Ficha del tomo : Historia de la dragon huérfana

Tomo 5, Historia de la dragon huérfana, Ciclo de Shaedra —versión del 10/06/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es

Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).

Proyecto iniciado en el 2012.

Tomos del Ciclo de Shaedra

  1. La llama de Ató
  2. El relámpago de la rabia
  3. La música del fuego
  4. La puerta de los demonios
  5. La historia de la dragona huérfana
  6. Como el viento
  7. El alma Sin Nombre
  8. Nubes de hielo
  9. Oscuridades
  10. y seguirá…

Prólogo

—Habría que tomar una decisión ya —decía una voz—. No podemos esperar más. Quedan tan sólo seis días para el plazo. ¿Qué va a hacer?

Los pasos se acercaban por el pasillo. Debían de ser al menos dos personas. El ruido de sus botas resonaba en la cárcel de Ató en el lúgubre día de otoño.

Lénisu, con los ojos abiertos en la oscuridad, prestó atención e intentó pillar la respuesta del otro, pero ese otro no dijo nada o habló tan bajo que él no pudo oírlo.

Al llegar junto a la puerta de su celda, las personas se detuvieron y el ruido de sus pasos murió. Se oyó el tintineo de un manojo de llaves y al fin el sonido de una llave girando en la cerradura. Como hacía horas que no oía un ruido tan cercano, Lénisu se sobresaltó ligeramente. Un recuerdo oscuro y remoto de los Subterráneos despertó en su memoria y él sacudió la cabeza, inspirando hondo. Le bastaron unos segundos para reponerse y sonrió entonces sarcásticamente ante su reacción. Él, al que llamaban Sangre Negra y capitán Botabrisa, estaba aterrado por el ruido de una puerta que se abría. ¿Quién lo hubiera imaginado?

—Señor Háreldin —dijo la voz firme del Mahir al entrar en la cómoda celda en la que residía Lénisu desde hacía ya un mes.

—Señor —contestó formalmente Lénisu, sin levantarse y sin mirarlo apenas.

Gudran Sófterser era Mahir desde hacía ya casi quince años. Cada vez que se proponía cambiar de Mahir, una mayoría aplastante apoyaba la reelección de Sófterser. El Mahir inspiraba un gran respeto. Era trabajador, justo y en el último año había tenido unos cuantos encontronazos con el nuevo Dáilerrin, Eddyl Zasur, el cual, sin embargo, caía bien a buena parte de la población por su casticismo y su manía de dar privilegios a los habitantes de Ató que pagaban contribuciones con respecto a los que no los pagaban. Pero Lénisu no veía en qué esas disensiones podían beneficiarle. Lo cierto era que no había muchas cosas que podía hacer encerrado como estaba en una celda día y noche, a menos que aprovechase aquel momento para intentar escapar sin que el Mahir, su acompañante y el carcelero lo oyeran o lo vieran… una tarea imposible, desde luego.

El acompañante del señor Sófterser posó una lámpara en la mesilla y la encendió de modo que la celda se iluminó. Lénisu lo reconoció enseguida: los Sombríos lo llamaban Ánfora porque solía tener una memoria impresionante para acordarse de ciertos detalles que pasaban desapercibidos para la mayoría de la gente. Lénisu nunca había hablado con él, pero había oído hablar de él. Decían que era un solitario y que había cumplido misiones verdaderamente excepcionales. En aquella época, Lénisu no había querido indagar más acerca de ese personaje, ya que tenía, por entonces, otros problemas más importantes que el de satisfacer su curiosidad. Pero ahora que lo tenía delante, le asaltaban preguntas sobre ese elfo oscuro pequeño y delgado que parecía más un niño que un adulto a pesar de que era mayor que Lénisu.

Lénisu no se inmutó, sin embargo, al reconocerlo. Y Ánfora le sostuvo la mirada durante unos segundos, impasible, antes de girarse hacia el Mahir con clara sumisión y respeto. Lénisu reprimió una sonrisa. ¿Cómo había hecho Ánfora para llegar a ser acompañante del Mahir? ¿Y cuál era el objetivo de Ánfora al buscar la confianza del Mahir? Seguramente no el de salvar a un inútil capitán de la soga. Y esta vez Lénisu sonrió sombríamente.

—Levántate, prisionero —ordenó el carcelero con una voz autoritaria que no le pegaba nada—. El Mahir ha entrado en tu celda. Debes saludarlo como es debido.

Lénisu enarcó una ceja y, lentamente, se levantó. Su pierna ya se había curado completamente y sólo le quedaba una larga cicatriz en el tobillo como recuerdo de su desgraciado encuentro con los mercenarios. Y seguía sin haber visto a Hilo una sola vez todas esas semanas, recordó con pesadumbre.

Levantó la cabeza y sonrió a las tres personas sin mostrar la más mínima sumisión a un Mahir que le estaba robando su espada.

—Hola, ¿qué hay? —soltó. Pese a su tono tranquilo, se tenía que ver a cien leguas que estaba ansiando enterarse de las noticias que seguramente le traían.

El Mahir lo escudriñó durante unos segundos en silencio y luego hizo un gesto hacia el carcelero y Ánfora:

—Gyewel, Dansk, por favor, dejadme a solas con él.

¡Dansk!, se repitió Lénisu, frunciendo el ceño. Si bien recordaba, ese era su nombre real. A menos que no lo fuera, reflexionó, confundido. Pero si lo era, ¿podía ser que Ánfora fuera en realidad un espía del Mahir en la cofradía de los Sombríos? Todo podía ser. Y como hacía tiempo que Lénisu no estaba al corriente de las cosas que pasaban en la cofradía, podía perfectamente haber sido declarado traidor, paria o algo por el estilo… O bien seguía siendo un sombrío. O bien el propio Mahir era un sombrío, meditó Lénisu, divertido al pensar en todas esas posibilidades.

Cuando el carcelero y Dansk hubieron salido, el Mahir puso cara paternal e hizo un gesto afable con la cabeza.

—Siéntate. No quisiera que sufrieras por tu pierna.

Lénisu se sorprendió por ese tono paternal que enseguida lo irritó.

—Mi pierna está bien, gracias —contestó—. Llevo un día entero tumbado.

El Mahir lo miro con interés.

—¿Y qué hacías?

—¿Hacer? —replicó Lénisu, con extrañeza. Y sonrió—. Estaba pensando. Aunque dicen que los prisioneros que más piensan son los que acaban locos más rápido.

El Mahir, con las manos en la espalda, sonrió a su vez. Su rostro algo mayor reflejaba todos los años de experiencia que llevaba a cuestas, sus años de Centinela, sus años de Guardia, de gerente, de Mahir… Y Lénisu no podía sino respetar a ese personaje aunque lo estuviera reteniendo en unos pocos metros cuadrados contra su voluntad.

Tenía ojos rojos, como muchos elfos oscuros, pero de un color rojo pálido que se confundía casi con el rosa. Se miraron durante varios minutos en silencio hasta el punto en que Lénisu se preguntó si realmente lo que se decía sobre la eficacia y diligencia del Mahir era cierto. Él no tenía nada que decirle al Mahir… salvo quizá hacerle algunas preguntas. Pero el Mahir había venido ahí para anunciarle algo, no para contestar a sus preguntas, ¿verdad?

Enarcó una ceja, y tras otro minuto de silencio, miró al Mahir con cara interrogante. Pero como este seguía mirándole como si esperase a que le dijera algo, Lénisu sonrió brevemente, molesto, e inclinó burlonamente la cabeza.

—Ha sido un placer pasar un rato de pie con usted, señor Sófterser. Ahora, si no es mucha molestia, le voy a dejar en este rincón y yo me iré en su lugar…

—Sabes muy bien qué estoy esperando —le interrumpió el Mahir tranquilamente—. Y tengo varias razones por las que me vas a decir lo que quiero.

