello plateado y de sus ojos azules chispeantes de furor al ver que tres niñas acababan de beberse la botella destinada al hijo de Ashbinkhai…

—Es una acción peligrosa —comentó Maoleth, acariciando la cabeza de Lieta—. Aunque también es cierto que Driikasinwat ha sido demasiado atrevido capturando a un alquimista tan prestigioso.

—Ha ido demasiado lejos —aprobó uno de los elfos oscuros que acompañaban a Ashbinkhai.

El Demonio Mayor de la Mente se levantó, como para dar más importancia a las palabras que iba a pronunciar.

—El Demonio del Oráculo, como se llama a él mismo, ha vivido mucho tiempo en la sombra y hasta ahora sus acciones no me habían alarmado demasiado. —Meneó la cabeza con tristeza—. Pero que nos robe a nuestro mejor alquimista es un acto infame —afirmó—. Driik es hábil y astuto. Vive en una isla de las Anarfias, rodeado de otros demonios renegados. Aunque, de hecho, no todos son demonios. —Nara soltó una exclamación ahogada y los ojos del elfocano se fijaron en ella un instante—. Hace tiempo ya que sigo las locas acciones de Driikasinwat —prosiguió con calma—. Seyrum no ha sido el primer alquimista al que ha capturado. También secuestró a un anciano que vivía en un pueblo cerca de Mirleria hace dos años.

—Driikasinwat está tramando algo —entendió Barsh.

—Sus intenciones me son demasiado familiares —asintió Ashbinkhai con aire sombrío—. Me recuerdan a Yhelgui Deormath.

Un escalofrío recorrió la pequeña asamblea y reprimí un suspiro. Spaw, adivinando mi pregunta silenciosa, hizo una mueca divertida antes de explicarme en un murmullo:

—Yhelgui Deormath fue una demonio de la Luz que intentó avasallar a un pueblo saijit hace una treintena de años. Una auténtica descerebrada. Afortunadamente, Ashbinkhai y Puir acabaron por desenmascararla y condenarla. Si no hubiese sido por ellos…

El joven humano se interrumpió en medio de su explicación al ver que Ashbinkhai contestaba a una pregunta de Barsh. Entorné los ojos, pensativa, pero presté atención.

—Ignoro lo que pretende hacer exactamente con Seyrum —decía el Demonio Mayor—. Pero si este sigue vivo, significa que Driikasinwat desea utilizar sus dotes de alquimia para mantener el equilibrio de su Sreda y el de sus esbirros. Seyrum, como antiguo Demonio de la Mente, merece mi protección. Askaldo irá a la Isla Coja y lo liberará. Olvidad a partir de ahora todos las acciones de mi hijo en lo relativo a Lunawin. Es historia pasada. La venganza no honra a nadie.

Ashbinkhai clavó sus ojos en los de su hijo y luego los giró hacia mí. Le devolví una mirada estupefacta. ¿La Isla Coja? Me había quedado con esas palabras en mente y tardé unos segundos en entender la mirada de aviso de Ashbinkhai. Sin duda me quería hacer entender que la pequeña querella entre Askaldo y yo había terminado.

—Ha sido un placer hablar con todos vosotros. Ahora, si es posible, quisiera conversar con mis anfitriones en privado —declaró entonces Ashbinkhai.

Advertí la mirada rápida que intercambiaron Barsh, Nara y Maoleth antes de que se levantaran y saliesen de la habitación, seguidos por Ashbinkhai y su escolta. En cuanto se cerró la puerta, Askaldo levantó sus ojos rojizos. Sin embargo, las palabras de Ashbinkhai me habían dejado demasiado meditativa para prestarle atención…

¡La Isla Coja!, me repetí, incrédula. Por lo que sabía, aquella isla no tenía mucho más de quince kilómetros de largo. Era más que improbable que pudiesen subsistir dos comunidades en tan poco espacio… La conclusión inmediata me ponía los pelos de punta. Si los Veneradores de Numren vivían en la Isla Coja y tenían secuestrada a Aleria ahí, eso significaba que los Veneradores de Numren o bien eran aliados de los demonios renegados de Driikasinwat… o bien eran todos los mismos. Y, si eran los mismos, entonces los Veneradores de Numren eran demonios. Y si realmente eran ellos los que habían secuestrado a Daian, su propósito no podía tener nada que ver con la Sreda. A menos que Daian también fuese una alquimista demonio, pensé, con ironía.

Meneé la cabeza y pensé en Aleria. Me estremecí al imaginármela prisionera en alguna celda oscura mientras el Demonio del Oráculo se aventuraba lejos de su isla para raptar a nuevos alquimistas. A lo mejor Driikasinwat los coleccionaba… Reprimí una risita ante la idea disparatada. El carraspeo de Spaw me sacó de mis pensamientos y me di cuenta de pronto de que Askaldo había hablado. Y, por cómo me observaba, parecía haberse dirigido a mí directamente.

—Er… Perdón, ¿has dicho algo? —pregunté, tratando de no expresar mi aprensión al posar mis ojos sobre su rostro deforme.

El hijo de Ashbinkhai, lejos de mostrar exasperación, esbozó una sonrisa.

—Decía que me alegro de que no nos hayamos convertido en kandaks ninguno de los dos.

—Oh —murmuré, sorprendida por su tono bastante cordial—. Sí, er… yo también me alegro.

Askaldo se levantó con agilidad. Su alta estatura y su delgadez, junto a su rostro monstruoso, le daban un aire de criatura realmente extraña. Mientras se acercaba a mí, retomó la palabra.

—Ashbinkhai… —marcó una leve pausa antes de añadir—: mi padre, quiere que olvidemos nuestro pequeño malentendido. Y ahora que estás casi en las mismas que yo —carraspeó, como divertido—, estoy dispuesto a hacer las paces.

Su tono burlón me dejó más sorprendida que la propuesta en sí. Enarqué una ceja y confesé con sinceridad:

—Yo jamás quise robar la poción de Seyrum, te lo aseguro. Siento haberte causado tantas desgracias.

Askaldo descubrió sus dientes puntiagudos.

—Te creo. No sé por qué, pero te creo —contestó con sencillez—. Y ya que te perdono por tu acto, perdóname tú por haberte causado… algunos problemas.

Algunos problemas, me repetí, irónica. Primero había querido desestabilizar mi Sreda con un zumo de ortigas azules, y luego me había hecho probar una poción muy potente que ni siquiera estaba preparada para mí. Aun así, no pude más que alegrarme al verlo dispuesto a olvidar el pasado.

—Ya nos hemos perdonado —afirmé.

—Hagamos pues las paces debidamente —dijo.

Y, retomando su seriedad, tendió sus dos manos hacia delante. Agrandé los ojos, desconcertada, pero entonces, al intercambiar una mirada con Kwayat, lo entendí. Me levanté y le cogí las manos al hijo de Ashbinkhai. Su piel era rugosa y bulbosa, oscurecida por las hinchazones, y tuve que hacer un esfuerzo para no dar un bote hacia atrás.

Kwayat me había hablado algunas veces de cómo los demonios se perdonaban mutuamente. Se cogían las manos y pronunciaban unas palabras en tajal. Tomé una inspiración y, después de soltar unas palabras introductorias, tal como me había enseñado Kwayat, declamé:

Hashral, mihuswib.

Me sentí pasablemente orgullosa de haberme acordado tan bien de todo, aunque cuando advertí la sorpresa reflejada en los ojos de Askaldo creí por un momento que me había equivocado de fórmula. Sin embargo, él contestó, con tono pausado:

Hashral, mihuswib.

Nos soltamos las manos, poniendo fin a ese curioso ritual ceremonioso. Enseguida eché un vistazo hacia Kwayat, esperando que mostrase algún gesto de satisfacción al ver el buen comportamiento de su alumna, pero resultó que este estaba sumido en sus pensamientos, con la mirada clavada sobre sus manos juntas.

—Tu instructor te ha enseñado tajal, ¿verdad? —me preguntó Askaldo.

Asentí con la cabeza y advertí un destello aprobador en sus ojos rojos. Askaldo iba a añadir algo cuando Spaw intervino.

—Emocionante —soltó—. Con ese tipo de paz, supongo que ya no nos encontraremos con zumos de ortigas azules por el camino. Bien, ahora que todos somos amigos, ¿puedo hacerte una pregunta, Askaldo?

El hijo de Ashbinkhai no pareció apreciar el desenfado del joven templario. Al fin y al cabo, este había estado espiándolo a petición de su propio padre y luego se había interpuesto entre él y Lunawin…

—¿De qué se trata, templario? —preguntó con el ceño fruncido.

Spaw hizo caso omiso del tono despectivo de Askaldo y prosiguió:

—El malvado Driik ha capturado a Seyrum y tú vas a ir a liberarlo. Es un objetivo encomiable y yo te deseo toda la suerte del mundo. Ahora bien, está claro que Ashbinkhai no nos ha reunido a todos aquí para informarnos sin más de toda esta historia.

Askaldo se encogió de hombros y repuso, burlón:

—¿Y dónde está la pregunta?

Kwayat salió entonces de su larga meditación, levantándose de la mesa. Parecía haber llegado a una conclusión.

—Shaedra no podrá recuperar su aspecto normal y volver junto a los saijits sin la ayuda de un buen alquimista —declaró—. La propuesta de Ashbinkhai es clara.

Parpadeé, viendo de pronto la realidad bajo una perspectiva mucho más terrorífica. Levanté una mano y le quité el guante. Estaba grisácea, como la piedra del salón que me rodeaba. Me mordí el labio.

—¿De veras no puedo volver a Ató? —pregunté.

Spaw resopló.

—¿Ya has visto a un saijit cambiar de color de piel según el entorno? —inquirió. Hice una mueca y negué con la cabeza—. Por no decir que a veces tus ojos se vuelven rojizos sin que te des cuenta tú misma. Lógicamente, no puedes volver a Ató en ese estado.

—Es imposible —asintió Askaldo. En su tono noté una pizca de diversión y sospeché que mi estado no le inspiraba el más mínimo remordimiento.

—Imposible totalmente —reforzó Kwayat, matando mis esperanzas—. Antes que nada tienes que aprender a controlar el sryho. Y aun así, ignoro la naturaleza de tu mutación. Tal vez sólo puedas curarte con una ayuda exterior.

Por ejemplo, con una poción de Seyrum, completé para mis adentros. Dejé escapar un suspiro y posé mi mano sobre la mesa. Poco a poco, fue fundiéndose con la madera. Oí el resoplido de Chayl Calyhéi Ashbinkhai al entender por primera vez lo que me ocurría. En un instante, se me impuso en la mente la clara imagen de mis amigos, de Galgarrios, de Kirlens y Wigy, soltando exclamaciones de sorpresa al verme cambiar de color. Traté de tragarme el rencor que me invadía al mirar hacia el rostro deforme del demonio con el que acababa de hacer las paces. Al fin y al cabo, entre su rostro y mi piel de color mutante no me cabía duda de cuál era mi preferencia. Con este pensamiento, sonreí para mis adentros y tomé una decisión.

—Está bien —dije—, vayamos a la Isla Coja y salvemos a cuantos demonios alquimistas tengamos que salvar. Al fin y al cabo —solté una risita—, Shakel Borris hacía lo mismo, aunque en su caso salvaba princesas.

En aquel momento, sin embargo, no pensaba yo tanto en liberar a Seyrum como en rescatar a Aleria. Si ella se encontraba realmente ahí, como afirmaba Daian en su carta, yo no podía abandonarla, y menos teniendo una oportunidad como aquella. Sentí cierta excitación y entusiasmo al imaginarme salvando a Aleria y a Akín del Demonio del Oráculo. ¡Me hubiera gustado tanto que ambos estuvieran de vuelta en Ató y que pudiéramos otra vez volver a una vida normal! Claro que, además de salvarlos, tenía que salvar a Seyrum para que recolocase mi Sreda correctamente… ¿Acaso algún día dejaría de meterme en líos? Suspiré interiormente: lo dudaba mucho.

14 Susurros en la oscuridad

Apenas una hora después de que un Ashbinkhai satisfecho partiese de nuevo hacia su hogar seguido por su escolta, salimos del Mausoleo de Akras bajo un sol invernal. Después de haberse despedido de Barsh y Nara, Maoleth se reunió con nosotros en el límite del lúgubre lugar. Junto a él, avanzaba sigilosamente su gata de ojos verdes.

—¡Adelante, compañía! —nos dijo alegremente el elfo oscuro.

Nos pusimos en marcha, dirigiéndonos directamente hacia el este, según las indicaciones de Maoleth. Cuando le había preguntado Spaw, curioso, cómo pensaba cruzar el Trueno, él se había echado a reír y con aire misterioso había contestado: “Confía en mí, soy aún más astuto que Lieta, ¡que ya es decir!” Nadie emitió la más mínima objeción: después de todo, él era el experto de la región.

No podía evitar preguntarme por qué Maoleth había accedido a acompañarnos. Estaba claro que Ashbinkhai había logrado convencerlo, de una manera o de otra. Pero Maoleth, a pesar de tener aires de viejo zorro, no era del tipo de gente aventurera y me pregunté qué demonios podía haberle prometido Ashbinkhai a cambio. Tenía que ser algo importante. En cuanto a la presencia de Chayl, era todavía más sorprendente. Según el dedrin entusiasmado, Ashbinkhai lo había nombrado mensajero, lo que significaba, si había entendido bien, que se encargaría de avisar a Ashbinkhai de nuestros épicos avances.

Tardamos un día y medio en llegar hasta el Trueno. Mientras andábamos, evitando cualquier tipo de granja o presencia saijit, Kwayat siguió con empeño dándome lecciones sobre el sryho, aunque de cuando en cuando mis pensamientos derivaban hacia asuntos más preocupantes. No podía dejar de pensar en Syu y en Frundis. Tenía que recuperarlos, y tenía que avisar a Aryes de todo lo que me había ocurrido y decirle que aún seguía viva… Sin embargo, dudaba de que mis demás compañeros de viaje entendiesen mis argumentos para permitirme volver a Ató. Con excepción de Spaw, tal vez.

En cuanto divisamos el río que bajaba, frío y atronador entre la nieve, Maoleth y Lieta se detuvieron y el elfo oscuro tomó rumbo hacia el sur. Rápidamente nos encontramos andando de bosquecillo en bosquecillo. Al principio, la prudencia que todos demostraban me pareció un tanto exagerada, pero pronto entendí que, efectivamente, aquella zona que cruzábamos no era segura para unos demonios, y menos para un grupo con un elfocano cubierto de furúnculos y una ternian de piel cambiante.

—Empiezo a entender tu táctica para cruzar el Trueno —masculló Spaw, mientras andábamos—. ¿Vamos a pasar por el puente de Ató, verdad? Como buenos saijits que somos.

Alcé los ojos, esperanzada, y Maoleth resopló, divertido.

—No es muy original —confesó—. Pero tranquilo, muchacho, conozco a alguien que nos facilitará la travesía para asegurarnos de que no ocurra nada malo.

Kwayat entornó los ojos.

—¿A qué comunidad pertenece ese alguien? —inquirió.

Maoleth ladeó la cabeza e intercambió una mirada socarrona con Lieta.

—A la de la Tierra.

—Mmpf —se contentó con replicar Kwayat.

Entendí que hablaban de comunidades de demonios. Según me había dicho Kwayat, el Demonio de la Tierra, Kuasuat, de una familia menos prestigiosa, no era considerado un Demonio Mayor, pero inspiraba respeto. Poco a poco, mientras seguíamos avanzando en silencio, me volvieron las historias, algo olvidadas, sobre los demonios que fundaban sus propias comunidades. Sumida en mis pensamientos, tropecé con una raíz enterrada en la nieve y retomé el equilibrio, resoplando. Nos aproximábamos a la salida del bosque, me fijé. Y el cielo empezaba a oscurecerse.

—Debemos de estar a una hora o menos de Ató —dijo Maoleth. De pronto oí un ruido de pasos sobre la nieve y me pegué a un tronco, alerta. Los demás también lo habían oído, pero no reaccionaron tan dramáticamente como yo. Askaldo se contentó con recolocar mejor su velo y estirar su capucha para tapar mejor sus rasgos. Tras un segundo de vacilación, lo imité, ignorando totalmente qué aspecto tenía y si estaba presentable o no.

Tras un leve silencio, Maoleth avanzó unos pasos y soltó una risita.

—Era una liebre —dijo simplemente.

Cuando nos reunimos con él, entendí por qué había hablado en pasado: un lobo solitario, con la liebre entre los dientes, desaparecía en aquel mismo instante entre los árboles a una velocidad espeluznante.

—Vamos a esperar a que caiga del todo la noche —declaró Maoleth, girándose hacia nosotros—. Y luego os conduciré a casa de Naé Ril-de-Ya.

Naé Ril-de-Ya, me repetí. Su nombre no me sonaba para nada. En todo caso no era ni una habitual del Ciervo alado ni una persona conocida en Ató. Pero claro, ¿acaso existía algún demonio conocido en la sociedad saijit?

—¿Y el lobo? —preguntó Chayl, algo aprensivo—. A lo mejor hay más.

Askaldo, totalmente ocultado bajo su capucha y su velo, soltó un ruido que se parecía a una risa.

—Querido primo, si te asustan los lobos, no merece la pena que continúes este viaje. Anda, ¡ve a avisar a tu instructor de que has visto un lobo!

Todo atisbo de miedo desapareció de la expresión de Chayl Calyhéi Ashbinkhai, remplazado por la cólera al verse tratado como un miedoso.

—Querido primo —gruñó, sarcástico—. No me asustan los lobos.

—¿Ah, no? —replicó el elfocano, con un deje de diversión en la voz.

—Nunca me han asustado —afirmó Chayl, con orgullo—. Y tampoco me han asustado nunca los renegados como Driikasinwat.

Spaw carraspeó junto a mí.

—Estos queridos primos prometen —me susurró, no tan bajo, para que todos lo pudiesen oír.

—Nos van a dar el viaje —completé con tranquilidad—. Además, cualquier mono gawalt sabe que el miedo es el primer aliado del guerrero y que el valiente no llega a viejo. Mi maestro de har-kar me lo decía siempre —suspiré, teatral.

—No todo el mundo tiene la suerte de tener monos gawalts como maestros —se burló Spaw.

Chayl nos fulminó con la mirada, como preguntándose si nos estábamos mofando de él. Antes de que él o Askaldo soltasen una réplica, Maoleth intervino:

—Los primos van a calmarse. Y la atrapa-colores también. Y tú, Spaw Tay-Shual, no metas cizaña.

—¿Has dicho atrapa-colores? —exclamé, incrédula.

—Sí, estaba hablando de ti —afirmó Maoleth, poniendo los ojos en blanco—. Como decía…

—Por curiosidad, ¿de dónde sacas esa palabra? —lo interrumpí, intrigada. No me sentía insultada ni lo más mínimo; es más, la palabra me venía de perlas, pero había despertado en mí agradables recuerdos y quería cerciorarme de algo.

Maoleth enarcó una ceja, sorprendido por la pregunta.

—Bueno… precisamente me la enseñó Naé Ril-de-Ya. Se trata de un juguete para pintar colores armónicos.

Tuve una ancha sonrisa, divertida al pensar que hasta los demonios habían oído hablar de los inventos del famoso Dolgy Vranc.

* * *

Me disimulé detrás de un árbol y eché un vistazo a mi alrededor. Ató estaba hundida en la niebla y apenas se divisaban sus luces. Nos encontrábamos en la parte boscosa del norte de Ató, junto al río, ya que, según Maoleth, Naé Ril-de-Ya vivía justo al norte del puente de piedra.

—Por aquí —dijo la voz de Maoleth. Su silueta se difuminaba entre las sombras y la bruma—. Rápido —murmuró.

Lo seguimos todos y salimos del bosque, recorriendo la orilla nevada del río. Todo parecía estar paralizado y congelado, menos el Trueno, que bajaba incansable y constante hasta el océano Dólico.

Maoleth nos guió entre arbustos que se asemejaban a grandes monstruos entre la niebla. Estábamos rodeando unos pequeños huertos cuando Maoleth nos hizo un gesto repentino para que nos detuviésemos y nos agachásemos. Alarmada, obedecí y miré mi entorno con aprensión. Se oían ruidos de pasos en la nieve. Arrebujados en sus mantos rojos, dos guardias de Ató pasaron a unos metros de distancia. Reprimí un suspiro de alivio cuando se alejaron sin echar la más mínima ojeada hacia nosotros. Unos minutos más tarde, entrábamos en una sala oscura que olía a leña.

—Esperad aquí —nos dijo Maoleth, antes de desaparecer por una pequeña puerta.

En la oscuridad, vi a Spaw caminar entre los leños que se almacenaban en la sala. Mientras esperábamos pacientemente, Askaldo se quitó el velo para aplicarse un ungüento blanco sobre el rostro, como si pudiera embellecerlo. Kwayat permanecía quieto como una estatua y Chayl, sentado sobre un tronco de madera, tarareaba una canción por lo bajo.

—¿Qué cantas? —pregunté, intrigada.

Chayl levantó bruscamente la cabeza e interrumpió su melodía.

—Oh. Cantaba Tierra Maldita —contestó.

—Es una canción muy conocida de un erudito llamado Sherathul —me explicó Kwayat, rompiendo su silencio—. Trata de la guerra entre los demonios y los saijits.

Entonces, con una voz profunda, Askaldo entonó la canción en tajal:

¡Sreda amada!
por tantos vicios quemada,
odios de tiempo ancestral,
si acaso tú oyes mi historia,
¡haz que nuestros descendientes
ya no la olviden jamás!

Escuché la canción, fascinada y convencida de que jamás se me olvidaría el tono melódico y dramático de Askaldo. Sherathul consideraba a los saijits como hermanos traidores y desalmados, castigados por la Sreda para siempre por sus fechorías. Aunque también condenaba la actuación de los demonios que habían participado a la guerra. ¿Cuántos milenios de antigüedad tendría aquella triste historia?, me pregunté, mientras Askaldo ponía fin a una estrofa con una nota interrogativa muy bien conseguida.

En ese instante, la puerta por donde había desaparecido Maoleth se abrió y apareció una pequeña silueta con una linterna en la mano. Pestañeé y me fijé en que su rostro amarillento y algo arrugado estaba surcado por una larga cicatriz que parecía causada por algún producto ácido. Desde luego, a los demonios nos solía pasar cada miseria…

—Buenos días —dijo pausadamente, mientras avanzaba.

Nos examinó con unos ojos penetrantes y rojizos mientras le contestábamos educadamente. Maoleth, detrás de ella, tenía aire sombrío, al igual que Lieta, y me pregunté si Naé Ril-de-Ya se había negado a ayudarnos a cruzar el puente. Entrecerré los ojos, pensativa. ¿Y si Naé resultaba ser una servidora de Driikasinwat y se había enterado de nuestras intenciones? Reprimí una sonrisa: eso sí que sería mala suerte.

—Seguidme, hijos míos —dijo al fin la mediana, cuando nos hubo detallado con la mirada a todos—. Hoy no cruzaréis el puente. Todo está lleno de patrullas.

Al oír sus palabras fui agrandando cada vez más los ojos.

—¿Lleno de patrullas? —dejé escapar, extrañada—. Estamos en invierno. No suele haber demasiados ataques.

La mediana se encogió de hombros y se tapó mejor con su mantón negro… Entonces me acordé de ella. Solía estar en el mercado, vendiendo velas de litzen y ungüentos. Aunque no fuese herborista, la gente compraba sus artículos porque eran mucho más baratos que los de Tyemina la Herborista.

La seguimos hasta el segundo piso de la vivienda. Cuando estuvimos en su salón, Naé Ril-de-Ya tiró otro leño en el fuego de la chimenea y se giró inesperadamente hacia mí.

—Lleno de patrullas —asintió, retomando mi pregunta—. Hace dos semanas, los cuerpos de dos cazadores saijits fueron encontrados a tan sólo un día de Ató. Creyeron que habían muerto de frío, pero luego las cosas cambiaron. Empezó a desaparecer ganado de las granjas vecinas, y hasta joyas y objetos de valor. Luego llegó a Ató la noticia de que un grupo de hadas negras había huido de Éshingra para dirigirse hacia Ató y el Mahir ha empezado a llenar las granjas con guardias.

Su explicación me dejó anonadada. Inspiré hondo y traté de calmarme. Hadas negras, pensé. Según el doctor Bazundir, las hadas negras eran una comunidad de yedrays, famosa por sus fechorías. Desgraciadamente la gente asimilaba a todos los yedrays con aquellas hadas. Y resultaba que los yedrays utilizaban el kershí, una energía paria que, por alguna razón desconocida, yo había utilizado desde el principio para comunicar con Syu.

—No os recomiendo dirigiros a Éshingra —añadió al fin la mediana, observando nuestras reacciones con unos pequeños ojos vivaces—. Ayer mismo me llegó una carta de un amigo mío que vive en Ombay. Dice que las Comunidades están en pie de guerra. Por no hablar de las hadas negras y de los bandidos que atacan por los caminos.

Enarqué una ceja. Así que a los demonios tampoco les gustaban las hadas negras… Reprimí un suspiro y decidí que no valía la pena preocuparse por el asunto. ¿Quién, aparte de Syu, de Bazundir y de mí, sabía que utilizaba kershí? Y, por otro lado, ¿quién demonios era capaz de reconocer a un hada negra? Seguramente gente tan preparada como el doctor Bazundir, es decir, muy poca.

Tras descartar mis preocupaciones personales, me percaté del problema real que nos cernía: unas hadas negras que no parecían muy simpáticas rondaban por el este del Trueno y Naé Ril-de-Ya deseaba que no nos precipitásemos hacia unas Comunidades en guerra.

Tras escuchar durante unos instantes la conversación sobre las noticias de Éshingra, volví a centrarme en pensamientos que requerían mi atención de manera más inmediata: tenía que encontrar a Frundis y a Syu. Me removí inquieta, oyendo sin escuchar las palabras de los demás.

—Er… —murmuré, nerviosa.

Hice una mueca, sonrojándome levemente… aunque, ¿acaso era capaz de sonrojarme siquiera?, me pregunté de pronto. Me percaté entonces de que Spaw me observaba con una ceja enarcada y carraspeé.

—Esto… —dije, vacilante, y me acerqué a Spaw para decirle en voz baja—: Tengo que recuperar a Frundis y a Syu.

Spaw me echó una mirada burlona.

—Me parece estupendo —replicó—. Aunque tal vez los demás no opinen lo mismo —añadió—. Yo que tú esperaría —me dijo, bajando aún más la voz—. No vamos a cruzar el puente hoy y todos estamos cansados de tanto andar en el frío.

Entendí lo que pretendía y asentí, relajándome. Poco después, Naé Ril-de-Ya nos colocó a todos para dormir: metió a Chayl, a Askaldo y a Spaw en un cuarto diminuto, a Kwayat y a Maoleth en una especie de trastero y a mí me señaló un cuarto junto al suyo, de aspecto bastante acomodado.

—Tienes mantas en el armario —me dijo, mientras yo entraba en el cuarto, dándome cuenta de que aquella habitación era más grande que las demás reunidas. ¿A qué se debía tanta distinción?, me pregunté, mientras juntaba las manos en un gesto de saludo hacia mi anfitriona.

—Gracias por su acogida, Naé Ril-de-Ya —pronuncié.

Una sonrisa iluminó el rostro de la mediana.

—Debe de ser extraño para ti estar en Ató y dormir en otro lugar que en el Ciervo alado —comentó.

Abrí la boca pero la volví a cerrar y me contenté con asentir. Se me había formado un nudo en la garganta al pensar en Kirlens y Wigy. ¿Acaso algún día podría volver a verlos sin que me mirasen como a un extraño ser color-mutante? Claro que Kirlens y Wigy a lo mejor se acostumbraban: ambos eran bastante abiertos, a pesar de sus manías. Pero si mi mutación empeoraba, como le había ocurrido a Askaldo con los pinchos, a lo mejor no se acostumbraban tan bien, me dije para mis adentros.

Naé Ril-de-Ya tenía ganas de charlar y, mientras hacíamos la cama, me contó su vida y sus quehaceres con una volubilidad que me dejó atónita. En ningún momento me preguntó por qué mi piel cambiaba de color y tampoco intentó sonsacarme la razón por la cual viajábamos hacia Éshingra… Como tampoco dijo nada cuando me vio, media hora después, bajar por el tejado del almacén de madera. Antes de saltar a la calle, advertí que su rostro iluminado por una vela sonreía detrás de su ventana, como si mi comportamiento no la sorprendiese.

Me envolví con una bruma de armonías y empecé a recorrer las calles con precaución. La niebla no era tan densa como antes, pero lo suficiente como para que nadie pudiera verme desde las torres de vigía. Llegué al pie de la Neria y subí las escaleras hasta los jardines. Cuando llegué a la Pagoda, me escondí de una patrulla que se había parado a hablar con un orilh. Me deslicé sigilosamente hacia la calle del Sueño y me metí entre las callejuelas de la ciudad, dirigiéndome directamente hacia la casa de Aryes.

La carpintería estaba cerrada con un gran candado. Todo mi entorno estaba sumido en el silencio. Di un bote, me agarré a un saliente y subí hasta la ventana de Aryes. La cortina estaba corrida y no veía nada. Tras una leve vacilación, levanté una mano y di un toque. No quería meter a Aryes en más líos, pero tenía que recuperar a Frundis y a Syu, me dije, decidida.

Esperé, di otro toque, y otro más, hasta que por fin oí un crujido adentro. Pero no provenía de aquel cuarto, sino del contiguo. Una cabeza de pelo azulado apareció por la ventana vecina y me inmovilicé bruscamente, soltando una maldición por lo bajo.

—¿Aryes? —preguntó la vocecita de Zéladyn, la hermana del kadaelfo.

Reprimí un suspiro y entonces me di cuenta de lo absurdo de la situación: ¿por qué Zéladyn le estaba llamando a Aryes desde la ventana? Obviamente, porque Aryes no estaba en su cuarto, colegí con pesadumbre. ¿Acaso seguía buscándome con el capitán Calbaderca? Era una posibilidad.

A pesar del frío, Zéladyn tardó cinco minutos en cerrar su ventana. Rodeé la casa y una vez en la calle me detuve detrás de una escalera de piedra, pensativa. Si Aryes no estaba en su casa, ¿se habría llevado a Frundis y a Syu? Era muy probable, me dije.

Estaba en plena reflexión cuando vi una silueta acercarse a la carpintería. Pasó a unos metros de mí y, de pronto, empezó a levitar. No lo pude evitar: solté una risa leve, aliviada al verlo de nuevo. Al oírme, Aryes se giró bruscamente en plena levitación, perdió el equilibrio, aunque consiguió recuperarse a tiempo y posarse de manera más o menos ligera sobre la nieve.

Quise levantarme; sin embargo, me detuve en pleno movimiento. Mil dudas se me arremolinaron en mente pero, finalmente, avancé sobre la nieve.

—Esto… —dije, carraspeando, mientras Aryes paseaba su mirada a su alrededor. El ruido lo alarmó y al fin sus ojos azules me vieron—. Hola, Aryes. Ejem. Soy yo, Shaedra.

Aryes se precipitó hacia mí y me miró. Silbó entre dientes.

—¿Qué…? ¿Qué te ha pasado? —preguntó, con la voz temblorosa.

Hice una mueca, entendiendo que mi aspecto le había causado bastante sensación.

—Esto es menos sublime que lo de las marcas negras, ¿verdad? —repliqué, intentando tomar un tono ligero.

—Así que fueron los demonios, ¿verdad? —preguntó.

—Er… —Eché ojeadas nerviosas a mi alrededor—. Será mejor no hablar de eso ahora. ¿Dónde están Syu y Frundis?

—Oh… En casa de Dol —contestó Aryes.

Lo miré de hito en hito.

—¿Les has contado lo de…?

—¡No! —me tranquilizó Aryes enseguida—. Aunque… —Entorné los ojos, suspicaz—. Aunque creo que Dol sospecha que le escondo algo. En fin —resopló, meneando la cabeza y sonriendo anchamente—. Esto sí que no me lo esperaba. Y decir que el capitán Calbaderca sigue buscándote. Bueno… ¿qué te ha ocurrido exactamente, Shaedra? —preguntó, mirándome con aire molesto—. Lo del color de tu piel… ¿es por las armonías?

Me quité el guante y observé que mi mano había adquirido un color negro levemente rojizo. Eché un vistazo hacia el cielo y sin la menor sorpresa comprobé que la Vela brillaba tenuemente detrás de las nubes nocturnas, enrojeciendo la noche. Puse cara sufrida y volví a ponerme el guante.

—No siempre estoy de ese color. Verás, fue por una poción —expliqué. Al verlo enarcar una ceja sorprendida, carraspeé—. Vayamos a buscar a Syu y a Frundis, y luego te explico todo. No nos quedemos aquí —insistí, sabiendo que, si en Dumblor se decía que los muros tenían cuatro orejas, los de Ató no tenían menos.

El kadaelfo agitó la cabeza, como tratando de imaginarse qué demonios podía haberme pasado para que mi piel pálida de ternian hubiese cambiado tanto.

—Vamos —declaró sin embargo.

Nos dirigimos en silencio hacia la casa del semi-orco, evitando dos patrullas. La niebla se había levantado del todo, lo cual no facilitaba las cosas. Apenas llegamos a la calle de Dol, oímos unos ladridos detrás de nosotros e intercambiamos unas miradas aterradas.

—Perros de la Guardia de Ató —suspiró Aryes—. Debí imaginarme que los sacarían esta noche…

—Por aquí —dije con vivacidad. Subí por encima de una cancela y aterricé en el jardín de una de las casas. Aryes levitó hasta mí y corrimos por el jardín hasta el muro de la casa contigua. Pero los ladridos, en vez de calmarse, recrudecieron.

—Hay hadas negras por la zona —me dijo Aryes en un susurro—. Y la noche anterior, un hada negra robó una gallina. A lo mejor ha vuelto y la están persiguiendo.

—Sí, pues se han equivocado de rastro —gruñí, al ver que uno de los perros husmeaba junto a la cancela.

—Tengo una idea —declaró Aryes.

Me expuso su plan en voz baja y subimos por el muro. Aryes me cogió por la cintura y levitamos hasta el muro siguiente sin dejar más huellas que una leve perturbación energética. Eso bastaría para despistar a los perros.

Tres casas más lejos, llegamos a un jardín lleno de trastos: había trozos de metal, grandes ruedas y estacas de madera, cajas que contenían todo tipo de materiales bajo un precario cobertizo…

—Ahora sabemos dónde va almacenando el material para sus juguetes —resoplé, impresionada. Dolgy Vranc nunca nos había invitado a ver su jardín y en ese momento entendí claramente por qué: aquel lugar era un verdadero peligro.

—Ya sabía yo que Dol no sólo hacía juguetes —comentó Aryes, mientras levitaba prudentemente esquivando unos objetos que, de hecho, no eran precisamente muy recomendables para los niños.

Agudicé el oído. Los perros se habían calmado, pero eso, en vez de tranquilizarme, me preocupó. ¿Acaso habían acabado por encontrar a ese hada negra de la que había hablado Aryes? Con sumo cuidado, avancé por el jardín y llegamos sanos y salvos a la puerta trasera de la casa de Dol. Sin más dilaciones, saqué un trozo de metal de mi pantalón y lo metí en la cerradura sin prestar atención a la expresión asombrada de Aryes.

—¿Vas a entrar con eso? —preguntó, vacilante.

—Si me ve Dol y si ve que mi piel cambia de color cada dos por tres… Tendré que explicarle todo —dije, con un tono razonable.

—No veo dónde está el problema en explicarle todo —replicó Aryes con paciencia—. Dol no te traicionaría.

Me encogí de hombros.

—Tal vez. Aunque tal vez se piense que no soy Shaedra sino algún monstruo mutante. Además desgraciadamente no tengo tiempo para largas conversaciones —añadí, mientras la puerta cedía.

El interior estaba completamente a oscuras. Imaginándome, de pronto, que había objetos peligrosos ahí también, solté un sortilegio de luz armónica y eché un vistazo a mi alrededor. Aryes cerró la puerta, meneando la cabeza. Sin duda, desaprobaba mi conducta. De acuerdo: no era correcto entrar de esa manera en casa de los amigos, ¿pero era acaso mejor decirles sin más explicaciones a Dol y a Deria que me llevaba a Frundis y a Syu y que no volvería hasta pasado un buen rato? Claro, también podía decirles que era una demonio y que me iba a la Isla Coja, a intentar salvar a Akín y Aleria y a un alquimista demonio. Y para tranquilizarlos todavía más, podía decirles que no se preocupasen ya que iría acompañada por otros cinco demonios muy simpáticos, entre los cuales se encontraba un tal Askaldo Ashbinkhai, hijo único del Demonio Mayor de la Mente. Tal vez hasta fuesen comprensivos y entendiesen que mi mutación no era tan terrible… Reprimí un suspiro. Definitivamente, era una mala idea, me dije.

—Por curiosidad, ¿vamos a quedarnos aquí mucho tiempo? —preguntó Aryes con un deje burlón. Se había recostado contra la puerta y me observaba, realmente divertido por mis vacilaciones.

Me pasé la mano por la cabeza, molesta, y entonces Aryes dio un respingo.

—¡Tu piel se ha vuelto verde! —jadeó.

Puse los ojos en blanco y confirmé con la cabeza al ver la tela verde que colgaba del muro detrás de mí.

—Ya te he dicho que no siempre es del mismo color. Se trata de una mutación de la Sreda.

—Causada por una poción —terminó por decir Aryes con una mueca pensativa. Y esbozó una sonrisa socarrona—. ¿No te la beberías creyendo que era zumo míldico, verdad?

Solté un gruñido.

—Qué va. Esta vez, sabía lo que era.

«Los gawalts no volvemos a caer dos veces en la misma trampa», observó entonces una voz en mi cabeza.

Me costó reprimir una exclamación de alegría al ver aparecer a Syu junto a mí.

«En teoría», añadió este, mientras trepaba hasta mi hombro y me enseñaba una gran sonrisa de mono.

«¡Syu! Por Nagray, ¡no sabes cuánto te he echado de menos!», le dije con toda sinceridad.

Syu agitó la cola y apuntó:

«Dado tu aspecto, adivino que has hecho una tontería mientras yo no estaba…»

Puse cara inocente.

«Puede», concedí.

Pero no me dio tiempo a añadir nada más porque en aquel momento una luz cegadora iluminó el cuarto y retrocedí rápidamente hasta la puerta.

—Mil brujas sagradas… —murmuré.

Una manaza verdosa apartó la tela verde y apareció la enorme cara de Dolgy Vranc iluminada por una linterna. Todas mis esperanzas por no despertarlo se fueron directamente al traste.

—Shaedra. —El resoplido del semi-orco sonó grave y profundo y me dio la impresión de que me había soltado un rugido amenazante. Se llevó las manos a las caderas y su ceño poblado se frunció, examinándome—. ¿Eres tú?

Le devolví la mirada, enmudecida por la sorpresa. Aquella habitación… ¡era el cuarto de Dol!, entendí, espantada, al darme cuenta de que el identificador tal vez había estado escuchando la conversación desde el principio.

—Soy… —pronuncié aturdida con la mirada fija en los rasgos fruncidos de Dolgy Vranc.

—Es ella —afirmó Aryes, acercándose—. Vaya, Dol. No sabía que este era tu cuarto.

—Y yo no sabía que Shaedra fuese tan verde como yo —repuso el semi-orco, aún receloso.

—Oh, dioses —murmuré, sintiéndome avergonzada. Me pellizqué nerviosamente las mejillas y dejé escapar, confusa—: Dol, esto… perdóname por haber entrado en tu casa sin avisar. Soy peor que un Sombrío…

Mis palabras iluminaron el rostro del semi-orco, quien soltó una carcajada y abrió sus manazas ante mí para darme un abrazo.

—¡Por el amor de Ruyalé, estás viva! Por un momento, cuando te oí abrir la puerta, pensé que serías el hada negra ésa que andan buscando —rió—. Hasta había preparado mi ballesta, por si acaso.

¿Su ballesta?, me repetí, palideciendo. Dol se apartó de mí, mirándome a los ojos, como para cerciorarse de que, efectivamente, no era ningún hada negra.

—Creo que he adivinado tus intenciones —prosiguió—. Querías entrar en mi casa sin molestarme, coger a Frundis y a Syu y marcharte tan tranquila, ¿eh?

—Básicamente —asentí, molesta.

—Sí, técnicamente ése era su plan —afirmó Aryes.

Le solté una mirada fulminante y él me respondió con una sonrisa inocente. Parecía alegrarse de que hubiésemos despertado a Dol.

—Jem —carraspeó el semi-orco—. Y para llevar a cabo tu plan, ¿pasas por mi jardín y entras en mi habitación forzando la cerradura, pequeña ladrona? —Meneó la cabeza, burlón, mientras yo hacía un mueca de disculpa—. En realidad, no andabas mal encaminada —añadió. Posó la linterna en una mesilla y se inclinó detrás de su tela verde. Reapareció con Frundis entre las manos.

Cogí el bastón, algo temblorosa al recordar cómo lo había dejado tirado en la nieve después de que Garkorn me hiriese con su espada… Una lenta melodía de flauta alcanzó entonces mi mente. Frundis estaba durmiendo.

«¿Quién decías que se parecía a un oso lebrín?», bromeó Syu, esperando sin duda que Frundis despertara y refunfuñase algo. Pero la tranquila melodía tan sólo fue atravesada por una breve nota de violín discordante antes de retomar su pausada cadencia.

—Gracias, Dol —dije, más que agradecida—. Gracias por haber cuidado de Frundis y Syu.

«¡Ja!», protestó el gawalt, agitándose sobre mi hombro. «Yo no necesito que nadie me cuide. Aunque confieso que Dol hace unas galletas estupendas», añadió, con un aire medio goloso medio culpable.

Entorné los ojos, echando al mono una mirada suspicaz mientras Dol sacudía la cabeza y me decía que no había sido ninguna molestia.

«¿No te habrás estado empachando de galletas durante todo este tiempo, verdad?», le solté al mono.

«Bueno, también he estado viajando en tu busca, con el capitán y Aryes, en la nieve y el frío», se defendió Syu. «Me merecía al menos una caja como la del tío Lénisu entera de plátanos.»

«O de galletas», repuse, socarrona, dándole palmaditas sobre el vientre.

Dolgy Vranc carraspeó. Acababa de sentarse en una especie de butaca de forma extraña y me examinaba con los ojos entornados.

—La verdad es que no me imaginaba que volverías —me confesó—. Todo parecía indicar que… —tosió bruscamente—. Bueno. ¿Ya sabes quiénes te atacaron?