—Ajá —meditó Lénisu, frunciendo el ceño. Hizo una mueca y le volvió a mirar a Mahir—. Y esas razones, ¿cuáles son?

El Mahir hizo un gesto hacia la cama y Lénisu asintió.

—Por favor, siéntese —soltó muy educadamente como si le estuviese invitando a sentarse en su butaca real en lugar de en una cama que no era ni suya.

El Mahir se sentó y frunció el ceño como si no le agradase mucho el colchón.

—Bien —dijo—. Entenderás que ya no soy muy joven y que a veces me viene bien descansar un poco. El reuma no me deja en paz —añadió cansadamente.

Lénisu abrió la boca, pensativo, y soltó:

—Er… Lo lamento.

—Sí. Y yo todavía más, pero así es la vida. —Sonrió—. Cuando era joven, recuerdo que dije una vez: “si llego a viejo no me importará tener reuma ni sufrir la vejez porque eso significa que habré vivido tanto como debería vivir todo el mundo”.

Lénisu enarcó una ceja.

—Unas palabras muy filosóficas —apuntó, prudente.

—Lo son —concedió el Mahir—. Pero en aquel momento no me daba cuenta de que en realidad ser viejo sólo significa que has envejecido. No significa mejorar. Sólo los sabios mejoran.

—Esas palabras parecen bastante sabias —observó Lénisu, arrimándose al muro de la celda, con un suspiro casi inaudible.

—La sabiduría quizá sea algo muy fácil de entender —dijo el Mahir, sacudiendo la cabeza—. Pero no lo parece por cómo anda el mundo hoy en día. —Miró a Lénisu de hito en hito—. Me gustaría que contestaras a esta pregunta: ¿qué es lo que no hace el sabio?

Lénisu lo miró, asombrado. ¿A qué venía esa pregunta? ¿Por qué tanta conversación filosófica? No podía negar que le venía bien hablar un poco, después de tanto silencio, pero si el Mahir pretendía salir de ahí dejándole sin haberle dicho nada realmente interesante hubiera preferido que se marchara ya.

—¿Quiere… que le conteste a su pregunta, eh? —comentó Lénisu.

—Sí. Y quiero una respuesta inteligente.

—Un sabio —meditó—. Un sabio… evita hacer todo lo que le pueda hacer infeliz.

—Cierto —sonrió el Mahir—. ¿Y qué le puede hacer infeliz?

—¿Esto tiene algo que ver con el Sangre Negra, los Gatos Negros y todas esas estupideces?

El Mahir juntó pausadamente sus manos sobre el regazo.

—Es una pregunta que tiene que ver contigo puesto que vas a contestar a ella.

Su tono había cambiado ligeramente. Lénisu sabía que el Mahir esperaba algo de él y que quería tenderle una trampa sutil que él no acababa de entender. Así que se esforzó por ser prudente y evitar las respuestas que el Mahir quería obtener para no seguirle el juego.

—El sabio —repitió Lénisu tomando una postura de pensador—. ¿Qué le hace infeliz? Quizá su sabiduría.

—¿Y qué, en su sabiduría, podría hacerlo infeliz? —preguntó el Mahir, sin pestañear.

Lénisu estuvo cinco minutos pensando, en silencio. Pero no pensaba en la pregunta, sino que intentaba entender la manera de pensar del Mahir. ¿Por qué de repente había venido a verle? ¿Qué había pasado? ¿Por qué de pronto se habían acordado de él? ¿Qué les había sucedido a los de la expedición? ¿Qué le había pasado a Shaedra? ¿Acaso habían tenido malas noticias?

Al cabo de los cinco minutos, Lénisu sonrió, irónico.

—No puedo saberlo, yo no soy ningún sabio.

El Mahir sacudió la cabeza, algo irritado.

—No estás contestándome a mis preguntas. Sabio puede ser aquel que ayuda a sus semejantes para que ellos le ayuden a su vez en lo que puedan.

—Eso es alguien interesado —le corrigió Lénisu, encogiéndose de hombros.

—No lo es —retrucó el Mahir—. Ese sabio ayuda a su prójimo por amor. No por interés.

—Si el prójimo no le correspondiese con amor, el sabio verdadero no haría nada por este —dijo Lénisu—. El sabio siempre es alguien interesado. Como todos, salvo los locos.

—Así que tú no eres alguien interesado —observó el Mahir tranquilamente.

Lénisu reprimió una sonrisa burlona.

—No. No tengo ningún interés en nada, puesto que estoy loco —asintió—. O al menos lo estaré si me dejáis aquí encerrado más tiempo.

—Hay quienes dicen que todos los sabios están locos.

—No veo adónde quiere venir a parar, señor Sófterser —dijo Lénisu cruzándose de brazos—. Esta conversación podría convenir a una Pagoda o incluso a una taberna, pero no pinta nada en una cárcel. Si tiene algo que decirme, no se ande con más rodeos. Si tiene que decirme que, a pesar de la expedición, me va a ahorcar, me parecerá una conversación más apropiada en una cárcel que reflexionar sobre la felicidad o infelicidad de los sabios.

—Te estás poniendo nervioso —observó el Mahir, sonriendo. Sus ojos brillaron de picardía y Lénisu carraspeó, algo exasperado por haber mostrado que efectivamente estaba demasiado impaciente por saber lo que realmente le quería decir el Mahir como para mantener una conversación improductiva con un hombre que quizá acabaría observando cómo le pasaban la soga al cuello. El elfo oscuro se levantó más rápido de lo que se había sentado y habló—: Te hablo de sabiduría porque pienso que tú podrías ser alguien honrado si lo desearas. La honradez es una característica principal de la sabiduría.

—Entiendo —dijo Lénisu, con una carcajada—. Está usted dándome una lección moral, ¿verdad?

—Algo así.

—¿Es… así como una confesión antes de la muerte? ¿Es lo que se lleva por aquí? La verdad, nunca supe muy bien cómo proceden los eriónicos cuando van a sentenciar a un criminal.

El Mahir lo observó fijamente.

—Estás asustado. Temes morir.

Lénisu ladeó la cabeza.

—Sí —contestó—. Naturalmente. ¿Quién no teme morir?

—Los locos, quizá.

Lénisu tuvo una media sonrisa.

—Entonces, me alegra saber que yo no estoy loco. ¿Para cuándo van a deshacerse de mí?

El Mahir frunció el ceño y asintió para sí.

—Mañana.

Lénisu, aun cuando llevaba preparándose a ello desde hacía varios días, se puso lívido y apoyó una mano contra el muro, sintiendo que se le ponía la mirada borrosa.

—Está bien —dijo, sin embargo—. Me deja poco tiempo para idear un plan de evasión —añadió. Pero su broma sonó débil y poco convincente.

Pero el Mahir negó con la cabeza.

—No te hará falta un plan de evasión. Partirás mañana hacia las Hordas, escoltado por diez de mis hombres, más tres mercenarios. Te canjearemos por los que han secuestrado.

Lénisu lo miró boquiabierto.

—¿No me van a matar?

—No, a menos que intentes huir.

—¿Un canje, ha dicho? —farfulló, aturdido.

—Sí. Los Gatos Negros han secuestrado a las personas de la expedición que iba en busca del supuesto verdadero Sangre Negra. Estuvimos varias semanas sin noticias, hasta que llegó una nota a mi despacho, cerrada con el sello de los Gatos Negros.

—¡Shaedra! —exclamó Lénisu, adelantándose de repente.

El Mahir, sin embargo, levantó una mano imperiosa.

—Atrás. Soy el Mahir, no puedes tocarme.

—¿Shaedra también ha sido secuestrada?

—Todos lo fueron —asintió él.

Lénisu parpadeó y recordó una cosa que había dicho el Mahir. La carta…

—¿El sello de los Gatos Negros? —repitió—. ¿Qué es ese sello?

El Mahir frunció el ceño, como intentando recordar.

—Era la forma de un gato… No recuerdo cómo estaba… sentado, o quizá de pie…

Lénisu vio venir su mezquina trampa. ¿Cómo no podía estar seguro el Mahir de cómo era el sello de los Gatos Negros? Tan sólo esperaba que Lénisu desvelara sus conocimientos sobre los Gatos Negros.

—Un gato —repitió—. ¿Rojo?

Reprimió una sonrisa y el Mahir puso los ojos en blanco.

—Negro.

—Por supuesto —dijo Lénisu, asumiendo su papel con total naturalidad—. Y los Gatos Negros esos quieren intercambiar a los prisioneros y me quieren a mí… Realmente no lo entiendo. Como ya he dicho, que yo sepa, ningún Gato Negro me conoce ni yo les conozco a ellos. ¿Por qué querrían liberar a un desconocido?

El Mahir se encogió de hombros.

—Como ya he dicho, tú podrías ser una buena persona. Si realmente eres el Sangre Negra, no hagas nada que pueda deshonrarte durante el canje.

—El Sangre Negra —repitió Lénisu, sarcásticamente—. Esta sí que es buena. ¿Cómo voy a vivir como un sabio si me honran con nombres que no son míos? Al final acabará usted convenciéndome de que soy ese tal Sangre Negra. —Sonrió.

El Mahir lo miró con gravedad.

—La vida de nuestros guardias está en peligro. Dun, Sarpi, así como… la hija de los Ashar. Es amiga de tu sobrina. Si realmente tienes corazón, y tienes poder para dirigir a esos Gatos Negros, diles que paren y no vuelvan a estorbar nunca más el Paso de Marp y que se entreguen a Ató. Recibirán un castigo menor que el que recibirán los que no se entreguen. Diles eso.

—Los Gatos Negros… Ya. Intentaré decírselo si no me arrancan el pescuezo antes. Aunque, quizá necesiten a un buen cocinero después de todo —dijo Lénisu, pensativo—. Señor Sófterser, quisiera saber una cosa más. El hombre que me acompañaba cuando me atacaron tus mercenarios… ¿qué ha sido de él?

Los ojos del Mahir lo observaron durante unos instantes.

—Ha sido liberado —contestó al fin—. No hemos podido probar nada contra él.

Lénisu soltó una risa nerviosa.

—Y además, no tenía ninguna espada interesante, ¿verdad?

El Mahir frunció el ceño.

—¿No querrás hablarme más de esa espada, por casualidad? —preguntó con sarcasmo.

Lénisu levantó las manos como para protegerse.

—Sería incapaz. Como ya le he dicho, esa espada es un regalo, no la he robado, y no soy ningún experto en reliquias. No puedo ayudarle.

—Y aunque lo pudieras, no lo harías, ¿eh? —replicó suspirando el anciano—. No importa, sé condenadamente más que tú sobre reliquias. He terminado —declaró, golpeando la puerta con la aldaba para que le abriera el carcelero—. Ahora, compórtate como un buen chico durante el viaje y diles a tus compañeros que no se metan en líos.

—No me va a devolver la espada, ¿eh? —preguntó inútilmente Lénisu, mientras la puerta se abría y aparecían el carcelero y Ánfora. Se notaba cierta tristeza en su tono.

—Me sorprende tu pregunta —repuso el Mahir—. Esa espada pertenece a Ajensoldra. Señor Háreldin —soltó, al despedirse.

—Señor Sófterser —contestó Lénisu con un movimiento rígido de cabeza.

A Ajensoldra, pensó, irónico mientras la puerta volvía a cerrarse. Le costaba creer que el Mahir no intentaría quedársela.

En el cuarto volvió a reinar un silencio profundo y Lénisu se volvió a acostar en la cama. Bien, se dijo, suspirando. Al menos estaba claro que los Gatos Negros que habían enviado el mensaje con el sello no podían ser los bandidos que se llamaban falsamente Gatos Negros y que iban asaltando los caminos de las Hordas. No podían serlo, a menos que el mundo se hubiese vuelto loco y que unos crueles bandidos ayudasen sin conocerlo a un pobre hombre encarcelado injustamente.

1 La cueva de los pensamientos

Desperté por el trueno que acababa de retumbar en el valle. Fuera de la cueva, se oía más que se veía la lluvia que caía estruendosamente.

Syu había pegado un salto y se había aferrado a mi cuello, asustado.

«Tranquilo, Syu», le dije. Pero yo también percibía esa tensión en el aire que provocan las tormentas. Aleria había dicho una vez que las tormentas en las Hordas eran mucho más peligrosas que en Ajensoldra porque iban cargadas de energía brúlica en bruto además de electricidad. Y Frundis me había cantado una vez un romance sobre un pastor que, dolido por la indiferencia de su amada, perdía la vida por un rayo al subirse a un montículo, y la joven, a la mañana siguiente, encontraba al pobre pastor en medio de su rebaño y se echaba a llorar desconsoladamente.

Resonó otro trueno y sentí que Syu se agarraba más. Suspiré.

«Syu, ¡no me estrangules!», protesté.

El mono gawalt gruñó.

«No te estrangulo, qué ideas. Es sólo que… a mí esto no me gusta.»

Echó una ojeada rápida hacia la entrada de la cueva y luego volvió a taparse con la manta, dejando de agarrarse a mí y poniéndose en bolita a mi lado.

«Me pregunto cuántas horas quedan para que amanezca», reflexioné.

«¿Amanecer?», resopló el mono. «¿Y quién te dice que no ha amanecido ya? Todo está igual de oscuro siempre.»

Sonreí.

«Hoy estás un poco pesimista.»

«Porque me aburro», replicó el mono, con tono gruñón. «Y porque hay truenos.»

«Pídele a Frundis que te cante algo», le propuse.

«Está durmiendo», dijo Syu. «Además, cuando truena siempre toca la Canción del trueno y tengo la impresión de tener dos tormentas en la cabeza.»

Asentí con la cabeza.

«No era una buena idea», concedí. «Anda, duérmete.»

«Yo no necesito dormir tantas horas seguidas como los saijits», soltó el mono.

«Drakvian tampoco necesita dormir tanto», razoné, divertida.

Syu soltó un pequeño gruñido.

«Mmpf. Eso ya es antinatural. Parece que duerme y al mismo tiempo no duerme. Hasta me he preguntado a veces si sabe soñar.»

«Supongo que sí soñará», reflexioné. «Seguro que ha soñado alguna vez que está desangrando un buen conejo.»

Syu se sobresaltó.

«¡Shaedra!»

«¿Qué? Yo ya sueño a veces que estoy comiendo un buen plato de arroz cocinado por Wigy.»

«Venga ya», bostezó el mono. «Yo, desde luego, no soñaré nunca con arroz, con fruta pase, pero no con arroz. Tus sueños son demasiado saijits. Creo que finalmente voy a dormir un poco más.»

Sonreí y dejé que se durmiera. La tormenta seguía y, sin embargo, Syu consiguió dormirse otra vez. Yo, en cambio, no conseguía conciliar el sueño. Pensaba en el lío en el que nos habíamos metido al salir de Ató.

La expedición había sido toda una epopeya. Primero, al de tres días de salir de Ató, me había torcido el tobillo tontamente y había estado pegando saltitos ayudada por Frundis hasta que se me curara, es decir casi una semana después. Enseguida, al llegar en medio de las Hordas, antes de encontrar rastro alguno de los Gatos Negros, caímos sobre un numeroso grupo de desconocidos que nos tendió una emboscada y nos cercó, amenazándonos con sus arcos tendidos. Se pusieron a parlamentar con los raendays, Sarpi, Dun y Nandros y nos explicaron que no eran los Gatos Negros, sino amigos de Lénisu. Expusieron amablemente su plan y llegamos a un acuerdo: ellos nos secuestraban y nos canjearían para recuperar a Lénisu. Estuvieron todos más o menos de acuerdo, menos Nandros y Suminaria, la cual persistía en querer encontrar al verdadero Sangre Negra. Sin embargo, dudaba de que nuestros secuestradores fuesen tan amables como para dejarnos ir tranquilamente si no queríamos cooperar. Nos dispersaron a todos en dos grupos. Escoltados por Wanli y por seis arqueros, nos dejamos guiar hasta una cueva Ozwil, Wundail, Aryes, Deria, Dol, Syu, Frundis y yo.