Desvié la mirada de sus ojos inquisitivos. No había previsto ninguna historia creíble, ni tampoco me apetecía mentir a nadie. Pero no podía hablarle de demonios a Dol. No cuando apenas tenía tiempo para explicarle que los demonios, en general, no eran tan malos. Me di cuenta de que mi mano, en el bolsillo, jugueteaba nerviosamente con las Trillizas y traté de serenarme.

—A lo mejor no es el mejor momento para hablar de esto —intervino Aryes—. Tendremos más tiempo mañana…

—No —suspiré—. Mañana me voy de Ató.

Dolgy Vranc resopló.

—¿Mañana? ¡si acabas de llegar! En fin… te pareces cada vez más a Lénisu, joven kal. Supongo que tampoco querrás decirme adónde vas. No te preocupes —añadió, sin dejarme contestar—, no me digas nada. Ya tengo demasiados secretos en mi vieja cabeza y hace tiempo que he entendido que a veces es más sencillo mantener a raya la curiosidad. —Ladeó la cabeza y agregó—: Aun así, reconozco que estoy intrigado. Te atacan, te capturan, desapareces y llegas a Ató semanas más tarde como si de nada.

Esbocé una sonrisa.

—Dicho así, parece algo misterioso —concedí.

El semi-orco sonrió. Mi silencio parecía divertirlo más que contrariarlo.

—Algo —asintió—. Sobre todo que, el mismo día en que desapareciste, también desaparecieron dos de los que te acompañaron para salir de los Subterráneos. Shelbooth y Manchow.

Enarqué una ceja, extrañada.

—¿Shelbooth y Manchow?

—Supuse que sería una simple coincidencia —razonó Dolgy Vranc. Denoté sin embargo cierta sorpresa en su voz—. Los Espadas Negras estuvieron buscándoos a los tres por todas partes. No encontraron nada, por supuesto. Las tormentas de nieve borraron cualquier rastro.

—La verdad, creo que los Espadas Negras están empezando a hartarse del invierno de la Superficie —apuntó Aryes.

En ese momento, me acordé de Kaota. La belarca tenía que estar todavía más harta de mí que del invierno, suspiré. En cuanto a Shelbooth y Manchow… ¿adónde habían podido ir? Pero entonces otra pregunta me vino, más preocupante: ¿cuánto tiempo llevaba fuera de casa de Naé Ril-de-Ya?

—Tengo que marcharme —declaré, de pronto, sin aparente lógica.

No se me pasó por alto la mirada preocupada que intercambiaron Dol y Aryes.

—Entonces salgamos —determinó Aryes, volviendo a ponerse la capucha.

Dol suspiró pero asintió con la cabeza.

—Sea cual sea tu problema, parece grave. Espero que no sea Lénisu quien te haya metido en líos, porque generalmente los problemas que tiene son de los que te persiguen hasta la tumba. Aguardad un momento —dijo de pronto, levantándose—. Tengo algo que tal vez te será útil.

Desapareció detrás de la tela verde y oí un sonido metálico de llave, seguido de un chirrido. Solté una mirada interrogante hacia Aryes pero este parecía tan intrigado como yo. Entonces Dol reapareció con un objeto entre las manos y me eché a reír.

—Nunca viajes sin tu propia cuerda —recité teatralmente.

—No es cualquier tipo de cuerda —replicó Dolgy Vranc—. Así, parece fina, pero no te fíes. Es cuerda de ithil. Cuerda élfica. Podría soportar un dragón rojo —me aseguró, tendiéndomela.

Me estremecí al oírlo hablar de dragones rojos. Al fin y al cabo, se decía que el Archipiélago de las Anarfias estaba poblado de dragones. Y ahí me dirigía yo.

—Dudo mucho de que necesite atar a un dragón —bromeé. Sin embargo, cogí la cuerda y le di un abrazo al semi-orco para darle las gracias y despedirme de él.

—¿Seguro que no puedo ayudarte en nada más? —preguntó entonces Dol, con toda la suavidad de la que era capaz un semi-orco.

Negué con la cabeza y tragué saliva.

—Entonces, ve allá donde tengas que ir —concluyó—. Y deshazte de ese maleficio que cambia el color de tu piel.

Sonreí y, mientras Dolgy Vranc se despedía de Aryes, salí al jardín. Ya no había niebla y el cielo se había despejado. Alrededor de la Vela, mil estrellas centelleaban, frías y distantes.

15 Huellas rotas

Pasé todo el día siguiente jugando a cartas con Spaw y Chayl en el salón de Naé Ril-de-Ya. Que yo supiese, nadie me había visto salir y volver a entrar en casa de Naé, con excepción de esta última, pero todos sabían que, de alguna forma, había recuperado un bastón y un mono. Aun así, nadie hizo el más mínimo comentario, salvo Spaw, quien se divirtió soltando alguna frase suelta. Sin embargo, me fijé en que al decirlas el joven humano parecía más pendiente de las reacciones de los demás que de la mía.

—¡He ganado! —declaró Chayl.

—Enhorabuena —resopló Spaw, con un gesto teatralmente soberbio—. Yo he ganado las últimas cinco partidas.

—Y yo la primera —apunté—. Aunque, como decía el maestro Áynorin, “quien gana una vez no se sabe si es por habilidad o por suerte”.

Chayl se recostó contra el sofá, soltando una exclamación incrédula.

—¡Otro proverbio! Creo que ya es el octavo que sueltas en el día.

Hice una mueca inocente.

—Los proverbios reflejan la sabiduría del saijit… o del demonio —añadí, pensativa.

—¿Eso también es un proverbio? —preguntó Chayl.

Sentada en una butaca junto a la ventana Naé Ril-de-Ya sonrió mientras sus manos confeccionaban las pequeñas cajas para sus bálsamos. Llevaba ahí sentada toda la tarde, trabajando concienzudamente, y sólo se levantaba para alimentar el fuego de la chimenea.

—Casi —repliqué—. Y también se dice que el que gana la última partida lo gana todo así que… —Cogí todas las cartas y las barajé para empezar una nueva partida.

—¿Otra partida? —resopló Chayl—. Este juego me aburre.

Enarqué una ceja.

—Conozco otro juego de naipes. De los Subterráneos.

—¿Un juego de saijits? —inquirió el joven dedrin.

—Sí.

Un destello, mezcla de curiosidad y aprensión, pasó por sus ojos.

—¿Cómo se juega?

Spaw y yo le enseñamos las reglas del taonán, y estábamos haciendo una partida de pruebas cuando Kwayat y Askaldo aparecieron por la puerta, seguidos de Maoleth y de su felino, Lieta. Paramos de jugar y los miramos, expectantes, mientras tomaban asiento. Al ver a la gata, Syu soltó una exclamación de horror y se precipitó hacia mí, escondiéndose detrás de mis mechones.

«Oooh», soltó el gawalt, asustado. «¡Creo que me ha visto!»

De hecho, Lieta se había detenido junto a la chimenea y sus ojos verdes me contemplaban insistentemente… o más bien contemplaban el escondite de Syu.

«No te preocupes», le dije al mono. «Si se me acerca con malas intenciones, te prometo que le echaré un rayo fulminante y la mandaré a tomar vientos por nuevas riberas.»

Syu me contestó con un gruñido escéptico pero noté que se tranquilizaba ligeramente.

—Esta noche, cruzaremos el puente —declaró al fin Askaldo.

Percibí el leve movimiento de cabeza de Naé: no parecía alegrarle la noticia.

—¿Cuál es el plan? —inquirió Spaw, abanicándose con sus cartas.

—Hay dos —precisó Maoleth, mientras sacaba de su saco unas bolsitas de tela parda—. Primero, intentaremos hacernos pasar por simples viajeros.

—No os dejarán pasar —replicó Naé mientras se levantaba y se acercaba—. Os dirán que es demasiado peligroso. Y os pedirán que os identifiquéis.

Maoleth se encogió de hombros.

—Si no nos dejan pasar —continuó—, entonces damos media vuelta y nos vamos hacia el sur.

Hacia la Insarida, completé para mis adentros, poco entusiasta.

—Eso es una estupidez —dijo Askaldo—. No vamos a alargar nuestro viaje haciendo un rodeo tan grande simplemente por unos metros de agua.

—¿Y qué propones? —repuso Maoleth.

—¿Lanzarles zumos de ortigas azules, tal vez? —sugirió Spaw con ironía.

Askaldo meneó la cabeza.

—Propongo lo que ya le he propuesto a Maoleth antes: una distracción.

El elfo oscuro soltó una carcajada sarcástica.

—¡Una distracción! —repitió—. Askaldo quiere atraer a los guardias del puente y tenderles una trampa —nos explicó—. Subestimas a la Guardia de Ató si crees que son capaces de caer en algo tan típico —concluyó, dirigiéndose al elfocano con un tono más grave.

—Ya veo que los planes aún no están del todo definidos —observó Spaw—. Ya que opinamos todos… a mí no me convence tu primer plan, Maoleth. Y a Naé creo que tampoco —añadió, como argumento de peso.

Siguieron discurriendo sobre las distintas posibilidades y los escuché en silencio, al igual que Chayl. Antaño, cruzar el puente habría sido relativamente fácil, pero resultaba que desde que habían construido el puente de piedra de Léen con sus dos torres, el Mahir había decidido ir reforzando la guardia. Y con las hadas negras merodeando no muy lejos, los guardias tenían que estar más que atentos. De pronto, noté que Syu se aferraba a mi cuello y me levanté de un bote mientras el felino, que se había acercado subrepticiamente, protestaba, maullando y escrutando el mono detrás de mi cabello.

—¡Lieta! —la llamó Maoleth, impaciente, en medio de la conversación.

Lieta emitió un gruñido poco habitual para un gato pero volvió hacia el elfo oscuro. En un arranque de orgullo gawalt, Syu sacó la cabeza para enseñarle la lengua.

«¡Huye, cobarde!», exclamó, con una risita vengativa.

Puse los ojos en blanco. Me acerqué a la chimenea para volver a meter las brasas que habían rodado fuera, escuchando la conversación de los demás con una oreja: no se ponían de acuerdo.

—Tengo una idea —anuncié de pronto, sentándome otra vez en mi silla. Todos se volvieron hacia mí interrogantes y me sentí súbitamente algo intimidada—. Esto… Es una simple idea —agregué.

—Adelante, no te cortes —me animó Spaw, con un interés sincero—. Seguramente será una mejor idea que el de cargar contra los guardias a lo bestia.

Esbocé una sonrisa. Si la cuerda de ithil podía soportar un dragón rojo, podría soportar a cinco demonios, razoné. Entonces, les expuse mi plan.

* * *

La noche había caído ya desde hacía unas horas cuando salimos de casa de Naé Ril-de-Ya. Recorrimos la ribera del Trueno hacia el sur, hundiéndonos profundamente en la nieve a cada paso. Los guié más allá de Roca Grande y de la pequeña cascada, hasta el lugar donde más de un año atrás había concluido un pacto con Drakvian.

—Ya hemos llegado —declaré, girándome hacia los demás. Me deshice de mi saco y se lo tendí a Maoleth. Tras una vacilación, le entregué Frundis a Spaw.

—No me gusta tu plan —masculló Spaw, por la enésima vez. Sin embargo, cogió el bastón.

—Sé prudente —me dijo Kwayat con gravedad.

—Y, sobre todo, que no te vean —comentó Askaldo.

Sabía que Askaldo no se preocupaba realmente por mí, sino por lo que pensarían unos saijits al ver aparecer de pronto un ser mutante en plena noche… Los saludé con la mano, como hacían los demonios.

—En un par de horas como mucho estaré del otro lado —solté, antes de dar media vuelta y de volver hacia Ató.

Finalmente los demás habían decidido que mi plan era el más realizable de todos. Realizable… pero todo se basaba en que yo sería capaz de pasar el puente sin que nadie me viese. Al principio, todos se habían burlado de mí y Askaldo hasta me había preguntado en tono mofa si tenía alguna poción de invisibilidad en mi saco. Sin embargo, cuando les hice una demostración de mis armonías, quedaron asombrados y enseguida vieron mi plan con ojos más favorables. Tanta confianza en mis dotes de sigilo me dejó algo preocupada. ¿Y si todo salía mal? Maoleth, previendo esa eventualidad, me había enseñado algunos trucos para que los guardias perdieran mi rastro durante mi huida.

«¿Por qué siempre tienes que pensar que te va a salir todo mal?», suspiró Syu, mientras llegábamos a los lindes del bosque.

Me mordí el labio, pensativa, mientras miraba las luces de Ató.

—Un gawalt actúa bien y rápido —pronuncié en voz baja, recordando las palabras que un día me había dicho Syu.

Me envolví con armonías de oscuridad y de silencio, me levanté y salí de mi escondite. Percibí otro suspiro del mono. Aunque no lo formulase, su pensamiento estaba claro: ¿para qué complicarse la vida y no volver al Ciervo alado con Dol, Deria, Aryes, Kyisse y los demás? Meneé la cabeza.

«Syu, ningún saijit normal cambia de color de piel», expliqué con paciencia. «Creerían que soy algún monstruo. Un hada negra. Un saïnal. O… o un demonio», sonreí con ironía. «Y no estarían tan alejados de la realidad», agregué.

Syu meneó la cabeza, incrédulo. «Saijits», se contentó con soltar, elocuente.

Sonreí. Ojalá todos los saijits tuviesen la clarividencia de Syu, pensé. Acabé de reforzar las armonías y me dirigí silenciosamente hacia Ató. Cinco demonios contaban conmigo para cruzar el Trueno y no quería defraudarlos.

* * *

Había en total dos guardias a cada extremidad del puente. Más los que estaban en las torres, recordé. No había que olvidarlos.

Después de reptar un tiempo considerable entre la nieve, estaba ahora escondida debajo del primer arco del puente. Procurando no resbalar tontamente hasta el Trueno, me acerqué a la torre contigua y eché un vistazo prudente hacia el puente. Los dos guardias hablaban en voz baja, echando ojeadas a su alrededor.

—Mira que ayer se os escapó de las manos —suspiraba uno—. Tanto nadro y tanto escama-nefando, pero luego no somos capaces de parar a un hada negra.

—No hables a la ligera de esos seres —lo previno su compañero—. La gente piensa que tienen poderes oscuros, pero lo que realmente tienen oscuro es el corazón. Y eso es más terrible que la nigromancia, créeme.

—Mi buen Sílidrin —se rió el otro por lo bajo—, siempre tan poético. Lo del oscuro corazón lo arreglo yo con un tajo de espada. No son más resistentes que nosotros. A fin de cuentas, son saijits.

—Yo no estaría tan seguro —replicó el llamado Sílidrin.

Se oyó un estornudo. Los guardias callaron súbitamente.

—¿Qué ha sido eso?

Reprimí un gruñido exasperado.

«Syu…»

«No he podido evitarlo», se disculpó el mono, tapándose la nariz con la cola.

De pronto, la brisa se levantó y se oyó el silbido del viento entre los árboles.

—Ha sido el viento —dijo al cabo Sílidrin. Espiré suavemente, aliviada—. O tal vez no —añadió el guardia, en un murmullo casi inaudible.

Por prudencia, esperé quizá un cuarto de hora debajo del puente hasta que los guardias retomasen un tono tranquilo de conversación. Al cabo, salí de mi escondite rodeada de armonías, parándome junto a la torre. Había hecho unos agujeros en mis guantes para poder sacar mis garras, y me di cuenta de que, efectivamente, había sido una muy buena idea: la piedra de Léen era muy poco apta para la escalada. Aun con las garras sería imposible subir aquello sin resbalar… tomé una inspiración, cogí carrerilla y trepé a toda prisa por la torre. Subí unos dos metros y, antes de que volviese a caer, tomé impulso y salté sobre el pretil del puente. El leve crujido que emití al aterrizar me dejó inmóvil durante unos instantes, convencida de que había despertado a todos los guardias de Ató. Oí la risa ahogada de uno de los guardias y me relajé. Ahora sólo cabía esperar que no mirasen hacia atrás…

«Esto es una locura», le declaré a Syu, mientras reforzaba otra vez mis armonías. Sin embargo, no era el mejor momento para echarse atrás.

Lista para echar a correr en caso de que alguien diese la alarma, avancé progresivamente por el puente, con una lentitud irritante pero necesaria. Llegaba a la otra extremidad del puente cuando uno de los guardias que vigilaban la parte este empezó a girarse, como notando una presencia… Pero no pudo ver nada porque yo ya había salido del andén y avanzaba los últimos metros por un saliente exterior del puente. Cuando llegué a tocar el suelo de la otra orilla, por poco no solté una exclamación triunfal. ¡Lo había conseguido!

«Syu, ¡ha sido impresionante!», exclamé mentalmente, tapándome la boca para reprimir una carcajada.

«Has sido impresionante», me corrigió, divertido.

Sonriendo anchamente, me senté en una piedra y respiré profundamente varias veces para calmarme. Fruncí el ceño, tratando de restarle importancia a mi proeza. “Quien gana una vez no se sabe si es por habilidad o por suerte”, me repetí, implacable. No podía permitirme relajarme todavía: antes tenía que alejarme del puente sin que nadie me viera.

Estaba con estas reflexiones cuando oí un grito estridente desgarrar el aire nocturno. Me levanté muy lentamente, aterrada.

—¡Nadros rojos! —exclamó alguien.

Se oían ruidos de botas precipitadas por el puente y por las escaleras de las torres. Una voz autoritaria dio órdenes. La capacidad de organización de los guardias de Ató era bastante impresionante, reconocí, al echar un vistazo hacia el grupo que se alejaba hacia el bosque.

El viento helado se infiltraba por los arcos del puente, como pidiéndome que me marchara. Me envolví otra vez en armonías, salí a descubierto y me puse a recorrer la orilla con prudencia. Resoplé silenciosamente. Nadros rojos. Recordaba haber oído que ese invierno los nadros rojos estaban más agitados que otros años. Con aquel frío, no era de extrañar que bajasen de las montañas.

«No hay ni un maldito arbusto», refunfuñé, mientras avanzaba con cautela. Una hilera de antorchas bailaba por el camino del sureste, hacia la parte menos frondosa del bosque. Sumida como estaba en las sombras, era poco probable que me viesen los guardias, razoné. Aceleré el ritmo y alcancé la primera fila de árboles.

La verdad era que mi plan me parecía cada vez menos acertado. Si los guardias empezaban a peinar a fondo el sotobosque en busca de nadros rojos… podía ser un gran inconveniente. Tal vez fuese mejor esperar una hora más a que todo se calmase. Tal vez. Sin embargo, deseché tal opción: mis compañeros no sabrían por qué tardaba tanto en aparecer y quién sabe qué decidirían hacer.

Syu se removió sobre mi hombro.

«¿Y entonces qué hacemos?», preguntó.

«Vamos a hacerlos cruzar», decidí.

Me mantuve cerca de la orilla y seguí avanzando con rapidez. Pasé por la pequeña cascada. Di un rodeo para evitar un barranco lleno de nieve. Y llegué finalmente al lugar acordado. En la lejanía, oí unos rumores de batalla. Los guardias habían acabado por encontrarse con los nadros rojos, pensé, mientras me acercaba a la ribera. No se veía nada en la otra orilla: estaba todo ahogado en las tinieblas. Creé una esfera armónica de luz, la dejé flotar y desaparecer. Entonces trepé a un árbol enorme y dibujé rápidamente una marca luminosa y armónica en un hueco del tronco. Me aparté prudentemente y esperé. Poco después oí el silbido de una flecha y un ¡pop! ensordecido por el ruido del Trueno. Volví a trepar por el árbol y encontré los restos energéticos de la marca luminosa. Hice lo posible para borrar el rastro energético y agarré la cuerda de ithil que pasaba a unos centímetros por encima de mi cabeza.

«¿Y la flecha?», me pregunté mentalmente.

«¡Aquí!», dijo Syu.

Lo seguí por encima de unas ramas gruesas y espanté a una ardilla que soltó un chillido de protesta. La flecha colgaba del otro lado del árbol. Enarqué una ceja. Me sorprendía la poca puntería del tiro. A lo mejor Maoleth no era tan buen cazador como me había dejado suponer. Recogí prudentemente la cuerda hasta llegar a la flecha, deshice el nudo y me dirigí hacia la rama más baja y resistente que encontré. Una vez atada la cuerda, estiré fuerte para comprobar que nadie se caería al agua por mi culpa y di varios tirones para que mis compañeros entendiesen que, de mi lado, todo estaba listo.

Un par de minutos después, la cuerda se puso a vibrar. Spaw aterrizó en la orilla este, con Frundis atado a la espalda.

—Ya pensaba que te habían raptado las hadas negras —bromeó, al llegar. Se inclinó y dio dos tirones a la cuerda para significar a los demás que podían seguir cruzando.

—Hadas negras, no sé, pero los guardias están peleando ahora mismo contra unos nadros rojos —lo informé, mientras él me tendía a Frundis. El bastón exultaba.

«¡Menuda travesía!», exclamó, encantado. Por lo visto, en su larga vida, nunca ningún portador le había hecho pasar por encima de un río mediante una cuerda.

—Oh, así que eran nadros —respondía el demonio, ladeando la cabeza, como agudizando el oído—. Esperemos que no vengan por aquí. Además, tendremos que esperar a que vuelva Maoleth antes de alejarnos de este lugar. Te ha seguido hasta el puente, para ver cómo te las arreglabas.

Enarqué una ceja, preguntándome con curiosidad qué hubiera hecho Maoleth de haberme pillado los guardias.

—Espero que no lo pillen a él —resoplé, con una mueca burlona—. Pero si Maoleth me ha seguido, ¿quién ha lanzado la flecha? —inquirí.

Spaw soltó una carcajada silenciosa.

—Chayl. Maoleth le había dado el arco a Askaldo, pero luego los primos se han puesto a discutir. Que si Askaldo no sabía manejar un arco, que si a Chayl le faltaba fuerza para darle al árbol… —Suspiró, divertido—. Finalmente, les he propuesto jugar una partida de cartas para zanjar el asunto. Y ha ganado Chayl. ¡Menudo par!

Sonreí en la oscuridad.

—Una suerte que la flecha no haya acabado en el agua —apunté.

Recogimos el primer saco que pusieron sobre la cuerda y volvimos a dar dos tirones. Se oyeron murmullos en la otra orilla.

—Tengo curiosidad —dijo entonces Spaw, rompiendo el silencio—. Cuando fuiste a recuperar a Syu y a Frundis, ¿te encontraste con Aryes, verdad?

Hice una mueca al oírlo abordar el tema.

—Me lo encontré —asentí, expectante.

—Ah. —Spaw puso cara pensativa—. Supongo que se habrá sorprendido al verte tan colorida como un atrapa-colores —comentó con desenfado, retomando el apodo que me había dado Maoleth—. Y supongo que le habrás contado todo sobre Driik, Askaldo, la poción y todo eso…

Me encogí de hombros mientras observaba cómo se acercaba el siguiente saco.

—Le conté todo lo que me ha pasado en el Mausoleo de Akras —repliqué.

Percibí la media sonrisa de Spaw.

—¿No le dijiste adónde ibas?

Reprimí un suspiro exasperado. A veces, Spaw era demasiado curioso.

—Le dije que iba a buscar una poción para curar mi mutación —contesté simplemente. Cogí el saco y le di dos tirones a la cuerda, recordando mi conversación de la noche anterior.

Después de salir de casa de Dol, le había contado brevemente al kadaelfo lo que me había ocurrido. Con cada palabra que pronunciaba, su rostro había ido ensombreciéndose. Primero, se quedó impresionado al entender la naturaleza de mi piel cambiante y luego se mostró aterrado al saber que viajaba con nada menos que Askaldo para ir a liberar a un alquimista de las garras de un demonio renegado. Aryes enseguida había entendido que no podría acompañarme en este viaje. Al fin y al cabo, ningún saijit lo suficientemente cuerdo se metería en los asuntos personales de los demonios. Tratando de relajar el ambiente, me había recordado algunos consejos gawalts del maestro Dinyú y había observado que, si a pesar de todos nuestros esfuerzos mis compañeros y yo no encontrábamos a Seyrum, tampoco se acababa el mundo.

Reprimí una sonrisa al recordar la escena. Debía reconocer que Aryes había aceptado mi mutación con una facilidad asombrosa. Eso ya era todo un mérito, pensé.

De pronto, Spaw se dio la vuelta con brusquedad. Despertando de mis pensamientos, lo imité, frunciendo el ceño.

—¿Qué…?

El humano me cogió del brazo, imponiéndome silencio con un silbido entre dientes. Retrocedimos unos pasos y él dio varios tirones a la cuerda de ithil para advertir que habíamos visto algo y que detuviesen la travesía.

Agudicé el oído y seguí su mirada, pero no alcancé a ver nada entre tanta oscuridad. Unos minutos más tarde, Spaw se incorporó.

—Voy a explorar un poco la zona —declaró en voz baja—. Vuelve a decir a los demás que sigan cruzando.

—Mm —asentí. Lo vi desaparecer entre los árboles en silencio y agité la cuerda antes de retomar mi puesto de observación. Realmente no se veía nada, me dije. Y dudaba de que hubiera visto mejor si hubiese estado a campo abierto: el cielo estaba totalmente cubierto de nubes que apenas dejaban adivinar las formas difusas de la Vela y la Luna.

En un momento, algo se movió a mi izquierda y Syu se agitó asustado, notando mi tensión. Escudriñé la oscuridad, inquieta. ¿Y si algún monstruo estaba acechándome con la intención de desayunar una ternian mutante? ¿Acaso podía ser un nadro rojo? ¿O un lobo?

«A lo mejor es un gawalt», replicó Syu, con una risita nerviosa.

Sonreí a medias pero di un bote hacia atrás cuando vi surgir una sombra de entre unos arbustos. Solté un resoplido de alivio. Era Spaw.

—Nada —me anunció, al reunirse conmigo—. He visto el rastro reciente de unas botas —añadió, en voz muy baja—. Alguien nos espía.

Traté de no inmutarme y seguimos ocupándonos de la travesía de los demás. El siguiente fue Chayl, luego Askaldo y, poco después, llegó Maoleth, acompañado de una Lieta aterrorizada. Kwayat fue el último en cruzar. Aterrizó algo violentamente contra el árbol y todos se burlaron, divertidos, mientras yo me percataba de un pequeño fallo en mi plan tan genial: ¿cómo iba a recuperar la cuerda de ithil? En el mismo instante en el que llegaba tristemente a la conclusión de que tendría que abandonarla, noté que la cuerda se aflojaba y caía al agua.

—Naé —explicó Maoleth con una sonrisa al advertir mi sorpresa.

Enrollé mi cuerda y la guardé con precaución en mi saco. Y decir que tan sólo llevaba un día en mi posesión y ya nos había servido para cruzar el Trueno…

«¿No te estarás encariñando de una cuerda?», se burló Frundis, a mi espalda, suspendiendo por un momento su melodía de guitarra.

Puse los ojos en blanco y seguí a los demás hacia el interior del bosque.

«Ya me he encariñado de un bastón compositor, ¿qué tiene de malo encariñarse con una cuerda?», pregunté, socarrona, mientras andaba.

«¿He dicho yo que fuese malo?», replicó el bastón con una risita teatral. «Las cuerdas son una de las bases de la música, me parece estupendo que aprendas a congeniar con ellas. Mira cuántas cuerdas hay en los instrumentos. Las cuerdas de la guitarra. Las cuerdas del violín…»

«Las cuerdas vocales», completé, divertida, viendo que Frundis empezaba a delirar. El bastón, tras enumerar unos cuantos instrumentos más, se puso a improvisar una mezcla experimental que nos dejó a Syu y a mí bastante impresionados.

Nos alejamos rápidamente de la orilla y seguimos hacia el sur, evitando los caminos y los claros. La persona que nos espiaba no había vuelto a mostrar signos de vida. Pero claro, ¿quién podía estar seguro de que no nos seguía? Tal vez fuese algún espía de Ató. O algún demonio, sirviente de Driikasinwat. O un hada negra. A menos que fuese simplemente un granjero del vecindario que había salido a pasear en plena noche y al oír el ruido de la batalla contra los nadros rojos hubiese huido prudentemente… Pero era poco probable. Después de darle vueltas al asunto durante largo rato, me aburrí y dejé que Frundis animara mis pasos. Tiempo más tarde, Maoleth se giró hacia mí y me dijo sonriente:

—Por cierto, Shaedra, tu travesía del puente me ha dejado impresionado. Me pregunto de dónde has sacado esa habilidad.

Sonreí anchamente.

—La verdad es que a mí también me ha dejado bastante impresionada —repliqué simplemente. Y solté una risita puerilmente satisfecha mientras Syu se burlaba de mi orgullo gawalt.

16 Remolinos y tempestades

Estuvimos caminando durante toda la noche y todo el día siguiente, haciendo breves pausas y procurando mantenernos lejos del camino que llevaba al paso de Marp. A Askaldo le preocupaba dejar un rastro tan claro en la nieve, y Maoleth estaba de mal humor porque Lieta se había hecho una pequeña herida en la pata al precipitarse contra un puercoespín. Al ver la gata cojear, Syu no pudo contener un comentario burlón.

«No es bueno alegrarse del mal ajeno.», lo recriminé sabiamente. Y apunté con una sonrisilla irónica: «Además, te recuerdo que a ti te pasó algo muy parecido con un cactus.»

Mis palabras dejaron al gawalt sin réplica y noté cómo miraba a la gata con más compasión.

Aún era de día cuando llegamos a un claro con una pequeña hondonada. En el hueco, había tres tiendas color arena que se confundían casi con la nieve. Me detuve en seco al verlas. Mil demonios y cuatro gatos, pensé.

—Media vuelta —declaró Maoleth, tenso.

Seguimos su consejo pero enseguida me paré otra vez al percibir un movimiento entre los árboles.

—Esto me da muy mala espina —opiné, recolocando mejor mi capucha.

—Sobre todo que en las tiendas no parecía que hubiese nadie —completó Spaw.

—Estamos rodeados —dijo Chayl. Su voz temblaba ligeramente.

No vi en ningún momento que lo que afirmaba fuera cierto, pero cuando Maoleth se puso a correr con Lieta en brazos, lo seguimos todos precipitadamente. Habíamos recorrido unos veinte metros cuando me fijé en la dirección que estábamos tomando.

—Er… ¿Maoleth? —solté, con aprensión—. Nos estamos dirigiendo hacia el Trueno.

Al oír eso, Maoleth frenó. Lieta soltó un maullido interrogante y su amo resopló.

—Cierto —admitió.

Spaw soltó una carcajada.

—¡Perfecto! —declaró—. ¿Volvemos a cruzar con la cuerda de Shaedra? Aunque a lo mejor llega algún ejército de levitadores para ayudarnos a cruzar. O bien unas hadas negras, dicen algunos que son tan raras que les salen alas de cuando en cuando…

—Spaw Tay-Shual —tronó Kwayat, mirándolo con severidad.

No añadió nada más, pero su tono acalló el discurso burlón del joven templario. Aunque, de todas formas, este no habría podido seguir porque tan sólo unos segundos después resonó en todo el bosque un grito desgarrador. Nos giramos bruscamente hacia el este.

—Habíamos tomado la dirección correcta —concluyó Maoleth. Y retomó la carrera hacia el oeste, tras agregar—: ¡Luego giraremos hacia el sur!

¿Quién había podido gritar de esa forma?, me pregunté, estremeciéndome. El alarido me había recordado la batalla contra las mílfidas…

—¿Shaedra? —me dijo Kwayat, al ver que no los seguía.

—¿Y si son nadros rojos? ¿Y si los habitantes de esas tiendas necesitan ayuda? —pregunté, mordiéndome el labio, nerviosa.

Se oyó entonces un choque de acero. Y lo siguió otro… Mi instructor meneó la cabeza.

—No son nadros rojos. Tiene toda la pinta de ser una batalla entre bandidos saijits o algo por el estilo. Nada que nos incumba.

Asentí. Kwayat tenía razón. Sin pensarlo más, eché a correr y alcanzamos a los demás rápidamente.

Aun cuando el crepúsculo dio paso a la noche seguimos avanzando. Caminábamos ahora en una pradera que por algún misterio energético tenía una capa de nieve menor. El cielo estaba totalmente despejado y aquella noche al menos la Vela y la Luna alumbraban nuestro camino.

—Estáis locos —soltó de pronto Chayl, rompiendo un largo silencio—. ¿Vamos a continuar… andando hasta Ombay… sin dormir ni una sola vez?

El dedrin avanzaba detrás, arrastrando los pies. Nos detuvimos todos para esperarlo.

—Por una vez, tienes razón —admitió Askaldo detrás de su velo negro—. Yo estoy agotado.

—Y yo —apoyé.

Maoleth asintió con la cabeza.

—Está bien. Lieta también está cansada —añadió con una sonrisa, mientras la gata sacaba una cabeza adormilada del saco que llevaba el elfo sobre su pecho.

Nos instalamos cerca de una colina de rocas, encendimos un pequeño fuego y comimos pan con arroz. Estábamos todos exhaustos y apenas hablamos antes de envolvernos en nuestras mantas y caer profundamente dormidos. Kwayat fue quien montó la guardia el primero. Tal vez él nunca se cansaba, pensé, mecida por la lenta música de Frundis.

Poco antes de despertar, soñé con un pájaro negro que caía en picado e iba creciendo y creciendo hasta transformarse en un dragón negro. Soltaba relámpagos fulminantes a diestro y siniestro y entonces se fijaba en mí. Sus ojos eran negros como el carbón.

Abrí los ojos, sobresaltada, y me di cuenta de que apenas empezaba a clarear. Fruncí el ceño. No me habían despertado para el turno de guardia. Sentado en una roca, vi a Maoleth molestando a Lieta para que le enseñase la pata herida. Sonreí, me levanté y fui a sentarme junto a él.

—Buenos días —murmuré, para no despertar a los demás—. ¿Qué tal anda Lieta?

El elfo oscuro miró su felino y puso los ojos en blanco.

—Bien —contestó—. Lieta no es un gato cualquiera y sabe cuidarse. Es tozuda, eso sí.

Observé la gata bostezar perezosamente y alejarse en la nieve de la pradera.

—Es grande para ser un gato —noté.

Maoleth dejó escapar una leve carcajada.

—Sí. En realidad es una drizsha. Es una especie mitad gato, mitad catraínde.

Agrandé mucho los ojos, sobresaltada. ¡Un catraínde! Los gatos bersérkers…

«Ya sabía yo que no era un gato normal», masculló Syu, trepando sobre mi hombro. Todo sueño lo había abandonado al oír hablar de gatos.

Aun así, Lieta no parecía un felino tan peligroso como los catraíndes, pensé. A saber lo que era un drizsha realmente.

—Vaya —resoplé, sorprendida—. Nunca había oído hablar de los drizshas. En cualquier caso, pareces comunicar bien con ella —observé inocentemente.

Maoleth esbozó una sonrisa, adivinando mi pregunta implícita.

—Sí. Los drizshas tienen una real facultad para comunicar. Que si tienen frío, que si pasan hambre… Mandan ondas sensitivas para hacerse entender. Y, por lo que he oído, los catraíndes poseen una facultad parecida, pero no la usan para comunicar: en vez de mandar las ondas al exterior, las guardan en su interior. Por eso se los llama los gatos bersérkers…

Escuché con cierta fascinación las explicaciones del demonio elfo oscuro, cada vez más convencida de que no utilizaba ni kershí ni bréjica para comunicar con su gata, o más bien con su drizsha.

Cuando los demás despertaron, desayunamos y conversamos alegremente antes de retomar la marcha. Nuestro viaje hacia Ombay siguió tranquilamente su curso. Chayl se aficionó a escuchar las historias de los saijits, pidiéndome todos los días que yo le contase alguna. Askaldo me enseñó varias leyendas y canciones de los demonios. Kwayat siguió dándome lecciones sobre el sryho y cada noche, junto a Maoleth, se aseguraba de que las inestabilidades de mi Sreda y la de Askaldo no iban a peor.

Curiosamente, en aquellos días, me sentí por primera vez plenamente una demonio, y me reí de mí misma por aquel pensamiento: casi habían pasado tres años desde que había bebido la poción de Seyrum. ¡Ya era hora de que me aceptase como demonio!

Y lo cierto era que los demonios no tenían costumbres muy diferentes de las de los saijits. Spaw, Chayl y yo echábamos siempre una partida de cartas después de la cena. Askaldo solía cantar largas baladas junto a nosotros y me maravillaba su don para contar e improvisar historias. Los más silenciosos eran Maoleth y Kwayat. El primero desaparecía casi todas las noches, acompañado por su drizsha, y daban largos paseos por los alrededores, entre las sombras, como dos cazadores solitarios. Y Kwayat se sentaba a menudo un poco aparte y contemplaba en silencio las estrellas como buscando alguna respuesta en ellas. Un demonio trágico y distante, como había dicho un día Spaw. En aquellos momentos, no podía evitar preguntarme en qué estaría pensando mi instructor.

Avanzábamos cada día más hacia el sur, sosteniendo un ritmo rápido. Siempre eran Kwayat y Maoleth los que decidían cuándo nos parábamos, y hacíamos pausas regularmente. Según explicaron, temían que Askaldo y yo nos cansáramos demasiado y que el estado de nuestra Sreda empeorase con la fatiga. El elfocano afirmó un día, divertido, que jamás unos demonios inestables habían estado tan bien cuidados.

Acabamos cruzando el camino principal con mucha prudencia y nos metimos en las primeras montañas de las Hordas para luego volver a bajar hacia el paso de Marp. Estábamos en pleno invierno y ni un gran especialista de las Hordas habría preferido evitar los montes y pasar por el desfiladero. Aun así, para Askaldo y para mí el riesgo no dejaba de ser bastante elevado dado que la entrada al paso estaba guardada por un portal.

De pie, en la colina que llevaba al paso de Marp, observé con admiración los enormes acantilados a ambas partes del desfiladero. Al pie de esas murallas naturales, estaba la puerta, con su torre de guardia, y un poco más allá, junto a un afluente, se encontraba el pueblo de Harstok. Era una simple aldea en la que destacaba un gran edificio de color azul.

—¿Qué opináis? ¿Pasamos las puertas hoy? —preguntó Spaw, echando una ojeada al cielo de la tarde.

—No —decidió Maoleth—. Apenas nos quedan dos horas de sol. No me apetece dormir en el desfiladero. Pasaremos la noche en el Plebento, nos vendrá bien después de tanto viaje.

Enarqué una ceja, interrogante, pero fue Chayl quien preguntó:

—¿El plebento?

—Es el nombre del albergue de este pueblo —explicó Maoleth—. No creáis que soy un gran viajero —añadió—, pero ya he pasado varias veces por este paso. ¿Vamos?

Reprimí una mueca y asentí, preguntándome si realmente era prudente meterse en un pueblo de saijits a la luz del día. Pero Maoleth, al parecer, lo tenía todo previsto y confiaba en su plan. Nos había pedido a Askaldo y a mí que nos embadurnásemos con unos ungüentos preparados por Naé Ril-de-Ya. El producto, de un color rojizo, daba la impresión de que ambos estábamos cubiertos de placas rojas e inflamaciones. Sobre nuestra ropa habitual, habíamos vestido todos menos Maoleth unas anchas y largas togas negras. Las mismas que llevaban los monjes de la Orden de Vaersin, el Dios del Dolor.

Así disfrazados, tomamos el camino principal y entramos en la aldea de Harstok, en fila y con paso lento y mesurado, como los buenos monjes de Vaersin que éramos. Maoleth caminaba a nuestro lado, haciendo de guerrero mercenario. Pasamos las primeras casas sin ver a nadie y llegamos al edificio azul, donde colgaba un cartel que rezaba «el Plebento de los viajeros». Venía acompañado de un dibujo con un tenedor dentro de una bota.

«Curiosa insigna», le comenté a Syu. El mono, metido debajo de mi túnica, estuvo a punto de sacar la cabeza para echar un vistazo pero le recordé que nadie debía verlo. Habría sido una pista demasiado evidente para el capitán Calbaderca. Ya era bastante que Maoleth llevaba un bastón en la espalda.

Cuando Kwayat se avanzaba para abrir la puerta de la taberna, vi la silueta de un humano detrás de una de las ventanas. Al entrar, me fijé en que no solamente la taberna era mucho más grande que la del Ciervo alado, sino que además tenía bonitas columnas esculpidas en gruesos troncos de madera que me recordaron a las de Dumblor. La sala en sí estaba vacía, con la excepción de tres hombres que hablaban en tono quedo y perezoso.

—Buenos días, venerables monjes —dijo una voz a mi derecha.

Junto a la ventana, el humano nos hizo un saludo respetuoso y nosotros contestamos con breves gestos de cabeza. Resultaba que Maoleth conocía un poco las manías de los monjes de Vaersin y había intentado explicárnoslas con detalle. Yo ya conocía algunas, gracias a Wigy y mis visitas al Templo en Ató, pero eso no me impedía estar segura de que en cualquier momento podíamos cometer un error más que comprometedor.

—Buenos días, buen hombre —soltó Maoleth, adelantándose con desenfado—. Te aviso, los monjes han hecho voto de silencio. Si he entendido bien, creen que así podrán evitar que llegue un Ciclo del Hielo.

Su tono de voz revelaba una mezcla de burla y respeto muy bien conseguida.

—Ojalá lo consigan —replicó el tabernero—. ¿Venís del este, verdad?

—No, del oeste —contestó Maoleth—. Y yo personalmente me dirijo hacia Tenap. Supongo que seguiré viajando con mis nuevos compañeros durante unos días, aunque lo que me pagan no sea ninguna maravilla. ¡Los protegeré mientras rezan! —bromeó.

El tabernero nos condujo a una mesa y nos sentamos todos menos Maoleth y Kwayat, que se encargaron de pagar un cuarto para una noche. Mientras nosotros guardábamos un silencio total, el elfo oscuro estuvo hablando largo rato con el tabernero, sobre los problemas de Éshingra y sobre los precios de la comida. Incluso se inventó varias historias con una facilidad asombrosa, contando que de joven ayudaba a su padre como ropavejero pero que prefería mil veces la vida de mercenario que llevaba ahora.

—¿Lo que te depara la vida, eh? —soltó con una sonrisilla—. Es curioso, la última vez que pasé por aquí había más actividad —añadió, cambiando de tono.

—Normal —contestó el humano con aire sombrío, mientras limpiaba su mostrador—. En invierno no hay ni un ratón. Y este año hay todavía menos tránsito. Los comerciantes ajensoldrenses no se fían de los caminos de Éshingra, y con razón. Ojalá esa guerra acabe rápido.

—En cuanto haya ganado algunos kétalos en uno de los dos bandos —apuntó Maoleth, con una sonrisa torva.

—Oh, hay más de dos bandos, tranquilo —intervino uno de los tres hombres sentados, con tono algo sarcástico—. Tendrás donde elegir. Aunque por el momento no se sabe ni si realmente están en guerra los reinos de las Comunidades o si se trata de una guerra entre cofradías o gremios. Pero lo que está claro es que más allá del paso de Marp hay mal ambiente.