De rostro moreno, Wanli parecía un hada ataviada de ropa montesa. Era una elfa de la tierra agradable aunque misteriosa y de manías muy raras: por ejemplo, al acostarse para dormir, siempre dibujaba antes un símbolo extraño en el aire mediante las armonías, y el símbolo permanecía ahí durante quizá una hora entera. Era algo impresionante, sobre todo si, como decía, nunca había estudiado las artes celmistas y apenas se sabía los rudimentos de las energías armónicas.

—¿Shaedra? —murmuró una voz.

Levanté la mirada y vi que Aryes se había levantado.

—Buenos días o buenas noches —le contesté con una sonrisa burlona—. ¿Qué tal has dormido?

—Mal. Esta tormenta parece de un cuento de miedo. No tiene fin.

—Imagínate que ahora se va la tormenta y amanece un día azul precioso —dije, con esperanzas—. Sería una maravilla.

—Con los pajaritos cantando y las mariposas volando —completó Aryes—. Sí, sería…

Un trueno resonó y casi no oí la palabra «maravilloso».

—Shaedra, Aryes —dijo entonces la voz de Deria—. ¿Estáis despiertos?

—Sí —contestamos.

La drayta vino a sentarse junto a nosotros, arropada en su manta, tiritando.

—Tengo frío —se quejó.

La lluvia caía a baldes pero noté que el cielo nublado ya no parecía tan oscuro como antes. Eso quizá significaba que estaba amaneciendo.

Dolgy Vranc dormía pesadamente y roncaba ruidosamente. Ozwil movía la cabeza de cuando en cuando como si estuviera negando con la cabeza en su sueño. Wundail, por su parte, estaba sentado en la entrada de la cueva y parecía estar medio dormido, recostado contra las rocas. Y Wanli dormía formalmente, moviendo las mandíbulas, como si estuviese masticando comida imaginaria, y pensé que otra vez se levantaría quejándose de dolor de cabeza.

Vivíamos una situación extraña en la que estábamos secuestrados y al mismo tiempo participábamos del secuestro. Wanli se presentó como una amiga de Lénisu de una manera que no me cupo duda de que lo conocía personalmente desde hacía tiempo. Que tanta gente estuviese pendiente de salvar a Lénisu me dejaba pasmada. Uno de los puntos positivos era que Wanli, con sus aires de hada, tenía una gran capacidad de persuasión. Hasta logró convencer a Ozwil de que no era una Gata Negra, y consiguió lo que yo no había podido hasta entonces: convencer a todos de que íbamos a sacar de la cárcel a un inocente. Aun así, según Wanli, hubo un intento de huida en el otro grupo por parte de Sarpi, Dun, Suminaria y Nandros y tuvieron que maniatarlos a todos. En realidad, todo aquello no dejaba de ser un secuestro. En nuestro grupo, era difícil olvidar que éramos vigilados por unos arqueros apostados fuera de la cueva.

La táctica era simple. Mandaban una carta de rescate a Ató y pedían que soltaran a Lénisu y a cambio liberarían ellos a los secuestrados, que en este caso éramos nosotros. Supuse que los padres de Yori, Ávend y Ozwil debían de estar más que furiosos y lo sentí por ellos y por sus hijos, que iban a recibir un sermón tan sólo porque habían querido conocer un poco el mundo. El secuestro de Suminaria debía de haber causado revuelo en la alta sociedad ajensoldrense, a menos que hubiesen silenciado el asunto. Una cosa era perder a tres raendays como Djaira, Kahisso y Wundail: a nadie le importaban salvo a sus amigos y parientes, en este caso a Kirlens, a Wigy y a mí. Pero Ató no podía desentenderse de sus guardias, sobre todo de la mujer de un orilh, habría quedado muy feo. Y a Suminaria sí que no podían abandonarla. Era una Ashar y, según Wanli, los Ashar no eran los suficientes como para permitirse perder a una posible heredera.

Me costaba imaginar cómo se sentiría ahora Suminaria. Debía de estar furiosa porque la habían utilizado como rehén para obligar al Mahir a liberar a Lénisu.

A mí no me gustaba el procedimiento porque no solucionaba el problema de la sentencia. Si Wanli y sus cómplices se hacían pasar por los Gatos Negros, estaba claro que todos iban a dar por sentado que Lénisu era su jefe. Y mi tío no podría volver a pisar las calles de Ató. Eso no era justo.

Pero a Wanli al parecer no le importaba que Lénisu fuese considerado un forajido mientras estuviese vivo. Debía reconocer que al menos Wanli tenía las prioridades puestas en el buen orden. Aun así el plan dejaba que desear, pero ni a mí ni a los demás se nos ocurrió nada mejor. Wanli aseguraba que provocar una evasión del cuartel de Ató era una tarea muchísimo más complicada que convencer a una joven Ashar de catorce años para que organizara una expedición que fuese en busca del Sangre Negra. Deduje de aquella aseveración que de algún modo habían convencido a Suminaria para que emprendiese la expedición.

Cuando le preguntaron a Wanli si sabía dónde estaba el Sangre Negra, no quiso contestar. Se contentó con encogerse de hombros y seguir sacándole brillo a sus botas. Esa era otra de sus manías: sus botas tenían que estar siempre limpias a la mañana. Visto lo que llovía, estaba claro que si llegaba a asomarse un poco fuera de la cueva, sus botas se cubrían de barro. Su vano esfuerzo, sin embargo, era mejor que una continua inactividad.

Hacía días y días ya que esperábamos la llegada de uno de los amigos de Wanli del otro grupo para que nos informara de cómo avanzaban las cosas y de cuándo tendríamos que bajar para volver a Ató. Pero aún no había mostrado aquel amigo signo de vida y empezábamos a impacientarnos todos.

—Esta expedición está siendo más aburrida de lo que esperaba —comentó Aryes, al cabo de un rato de silencio.

—No te lamentes tan rápido, jovencito —dijo Wundail, desde la entrada. Nos giramos hacia él sobresaltados. Personalmente, unos segundos antes yo estaba convencida de que estaba dormido. Su cabello revuelto y sucio caía sobre su rostro humano desordenadamente—. Estoy seguro —añadió, como para sí, admirando la lluvia— de que va a haber problemas muy pronto.

Aryes, Deria y yo intercambiamos una mirada perpleja.

—¿Problemas? —pregunté yo—. ¿Qué clase de problemas? A Lénisu lo van a soltar y todo va a arreglarse. ¿O no?

—Supongo —contestó Wundail después de un breve silencio que me inquietó—. Desde luego, si lo único que tenemos que hacer es desempeñar un papel de rehenes, no está mal.

—¿Pero? —lo alentó Aryes, frunciendo el ceño.

Wundail sonrió a medias y sacudió la cabeza, sin contestar, volviendo a su muda contemplación de la lluvia.

No pudo dejar de extrañarme su actitud. ¿Qué temía Wundail? ¿Que todo el plan de Wanli y sus compinches se fuera al traste? Era una posibilidad, pero yo no creía que fracasase. No veía por qué no iba a salir todo bien. Wanli parecía realmente confiar en su plan y aunque yo no podía confiar plenamente en ella porque apenas la conocía desde hacía unas semanas, pensaba que era una persona de palabra.

Oí un ruido de botas contra la roca y levanté la mirada. Wanli se había levantado y nos miraba fijamente.

—Que no os contagie su pesimismo —nos dijo a los tres—. Vuestro amigo confía poco en nosotros.

—¿Cómo podría confiar en vosotros? —dijo Wundail, mirándola descaradamente.

Wanli se encogió de hombros, resoplando.

—Deberías ser más educado —le replicó, gruñona—. Por cierto, buenos días a todos —dijo, más animada—. Creo que el sol ya se ha levantado.

—¿De veras? —gruñó el semi-orco, enderezándose y escudriñando la lluvia densa—. Nadie lo diría.

Ozwil fue el último en despertar y cuando lo hizo nos costó convencerle de que hacía ya más de diez horas que dormía. Desde luego, pocos viajeros podían decir que tenían tanto tiempo para dormir como nosotros. Pero, claro, parecía que nosotros habíamos decidido quedarnos a vivir en esa cueva de la que empezaba a conocer todos los recovecos y las formas de las rocas. De cuando en cuando, me preguntaba si los arqueros que estaban afuera no se habrían quedado ya ahogados por el agua.

Como en los días anteriores, pasamos el día hablando y jugando a las cartas que siempre guardaba cuidadosamente Wundail en su bolso. Como a nadie le apetecía pensar demasiado en el futuro próximo, los temas de conversación eran más bien generales, filosóficos, históricos y hasta literarios. Debo decir que Frundis me proporcionó un buen método para pasar el rato cantándonos a Syu y a mí romances larguísimos. Y cuando yo cantaba a los demás alguna balada que conocía, Frundis solía pasarse varios minutos despotricando contra mi carencia de alma artística cada vez que encontraba una nota falsa o un error cualquiera.

Estábamos en plena partida de cartas cuando oímos ruido afuera y, al acercarnos a la boca de la cueva, vimos a Wanli. Había salido aquella mañana y volvía acompañada de un hombre. La lluvia era menos densa que hacía unas horas y tuve tiempo para fijarme en el aspecto de su acompañante antes de que llegara a la cueva. Era un hombre no muy viejo, de unos cincuenta años, y tremendamente feo si nos ateníamos a las reglas ajensoldrenses, porque se veía de lejos que no pertenecía a ninguna raza en particular. Tenía algunos rasgos sibilios, orejas de elfo de la tierra y tenía una barba y una forma de ojos que recordaba algo a los humanos. En Ajensoldra, a estos saijits se los llamaba los esnamros por tener unas características tan mezcladas como las de aquellas plantas extrañas que crecían en los terrenos rocosos de los Extradios, y por la incapacidad de la gente a decidir cómo categorizarlos.

Pues bien, ese hombre era un esnamro en toda regla y no pude dejar de notar con cierta diversión la cara de extrañeza de Deria al fijarse en el recién llegado. Cuando ambos entraron en la cueva, Wanli exclamó:

—¡Buenas tardes a todos! Os presento a mi amigo, el Lobo.

El Lobo puso los ojos en blanco e inclinó ligeramente la cabeza.

—Néldaru Farbins, para serviros —soltó muy formalmente el desconocido.

Wundail se levantó ágilmente y tendió la mano.

—Un placer —dijo—. Yo soy Wundail.

Néldaru contestó con un gesto de la cabeza, mirándolo tan fijamente que parecía que lo estuviese hechizando. Wundail parpadeó y retrocedió, con una media sonrisa sorprendida en el rostro.

—Dolgy Vranc —enunció roncamente el semi-orco, posando sus cartas sobre la roca.

—Y estos son Deria, Shaedra, Aryes y Ozwil —dijo Wanli antes de que pudiésemos presentarnos—. Todos alumnos de la Pagoda Azul.

—Yo no soy alumna de la Pagoda Azul —protestó Deria.

—Bueno, casi todos —rectificó Wanli, cruzándose de brazos y asintiendo con la cabeza, como pensativa.

Hubo un breve silencio en el que contemplamos el rostro de Néldaru, esperando a que explicara por qué había dejado el otro grupo para venir con nosotros, pero, por lo visto, no era muy vivaz y fue Wanli quien prosiguió.

—Néldaru quería venir a ver si estabais todos bien. Pensó, sin duda, que estaríamos ahogándonos bajo la lluvia —añadió con una sonrisa burlona. Néldaru agitó ligeramente la cabeza, levantando los ojos al cielo, pero sin perder su aire lunático.

—¿Qué tal están los demás? —preguntó inmediatamente Wundail, como preocupado.

—Perfectamente —contestó Wanli.

Néldaru asintió, como confirmando, y dijo:

—Los guardias de Ató llegaron con Lénisu al Valle de las Velloritas ayer por la tarde. Hablé con el portavoz, un tal Bwirvath Henelongo. Se mostró dispuesto a aceptar nuestras condiciones. Al fin y al cabo, nosotros tenemos a la heredera de los Ashar.

—¿Henelongo? —repitió Dolgy Vranc, sorprendido—. ¿El padre de Nart? Estoy seguro de que ese hombre no ha salido de Ató desde que era un kal.

—Supongo que el hecho de que su hijo formase parte de nuestra expedición le ha devuelto su juventud —replicó Wundail, socarrón.

Néldaru los miró a ambos con frialdad para que se callaran y continuó hablando.

—Bien. El señor Henelongo es un pésimo actor y se le lee el pensamiento con facilidad.

Agrandé los ojos, impresionada.

—¿Es usted brejista? —le interrumpí.

Cuando los ojos negros de Néldaru se fijaron en mí me sonrojé. Aunque no parecían irritarle las diversas interrupciones, adiviné que no era una buena idea cortarle la palabra.

—Perdón, continúe —carraspeé.

Néldaru se rascó una oreja, frunció el ceño e hizo un movimiento de cabeza.

—No soy brejista —dijo al cabo de un silencio algo extraño—. Para adivinar un pensamiento, a veces sólo hace falta mirar bien.

—Y bien, ¿qué estaba pensando el señor Henelongo? —preguntó Ozwil, impaciente.

Néldaru pasó a mirarlo a él con sus ojos lunáticos y profundos.

—El señor Henelongo estaba pensando en que estaba traicionándome. En sus ojos y en su voz vi y oí claramente que ya me había enterrado.

La frase, así dicha, sonaba muy raro. Néldaru no parecía querer añadir nada más y entrecerré los ojos, intentando adivinar qué demonios quería decir con que el padre de Nart ya lo había enterrado.

—¿Lo que significa? —le animó Wanli al de un rato de silencio.

—¿Eh? Oh, pues significa que los diez guardias que acompañan a Lénisu son una mera trampa. Detrás de ellos, en algún lugar, hay mercenarios esperando a que devolvamos a nuestros prisioneros para comernos vivos.

Wanli asintió con la cabeza y nos miró a todos.

—Era de esperar. Ató no iba a perder la ocasión de deshacerse de unos cuantos forajidos. Así que os propongo una cosa. Vosotros vais a ser los primeros en ser liberados. Así pensarán que nos estamos fiando de ellos y que vamos a caer en su trampa como conejos recién nacidos. Luego liberaremos a la mitad del otro grupo, y nos quedaremos con Suminaria, Nandros, Yori y Sarpi. Y quizá con Nart. Son los prisioneros de más valor para la gente importante de Ató.

—También guardaría a Dun —terció Néldaru—. Al fin y al cabo, aunque no lo parezca, tiene un valor inestimable para el canje.

Wanli enarcó una ceja.

—¿Dun? ¿Y quién es sino un joven guardia de Ató?

Néldaru miró a la elfa con una sonrisilla.

—Lleva la sangre de los Nézaru en sus venas.

Nos quedamos todos boquiabiertos. ¿Dun, un Nézaru? Oí la carcajada franca de Wundail.

—¡Una Ashar y un Nézaru! Desde luego, podemos decir que nuestra expedición era una expedición de élite.