Maoleth enarcó una ceja.

—¿Venís de Éshingra?

El hombre se carcajeó.

—No, somos campesinos de Harstok. Ni se me ocurriría viajar hasta ahí —afirmó.

Cuanto más los oía hablar de Éshingra, más me preguntaba si era juicioso meterse en una zona tan peligrosa. ¿No hubiera sido más prudente pasar por el oeste y embarcar en Mirleria, rumbo a la Isla Coja? Reprimí un suspiro y eché un vistazo hacia mis compañeros. Con la cara velada, mi visión no era tan buena pero pude adivinar la expresión fascinada de Chayl, quien detrás de su capucha negra observaba a los saijits como si nunca hubiese visto uno.

Estuvimos esperando pacientemente a que llegase la hora de cenar. Varias veces alcancé a oír el suspiro exasperado de Askaldo antes de que el tabernero nos llevase al fin unos platos de sopa caliente. Empecé a comer, hambrienta, pasando incómodamente cada cucharada por debajo de mi velo. Maoleth, dejándonos a nuestras plegarias, fue a sentarse con los campesinos y los cuatro se pusieron a hablar por los codos de cosas sin importancia durante al menos una hora hasta que los tres lugareños decidiesen volver a sus casas.

—¡Bueno! —dijo Maoleth, cuando en la taberna ya no quedábamos más que nosotros—. No sé vosotros si seguiréis rezando o qué, pero yo estoy agotado de tanta caminata y voy a subir al cuarto. Venerables monjes —añadió con ironía.

Se levantó Askaldo. Lo imitamos y seguimos al tabernero y a Maoleth hacia los pisos de arriba. El humano nos dejó entrar en el cuarto, diciendo con tono solícito:

—Si necesitáis algo, podéis hacer sonar la campana, en cualquier momento del día o de la noche. Espero que el Plebento sea de vuestro agrado y que el entorno sea adecuado para vuestras plegarias. Buenas noches —añadió, inclinándose respetuosamente.

Estuve a punto de contestarle pero ahogué mi respuesta en un sonido de asentimiento. El tabernero volvió a su taberna, Askaldo cerró la puerta y él y yo nos quitamos el velo con alivio. Intercambiamos miradas elocuentes, sin atrevernos a hablar.

—A dormir —soltó Maoleth burlonamente, antes de que nadie rompa su voto de silencio—. ¡Que Vaersin os acompañe en vuestros sueños!

Spaw y yo sonreímos, divertidos, mientras Askaldo fulminaba al elfo oscuro con la mirada. Absteniéndonos de todo comentario, nos tendimos en nuestras camas y tuve que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada al ver que Askaldo y Kwayat no cabían en las suyas. Sus pies rebasaban varios centímetros, y Askaldo parecía algo contrariado.

«A los gawalts eso no les pasa», comenté, sonriente.

Syu saltó hasta la cama de Kwayat y observó con interés el fenómeno. Y luego frunció el ceño.

«A los gawalts tampoco les huelen los pies», replicó, volviendo a mi cama. Y entonces se detuvo, husmeó su propio pie y movió la cola, satisfecho.

Mientras tanto, yo había tendido mi manta para no embadurnar la cama con mi ungüento y me tumbé, exhausta de tanto viaje. Acogí al mono acariciándole maquinalmente la cabeza y permanecí así un rato, meditativa.

«Estás pensando», me avisó el gawalt, burlón.

«Lo sé», admití, y esbocé una sonrisa. «Menos mal que estás aquí para avisarme» Y entonces bostecé y dejé de pensar. «Buenas noches, Syu.»

Por toda respuesta, Syu dio varias vueltas sobre la manta antes de instalarse y reprimí una risita.

«Te pareces cada vez más a Lieta.», comenté.

El mono gruñó y se acurrucó junto a mí.

«Es ella la que me imita», replicó.

Por supuesto, pensé, divertida, antes de cerrar los ojos. Enseguida caí en un profundo sueño del que desperté bruscamente, horas más tarde, al oír un ruido extraño contra la ventana. Al abrir los ojos, vi que Lieta había trepado hasta el bordecillo y contemplaba la noche por los cristales. Sus ojos verdes se clavaron en los míos un instante antes de volver a su muda contemplación. Tuve la impresión de que había querido decirme algo, pero no la entendí.

* * *

A la mañana siguiente, después de desayunar, nos dirigimos directamente hacia la puerta del Paso de Marp y dejamos a Maoleth encargarse de presentarnos y explicar el motivo de nuestro viaje.

—Soy un guerrero —decía el elfo oscuro con soltura—. Y ellos son monjes de Vaersin…

Añadió algo en tono más bajo, para que no lo oyéramos, y el guardia que nos atendía puso cara molesta.

—Usted no es eriónico, ¿verdad? —replicó con una mueca.

—Sólo lo soy cuando me conviene —sonrió Maoleth, burlón.

El guardia meneó la cabeza pero se echó a un lado.

—Adelante, pasad. Os deseo buena suerte, venerables monjes —añadió con sinceridad—. Los caminos tienen muchos peligros. Sed prudentes.

En aquel momento casi sentí vergüenza por nuestros disfraces. Pasamos las puertas abiertas y nos metimos en el desfiladero con una facilidad asombrosa. Reprimí una risita aliviada. ¡Por Nagray! Sólo entonces me di cuenta de toda la tensión que había ido almacenando al imaginarme que el guardia nos pediría a todos que enseñásemos nuestros rostros. Tuve ganas de pegar unos saltitos de alegría pero me contuve: los vigías de la torre aún podían vernos y tal vez se hubieran preguntado qué hacía un monje de Vaersin brincando en un desfiladero.

—¡Un problema menos! —soltó Maoleth, cuando nos hubimos alejado lo suficiente.

—¡Por la Mente, Maoleth! —resopló Askaldo, mientras avanzábamos a buen ritmo—, ¿qué ha sido todo ese teatro? ¡Te has burlado a ultranza de los eriónicos! Es una suerte que no hayas caído con uno de esos saijits fanáticos…

La carcajada del elfo oscuro lo interrumpió.

—¿A ultranza, eh? Bah, no exageres, sólo he cumplido mi papel de mercenario: esos siempre se ríen de las religiones, de los bandos y de cualquier otro grupo, mientras no los estén pagando. —Realizó un gesto vago, como para descartar el tema—. Sigamos. Quiero salir de este desfiladero lo antes posible. Sólo nos pararemos cuando alcancemos el valle de Marp.

Retomé a Frundis y Syu salió a descubierto, harto de permanecer debajo de mi capucha. Lieta y Maoleth abrieron la marcha y los seguimos con rapidez. El cañón tenía de cuando en cuando agujeros en la roca y pequeños callejones, pero era imposible equivocarse de camino: sólo había uno lo bastante ancho como para permitir pasar a una carreta. Además, se veía que había pasado ahí recientemente una tropa de obreros para apartar la nieve.

Al de unas seis horas de andar, empezamos ya a cansarnos seriamente. Estábamos todos sudando debajo de tanta capa a pesar del frío.

—Ánimo —nos dijo Maoleth—. Ya queda poco.

—Siempre queda poco —mascullé por lo bajo.

—Yo creo que para cuando salgan las flores en primavera habremos llegado —comentó Spaw.

—¡Estupendo! —exclamé, imitando el optimismo de Manchow a la perfección—. Así iré cambiando de color según pasemos por un campo de violetas o un campo de margaritas.

Esta vez, sin embargo, el elfo oscuro tenía razón. Apenas un cuarto de hora después, el desfiladero empezó a ensancharse y sus profundas murallas se fueron convirtiendo en cuestas empinadas pobladas de hierba rala, nieve y arbustos.

—Vaya —dije, algo sorprendida—. Al final sí que vas a tener razón, Spaw. Aquí parece que hay menos nieve que del otro lado.

Aun sabiendo que los flujos energéticos en Éshingra eran muy distintos a los de Ató, la diferencia era asombrosamente notable. Pronto decidimos quitarnos las togas porque empezábamos a sofocar. Cuando llegamos al valle propiamente dicho, me detuve, embelesada por la vista. La Ruta de Marp, como la llamaban, seguía un curso sinuoso en el flanco izquierdo del valle, mientras que en el otro, exento también de árboles, pastaban tranquilamente unas manadas de animales salvajes.

—Jamás había pasado por aquí —confesó Spaw, mirando el paisaje con sumo interés—. Vamos a tener problemas para escondernos si llegan saijits, ¿no creéis?

—Bah, la gente de Éshingra es poco curiosa —replicó Maoleth y sonrió al ver que su argumento de poco peso no nos convencía. Se había agachado para rehacer uno de los cordones de sus botas y aprovechaba ahora para rascarle las orejas a Lieta. Ladeé la cabeza, divertida. La gata ronroneaba casi como Syu cuando estaba contento o como Frundis cuando le frotaba el pétalo azul.

—Bueno, una de las ventajas es que si nos atacan bandidos los veremos de lejos —intervino Chayl, pensativo.

Aprobé con la cabeza y resoplé, sentándome en una piedra. Kwayat esbozó una sonrisa.

—Creo que una pausa será bienvenida —observó.

La «pausa» se alargó hasta la mañana siguiente, ya que cuando nos dimos cuenta de que atardecía nos quedamos muy rápidamente a oscuras. Tan sólo nos movimos para encontrar un cobijo protegido del viento antes de envolvernos en nuestras gruesas mantas. Yo dormí tan profundamente que Frundis tuvo que despertarme con un trompetazo.

«¡Eh!», protesté, sobresaltada.

Frundis soltó una risotada acompañada de una rápida melodía de violines y de trinos de pájaros.

—¡Ya se despierta nuestro Atrapa-colores! —anunció la voz burlona de Spaw.

Vi al demonio sentado en una roca, engullendo una de las últimas galletas preparadas por Naé. Frundis no había llegado a mis manos por casualidad, entendí.

Me enderecé y observé que los demás ya estaban levantados y desayunando. Me pasé la manga por la cara para acabar de despertarme y una capa de mi máscara roja cayó sobre la hierba. Me encogí de hombros: total, ya había ido cayéndose a pedazos durante la noche. Me froté la piel para tratar de quitar todo el ungüento y al final se me quedó toda la cara como si me hubiese rociado de miel pegajosa. Me pasé un puñado de nieve contra la cara y solté un gruñido.

—¡Está helada! —mascullé.

Spaw, que había observado con cierta burla mis abluciones matutinas, soltó una carcajada.

—¿Esperabas que estuviese templada?

—Mmpf —repliqué. Me froté un poco más con la nieve, me estiré y declaré animadamente—: ¡Buenos días!

Maoleth y Askaldo estaban en plena conversación sobre la ruta que teníamos que tomar pasado el valle. Mientras compartía mis ocho galletas de la mañana con Syu, me fijé en que Kwayat parecía sumido en sus pensamientos. Chayl, en cambio, seguía la discusión con sumo interés, como solía.

Rápidamente entendí el problema: Maoleth pretendía pasar por la parte sur del Bosque de Hilos, siguiendo la ruta principal, mientras que Askaldo deseaba pasar más al norte, evitando la ruta.

—No te das cuenta, Maoleth —decía Askaldo, meneando la cabeza—. Si cualquiera me ve, con mi aspecto, la habremos liado. Éshingra está en estado de guerra. Los guardias de cada reino estarán patrullando sus rutas. Pasar en pleno camino es estúpido.

Maoleth enarcó una ceja.

—Más estúpido es hacer un rodeo inútil —repuso diplomáticamente—. La ruta pasa entre árboles. Podremos salir del camino en cualquier momento e iremos mucho más deprisa. Seamos sinceros, ¿no querrás pasar tan al norte por alguna escondida razón, verdad?

—Al fin y al cabo, antaño vivías en Mythrindash —dejó escapar Spaw con tono inocente—. En la hermosa calle de las Estrellas Rojas —añadió, con una media sonrisa.

Askaldo le soltó una mirada de pocos amigos.

—Me pregunto desde cuándo mi padre te paga para espiarme —gruñó—. Pareces saber todo sobre mí.

—Tranquilo, nunca he estado en Mythrindash —confesó Spaw—. De hecho, jamás había viajado más allá de las Hordas hasta ahora. Siempre he sido muy casero y muy ajensoldrense —declaró, sonriente.

Y dumblorano, añadí mentalmente, sabiendo que Spaw siempre tenía cuidado en no mencionar demasiadas veces a Zaix y su infancia en los Subterráneos.

—¿Y bien, Askaldo? —inquirió Maoleth—. ¿Cuál es tu plan?

—Bueno… Os seré franco: pienso seguir hasta las Cataratas Eternas, pasar por la Ruta del Tisombra y dar tres vueltas a Islamontaña antes de llegar a Ombay —replicó Askaldo con falsa gravedad. Me miró, y agregó, muy serio—: Y pasaremos por el lago Makata, por supuesto.

Su tono era tan burlonamente solemne que Spaw, Chayl y yo soltamos una carcajada. Askaldo enarcó una ceja, como preguntándose qué mosca nos había picado.

—Askaldo —intervino Maoleth con paciencia—. Dame una sola razón válida por la cual hacerte caso y salirnos de la Ruta de Marp.

El elfocano se encogió de hombros.

—Tenía pensado ir a visitar a una persona en particular que podría ayudarnos —explicó.

—¿Vamos a ir hasta Mythrindash? —exclamó Chayl, incrédulo y entusiasta a la vez.

—Chayl, deja ya de inventarte cosas que no he dicho —replicó su primo mayor—. La persona de la que hablo no está en Mythrindash.

Enarqué una ceja, intrigada ante su tono súbitamente vacilante. Todos lo miramos, interesados, menos Kwayat, quien seguía absorto en la contemplación del valle, sumido en sus pensamientos, o eso parecía.

—¿Crees que esa persona puede ayudarnos a rescatar a Seyrum? —preguntó Maoleth, levemente incrédulo. Askaldo asintió con la cabeza y el elfo oscuro frunció el ceño—. Esto es una idea de Ashbinkhai, ¿verdad?

Askaldo puso los ojos en blanco.

—¿Desde cuándo escucho las ideas de mi padre? —espetó, divertido.

Spaw resopló.

—Y luego se extraña de que Ashbinkhai contrate a un templario para cuidar de él —masculló, levantando los ojos al cielo.

—No necesito que un templario cuide de mí —gruñó Askaldo, soltándole una mirada furibunda—. Confiad en mí. Esa persona nos ayudará. Pensad un poco: Ashbinkhai nos pagará el barco en Ombay y unos marineros nos llevarán hasta la Isla Coja. Estupendo, ¿y después qué?

Maoleth puso cara pensativa.

—¿Pretendes llevar refuerzos? ¿Algunos de tus amigos?

Askaldo hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Coincido con la opinión de mi padre en que cuantos menos seamos, más discretos seremos. Disponemos ya de una buena ventaja: Shaedra y yo ya conocemos a Seyrum. Lo hemos visto en persona.

Me removí, incómoda, aunque no denoté ninguna ironía en su tono. Al parecer, las paces sagradas de los demonios habían hecho olvidar a Askaldo sus resquemores.

—Entonces, si esa misteriosa persona de la que hablas no nos va a acompañar —intervino Chayl—, ¿cómo nos va a ayudar?

Askaldo suspiró y se levantó.

—Ya lo veréis en su momento —contestó simplemente—. Pero si no nos movemos nos caerá la noche sin que hayamos hecho diez pasos así que… en marcha —declaró.

Recogimos rápidamente nuestros sacos y, mientras nos poníamos en marcha, me pregunté qué demonios nos estaría escondiendo Askaldo. Anduvimos durante dos horas antes de divisar a lo lejos el Bosque de Hilos. Como el camino había ido bajando poco a poco, tan sólo se alcanzaba a ver una colina repleta de árboles con hojas. Con hojas, me repetí, recordando las historias que se contaban en Ató sobre el Bosque de Hilos. El maestro Áynorin nos había hablado más de una vez de su estancia en Mythrindash. Según él, en ese enorme bosque había tal variedad de árboles que ni un botánico de los Reinos de la Noche era capaz de reconocerlos todos. También había contado que una vez se había perdido a tan sólo unos kilómetros de Mythrindash y que lo habían rescatado unos cazadores… Claro que Áynorin también había tenido la ocasión de perderse en las afueras de Ató, pensé, divertida, recordando mis años de snorí.

Sumida en mis pensamientos, no me había fijado en que ya estábamos saliendo del valle y caminábamos hacia una larga colina poblada de… Entorné los ojos y luego los agrandé.

—¡Hojas-espuma! —exclamé, aterrada, parándome en seco.

Los demás se sobresaltaron bruscamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kwayat, sorprendido.

—Er… —Vacilé, frunciendo la nariz al ver una planta hoja-espuma a mi derecha. Abrí la boca para continuar y entonces solté un violento estornudo, seguido por otro no menos brutal.

«¡Por Nagray!», protesté mentalmente, mientras un Syu prudente saltaba hasta el suelo.

Saqué mi pañuelo, sintiendo que el viento acababa de cambiar de dirección: ahora el perfume de las plantas me llegaba de pleno. Entonces me fijé en que los demás me observaban, desconcertados, y traté de explicar rápidamente mi problema antes de que me diese otro ataque de estornudos:

—Soy alérgica a las hojas-espuma.

—Oh —soltó Spaw, frunciendo el ceño—. Eso sí que es molesto.

—¡Se está poniendo roja! —observó Chayl, extrañado, mirándome con detenimiento.

—Curioso —aprobó Askaldo, riendo por lo bajo—. Bueno, ya que estamos con los rodeos, empecemos ya a dirigirnos hacia el norte y salgamos del camino —propuso—. Así evitaremos la colina con las plantas —argumentó, dirigiendo una ancha sonrisa a Maoleth. El elfo oscuro gruñó pero no protestó y, entre estornudo y estornudo, los seguí fuera del camino.

Seguimos a buen ritmo por las praderas verdes, pero sólo cuando nos hubimos alejado lo suficiente dejé de estornudar por completo y Syu, mientras tanto, se subió al hombro de Spaw, evitando cuidadosamente a Lieta.

Recuperé mi color de piel «normal» rápidamente, aunque el cambio provocado por la alergia no nos dejó menos extrañados. Tras comentar el fenómeno un rato, Maoleth y Kwayat llegaron a la conclusión de que aquella repentina coloración no había tenido nada que ver con mi mutación, sino con mi alergia. Aun así, yo sabía que las hojas-espuma jamás me habían provocado más reacciones que unos estornudos tremendos… Claro que jamás había estado expuesta a una colina completamente cubierta de esas malditas plantas, añadí para mis adentros.

—¿Por qué razón no quieres decirnos quién es esa persona, Askaldo? —preguntó Chayl, cuando llevábamos ya un buen rato en silencio, avanzando bajo un sol agradablemente cálido para ser invierno—. ¿Es peligrosa? ¿Es un saijit o un demonio?

Askaldo dejó escapar un suspiro exasperado y su primo se interrumpió.

—Ya te he dicho que lo sabrás en su momento. ¿No te ha enseñado mi padre que la paciencia es una virtud?

Chayl se ruborizó y calló.

—Tengo curiosidad —intervino Spaw con tono ligero—. ¿Desde cuándo Ashbinkhai ha decidido ser instructor además de Demonio Mayor?

Askaldo resopló.

—Fue instructor antes de heredar el título de mi abuelo —contestó, con un ademán para significar que aquello remontaba a muchos años—. Desde entonces no había vuelto a enseñar a nadie.

—Yo soy el primer verdadero alumno de Ashbinkhai —soltó Chayl.

Sonreí al verlo tan contento con su instructor. Entonces, Maoleth, que nos llevaba varios metros de ventaja, soltó un gruñido.

—¡Por las barbas de Trah!

Nos apresuramos a alcanzarlo, alarmados. Lo primero que pensé, al verlo jurar, fue que acababa de constatar que estábamos rodeados de colinas llenas de hojas-espuma, pero no, Maoleth miraba más allá, hacia la vertiente de una gran colina sin árboles. Sólo entonces me fijé en un trueno lejano pero persistente. Eché un vistazo hacia el cielo azul, frunciendo el ceño.

—¿Qué es? —preguntó al fin Askaldo con aprensión.

—Una manada de algo —contestó Maoleth, colocándose mejor el saco, como para salir corriendo.

—Una manada gorda —agregó Spaw. Detrás de la colina, empezaba a elevarse una nube de polvo y tierra.

Y entonces oímos unos gritos saijits y vimos aparecer a tres siluetas encima de la colina por donde se acercaba el trueno. Dos de ellas corrían a toda prisa, dirigiéndose hacia el este, mientras que la otra avanzaba más torpemente, sosteniendo su sombrero con una mano.

Beksiá —soltó Chayl en tajal, impresionado—. ¿Y esos de dónde salen?

Una oleada de sensaciones me invadió y titubeé. Entonces, mientras los demás huían de la manada de antílopes que acababan de aparecer, solté en un murmullo estupefacto:

—Son mis hermanos…

Pero los demás ya habían echado a correr y tan sólo me oyeron Frundis y Syu.

«Pues yo que tú imitaría a nuestros hermanos y echaría a correr», me aconsejó el gawalt, rebulléndose sobre mi hombro.

Seguí su sabio consejo con una terrible sospecha: mis hermanos habían salido de Ató para buscarme, me dije, recordando las palabras de Dol. Pero no se habían precipitado a la Isla Coja. No: habían ido a buscar a Márevor Helith para que les dijese exactamente dónde me encontraba gracias a las Trillizas. Y estaba casi segura de que aquella silueta con sombrero, de movimientos torpes, no era otro que el maestro Helith… Reprimí las ganas de frenar mi carrera para ir a ver cómo se las arreglaba el nakrús y desaté mi jaipú, modulándolo eficazmente para acelerar mis movimientos. El trueno lejano de la manada se había convertido en un redoblar de tambores.

17 Ahishu

Inspiré entrecortadamente y me giré hacia atrás. Los demás subían la colina, medio corriendo medio andando. Estaban todos sin aliento.

«El ruido se aleja», comenté, agudizando el oído.

Entonces me invadió un trueno de estornudos y solté una maldición.

«¡Frundis!»

El bastón rió y Syu dejó escapar una risita, divertido.

«Mmpf», dije, exasperada. «Lo de los estornudos no tiene gracia.»

«Me lo vas a decir a mí», replicó Frundis, canturreando. «Yo, cuando tenía cabeza, siempre estaba acatarrado. Estornudaba más que tú con tus hojas-espuma», afirmó con ánimo de consolarme.

Cuando los demás me alcanzaron, Maoleth levantó una mano, jadeante.

—Creo… que ya hemos corrido… bastante —declaró, con la respiración entrecortada—. Si viene otra manada de antílopes, yo no me muevo de aquí.

—El gran cazador rendido por unos antílopes —se burló Askaldo—. Pues yo creo que si seguimos a este ritmo llegamos a los lindes del bosque dentro de un par de horas —anunció, echando un vistazo hacia el bosque lejano.

—Si quieres adelantarte y correr como un antílope, adelante —lo invitó Maoleth, gruñendo y respirando ruidosamente.

Desde la alta colina donde nos encontrábamos, se extendía aún todo un mar revuelto de cerros y dudaba de que la estimación de Askaldo fuese correcta. Desde el valle, el Bosque de Hilos me había parecido más cercano… Pero los Oteros de Seplin-shol, como se denominaba aquel lugar, parecían ahora interminables. Y a Laygra y a Murri no se los veía por ninguna parte.

Tras una pausa bien merecida, seguimos andando, sabiendo que los antílopes no se habían puesto a correr sin razón: a lo mejor alguna banda de escama-nefandos había decidido emigrar hacia el Bosque de Hilos… Pasamos unas cuantas colinas antes de que el cielo empezase a oscurecerse.

Aquella noche, después de una cena algo frugal y una partida de cartas, me envolví en mi manta echando ojeadas inquietas hacia las colinas vecinas. Por un lado, me hubiera gustado volver a ver a Laygra y a Murri, pero por otro lado sabía de sobra que ninguno de mis compañeros iba a acogerlos con los brazos abiertos. Y menos si los veían con un nakrús. Los demonios veneraban la Vida. Los muertos vivientes, para los demonios en general, eran los peores engendros del mundo, incluso peores que los kandaks. Hasta Spaw, que era un demonio de espíritu bastante abierto, había quedado horrorizado cuando le conté que poseía una parte de la filacteria de Jaixel. Y no estuvo menos aterrado cuando le dije que en Dathrun había conocido a un nakrús profesor de una academia celmista. No quería ni imaginarme qué pensaría Kwayat de todo aquello… Con estos pensamientos agitados en mente, tardé horas en conciliar por fin el sueño.

Llegamos al Bosque de Hilos al día siguiente, cuando el sol estaba casi en su cenit. Pasados los Oteros de Seplin-shol, tuvimos que subir un pequeño barranco rocoso y, una vez arriba, nos encontramos frente a una barrera de vegetación frondosa y salvaje que enseguida me inspiró respeto y aprensión.

Spaw silbó entre dientes, impresionado.

—¿Seguro que te quieres meter ahí, Askaldo? —preguntó con una mueca poco convencida.

—No os preocupéis —replicó el elfocano, con aire seguro—. Conozco el bosque como si fuera mi propia Sreda… —Hizo una mueca al oírse a sí mismo y enseguida rectificó—: Quiero decir que la conozco todavía mejor que mi Sreda. La he explorado numerosas veces —añadió, por si aún no nos había dejado claro que era un experto conocedor del Bosque de Hilos.

—Perfecto —dijo Chayl, mirando con admiración la muralla de árboles—. Si es cierto lo que dices, primo, entonces adelante.

Askaldo empezó a dirigirse hacia el bosque pero entonces se detuvo y agregó:

—Lo olvidaba. Intentad no tocar nada. Hay plantas y árboles peligrosos.

—No me digas —masculló Spaw, sarcástico.

Le di un codazo al joven humano, socarrona, mientras Askaldo abría la marcha, seguido de Kwayat y Chayl.

—¿No te gustaban las experiencias? —inquirí.

Spaw puso los ojos en blanco.

—Una cosa es hacer una experiencia, y otra meterse en un bosque de experimentos —argumentó, muy razonable—. Quién sabe lo que habrá ahí dentro… —Se encogió de hombros, esbozó una sonrisa y declamó con tono resignado—: ¡Confiemos todos en Askaldo!

Meneé la cabeza, divertida, y eché una última ojeada escrutadora hacia las colinas antes de dejarme tragar por la vegetación.

* * *

Pese a los avisos de Askaldo, Syu enseguida saltó a las ramas de los árboles para explorar los alrededores y descubrir un mundo nuevo. Cada vez que encontraba una planta extraña, se apartaba prudentemente de ella y me llamaba, entusiasmado, para que la examinase y le preguntase a Askaldo si era una planta inofensiva o no. La mitad de las veces Askaldo contestaba a mis preguntas con una precisión impresionante, y la otra mitad gruñía, exasperado, eludiendo mi pregunta y pretextando que no estábamos en una lección de botánica. Y acto seguido, le daba un tajo de espada a algunas zarzas para seguir avanzando.

Frundis había decidido enseñarme una sinfonía que había compuesto hacía aproximadamente dos siglos cuando uno de sus antiguos portadores lo había llevado como yo hasta el Bosque de Hilos. Mezclaba una cantidad increíble de instrumentos, cantos extraños de pájaros y de otros animales. Acabó con un restallido eterno semejante al de un martillazo contra una placa de metal.

«¡Jojó!», exclamó, con un orgullo evidente. «¿Qué os ha parecido mi obra maestra?»

Reprimí una ancha sonrisa.

«Exactamente eso: una obra maestra», repliqué, aprobadora. «Realmente impresionante.»

«Confirmo», intervino el gawalt, desde alguna rama cercana. «Aunque el final es algo escalofriante.»

Frundis, que canturreaba alegremente, se paró al oírlo.

«¿Escalofriante? ¡Pues claro! Una música no sólo tiene que ser encantadora. Tiene que ser potente, asfixiante, terrible, estremecedora…»

Puse los ojos en blanco mientras el bastón seguía enumerando adjetivos cada vez más hiperbólicos. Pero poco después Spaw se puso a canturrear una versión improvisada de una canción burlesca conocida en Aefna, y Frundis se detuvo en seco para oírlo y poder criticarlo debidamente.

¿Qué buscará en esta selva
nuestro héroe salvador?
¿Una bruja? ¿Algún dragón?
O alguna hermosa princesa.
¡Oh, misterios del amor!

Spaw me dedicó una amplia sonrisa mientras Askaldo, que nos llevaba como unos veinte metros, hacía como que no había oído y avanzaba incansablemente.

«Eso sí que no era potente», apuntó Frundis, resoplando. «Aunque algo asfixiante sí que ha sido.»

Lo cierto era que el silencio de Askaldo empezaba a exasperarme: ¿acaso se suponía que teníamos que seguirlo por ser el hijo de Ashbinkhai, sin saber ni siquiera hacia dónde nos dirigíamos? Además, otro pensamiento más preocupante me rondaba la mente desde la víspera: Márevor Helith era capaz de seguirme gracias a las Trillizas, y eso significaba que si no tomaba una decisión, y rápido, Laygra y Murri se meterían en el Bosque de Hilos y acabarían encontrándome. ¿Cuál era la decisión correcta que tenía que tomar? ¿Tirar las Trillizas entre el musgo del Bosque de Hilos? Palidecí nada más pensar en esa posibilidad. Según Drakvian, las Trillizas eran una obra del maestro Helith. No podía abandonarlas tan vulgarmente. Reprimí un suspiro contrariado. ¿Por qué demonios Márevor Helith quería siempre darme sus mágaras?

Durante las tres noches siguientes, apenas pude dormir. Había tantos ruidos en el bosque, que me sobresaltaba cada minuto, convencida de que, no muy lejos de nuestro campamento, pasaban subrepticiamente criaturas de todo tipo. Los demás, en comparación, parecían dormir mucho mejor, salvo Chayl, quien se quejó de tener pesadillas horribles y extrañas.

—Eso sólo te pasa a ti —le replicó Askaldo al tercer día, burlón, mientras desayunábamos—. Os daré una buena noticia, ya debemos de estar cerca de donde quería llegar.

—¡Ah! —dijo Maoleth, enarcando una ceja—. No sé por qué, empezaba a creer que lo de las Cataratas Eternas no era ninguna broma.

El elfocano puso los ojos en blanco y se levantó.

—Sé menos impaciente, Maoleth. Sobre todo que, antes que nada, tendré que hablar con él a solas y tendréis que esperar fuera de su territorio.

Agrandé los ojos al oírlo.

—Su territorio —repitió Kwayat—. Eso significa que es el capataz de algún pueblo.

—Nada más lejos de la verdad —repuso Askaldo—. Vive solo. Pero no confía en los extraños.

—Estupendo —refunfuñó Maoleth—, vamos a ver a un ser que vive solo en medio de la nada y ese ser, según cuentas, nos va a ayudar a sacar a Seyrum de la Isla Coja… ¡qué maravilla de plan! Eres un genio, Askaldo: has conseguido intrigarme. Y sí, la paciencia es una virtud, pero deberías saber que avanzar a ciegas es una estupidez. Hemos estado siguiéndote hasta aquí con una paciencia infinita. Ahora te toca a ti explicarnos quién es esa persona.

El joven elfocano hizo una mueca y suspiró.

—Es un saijit —dijo. Esa simple información dejó atónitos a Kwayat, Maoleth y Chayl—. Un tiyano. Y lo conocí un día en que exploraba una región más al norte. Le había mordido una serpiente. Y yo lo salvé con un antídoto que llevaba. Y… —Se encogió de hombros—. No os diré más por ahora. Antes tengo que saber si está dispuesto a recibiros.

—¿Y si no quiere recibirnos? —solté, mientras los demás asimilaban las palabras de Askaldo.

Él se encogió de hombros.

—Entonces tomaremos rumbo al sur e iremos directamente a Ombay.

Kwayat meneó la cabeza, meditativo, pero no dijo nada.

—Yo dudo de que esa persona nos pueda ayudar en algo —intervino Chayl, expresando las reservas de todos.

—Duda todo lo que quieras, primo —replicó Askaldo—. Pero es una bella oportunidad para pedirle ayuda y no voy a malgastarla.

Lo miramos todos, dubitativos e intrigados, pero no replicamos: ya que Askaldo nos había llevado hasta ahí, no íbamos a dar media vuelta sin averiguar quién era ese extraño misterioso.

Así que nos pusimos de nuevo en marcha. El bosque fue haciéndose menos denso, poblándose de barrancos y de pequeños montículos rocosos. Syu tuvo que abandonar los árboles para seguir nuestro ritmo y se puso a trenzarme el pelo al son de los violines del bastón. En un momento, vi aparecer, entre dos enormes rocas, una muralla de cañas que debían de medir unos tres metros por lo menos. Y más allá asomaban grandes troncos, con ramas y más ramas… Askaldo se detuvo a unos cien metros de la muralla. Parecía nervioso.

—Bueno —dijo—. Voy a ir a ver si sigue ahí.

Chayl, al advertir la aprensión de su primo, sonrió con todos sus dientes.

—Si gritas, iremos a rescatarte, querido primo.

Askaldo lo miró con aire escéptico.

—¿Tú, te atreverías a entrar ahí? —Soltó una carcajada sarcástica y le dio un empellón amistoso a su primo—. Ahora me toca ser el héroe salvador —añadió, guiñándole un ojo a Spaw.

Y sin más palabras, se dirigió hacia el bosque de cañas. Saltó ágilmente por un pequeño barranco, rodeó un pequeño arroyo y, sin aparente miedo, apartó las primeras cañas y desapareció entre ellas.

Spaw suspiró.

—El héroe salvador —repitió—. Seguramente no encontrará más que el esqueleto de ese salvaje descerebrado.

Hice una mueca al oírlo. Chayl se encogió de hombros, confesando:

—Aunque me duela decirlo, mi primo suele tener buenas ideas. Tal vez realmente nos sea de ayuda ese saijit.

Hubo un silencio en el que agudizamos el oído, atentos al mínimo ruido. Maoleth meneó la cabeza, sonriente.

—Tal vez —dijo—. Tal vez resulte que aquel saijit es un gran amante de los demonios y un poderoso celmista capaz de liberar a Seyrum desde su humilde cañaveral.

Una sonrisa flotó levemente en los labios de Kwayat.

—Es una posibilidad —coincidió, con tono poco convencido.

Estuvimos largo rato esperando sentados, con la mirada clavada en el lugar donde Askaldo había desaparecido. En un momento, Maoleth quiso mandar a Lieta de centinela, pero nos opusimos todos, menos Syu, claro. No era plan de enfadar al saijit no siguiendo una de las pocas reglas que nos había dado Askaldo.

Así que seguimos aguardando, cada vez más preocupados. Estábamos preparándonos para ir a buscar al elfocano, cuando se empezaron a agitar las cañas. Askaldo surgió unos segundos después de la maleza.

—Parece contento —observé.

—A lo mejor no ha encontrado ningún esqueleto —concluyó Spaw.

Maoleth y Kwayat avanzaron hacia Askaldo y los seguimos, impacientes. Askaldo subió por el barranco y se quitó el velo, mostrándonos una sonrisita satisfecha.

—Todo arreglado —declaró.

Spaw enarcó una ceja burlona.

—¿Ya has liberado a Seyrum? Qué rapidez…

—He hablado con él —lo cortó Askaldo—. Con Ahishu. El tiyano. Va a recibiros uno por uno. Y yo seré el último.

Nos quedamos mirándolo, admirados.

—¿Que nos va a recibir uno por uno? —repitió Maoleth, con aire sombrío—. Un momento, Askaldo. Ese Ahishu… ¿sabe que eres un demon…?

—Sí —lo interrumpió Askaldo, cruzándose de brazos—. No es tan terrible —protestó—. Ni se le ocurriría denunciarme. Hace como diez años que no tiene casi contacto con los demás saijits. Antaño, fue un aventurero celmista. Ahora se ha asentado pero sigue siendo un magarista. Yo simplemente le he explicado que necesitaba ayuda para ir a liberar a un alquimista de una isla, y él me ha dicho que nos dará a cada uno una mágara que nos ayude en nuestra tarea. Os aseguro que no son mágaras de pacotilla.

Todos resoplaron, asombrados, y yo suspiré, exasperada. Otra mágara…

—¿Y nos va a dar una mágara de esas tan estupendas, y a cada uno, porque tú le salvaste la vida? —preguntó Maoleth, incrédulo.

Askaldo puso cara pensativa y ladeó la cabeza.

—No. No exactamente. Además de devolverme el favor, hemos cerrado otro trato. Del todo razonable —precisó—, y a vosotros no os obliga a nada. Por otro lado, no nos va a dar esas mágaras. Simplemente nos las presta. Bueno, ¿quién pasa antes?

—¡Yo! —exclamó Chayl, desafiante. Observé sin embargo que se aseguraba de que tenía bien ajustada su espada en su cinturón…

—Qué valiente —notó Askaldo—. Por cierto, me pidió que no llevarais armas…

—Iré yo —zanjó Maoleth, decidido. A pesar de su gran valentía, Chayl no protestó pero apuntó:

—Yo iré después.

El elfo oscuro posó su vieja espada sobre una piedra, se quitó el arco y el carcaj y, tras un instante de vacilación, retiró una daga de su bota.

—Más te vale que no me pase nada —le gruñó entonces a Askaldo.

El joven elfocano tuvo una media sonrisa.

—No se cree nadie que te has deshecho de todas tus armas, Maoleth —dijo. Se encogió de hombros y añadió antes de que el cazador replicase algo—: Sigue todo recto, a través de las cañas, hasta que desemboques en un pequeño camino de arena. Entonces, vas hacia la izquierda. Encontrarás su casa fácilmente. Y… sé respetuoso, ¿eh? Es un anciano, y un gran magarista. Por cierto, ¿hay alguno de vosotros que no sepa hablar naidrasio? Él no sabe ni una palabra de abrianés.

Nos miramos, interrogantes. Maoleth se encogió de hombros.

—No es que lo hable muy bien, pero intentaré comunicar —contestó.

Spaw carraspeó.

—Yo, aparte de decir buenos días, no voy a poder comunicar mucho más, me temo —confesó.

Solté una carcajada, imaginándome ya su conversación con el magarista.

—Te dejaría a Frundis, para que te tradujese —le dije—. Desgraciadamente no podemos llevar armas.

A Spaw se le había iluminado el rostro de golpe.

—¡Esa es una gran idea! —aprobó—. Bah. Frundis es ante todo un compositor.

Enseguida una melodía de coros triunfales resonó en mi cabeza. Aquel piropo le había sentado a Frundis como si le hubiese rascado el pétalo azul, observé, burlona.

—Estad atentos al bosque que os rodea —nos aconsejó Maoleth, soltando una ojeada a su alrededor. Entonces su mirada se detuvo sobre el cañaveral y suspiró—. Quédate aquí, Lieta —ordenó a la drizsha. Esta maulló, como protestando, pero no lo siguió cuando él se alejó—. Qué ideas —añadió el elfo mascullando, antes desaparecer detrás de la vegetación.

A continuación, acribillamos a Askaldo a preguntas, pero el elfocano las eludió y alzó una mano.

—¡Paciencia! —nos instó, sonriente—. Con deciros que Ahishu es una persona que tiene todo mi respeto debería bastaros.

Y diciendo eso, se sentó en una roca, bajo el cielo soleado, dando por terminadas nuestras preguntas. Me encogí de hombros y me senté contra un árbol, fijando mi mirada sobre el cañaveral. ¿Quién podía ser aquel Ahishu?, me pregunté, pensativa. ¿Por qué razón un aventurero magarista había decidido meterse en lo más profundo del Bosque de Hilos? ¿Y por qué Askaldo pensaba que sus mágaras podían ayudarnos a liberar a Seyrum?, añadí, más que dubitativa.

Recostada mullidamente contra el tronco, acabé por quedarme dormida. Tuve un sueño muy extraño. Soñé que era un gran árbol, rodeado de otros semejantes, y sentía mi entorno apacible, sumida en una paz interior absoluta. Trinaban los pájaros; pasaba una columna de hormigas por una de mis ramas; saltaba una ardilla por otra, haciendo estremecerse levemente las hojas… El árbol pareció sonreír antes de que un brusco movimiento me sacase de mi sueño. ¡Había sido todo tan real!, me dije, abriendo los ojos, maravillada.

Miré mis manos para comprobar que no seguía siendo un árbol y al verlas de color madera me llevé un susto de muerte antes de acordarme de mi mutación. Resoplé, aliviada, y sólo entonces me fijé en que Maoleth ya estaba de vuelta, y al parecer desde hacía buen rato, porque en aquel instante Chayl acababa de soltar una exclamación, saliendo del cañaveral a todo correr, con una gran sonrisa feliz. Llevaba en sus manos una especie de varita.

Me levanté risueña, con la sensación de haber dormido durante doce horas seguidas.

—¡Una varita de sombras! —proclamaba el dedrin, alcanzándonos—. ¡Es una verdadera maravilla! Me ha enseñado el saijit cómo utilizarla. ¡Qué maravilla! —repitió. Sonreía de oreja a oreja, mostrándonos su varita.

La observamos con curiosidad, sin tocarla. Medía como medio metro, y era negra como el carbón. Mientras los demás comentaban el objeto, le pregunté al elfo oscuro:

—¿Y a ti, Maoleth? ¿Qué mágara ha elegido Ahishu para ti?

El elfo oscuro sonrió.

—Es verdad que estabas durmiendo cuando he vuelto. —Hizo un leve movimiento, cogió una punta de su capa negra y me la enseñó—. El peludo me ha dado una nueva capa. Ligera y resistente como una armadura, según dice.

—Como le comentaba, menos mal que no me la ha dado a mí —soltó Spaw—. No es ni de color verde. ¡Bueno! Voy a ver qué me da el generoso Ahishu.

Vi un destello de aprensión en sus ojos cuando se deshizo de sus armas. Tardó unos segundos en abandonar su daga roja. Le propuse que se llevase a Frundis de intérprete, pero el humano negó con la cabeza y finalmente se adentró entre las cañas con paso prudente. Me giré entonces hacia Maoleth con una ceja enarcada.

—¿El peludo?

Maoleth le echó a Askaldo una ojeada y soltó una carcajada.

—Está todo lleno de pelos —me reveló—. Él no, su casa. Aunque él no es precisamente imberbe. —Se carcajeó otra vez, muy divertido—. Jamás había visto tanto pelo. Creo que el viejo me ha dicho algo al respecto, pero no le he entendido bien. Askaldo dice que es pelo suyo y que crece muy rápido gracias a una cinta mágara que tiene, alrededor de la cabeza. Jamás había visto algo tan raro e impresionante a la vez —confesó.

—Toda su casa es una mezcla de pelos y de mágaras —se rió Chayl, con la mirada fija sobre su varita negra.