—Aunque —intervino Dolgy Vranc, inspirando ruidosamente—, sé de buena tinta que los Nézaru tienen tantos herederos que apenas se darían cuenta de que han perdido a uno. Es más, los Nézaru son famosos por su habilidad para asesinarse entre ellos.

—Entre ellos —apuntó Néldaru—. ¿Pero cómo van a dejar que unos malditos Gatos Negros secuestren a un Nézaru?

—Además, para ellos, que lo secuestren es peor que que lo maten —afirmó Wanli—. Entonces, ¿todos estamos de acuerdo?

—Esperad —intervino Aryes, humectándose los labios—. No… acabo de entenderlo bien. ¿Nosotros vamos con los guardias y ellos liberan a Lénisu?

—Es más complicado que eso —dijo Wanli—. Vosotros vais a quedaros con ellos mientras nosotros negociamos. Si todo se desarrolla como hemos acordado, no habrá derramamiento de sangre y todo se arreglará como en los mejores cuentos.

—¿Y Lénisu? —inquirí yo, inquieta—. ¿Cómo está?

Néldaru me miró y frunció el ceño como si tuviese que pensarlo mucho antes de contestar:

—Parecía estar en buena salud. No he podido hablar con él.

—Pero entonces… ¿sois realmente los Gatos Negros? —preguntó Ozwil, con la boca ligeramente abierta, como si llevase reflexionando sobre el tema desde hacía un rato.

Wanli puso los ojos en blanco.

Éramos los Gatos Negros. Hace más de diez años que no lo somos, querido. Los que se hacen pasar por los Gatos Negros ahora son unos asesinos y unos monstruos que no tienen nada que ver con nosotros. Espero que te haya quedado claro, nosotros nunca hacemos daño a nadie.

—Pero… ¿quiénes sois entonces? —insistió Ozwil, sonrojándose inexplicadamente.

Wanli sonrió y puso una mano maternal sobre el hombro del elfo oscuro.

—Somos los amigos de Lénisu. Y si la Justicia de Ató no hace su trabajo debidamente, nosotros lo haremos por ella.

—Eso suena bien —aprobó Wundail—. Todo por la amistad. «Honor, vida y coraje» —citó solemnemente.

Néldaru se giró hacia él y lo observó atentamente mientras Wanli soltaba una carcajada y afirmaba:

—Los raendays no cambiáis nunca.

Media hora después estábamos andando bajo una fina lluvia y bajando por entre los pedregales que conducían a la cueva. Teníamos que llegar al Valle de las Velloritas antes del atardecer, lo que era una tarea imposible porque ya estaba atardeciendo y quedaban, según Wanli, al menos dos horas de caminata.

No me convencía el plan de Wanli y Néldaru, pero lo cierto era que en aquel momento nada me convencía. Temía que todo el plan se fuera al traste, como lo había predicho Wundail esa misma mañana… Aun así, había al menos una cosa positiva: iba a volver a ver a Lénisu, ¡y Néldaru lo había visto! Eso significaba que la herida de la pierna se había curado y que a lo mejor sólo le había quedado una cicatriz en lugar de la llaga.

«Ten cuidado donde pisas», me dijo pacientemente Syu cuando estuve a punto de andar sobre una babosa roja muy gorda. Me tambaleé pero logré evitar el funesto destino al pobre animal y posé el pie sobre un charco embarrado. Las botas que me había regalado Lénisu hacía más de un año eran de muy buena calidad y no tenían ni un rasguño a pesar de todo lo que las había usado ya. Tendría que preguntarle a Lénisu con qué material estaban hechas exactamente, pensé. Me las había dado cuando estábamos en Tenap, y ahí lo que más se vendían eran carretas, construcciones de madera, ropa de pieles y calzados de cuero. Si esas botas habían sido fabricadas en Tenap, significaba que ahí había muy buenos zapateros…

«Ten cuidado, arriba», gruñó el mono gawalt.

Me incliné para abajo para evitar una rama llena de espinas y resoplé.

«No se te da bien eso de pensar al mismo tiempo que andas», observó Syu. «Deberías probar a ser un poco más gawalt; los gawalts no aplastamos babosas.»

Solté una risotada y los demás se giraron hacia mí, sorprendidos.

—Perdón —dije—, es Syu.

«De hecho, es difícil que las aplastes si estás siempre sentado en mi hombro», pronuncié, divertida. «Pero tienes razón, no debería pensar tanto cuando ando, sobre todo en un lugar tan desconocido. El problema es que Frundis me desconcentra con su música y luego me distraigo.»

«¿Quién me echa la culpa?», protestó Frundis, bajando el sonido de su música de arpa y flauta travesera. En ese momento, oí otro ruido y vi una sombra deslizarse por entre los árboles. Fue apenas un segundo pero…

—¡Cuidado! —me soltaron Aryes y Deria al mismo tiempo mientras yo patinaba en el terreno resbaladizo.

El brazo robusto de Wundail me sostuvo y conseguí recobrar mi equilibrio con su ayuda y con la de Frundis mientras Syu se agarraba a mí soltándome lecciones sobre la concentración y la estabilidad de un buen gawalt.

—Demonios —resoplé.

—Ten más cuidado —me dijo Wundail—. No ha parado de llover últimamente. Todo está como una ciénaga.

Sacudí la cabeza y, sin dejar de fruncir el ceño, seguí avanzando con los demás, preguntándome quién era la persona o la criatura que acababa de columbrar entre los árboles. ¿Drakvian, quizá? ¿O bien un nadro rojo? ¿O un Gato Negro? ¿O bien un espía? A menos que fuese una simple ilusión de mi mente, añadí, suspirando. Era difícil saber con esa lluvia, que aunque fina, no paraba de caer, pero no pude evitar tener un extraño y fúnebre presentimiento.

2 Ladrón

Cuando llegamos al campamento de Bwirvath Henelongo era noche cerrada. Media hora antes de que llegáramos a ver los fuegos junto a las tiendas de los guardias, Wanli se despidió de nosotros, después de habernos atado a todos las manos firmemente hasta tal punto que nos hacían daño. Fue mucho más incómodo andar maniatada y tuve que pedirle a Néldaru que me llevase a Frundis, a lo cual accedió amablemente aunque sin perder ese aire extraño de lunático.

En total, había cuatro tiendas, dos grandes y dos pequeñas, rodeadas de unas cuantas antorchas e iluminadas por una fogata. Eso vi al alcanzar la cresta de una colina que bajaba directamente al Valle de Velloritas donde un riachuelo murmuraba y se desvanecía entre las tinieblas de la noche.

Ya no caía ni una gota de lluvia, aunque el terreno estaba completamente hundido. En contrapartida, el viento se había levantado y azotaba la colina con ráfagas ligeras y frescas.

—Alto —dijo el Lobo, deteniéndose de forma tan brusca que Dol casi se empotró contra él.

—¿Cree que nos han visto? —preguntó el semi-orco, retrocediendo con un gruñido.

—No me cabe duda, aunque estamos demasiado lejos para que nos vean bien —contestó Néldaru después de un largo silencio—. Voy a vendaros los ojos. Mejor ser previsores. Si no, no me tomarán en serio y sospecharán algo.

Nos vendó los ojos uno a uno. En la oscuridad, era casi imposible vernos entre nosotros así que ¿cómo podía estar tan seguro Néldaru que los guardias de Ató nos habían visto? Cuando me hubo vendado los ojos, me dije que la oscuridad de la noche no era tan terrible como la oscuridad total.

Esperamos otro rato en silencio y oí los demás removerse, inquietos. Alguien se chocó contra mí e intuitivamente reconocí a Deria. Entonces, Néldaru se decidió a hablarnos:

—Ahora vamos a bajar la colina. Ya sabéis lo que tenéis que decir. Y cuanto menos digáis, mejor. El que nos traicione, aunque sea sin quererlo, tendrá que vérselas con nosotros. Todos queremos que Lénisu sea liberado, ya que todos sabemos que es inocente. Eso es lo único en lo que debéis pensar. Y no olvidéis que sois mis prisioneros.

—Ahora es menos fácil olvidarlo —gruñó la voz de Wundail.

—Silencio todos y adelante —dijo la voz tranquila de Néldaru Farbins.

Al principio, nos tuvo que guiar hacia el buen sentido y la buena dirección, y al cabo de un rato tuve la certeza de que ahora había otra persona que nos vigilaba. Seguramente un compañero de Néldaru, barrunté.

«Así es», me confirmó Syu. «Tiene un aspecto muy extraño para un saijit.»

Abrí muy grande los ojos debajo de mi venda. Casi se me había olvidado que a Syu no le habían vendado los ojos.

«¿Qué aspecto?», pregunté.

«No se le ve la cara. Está completamente tapada por una… por un trapo.»

«¿Un trapo? ¿Una capucha, querrás decir?»

«Eso, una capucha», me confirmó el mono gawalt. «Es pequeño, más o menos de tu talla. Pero parece bastante robusto. Un enano, quizá.»

«Quizá», contesté, meditativa, sin parar de avanzar junto a los demás. «Oye, Syu, si hay un problema que no veo, avísame, ¿vale? No quiero que se tuerzan las cosas ahora.»

«Descuida. Parece que los saijits son tan tontos que se olvidan de los seres que son más pequeños que ellos aunque sean más inteligentes», añadió con un tono claramente altivo.

Hice una leve mueca y al de un rato me mordí el labio, súbitamente preocupada.

«Por cierto, Néldaru lleva todavía a Frundis, ¿no?», pregunté.

Hubo un silencio en el que Syu, supuse, estaba intentando ver a Néldaru en la oscuridad.

«Sí», dijo al cabo, como aliviándose también de que Néldaru no hubiese dejado a Frundis por el camino. «Debe de estar cantándole una nana porque el saijit parece estar medio dormido.»

«Me da a mí que Néldaru debe de tener siempre un aire de medio dormido», repliqué, divertida.

Poco después, Néldaru nos ordenó que nos detuviésemos, empleando un tono seco y grosero y deduje que alguien del campamento debía de estar cerca. Lo que dijo a continuación lo confirmó.

—Os traigo a seis prisioneros como señal de buena voluntad para facilitar las negociaciones de mañana.

La voz de Néldaru sonaba débil y a la vez autoritaria; imponía respeto, pero se notaba que no estaba acostumbrado al mando.

—Nuestro prisionero os será devuelto cuando liberéis a todos vuestros rehenes —contestó una voz de hombre—. No admitiremos ningún desliz, lo repito para que quede claro.

—Lo acordado acordado está —replicó Néldaru—. Le doy de nuevo mi palabra y exijo que usted también la cumpla.

Siguió un silencio que me inquietó mucho. No poder ver la escena con mis propios ojos era de lo más incómodo.

«¿Quién es el hombre al que está hablando Néldaru?», le pregunté al mono.

«Es un elfo oscuro», me dijo Syu. «Y tiene cara cuadrada y fea.»

«Seguramente será el padre de Nart, Bwirvath Henelongo», reflexioné.

—Le doy mi palabra que se cumplirá todo según lo previsto si usted cumple con la suya —declaró al fin el elfo oscuro.

—No hemos maltratado a nuestros prisioneros —añadió Néldaru—. Espero que no maltratéis al vuestro.

—Somos ajensoldrenses. No somos bandidos sin conciencia.

La respuesta de Bwirvath Henelongo era claramente insultante, pero Néldaru contestó con mucha tranquilidad.

—Entonces, quédese con ellos como fianza. —Hubo una breve pausa—. Caballeros, niños: sois libres. Buenas noches.

Estuve a punto de contestar, pero afortunadamente abrí la boca y la volví a cerrar enseguida, sintiéndome ridícula. De hecho, ¿qué prisionero cuerdo habría deseado las buenas noches a su secuestrador?

Oí el ruido de dos personas alejándose rápidamente de nosotros. Aguardamos un rato en silencio, removiéndonos. La cuerda que me maniataba estaba empezando a escocerme la piel seriamente.

—¿Sois gente de Ató? —preguntó Dolgy Vranc a ciegas—. ¿Vais a liberarnos?

—Así es —contestó la voz de Bwirvath Henelongo—. Sois libres. Eytanur, quítales las vendas y desátalos.

—Bien, señor —contestó una voz grave que me sonaba mucho. Seguramente era uno de esos guardias acostumbrados a tomar una cerveza en el Ciervo alado durante sus horas muertas.

Cuando por fin pude volver a ver, me di cuenta de lo inquietante que podía llegar a ser la ceguera.

En muy contadas ocasiones había podido ver al padre de Nart —como decía Dol, era un hombre de interiores— y casi había olvidado su rostro por completo aunque cuando lo tuve en frente me di cuenta de que tenía una cara característica. Eran pocas las semejanzas que compartía con su hijo. Sus ojos eran igual de negros y tenía la misma forma de mentón pero, aparte de eso, tenía una cara más cuadrada y seria que Nart. Y así como las expresiones de Nart solían ser cómicas, las de su padre eran del todo terribles.

Aun así, contaban de él que era un gran literato y un escritor muy respetado en Ató. Rúnim, la bibliotecaria, lo tenía en gran estima y alguna vez había intentado convencerme para que me leyera uno de sus ensayos, Los orígenes de la civilización, una obra “absolutamente increíble”, según ella. Pero en aquella época me importaban poco los orígenes de la civilización y me preocupaba más saber resolver los problemas de lógica que nos daba el maestro Áynorin.

Mientras nosotros soltábamos infinitos y fingidos agradecimientos, los guardias y el señor Henelongo nos condujeron hasta el campamento. Hablamos muy poco entre nosotros, porque temíamos meter la pata y abrir la boca demasiado. Cuando llegamos, nos dieron mantas y comida y esta vez les di las gracias de todo corazón.

Mientras comíamos, yo guardaba un ojo atento sobre Ozwil, porque sabía que era el único que podía mandarlo todo al traste. En aquel momento, probablemente dudaba de si era correcto o no mentir al señor Henelongo.

—¿Dónde os escondían esos canallas? —preguntó uno de los guardias que estaba sentado junto a la fogata y que masticaba enérgicamente su arroz.

—Es difícil decirlo —contestó Dolgy Vranc, frunciendo el ceño, como si estuviese pensando detenidamente en la pregunta—. La mayor parte del tiempo teníamos los ojos vendados. Estábamos en una especie de casa de rocas. No sé si era una cueva o un agujero subterráneo. Durante todo el tiempo no ha parado de llover y era todo demasiado oscuro, como si no hubiese amanecido ni una sola vez.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos secuestraron? —preguntó Wundail—. ¿Tenéis noticias sobre mis dos compañeros? Me refiero a Djaira y Kahisso.

—Ni una maldita noticia —gruñó otro soldado, escupiendo—. Lo único seguro es que toda vuestra expedición fue secuestrada. A menos que esa escoria nos haya mentido en eso también.

—¿También? —repitió Aryes, y se sonrojó al darse cuenta de que había hablado en voz alta—. Quiero decir… Er… esos bandidos… ¿os han mentido ya una vez?

El soldado sonrió.

—¿Eres Aryes Dómerath, verdad? ¿El hijo del carpintero? —El joven asintió agrandando los ojos, aprensivo—. Te voy a decir una cosa, jovencito: la chusma siempre miente.

Reprimí una mueca y levanté la mirada al advertir un movimiento, y mientras me masajeaba las muñecas con la extraña impresión de que todavía seguía maniatada, vi al maestro Dinyú que salía de una yurta y se acercaba al fuego.

Me levanté de un bote.

—¡Maestro Dinyú! —exclamé.