Vaya, pensé, intentando representarme la escena. De pronto un peso cayó sobre mi hombro y solté un gruñido, sobresaltada.

«¡He encontrado unas bayas venenosas!», declaró Syu. «Y también he visto una serpiente. Era más fea que Lieta, fíjate tú, y ha querido atacarme», me contó.

«¡Una serpiente!», repetí, espantada.

«Sí», aprobó pacientemente. «Pero ya sabes que los gawalts somos más listos. ¡Le he dado el esquinazo tirándole una baya venenosa en plena boca!»

Y entonces se me puso a narrar su gran batalla y nos reímos, divertidos, él al recordar a la serpiente escupiendo la baya, aturdida, y yo al imaginarme la escena.

Como Maoleth se había alejado para explorar la zona y Askaldo estaba medio dormido, aprovechando el sol del día, y al ver que Kwayat parecía muy ocupado pensando como para darme una lección sobre el sryho, le propuse a Chayl echar una partida de cartas. Sin embargo, este negó con la cabeza, empeñado en entender el trazado energético de su varita. Al oírlo hablar con tanta tranquilidad de trazados energéticos, deduje con cierta sorpresa que el dedrin tenía conocimientos celmistas. ¿Acaso el propio Ashbinkhai era celmista?, me pregunté, con cierta curiosidad.

Finalmente, me puse a jugar a cartas con Syu, y como sólo estábamos nosotros dos, nos permitimos alegremente hacer nuestras trampas favoritas, engañándonos con sortilegios armónicos.

Estábamos planeando echar una carrera, cuando volvió Spaw. Llevaba un sombrero verde en la mano. Un sombrero verde, me repetí. Y solté una risotada, muy divertida. El joven demonio subió por el barranco y puso los ojos en blanco al verme reír.

—Yo no le he dicho nada —soltó—. Pero, viendo mi capa verde, se habrá dicho que conjuntaba bastante. Mira que yo nunca he llevado ningún sombrero… Claro que en los Subterráneos no suelen tener mucha utilidad.

—¿Para qué sirve? —preguntó Chayl, desinteresándose de su varita un momento.

—¿Que para qué sirve? —replicó Spaw con una media sonrisa—. Pues para cubrirse la cabeza, querido primo.

—No soy tu primo —gruñó el dedrin.

—¿Y de qué sirve además de cubrir la cabeza? —inquirió Askaldo, desperezándose.

Spaw hizo una mueca y carraspeó, como molesto.

—Lo cierto es que no lo sé —confesó—. Me lo habrá explicado. Pero no he entendido ni una palabra de lo que me ha dicho. —Al ver que lo mirábamos, atónitos, se defendió—: ¡Hablaba demasiado rápido! De todas formas, era ridículo que me estuviese hablando. Estaba claro por las caras que le ponía que no entendía nada.

Mientras Askaldo, Chayl y yo nos echábamos a reír, muy divertidos al saber que Spaw se había llevado un sombrero verde sin conocer sus propiedades, Kwayat se levantó y tendió una mano para coger la mágara.

—Shaedra —dijo, mientras giraba la prenda entre sus manos—. Deberías ir a ver a Ahishu. Cuanto menos nos atrasemos en este lugar, mejor será —añadió.

Eché otro vistazo curioso al sombrero antes de asentir con la cabeza. Dejé a Frundis junto a mi saco, diciéndole que compusiese bien, y me dirigí hacia el cañaveral. Entonces me detuve, volví hasta mi saco, y saqué de mi bota una daga que me había regalado Maoleth antes de salir del Mausoleo de Akras. Tras dirigirles a los demás una sonrisilla molesta, volví a la altura de las cañas y me metí en el territorio de Ahishu.

18 El Pueblo de las Aves

Pasado el cañaveral, desemboqué, como bien había explicado Askaldo, en un camino de arena rodeado de cañas. A mi derecha, la senda seguía hasta un manantial realmente precioso, bordeado de flores silvestres. Y a mi izquierda el camino arenoso desaparecía en una curva. Me dirigí hacia ahí con prudencia, esperándome ver surgir al viejo loco peludo de entre las cañas, tendiéndome alguna mágara estrafalaria. ¿Cómo podía Askaldo cerrar tratos con gente tan rara?, me pregunté, aprensiva, mientras avanzaba.

«Tú ya pactaste con una vampira», me recordó Syu, cómodamente sentado sobre mi hombro.

«Cierto», concedí. Tomé una inspiración y aceleré el paso.

Aun habiendo oído a Maoleth y a Chayl comentar el extraño hogar de Ahishu, no quedé menos asombrada cuando, al llegar a la curva, vi aparecer de pronto ante mí una especie de choza enorme hecha enteramente con pelo tiyano, decorada con guirnaldas de pelo coloreado y larguísimas trenzas por todos los lados.

—¡Diez mil brujas sagradas! —dejé escapar en un murmullo de estupefacción. Aquello era lo más extraño que había visto en mi vida.

«Cuántas trenzas», murmuró el mono, tan maravillado como yo.

Avancé con cautela hasta percibir un movimiento entre una de las cortinas de pelo. Me detuve y ladeé la cabeza.

—Er… ¡buenos días! —solté en naidrasio, vacilante.

Persuadida de que Ahishu estaba detrás de esa cortina, me sorprendí al oír un ruido detrás de mí y me giré bruscamente. Un anciano vestido con una túnica amarilla aguardaba, sentado sobre la arena.

—Buenos días, amiga de Askaldo —me dijo Ahishu, haciéndome un gesto para que me acercase y tomase asiento ante él. Realizó un saludo de bienvenida típico en los Reinos de la Noche al que contesté con la misma elegancia, habiendo ensayado el saludo más de una vez en las clases del maestro Áynorin.

—Es… un hogar original —observé, mientras me sentaba—. Realmente impresionante.

Ahishu sonrió y asintió. Sus ojos rosáceos se habían fijado en el gawalt y lo observaban con vivo interés.

—Er… Se llama Syu —dije—. Es un gawalt. Y yo soy Shaedra. Y… soy una ternian, aunque no lo parezca —agregué, pensando que en aquel momento tenía que tener sin duda la piel color arena.

—Me llaman Ahishu —se presentó el tiyano—. Antaño me llamaban el Gran Ahishu —añadió, encogiéndose de hombros—. Pero ahora ya pocos se acuerdan de mí. Y es mejor así. Shaedra —dijo entonces, pronunciando mi nombre con tono solemne—, has venido a que te preste una de mis mágaras, que son muchas y muy difíciles de fabricar. Yo ya no vendo mágaras. Y no suelo prestarlas. Así que, me tendrás que prometer que no dirás a nadie de dónde has sacado la mágara que te voy a dar. Como contrapartida, yo te prometo que esa mágara te permitirá salvar a quien deseas salvar.

Lo miré detenidamente, preguntándome qué le habría contado Askaldo sobre el objetivo de nuestro viaje.

—Te prometo que no diré nada —le aseguré.

Ahishu asintió como para sí, y sin una palabra más se levantó.

—Espera aquí un momento —me pidió, antes de desaparecer con una sorprendente agilidad en su choza de pelo.

Suspiré.

«A saber lo que me saca ahora», comenté.

Mientras esperaba, me sorprendí dibujando círculos en la arena con una garra y me detuve, impaciente. Empezaba a preguntarme si Ahishu no se había perdido en su laberinto de pelos cuando este apareció, llevando un cinturón entre las manos. Me sonrió, se sentó y posó el objeto entre los dos.

«Si el rescate de Seyrum dependiese de este loco, el alquimista ya podría esperar sentado», resoplé, anonadada. Syu se rascó la cabeza y aprobó.

Entonces Ahishu me enseñó cuatro bolsitas que colgaban del cinturón y se me puso a explicar para qué servían.

—Esta bolsa contiene pólvora de sueño. Le tiras un puñado de esto a cualquier saijit y se duerme en un minuto como mucho. Esta otra tiene granos de humo. Lo malo es que los granos, hay que despellejarlos un poco para que funcionen y producen una pequeña detonación, aunque nada alarmante —me aseguró. Yo lo escuchaba, cada vez más asombrada—. La bolsita azul que ves aquí contiene sangre de hidra en polvo. La mezclas con un poco de agua y se convierte en ácido puro. Es muy práctico para abrir puertas y cosas del estilo —especificó con tono experto—. La última bolsa en cambio… —Frunció el ceño y la abrió con unos dedos prudentes. Me eché para atrás, aprensiva, pero Ahishu sonrió—. Eso me parecía. Son piñones.

Enarqué una ceja, perpleja.

—¿Piñones? —repetí.

—Sí, el otoño pasado estuve recolectando piñones y no sabía dónde meterlos —explicó Ahishu con sencillez—. Antaño esta bolsa contenía moigat rojo, pero desgraciadamente se me acabó. Cosas de la vida. Si no te molesta, me quedaré con ellos —agregó, vaciando la bolsita en la palma de su mano. Los guardó en el bolsillo de su túnica amarilla, recogió el cinturón con las bolsas y me lo tendió—. Dile a Askaldo que este objeto no hace falta que me lo devuelva. Es un simple cinturón y lo que contienen las bolsas, una vez usado, es irrecuperable. Buena suerte, joven aventurera —declaró el extraño anciano.

Recogí mi regalo prestamente, me levanté y me incliné, saludándolo.

—Por cierto —dije, antes de irme—. El humano que ha pasado antes que yo… esto… no hablaba naidrasio.

—¡Ah! Ya me he dado cuenta —sonrió el anciano.

Carraspeé antes de proseguir.

—Así que no ha entendido para qué sirve el sombrero verde que le has dado.

Ahishu hizo un ademán, riendo quedamente.

—Ya lo averiguará él solo —repuso.

Enarqué una ceja. ¿Acaso Ahishu realmente creía que Spaw iba a averiguar mágicamente las propiedades de su mágara?

—No quiero ser indiscreta —dije, indecisa—, pero ¿por qué razón nos ayudas?

—¿Por qué razón ayudo a unos demonios? —replicó. Sus ojos sonreían—. Porque sé que en realidad no sois demonios.

Su aseveración me dejó estupefacta un instante y entonces solté una carcajada incrédula.

—¿Cómo que no somos demonios?

El anciano sacudió la cabeza.

—A mí no me engañáis —afirmó. Viendo que Ahishu no parecía dispuesto a ser más explícito, me encogí de hombros, volví a saludarlo y me marché por el camino de arena con el cinturón en la mano y un extraño recuerdo de mi encuentro con ese magarista cuya cordura no había sobrevivido del todo, por lo visto, a la vida salvaje del Bosque de Hilos.

* * *

Una vez tuvimos cada uno nuestra dichosa mágara, Askaldo nos guió directamente hacia el sur. El elfocano se había aficionado a mirar su brújula busca-agua, y sospeché que los rodeos que dábamos a veces tan sólo los hacíamos para que él comprobase que efectivamente había algún arroyo o estanque cerca, como indicaba su mágara. Al de tres días, Maoleth le hizo saber que no estaba dispuesto a dar más rodeos y declaró:

—Es ridículo seguir tropezando por el bosque, avanzando como tortugas. La ruta hacia el sur no tiene que estar muy lejos —observó—. Propongo que hoy nos dirijamos hacia el sureste.

—Excelente idea —aprobó Spaw.

Askaldo, consciente de que todos estábamos hartos de la selva, no protestó, aunque volver al camino significaba que ambos íbamos a tener que cubrirnos otra vez la cara con nuestros velos.

Tras desayunar los restos de un roedor que había cazado Maoleth la víspera, recogimos nuestros sacos y tomamos rumbo hacia el sureste, deseando llegar ya a esa ruta. Caminábamos despacio, procurando evitar los numerosos barrancos y las zonas inextricables de maleza, sabiendo que estas últimas estarían llenas de peligros. Como todas las mañanas, mientras avanzaba, una parte de mi mente se concentraba en mi sryho, tratando de aplacar la energía que me rodeaba. Kwayat seguía empeñado en que consiguiese inhibir, aunque fuese por un momento, las energías generadas por mi mutación… Sin embargo, hasta entonces, cada vez que le preguntaba a Spaw si seguía coloreada, el demonio me echaba una rápida ojeada y asentía con la cabeza en silencio.

Concentrada en el sryho como estaba, caminaba con retraso, y cuando Maoleth soltó una exclamación de alivio, declarando que habíamos encontrado el Camino de Sarrath, yo estaba aún a una centena de metros, al pie de la pequeña loma, pero enseguida me desinteresé de mi sryho y me dirigí rápidamente hacia los demás para echar un vistazo hacia el camino.

La vía, empedrada, era ancha, y por ella podían pasar cómodamente dos carretas en sentido contrario. Desde la colina, podíamos divisarla, cortando todo el Bosque de Hilos en dos, hasta el reino de Kánderil, en Éshingra.

—En menos de media hora llegamos al camino —estimó Maoleth—. ¡Adelante! Ya hemos dado suficientes rodeos para todo el viaje. Ahora ojalá no tengamos más problemas antes de llegar a Ombay.

Askaldo se encogió de hombros y razonó:

—A pesar de lo que digas, nuestro rodeo ha sido del todo provechoso. Estas mágaras no las encuentras en Ombay. Y si las encontrases, te saldrían un ojo de la cara. Además, apuesto a que Ahishu es el mejor magarista de todos los Reinos de la Noche —aseguró, convencido—. Y, sobre todo, sabe elegir las mágaras.

Lo miré, divertida.

—Es decir que tú estás convencido de que vas a necesitar esa brújula busca-agua para salvar a Seyrum, ¿verdad? —solté, socarrona.

El elfocano volvió a encogerse de hombros al notar el aire burlón de todos.

—Pues sí, estoy convencido de que me servirá —contestó—. Cuando Ahishu te da un objeto, lo hace por una razón.

—Así que además de magarista, Ahishu es un adivino, ¿verdad? —completó Spaw—. Supongo que por eso lo llamaban el Gran Ahishu.

Él y yo resoplamos, riéndonos por lo bajo, y Askaldo nos fulminó con la mirada.

—Bah, reíros todo lo que queráis. Pero Ahishu tiene un don para saber elegir los objetos que le convienen a uno. Ve… más allá —explicó, indeciso, como si no encontrase la palabra—. No es que lea el futuro, pero yo creo que tiene conocimientos perceptistas.

Solté un resoplido, viendo perfectamente que Askaldo no tenía ni idea de perceptismo.

—Los sortilegios perceptistas no se usan para adivinar si un objeto va a serle útil a alguien en algún momento dado —comenté—. Para eso sólo disponemos de nuestra razón y de nuestra intuición.

«Bonita frase», aprobó Frundis, a mi espalda, atenuando un poco su melodía de flautas.

—Eso mismo digo —replicaba Askaldo haciendo un gesto como para significar que seguía pensando que nuestras mágaras iban a salvarnos la vida—: Ahishu tiene intuición.

«Yo también tengo intuición», intervino el mono, sonriente, recordando sin duda las veces en que le había preguntado yo burlonamente si era una especie de adivino.

Kwayat soltó un gruñido.

—Pues esperemos que esa intuición no sea tan buena como dices y que no tenga que utilizar el látigo que me ha dado —observó mi instructor, echando una mirada sombría al arma de Ahishu que ahora guardaba debajo de su larga capa negra.

Maoleth se giró hacia nosotros con una mueca cómica e impaciente.

—¿Nos movemos?

Asentimos y, media hora más tarde, como había previsto Maoleth, llegamos al Camino de Sarrath. Me cubrí prudentemente con el velo y esperé a que Syu se colocase sobre mi hombro para salir al descubierto, con los demás. Lieta, que había pasado los días anteriores la mayor parte del tiempo metida en el saco delantero de Maoleth por pura vagancia, saltó hasta el camino empedrado y soltó un maullido alegre.

—¿Cuántos días tardaremos en llegar a Éshingra? —inquirí, curiosa, mientras nos poníamos a andar hacia el sur. El sol estaba en su cenit y, después de lo poco que había desayunado, empezaba a tener realmente hambre.

Maoleth se encogió de hombros.

—Considerando que ya hemos hecho un buen trecho del camino por la selva… yo creo que para mañana a la tarde estaremos fuera. Si vamos a buen ritmo, claro —añadió.

Animados por la idea de salir al fin del bosque, aceleramos el paso. Aunque no podía evitar pensar con cierta aprensión que cada paso me acercaba a Ombay y al barco que nos llevaría a la Isla Coja…

Como nuestras provisiones empezaban a escasear seriamente, decidimos dejar nuestros restos de arroz para la cena, de modo que aquel mediodía nos contentamos con beber agua y comer unas bayas que tanto Askaldo como yo conocíamos, él por experiencia y yo por teoría. Cuando retomamos la marcha, aún estaba hambrienta y me pillé imaginándome sentada en la cocina del Ciervo alado comiendo una tarta de Wigy… Solté un suspiro.

«¡Ah!», exclamó Frundis, con unas notas de piano. «Ser un bastón tiene sus inconvenientes, ¡pero también tiene muchas ventajas!»

Rió y, simpatizando con mi dolor, empezó una canción que aún no había oído nunca y que trataba de un hombre que, por haber querido llevar unos diamantes muy pesados en su saco de viaje, no había llevado suficientes víveres. Al de unas semanas de viaje empezó a pasar hambre pero cuando un campesino aprovechado le propuso venderle toda su carreta de comida a cambio de sus diamantes, se negó. Un buhonero, al verlo tan demacrado, le reiteró la propuesta pero él rehusó de nuevo su ayuda. Al final, el desdichado caía exhausto y muerto de hambre en el camino. Frundis puso punto final a su canción con cuatro versos:

Apareció un vagabundo
y viéndolo así inconsciente,
cogió todos los diamantes
y dejó un trozo de pan.

Sin dejarme tiempo para comentar la historia, encadenó con un canto coral y, entre canciones y observaciones burlonas, la tarde se me pasó volando. Nos cruzamos repetidas veces con viajeros; la mayoría eran comerciantes con carretas, pero también vimos a gente que viajaba a pie o con burros y hasta a un jinete mensajero que nos pasó al lado a toda velocidad, generando más de un comentario gruñón.

Empezaba el sol a desaparecer por la copa de los árboles cuando alcanzamos a una ternian que llevaba un gran saco pesado a la espalda y que cogía de la mano a una niña que parecía aún más pequeña que Kyisse. Mientras pasábamos, me percaté de que la ternian nos echaba una mirada desconfiada y tensa, seguramente alarmada al vernos armados, aunque tal vez también por nuestro aspecto: después de haber pasado una semana en pleno bosque luchando con las plantas, teníamos que estar bastante poco presentables, barrunté.

Para nuestra sorpresa, Askaldo se detuvo en seco y suspirando se giró hacia la ternian.

—Ese saco te pesa demasiado —declaró en naidrasio, dirigiéndose a la viajera con una voz suave y respetuosa—. Déjame ayudarte.

La ternian agrandó los ojos, escudriñando el elfocano y su velo. Percibiendo su miedo, la niña se aferró a su falda, aprensiva.

—No necesito ayuda, gracias —replicó la viajera.

Aun así, vi que efectivamente doblaba la espalda por el peso del saco.

—Joven, deja ya de molestar a la gente —gruñó Maoleth, soltándole a Askaldo una mirada de aviso.

—No ha sido ninguna molestia —replicó la ternian—. ¿Venís de Sarrath? —preguntó de pronto con los ojos entornados.

—Er… No, de hecho, hemos estado cortando por los bosques —contestó Askaldo—. Venimos de Ajensoldra.

La ternian esbozó una sonrisa.

—Se nota en el acento de tu compañero. Y también se nota que habéis estado cortando por los bosques —añadió, echándonos a todos una mirada menos hostil.

Intercambiamos miradas molestas, menos Spaw, que nos miraba con cara interrogante, tratando de adivinar de qué estaban hablando. Carraspeé.

—Nos dirigimos hacia el sur —dije—. Por curiosidad, ¿Éshingra está tan mal como la pintan en Ajensoldra? Porque al parecer hay una guerra.

La ternian soltó una breve carcajada irónica.

—Sí. No es sólo un parecer. El reino de Kaynba está muy revuelto. Tengo a una hermana que vive ahí y está atemorizada. Hasta me trajo a su pequeña para que cuidara de ella —añadió, acariciando el cabello de la niña ternian—. Afortunadamente, las guerras de los demás nunca llegan al Bosque de Hilos. Bueno, a veces llegan algunos desertores —insinuó.

Solté una risita.

—Nosotros no somos desertores —le aseguré, detrás de mi velo.

—No, supongo que no, si os dirigís hacia Éshingra —replicó la ternian con toda lógica.

Askaldo le reiteró su propuesta de cargar con el saco y la ternian esta vez accedió encantada, liberándose de su peso con evidente alivio. En cambio Askaldo soltó un resoplido que nos hizo reír a Spaw y a mí.

—Esto pesa como un tronco de paeldro —soltó Askaldo, mientras reanudábamos la marcha.

—No necesitarás andar mucho con eso —le aseguró la ternian—. Vivo no muy lejos de aquí. Cerca de Asethmil.

—¿Asethmil? —repitió Maoleth—. ¿Hay un pueblo cerca de aquí?

La ternian frunció el ceño.

—Sí. En la frontera con Kánderil, nos quedará poco más de media hora. ¿Realmente no conocéis Asethmil? —Negamos con la cabeza—. Pues es un pueblo muy conocido a pesar de tener pocos habitantes. Los de Éshingra lo llaman el Pueblo de las Aves.

Sonreí detrás de mi velo al recordar que Asethmil, en el antiguo dialecto de los Reinos de la Noche, significaba efectivamente «Pueblo de las Aves». A veces aprender los viejos dialectos no resultaba ser tan inútil como podía pensarse, medité.

—Curioso —dije, mientras seguíamos avanzando—. ¿Eso significa que venden aves?

—Los adiestramos —replicó la ternian—. En Asethmil está la escuela más conocida de adiestradores de aves. Los pájaros los utilizan exclusivamente como mensajeros de los Reinos de la Noche. Luego, algunos de los alumnos usan efectivamente lo que aprenden para atraer a las aves, capturarlas y venderlas en contrabando. Y eso es lo que mis compañeros y yo tratamos de evitar.

—¿Eres una adiestradora de aves? —se maravilló Chayl.

—Cuando era pequeña, aprendí los rudimentos —sonrió la ternian. Cogió a su sobrina en brazos al notar que estaba agotada y prosiguió—: Pero jamás acabé el aprendizaje. Yo investigo el contrabando de aves. Así que, ya sabéis, no os dediquéis a vender pájaros nunca o tendréis serios problemas —declaró, con una media sonrisa.

Siguió contándonos la vida en Asethmil y nos narró algunas anécdotas graciosas sobre los casos de contrabando que había destapado. Y, sin que nos hubiésemos dado cuenta casi, llegamos a Asethmil y a la frontera con Éshingra.

Justo antes de llegar al pueblo, la ternian soltó:

—Ya que parecéis buena gente a pesar de vuestro aspecto, os voy a acompañar hasta el albergue. Dibaez, el posadero, no deja entrar a cualquiera.

—Curioso, ¿no acepta a todos sus clientes? —se extrañó Maoleth.

La ternian hizo una mueca.

—Hace tiempo que Dibaez impide la entrada a guerreros desconocidos en su taberna. Cada vez que tiene a un extraño armado que aparece, lo echa, y si protesta, llama a sus hermanos. —Vaciló e iba a añadir algo pero al final pareció decidir no hacerlo.

Nos guió a través del pequeño pueblo de Asethmil, hasta el albergue, indicándonos, de paso, el camino sinuoso que se perdía entre el bosque.

—Por ahí está la escuela de los adiestradores de aves —nos dijo—. Y por ahí vivo yo. Y ese edificio es el albergue —prosiguió, enseñándonos una casa con dos tejados puntiagudos y ventanas redondas. El cielo se había oscurecido y apenas pude divisar la insigna del establecimiento: era una especie de ave colorida que alzaba orgullosamente la cabeza. En ese instante me fijé en los ruidos nocturnos: entre los árboles, los pájaros gorjeaban alegremente, como si estuviese amaneciendo. Les respondían como un eco la música y las risas en la taberna.

Una vez ante la puerta, la ternian se giró hacia nosotros.

—Esperad aquí un momento, voy a hablar con Dibaez.

Entró junto con su pequeña sobrina y Askaldo resopló, dejando el saco en el suelo.

—¿Pero qué demonios tendrá el saco de esa mujer? —masculló.

Volvió a soltar un resoplido y uno de los caballos de los establos soltó un relincho bajo, como solidarizándose. Sonreí y Spaw levantó los ojos al cielo.

—Desde luego, Askaldo, eres todo un caballero —le replicó el joven humano.

—Pues a lo mejor mi caballerosidad nos permite dormir bien esta noche, así que cuidado —replicó Askaldo. Sin verla, pude adivinar su sonrisa satisfecha.

—Es curiosa la energía que puebla este lugar —observó Kwayat, meditativo, al de un breve silencio.

Maoleth y Spaw asintieron y entonces señalé una gran roca junto a la taberna.

—Debe de ser el wékaro que hay ahí —supuse. Spaw se mordió el labio, con una mueca de incomprensión, y expliqué—: Los wékaros son una especie de rocas sagradas y la gente de aquí piensa que contienen la energía de los ancestros que vivían en los bosques, incluso antes del Desembarco. Al menos es lo que me han enseñado —agregué, al ver que todos me echaban miradas sorprendidas.

Maoleth sonrió e iba a decir algo cuando la puerta de la taberna se abrió de nuevo y la ternian reapareció, seguida de un caito enorme y calvo con barba negra, que llevaba un hacha de cocina en la mano derecha y un garfio en su mano izquierda amputada. Nos miró uno a uno mientras lo saludábamos amablemente.

—Buenas noches —contestó, tras un silencio—. Si queréis pasar, tendréis que deshaceros de vuestras armas. Aquí no se admiten ni espadas, ni arcos, ni mayales, ni nada, ¿entendido?

—Mientras nos las devuelva a la mañana siguiente, me parece perfecto —replicó Maoleth, con un naidrasio catastrófico.

El rostro del tabernero se relajó.

—Entonces perfecto —concluyó—. Mi nombre es Dibaez Strabakolden. Dejad las armas y entrad, la cena estará lista dentro de nada.

Unos minutos después el tabernero se alejaba, llevándose nuestras armas… en ningún momento comentó nada sobre Frundis y sonreí al oír al bastón refunfuñar, ofendido:

«¿Por qué siempre me tomarán por un simple bastón de viaje?»

La ternian volvió a cargar con su propio saco, ayudada por Askaldo.

—Gracias por haberme ayudado a transportar el pienso. Que os sonría la suerte en Éshingra, viajeros —dijo.

Nos despedimos y mientras entrábamos en la taberna Askaldo masculló, incrédulo:

—¿Pienso? Eso parecían más bien piedras de Léen…

Cenamos como emperadores, rodeados de risas y músicas, tomamos cada uno un baño y dormimos como el agua en un lago, metidos en unas camas cómodas y secas. ¡Casi me dio la impresión de haber vuelto al Ciervo alado! A la mañana siguiente, Askaldo nos hizo saber que un comerciante de tejidos le había propuesto llevarnos en su carreta hasta Ombay a cambio de nuestra protección, convencido al parecer de que éramos guerreros mercenarios. A Maoleth enseguida le pareció una buena idea y, tras desayunar generosamente, continuamos el viaje en la carreta de un elfo regordete y alegre llamado Tzifas que arreó sus caballos tras soltar con tono animado:

—¡Bilidán, Makidés, a casa otra vez!

19 Los Darys

Cuatro días más tarde, llegamos a Ombay sin más percances que el asalto de siete bandidos inexperimentados que huyeron despavoridos en cuanto les enseñamos nuestras armas. El reino de Kánderil no parecía muy afectado por la guerra, exceptuando los desórdenes provocados por el bandidaje, pero cuando entramos en el territorio de Kaynba, enseguida nos dimos cuenta de que efectivamente el ambiente estaba bastante viciado: la última taberna en la que pasamos la noche estaba llena de mercenarios que sacaban sus espadas a la mínima, amenazando a los parroquianos y hasta al tabernero para que les sirviera la comida gratis. Mi primer impulso había sido el de acudir en ayuda del tabernero, pero mi prudencia gawalt y una mirada de aviso de Maoleth me habían devuelto a la realidad: lo más probable era que aquellos malditos mercenarios nos hubieran metido una paliza si hubiésemos intervenido y, al fin y al cabo, al tabernero sólo le hicieron perder unos cuantos kétalos. Aun así, el episodio me dejó un amargo sabor en la boca.

Tzifas, que había pasado los cuatro días contándonos historias rocambolescas y cantándonos con una voz que maravilló a Frundis, se ensombreció notablemente al observar los efectos de la guerra en los alrededores de su ciudad. Mientras esperábamos en una larga cola para entrar en la gran Ombay, se nos puso a hablar de los problemas de Éshingra.

—Es una serie de insensateces lo que provoca esto —dijo, con un notable acento nailtés—. Todo empezó con lo de los yedrays. Mataron a gente de arriba. Empezaron por el capitán de la Guardia y luego envenenaron al rey de Kaynba el año pasado. O eso quieren que creamos —rectificó en voz baja—. El caso es que como la gente estaba harta de los impuestos que no paraban de subir, se rebeló. Seguro que habéis oído hablar de las revueltas del año pasado. Fueron tremendas. Y no sólo hubo en Ombay. Unos locos hasta intentaron quemarme la tienda. —Soltó un suspiro fatigado—. En la guerra, se le pierde respeto a todo, eso es lo más terrible. Y ahora, hace un mes, salió una muchacha diciendo que era la heredera legítima de Éshingra y que era descendiente directa de los viejos Neyg. Hay tres reinos que la apoyan y dos que han sacado a otro príncipe, un tal Wali, diciendo que la muchacha sería incapaz de reinar pero que el tal Wali nos salvaría a todos de la miseria. ¡Pues vaya! Antes de que inventasen todas esas historias no había miseria. Ahora incluso salen diciendo que poseen no sé qué gema todopoderosa que perteneció a los Antiguos Reyes.

Yo lo escuchaba, cada vez más alarmada. ¿Acaso estaba hablando de Wali Neyg, heredero de los Reyes Locos, y de la Gema de Loorden…?

—El único reino sensato es el de Eiloís, que no se mete en esos desatinos —prosiguió el elfo, encogiéndose de hombros—. Ya estoy pensando en mudarme ahí con mi familia, fijaos, y eso que llevo toda la vida metido en la capital. ¡Bueno! —soltó, sonriéndonos—. Espero que no os haya molestado demasiado con mis canciones y mis desvaríos. Esta cola va a durar horas, se habrá volcado alguna carreta y el tiempo que la retiren esto se va a transformar en la guerra particular de los comerciantes, si yo fuera vosotros iría andando a partir de aquí. Llegaréis antes.

Seguimos su consejo y nos apeamos de la carreta, deseándole buena suerte. Tzifas tocó el ala de su sombrero a modo de saludo y me alejé preguntándome a cuánta gente simpática como Tzifas estaría molestando aquella guerra insensata. ¿Podía acaso ser Amrit Mauhilver el que hubiese ocasionado la guerra, sacando de pronto a relucir a su niño protegido con sangre real? ¿Acaso era cierto que había encontrado la Gema de Loorden? Si lo era, eso significaba que los Sombríos se la habían vendido a él… ¿Pero quién era en realidad Amrit Daverg Mauhilver?, me pregunté con el ceño fruncido, mientras seguía a los demás entre las carretas y los viandantes.

Como la mayor parte de Ombay no tenía murallas, nos fue relativamente fácil rodear la guardia y entrar sin que nadie nos interpelase. Aún eran las tres de la tarde y las calles hervían de actividad. En un momento, cuando cruzábamos un mercado, me empujó un humano grandote al pasar y, desorientada, perdí de vista a los demás. Afortunadamente, Spaw se dio cuenta de que me había quedado atrás y tan sólo un minuto después apareció junto a mí con una sonrisa burlona.

—En vez de una brújula busca-agua lo que le deberían haber regalado a Askaldo debería haber sido una brújula busca-Shaedras —comentó, mofándose. Hice una mueca, levemente herida en mi orgullo, e iba a protestar cuando él añadió, pensativo—: Para las lenguas, seré un inútil, pero en cambio el trabajo de protector lo hago bastante bien.

Resoplé divertida ante su tono teatral y nos apresuramos a reunirnos con los demás, quienes nos esperaban al final de la calle. Maoleth, con las manos en la cintura, miraba la avenida transversal con el ceño fruncido.

—No recuerdo —decía—. ¿Has dicho el Espejo-Lirio? Sí, me suena —prosiguió, pensativo, mientras Askaldo asentía—. Es una cristalería, ¿verdad?

El elfocano se encogió de hombros.

—Ni idea. Mi padre me mencionó simplemente que estaba al lado de ese local. Calle Madimiel.

—Sigamos avanzando —propuso Kwayat—. Ya acabaremos encontrando la casa. Al fin y al cabo tenemos toda la tarde.

Según el plan de Ashbinkhai, teníamos que ir a casa de unos Demonios de la Mente, bien posicionados en la sociedad saijit, amigos suyos desde hacía tiempo. Estos nos hospedarían y nos adelantarían los gastos del barco. Y luego, a apañárnoslas solos en la isla rodeados de todo un clan de demonios, pensé suspirando, mientras avanzaba con los demás por la avenida, menos abarrotada que la anterior.

Rodeamos una de las tres enormes torres de Ombay a las que, como nos informó Maoleth, llamaban las Trillizas. Finalmente, Márevor Helith no se había excedido en originalidad para elegir el nombre de su mágara, noté.

Al pensar en Márevor Helith, inevitablemente me vino en mente otra vez la incógnita de Laygra y Murri. Durante los primeros días de viaje hacia el sur, me había imaginado encontrándomelos súbitamente por el camino. Y luego me los imaginé perdidos en el Bosque de Hilos, acompañados de un nakrús escacharrado por los antílopes. Pero ahora no sabía qué pensar. ¿Y si me había equivocado, en aquella colina? A lo mejor me estaba ocurriendo aquello mismo contra lo que Daelgar me había prevenido: al utilizar las armonías, uno podía llegar a crear ilusiones sin saberlo y engañarse a sí mismo. ¿Acaso podía haberme pasado eso?, me pregunté, mordiéndome el labio pensativa.

«Siento que algo te preocupa», observó Frundis, a mi espalda, dejando su trabajo de compositor por un momento.

«Bah», contesté. «Me interrogaba sobre las ilusiones y la realidad.»

Sobre mi hombro, Syu resopló.

«Ya sabía yo que te habías puesto a pensar como un saijit», comentó.

Se oyeron unas notas de guitarra y Frundis intervino.

«No siempre es malo pensar como un saijit», me aseguró el bastón, complaciéndose de llevar la contraria al mono. Su melodía de guitarra se hizo más nostálgica al proseguir. «Aún recuerdo mis conversaciones, antaño, con un portador mío que era celmista, aunque era más filósofo que otra cosa: se suponía que era un órico, pero no sabía ni levitar, ni crear brisas ni monolitos. En fin, qué más da, lo importante era que tenía unas ideas realmente originales. Manteníamos unas conversaciones del todo interesantes sobre el comportamiento de los seres vivos, en particular de los saijits, claro, los conocemos más de cerca.»

Enarqué una ceja, divertida.

«¿Y no decíais nada sobre los gawalts?», solté, fingiendo sorpresa.

Syu ladeó la cabeza, atento.

«Lo cierto es que no», contestó Frundis con sinceridad, decepcionando al gawalt. «En aquella época todavía nunca había conversado con uno.»

«Mmpf», dijo Syu, teatralmente altivo. «Eso es porque los gawalts no acostumbran vivir con saijits. Menos mal que estoy yo aquí para educar a los demás seres vivos del mundo.»

Solté una risita silenciosa mientras llegábamos a una gran plaza.

«Así que no eres un adivino, sino un misionero que viene a gawaltear Háreka entera. ¿No te parece una tarea un poco ardua?»

El gawalt meneó la cola y se corrigió:

«Tal vez exagere. Me contentaré con una tarea más razonable», reflexionó.

«Y más gawalt», le repliqué, divertida.

Habíamos empezado a cruzar la plaza cuando Askaldo, que abría la marcha con Maoleth, se giró hacia nosotros.

—Vamos a probar cerca del puerto —nos informó—. Lo más probable es que…

No escuché lo que dijo a continuación porque en aquel instante mis ojos se habían posado en un humano manco de pelo castaño oscuro que pasaba como con prisas a unos escasos metros de nosotros. Iba vestido mucho más elegantemente que normalmente, pero lo reconocí de inmediato a pesar de los casi tres años que habían transcurrido desde la última vez que lo había visto. Era Daelgar. Recordando que hacía tan sólo unos minutos había pensado en él y sus lecciones armónicas, la coincidencia me dejó aún más pasmada y, olvidando toda prudencia, giré la cabeza, para cerciorarme de que efectivamente era él… Pero Daelgar ya había desaparecido entre la muchedumbre de estudiantes que empezaban a salir de la cercana Universidad de Ombay.

—Mil lagartos incendiados —resopló una voz ahogada junto a mí.

Sentí mi corazón dar un vuelco y me giré con un movimiento brusco, pensando tontamente que Daelgar me había reconocido, a pesar de mi velo, pero no, era Spaw, quien acababa de arrebujarse con su capucha pese al día radiante y la brisa casi cálida del mar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Chayl, alertado, mientras yo fruncía inmediatamente el ceño, sospechando que algo grave acababa de ocurrir.

El joven templario meneó la cabeza y me soltó una mirada extraña.

—Acabo de ver pasar a Shelbooth.

Agrandé los ojos y entonces solté una risita.

—Y yo acabo de ver pasar a mi antiguo maestro de armonías —repliqué con tono alegre.

Spaw enarcó una ceja y dejó caer el cuello de su capa, enseñando una sonrisa burlona.

—Curiosas coincidencias —comentó.

Aun así, que Daelgar estuviese en Ombay no era nada de extrañar: Amrit Mauhilver tenía vastas propiedades al norte de la capital. Pero… ¿Shelbooth? Meneé la cabeza incrédula. Me había sorprendido cuando Dol me había revelado que él y Manchow habían desaparecido, sin embargo había supuesto que habían ido en busca de Lénisu, o a Aefna, o qué sé yo… Pero ¿qué hacía el joven subterraniense en Éshingra?

* * *

Estábamos abandonando la plaza cuando de pronto sonaron unas trompetas a lo lejos. Acostumbrada como estaba a escuchar música, fui la última en percatarme de ello. En un solo movimiento, la gente de la plaza se apartó, pegándose a los muros de las casas y, sorprendida, los imité al igual que mis compañeros, preguntándome qué pasaba.

Lo entendí rápidamente, sin embargo, al oír el ruido veloz de unos cascos contra los adoquines. Con pompa y orgullo, pasó una fila de jinetes de la Guardia de Ombay, con sus cotas de armas, sus cascos y sus espadas bien a la vista. Todos los caballos eran blancos como la nieve y recordé que una vez en el Ciervo alado un viajero había comentado algo sobre el alto precio de los caballos blancos de la caballería de Ombay. Delante, iba el heraldo, alzando el complicado blasón de la ciudad que representaba rombos azules y osos negros.

—¡Por Ombay! —gritó el jinete.

El grito resonó, claro y atronador. Algunos viandantes hicieron eco al grito, fervorosos, como si ellos mismos fuesen a luchar contra unos enemigos. Los guerreros se alejaron hacia la calle de donde veníamos y todo el mundo retornó a sus preocupaciones.

—Demonios —resopló Spaw—. Cuanto antes zarpemos mejor será —comentó.

—Sigamos —declaró Askaldo, echándonos una ojeada inquieta.

Atravesamos varias calles más y varios parques antes de llegar hasta la Torre Vieja. A partir de ahí, bajamos inútilmente hasta Puerto-Lince para volver a subir por la Calle del Puerto: ahí estaba la cristalería. Era fácil de reconocer, su fachada transparente dejaba ver pilas de vasos, copas de vidrio, esculturas, espejos… Recordaba un poco a la Calle de los Cristales en Aefna.

—El Espejo-Lirio —declaró Maoleth—. Debe de ser aquella casa —vaticinó entonces, girándose hacia un edificio contiguo de tres pisos, bastante elegante, al principio de una calle menos transitada.

En aquel instante, un hombre, un transportista a todas luces, pasaba la cancela de la casa, hacia el patio interior, guiando un burro cargado de sacos. Un sirviente, vestido con una librea roja, estaba ya cerrando la puerta de hierro.

Maoleth y Askaldo intercambiaron una mirada…

—De nada sirve esperar —dijo este último.

Así que nos dirigimos hacia la casa, evitando una carreta de bueyes, y Maoleth interpeló al sirviente que se alejaba.

—Buenos días, buen hombre —soltó en abrianés.

Y se giró hacia Askaldo con las cejas enarcadas.

—La familia Darys nos espera —continuó el elfocano detrás de su velo negro, mientras el sirviente regresaba—. O eso espero —añadió.

Sin una palabra, el hombre volvió a abrir la cancela y mientras pasábamos, dijo:

—De hecho, mis amos me avisaron de que vendríais. Pero no se esperaban a que llegaseis tan tarde —agregó, cerrando el portal y guardando su llavero.

No comentamos nada, pero todos pensamos en el ligero rodeo de Askaldo por el Bosque de Hilos. El sirviente nos observó un breve momento, acariciando su barba negra, y entonces hizo un ademán.

—Seguidme, por favor.

Nos guió en el interior de la casa, cruzamos una gran sala de entrada y acabamos en un espacioso salón del todo aburguesado.

—Si me permitís, esperad aquí un momento —nos pidió el sirviente, con una reverencia.

En cuanto se hubo alejado por el pasillo, resoplé.

—Vaya casa.

Spaw soltó una mirada burlona hacia Askaldo y apuntó:

—La del padre de Askaldo es todavía más impresionante, te lo aseguro.

Enarqué una ceja, sorprendida. Tanto decir que los demonios no teníamos que tener demasiadas relaciones con los saijits, y luego se enriquecían como saijits y compraban sus artículos y empleaban a… Fruncí el ceño. A menos que el sirviente que nos había acogido fuese también un demonio…

«Los demonios saijits son tan saijits como los saijits», concluyó Syu solemnemente. Sin alejarse de mi hombro, miraba su alrededor con curiosidad.

Reprimí una sonrisa.

«Eso parece», coincidí.

El sirviente barbudo volvió al de poco, dedicándonos otra reverencia. Sabiendo que en Éshingra las reverencias eran más bien cosa de las altas esferas, supuse que nos había tomado por burgueses aventureros o algo por el estilo.

—Siento informarles de que el señor Zilacam Darys y la señora Dilia Darys no están en casa y que volverán tarde. Entretanto, la señora Ademantina Darys os recibirá… pese a su dolor de espalda —añadió, con un leve tono de aviso, como para prevenirnos de que no la molestásemos demasiado.

Askaldo, detrás de su velo, inclinó brevemente la cabeza, asintiendo, y el sirviente volvió a realizar una reverencia, declarando:

—Si sois tan amables de seguirme hasta su aposento.

Subimos hasta el primer piso y cruzamos una sala llena de plantas con flores antes de llegar ante una puerta abierta de par en par por la cual vi, sentada en una butaca, a una belarca muy anciana, cuya piel estaba llena de arrugas. Sus ojos castaños y vívidos nos observaron detenidamente mientras entrábamos todos en el cuarto.

—Gracias, Leimon —masculló—. Puedes retirarte. Y ve a encender el fuego del salón. Esta noche cenaré abajo con mis invitados.

El sirviente agrandó los ojos.

—Pero, su espalda…

—¿Mi espalda? —repitió la anciana con más viveza de la que hubiera sospechado—. Mi espalda está mejor que la tuya, Leimon. Tú sí que acabarás tocando el suelo con la nariz como sigas inclinándote tanto. Reverencias y más reverencias, ¡ni que fuera la reina de Ombay! Venga, Leimon —añadió, haciendo un gesto de la mano para despedirlo.

El sirviente barbudo frunció el ceño pero se marchó, inclinándose de nuevo y caminando luego con toda la dignidad del mundo. Desde luego, Ademantina Darys no era una persona muy agradable con su servidumbre, pensé, aprensiva. Secretamente esperé que no tardásemos en embarcar porque quedarse mucho tiempo junto a una anciana avinagrada era una idea más bien poco acertada.

—Así que venís a estorbar a mi hijo, ¿eh? —soltó la vieja belarca, una vez que Leimon se hubo alejado.

Noté cómo Maoleth retrocedía ligeramente, dejándole a Askaldo contestar.

—La molestia es justificada —respondió firmemente el joven elfocano—. Es todo un honor ser recibido en su casa, señora Darys —añadió. Y en un súbito movimiento, se quitó el velo. En medio de su rostro cubierto de furúnculos, brillaban dos ojos rojos que se inclinaron mientras Askaldo saludaba a Ademantina Darys, realizando un gesto con la mano que reconocí de milagro: según me había enseñado Kwayat, supe que Askaldo acababa de presentarse como el hijo de Ashbinkhai, Demonio Mayor de la Mente.

Percibí un brillo de diversión en los ojos de la belarca, mezclado con una leve mueca de… repulsión, entendí, enarcando una ceja.

—Lo cierto es que después de tanto tiempo sin verte, veo que no has cambiado nada —soltó al fin la vieja, con el claro propósito de insultarlo.

Askaldo, sin parecer ofendido, puso cara sorprendida.

—¿Nos hemos visto ya alguna vez?

—Oh, tú no te acordarás. Tenías apenas tres años. En aquella época, tu padre era menos casero que ahora. Antaño lo veía a menudo. Hay que ver lo que la edad nos cambia a todos. —Nos echó entonces un vistazo a los demás—. Cinco compañeros —contó—. Son pocos compañeros para tu épica misión, jovencito.

Askaldo había perdido un poco su aire formal y parecía ahora algo molesto.

—Son suficientes —afirmó—. Si quiere, se los presento.

La vieja puso cara aburrida y agitó un pañuelo con gesto impaciente.

—Adelante. De todas formas, no tengo nada mejor que hacer por el momento. Las plantas son más aburridas que esta ciudad, que ya es decir.

Al oírla, Askaldo hizo una mueca y la cara de Maoleth se ensombreció. Percibí la mirada elocuente que Chayl le echó a su primo.

—Este es Maoleth Hyizrik, ex-instructor y bibliotecario del Mausoleo de Akras —soltó Askaldo, presentando al elfo oscuro—. Este es Kwayat, instructor independiente…

—Oh, me suena —lo interrumpió la anciana, levantando la cabeza con una mueca inquisitiva—. Creo que ya he oído hablar de ti por un asunto relacionado con los Comunitarios.

Mi instructor, inmutable, con los brazos cruzados, hizo un breve gesto con la cabeza.

—Yo también creo haber oído hablar de los Darys en algún momento —replicó.

Enarqué otra vez las cejas, intrigada. Esas palabras parecían encubrir más de una verdad. ¿Acaso Kwayat y Ademantina Darys se conocían de antes?, me pregunté, ladeando la cabeza. Askaldo carraspeó, interrumpiendo mis pensamientos.

—Bien… Este es mi primo Chayl, él es Spaw Tay-Shual y ella es Shaedra —acabó por decir.

La vieja Darys pasó sus ojos por el dedrin, se detuvo unos instantes en el humano de pelo violeta y me observó al fin con una mueca contrariada.

—¿Aún sigues con ese velo? ¿Y qué es ese mono que lleva al hombro? —añadió, dirigiéndose a Askaldo.

Reprimiendo un suspiro, levanté mi velo y me lo quité. Sonreí a medias al ver el leve respingo que dio Ademantina Darys en su butaca al encontrarse con una demonio del mismo color que el tapiz dorado colocado justo detrás de mí.

—Es un gawalt —contesté con tranquilidad—. Y se llama Syu.

La anciana entornó los ojos, sin entender.

—¿Qué?

—El mono —expliqué.

—Mmpf —resopló ella, poniendo cara hastiada—. Ya me hablaron de ti. Está claro que Ashbinkhai debería haberte recogido a tiempo —comentó—. Ahora pareces un saïnal.

Le devolví una mirada más divertida que ofendida y decidí que era mejor no mencionar el hecho de que si el hijo de Ashbinkhai no me hubiese forzado a beber la poción de Lunawin no estaría en ese estado.

—Mmgr —siguió gruñendo Ademantina, pasándose el pañuelo blanco por la frente con gesto fatigado—. Dolan siempre sobrecarga la chimenea, ¡hace un calor espantoso! ¡Oh, siento que me da vueltas la cabeza! —se lamentó, cerrando los ojos.

Los demás intercambiamos miradas desconcertadas. Spaw puso los ojos en blanco y la anciana nos miró a ambos con mala cara.

—¿A qué vienen esas sonrisas? —sermoneó—. ¿Acaso os reís de los pesares de una anciana? ¡Jóvenes! —exclamó con rencor—. Ya veréis dentro de unos años lo que vais a sufrir. ¡Si acaso llegáis a ser viejos! —agregó, con una sonrisa que enseñaba su dentadura postiza—. ¡Pero qué diablos! —prosiguió—. ¿Así que andáis buscando al pequeño Seyrum, eh? Ojalá lo encontréis. Mira que siempre se ha metido en líos, mi sobrino. Tan imprudente como su padre. ¿Dónde se ha metido ahora? —preguntó.

No pude reprimir una expresión de sorpresa al entender sus palabras. ¡Seyrum, sobrino de Ademantina Darys! Y lo más curioso: la anciana ignoraba todo sobre Driikasinwat.

Askaldo, por lo visto, se había quedado algo pasmado al darse cuenta de que nadie le había informado del paradero de Seyrum.

—Esto… Seyrum… Está… ¿Realmente no sabe dónde está? —replicó el elfocano, algo perplejo, preguntándose sin duda si Zilacam había querido ocultárselo a su madre por alguna razón.

La expresión de la belarca se ensombreció.

—Pones cara de mal agüero —observó—. Eso no me gusta. ¿Qué le ha pasado exactamente a mi sobrino? ¿No se trata de otra aventura de las suyas, eh? Es algo más grave, por lo que veo.

Vi claramente la indecisión reflejada en el rostro de Askaldo y Kwayat intervino con tono pausado:

—Tal vez sería mejor esperar a su hijo para hablar de este asunto, respetable anciana. Pero no se preocupe, Seyrum tiene problemas pero nosotros vamos a salvarlo.

Ademantina Darys lo miró de hito en hito y entonces soltó una breve carcajada.

—¡Ja! Respetable anciana —repitió con sarcasmo—. Hacía tiempo que no me llamaban así. Ni Leimon es tan educado.

Mientras hablaba, se habían empezado a oír ruidos de pasos en la escalera y por si acaso volví a ponerme el velo. Askaldo me imitó un segundo después por precaución, mientras la vieja belarca mascullaba por lo bajo y extendía el cuello para ver quién aparecía por la sala de las plantas.

—¡Leimon! —gruñó la vieja, mientras el sirviente se acercaba. Ahora que me fijaba mejor en él, me di cuenta de que tenía rasgos de kampraw: mitad humanos y mitad caitos. Sus ojos color zafiro se posaron sobre mí un instante, como si lograse ver a través del velo… Entonces dio otro paso hacia delante y realizó una profunda reverencia que acabó de exasperar a la vieja Ademantina.

—Su hijo Zilacam ya ha vuelto —declaró el kampraw.

Ademantina soltó un resoplido.

—Pues bien. Dile que pase en cuanto pueda y venga a recoger a sus invitados. Mi hijo, siempre incordiando a su pobre y moribunda madre. ¡Lleva practicando desde que berreaba en la cuna! Dioses, odio estos días —declaró, sin pausa alguna—. Dile a Dolan que pase también cuando haya acabado de calcinar la comida. ¡Esto es un horno, Leimon! Cualquiera diría que queréis que me trague el infierno antes de tiempo —apuntó con tono acusador.

A un metro escaso como estaba del kampraw, percibí su suspiro casi inaudible.

—¿Quiere que abra la ventana, señora Darys? —sugirió, con tono neutro.

La vieja soltó una exclamación.

—¿La ventana, Leimon? ¡Imposible! ¿No conoces el dicho? Quien junta fuego con hielo, se quema dos veces. ¡Por las Almas Sacrificadas, hijo mío! —soltó, cambiando de tono. Y me giré para ver aparecer por la sala de las plantas la silueta elegante de un belarco de larga melena negra—. ¿Puedes explicarme por qué has tardado tanto en llegar?

Zilacam Darys se pasó una mano poblada de anillos por su impresionante cabello color de azabache.

—Buenos días, madre —soltó con una vocecita aguda y tranquila que contrastaba notablemente con la ruda voz de la anciana—. Muy buenos días, queridos amigos —prosiguió, dirigiéndose a nosotros—. Disculpa las molestias, madre, enseguida estamos todos fuera. Mis invitados no pretendían molestar a nadie. Si me hacéis el favor de seguirme —añadió, invitándonos a salir del cuarto de la anciana.

Aprovechamos la ocasión y nos despedimos rápidamente de Ademantina Darys.

—Ha sido un placer —dijo Chayl con aire formal.

—Y para mí un disgusto —replicó ella—. Aunque ya sé que no tenéis nada que ver. Es ese Dolan que me asfixia con sus chimeneas. ¡Leimon! —soltó entonces, mientras salíamos precipitadamente de la sala. Noté cómo Zilacam aceleraba el paso, huyendo del lamento acusador de su madre. Cruzamos la sala de las plantas, dejando atrás al kampraw de barba negra al cuidado de la anciana.

—Venid, os conduciré a mi despacho —declaró el elegante belarco, mientras nos hacía subir hasta la segunda planta—. La verdad, no esperaba ya que vinierais. Hasta había mandado a un mercenario en vuestra busca. Quién sabe, con esta guerra, suceden muertes imprevistas. Desgraciadamente —suspiró con su vocecita aguda. Abrió su despacho con una llave—. Entrad —nos dijo, mientras penetraba en la habitación—. Es una agradable sorpresa saber que estáis sanos y salvos —prosiguió, mientras nos invitaba a sentarnos. Dejé a Frundis junto a la puerta y, con Spaw y Chayl, fui a sentarme en el sofá mientras Askaldo realizaba de nuevo el saludo apropiado en esas circunstancias.

—Gracias por tu acogida, Zilacam hijo de Tirkom —pronunció.

Zilacam tuvo una sonrisa algo tímida.

—Oh, no es nada —aseguró—. Hacía tiempo que no hospedaba a ningún miembro de la familia de Ashbinkhai. Es un honor —dijo, inclinándose con respeto.

—El honor es mío —replicó el elfocano con otro saludo.

—Espero que tu familia se encuentra bien —añadió Zilacam.

—De maravilla. Espero que la tuya también.

—De hecho, todos disponemos de una salud excelente. Ojalá nunca el dolor y la miseria ataquen nuestras familias —sentenció el belarco.

—Ojalá —aprobó Askaldo, enderezándose y poniendo fin a las formalidades.

Sonreí al ver que, a mi lado, Spaw acababa de soltar un suspiro aburrido. Mientras los demás se sentaban en unas cómodas butacas, presentándose debidamente, volví a quitarme el velo, harta ya de verlo todo más oscuro de lo normal. Zilacam cruzó piernas y manos, mirándonos alternadamente. Sus ojos de belarco reflejaban curiosidad.

—Esto… Antes de nada, debo avisaros de que esta noche, al no saber que vendríais, invité a un amigo a cenar —nos informó, encogiéndose de hombros—. Me encantaría que os unierais a nosotros. Habéis realizado un largo viaje, y entiendo vuestras reticencias —añadió, adivinando nuestra respuesta—. Pero el caso es que ese amigo es precisamente el que mantiene relaciones con los registradores y capitanes del Puerto de Salias, donde están anclados todos los grandes barcos. Y precisamente esta tarde le he dicho que aún no sabía cuándo ibais a llegar…

—Espera un momento —lo interrumpió Maoleth, alarmado—. Ese amigo ¿es un saijit?

Zilacam asintió.

—Claro. No hay mucho demonio por Ombay. —Se encogió de hombros ante el ceño fruncido de Maoleth—. Ya sé lo que pensáis muchos por Ajensoldra: que los Darys llevamos una vida excéntrica de saijits acomodados. No todos vivimos en las cavernas.

Askaldo se quitó el velo con un movimiento impaciente.

—Jamás he oído una sola crítica contra los Darys, Zilacam —le aseguró, mientras este se le quedaba mirando la cara, algo pasmado—. Mi padre hablaba de vosotros con mucho respeto. Así que… ¿vamos a viajar en un barco de saijits?

Zilacam meneó tristemente la cabeza.

—Vendí el último barco grande que tenía el año pasado. Los demás que tengo son sólo barcos pesqueros. Pero no os preocupéis, he pensado en… vuestros disfraces —tosió ligeramente, con aire incómodo—. Os haréis pasar por unos viajeros de Mirleria. Pero cuando hagáis escala en Sladeyr, os escabullís e iréis a ver a un amigo mío que tengo ahí. Os daré una carta para él. Y él os proporcionará discretamente un barco hasta la Isla Coja. Es mejor que nadie sepa vuestro destino, los habitantes de la Isla Coja tienen muy mala reputación. —Y tanto, pensé con una sonrisa irónica—. Espero que mi plan os agrade —concluyó, interrogante.

Maoleth y Askaldo se encogieron de hombros.

—Parece un plan razonable —aprobó Maoleth.

—Sí —se animó Zilacam—. Sobre todo que, si os disfrazáis de mirlerianos, podréis poneros un velo sin llamar la atención. Con esos velos negros parecéis dos Esbirros de Zemaï… Sin ánimo de ofenderos.

Negué con la cabeza, recordando los mirlerianos que había visto en Aefna durante el Torneo.

—Esos velos blancos no ocultan bien la cara —intervine—. Son muy finos y sólo están hechos para impedir que pase la arena a los ojos.

Zilacam tuvo una sonrisa, pero observé que evitaba mirarme.

—Ya pensé en eso. Y encargué unos velos más espesos, pero fabricados de manera que no se note tanto que son diferentes. Confiad en mí. Creo que mi plan os permitirá llegar a la Isla Coja sin problemas. Una vez ahí… bueno, eso ya lo habréis pensado vosotros mejor que yo. ¿Sabéis algo de mi primo?

Hizo la pregunta con un deje de inquietud en la voz. En ese momento, oímos un restallido metálico y un gemido quejumbroso, seguido de un maullido. Sobresaltados por el súbito escándalo, nos giramos todos hacia…

«No es culpa mía», se defendió Syu, mientras se encaramaba en la cima de una especie de aparador, tenso como la cuerda de un arco.

Sobre la parte inferior del mueble, Lieta miraba al gawalt con cara burlona. Estaba ronroneando. Contuve difícilmente una carcajada.

«Creo que se está riendo de ti», comenté, mientras Maoleth llamaba a la drizsha.

«Pues vaya humor», refunfuñó el mono, paseándose por arriba del mueble. «Me alejo un poco para curiosear, y enseguida viene a vigilarme esa gata. Felino peludo y maullante», insultó, nervioso.

«A lo mejor acabáis siendo buenos amigos», sugerí, divertida, mientras Maoleth volvía a llamar a la gata y Zilacam aseguraba que lo que se había caído era simplemente un platillo de metal.

«No toques nada», le avisé a Syu.

El mono se contentó con soltar un gruñido mental.

—Bueno, preguntabas… por tu primo —retomó Askaldo—. La verdad, las últimas noticias son más bien pocas. Seyrum sigue en manos de Driikasinwat.

El rostro del belarco se ensombreció.

—¿Pero qué es lo que anda buscando ese loco? —preguntó con tristeza.

Askaldo puso cara pensativa.

—Los agentes que vigilan al renegado lo tienen difícil para informarnos de lo que ha sucedido sin revelar su identidad. Aun así, sospechamos que Driikasinwat quiere utilizar los dotes alquimistas de tu primo. De todas formas, no te preocupes, ayúdanos a llegar a la Isla Coja y nosotros lo liberaremos.

Zilacam, con la cara apesadumbrada, asintió.

—Sí. Veo que el hijo de Ashbinkhai es tan valiente como el padre —lo cumplimentó—. Después de salvarlo, estoy seguro de que Seyrum te hará todas las pociones que quieras hasta el fin de sus días. No conozco muy bien a mi primo, siempre ha sido muy solitario, pero sé que no te defraudará.

Estaba claro como el agua que evitaba hablar de la mutación de Askaldo explícitamente. El elfocano sonrió.

—Eso espero. Entonces, ¿cuándo partirá ese barco?

El humor de Zilacam pareció más ligero cuando contestó:

—Bueno, aún no está decidido, ya que no sabía cuándo ibais a venir. Pero dado que hoy estará Amrit, podréis conversar con él y decidirlo vosotros mismos.

Me atraganté con mi propia saliva y traté de sobreponerme mientras ellos seguían hablando, diciendo que lo ideal sería zarpar de aquí dentro de un par de días.

«Es improbable», solté, incrédula. Daelgar… y ahora Amrit… Por lo visto, este último no solamente era un gran propietario de tierras, sino que además acaparaba barcos… e iba a cenar a casa de un demonio. Pues vaya.

«Lo que es improbable es que siga vivo después de haber viajado durante tantos días con una drizsha asesina», masculló Syu. Todavía seguía encaramado arriba del mueble, jugueteando con su cola, malhumorado.

«Bah, Syu, no exageres, Lieta aún no te ha hecho nada», lo tranquilicé.

El gawalt resopló mentalmente.

«¿Acaso tengo que esperar a que me dé un zarpazo para poder decir que esa gata es peligrosa?»

No supe qué contestarle. En el fondo, compartía su inquietud racional, pero también tenía el presentimiento de que Lieta no hacía más que estorbar al mono para divertirse. Claro que yo ya había visto gatos de Ató divirtiéndose con sus presas antes de comérselas… Mientras procuraba no comunicar dichos pensamientos por vías del kershí, me fijé en que los demás se levantaban y los imité.

—Entonces, está decidido, venís todos a cenar —declaró Zilacam con tono alegre.

Suspiré. Me hubiera gustado volver a ver a Amrit Daverg Mauhilver: sentía curiosidad por saber si realmente había encontrado la Gema de Loorden. Sin embargo, había demasiados inconvenientes.

—Er… Lo siento, Zilacam —dije—, pero no puedo. Estoy… er… demasiado cansada —argumenté torpemente—. Por el viaje y tal. Será mejor que vaya a dormir.

—¡Por supuesto! —respondió Zilacam—. Y os invito a todos a hacer lo mismo. Aún quedan varias horas para la cena. Si estás menos cansada cuando despiertes, no dudes en unirte a nosotros… —ladeó la cabeza y pareció acordarse de algo— ¿Shaedra, verdad?

Asentí, sintiéndome aliviada al no verlo insistir demasiado. Era mejor así, me dije. Quién sabe si, a pesar del velo, Amrit no me habría reconocido. Y entonces con toda seguridad habría mandado una carta a Lénisu preguntándole qué hacía su querida sobrina zarpando desde Ombay, disfrazada de mirleriana. Definitivamente, habría sido una mala idea ir a la cena, decidí.

Consciente de las miradas inquisitivas que me echaron Kwayat y Spaw, fue para mí casi un alivio volver a ponerme el velo cuando salimos de la habitación.

20 Tierras hundidas

Los dos días de espera se convirtieron finalmente en cinco días, porque resultó que alguien había saboteado el barco que teníamos que tomar: “cosas de la guerra”, había explicado el señor Mauhilver, al parecer. En esos cinco días, no solamente pude ver lo agitada que estaba Ombay por el asunto de los Antiguos Reyes, sino que también pude hacerme una idea general de la extraña vida de los Darys: según el testimonio de Dilia Darys, la esposa de Zilacam, no paraban de ir de comidas en meriendas, de meriendas en cenas y de bailes en reuniones de negocios. Zilacam era una persona bastante discreta y de buen corazón, aficionada a las tertulias que se daban en una platiquería cerca de la Universidad. Sin ser un erudito, le gustaba la lectura y según Dilia gran parte de los libros de su biblioteca personal habían sido donados a la Biblioteca Pública para “fomentar la cultura”. En definitiva, como decía burlonamente Ademantina, Zilacam Darys era un gran demonio benefactor.

Zilacam se empeñó, en esos cinco días, en hacer que sus seis invitados no se aburrieran ni un segundo, de modo que nos hizo visitar todos los lugares interesantes de Ombay: entramos en la Universidad, subimos a la Torre Maestra, dimos unos paseos por el Puerto-Lince y por el Puerto de Salias, y hasta entramos en el Palacio de Memilith. Allá donde íbamos, el elegante belarco nos presentaba a sus conocidos como viejos amigos de Mirleria, y para no levantar sospechas nos contentábamos con saludar a la gente en silencio.

Zilacam nos había proporcionado a todos unas amplias túnicas coloridas, típicas, según dijo, de los habitantes de Mirleria. Anudamos en nuestras cabezas unos grandes pañuelos mediante lazos y Askaldo y yo añadimos a nuestra vestimenta un velo blanco que tapaba enteramente nuestro rostro, dejándonos así y todo ver con bastante claridad nuestro entorno. Ademantina nos aseguró que, más que habitantes de Mirleria, parecíamos pacientes de un loquero. Pensando en ella, la víspera de nuestra partida, llegué a la conclusión de que, pese a su carácter poco agradable, aquella anciana belarca tenía siempre unos comentarios muy buenos. Su labia hasta impresionó a Syu, y eso que a él siempre le había parecido que los saijits hablaban demasiado para decir muy poco.

La última noche, apenas dormí, imaginándome ya surcando las aguas del Mar de Ardel y del Mar de las Agujas, en medio de una infinita extensión de agua. Según el plan, desembarcaríamos en Sladeyr, iríamos a ver a un tal Asbalroth, amigo de Zilacam, y luego… luego, una vez llegados a la Isla Coja, tendríamos que encontrar el refugio de Driikasinwat y liberar a Seyrum, los dioses sabían cómo. ¿Y si el demonio renegado nos pillaba? ¿Y si, al intentar salvar a Aleria también, metía la pata y mandaba al traste el plan, fuese cual fuese? Me repetía aquellas preguntas una y otra vez, removiéndome en la cama de invitados. Cuando amaneció, me vestí, teniendo mucho cuidado en tapar completamente mi rostro y cogí a Frundis. El bastón aquella mañana estaba inspirado.

«Estoy componiendo una canción épica que va a sorprenderos tanto a ti como a Syu, ¡ya lo veréis!», me aseguró, muy animado. Pero no quiso ser más explícito.

Salí de mi cuarto y vi a Spaw en el pasillo, recolocándose su pañuelo azul oscuro sobre la cabeza.

—Mmpf —soltó, al verme—. Si algún saijit me ve poniéndome este pañuelo de manera tan experta como hoy, va a sospechar fijo —comentó con el ceño fruncido.

Me reí.

—Nos bastará con decir que tenemos a un mirleriano torpe en el grupo —lo tranquilicé—. De todas maneras, no creo que salgamos mucho a la cubierta. Por cierto, Dol dijo una vez que se mareaba en barco… ¿Tú crees que nosotros también nos marearemos? —pregunté, preocupada.

—Dol… ¿El semi-orco de Ató? —inquirió Spaw. Asentí y él sonrió—. Bah, ya sabes, los más grandotes son los que se marean más.

Enarqué una ceja, burlona.

—Oh. Deberías avisarles a Kwayat y a Askaldo entonces —observé, mientras bajábamos las escaleras.

Desayunamos todos con Zilacam y Dilia y conversamos tranquilamente sobre temas varios que nada tenían que ver con nuestra próxima partida. Al fin y al cabo, los sirvientes de la casa Darys eran todos saijits y, antes de meter la pata, era preferible no abordar el tema. Cuando estuvimos todos listos para marcharnos, pasamos por el cuarto de Ademantina Darys para despedirnos y ella, con los ojos sonrientes y con una mueca aburrida, respondió con un leve gruñido y añadió:

—Venga, que la suerte os acompañe, hijos, pero más vale que encontréis a mi sobrino, ¿eh? Zilacam me lo ha contado todo. Dadles un buen castigo a esos malnacidos y que no se les ocurra volver a tocar un pelo de mi sobrino, que aunque nunca viene a visitarme porque la cabeza la tiene llena de pociones y reacciones, es mi sobrino —decretó.

—Se lo devolveremos sano y salvo —prometió Askaldo con solemnidad.

Nos inclinamos todos como demonios educados y salimos de la casa de los Darys, acompañados por Zilacam. Anduvimos hasta el Puerto de Salias, cargando cada uno con nuestro saco, y de camino nos cruzamos con varios guardias que llevaban a dos hombres maniatados.

—Espías —barruntó Maoleth en voz baja.

Enarqué una ceja, siguiéndolos con la mirada. Entonces empecé a oír la arenga de un pregonero que clamaba noticias sobre la guerra. Wali Neyg, según creí entender, sería proclamado rey en breve y los separatistas serían considerados traidores. Nos apresuramos a salir de la plaza, donde empezaba a agolparse una verdadera muchedumbre curiosa.

—Deberíamos haber ido en carroza —se lamentó Zilacam, escoltado por uno de sus empleados—. No me gusta esta historia de guerra en Éshingra.

Puse los ojos en blanco.

—Es curioso, ¿no es Amrit Daverg Mauhilver, tu leal amigo, un instigador de la guerra? —solté sin pensarlo.

La expresión de Zilacam reflejó pura sorpresa.

—¿Amrit? ¿Instigador de la guerra? —repitió—. ¿Acaso hablamos del mismo Amrit Mauhilver? El que conozco yo es un hombre de negocios. Y un gran amante de la poesía. No se interesa por las cuestiones políticas.

Me encogí de hombros, maldiciéndome por hablar demasiado. Mi pregunta imprudente había dejado claro que conocía ya a un Amrit Mauhilver.

—Entonces tu amigo actúa sabiamente —me contenté con replicar.

Cuando llegamos al Puerto de Salias, vi que el barco que nos esperaba, el Águila Blanca, ya rebosaba de actividad: se estaban transportando grandes cajas de madera hasta la bodega, los grumetes ayudaban, los marineros recorrían la cubierta, soltándose comentarios entre ellos. Por lo que me habían contado, íbamos a viajar en una nave con destino a Mirleria que transportaba principalmente tejidos, aceite de naldren y frutas secas. Paseé la mirada por el puerto, sintiendo cada vez más aprensión. ¿Realmente podía flotar durante tanto tiempo ese gran cuenco de madera?, me pregunté, recordando la opinión poco positiva que tenía Dolgy Vranc sobre los barcos.

Entonces, entre los que observaban cómo se cargaba el barco, divisé a Amrit Daverg Mauhilver. Tuve la sensación de volver años atrás.

El humano rubio seguía tan elegante y extraño como siempre, con su bastón negro, su lujosa vestimenta y su pose mesurada. Su expresión se iluminó con una sonrisa al ver a Zilacam.

—¡Buenos días, amigo mío! —le dijo, mientras nos acercábamos—. He venido a comprobar que todo se hacía correctamente. Ya ves, cuando el cargamento del barco es importante me lo tomo muy en serio —apuntó, ensanchando su sonrisa.

Los dos amigos se pusieron a charlar animadamente mientras nosotros, los mirlerianos, permanecíamos prudentemente en silencio, hasta que el capitán, impaciente, saliese de su cabina, soltando a los portadores:

—Venga, ¡acelerad un poco el ritmo! Y los pasajeros, no esperéis el último momento a embarcar u os quedaréis en tierra.

Amrit rió entre dientes, haciendo bailar su bastón.

—Capitán Rafish —nos lo presentó, mientras el aludido se dirigía hacia la proa, verificando el trabajo de sus marineros—. Entre todos los capitanes de los mares, este es uno de mis favoritos —le reveló a Zilacam, con una media sonrisa—. Tiene sangre pirata en las venas, y es un comerciante de los mejores que hay. Pero, tranquilízate, nunca ha sido pirata —añadió, al ver que su amigo fruncía el ceño. Y volvió a sonreír—. Aunque ya me ha dicho alguna vez que si yo continuaba estafándolo como lo hacía, empezaría a imitar a sus antepasados. Un curioso personaje. ¡Bueno! Creo que si no queréis recibir las furias del capitán, tendréis que ir embarcando, amigos mirlerianos —agregó, saludándonos con un gesto de la mano, medio respetuoso medio burlón.

Askaldo respondió a su saludo, posando la mano sobre el pecho y soltando:

—Gracias te sean dadas por permitirnos viajar en tu barco. Y gracias, amigo Zilacam, por tu generosa acogida, los dioses os mantengan en vida muchos años.

Tuve que reconocer que el acento mirleriano estaba bastante conseguido. Yo había intentado enseñarles a los demás todas las manías mirlerianas que había aprendido con el maestro Áynorin, incluidos los saludos y las fórmulas de cortesía. Askaldo era el único en haber estado ya en Mirleria y mientras yo les explicaba la teoría él me corrigió en varios detalles: al parecer, los libros de Ató sobre las Repúblicas del Fuego estaban totalmente desfasados en ciertos aspectos.

Cuando subimos al barco, enseguida tuve una extraña sensación al pensar que, debajo de esas tablas, tan sólo había agua.

«Esto no me gusta nada», confesó Syu, mirando a su alrededor.

«Confieso que a mí tampoco», intervino Frundis, rebajando un poco su música. Parecía pensativo.

Oí que retiraban la pasarela y me giré, nerviosa. El capitán Rafish gritaba órdenes, de vuelta en la popa.

—¡Buen viaje! —nos soltó Zilacam, desde la orilla.

Desamarraron el bajel y nos alejamos poco a poco del puerto, rodeándonos totalmente de agua… Los marineros habían izado las velas y, llevado por el viento, el Águila Blanca se deslizó más rápido y la gran Ombay fue haciéndose cada vez más pequeña.

—Curioso, ¿verdad? —soltó Spaw en voz baja, junto a mí—. Y pensar que los nurones viven debajo de estas aguas…

Esbocé una sonrisa, adivinando sus pensamientos. Nidako, el único miembro de la comunidad de Zaix al que yo no conocía todavía, vivía, según me había dicho, en el Mar de las Agujas, cerca del archipiélago de las Anarfias. Quién sabe, a lo mejor nos lo encontrábamos por el camino y nos echaba una mano, pensé, deseando conocer a ese nurón.

—Vosotros, disculpad —nos dijo de pronto una voz hosca detrás de nosotros. Nos giramos y nos encontramos frente a un humano achaparrado de barba gris que llevaba una bufanda naranja muy llamativa. Frunció la nariz—. Mmpf. Podéis entrar en la cabina de pasajeros para dejar vuestros sacos.

Mientras hablaba, señaló una puerta abierta en la popa, por donde acababa de desaparecer Chayl. Asentimos en silencio y seguimos al dedrin adentro. Comprobé entonces que no éramos los únicos pasajeros: en aquel mismo instante Askaldo conversaba, algo nervioso, con tres mirlerianos velados que se habían instalado en las hamacas junto a la puerta. Apenas se les veían los rostros, oscuros detrás de sus velos blancos.

—Es una alegría para mí viajar con compatriotas —soltó el más bajito de ellos, con voz profunda y tranquila—. Mi nombre es Charath. Charath Sulkshen.

El tal Charath llevaba una túnica de un verde vistoso con ribetes dorados y una bolsa bastante repleta al costado. Tenía aspecto de hombre de negocios.

—Un placer —replicó Askaldo, con acento mirleriano—. Mi nombre es Drusnit. Y estos son mis empleados —añadió, señalándonos con un vago gesto de la mano.

Dejamos nuestros sacos cada uno en una hamaca. Sin duda, todos estábamos lamentando la presencia de esos tres extraños que no solamente iban a impedirnos quitarnos el velo durante todo el viaje, sino que además no nos iban a dejar hablar tranquilamente. Sin embargo, al ver que Charath Sulkshen no parecía muy hablador, me tranquilicé un poco: Askaldo se las había arreglado bien hasta ahora, pero no era plan de tentar la suerte hablando más de la cuenta.

Salí otra vez a la cubierta con Chayl, Kwayat y Spaw, y nos acercamos a la baranda. Todo, a nuestro alrededor, era una extensión monótona de agua más o menos tersa, iluminada por un sol tímido de invierno. Al menos no me mareaba, me dije, optimista. Entonces me fijé en un silencio poco habitual. Fruncí el ceño al entender de dónde venía.

«¿Frundis?», solté, extrañada. «¿Te ocurre algo?»

Percibí el leve suspiro del bastón.

«No», contestó Frundis, como medio adormilado. «Es que jamás había navegado en un bajel tan grande.» Oí de pronto el bostezo del bastón, mezclado con un chapoteo. «La música de este barco es ideal para dormir.»

Enarqué una ceja, algo alarmada, e intercambié una mirada con Syu.

«Creo que se ha olvidado de la canción épica de esta mañana», comentó el gawalt, sobre mi hombro.

Sonreí.

«A veces hay que dejar reposar la inspiración», reflexioné. «Que duermas bien, Frundis.»

Tan sólo me respondió un leve gruñido amodorrado… El viaje prometía ser silencioso.

* * *

Tardamos cuatro días en llegar a Sladeyr. Dormíamos como diez horas al día y durante el resto del tiempo jugábamos a cartas en nuestro camarote o me sentaba cerca de la proa para contemplar el mar. Syu se había aficionado a subir por los mástiles y las jarcias y se lo pasaba en grande, saltando de cuerda en cuerda. Frundis no salía de su modorra más que para comentar de cuando en cuando alguna novedad sobre la “música del mar”. Al de dos días, hicimos escala en un pueblo llamado Ruteb, poblada de gente de Acaraus y el capitán Rafish desembarcó con toda su tripulación para dirigirse hacia una taberna del puerto, dejando a un par de vigilantes y al hombre de la bufanda naranja a bordo. Askaldo, o más bien Drusnit, le había declarado al capitán que dormiríamos en un albergue y que volveríamos a la mañana siguiente, antes del amanecer. El capitán Rafish se había encogido de hombros.

—Zarparé a las ocho en punto, que sepáis que yo nunca espero a nadie… salvo a mi mujer.

Su comentario generó varias carcajadas entre sus marineros. Los vimos alejarse hacia la taberna entre risas y parloteos antes de encaminarnos hacia un albergue que se situaba casi enfrente de donde estaba amarrado el Águila Blanca. Nos seguían, no muy lejos, los tres mirlerianos, hablando por lo bajo entre sí, en cuchicheos.

El albergue estaba bastante lleno y acabamos pagando los seis por un cuarto para cuatro, instalándonos como pudimos: de todas formas, siempre estaríamos más cómodos que durmiendo en un barco. Y además, así podríamos hablar más libremente. Charath Sulkshen le había invitado a Askaldo a cenar en una taberna cercana y, mientras nos instalábamos en el cuarto, Maoleth se rió de la cara desanimada del elfocano.

—Procura que no te engañen en nada —le dijo con una gran sonrisa—. Los mirlerianos tienen reputación de estafadores. Buena cena y… confiamos en ti para no meter la pata —añadió, antes de que el hijo de Ashbinkhai, con un suspiro, saliese de la habitación.

En cuanto Chayl corrió el cerrojo, me deshice de mi velo, aliviada, y posé contra el muro a un Frundis que empezaba a despertarse con ruidos de tambores.

—Hace dos días que no analizamos tu Sreda, Shaedra —notificó entonces Kwayat—. Espero que hayas seguido con tus prácticas sobre el sryho durante este tiempo.

Hice una mueca: aquellos últimos días había notado que la Sreda se removía un poco más de lo habitual pero todos mis intentos por apaciguarla habían fracasado estrepitosamente. Lo cierto era que, interiormente, empezaba a preocuparme seriamente: ¿y si la Sreda volvía a desestabilizarse? Ni Kwayat ni Maoleth serían capaces de detenerla.

Los dos instructores me cogieron ambos de un brazo y se sumieron en un profundo silencio durante unos minutos. La gravedad de sus expresiones cuando analizaban mi Sreda me llenaba siempre de aprensión.

El primero en soltarme fue Maoleth. Pero, pese a mi mirada interrogante, el elfo oscuro calló, esperando a que Kwayat hubiese acabado su análisis. Al fin, mi instructor inspiró y suspiró. Maoleth hizo una mueca poco esperanzadora.

«Me miran como si me fuese a transformar en un monstruo de tres cabezas», me lamenté, dirigiéndome a Syu.

«No seas exagerada», me consoló el mono, sentado en el borde de la ventana. «Además, mientras sigas siendo gawalt, da igual cuántas cabezas tengas», me aseguró, con tono tranquilizador.

Kwayat carraspeó.

—Se está desequilibrando ligeramente —me informó—. Nada alarmante, pero tienes que hacer más esfuerzos para calmar tu Sreda. Tu mutación no curará sola, de eso ya estoy prácticamente seguro, pero puedes detener otros efectos.

Mientras hablaba, observé por un segundo la expresión escéptica que se dibujó en el rostro de Maoleth. Sin embargo, el elfo oscuro se apresuró en sustituirla por una media sonrisa.

—Basta de preocupaciones —declaró—. La Sreda siempre se desestabiliza menos con el estómago lleno. Bajemos a cenar.

No pude evitar sonreír al oírlo: tenía un hambre de dragón.

* * *

Aquella noche, concilié rápidamente el sueño y soñé con que me transformaba en un nurón y cruzaba las profundidades de los mares. Desperté en plena noche, y me di cuenta, asustada, que me había transformado en demonio sin querer. Eso sí que era una mala señal, pensé, tratando de atar otra vez la Sreda como podía. Ésta se resistió tal vez una hora entera antes de que consiguiese retomar una forma más “saijit”. Me costó conciliar el sueño y me dio la sensación de que acababa de volver a dormirme cuando oí un maullido sonoro. Percibí al mismo tiempo los gritos de las gaviotas y los silbidos de viento entre los mástiles, en el muelle cercano.

—¡Venga, todos arriba! —exclamó una voz demasiado fuerte para mi oído semidormido.

Oí el gruñido de Syu y me enderecé, estirándome al mismo tiempo que el gawalt.

—¿Qué ocurre? —pregunté con una voz pastosa.

—El barco —explicó Maoleth con suma paciencia—. Si no nos damos prisa, se largará sin nosotros.

—¡Pero si aún es de noche! —se quejó Chayl, sentado en la cama con los ojos cerrados.

Maoleth sonrió y Lieta maulló, divertida.

—Antes del barco, está el desayuno. Y ese también se largará sin nosotros si no nos damos prisa —apuntó.

—Buaj —masculló Askaldo, tapándose con la almohada—. Bajad vosotros. Yo cené ayer como Panthirkis.

Enarqué una ceja.

—¿Como Panthirkis?

Askaldo, sin quitarse la almohada de encima, gruñó:

—¿No sabes quién es Panthirkis? —Entonces carraspeó y sin esperar mi respuesta entonó—:

«—Panthirkis, oh Panthirkis,
¿qué hiciste con el pan?
—¡Ah! Yo no lo sé, padre,
a lo mejor no hay.
—Panthirkis, oh Panthirkis,
Hambre nos matará.
Pues, hijo, ¡que en la olla
el arroz ya no está!
—La causa, creo, es obvia:
la Máscara será.
—Oh, hijo, ¿por qué tienes
tanta vitalidad?»

Solté una carcajada, divertida, y el rostro sonriente de Askaldo apareció detrás de su almohada.

—¡Mal te pese, traidor: devuélvenos el pan! —dijo teatralmente con voz de justiciero.

Maoleth se golpeó la frente con la mano, suspirando.

—¡Barbas y relámpagos! —masculló, medio riendo.

—Sólo te ha faltado el acento mirleriano —observó Spaw, mientras se abrochaba su querida capa verde.

Chayl soltó una risita burlona y Askaldo resopló, enderezándose.

—¡Bah! Creo que finalmente voy a desayunar con vosotros, no vaya a ser que os encontréis con los mirlerianos de verdad y les habléis en naidrasio —argumentó, levantándose ágilmente.

Desayunamos solos en el albergue: tan sólo el posadero y su hijo estaban ya despiertos, amasando el pan. Ni Kirlens se despertaba tan pronto, pensé. Salimos poco más tarde del albergue, cuando el cielo empezaba a azularse, y embarcamos en el Águila Blanca.

Saludamos silenciosamente a un marinero que montaba la guardia y volvimos a meter todos nuestros sacos en nuestra cabina. Tras unos minutos, volvimos a salir a la cubierta y Frundis suspiró.

«¿Otra vez en el barco?»

Reprimí una sonrisa.

«Es lo que tienen las islas», contesté. «Aún no hemos llegado a la Isla Coja.»

Frundis pareció aceptar mi argumento.

«Por cierto, no me tires al agua, ¿eh? Quién sabe cuánto tiempo podría estar a la deriva con estos mares tan grandes», razonó, mientras su música se iba convirtiendo en una canción de cuna con ruidos de oleaje.

«Descuida», le dije con tranquilidad. «Te agarraré fuerte. Aunque, si prefieres tener a un portador nurón, esta sería una oportunidad de oro», añadí, burlona.

«Música en el agua», observó Syu, desde un mástil. «Apuesto que eso dará lugar a un concierto tipo el de rocarreina.»

Percibí unas notas de violines pensativas.

«Tal vez», asintió Frundis, apacible, mecido por el monótono chapoteo del puerto.

Ya estaba el capitán Rafish en la cubierta soltando órdenes a sus marineros. Nos dio los buenos días al pasar junto a nosotros y se detuvo un poco más lejos a hablar con el hombre de la bufanda naranja, que parecía algo así como el segundo de a bordo.

—¿Creéis que nuestros compañeros de viaje se han quedado dormidos? —preguntó Chayl en voz baja, apoyado en la baranda. El dedrin vigilaba la puerta cerrada del albergue con el ceño fruncido. Antes de que nadie pudiese contestar, la puerta se abrió y salieron los tres mirlerianos precipitadamente, cargando con sus sacos.

Askaldo rió.

—Casi nos quedamos sin compañía —soltó, con acento mirleriano.

El capitán Rafish, en ese momento, vio a sus tres pasajeros rezagados y gruñó.

—¡Apresuraos! —gritó—. Maldita sea. Estos mirlerianos son peores que los perros viejos.

Sin sentirnos realmente insultados, nos giramos aun así todos de un bloque hacia el capitán y éste carraspeó e hizo una mueca.

—Era… por hablar —se disculpó, sin parecer realmente sentirlo.

El capitán Rafish siguió metiendo prisas a los tres mirlerianos hasta que llegasen a bordo y enseguida ordenó que retirasen la pasarela y desamarrasen la nave.

—¡Rumbo a Sladeyr! —vociferó el capitán mientras subía las escaleras hacia la rueda de timón.

—Por los pelos —le soltó burlonamente Askaldo a Charath Sulkshen, el cual respiraba entrecortadamente.

El comerciante se contentó con asentir con la cabeza y mascullar algo ininteligible antes de meterse dentro de la cabina con sus dos compañeros.

Seguimos navegando hacia el poniente. A media mañana se puso a llover y nos metimos todos otra vez dentro de la cabina, incluido Syu. La lluvia persistió durante toda la tarde. En el crepúsculo, Askaldo, que había salido un rato a la cubierta, volvió hundido anunciándonos que se avecinaba una tormenta.

—El capitán Rafish dice que en esta época del año las tormentas son frecuentes pero de poca intensidad —explicó, mientras trataba de escurrir su ropa como podía.

Media hora más tarde, di gracias a los dioses por mandarnos tan sólo una tormenta “de poca intensidad” porque de veras creí que iban a acabar en el agua no solamente Frundis, sino toda la tripulación, su capitán incluido. La nave daba bandazos y zozobraba peligrosamente. Syu se me agarraba al cuello, aterrado, Lieta bufaba, con el pelo erizado, Frundis había trocado su música adormilada por una composición atravesada de truenos y ruidos escalofriantes, y yo, con los ojos agrandados, me imaginaba que en cualquier momento entraría el capitán Rafish, declarándonos, rendido, que nuestro final estaba cerca.

La tormenta se me hizo eterna, pero al fin notamos que el viento se calmaba, el barco no se balanceaba tanto y el capitán Rafish ya no gritaba para hacerse oír. Charath Sulkshen se precipitó afuera para ir a informarse y volvió, haciendo un gesto tranquilizador.

—Lo peor ya ha pasado —anunció.

Exhaustos por tanta emoción, nos tumbamos todos en nuestras hamacas y concilié el sueño casi enseguida. Esta vez, en vez de soñar con nurones, soñé con los Subterráneos. El sueño me pareció casi tan real como el que había tenido junto a la morada de Ahishu. Yo estaba en el castillo de Klanez y acababa de perder de vista a Kyisse y gritaba su nombre. Corría, saltaba entre objetos desparramados por el suelo, y todo se tambaleaba ante mi vista…

—Shaedra…

La voz venía de muy lejos, como de otro mundo. En un momento, me giré en un pasillo iluminado por una antorcha de luz blanca.

—Aryes —solté, perpleja, viendo la silueta que se aproximaba—. ¿Qué haces aquí?

—Más bien debería preguntártelo yo a ti —me replicó la voz—. Shaedra, ¿estás despierta? ¡Shaedra!

Parpadeé en sueños. Abrí los ojos. Fruncí el ceño. Abrí los ojos de verdad. Y quedé espantada.

Estaba de pie, sobre la cubierta del barco, no muy lejos de la proa. Maldito sonambulismo, pensé de inmediato, demasiado aliviada al saber que no me había caído al agua mientras perseguía a Kyisse en sueños. La noche, iluminada tenuemente por la Luna, estaba silenciosa y negra como la tinta de Inán.

—Shaedra, eres… tú, ¿verdad? —preguntó una voz familiar.

Me giré hacia la silueta oscura disfrazada de mirleriano y me quedé un buen rato contemplando su rostro en silencio, asombrada. Primero, creí que la Sreda o mi sueño me habían trastornado los sentidos, pero las palabras que pronunció a continuación me paralizaron de estupor:

—Soy Murri, Shaedra, tu hermano. Hemos venido a ayudarte.

Sólo entonces me di cuenta de que mi velo se había deslizado y pude ver claramente la expresión atónita de Murri.

—Válgame el cielo —solté, quitándome el velo del todo. La historia de Driik ya era lo bastante complicada para que se metieran encima mis hermanos, me dije, quejumbrosa—. Oh, no… ¿Realmente estás aquí, Murri, o estoy soñando? —Fruncí el ceño y entonces gruñí, entendiendo de pronto lo evidente—. ¿Fue una idea de Amrit Mauhilver, verdad?

Murri enarcó una ceja en la oscuridad de la noche.

—Más precisamente de Márevor Helith —me corrigió, sonriente—. Amrit nos ayudó a meternos en el barco disfrazados. Ahora, tienes que explicarme qué es lo que te ha pasado. ¿Quiénes son esos que te acompañan? Hemos estado observándolos. No parecen raptores. Y eso que al principio pensamos… como os dirigíais a la Isla Coja…

Retrocedí unos pasos, como golpeada por el impacto de sus palabras.

—¿Cómo sabes eso? —lo interrumpí, apoyándome contra la baranda—. Quiero decir, lo de la Isla Coja, ¿cómo…?

—Lo supuse desde que Dolgy Vranc nos contó lo de Daian y Aleria —contestó simplemente Murri, acercándose—. Márevor Helith nos ayudó a buscarte. Al principio, nos equivocamos de ruta, pero luego volvimos a encontrar tu pista de camino hacia Ombay. En fin, aquí estamos ahora —suspiró—. Pero lo cierto es que no sabíamos cómo abordarte. Esos desconocidos… ¿quiénes son? ¿Y por qué te disfrazas y te cubres de polvo negro?

Si hubiese podido sonrojarme, creo que en ese momento mi rostro habría estado lo más cercano posible a un pimiento rojo. ¡Mis hermanos habían estado buscándome con tanto ahínco! Y se habían preocupado por mí. Sentía una tremenda vergüenza al saber que iba a tener que mentirles… Bien sabía yo que la paciencia de los demonios tenía un límite y no podía permitirme revelarles a mis hermanos la verdad. No en un momento tan poco propicio como aquel.

—Murri —dije entonces, tras un silencio algo molesto—. Por un lado me alegro de verte pero por otro… diablos, es que no te das cuenta del lío en que te has metido —solté, agitada—. No puedo explicarte todo ahora —añadí, pese a saber que mi frase iba a sentarle fatal—. Ha sido una locura meterte en este barco. Por Nagray —resoplé—. ¿Laygra también te acompaña, verdad?

Murri asintió y pareció poco afectado por mis palabras amenazantes.

—Laygra es Charath. —Se rió por lo bajo al oírme soltar una exclamación de sorpresa—. Ya sabes que tiene un don para cambiar de voces.

Atónita aún por la revelación, pregunté:

—¿Y el tercer mirleriano? No puede ser el maestro Helith…

—¡No! —replicó mi hermano, divertido—. Es un tal Shelbooth, un subterraniense. Nos lo presentó Amrit. Según dijo, te conoce. Y también conoce a otro compañero tuyo, el del pelo violeta. Por lo que he entendido, antes de encontrarse con nosotros, iba a coger este mismo barco, para Mirleria, con un cofre lleno de joyas. Apuesto a que es algún amigo de Lénisu —comentó.

—Es el hijo de un amigo de Lénisu —lo corregí, reponiéndome de la sorpresa. Si Shelbooth estaba también en el barco, era más que probable que les hubiese contado a mis hermanos lo ocurrido en los Subterráneos. Resoplé—. Desde luego, Amrit es terrible.

—No más que tú —replicó él, apoyándose junto a mí, en la baranda—. Por una vez que puedo hablar contigo a solas, desde hace varios años, vas y me dices más o menos que no debería haber intentado ayudarte. Algo gordo está pasando aquí. ¿Qué lógica tiene que seis personas embarquen en Ombay disfrazados de mirlerianos cuando lo único que quieren es dirigirse a la Isla Coja a salvar a una muchacha?

—Te recuerdo que la Isla Coja tiene realmente mala reputación —apunté.

—Sí, pero ¿por qué razón te acompañan? ¿Para rescatar a tus amigos, Aleria y Akín? —inquirió Murri—. ¿Son mercenarios? ¿O bien son Veneradores de Numren?

Solté una carcajada por lo bajo y meneé la cabeza, evitando su mirada: no quería que viese mis ojos negros como la noche.

—No son veneradores de nada —le aseguré, los ojos fijos en las tinieblas del mar—. Y si no soy más explícita, Murri, no me lo tengas en rigor: no desvelo secretos si estos pueden perjudicar a mis amigos.

Sentí, más que vi, la mirada pensativa de Murri. Tras un largo silencio, volví a ponerme el velo en la cara y solté, frotando mis manos enguantadas con vivacidad:

—¿Sabes de dónde ha sacado Shelbooth esa caja llena de joyas?

Murri sacudió la cabeza, con una media sonrisa.

—Yo tampoco quiero perjudicar a nadie —replicó—. Así que dejaré que te lo diga él mismo si quiere.

Sentí un pinchazo en mi corazón al oírlo, pero comprendí que me lo tenía merecido. Entonces mi hermano soltó una carcajada silenciosa y me cogió por los hombros.

—En cualquier caso, yo me alegro de verte a ti, hermanita.

Su sonrisa sincera y su muestra de afecto me llegaron al corazón y, aunque no me veía, sonreí con los ojos húmedos.

—Y yo a ti, Murri. —Y suspiré—. Pero eso no quita el hecho de que Laygra y tú no vais a poder seguirme a la Isla Coja.

Murri puso los ojos en blanco. Por lo visto se esperaba a que le dijese algo del estilo.

—Laygra y yo ahora somos celmistas. Algo novatos, es cierto, pero hemos trabajado muy duro para obtener el diploma de la academia de Dathrun. Estoy seguro de que no vamos a ser ningún estorbo para el plan que tengáis pensado. Y te juro que no saldré de la Isla Coja sin haber salvado a Aleria y a Akín —declaró con un tremendo tono de héroe aventurero que me puso los pelos de punta.

Mil brujas sagradas, me dije, mentalmente, aterrada. ¿A quién podía convencer? ¿A los demonios, de que dejasen unos saijits ayudarnos, o a mis hermanos, de que no les convenía ayudarme? Cuanto más pensaba en aquella pregunta, menos veía una posible respuesta a mi dilema.

21 Corazón pirata

—¡Sladeyr a la vista! —gritó el marinero situado en el puesto de vigía.

Meneé la cabeza, incrédula. ¿Cómo podía estar viendo la isla si todo estaba cubierto de bruma? Sin embargo, empecé a oír enseguida los chillidos de las gaviotas y poco después columbré la luz de un faro. Enseguida me removí impaciente, ansiosa de llegar a tierra y salir de ese barco que no paraba de moverse. Ninguno de nosotros había sufrido graves mareos, pero ninguno tampoco parecía con ganas de seguir viajando en barco. Mi impresión se confirmó cuando vi los rostros de Chayl, Spaw y Maoleth relajarse. Kwayat en cambio seguía tan imperturbable como siempre: su rostro a veces era aún menos expresivo que el de Dol.

No muy lejos, estaban los tres “mirlerianos de verdad”, observando el lento avance del barco entre el banco de bruma. Vi que el de la túnica azul, Murri, tamborileaba con su mano, inquieto. Pese a su cara tapada tuve la impresión de que me observaba de soslayo y desvié la mirada, diciéndome que, finalmente, el velo también iba a servirme para que mis compañeros demonios no viesen mi nerviosismo evidente.

El cielo estaba ya casi totalmente oscuro cuando el Águila Blanca entró en el puerto. Askaldo volvió a avisar al capitán Rafish que dormiríamos en la isla y este nos repitió que saldríamos a las ocho de la mañana para Mirleria. Mientras recorríamos el muelle, me pregunté qué haría el capitán cuando, a la mañana siguiente, constataría que sus pasajeros no aparecían por ningún lado. Pero, habiendo observado un poco su carácter, supuse que no esperaría más de cinco minutos antes de soltar amarras y continuar la ruta. Casi lo oí mascullar claramente: “Estos perros viejos de Mirleria…”

—¡Bueno! —soltó Spaw, mientras salíamos de los muelles—. ¿A que no sabéis quién nos anda siguiendo otra vez?

Maoleth gruñó, acariciando la cabeza de su drizsha, cómodamente colocada en su saco delantero.

—No hace falta que lo digas tan alto —susurró—. Esos mirlerianos me dan mala espina. Ahora nos siguen de manera extraña, como espiándonos. A lo mejor creen que tenemos algo valioso y quieren despojarnos. Tal vez piensen que nuestras armas son tan sólo objetos de decoración y que no sabemos manejarlas —añadió, con un rictus.

Sintiéndome palidecer, eché un vistazo discreto hacia atrás. Murri, Laygra y Shelbooth nos seguían de manera extraña, olvidándose al parecer de comportarse como comerciantes mirlerianos. ¿Qué demonios tendrían pensado hacer?, me pregunté, aprensiva. Ya le había dicho a Murri que mis compañeros eran amigos míos, pero que eran muy huraños y no admitirían a nuevos aventureros. Y claro, mi hermano no había querido escucharme y se había metido en la cabeza que era un gran celmista aventurero. Quién sabe, tal vez realmente pensaba que iba a poder sacar a Aleria del refugio de los Veneradores de Numren mediante algún sortilegio maravilloso, añadí para mis adentros, mordiéndome el labio.

«¡Ah!», soltó de pronto Frundis. Me sobresalté, al igual que Syu, sorprendida por su súbito despertar. «Creo que esta vez voy a poder componer un himno, una sinfonía, ¡una obra maestra! en honor de la Música, del Mar y del Agua Encantada de Teruemen’deyán. En ese orden», apuntó, con una risa de flautas.

Resoplé mentalmente divertida y pregunté:

«¿Teruemen qué?»

«Teruemen’deyán… La ciudad perdida», explicó Frundis, soñador. «La ciudad de las Almas Inocentes. Ahí vivía, según cuenta la leyenda, el Hada Huérfana del Mar…»

Empecé a oír un susurro dulce y misterioso que provenía de la voz de una mujer. Entonces Frundis entonó, con la presunta voz del Hada Huérfana del Mar, una canción tristísima que me dejó algo melancólica mientras recorría con los demás las calles estrechas de la ciudad de Sladeyr.

Era ya de noche, y soplaba una brisa fría, pero eso al parecer no molestaba a los habitantes, quienes seguían caminando por las calles, unos riendo, otros bebiendo, otros cantando…

—Aún nos siguen —masculló Maoleth.

—Que nos sigan —replicó Askaldo, con un deje de exasperación al ver que les dábamos importancia a los mirlerianos—. Entremos en esa taberna —propuso—. Será mejor que esperemos a mañana para salir en busca del amigo de Zilacam. Mejor que antes se aleje el capitán Rafish de esta isla.

—Saijits —suspiró Chayl, con aire preocupado, echando otro vistazo hacia atrás, mientras nos dirigíamos hacia el establecimiento algo ruidoso señalado por Askaldo.

Sonreí al oír al dedrin, recordando que a Syu también le gustaba soltar ese tipo de comentarios. Mi sonrisa se transformó en una mueca al cruzarnos, en aquel instante, con un hombre de aspecto terrorífico, con cicatrices por todas partes y un cuchillo afilado en mano. Llevaba sangre en el filo, me fijé, horrorizada. El hombre nos soltó una mirada indiferente y envainó su puñal con un gesto desenfadado.

—Buenas noches —nos soltó con un acento isleño. Nos dedicó una sonrisa distante que desapareció enseguida, nos dio la espalda y se metió por un callejón oscuro. Pronto su silueta fue engullida por la bruma nocturna… Carraspeé.

—Saijits —solté, meneando la cabeza.

Y reiteramos sin duda todos mentalmente el pensamiento al entrar en la taberna la Trucha Ciega, de la que salimos casi inmediatamente al darnos cuenta de que sus ocupantes estaban metidos en una batalla generalizada, tirando sillas, gritando, riendo y cantando como energúmenos.

—Será mejor encontrar otra taberna —comentó Kwayat.

Asentimos todos y seguimos por la calle principal, hasta el Templo, que no era ni eriónico, ni húwalo, ni sharbí ni nada: en realidad se había transformado en una especie de Cámara de Comercio, alrededor de la cual se habían instalado tabernas y albergues de más categoría, visiblemente, que la Trucha Ciega. Pero no eran menos ruidosas, como comprobamos. Y de todas formas, en cuanto supimos el precio que había que pagar para una noche, volvimos a salir, indignados.

—¿Veintidós kétalos cada uno por una noche? —exclamó Askaldo, malhumorado—. ¡Aprovechados! Son unos ladrones sin vergüenza.

—Deduzco de eso que vamos a dormir debajo de algún árbol de los alrededores —comentó Spaw.

—Pues se lo merecerían —resopló Chayl, tan indignado como su primo—. Veintidós kétalos —repitió—. Eso es casi el triple que en Éshingra. Y pensar que creía que los de las Comunidades eran unos ladrones…

—Sigamos buscando —intervino Maoleth—. Tiene que ser posible encontrar algún albergue razonable.

—De hecho, si me permitís… —soltó de pronto una voz de entre las sombras que nos sobresaltó a todos. Nos giramos para hacer frente a un elfo de ojos brillantes y sonrisa pícara—. Yo puedo ayudaros a encontrar un lugar donde dormir, nobles viajeros —prosiguió, con una obsequiosa reverencia.

Oí claramente los suspiros de mis compañeros. Empezábamos a entender que Sladeyr no solamente era la isla que más sufría teóricamente de ataques piratas, sino que irónicamente estaba llena de esos piratas y demás pícaros y ladrones. Aquel elfo no parecía ser una excepción.

—Un lugar donde dormir —repitió Spaw—. ¿El cementerio, quizá?

La sonrisa del elfo desapareció un segundo para volver a aparecer.

—Confiad en mí, soy un agente de la guardia. Me pagan para defender a los ciudadanos, no para engañarlos. Seguidme. Os guiaré hasta el Camaleón de Acero. Son cinco kétalos la noche y dormiréis como lebrines. Estaréis del todo repuestos para volver a tomar el barco.

—¿Cómo sabe que retomamos el barco mañana? —inquirió Maoleth en un gruñido, sin moverse de un ápice.

La sonrisa del elfo se ensanchó, pero leí en sus ojos un brillo de exasperación: lamentaba que sus presas no fuesen tan fáciles de convencer, adiviné.

—Todo se sabe en Sladeyr —dijo—. Pero yo sé aún más. Me llaman Yin Tres Ojos. Y sé que, aunque digáis que vais a retomar el barco para Mirleria, no lo vais a tomar. Y sé aún más —añadió, con un movimiento de cejas y una sonrisa no muy afable—. Y creedme, sin mi ayuda, no vais a conseguir llegar a la Isla de los Droskyns.

Repentinamente y sin que nadie se lo esperase, Spaw tomó impulso y un instante después le cogía bruscamente del cuello al elfo con una mueca de desdén.

—No vuelvas a pronunciar esa palabra —rugió—. Nunca. —La sorpresa del elfo se convirtió rápidamente en terror y negó frenéticamente con la cabeza.

—Nunca —repitió—. Aunque, así es como la llaman todos aquí pero… ¡Ay! No, ¡nunca! —prometió, con aire casi suplicante. Atónita, me fijé en que Spaw lo estaba amenazando con su daga roja.

—¡Spaw! —gruñó Kwayat, reaccionando. El joven demonio enarcó una ceja y mi instructor suspiró—. Estamos en plena calle. No es plan de llamar la atención.

Spaw Tay-Shual suspiró y soltó al elfo. Este salió corriendo despavorido.

—Miserable —escupió el demonio.

Lo miré, totalmente pasmada ante su comportamiento.

—No sé si ha sido una buena idea dejarlo marchar —suspiró Maoleth—, parecía conocer demasiadas cosas sobre nosotros. Y tú le has dado más respuestas que dudas actuando así —carraspeó.

—Es muy curioso —añadió Kwayat, sin perder la calma—. No sé por qué, tengo la impresión de que este asunto es mucho más grave de lo que parece. Vuestro renegado de la Mente está hablando demasiado. Si no, no se explica que un simple saijit hable de los Dros…

La mirada fulminante que le echó Spaw lo hizo callar. Yo, al fin, solté un resoplido.

—¿Qué diablos ha pasado? —pregunté, algo perdida—. ¿Por qué de pronto le has atacado a ese farsante, Spaw? Lo pregunto por curiosidad —añadí, carraspeando—. Debo decir que ahí me has pillado por sorpresa —confesé.

Chayl hizo un movimiento de cabeza.

—Yo tampoco entiendo nada. ¿Qué pasa con los Droskyns? —preguntó, encogiéndose de hombros—. Que yo sepa, tan sólo es una apelación antigua de los demonios…

Spaw hinchó las mejillas y espiró lentamente, como intentando calmarse. Me fijé en que Frundis prestaba atención, como interesado.

—Alejémonos de aquí —soltó Askaldo, sin permitirle a Spaw contestar. De todas formas, mi intuición me decía que el templario no pensaba contestar…—. Rápido —insistió el elfocano—. No vaya ser que el tal Yin Tres Ojos vuelva con alguna banda y decida “ayudarnos” —comentó con tono elocuente—. A saber lo que sabe realmente ese granuja.

Con el ceño fruncido, lo seguí y nos alejamos de la Cámara de Comercio. Kwayat jamás me había hablado de los Droskyns. Pero al parecer tenía que ser algo importante porque a Spaw le había dado la neura cuando el elfo había pronunciado esa palabra, reflexioné. Si los demonios antiguamente se llamaban Droskyns y si era cierto que en Sladeyr todos hablaban de la Isla Coja denominándola la Isla de los Droskyns… ¿acaso eso significaba que los habitantes de Sladeyr sabían que ahí había verdaderos demonios? Claro que también cabía la posibilidad de que la palabra «Droskyn» hubiese derivado totalmente en su significado con el tiempo, razoné, recordando las lecciones de lingüística con el maestro Yinur. Pero eso no era lo que pensaba mi instructor al parecer.

—Ojalá hubiésemos pagado esos veintidós kétalos cada uno y no nos hubiésemos topado con ese tipo —gruñó Askaldo, mientras caminábamos por una calle totalmente desierta—. Este asunto no me gusta. ¿Sabéis qué? —preguntó, deteniéndose y bajando la voz—. Vamos a ir directos a casa de Asbalroth. Cuanto antes nos marchemos de este lugar, menos problemas tendremos.

—¿Quién será ese Asbalroth? —preguntó Spaw, como para sus adentros. Después de su ataque bersérker, parecía haber recuperado su serenidad, me fijé, entre burlona y aprensiva.

—Bueno… —contestó Askaldo—. Es un amigo de Zilacam… y un familiar de Lilirays, si no me equivoco. Creo que es su tío o su tío abuelo o algo así.

Agrandé los ojos mientras Askaldo reanudaba la marcha. Lilirays, el Demonio Mayor del Agua… Según me había explicado Kwayat, vivía cerca de Mirleria y era el Demonio Mayor más joven de todos, con apenas treinta años de edad.

Resonó de repente un grito a nuestras espaldas y di un bote, asustada, girándome bruscamente. Primero, lo único que vi fueron unas sombras gruñendo por lo bajo. Una de ellas era enorme y maciza. A sus pies, divisé a otra silueta que reptaba, retrocediendo torpemente sobre la calle de barro. En ese instante, la Luna surgió en todo su esplendor en el cielo e iluminó el rostro aterrorizado de Laygra.

—¡POR MI VIDA!

El alarido de mi hermana me dejó durante un segundo petrificada de horror mientras veía que su gigante adversario se le acercaba y la empuñaba por los pelos como un salvaje. Un sentimiento de ira me invadió entonces como una ola repentina y eché a correr.

Las trompetas de Frundis empezaron a resonar como golpes de martillo de guerra en mi mente.

22 Estampidas y renegados

Cuando llegué a unos metros del gigante, este, de claros rasgos semi-orcos, estaba preparándose para darle un puñetazo a Laygra, quien seguía gritando, aterrada, mientras Murri y Shelbooth eran acorralados un poco más lejos por otros tres agresores. Yo ya tenía a Frundis entre las manos, y le asesté un golpe en el brazo al atacante de Laygra con todas mis fuerzas, para que se diese cuenta de cuál era su real adversario. Sonó algo roto, junto a un alarido de dolor. El gigantón soltó al fin a mi hermana y se giró hacia mí, sacando su maza con la mano izquierda. Su rostro reflejaba contrariedad.

—¡Vas a arrepentirte! —gruñó, mientras abatía su enorme arma sobre mí.

Pero yo ya había dado un bote y le castigaba ahora su espalda con otro golpe. Apenas se daba la vuelta cuando yo me alejaba, lejos de su alcance.

Eché un vistazo a mi alrededor y me fijé, aliviada, en que mi hermana, junto con Syu, había aprovechado la distracción para alejarse y correr como una liebre hacia mis compañeros demonios… aunque por lo visto estos últimos también habían decidido lanzarse en la pelea. Hice una mueca pero me prohibí pensar en otra cosa que en el semi-orco grandote que se abalanzaba sobre mí en aquel instante. Todo, en su expresión, parecía estar ansiando verme convertida en papilla.

“En un combate real, cualquier pensamiento fuera de lugar puede provocar la derrota”, había dicho el maestro Dinyú.

Me fundí entre sombras armónicas y, tras una fulminante plegaria dirigida a todos los dioses del mundo, cargué contra el semi-orco, dejándome llevar por una fría voz interior. A continuación, todo fueron esquivas, ataques, fintas y saltos que acabaron rápidamente con la paciencia del imponente isleño. Tenía un brazo roto, pero estaba furioso como un oso sanfuriento, observé, aprensiva, en un momento en que huía después de un ataque relámpago. Frundis estaba eufórico, y por cada golpe añadía un alegre toque musical. Iba a volver al ataque, cuando Kwayat atrapó la mano del gigante con su látigo. Un relámpago de luz violeta atravesó todo el arma y el semi-orco soltó un alarido de sufrimiento mientras mi instructor ponía cara perpleja. Me fijé entonces en que otros dos agresores estaban ya neutralizados. Los habitantes de las casas vecinas, que habían cerrado prudentemente los postigos durante el punto álgido de la batalla, volvían a entornarlos para ver quiénes estaban ganando.

—¡Ahí viene la guardia! —soltó uno de los vecinos.

Enseguida salimos del estupor del combate. Kwayat liberó la muñeca malherida del semi-orco y salimos todos corriendo.

—¡Beksiá! —exclamó Maoleth, mientras nos alejábamos apresuradamente. Echando un vistazo hacia atrás, me fijé en que los agresores que aún seguían en pie se esforzaban también en desaparecer cuanto antes.

«¡Una batalla digna de recordar!», rió Frundis, entusiasmado, con una mezcla de címbalos, clarines y trompetas victoriosas.

Syu y yo le respondimos con un gruñido mientras seguía recorriendo las calles con precipitación. Hasta nos cruzamos con un par de matones que nos dejaron pasar educadamente. Tan sólo nos detuvimos cuando, en un momento, mis compañeros se percataron de que no corríamos solos.

—¡Ey! —dijo Askaldo, verificando con una mano nerviosa que seguía su velo bien colocado—. ¡Vosotros! ¿Quiénes demonios sois?

Murri, Laygra y Shelbooth habían perdido sus velos durante la reyerta y los vi intercambiar miradas azoradas. Se oyó un resoplido estupefacto.

—¿Shelbooth? —Spaw contemplaba al elfo de la tierra, boquiabierto.

—¿Shelbooth? —repitió Maoleth, frunciendo el ceño—. ¿Lo conoces?

El joven demonio asintió, con una sonrisa incrédula, y el aludido carraspeó.

—Er… Hola, Spaw. Hola, Shaedra. Os aseguro que esto del disfraz no ha sido idea mía… —Echó una mirada conmocionada hacia atrás, como pensando en otra cosa, agitado—. Rayos y centellas… —masculló.

Estaba preparándome para explicarles a todos la verdad cuando Maoleth suspiró, sombrío.

—Ahora lo entiendo mejor. Shaedra, ¿no crees que deberías explicarnos todo esto? —soltó, echándome una mirada de inconfundible decepción.

—¿Yo? —solté con una vocecita.

—¿Cómo explicas que de pronto aparezcan tres conocidos tuyos en Sladeyr? —me atacó Askaldo, con un deje de desconfianza en la voz.

—Por no decir que viajaban en nuestro barco encubiertos —añadió Chayl, con aire desilusionado.

—Esto… —intervino Murri, levantando el dedo índice—. Si me permitís… No tenemos nada contra vosotros. Simplemente venimos a ayudar…

—A nuestra hermana —terminaron por decir en coro Laygra y él con aire decidido.

Spaw soltó una carcajada.

—¿Hermana? —repitió, y los examinó con más atención. Adiviné fácilmente sus pensamientos: ambos eran efectivamente ternians, con ojos verdes y rasgos semejantes a los míos.

Espiré e hice una mueca desenfadada.

—¿Curioso, eh? —pronuncié—. Tal vez podría explicaros un poco el asunto…

—Tal vez sería una buena idea —repuso mi instructor. Sus ojos azules se habían entornado, inquisitivos.

—Aunque antes también podríamos encontrar un lugar más ameno —apunté. Tras nuestra carrera, habíamos acabado por meternos en la periferia de la ciudad, poblada de campos y casas dispersas.

—¿Y mi cofre? —soltó Shelbooth, como explotando súbitamente—. ¿Qué hago yo sin mi cofre?

—¿Tu cofre? —preguntó Chayl, sin entender.

—Lo he perdido. Todo —se lamentó. Y agrandó los ojos, como dándose cuenta de lo que decía—. ¡Y estaba lleno de joyas! Y todo por culpa de vosotros y de vuestras ideas disparatadas —añadió, dirigiéndose a mis hermanos, acusador—. ¡Yo tan sólo quería llegar a Mirleria! Malditos ternians. Voy a por él.

Lo contemplamos, atónitos, alejarse.

—¿Que va a por qué? —pregunté, boquiabierta.

—A por su cofre, obviamente —contestó Murri, encogiéndose de hombros—. Lo cierto es que siento haberle causado tantas molestias, pero al mismo tiempo él no quiso pagar a una escolta, como le propuso Amrit. Al avaro, destino amargo —sentenció.

Le solté una mirada sorprendida y, sin una palabra, eché a correr detrás del elfo.

—¡Ey! ¡Shelbooth! —le grité—. ¿Estás loco? A estas alturas el cofre se lo habrán llevado a su refugio. Piensa un poco.

El elfo se detuvo y se cruzó de brazos, muy sombrío.

—Malditos ternians —repitió, mirándome a los ojos—. No puedes saber la alegría que tuve al entender que, de pronto, tenía la vida solucionada. El palacio, el jardín, la vida tranquila… todo eso, era casi ya una realidad para mí. —Agitó la cabeza, como despertando de un sueño—. Y de pronto llegan esos… tus hermanos y lo complican todo. Me piden que me disfrace con ellos para que Spaw y tú no me reconozcáis y me roban mi cofre…

—Los ladrones de Sladeyr roban tu cofre —lo corregí.

Shelbooth gruñó, muy afectado.

—Será mejor que me vaya de aquí y os deje con vuestras historias extrañas. Voy a por mi cofre.

Agrandé los ojos, incrédula.

—Shelbooth —solté, cuando el elfo volvía a alejarse.

—¿Qué? —replicó, impaciente.

Iba a pedirle que razonase un poco más antes de meterse en la boca del dragón, pero luego lo pensé mejor y me contenté con preguntar:

—¿Dónde está Manchow? Salisteis ambos de Ató, ¿verdad? ¿Dónde está ahora?

Shelbooth se encogió de hombros y una sombra pasó por su rostro.

—Manchow… Ya. Supongo que nuestra desaparición tuvo que sorprenderos a todos. Siento haberos abandonado con el asunto de Kyisse pendiente pero, cuando me dijo Manchow que tenía una gema valiosa, no pude resistir y aproveché la oportunidad. A falta de los tesoros del Nohistrá de Dumblor —insinuó con una sonrisa burlona—. Manchow se quedó en Ombay —me informó, más serio—. Amrit le dio su parte de recompensa por esa piedra, y le ofreció ayudarlo para que su padre Sombrío no lo encontrase.

Enarqué una ceja, pensativa. Una gema valiosa, me repetí. ¿Acaso estaba hablando de la Gema de Loorden? Meneé la cabeza, atónita. Así que eran ellos los que habían llevado la dichosa gema a Amrit y a Wali Neyg. Y al parecer Manchow la había vendido sin consultar con su padre, el Nohistrá de Aefna… Carraspeé.

—¿Así que a ti te ha tocado una parte de la recompensa por acompañar a Manchow, de Ató hasta Ombay? —solté—. Me maravilla la generosidad de Amrit Mauhilver.

—Fue Manchow el que insistió para que me llevase una parte respetable —replicó el elfo, defendiéndose—. Ya ves, no sólo los say-guetranes tienen sentido del honor: a Manchow le salvé la vida a la altura del paso de Marp, contra un par de escama-nefandos. Si no fuera por mí, la Gema de Loorden estaría ahora digiriéndose en las tripas de uno de esos bichos, así que la recompensa me pareció justa —agregó con una ancha sonrisa—. En cuanto haya invertido un poco mi fortuna en Mirleria, volveré a los Subterráneos como un príncipe, y mi padre ya no trabajará nunca más para esos Consejeros fanfarrones que no hacen más que enturbiar la vida en Dumblor.

Se interrumpió, como recordando de pronto que todas aquellas esperanzas las depositaba sobre un cofre que ya no tenía. Lo observé, meneando la cabeza.

—¿Realmente vas a ir a buscar ese cofre? —pregunté.

Shelbooth soltó una carcajada.

—Sí. Soy un subterraniense. No tengo miedo de unos simples ladrones. El problema es que cuando nos han atacado, no me lo esperaba. Ahora ya sé a qué atenerme. —Levantó una mano, saludándome a la manera de Meykadria—. Buena suerte, Shaedra.

Reprimiendo un suspiro, le contesté al saludo. El elfo me dio la espalda y se alejó rápidamente hacia el centro de la ciudad. Ojalá consiguiese lo que quería, pensé, mientras me acercaba a los demás.

—Veo que no has conseguido razonar al elfo —observó Spaw por lo bajo. Le dediqué una mueca elocuente: ¿qué podía hacer yo para retener a Shelbooth? El joven templario se contentó con esbozar una sonrisa y prestamos atención a la conversación de los demás.

—… pero, ¡por favor! ¿qué diablos pensáis que vamos a hacer en la Isla Coja? —soltaba Maoleth, con incredulidad.

Murri y Laygra intercambiaron una mirada.

—Pues… no lo sabemos —confesó Laygra—. Pero sabemos que Shaedra quiere salvar a su amiga que lleva presa ahí desde hace un año o más. Y nosotros la vamos a ayudar. Es sencillo de entender, ¿no?

—¿Una amiga? —repitió Spaw, con una sonrisa incrédula. Y se giró hacia mí—. ¿Desde cuándo tienes a una amiga prisionera en la Isla Coja, Shaedra?

Me rasqué la mejilla con aire inocente.

—Desde hace aproximadamente un año —contesté—, como dice Laygra. Pensé… que ya que íbamos a salvar a Seyrum, podría intentar sacar a Aleria y a Akín de ahí.

Spaw agrandó mucho los ojos.

—¿Aleria y Akín, eh? Me suenan sus nombres.

—Seguramente los habré mencionado más de una vez cuando estábamos en los Subterráneos —expliqué con tranquilidad.

—¡Los Subterráneos! —exclamó Murri, girándose bruscamente hacia mí—. Shelbooth nos ha contado un poco lo que pasó ahí, pero todo era tan raro que me costó creerlo. ¿Es verdad toda esa historia de los Klanez?

Sonreí, divertida, al ver su expresión de asombro.

—Es verdad —afirmé—. Salimos Aryes y yo de Dumblor con una expedición para entrar en el castillo de Klanez. Y luego, gracias a Lénisu, acabamos por volver a la Superficie para ir a buscar a los abuelos de Kyisse, la pequeña Klanez —expliqué con sencillez.

Murri silbó entre dientes. Por lo visto, no se había creído nada de lo que le había contado Shelbooth.

—Pues yo lamento tener que decirlo —intervino Askaldo—, pero no voy a malgastar mi tiempo salvando a gente que no conozco, así que, Shaedra, si de verdad quieres salvar a esos amigos tuyos de los que nunca nos has hablado —hice una mueca al oír su tono acusador—, puedes hacerlo, pero yo no voy a ayudarte.

—Estupendo —repliqué con firmeza—. No necesito vuestra ayuda. Mis hermanos y yo sacaremos de la isla a Aleria y a Akín nosotros solitos.

Mawer. Aún hay algo que no me cuadra —masculló Maoleth, meditativo—. ¿Cómo has hecho para que tus hermanos supiesen exactamente cómo seguirnos sin que nosotros nos enteráramos?

Fruncí el ceño al ver que le echaba una mirada desconfiada a Syu.

—Bueno… —me encogí de hombros mientras buscaba frenéticamente una respuesta convincente—. Yo no he hecho nada. Se trata de un… sortilegio.

Me echaron todos miradas interrogantes. Suspiré, resignada, y rebusqué en uno de mis bolsillos.

—En realidad, se trata de una mágara —especifiqué, enseñándoles las Trillizas durante unos segundos antes de volver a esconderlas con presteza ante sus ojos curiosos—. Se llaman las Trillizas. La persona que las construyó, Márevor Helith, es capaz de saber dónde se encuentran y por consiguiente sabe dónde me encuentro yo. Y por algún misterio ayudó a mis hermanos a encontrarme —acabé por decir, echando una mirada sombría a Murri y a Laygra.

El rostro de Spaw se había quedado petrificado al oír el nombre del nakrús, como si de pronto se hubiese quedado congelado. Los demás pusieron caras pensativas. Deduje con cierto alivio que estos últimos no conocían a Márevor Helith ni sabían que era un nakrús.

—¿Una mágara que permite saber dónde está una persona a gran distancia? —soltó Askaldo, escéptico—. Bueno —suspiró, dando a entender que no le apetecía conocer más detalles sobre el asunto—, si es cierto lo que dices, deberías tirarla.

—Imposible —repuse—. Es un regalo.

—Interesante —soltó Spaw, recobrando cierta compostura—. Por curiosidad, ¿qué hace esa mágara aparte de decirle al dueño dónde estás?

Le dediqué una ancha sonrisa.

—Buena pregunta. A lo mejor un día averiguo para qué sirve.

* * *

Maoleth, Askaldo y Kwayat trataron de convencer a mis hermanos de que la tarea de ir a salvar a alguien en la Isla Coja era una aventura peligrosa, ¡muy peligrosa!, aseguró Maoleth, insistente. Pero mis hermanos se mostraron más tercos todavía y cuando revelaron que habían seguido una educación intensiva en Dathrun para convertirse en celmistas, enseguida noté cierta curiosidad por parte de Maoleth. Percatándose de ello, Murri aprovechó el momento para demostrar que su diploma no era papel mojado e invocó una esfera de silencio que nos envolvió a todos. Se trataba de una invocación y no de una simple ilusión, entendí. Cualquier palabra que pronunciásemos era ahogada por una mezcla de energía aríkbeta y órica. Era asombroso saber que mi hermano era capaz de invocar esferas de silencio, y más sabiendo que hacía apenas cuatro años no sabía nada de artes celmistas.

—Demonios —solté, cuando Murri deshizo el sortilegio—. Es increíble.

—Yo soy más de energía esenciática —intervino Laygra—. Soy curandera. Aún no tengo muchísima práctica con los saijits, pero he salvado la vida de muchos animales en la academia. Y os aseguro que en toda expedición digna de ese nombre hay siempre una curandera. O un curandero —apuntó, sonriente.

Askaldo resopló.

—Está bien —dijo, como a regañadientes—. Ya veo que no vais a cambiar de opinión y, a menos que os atemos al mástil del Águila Blanca, no se me ocurre otra solución que la de dejaros hacer lo que queráis. Ahora, hablando de cosas más urgentes —agregó, cambiando de tono, mientras Murri y Laygra sonreían, encantados—, lo he pensado mejor y creo que es demasiado tarde ya para ir a ver Asbalroth. Podría estar durmiendo y no es plan de enfadarlo sacándolo de la cama —razonó.

—Oh, así que, finalmente, vamos a gastarnos esos veintidós kétalos —concluí, burlona.

—De ninguna manera. Ese albergue de ahí debería tener precios razonables —decidió el elfocano, señalando un edificio.

Estábamos en las afueras de la ciudad, y el albergue en cuestión se encontraba junto a un camino que serpenteaba y desaparecía en las sombras de un bosque. El albergue no parecía muy animado, y de hecho, cuando entramos, comprobamos que los clientes tampoco lo eran: vi a un viejo pescador sentado en una silla, solo, absorto en sus pensamientos. A unos metros, dos hombres cuchicheaban en voz baja con aire de conspiradores. Y el tabernero, sentado junto al mostrador, leía un libro. En ese instante se levantó, algo sobresaltado por nuestra llegada intempestiva. Pese a la poca luz que desprendían las velas, me bastó un vistazo para saber que se trataba de un nurón. Era la primera vez que veía a uno en la realidad y me quedé embelesada por su rostro negro cubierto de escamas azuladas. Era muy parecido al dibujo del libro Los saijits de Háreka. Tenía una cola como una enorme aleta plegada, dividida en tres puntas unidas con membranas finas. Su piel estaba algo arrugada, como a falta de agua. En cuanto a sus ojos, eran enormes, cubiertos por una fina piel protectora. Sin embargo, en ese momento se habían reducido a unas estrechas rendijas mientras el nurón nos detallaba con la mirada a su vez.

—Buenas noches —dijo—. ¿Qué desean?

El timbre de su voz me recordó un poco al arrullo de algunos pájaros de Ató. Le dimos todos las buenas noches y Maoleth se encargó de reservar las camas y comprar algo para la cena.

Pagamos tres kétalos por cabeza, una cantidad del todo aceptable si no fuera porque el posadero se contentó con abrirnos una especie de gran cuarto lleno de jergones y gente durmiendo. Olía a pescado, a barro y a sudor y Syu enseguida frunció la nariz y se la tapó en un gesto delicado.

«Huele demasiado a saijit», refunfuñó.

—El gran ahorrador tal vez esté replanteándose lo de los veintidós kétalos —comentó Spaw, en un murmullo burlón.

Sonreímos y Askaldo nos fulminó con la mirada.

—Tres kétalos es poco, veintidós demasiado, no es mi culpa si no existen intermedios —replicó, antes de entrar en el cuarto con paso digno.

Respetando el sueño de nuestros compañeros de habitación, nos instalamos tan silenciosamente como pudimos en medio de la oscuridad. Syu se acurrucó junto a mí, tapándose debajo de la manta, aunque adiviné por sus movimientos nerviosos que no dormiría muy a gusto.

«Peores noches que esta hemos pasado», lo consolé, optimista.

Aun así, el gawalt no se tranquilizó y siguió dando vueltas, agitado. Cerré los ojos pero los volví a abrir cuando una mano cogió dulcemente mi brazo. Divisé la sonrisa de Laygra y sonreí.

—Hay que ver en qué líos te metes, hermana —murmuró.

—Lénisu me ha estado enseñando —bromeé en voz baja—. Por cierto, ¿dónde están Rowsin y Azmeth?

—Los dejamos en Aefna, en casa de una parienta de Azmeth. Oh, Shaedra —musitó, apretando mi mano con fuerza—. ¡Hay tantas cosas que tengo que contarte y que me tienes que contar! Aunque supongo que tendremos tiempo para ponernos al día. Murri me habló de la conversación que tuviste con él, ayer. No sabes lo contenta que me puse cuando supe que tus compañeros eran amigos tuyos y no enemigos, como pensaba al principio —soltó una risita de autoburla—. Antes, estaba preocupadísima pensando que Márevor Helith había metido la pata y que Syu no era el verdadero Syu y…

«¿Queé?», resopló Syu, dejando de dar vueltas.

Laygra soltó una risita al oírlo.

—Espero que no hayas comido demasiadas golosinas durante mi ausencia —dijo mi hermana, acariciando cariñosamente la cabeza del mono.

«Bah», gruñó Syu. «Un gawalt nunca come demasiado, come lo justo.»

Sonreí y fruncí el ceño poco después.

—¿Laygra?

—¿Mm?

Mi hermana estaba ya casi durmiéndose. Entonces me dije que todas mis preguntas podían esperar perfectamente hasta el día siguiente.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches, Shaedra.

* * *

A la mañana, cuando el sol ya iluminaba toda la isla, salimos del albergue después de un copioso desayuno y partimos en busca de la casa de Asbalroth Srajel. Preguntando, la encontramos fácilmente, adosada a un gran peñón de piedra blanca, en las afueras de la villa.

—Aún es demasiado pronto para presentarnos —meditó Askaldo.

Chayl, Spaw y yo intercambiamos miradas burlonas.

—Ayer era demasiado tarde y hoy demasiado pronto —observó Chayl—, a lo mejor es que tampoco existe la justa medida para llegar a casa de Asbalroth, ¿eh, querido primo?

Su querido primo respondió dándole un leve coscorrón.

Finalmente, nos sentamos al pie del Peñón Blanco, como lo llamaban, y me puse a explicarles a Murri y a Laygra todo lo sucedido desde que habíamos salido de Ató. Sin hablarles de Sredas o de demonios, les revelé que Askaldo y yo habíamos bebido una poción de mutación y que ahora padecíamos de un equilibrio energético desastroso que podía ir derivando y tener efectos más peligrosos. Quedé bastante satisfecha con mi explicación y recuperé cierta confianza a los ojos de Kwayat cuando este comprobó que mis hermanos no tenían ni idea de demonios.

—¿Pero qué tipo de mutaciones son esas? —preguntó Murri.

Por toda respuesta, les enseñé claramente mi rostro, quitándome la ancha capucha. Mis hermanos se quedaron un momento sin aliento al verme tan blanca como el peñón. Murri se repuso el primero.

—Ya sabía yo que te pasaba algo raro en la piel —comentó—. Aunque estaba lejos de imaginarme que fuera tu propia piel la que… Bueno —carraspeó—. Es una pasada.

—Mm —reconocí, volviéndome a poner la capucha. El velo me lo había quitado, ya que habíamos retomado nuestros atuendos de siempre y con la capucha mi rostro quedaba lo suficientemente oculto—. Pero como digo, el equilibrio energético es tan desastroso que podría tener más consecuencias. Por eso vamos a buscar a Seyrum, el alquimista, que fue secuestrado por Driikasinwat.

—Ah, ahí quería ir a parar yo —soltó Murri—. ¿Así que ese Seyrum sería capaz de hacer una poción que equilibrase otra vez tus energías? Lo cierto es que he oído hablar de esas pociones. Tienen un efecto parecido al de los descargadores que había en la academia, ¿verdad? Lo que no entiendo es por qué vais a buscar precisamente a un alquimista secuestrado. ¿No sería más fácil encargarle eso a cualquier otro alquimista? ¿Tan raro es ese desequilibrio energético? —inquirió, mirándonos a todos.

—Los desequilibrios energéticos normalmente no afectan el cuerpo de esa manera —intervino Laygra—. La poción que bebieron Shaedra y Askaldo debe de ser particularmente poderosa.

—Lo era —aprobé.

—¿Y cómo así te la bebiste? —preguntó Murri, intrigado.

—¡Bah! —exclamó Maoleth—. Sois demasiado curiosos. Se la bebió, y punto. No vamos a entrar en los detalles. Askaldo, ¿crees que todavía es demasiado pronto?

—¿O demasiado tarde? —añadió Spaw con aire filosófico.

Esta vez, Askaldo resopló, divertido.

—Es exactamente el buen momento para ir a visitar al tal Asbalroth.

Antes de que este se levantase, ya estábamos todos de pie. El elfocano se incorporó con prestancia y nos siguió tranquilamente hasta el portal de la casa de Asbalroth. El edificio era bastante grande, rodeado de grandes setos podados de manera impecable. Pegué un pequeño salto para ver por encima del portal y asentí para mis adentros. La fortuna de Asbalroth debía de ser parecida a la de Zilacam Darys.

—¿Qué has visto? —me preguntó Laygra, intentando ver, extendiendo el cuello, sin atreverse a saltar.

—Un bonito jardín con una fuente —contesté—. Y también… —Se oyeron unos ladridos cuando Kwayat agitó la campanilla del portal—. Hay perros —terminé por decir.

Lieta bufó ruidosamente, con el pelo erizado. Syu sonrió, sobre mi hombro, y Laygra puso cara preocupada, preguntándose seguramente si los perros serían capaces de atacar a la indefensa gata…

Una mirilla se abrió en medio del portal y apareció el rostro prudente de una joven faingal… Fruncí el ceño. ¿Pero cómo podía llegar a la altura de mis ojos una faingal si se suponía que medían incluso menos que los hobbits?

—¿Quiénes sois? —preguntó con una voz aguda y recelosa.

—Buenos días, amable señora —contestó pausadamente Askaldo—. Somos amigos de Zilacam Darys, que es a su vez amigo de Asbalroth Srajel y nos ha prometido que en su casa recibiríamos ayuda. Yo soy Askaldo, hijo de Ashbinkhai.

La faingal agrandó levemente sus ojos rosáceos, escrutó la cara velada del elfocano pero, lejos de ensombrecerse, su expresión se relajó.

—Enseguida os abro —declaró.

Cerró la mirilla y se oyeron ruidos detrás del portal, como si se retirase una silla.

—¿“Amable señora”? —repitió Chayl en voz baja, con una risita incrédula.

Askaldo hizo un breve ademán.

—Los buenos modales son importantes —replicó—. Tal vez lo entiendas algún día, querido primo. Algún día —repitió, con el tono de quien no tiene muchas esperanzas.

El dedrin hizo una mueca, algo ofendido: cada vez que se echaban pullas entre ellos, se ofendían a la mínima.

El portal se abrió y apareció la faingal, mucho más bajita, como era de esperar, de pelo rubio casi blanco y vestida de una elegante túnica rosa que, extrañamente, me recordó a las túnicas de Tauruith-jur. Parecía tener una veintena de años, aunque, como solía decir Wigy, era muy difícil determinar la edad de un faingal.

Entramos todos y en cuanto hubo cerrado otra vez el portal un par de perros peludos vinieron a olfatearnos y Maoleth se apresuró a levantar a la drizsha, quien seguía emitiendo en continuo un sonido gutural del que bien se hubiera podido inspirar Frundis para alguna de sus obras más tétricas. La faingal, tras apartar suavemente a los perros, se inclinó profundamente, realizando un complicado gesto de manos.

—Sed bienvenidos a nuestra humilde morada —declaró, mientras yo me preguntaba si se trataba de algún saludo de los demonios que no conocía o de un saludo específico de Sladeyr. Nos sonrió, alegre—. Soy Asbi Srajel. ¡Encantada de conocer al mismísimo hijo de Ashbinkhai! —exclamó, muy entusiasmada.

—Y yo, de conocerte a ti, Asbi —contestó Askaldo con tono sincero.

Percibí la expresión de mofa que adoptó Chayl al oír hablar a su primo como un cortesano de cuento. Asbi dedicó una sonrisa radiante al elfocano velado.

—Voy a avisar a mi padre —dijo—. Aunque, visto cómo han ladrado los perros, seguramente ya nos estará espiando desde su despacho. Entrad, entrad. Hace unos días nos llegó una paloma de Zilacam Darys diciendo que vendríais. Padre me lo dijo. ¡Yo no quería creerlo! —Sin dejar de sonreír, nos guió hasta el vestíbulo y luego hasta el salón. La casa estaba iluminada por la luz blanca del alba y el aire mismo parecía feérico.

Antes de que Asbi se alejara, su padre apareció en las escaleras, vestido con una amplia túnica blanca. Apenas era más alto que su hija y su melena rubia era igual de abundante y vaporosa. Se avanzó y levantó una mano.

—Bienvenidos a Sladeyr —pronunció, dedicándonos una leve sonrisa—. Habéis hecho un largo viaje.

Tras las presentaciones y saludos, el sladeyreño nos invitó a sentarnos y conversamos sobre nuestro viaje, sobre la vida en Sladeyr y la vida en Ajensoldra. Asbalroth Srajel resultó ser un hombre apacible y simpático. Hablaba pausadamente, sin exaltarse nunca. En cambio, su hija era más movida y se levantaba cada dos minutos para traernos bandejas llenas de roscas, pasteles, infusiones, leche caliente… Parecía encantada de tener a tantos demonios en casa y echaba ojeadas curiosas hacia Askaldo, tratando seguramente de adivinar qué aspecto podía tener su rostro mutado.

Según nos contó el faingal, estos últimos años Sladeyr se había convertido en una isla muy insegura.

—La guardia que queda en la isla está al servicio de un gobernador corrupto que vive parapetado en su pequeño palacio —explicó tranquilamente—. Hace ya varios meses que la gente de la isla se queja de desapariciones. El gobernador no hace nada para impedirlas y parece querer mandar su isla a un pozo negro, o al menos a su población más humilde. Eso sí, sigue teniendo total control sobre las tierras cultivadas de la isla.

—Y ahora intenta quedarse con todos los barcos de pesca, incluidos los nuestros —intervino Asbi, con una mueca contrariada.

—Mm —asintió su padre, pensativo—. Y, para colmo, mantiene estrechas relaciones con el Demonio del Oráculo, lo cual me viene preocupando desde hace algún tiempo.

La tensión subió como una flecha al oírlo mencionar a Driikasinwat. Kwayat carraspeó, elocuente, para que nuestro anfitrión entendiese que era mejor evitar hablar de demonios. Vi pasar fugitivamente una expresión de sorpresa por el rostro del faingal. Algo alarmada, miré discretamente a Murri y a Laygra. Estos parecían escuchar con atención, pero en aquel instante mi hermana se inclinó hacia mí.

—¿Quién es el Demonio del Oráculo? —me preguntó, en voz baja para no interrumpir la conversación.

Al cruzar otra vez la mirada de mi hermana, me sentí palidecer.

—¿El Demonio del Oráculo? —solté, como recordando su pregunta—. Es un apodo que le dan a Driikasinwat —expliqué, con un tono que daba a entender que no había nada raro en apodarse Demonio de algo.

Laygra frunció el ceño pero, al menos por el momento, aceptó mi explicación sin más preguntas. Esperé que a partir de ahí Asbalroth intentaría tener más cuidado con sus palabras, aunque, de todas formas, parecía que a Askaldo le traía sin cuidado lo que pudiesen averiguar o dejar de averiguar mis hermanos. Pero, claro, no podía ser el caso de Kwayat, pensé, echando una ojeada rápida a mi instructor.

—¿De qué tipo de relaciones estás hablando? —preguntaba en aquel momento Maoleth, con el ceño fruncido.

—No conozco los detalles —confesó Asbalroth—. Pero todos los días salen barcos llenos de comida hacia el norte. Y a cambio, llegan sacos menos abultados pero no menos pesados.

Meditamos la información unos segundos. Entonces el faingal prosiguió:

—Ya le comuniqué a Lilirays mis sospechas, pero claro, mi sobrino tiene otros problemas y no quiero cargarlo con este asunto más de lo necesario. Sin embargo, temo que el Demonio del Oráculo esté rompiendo con las reglas. Por eso me alegré cuando supe que Ashbinkhai seguía de cerca sus actuaciones.

—Es natural —contestó Askaldo—. Al fin y al cabo, lo renegamos nosotros. Según los informadores de mi padre, Driikasinwat estaría sacando una especie de piedra preciosa muy valiosa de los fondos subterráneos de la isla. —Enarqué una ceja: era la primera vez que Askaldo hablaba de ello—. Si sólo fuera eso, no habría habido problema alguno —aseguró—. Lo peor es que, al parecer, los mineros que trabajan ahí conocen la naturaleza de Driikasinwat.

Agrandé los ojos, atónita al comprobar que Askaldo jamás había sido tan explícito al hablar de la Isla Coja. Aunque, a decir verdad, era consolador saber que no nos meteríamos a ciegas en aquella isla de locos. Aun así, empezaba a darme cuenta de que Askaldo no hacía muchos esfuerzos para que mis hermanos no me acribillasen a preguntas luego. Ya los veía venir…

Asbalroth Srajel suspiró mientras asentía con la cabeza.

—Es alarmante —admitió—. Creo haber entendido que os dirigís a la Isla Coja para salvar al alquimista Seyrum.

—Efectivamente. Ese es uno de nuestros objetivos —aprobó Askaldo—. Zilacam Darys nos dijo que nos proporcionarías ayuda para llegar a la isla.

Entorné los ojos. ¿Cómo que “uno de nuestros objetivos”? ¿No era el único objetivo? A parte de salvar a Aleria y a Akín, claro está, pero dudaba mucho que se refiriese a eso.

Asbalroth había recobrado su sonrisa.

—Os ayudaré. Conozco a una marinera, muy de confianza, que conoce el Archipiélago de las Anarfias como nadie. Ya le hablé de vuestra posible llegada. Aceptó llevaros hasta la isla. Se llama Skoyena. La avisaré de que habéis llegado. ¿Para cuándo queréis salir hacia la isla?

Maoleth y Kwayat se consultaron con la mirada pero fue Askaldo quien contestó:

—Hoy mismo. Si es posible —añadió—. Y quisiera que nuestra partida se realizara con total discreción. No quiero que Driikasinwat sepa nada sobre nuestras intenciones.

Asbalroth asintió, como aprobando su decisión. La noticia, sin embargo, había ensombrecido la expresión de Asbi. Percibí su mueca desilusionada mientras su padre se levantaba.

—Os invito a dar un paseo por mi jardín mientras voy a ocuparme de avisar a Skoyena. Mi hija os guiará.

Askaldo se levantó y lo imitamos prestamente.

—Será un placer ver el jardín. Y gracias por los pasteles —añadió, inclinándose levemente hacia Asbi. La faingal sonrió y todo su rostro volvió a parecerse al de un hada risueña.

—Seguidme, nobles amigos —nos invitó—. El jardín no es tan maravilloso como el que teníamos en Mirleria, pero una ventaja es que las liwíes de hielo crecen estupendamente.

La miré, muy sorprendida.

—¿Liwíes de hielo? —repetí—. Creía que aquellas flores tan sólo crecían en los montes.

Asbi pareció alegrarse al ver mi interés.

—Es una variante de las verdaderas liwíes de hielo —explicó—. Pero aun así, nadie en toda Sladeyr ha conseguido tener un jardín con tantas liwíes como yo. Las cuido con energía esenciática.

Esta vez fue Laygra quien se interesó vivamente por el tema y salimos de la casa conversando animadamente sobre las flores y las energías. Tan sólo media hora después, Murri y Laygra se las arreglaron para arrastrarme sola a algún banco del jardín. Aprovechando que nadie nos oía, me asediaron literalmente a preguntas y yo traté de responderles de la manera más prudente posible. ¿Quién era Askaldo? ¿Y Ashbinkhai? ¿Y qué era esa historia de poción de mutación? ¿Acaso sabía yo más cosas sobre Driikasinwat que no les había contado? ¿Era el Demonio del Oráculo el jefe de los Veneradores de Numren? ¿Y quiénes eran exactamente los que me acompañaban? ¿De dónde salían? Afirmaron que les daba la impresión de que todos eran extraños a pesar de parecer simpáticos por fuera. Meneé la cabeza y sonreí, tras contestarles a medias a todas sus preguntas.

—Todos son buena gente —les aseguré—. Lo que pasa es que… tienen otra cultura.

Mi hermano me miró con cara escéptica.

—¿Otra cultura, eh? Supongo que en esa cultura entra lo de beberse pociones desestabilizadoras de energías, ¿no? Bah —dijo, interrumpiéndome antes de que yo dijese nada—. Suponiendo que todo lo que dices es verdad, lo cual dudo, porque se te da tan mal como a mí lo de mentir, suponiendo que es verdad —prosiguió, mientras yo me ruborizaba—, lo que está claro es que Askaldo no tiene como único objetivo el de salvar a ese alquimista. Él mismo lo ha dado a entender. Debe de tener otra razón.

Me encogí de hombros.

—Tal vez. —Y resoplé, con una media sonrisa—: Pero os aseguro que su mutación es realmente horrible. Cualquiera haría todo lo posible para intentar curarla, te lo juro, hermano.

Mis hermanos pusieron cara pensativa pero no replicaron porque en aquel instante Asbalroth salía a la veranda diciendo que Skoyena estaba preparando el barco y que llegaría enseguida.

23 Silbidos de pesca

Nos despedimos de Asbi y Asbalroth con abundantes palabras y saludos antes de encaminarnos, acompañados de Skoyena, hacia el pequeño puerto privado del faingal. La marinera era una felrin, de pelo castaño revuelto y ojos vivos. De cuando en cuando, al hablar, su rostro se contraía en un tic nervioso. No nos habló mucho antes de embarcar en el velero, aunque cuando nos distanciamos de la isla, nos contó su vida, narrando increíbles anécdotas sobre el Archipiélago de las Anarfias. Por lo visto, había sido capitana, antes de ser atacada por piratas y perder su nave, y se dedicaba a llevar multitud de aventureros al archipiélago. Había recorrido la isla de los Kokbos, repleta de orcos terribles, contemplado un dragón rojo a un metro de distancia y huido numerosas veces de una muerte segura.

—Ahora ya soy demasiado vieja para esas andanzas —añadió, con los ojos en el pasado y las manos sobre el timón.

—¿Vieja? No pareces tener más de sesenta años —intervino Maoleth.

Skoyena esbozó una sonrisa.

—Tengo cincuenta y ocho años. Pero la vejez no sólo se cuenta con el tiempo —señaló—. De todas formas, no me arrepiento de nada.

El viaje en el pequeño velero se desarrolló tranquilamente, si se exceptuaba el momento en que Askaldo, harto de su velo, decidió quitárselo considerando sin duda que, de todas formas, mis hermanos y Skoyena ya se debían suponer su aspecto. Aun así, Murri respiró ruidosamente al ver aparecer aquel rostro de pesadillas. Laygra parpadeó unos instantes y entrecerró los ojos, pensativa. Al de pocos minutos, le preguntó tímidamente si había probado quitarse esos furúnculos con granos triturados de amonaleja. La mirada fulminante que le echó el elfocano le bastó para no insistir en proponer otros remedios.

El cielo azul tan sólo era atravesado por unas nubes pasajeras y blancas como la espuma. A medida que avanzábamos, el agua se volvía cada vez más clara y, por la tarde, llegamos a las primeras islas del Archipiélago. Las había diminutas como leves pañuelos de arena pero también elevadas, con montes boscosos y oscuros. Skoyena nos las nombró y contó historias misteriosas sobre ellas, dando tantos detalles que era imposible pensar que no hubiesen ocurrido realmente. De cuando en cuando pasábamos cerca de unos grandes arrecifes que se alzaban en lo alto como verdaderos torreones. En uno de esos momentos, vi de pronto una enorme sombra alada en una de esas torres y agarré mecánicamente el brazo de Kwayat para llamarle la atención.

—Er… ¿Kwayat? Esa cosa que volaba ahí, ¿era lo que yo creo? —musité.

Miraron todos hacia arriba y mi instructor se encogió de hombros.

—No veo nada, pero si te refieres a los dragones rojos, es probable que vieses alguno.

—Esta región está plagada de vida —afirmó Skoyena. Apoyada en el timón, bostezó y su expresión se contrajo en un tic nervioso—. Mirad, ese es el barco de Saodún el Terrorífico.

Me giré hacia la dirección que señalaba y divisé, entre un pequeño banco de bruma, la sombra de una enorme nave naufragada entre unos arrecifes.

—Escalofriante —reconoció Chayl.

—Te noto ligeramente aprensivo, primo —observó Askaldo con una sonrisa burlona.

Como toda respuesta, el dedrin le dio un codazo entre las costillas.

—Más vale tenerle miedo al barco de Saodún —comentó Skoyena—. Conocí a un tipo que quiso ir a ver qué había dentro. Lo vi partir en una barquita hasta ahí con mis propios ojos. Esperé durante tres días a que saliera. Pero no volvió.

Chayl parecía todavía más aprensivo que antes, pero Askaldo, con la mirada fija en el enorme navío sumido en la niebla, olvidó burlarse de su primo.

En ese instante se oyó un potente rugido que desgarró el aire desde las alturas.

—Oh… —solté, mientras Syu, que había estado tranquilamente sentado sobre mi hombro haciéndome trenzas, desaparecía rápido como un gawalt debajo de uno de los sacos colocados a nuestros pies.

—Confiamos en ti, Skoyena —musitó Murri junto a mí, mientras oteaba, aprensivo, buscando dragones.

—Pues no os lo recomiendo —replicó la felrin—. Desgraciadamente, ya me ha pasado perder toda mi tripulación —murmuró.

Hice una mueca e intercambié una mirada alarmada con mis hermanos. El resto del viaje, lo hicimos casi en silencio, temerosos de que algún monstruo nos oyese. El archipiélago estaba ahora poblado de rocas por todos los lados y la felrin pronto arrió las velas, sacó el remo y se puso a cinglar. Cuando le propusimos ayuda, Skoyena se negó rotundamente.

—La marinera soy yo.

Así que nos dedicamos otra vez a mirar el siniestro paisaje, echando regularmente vistazos hacia arriba. Frundis había dejado de componer para dejarse llevar por la “modorra marítima”, por llamarlo de alguna manera, y ahora estaba casi tan silencioso como el agua. Syu, mirando de reojo el cielo, resoplaba, repitiendo cada cuarto de hora que aquello le daba muy mala espina. Y yo me agitaba, inquieta, imaginándome a un dragón cayendo en picado hacia nosotros para carbonizarnos a bocanadas de fuego.

Habíamos acabado sumiéndonos en la bruma que se deslizaba lentamente sobre las enormes rocas y, al no ver nada, la tensión se acrecentó. Minutos después, la niebla se levantó otra vez, dejando paso a un cielo totalmente azul. Ante nosotros, había surgido una enorme roca con varios agujeros en forma de puertas gigantes.

—Luz de Alairié —murmuró Maoleth, admirativo.

—Ya casi estamos —anunció Skoyena—. Estos son los Farallones de Piksia.

Dejó de cinglar y, con total naturalidad, agarró una red de pesca. La observamos, atónitos, mientras se atareaba, echando la red al agua.

—¿Te vas a poner a pescar ahora? —preguntó Askaldo, boquiabierto.

Skoyena puso los ojos en blanco.

—Siempre se pesca cuando se llega al primer farallón —explicó.

—Oh. Entonces estupendo —contestó el elfocano, sin parecer muy convencido—. Se trata de una costumbre, ¿no es así?

—No —replicó ella con brusquedad—. Es más que una costumbre, es un acuerdo. Se trata de no enojar a los dragones.

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Me había adelantado hasta la proa para contemplar los Farallones de Piksia y fui la primera en ver a la enorme criatura roja encaramada en una de las altas rocas del peñón. Me quedé un momento paralizada, con la impresión de haber tragado una manzana de golpe.

—¡Un dragón! —exclamó Chayl, con una vocecita temblorosa.

«Naura la Manzanona no era tan grande», me quejé, mientras Syu bajaba precipitadamente del mástil al que se había subido para curiosear.

«Ese dragón no come sólo manzanas, ¿verdad?», preguntó el gawalt, trepando hasta mi hombro para evaluar nuestra esperanza de vida.

Resonó otro gruñido estruendoso que me puso los pelos de punta.

—Espera un poco, dragón —gruñó entre dientes la felrin echando miradas exasperadas hacia la criatura alada—. Paciencia y tendrás tus peces. Te ruego que no me los espantes —masculló, mientras el dragón emitía un mugido hambriento.

Enarqué una ceja y me alejé de la proa.

—¿Existe acaso algún acuerdo entre los dragones rojos y los marineros? —pregunté, curiosa.

Skoyena tamborileaba en la borda, con la mirada fija en su red, esperando que algún pez despistado se enmarañara en ella.

—Una vez el Consejo de Marineros de Sladeyr pasó un acuerdo con los dragones rojos —contestó—. Se trata de dar una simple ofrenda para reconocer que estamos en su territorio y que tan sólo estamos ahí por su generosidad. Lo malo es que no todos los dragones lo respetan. Aunque por el momento nunca he caído sobre un dragón de esos. Y ese parece bastante pacífico —comentó, señalando con el mentón a la gran criatura roja que batía las alas y nos observaba desde lo alto.

Askaldo dio unos pasos en el barco antes de perder el equilibrio y sentarse un poco bruscamente en un banco, cerca de nosotras.

—Skoyena, quería preguntarte, ¿cuántos dragones crees que hay por esta zona, además de aquel?

—Ni idea —confesó ella—. Pero las torres que rodean los Farallones de Piksia son la morada favorita de los dragones así que te dejo imaginar.

El dragón rojo lanzó otro gruñido y despegó. Su brusco movimiento hizo rodar una gran roca que acabó sepultándose en el agua en un gran estruendo aguado. Un trueno musical me invadió la mente.

«¡Wuaw!», soltó Frundis, entusiasmado, despertando de golpe. «¿Qué ha sido eso?»

«Un dragón», expliqué, sintiendo que mi corazón latía a toda prisa.

La criatura se posó encima de otra roca y volvió a soltar un gruñido parecido a un resoplido aburrido. Y tuvo que aburrirse todavía más porque tardamos como media hora en pescar algo. Cuando Maoleth preguntó por qué no habíamos traído un cubo lleno de peces, Skoyena arguyó que el pez tenía que ser pescado frente al farallón.

—No se debe engañar a los dragones —afirmó, mientras esperábamos pacientemente a que nuestra red pillase algo, bajo la mirada atenta del dragón.

Cuando, por enésima vez, Skoyena sacó la red del agua, vimos unos peces violetas, naranjas y grises y soltamos un grito de alegría. Un rugido nos hizo eco y nos serenamos inmediatamente.

—¿Será suficiente? —preguntó Murri, inquieto.

—Por supuesto —aseguró Skoyena—, tan sólo necesitamos demostrar que tenemos buena fe. Ese dragón tiene toda la pinta de haber comido a saciedad. No tiene hambre. Si no, no estaría aquí haciendo el vago, vigilando las Puertas de Piksia.

—Me alegra saberlo —carraspeé—. ¿Y ahora cómo le damos los peces? —Observé con aprensión los furiosos movimientos de alas de la criatura escamosa que empezaba a bajar por la roca, como un lagarto.

Skoyena no contestó. Metió los peces vivos en un cubo, guardó la red de pesca y retomó la espadilla. Dio varias sacudidas al agua antes de que llegásemos al pie de la puerta natural. Una vez ahí, paró la embarcación apoyando el remo contra una roca.

Por un instante, creí que iba a dejar los peces en una de las rocas cercanas… pero no. Se metió dos dedos en la boca y sopló. Un silbido estridente resonó por todos los Farallones de Piksia.

El dragón rugió, dejándonos a todos tiesos de terror. Y entonces hubo otros rugidos lejanos…

—No, no, no —soltó Askaldo. Sus ojos estaban dilatados por el miedo—. ¿Has llamado a toda la familia?

—Es para que todos los dragones sepan que no deben comernos —explicó Skoyena por lo bajo, con la mirada alzada. Como me encontraba en la parte de la popa, junto a Skoyena, pude ver claramente qué estaba mirando la felrin: el dragón rojo bajaba por la ladera de roca, a unos metros encima de nosotros, moviendo rápidamente sus poderosos músculos y frunciendo rítmicamente sus enormes ollares. Casi me daba la impresión de respirar su cálido aliento. Cuando estuvo a apenas diez metros y cuando Syu y yo ya estábamos preguntándonos cuánto tiempo nos quedaba para desmayarnos de pavor, la felrin cogió un pez y lo tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. El cuello del dragón se extendió y las potentes quijadas engulleron al pez en un abrir y cerrar de ojos.

Syu soltó un jadeo tembloroso, tapándose la cara con las manos, y masculló mentalmente:

«Y decir que, en mi otra vida, los gawalts decían que ser devorado por un dragón era una muerte maravillosa.»

Le di un pequeño abrazo para tranquilizarlo y eso me permitió calmarme a mí también, aunque fuese tan sólo un poco. Skoyena arrojó otro pez, y otro… y al fin, cuando ya no quedaron más, silbó otra vez. El dragón batió las alas y la embarcación se movió peligrosamente por la ráfaga repentina. El casco del velero chocó una vez contra una roca y Skoyena siseó entre dientes una maldición. Volvió a coger el remo precipitadamente y nos alejamos por el túnel del farallón, dejando atrás a un dragón que se alejaba veloz en el cielo despejado y soleado.

—Esta zona, aunque no lo parezca, es bastante tranquila —nos aseguró Skoyena, mientras los demás respirábamos hondo, tratando de convencernos de que no nos íbamos a morir de inmediato—. Tan sólo hace falta conocer la región, porque entonces puedes estar vagando por este laberinto durante días.

—Suerte que Askaldo tenga una brújula para indicarnos el camino —soltó Chayl con un rictus burlón.

Su primo puso los ojos en blanco y eché un vistazo a la brújula busca-agua que pendía de su collar de cuerda. Ladeé la cabeza, curiosa. ¿Hacia dónde señalaría aquella brújula si se activaba, rodeados como estábamos de agua?, me pregunté. A lo mejor estallaba o se estropeaba el mecanismo, elucubré. Desde luego, no iba a sernos de gran ayuda para salir de aquel laberinto.

—¿Era la primera vez que veíais un dragón rojo, verdad? —preguntó Skoyena, mientras seguía remando con más calma.

Intercambié una mirada con Kwayat y Spaw. Ambos parecían opinar lo mismo: Naura no tenía nada que ver con los dragones rojos de las Anarfias. Así que a la pobre la habían desterrado… Skoyena rió. Y su rostro se contrajo.

—¡No penséis más en los dragones! Ahora pensad en lo que vais a hacer cuando lleguéis a la Isla Coja. —Por un momento, dejó de remar. Buscó algo en su saco y nos enseñó al fin una armónica—. ¿Alguien sabe tocarla?

«¡Yo!», intervino Frundis, con una súbita melodía de armónica.

Sonreí y pensé en Deria. Dol le había regalado el mismo instrumento hacía años y desde entonces la drayta había intentado algunas veces enseñarme a tocarlo. Así que, al ver que nadie se prestaba, cogí la armónica y empecé a tocar una melodía alegre dictada por Frundis. El sonido vibrante se reverberaba entre las rocas del laberinto de agua.

* * *

—Esa… ¿es la Isla Coja? —preguntó Laygra. Nos habíamos precipitado hacia la proa, pese a los gruñidos de Skoyena, y veíamos ahora aparecer ante nuestros ojos una larga cinta de arena apenas iluminada por una Luna pálida y un creciente de Vela. El resto de la isla estaba totalmente a oscuras, probablemente cubierta de niebla.

Recordé en aquel momento unas palabras lejanas de Galgarrios: “Han llevado a Daian a la Isla Sin Sol”. Esbocé una sonrisa, contemplando la isla sumida en la oscuridad de la noche. Y pensar que yo me había reído de él aquel día… Galgarrios iba a resultar ser un adivino.

La embarcación acabó por tocar fondo. Todos estábamos ya con los sacos a la espalda.

—Ocultaré el barco detrás de esas dunas —nos informó Skoyena, entre las sombras nocturnas—. Os repito: os dejo tres días. Como los tres días que esperé al hombre que entró en el barco de Saodún el Terrorífico. Tres días y ninguno más. Si no aparecéis al de tres días…

—Es que nos han capturado o peor —terminó Maoleth, poniendo los ojos en blanco—. Está bien. No creo que tardemos más de tres días si todo nos sale bien.

—Mmpf —dijo la felrin—. Ojalá os salga bien y saquéis a ese pobre alquimista de ahí. Buena suerte.

Desembarcamos. Cuando aterricé en la playa, me tambaleé por el nerviosismo y una mano firme me asió. Murri me dedicó una sonrisa que se aflojó ligeramente al ver mi rostro de tan cerca: mi capucha se había deslizado y ahora tenía que tener bien a la vista mi cara y mis ojos tan negros como el carbón. Era de esperar que no se acostumbrase enseguida a un atrapa-colores, razoné. Alcé los ojos hacia las tinieblas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Laygra, a mi izquierda.

—Ahora —dijo la voz de Spaw—, vamos a ver a Driikasinwat, le decimos amablemente que nos devuelva a Seyrum y volvemos a embarcar.

Iba a contestar que su idea me parecía brillante cuando sentí de pronto como un relámpago atravesar mi Sreda. La mantuve a raya, sin embargo, y al de unos segundos volvió a calmarse. Demonios, pensé, algo asustada. No era la primera vez que me ocurría, pero aquel rayo de inestabilidad había sido particularmente repentino y fuerte.

—Espero que tengáis un plan mejor —carraspeó Laygra, poniendo los ojos en blanco ante la réplica de Spaw—. Dado que ese hombre y sus esbirros han capturado a Aleria, Akín, Seyrum y tal vez a más personas, yo sacaría la espada antes de que ellos la sacasen: secuestraría a un centinela, le pediría que me revelase dónde están los prisioneros y luego lo ataría a un árbol, me vestiría con la ropa del centinela y me metería en el antro. Así de sencillo.

Su discurso fue acogido por uno o dos segundos de silencio sorprendido.

—Buah —se rió mi protector—, no te ofendas, Shaedra, pero tengo la impresión de que tu hermana está tan loca como yo. Para empezar, habla de espadas cuando no tiene ninguna.

—Tengo una daga —repuso inmediatamente Laygra con tono digno—. Y sé utilizarla mejor que tú. Crecí en las Hordas.

—¡Oh! Claro, eso lo cambia todo —resopló Spaw, burlón.

—Chss —bisbiseó Chayl—. Seamos más discretos. A lo mejor tienen vigías apostados.

—Exactamente lo que necesitamos —intervine, divertida—. Un vigía que secuestrar.

—Veo que mi plan no os convence —suspiró Laygra, y sonrió—. Ahora os toca exponer vuestros propios planes.

—Ya tenemos un plan —terció Askaldo, reuniéndose con nosotros—. Os lo explicaré en cuanto salgamos de la arena y lleguemos a la parte boscosa. Antes que nada, quiero que me prometáis una cosa: cuando os ordene algo, me obedeceréis sin rechistar. No quiero que nadie cometa imprudencias. Si alguien pilla a alguno de nosotros, nuestro plan se vendrá abajo. Ante todo, discreción.

Asentimos todos, dando nuestro acuerdo.

—Adelante —soltó la voz queda de Kwayat.

Nos encaminamos hacia el interior de la isla en silencio.

Por prudencia, el mono había desechado la posibilidad de recorrer la playa corriendo y en ese momento se dedicaba a darle pequeños toques a Frundis con la mano para hacerlo rabiar. El bastón gruñía, amenazándolo con soltarle algún sortilegio terrible. Reprimí una sonrisa burlona.

«Me pregunto si habrá conseguido recuperar el cofre», solté al de un rato, sumida en mis pensamientos.

«¿Cómo quieres que sepa de quién hablas?», suspiró el mono pacientemente.

«Hablo de Shelbooth», contesté. «Y pensar que podría estar tranquilamente en Mirleria con su cofre, viviendo la vida… Claro que me pregunto si realmente lo merecía», añadí, pensativa.

«Eso no lo sé», intervino Frundis con una música exasperada y exasperante. «Syu, en cambio, merece que lo chamusque con una bola de fuego llameante. No se hace eso de incordiar a un compositor cuando está trabajando.»

Viendo venir una explosión musical vengativa, el gawalt recapacitó y se apresuró a rascarle el pétalo azul con una sonrisa blanca de mono.

Llegábamos a la zona boscosa cuando oí un bufido apagado. Alcancé rápidamente a Maoleth y entendí que Askaldo se había chocado de pleno contra un matorral.

—Esto parece estar lleno de arbustos —susurró el elfo oscuro, escudriñando la oscuridad.

—Y que lo digas —replicó un Askaldo malhumorado—. Avancemos con prudencia. Recordad lo que os enseñé en el Bosque de Hilos para no dejar demasiadas huellas.

—Oh, sí —soltó Spaw—. Recuerdo tus lecciones. Aunque la de empotrarse contra los arbustos no nos la habías enseñado todavía. Parece eficaz.

Oí el ruido de un empujón y unas risas bajas. Maoleth suspiró.

—Dejaos de bromas por el momento —nos aconsejó—, y avancemos.

* * *

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24 La Torre Negra

“Esperadnos aquí”, ¡valientes palabras!, pensé, suspirando, mientras observaba las lejanas luces del campamento. Kwayat, Maoleth y Askaldo se habían marchado a “explorar la zona”. Escondidos en una cueva, llevábamos un día entero esperando a que reapareciesen. Habíamos pensado que volverían durante la noche, pero ahora empezaba otra vez a despuntar el alba y no había ni rastro de ellos.

Con la agilidad de una har-karista, empecé a bajar del alto árbol desde el que había estado observando largo rato el campamento de Driikasinwat. Este último era más grande de lo que me había imaginado. Rodeado de una empalizada, tenía así y todo algunos edificios de piedra y hasta una enorme torre negra adosada a una ladera rocosa. Según Askaldo, ahí era donde el demonio renegado debía de tener preso a Seyrum. Y, según él también, tenía que haber otra entrada a esa torre, desde las cuevas. Al parecer, alguno de los informadores de Ashbinkhai había conseguido revelar un plano del lugar, y Askaldo había asegurado, antes de marcharse, que sabía más o menos dónde estaban las mazmorras y las habitaciones privadas del renegado. Me consolaba saber que Askaldo tenía una vaga idea de dónde se metía, pero, por lo demás, veía bastante difícil la operación. Merodear por la isla sin ser vistos era una ardua tarea, pero meterse en el territorio de esos Droskyns, como los llamaban los isleños, y salvar a Seyrum, a Aleria y a Akín… Hice una mueca mientras me dejaba caer al suelo y me envolvía con las armonías. Tal vez fuese porque mi Sreda empezaba a alocarse, afectando cruelmente mi estado de ánimo, pero mis esperanzas eran más bien reducidas. Pero qué diablos, había que intentarlo. Pestañeé para apartar el velo oscuro que volvía a formarse en mis ojos. Mis cegueras momentáneas empezaban a ser más que molestas.

—¿Alguna novedad? —me preguntó Spaw, recostado contra un árbol, con las manos detrás de la cabeza. Pese a su aire comúnmente desenfadado, se tomaba su trabajo de protector en serio y se había empeñado en acompañarme durante mi operación de reconocimiento.

—Está amaneciendo —dije simplemente.

—Ya, eso también se ve desde el suelo —sonrió el demonio—. En fin —prosiguió, levantándose—, ya va siendo hora de empezar a buscar a nuestros desaparecidos.

Enarqué una ceja.

—¿Vamos a buscarlos en pleno día?

—En las cuevas, no hay sol —replicó Spaw—. Y para llegar hasta la cueva por donde han pasado, podemos esperar a que venga la niebla.

Asentí, pensativa. El día anterior, una niebla espesa se había instalado a media mañana y no había vuelto a levantarse hasta la tarde. Cabía esperar que el fenómeno sucedía todos los días.

Oí un crujido de ramas… Syu surgió de un árbol, aterrizó con la elegancia de un gawalt y se dirigió hacia mí a todo correr. Su expresión enseguida me alarmó.

«¡Saijits!», anunció. «Hay saijits que se acercan a nuestra cueva. Bueno, a estas alturas, ya habrán llegado», agregó.

—¿Le ha picado una mosca? —inquirió Spaw, viendo que el mono se empotraba casi contra mí antes de trepar hasta mi hombro.

Hice un gesto para que bajase la voz.

—Saijits —expliqué—. Nos han pillado. O al menos están pasando muy cerca de la cueva. No creo que sea casualidad.

Spaw había fruncido el ceño.

—Regresemos —declaró.

Avanzamos prudentemente por el bosque denso hasta nuestro refugio. ¿Y si eran los Droskyns?, me pregunté, inquieta. ¿Y quién, si no? ¿Podía ser que Maoleth, Kwayat y Askaldo hubiesen sido capturados y que sus secuestradores los hubiesen torturado hasta que revelasen dónde estábamos? Me mordí el labio demasiado bruscamente e hice una mueca de dolor.

«¿Qué aspecto tenían esos saijits?», le pregunté al mono.

«No muy bueno», contestó Syu. «Tenían de esas cosas cortantes que brillan. Espadas», añadió, acordándose de la palabra. «Y uno de ellos tenía una red como la de Skoyena. O más bien como la que nos arrojaron los cazademonios, en Aefna.»

Oí de pronto unos gritos y nos detuvimos en seco. Frundis soltó una nota interrogante, como intrigado por aquel tono nuevo en medio de los serenos sonidos de la mañana.

«Ya veo», contesté.

Tomé una honda inspiración para calmarme. Spaw avanzaba ahora con muchísima más cautela y lo seguí, reforzando mis sombras armónicas.

Empezamos casi inmediatamente a oír unos pasos precipitados y ruidosos que se dirigían directamente hacia nosotros.

—¡Brujería! —ladraba una voz amedrentada y sin aliento.

Nos tiramos detrás de un tronco caído. Apenas unos segundos más tarde vimos aparecer a un gran orco armado de una cimitarra que pasó a unos escasos metros de nosotros sin vernos y desapareció cuesta abajo entre la maleza y los árboles. Más lejos, se oían otros ruidos de pasos a la carrera. Todo aquello era muy extraño…

Cuando llegamos al fin ante la cueva, entendí qué había ahuyentado a los esbirros de Driikasinwat: del agujero emanaba un humo negro compacto que iba adoptando alternadamente la forma de un lobo enorme y de un monstruo parecido a un golem de sombras. Y, por lo visto, todos los enemigos habían huido despavoridos.

Una voz de ultratumba resonó y me paré a medio camino en la cuesta que llevaba a la cueva, lista para dar media vuelta y echar a correr.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Spaw, deteniéndose también.

—Er…

Una terrible carcajada malévola retumbó entre la roca, cortándome la respiración. La carcajada se transformó rápidamente en una risita divertida y, de las sombras espesas, salió mi hermana dando brincos alegres. Nos dedicó una sonrisa traviesa y soltó un gruñido que bien hubiera podido emitir algún enorme monstruo de tres cabezas.

—¡Ha funcionado! —exclamó entonces la voz entusiasta de Chayl. El dedrin surgió de entre las tinieblas, haciendo molinetes desenfadados con su varita de sombras. Murri lo seguía, tendiendo las manos a tientas. Percibí el suspiro aliviado de Spaw.

—¡Ja! ¿Como que no somos capaces de defendernos, eh? —soltó Laygra, muy satisfecha.

Resoplé, riéndome.

—No ha estado mal —reconocí.

Murri, ahora con las manos en los bolsillos, puso los ojos en blanco.

—Nos hemos librado de la avanzadilla. Propongo que nos larguemos de aquí antes de que lleguen los refuerzos.

Asentimos, recogimos nuestros sacos prestamente y nos alejamos todo lo posible de la cueva aun sabiendo que, de esta manera, Askaldo, Maoleth y Kwayat lo iban a tener difícil para reencontrarnos si regresaban… Pero lo cierto era que todos, interiormente, pensábamos que no volverían. Tratando de no interrogarme sobre las razones que habían empujado a esa “avanzadilla” a presentarse ante nuestra cueva, me dediqué a abrir la marcha junto a Spaw, dirigiéndonos hacia el norte. Mis hermanos, que tantos años habían estado en la academia de Dathrun, no parecían haber olvidado la vida salvaje de su infancia y caminaban silenciosamente detrás de nosotros. Chayl cerraba la marcha, varita en mano.

Bajamos la vertiente del monte hasta una especie de collado, donde los troncos, cada vez más próximos, formaban un verdadero laberinto de túneles de madera. Ya habíamos pasado por aquí el primer día, o por un sitio muy parecido, pero en el otro sentido. Ahora teníamos que encontrar un camino que nos llevase hacia el otro monte de la isla. Cuando nos hubimos metido en el laberinto boscoso, solté a Frundis de la espalda para evitar que se chocara contra las numerosas ramas bajas. El bastón me lo agradeció entonando una alegre canción de Ató que yo conocía de memoria por haberla escuchado mil veces en el Ciervo alado. Al percibir la sonrisa burlona de Spaw, me fijé en que mecía la cabeza al son de la música y carraspeé con una mueca cómica.

Estábamos saliendo al fin del intrincado bosque cuando, entre la bruma que había empezado a flotar en el ambiente, distinguimos a tres siluetas. Solté un suspiro de alivio. Eran Kwayat, Maoleth y Askaldo.

—¡Ahí están! —soltó uno de ellos, avanzando hacia nosotros.

—Ya era hora —gruñó Spaw, mientras nos precipitábamos hacia ellos.

Una leve brisa disipó un poco la bruma y nos paramos en seco. No eran Kwayat, Maoleth y Askaldo, sino un par de orcos feos con un humano encapuchado. Éste nos apuntaba con un arco y los otros dos con enormes ballestas.

—¡Por las barbas de Trah! —exclamó el templario, con una mueca dolorida—. ¡Corred!

—No os lo recomiendo —bramó uno de los orcos, avanzándose. En sus ojos, por un instante, brilló un destello rojizo. Detrás de él fueron surgiendo otras siluetas en la bruma. Percibí la luz metálica de una espada. Inspiré hondo, tratando de calmarme como me lo había enseñado Kwayat. No debían capturarnos, pensé con fuerza. Y, discretamente, moví una mano hacia mi cinturón. Resonó una pequeña detonación. Una humareda espesa y opaca surgió de la nada, seguida por gruñidos de sorpresa. Yo misma me quedé impresionada por la eficacia de los granos de humo que me había dado Ahishu. La nube grisácea fue a mezclarse rápidamente con la esfera de sombras que acababa de invocar Chayl. Entrecerré los ojos, agachándome prestamente para evitar cualquier posible virote o flecha.

Aún era tiempo de salvarse.

Eché a correr como un relámpago por la vertiente y me adentré veloz como el Trueno en el bosque más cercano. Ojalá los demás corriesen tan rápido como yo.

* * *

«¿Y ahora qué?», pregunté, haciéndome las garras en la rama en la que estaba sentada.

Syu y yo habíamos subido hasta la cima de un árbol, elegido al azar entre tantos como refugio. Y hacía ya como una hora que agudizábamos el oído, al acecho del más mínimo ruido de pasos. Todo indicaba que ya se habían marchado. Más que tranquilizarme, eso me preocupaba. ¿Y si los Droskyns habían conseguido capturar a uno de mis compañeros? ¿Y si los habían capturado a todos? ¿Qué destino les reservarían? Me estremecía nada más pensar en una posible respuesta. Suspiré, retirando las garras del pobre árbol. Nuestra intención de pasar desapercibidos había fracasado completamente.

«Hay que hacer algo», dije, contestándome a mí misma.

«Me parece una buena idea», respondió Syu con seriedad. «¿Qué tal si vamos a buscar a los demás? A menos que prefieras echar otra carrera», añadió.

«Me temo que no será la última carrera del día, Syu», suspiré, antes de deslizarme entre las ramas, hacia el suelo.

Aterricé silenciosamente, envolviéndome en una esfera oscura y verdosa parecida a los colores de mi entorno. No debía de estar muy lejos de la cueva que había mencionado Askaldo. Al parecer, se trataba de una entrada secreta que había descubierto un agente de Ashbinkhai en la isla. Mientras trataba de convencerme de que todo podía aún arreglarse, avanzaba recorriendo rápidamente el terreno boscoso y empinado. Al cabo, el bosque desaparecía, dejando paso a un paisaje con arbustos y rocas. Sin salir del bosque, fui bordeando la zona despejada, buscando algún resquicio entre la roca de la montaña.

Lo que acabé por encontrar no fue la entrada secreta, sino una cueva enorme cerrada con un gran muro de madera. La puerta estaba abierta y, frente a ella, sentada en una roca, una alta silueta afilaba su hacha, echando de cuando en cuando miradas aburridas a su alrededor.

«Si no encontramos la entrada de la otra cueva, podremos pasar por esa puerta», sugerí.

El mono no pareció alegrarle la idea.

«¿No es algo arriesgado?»

Sonreí a medias.

«Si prefieres quedarte fuera y esperarme…»

El gawalt gruñó.

«Buah. Un gawalt es prudente, pero también solidario.»

Sonriente, seguí mi exploración, dirigiéndome hacia el oeste. La tierra estaba húmeda y trataba de no dejar demasiadas huellas, saltando de rama en rama cuando podía. Estaba recorriendo los árboles cuando, de pronto, distinguí una luz intensa y el ancho mar azul que centelleaba a lo lejos. El bosque se detenía bruscamente, dando paso a un enorme barranco desde el que se veía toda la parte oeste de la isla. Sólo entonces me di cuenta de que había estado subiendo la montaña hasta tal punto que el precipicio ante el que me encontraba se situaba exactamente encima del campamento de los Droskyns.

Aterricé en el suelo con un salto y me agaché, avanzando prudente y sigilosamente hacia el borde. Syu se quedó solidariamente detrás porque tanta altura le provocaba mareo. Cuando estuve a apenas a unos centímetros del vacío, me paré y me dediqué a contemplar la impresionante vista. A lo lejos, se extendía el mar, poblado de islas. Y más allá, creí hasta adivinar las formas vagas del continente. Bajé la mirada hacia el campamento. Era más pequeño de lo que me había parecido viéndolo desde abajo. Había poco movimiento entre las calles desordenadas. Se veían casas y grandes edificios que semejaban almacenes. Dispuestas a igual distancia en el círculo del campamento, destacaban las tres torres. La torre negra, la más alta, estaba muy cerca de la roca de la montaña. Dos arcos grandes y superpuestos, como contrafuertes, partían de la torre y se alzaban hasta tocar el monte, como para sostenerlo.

Estuve a punto de hacer rodar una piedra al vacío y extendí una mano rápida para agarrarla. Me alejé del borde con prudencia y me acurruqué contra un árbol, meditando mis soluciones y jugueteando distraídamente con la piedra. Frundis canturreaba por lo bajo, componiendo una canción, y Syu fisgoneaba por los alrededores. Un plan iba emergiendo poco a poco en mi mente.

A estas alturas, lo más probable era que todos los Droskyns supieran que había extranjeros en su isla. Todas las entradas a los túneles debían estar vigiladas. Según Askaldo, las mazmorras se situaban en el interior de la montaña, cerca de la torre negra, aunque aseguraba que Seyrum estaba encerrado en una habitación de esta torre. Aleria y Akín tal vez se encontraban a una centena de metros debajo de mí. Con este pensamiento inquietante y reconfortante a la vez, me levanté de un bote y rebusqué en mi saco. Syu regresó y me observó con curiosidad coger la cuerda élfica de Dol.

«¿Qué vas a hacer?», me preguntó.

Yo ya estaba plegando la cuerda alrededor de mi antebrazo.

«Por el momento, voy a contar los metros que hace esta cuerda», expliqué.

El mono gawalt ladeó la cabeza pero no comentó nada y se sentó cómodamente en una raíz, bostezando, mientras yo contaba. La cuerda era tan fina que me inspiraba cierta aprensión utilizarla, pero, al fin y al cabo, todos mis compañeros demonios habían cruzado el Trueno sin problemas. La cuerda de ithil era más resistente que una telaraña de narkog, me dije para tranquilizarme.

«Cincuenta metros», anuncié. «Creo que será suficiente. Creo», repetí, visualizándome el precipicio y la torre negra.

Syu, obviamente, no había entendido mis intenciones. Se rascó su pequeña cabeza, confuso.

«¿Suficiente para qué?»

«Para bajar el precipicio», contesté. «Hay un arco superior que parte de la torre y se mete en la montaña. Puedo bajar hasta ahí y luego bajar por el arco… hasta la torre», acabé por explicar.

Era un plan arriesgado, admití para mis adentros. Pero era la mejor y única idea que se me había ocurrido. El mono gawalt me contemplaba de hito en hito, atónito.

«Pero… ¿bajar el precipicio?», repitió. «¿Con una cuerda? Yo… No», gruñó. «Eso no. Los gawalts subimos y bajamos árboles, no montañas.»

Me encogí de hombros y le dediqué una sonrisilla.

«Shakel Borris hace algo parecido cuando sube a la Islamontaña para salvar a la princesa Zamabela.»

Syu resopló ruidosamente.

«No vamos a subir, sino a bajar», replicó.

Mi sonrisa se ensanchó.

«Ya sabía yo que te parecería una buena idea. Esperaremos hasta la noche. No vaya a ser que nos vean. ¿Qué te parece si comemos algo?», añadí, dejando la cuerda a un lado y sacando la poca comida que tenía en mi saco.

Syu suspiró pero evitó comentar nada y atrapó ágilmente el pedazo de pan que le tiraba. Yo me quedé con una parte más generosa, sabiendo que yo era una ternian y él un gawalt, y me quedé también con el queso: a Syu siempre le había repugnado.

A la tarde, estuve observando el precipicio, buscando la mejor rama donde atar la cuerda para bajar hasta el contrafuerte de la torre. Finalmente, me decidí por la rama de un roble robusto y até la cuerda élfica lo mejor que pude. No teniendo nada más que hacer, le propuse a Syu echar una partida de cartas y jugamos al kiengó y al arao hasta que la escasa luz nos impidiese divisar bien las cartas. Estábamos en la última partida cuando una ráfaga de viento se llevó la mitad de las cartas. Me quedé un momento aterrada, preguntándome adónde habrían ido, si entre los árboles o hacia el campamento. Qué idiota, lamenté, guardando apresuradamente las cartas que nos quedaban.

«Es un augurio», bromeó Syu.

Sin embargo, cuando me levanté con la intención de acercarme al roble con la cuerda, el mono perdió todas las ganas de bromear. Me puse a Frundis a la espalda, metí mi saco poco abultado debajo de la capa y tendí la mano hacia la oscuridad. Ahí estaba la cuerda. Tan fina…, me repetí. Me la pasé a la cintura y alrededor de las piernas, haciendo mil nudos.

Allá abajo, en el campamento, se habían encendido las luces y creí distinguir entre el silencio de la noche una melodía lejana de cantos. El cielo ahora estaba oscuro como la tinta de Inán. La Luna y la Vela aún no habían salido.

Di un paso hacia delante tratando de adivinar dónde empezaba el vacío. Cuando lo encontré, me invadió un temor indecible. Traté de sobreponerme e inspiré hondo.

«¿Listo?», le pregunté a Syu.

El mono se colocó sobre mi hombro y yo me mordí el labio, indecisa.

«¿Seguro que quieres venir?», insistí vacilante. «Puede ser peligroso. Tal vez deberías…»

El gruñido del mono me interrumpió.

«Tú ocúpate de bajar con cuidado. Los gawalts no somos cobardes.»

«No es ser cobarde no querer bajar por un precipicio de no sé cuántos metros», le aseguré. «Es más bien una prueba de sentido común.»

El gawalt se encogió de hombros, como diciéndome que eso ya me lo había explicado en su momento. Unas lejanas palabras de Syu me volvieron en mente. “Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer.” Entonces resolví no pensar. Le di la espalda al campamento y me agarré con fuerza a la cuerda.

«¡Asbarl!», lancé, mientras soltaba poco a poco la cuerda de ithil. Temblando, Syu se escondió debajo de mi capucha.

«Con cuidado», me repitió.

25 Caos en la sombra

Respirando ruidosamente, me agarraba a las piedras como un verdadero lagarto, aflojando poco a poco la cuerda para seguir bajando. Mis garras resbalaron al menos tres veces durante la bajada, pero siempre recobré fácilmente el equilibrio, aferrada a alguna piedra sólida. Syu resoplaba cada vez que bajaba demasiado rápido.

«Paciencia», me recordó, temiendo que resbalase y me empotrase brutalmente contra el acantilado. Poco después tuve que recordarle yo misma que tuviese paciencia al sentir que temblaba y me estiraba el pelo, ensañándose en él como para huir del miedo.

Cuando, al fin, llegué a posar los pies sobre el primer arco, me quedaban apenas unos metros de cuerda.

Me senté o más bien me desplomé sobre el ancho arco de piedra, tratando de recuperar el aliento. Mientras la tensión de la bajada se diluía poco a poco, observé, distraída, que lucían muchas estrellas en el cielo. Resoplé otra vez, tratando de no pensar en lo que había hecho y al cabo puse los ojos en blanco. Acababa de empezar el rescate y ya estaba temblando de miedo, me burlé, irónica.

Eché un vistazo prudente hacia la torre. La punta estaba más o menos a la altura de mis ojos. Unos pisos más abajo, se veía por una ventana una habitación iluminada. Miré más atentamente, pero no alcancé a ver ningún movimiento. Aun así, supe que a estas horas la mayoría de los habitantes de aquel campamento aún estarían despiertos. Lo atestaban los cantos que se oían, más abajo. Tal vez tendría que esperar más tiempo, cavilé.

En ese instante, mi mano tocó algo fino que se deslizó en la piedra.

«Una carta», dije, cogiéndola y echándole un vistazo. No se veía nada, pero aun así la reconocí por el pequeño corte que tenía en una esquina. El juego de cartas era de Spaw y a menudo me había preguntado cuántas veces había hecho trampas con ellas. «La llave de oro», le anuncié a Syu. La llave de oro era uno de los mejores triunfos del kiengó. Ojalá todo se arreglase con una llave en la vida real, añadí mentalmente, mientras guardaba la carta.

Me interesé por el arco. Ancho y grueso como un puente, liso como una baldosa, descendía de manera cada vez más notable a medida que se acercaba a la torre. Medité un momento y tomé una decisión. De nada servía esperar más si habían capturado a mis compañeros. Si era lo suficientemente discreta, no resbalaba hacia el vacío y llegaba sana y salva hasta la torre, aún podíamos salir todos de aquella maldita isla con vida. Así que empecé a deshacer los nudos que me ataban a la cuerda élfica. Una vez liberada, me fui deslizando poco a poco por el arco, con las garras sacadas.

Al principio avanzaba lentamente, pero, al inclinarse el arco, empecé a resbalar y usar mis garras para frenar mi caída. El chirrido resultante resonó desagradablemente en mi oído y Syu se tapó las orejas con una mueca descontenta. Mi caída se fue haciendo cada vez más veloz y recé a los dioses, suplicándoles que no me tirasen por encima del arco. Poco después, me empotré contra la roca de la torre y solté un gemido de dolor que acallé casi inmediatamente, deseando con fervor que nadie me hubiese oído.

Me levanté con cuidado y busqué la ventana más cercana. Había una a mi derecha, a poca distancia, y otra encima, a unos cuatro metros. Decidí que la de encima era la más segura. De esa manera, si perdía el equilibrio, al menos me quedaba una posibilidad de sobrevivir si recaía sobre el arco. Además, aquella ventana estaba a oscuras, lo que significaba probablemente que no habría nadie detrás. O al menos nadie despierto, rectifiqué.

Cuando vi que la torre estaba construida con rocas llenas de irregularidades, sentí mis esperanzas subir como una flecha aunque no dejé por ello de ser menos precavida y me envolví con armonías de silencio. Llegué al borde de la ventana con agilidad y, evitando a toda costa mirar hacia abajo, me senté sobre la piedra y me concentré para absorber todas las ondas de ruido. Ojalá hubiese estado Murri ahí para lanzar su sortilegio de silencio, pensé. Al de cinco minutos, decidí que mi sortilegio estaba lo suficientemente bien aun sabiendo que no era cierto y di un puñetazo contra el cristal. Resonó un restallido y me hice daño pese al guante, pero la ventana tenía ahora un ancho agujero. Metí la mano por dentro, esperándome que apareciese alguna sombra por detrás de las cortinas para tirarme hacia el vacío… Pero no: conseguí abrir la ventana y me deslicé en el interior temblando de pies a cabeza.

Todo estaba más oscuro que la boca de un dragón. Me aparté enseguida de la ventana y me sumí entre tinieblas armónicas, por si acaso. Esperé un momento, agudizando el oído, y afortunadamente: al de un minuto, oí un ronquido ruidoso y el sonido de alguien moviéndose sobre un colchón. Me quedé paralizada, preguntándome si aquel ronquido realmente era de alguien o de algún perro enorme… Me sobresalté al oír otro ronquido y meneé la cabeza. Tenía que ser un saijit. Ningún otro animal era capaz de seguir durmiendo después de que un intruso hubiese reventado su ventana y entrado en su cuarto.

Con paciencia, traté de soltar un sortilegio de reconocimiento, pero el perceptismo nunca se me había dado bien. Tan sólo conseguí percibir unos detalles: delante de mí estaba la cama y a mi derecha un bulto enorme que tenía toda la pinta de ser un armario. Ni idea de dónde estaba la puerta.

Con un suspiro inaudible, creé una pequeña esfera armónica y entonces vi unos juguetes tirados en el suelo. Volvieron a oírse ruidos de mantas y sábanas en la parte oscura de la habitación y resonó otro ronquido. La puerta estaba del otro lado. Con precaución, me aproximé a ella evitando los objetos del suelo. Estaba a dos metros de ella cuando choqué contra un saco que emitió un silbido extraño. Disminuí la luz de mi esfera. Esperé unos segundos. Pero el saijit seguía roncando.

Di la vuelta al pomo de la puerta… Cerrada. Enseguida pensé en la sangre de hidra que guardaba en una de las bolsitas de Ahishu, pero no había cerradura en la puerta: estaba atrancada. Eso me llevó a otro pensamiento que me dejó suspensa un rato. Si la puerta estaba cerrada desde fuera, eso significaba que el que dormía en aquella habitación… Me giré hacia el sonido de los ronquidos. Era un prisionero, entendí.

Intensifiqué la luz armónica y esta me enseñó una habitación lujosa, con un armario de madera de tránmur y unos baldaquines con una tela gruesa y roja que me impedía ver al durmiente. Asegurándome de que seguía roncando, aparté la cortina.

«Duerme como un oso lebrín», sonrió Syu, mientras andaba encima de la cama.

Era un saijit viejo, un humano, de pelo gris claro y con cicatrices en la cara. Indudablemente, era un demonio: sobre sus cicatrices, se veían claramente sus marcas negras e incluso tenía una piel anormalmente brillante. Recordé entonces unas palabras de Ashbinkhai: “También secuestró a un anciano que vivía en un pueblo cerca de Mirleria hace dos años”. Tal vez se tratase de ese viejo alquimista capturado por Driikasinwat, razoné.

Tenía los ojos azules.

Cuando me percaté de mi error, deshice mi esfera de luz y me aparté precipitadamente de la cama, seguida de Syu. Percibí un ruido gutural y de pronto un grito estridente que me dejó petrificada:

—¡Guardias! ¡Un asesino! ¡Guardias!

Gruñí y me abalancé sobre la cama.

—Vengo a salvarte —siseé.

Oí un ruido metálico y retrocedí, preparándome para utilizar el polvo de sueño: si aquel anciano no se callaba, no había otra solución que devolverlo a un sueño apacible. Bañé otra vez de luz la habitación y vi al anciano, de pie sobre la cama, con una barra de metal en la mano. Daba golpes contra las cortinas como para amedrentarme.

—Cálmate, buen hombre —le dije con paciencia—. Vengo a salvarte —le repetí.

—¿Salvarme? ¿Yo te he pedido acaso que vengas a salvarme? —El anciano me señaló con su barra de metal—. Márchate. Eres un demonio. Márchate.

Lo observé atónita, no tanto por su reacción, sino por el tono repulsivo que había empleado al utilizar la palabra “demonio”. Nos contemplamos durante unos segundos, pero a mí me parecieron horas.

—No deberías estar despierto —apunté al fin.

Tomé impulso y le lancé en plena cara una buena dosis de polvo de sueño. Me retiré antes de que su barra de metal me alcanzase.

—Malditos… demonios —pronunció el anciano, desplomándose sobre su cama.

—Volveré a salvarte tal vez en otra ocasión —le prometí.

El alquimista me miró con ojos acusadores antes de sumirse en un sueño profundo. Con dulzura, le quité la barra de metal de las manos y volví a cubrirlo con las mantas. Precisamente en ese instante oí un ruido detrás de la puerta y pegué un salto instintivo para esconderme. Mi esfera de luz desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

La puerta se entornó y entró una elfa con una linterna en la mano. Todo su rostro reflejaba preocupación.

—¿Abuelo? —preguntó en voz baja—. ¿Has dicho algo?

Como no recibía respuesta, dejó la linterna sobre la mesilla, apartó las cortinas de la cama y se sentó para comprobar que el anciano estuviese bien. Se inclinó para besar su frente. Respiró. Frunció el ceño. Tocó con un dedo el polvillo blanco que cubría aún el rostro del viejo… Vi su expresión alarmada y me preguntaba si le daría tiempo a correr y llamar a la guardia cuando la elfa cayó de bruces, dormida, junto al humano.

Resoplé, incrédula. ¿Cómo demonios Ahishu había conseguido ese producto tan maravilloso?

Sonriente, apagué la linterna y pasé por la puerta, volviendo a poner la tranca por si las moscas. El pasillo estaba a oscuras, con la excepción de una antorcha que iluminaba los peldaños de unas escaleras que subían y bajaban. Me detuve a unos metros, sumida en las sombras y en mis pensamientos. Si el viejo alquimista estaba en este piso, pensé, ¿por qué no lo estaría Seyrum?

Me dispuse a buscarlo y empecé a abrir todas las puertas con extrema discreción. La mayoría de las habitaciones estaban vacías, pero no todas. En una vi a un niño pequeño durmiendo plácidamente. Eso explicaba los juguetes de la habitación del anciano. En otra vi a un hombre sentado y dormido en su butaca con una pila de papeles en sus rodillas y una linterna semi apagada en su escritorio. Empezaba a decirme que estaba arriesgándome para nada, convencida de que ya no encontraría a Seyrum, cuando topé con una puerta cerrada. Sonreí y saqué una pizca de sangre seca de hidra y la introduje en la cerradura. Como no me quedaba agua en la cantimplora, solté saliva y esperé a ver los efectos: el metal se deformó casi enseguida y, al de un minuto, cuando empujé la puerta, apenas tuve que forcejear para que se abriese.

La sala que se escondía detrás no era un dormitorio. Estaba llena de enormes figuras de cristal de colores azules y verdes. Di un paso cauteloso hacia adelante. Reinaba una luz fría e inquietante. Cuando vi mi reflejo en el vidrio, mi sortilegio armónico se deshilachó y decidí que ya era hora de dar media vuelta… Entonces oí un murmullo distante, como un leve burbujeo, que me intrigó.

Volví a envolverme en armonías y, procurando no mirar mi reflejo, avancé entre las extrañas figuras. Cuando llegué al fondo de la sala, vi algo que me desgarró el alma: hecho un ovillo, dentro de un cubo traslúcido, había una silueta esquelética y temblorosa. El murmullo no provenía de aquella escuálida forma, sino de una especie de ave negra y horrible que acababa de batir las alas y observaba a su futura presa en silencio desde lo alto de un unicornio de vidrio azul.

Titubeante, fui acercándome a la criatura acurrucada que se balanceaba al son de una música interna. Tendí la mano hacia el vidrio que nos separaba y caí de rodillas con las lágrimas en los ojos.

—¿Akín? —sollocé.

El elfo oscuro levantó levemente la cabeza y sus ojos rojos se clavaron en los míos. Pero siguió balanceándose rítmicamente, sin reconocerme.

26 La llamada de la muerte

—Venga, ayúdame un poco —gruñí, mientras avanzábamos a pasos de tortuga iskamangresa. Akín arrastraba los pies y se tambaleaba cada dos segundos: estaba muy débil y una parte de mí, viéndolo así destrozado, se paralizaba de terror. Pero no podía dejarme dominar por el miedo. No ahora.

Llevándolo casi en vilo por los pasillos desiertos, tenía la terrible impresión de que no íbamos a conseguir salir de la torre vivos. El cuervo, negro como nuestro futuro, nos seguía, batiendo las alas en silencio.

Cuando empecé a oír clamor en las escaleras, me detuve en seco, con los ojos muy agrandados.

—Oh no —dejé escapar, aterrada—. Ya vienen.

Habíamos bajado tres pisos, y hasta habíamos conseguido pasar desapercibidos delante de un par de guardias, pero aún quedaban demasiadas plantas para llegar hasta abajo y no era concebible subir por la cuerda élfica con Akín.

Empujé a mi amigo detrás de una figura de piedra que representaba el cuerpo de una diosa sharbí. Los ruidos se acercaban. Y ese maldito cuervo acababa de posarse sobre la cabeza de la diosa. Me entraron ganas de soltarle un relámpago fulminante pero me contenté con espantarlo con Frundis. ¡Que se encontrase otra presa que Akín!

—Deja en paz a mi amigo —siseé, viendo que el ave insistía en quedarse junto a nosotros.

Una luz fulgente comenzó a invadir el pasillo y dejé de preocuparme por el cuervo.

Entonces se empezaron a oír choques de espadas y gritos.

—¡Por Numren! —gritaba uno, en medio del alboroto que se estaba formando.

—¡Vete al infierno! —exclamaba otro.

Ocultándome lo mejor que podía, eché un vistazo por encima del pedestal para ver pasar corriendo a unos saijits armados. Minutos después, justo delante de la estatua, dos elfos oscuros se enzarzaron en una pelea. El más alto llevaba una enorme pica mientras que su adversario, vestido con una cota de malla, manejaba una espada demasiado pesada. Este último no duró mucho. Realizó un ataque demasiado lento y el de la pica lo atravesó violentamente con su arma, como si hubiese estado cavando roca. Me tapé la boca con las manos horrorizada al ver caer al adversario, muerto. Akín seguía balanceándose, inconsciente de todo lo que ocurría a su alrededor. ¿Qué le habrían hecho?, me pregunté pasándome la manga por los ojos húmedos.

La batalla seguía su curso, cruenta y horrible. Cada vez que un saijit entraba en una de las habitaciones, se oían gritos y luego un terrible silencio. Los asesinos ya pasaban a la siguiente planta cuando oí una voz conocida que se desgañitaba:

—¡No los matéis si no se resisten! ¡No los matéis! ¿Me habéis oído, panda de asesinos? ¡No actuéis como ellos!

Era Askaldo. Me levanté de un bote y casi me choqué contra el codo de la diosa. Me precipité fuera del escondite y vi al elfocano, con su larga capa roja, empuñando una espada. Y también vi, a su espalda, a un ternian que, con una sonrisa torva, sacaba un puñal.

—Draven —dijo Askaldo sin mirarlo—. Controla a nuestros hombres de las plantas de abajo. Y yo que creía que esos mineros no serían capaces de enfrentarse a los hombres de Driik. Mawer. Temo que estén perpetrando una matanza.

—Enseguida, mi señor —contestó el ternian con una voz melosa.

Draven alzó su puñal contra el cuello de Askaldo. Pero no llegó a asestar el golpe porque en ese momento me abalancé sobre él, bastón en mano. El ternian se apartó en el último instante para evitar el bastonazo y gritó:

—¡Nos atacan!

Se precipitó hacia mí, dando la impresión de que estaba protegiendo a Askaldo. Con una mueca de asco, posicioné el bastón. Las notas bélicas y macabras de Frundis me invadieron la mente.

—¡Askaldo! —exclamé—. ¡Este granuja ha intentado asesinarte!

Con el rabillo del ojo, percibí la expresión confusa del elfocano. Entonces vi otra sombra acercarse peligrosamente a su espalda y desesperé.

—¡Detrás de ti! —chillé.

El segundo asesino le dio un tajo que desgarró su capa, pero el elfocano se había apartado lo suficiente como para no ser herido de muerte y levantó su espada, listo para luchar. Desconcentrada por aquella escena, no me había dado cuenta de que Draven había sacado su propia espada y di un bote hacia atrás para evitar su estocada. Syu subió temblando sobre mi cabeza para dedicarle al ternian un ademán insultante.

«Frundis, ¡adelante!», solté.

Ataqué, pero Draven resultó ser un buen luchador. Tenía mucha más fuerza que yo pero yo era más rápida. Tras una serie de golpes relámpago contra sus brazos y sus piernas, lo oí sisear una maldición. Por lo visto, no se esperaba a que una ternian tan joven le supusiera tantos problemas. Sus ojos relampaguearon de ira y embistió ferozmente contra mí, blandiendo su espada, con la clara intención de acabar conmigo una vez por todas. La lucha se reanudó. En mi interior, estaba paralizada de horror. Pero mis músculos respondían prestamente, siguiendo las lecciones del maestro Dinyú. No podía flaquear. Y, con ese constante pensamiento en mente, paraba cada una de las estocadas mortales, devolvía los golpes y saltaba tan ágilmente como me lo permitía la anchura del pasillo.

Mi Sreda decidió desestabilizarse en aquel momento y mi visión se cegó parcialmente. Resoplé y di un salto para atrás, parando un ataque a ciegas. Parpadeé, azorada, haciendo danzar el bastón entre mis manos. Alcancé a divisar la sombra borrosa de mi adversario. Entonces, con la brutalidad de un troll y la rapidez de una serpiente, el traidor agarró a Frundis. Me lo habría quitado de las manos si en aquel instante este no hubiese multiplicado su ataque musical por cien, llenándonos a ambos la mente con una música atronadora. Nos tambaleamos y soltamos el bastón, jadeantes.

—Brujería —vociferó Draven.

Me repuse enseguida, conteniendo la Sreda como pude, pero el ternian ya había dado una patada al bastón para dejarlo fuera de mi alcance. Syu soltó un gemido y Draven se carcajeó incrédulo al verme tomar una posición de har-kar.

—¿Realmente crees que vas a poder luchar sin armas?

Puso los ojos en blanco y avanzó hacia mí. Por un momento, pensé utilizar las armonías, pero la desesperación me convenció de que unas ilusiones no me servirían de nada contra una espada real. Entonces recordé que, escondida en una bota, tenía la daga que me había dado Maoleth… Traté de no pensar en lo ridícula que era mi arma en comparación con la espada larga de mi adversario y, con un gesto rápido, la empuñé. Retrocedí precipitadamente, lejos del ternian… Y choqué contra el cadáver de un demonio.

—¡Askaldo! —exploté—. ¡Ayuda! ¡Akín!

Pero el elfocano seguía luchando con el otro traidor. Y Akín, escondido detrás de la estatua, no parecía enterarse de nada. Pestañeé, apartando el velo oscuro que se me formaba otra vez en los ojos. Intenté calmar la Sreda con suma dificultad. Toda esperanza me había desertado.

De pronto, un cuervo graznó. Cruzó el pasillo a gran velocidad y bajó en picado sobre el ternian, atacándolo a picotazos.

—¡Brujería! —repitió Draven con una exclamación, cubriéndose el rostro con un brazo y agitando torpemente la espada para acabar con el ave.

Pero el cuervo resultó actuar con inteligencia, atacando al ternian de manera que este retrocedió, distanciándose de mí. Sin pensarlo dos veces, me envolví en armonías y eché a correr hasta alcanzar a Frundis. Me acerqué demasiado a Draven… El ternian acababa de dar un puñetazo al cuervo, quien soltó un graznido de dolor, alejándose y dejando un rastro de plumas negras por el suelo. El asesino me sonrió con fiereza, cortándome el paso. Tenía varias heridas en la cabeza, de las que corrían hileras de sangre.

—Vas a pagármelo.

Entorné los ojos, asiendo el pequeño saco lleno de polvo de sueño. Lo abrí y se lo lancé con todas mis fuerzas. Lo recibió en plena cara. Una expresión de sorpresa pasó fugitivamente por su rostro. Reponiéndose, intentó abalanzarse sobre mí, creyendo probablemente que le acababa de soltar algún hechizo. Pero antes de que me alcanzase, sus ojos se volvieron vidriosos.

—No… —pronunció.

Resonó un restallido metálico cuando la espada se deslizó de su mano y fue a caer en el suelo. Suspiré de alivio al ver al gran ternian desplomarse ante mí y retrocedí unos pasos, prudente. Me agachaba para recoger a Frundis cuando sentí un dolor lancinante atravesarme todo el cuerpo y remontar hasta mi mente como una explosión repentina. Confusa, asombrada, bajé lentamente los ojos hacia mi vientre y tanteé mi espalda con una mano torpe. Un virote de ballesta. Un virote se había clavado en mi costado. Oí un ruido gutural y levanté unos ojos pasmados hacia Askaldo, quien acababa de resurgir después de su combate. Me miró un segundo, horrorizado, antes de precipitarse hacia mí. Siguió corriendo una vez que me hubo alcanzado. Muda y boquiabierta, dejé caer mi daga y me apoyé sobre Frundis. Lentamente, me giré para ver al elfocano entablar una lucha a muerte contra un orco negro que acababa de soltar su ballesta y blandía su hacha. Jamás había visto a un orco tan grande, pensé, aturdida.

Me fui deslizando poco a poco sobre la piedra fría. Una niebla espesa y cada vez más oscura velaba mis ojos. Syu se aferraba a mi cuello, sin poder pronunciar palabra. Frundis estaba silencioso como una tumba.

«Frundis, lo siento», dije, con las lágrimas en los ojos. «Creo que vas a necesitar a otro portador.»

«Jamás», contestó él con una negativa rotunda de violines precipitados. «Te curaré yo con mi música.»

Me tumbé, con la mente anegada por el dolor. Sentí en mi boca el sabor de las lágrimas y respiré entrecortadamente, rehuyendo instintivamente de las olas de oscuridad que amenazaban con ahogarme. Empuñé más firmemente a Frundis para que no se me escapara y me dejé llevar por su música tranquila y apacible. Con un último esfuerzo mental, comuniqué estos pensamientos a mis leales compañeros:

«Gracias, Frundis. Gracias, Syu.»

Lo último que vi, antes de sumirme en la inconsciencia, fueron los ojos negros del cuervo y las pupilas rojas de Akín. Ambas miradas reflejaban una profunda tristeza.

Agradecimientos

Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.

Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.

No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.

Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:

Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)

¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.

Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.

Pequeño glosario

Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.

Primer tomo

Saijits
Un saijit es un grupo creado arbitrariamente que contiene las razas humanoides siguientes: belarco, caito, enano de las cavernas, enano del bosque, elfo oscuro, elfo de la tierra, elfocano, faingal, gnomo, humano, mediano, mirol, nurón, orco negro, orco de las marismas, orquillo, sibilio, ternian, tiyano. En la Tierra Baya, los saijits viven una media de 120 años.
Portal funesto
Entrada que comunica los Subterráneos con la Superficie.
Días de la semana
Hay seis días en una semana: Jabalina, Drusio, Lubas, Garra, Ventisca, Muérdago.
Meses
Hay doce meses de treinta días en un año. En primavera: Tablonas, Riachuelos, Gorgona. En verano: Ciervo, Musarro, Amargura. En otoño: Espina, Osuna, Vidanio. En invierno: Coralo, Saniava, Puertos.
Pagodas
Las Pagodas son unos centros de aprendizaje en Ajensoldra. Generalmente, todos los niños de seis a doce años reciben ahí una educación básica. Se los llama los nerús. Más allá de los doce, quedan los que pretenden formarse como celmistas, Centinelas, etc. A partir de ahí, un pagodista pasa por los rangos de snorí, kal y cekal. El rango de los orilhs está reservado para los que han cumplido los Años de Deuda y han sabido forjarse una reputación.

Segundo tomo

Energías
Hay dos grandes tipos de energías: las dársicas y las asdrónicas. Las dársicas son energías que siempre están presentes, son naturales e intrínsecas: el jaipú, el morjás y el pairás son las tres energías dársicas más conocidas. Las energías asdrónicas son energías creadas —sea por celmistas, sea por fenómenos naturales—. Estas son mucho más numerosas. La bréjica, la órica, la brúlica, la esenciática, la mórtica, etc. son energías asdrónicas.
Apatismo
Un apático es una persona, generalmente un celmista, que llega a consumir su tallo energético por completo y sufre una perturbación mental, sea temporal o crónica.

Tercer tomo

Nigromancia
La nigromancia es el arte de modular el morjás de los huesos. Un sortilegio nigromántico genera energía mórtica. Un esqueleto muertoviviente está lleno de energía mórtica. Los nakrus, los liches y los esqueletos ciegos son capaces de regenerarse solos a partir de sus propios huesos.

Tomo cuarto

Demonios
Los demonios saijits son saijits cuya Sreda ha sufrido una mutación. En el mundo de los demonios, existen comunidades de las cuales algunas son dirigidas por demonios que llevan el título ancestral de “Demonio Mayor”. Los táhmars son demonios que no pueden volver a su forma saijit, contrariamente a los yirs. Los kandaks o sanvildars son demonios que han perdido totalmente el control de su Sreda y han sufrido una perturbación mental brutal.

Tomo quinto

Ajensoldra
Ajensoldra tiene seis ciudades principales: Aefna, Kaendra, Belyac, Agrilia, Neiram, Yurdas y Ató.
Aefna
Aefna es la capital de Ajensoldra, situada al oeste. Ahí viven la mayoría de las grandes familias de Ajensoldra (los Ashar, los Nézaru, entre otros). La Plaza de Laya divide la ciudad de sureste a noroeste, separando el Templo, los palacios y el Palacio Real del casco viejo y del Santuario.

Tomo sexto

La Niña-Dios y el Niño-Dios
Por una duración de aproximadamente cuatro años, son elegidos dos niños del pueblo, de menos de catorce años, para convertirse en Niña-Dios y Niño-Dios, que son máximos representantes de la religión eriónica. Mientras la Niña-Dios vive en el Santuario de Aefna y cumple una función más volcada hacia los peregrinos y los sacerdotes, el Niño-Dios tiene que realizar viajes entre las ciudades de Ajensoldra pero durante la mayor parte del tiempo vive en el Palacio Real de la capital. Ambos deben imperativamente asistir a las grandes ceremonias del Templo de Aefna.
La Pagoda de los Lagartos
Esta pagoda, ubicada cerca de la ciudad de Kaendra, es considerada como una reliquia, ya que está protegida por un sortilegio muy antiguo que la vuelve invisible de lejos.

Tomo séptimo

Cofradías
En la Tierra Baya, las cofradías son numerosas. Las más importantes son la cofradía de los Sombríos, los Monjes de la Luz, los raendays, los Dragones, los Mentistas y los legendarios. Estas se extienden tanto en la Superficie como en los Subterráneos.
Religiones
En los Subterráneos, las dos religiones más extendidas son la etísea y la káubara. En la Superficie, predominan las religiones sharbí, eriónica, cebaril y húwala.

Tomo octavo

Los Pozos
Los Pozos son lugares encerrados donde los demonios aprisionan por seguridad a los kandaks, demonios convertidos en bestias por haber perdido totalmente el control de la Sreda. El más conocido es el Pozo de Uzahar, situado en las Llanuras del Fuego.
El Bosque de Hilos
Al contrario que otras regiones, donde la repartición de las razas es muy aleatoria, el Bosque de Hilos está mayoritariamente poblado de elfos de la tierra y de elfocanos. Los pueblos suelen comerciar con el Cinto del Fuego y con Éshingra, y raramente con Ajensoldra. De todos los pueblos de los Reinos de la Noche, Mythrindash es la ciudad que más relación tiene con Ajensoldra y por ello también la que posee una importante población de elfos oscuros.

Fin del tomo 8, Nubes de hielo, página del proyecto