Aryes y Ozwil se sobresaltaron y al seguir la dirección de mi mirada se quedaron boquiabiertos.

—¡Maestro Dinyú! —soltaron, estupefactos.

El belarco sonrió anchamente y la luz del fuego centelleó en su dentadura blanca. Se acercó a nosotros y, para nuestra estupefacción, nos dio un abrazo a los tres, diciéndonos:

—Creí que había perdido a tres de mis alumnos. Me alegra ver que estáis vivos.

Me sonrojé, conmovida por la muestra de afecto no muy convencional del maestro Dinyú.

—Maestro Dinyú, ¿y los alumnos que no se fueron de Ató? —pregunté—. ¿Es que se ha tomado unas vacaciones? —agregué, con una sonrisa.

—De ninguna manera —contestó una voz detrás de mí.

Di un respingo y me giré de golpe. Reconocí a Sotkins, que me sonreía afable y pedantemente a la vez.

—Sotkins —resoplé. Y agrandé los ojos al advertir un movimiento detrás de la joven belarca—. ¿Galgarrios?

El joven caito sonrió, y su cara de ángel resplandeció de alegría.

—Hola, Shaedra, estábamos muy preocupados por ti y por Aryes y Ozwil, y hemos decidido ayudar a los demás a encontraros —declaró solemnemente.

Me quedé muy conmovida por toda la preocupación que habíamos provocado al desaparecer y me sentí culpable por haberlos molestado de esa manera.

—Zahg, Yeysa, Laya y Revis han resultado ser soberanamente cobardes —añadió Sotkins con energía.

Sonreí.

—Se lo perdonaremos —aseguré—. Al fin y al cabo, los kals no están obligados a aceptar misiones.

—Están obligados a seguir a su maestro —replicó tercamente Sotkins—. Y el maestro Dinyú está aquí.

—Sotkins —intervino pacientemente el maestro Dinyú—. Tenían todo el derecho a quedarse en Ató.

Sotkins inclinó respetuosamente la cabeza y luego se encogió de hombros.

—Ellos se lo pierden. ¿Entonces, qué tal se vive de rehén?

—De maravilla —replicó Wundail, dejando su bol vacío sobre una piedra—. Sobre todo cuando no te contestan a tus preguntas y crees que te van a ejecutar algún día, sin avisarte. Imaginaos qué sentiríais si, por encima del ruido de la lluvia, estáis oyendo el ruido continuo de una espada que afilan durante horas pensando que la prepara vuestro verdugo para sacaros las entrañas al día siguiente.

Un escalofrío me recorrió el dorso a pesar de saber que se estaba inventando toda la historia. Cayó un silencio estremecedor alrededor de la fogata.

—Por suerte yo soy un raenday —prosiguió Wundail con una sonrisilla—. No temo ni la vida ni la muerte. Pero sentí una rabia terrible al no poder blandir mi espada contra esa gentuza.

Algunos guardias asintieron con la cabeza, mostrando que estaban de acuerdo con su punto de vista.

—¿Cómo os secuestraron? —preguntó uno.

—Sí, ¿cómo es posible que secuestraran a un raenday? —soltó irónicamente Yerry, un joven de rizos negros y cara arrogante al que yo conocía porque siempre estaba metido en líos y del que Nart decía que en realidad era el peor gallina de la Tierra Baya.

Wundail lo miró con el ceño fruncido.

—Nos tomaron por sorpresa. Y eran muy numerosos.

—¿Cuántos?

La voz del señor Henelongo resonó claramente alrededor del fuego y nos giramos todos hacia el elfo oscuro, el cual acababa de salir de su tienda para escuchar nuestra conversación, cosa que parecía ser bastante inédita porque vi que los guardias enseguida se ponían más tensos.

—No lo sé —contestó el joven raenday—. Más de cincuenta. Sí, probablemente más.

—Es imposible saberlo —intervino Dolgy Vranc—. Pero se conocen la zona de memoria. De eso no hay duda.

—No sé qué andarán buscando —dije, fingiendo ignorancia—. ¿Han pedido un rescate o algo así?

El señor Henelongo me miró y negó con la cabeza.

—Quieren a Lénisu Háreldin.

Me quedé boquiabierta. Esperé que mi poca habilidad para mentir no me traicionase ahora.

—¿Mi tío? Pero ¿por qué?

—Lógicamente, lo más probable es que quienes os secuestraron fueran los Gatos Negros, joven kal —contestó el orilh Henelongo.

—Me lo temía —admitió Wundail, muy serio. El teatro se le daba bien, noté. Entonces se golpeó el pecho con el puño, y dijo solemnemente—: Soldados de Ató, podéis contar conmigo para masacrar a esa basura.

Percibí la mueca del señor Henelongo y me dije que no debía de estar muy habituado a las rudas conversaciones del soldado raso. Entre los guardias, algunos asintieron enérgicamente, como si ansiaran derramar sangre ya, y a otros poco les faltaba para mirar nostálgicamente en dirección de su querida Ató y desde luego no parecían desear combatir, aunque sus adversarios fuesen unos simples bandidos. Después de todo, esos bandidos estaban en las Hordas, no en Ató, y pese al conflicto interminable que existía entre Ató y Mythrindash para reclamar las Hordas, ninguna de las ciudades se decidía a llevar a cabo los numerosos proyectos que habían organizado a lo largo de los siglos. A nadie le interesaba realmente dominar las Hordas mientras los demás no quisiesen asentarse ahí. De todas formas, la cordillera nunca había sido un lugar muy acogedor y tan sólo unos pocos pueblos se atrevían a sobrevivir ahí, entre animales de todo tipo… Yo lo sabía por propia experiencia.

—El raenday y el señor Vranc, si son tan amables, les pediría que entrarais en mi yurta para que me contéis todos los detalles —dijo el señor Henelongo después de que todos hubimos acabado de comer—. Los muchachos, id a dormir y descansad todo lo que podáis. Espero que no hayáis sufrido mucho. Os prometo que esta afrenta contra la Pagoda Azul y Ató no quedará impune. Por favor —añadió, dirigiéndose hacia Wundail y Dolgy Vranc.

Estos últimos asintieron prestamente con la cabeza y desaparecieron seguidos por el señor Henelongo. El momento oportuno para preguntarle si podía ir a ver a Lénisu había pasado. A lo mejor lo habían alejado del campamento. Quizá estuviese con los mercenarios que, según Néldaru, se escondían en alguna parte esperando a que fuera devuelta Suminaria y los demás secuestrados.

Sotkins me cogió del brazo para llamar mi atención.

—Entremos todos en la tienda. Tenemos muchas cosas que contaros, y vosotros también.

Aryes, Ozwil, Deria y yo seguimos a Sotkins, Galgarrios y el maestro Dinyú dentro de una tienda de tela verde claro. El interior era confortable, con varios jergones de buena calidad y resultó evidente que los Gatos Negros no tenían tantas comodidades en comparación. Aquella noche iba a dormir como agua en un lago, como solía decir Wigy.

El maestro Dinyú se sentó en uno de los jergones y lo imitamos todos notando que, pese a que la tienda tuviese un suelo impermeable, el terreno estaba muy blando y frío a causa del barro y de la lluvia.

Fue sólo en aquel momento en el que me di cuenta de que algo me faltaba. ¿Pero qué? Miré mi mano, frunciendo el ceño, y entonces caí. Néldaru se había llevado a Frundis.

«¡Syu!», exclamé, aterrada.

Syu, al adivinar lo que pasaba, se cubrió elegantemente los ojos con la mano para mostrar su desazón y comentó:

«Ese es el inconveniente de ser un bastón. Nunca sabes adónde te pueden llevar.»

—¿Qué ocurre, Shaedra? —se preocupó Deria, al verme tan alterada.

Solté un gruñido que se parecía más a un gemido.

—¡Me lo ha robado!

Todos me miraron fijamente, algunos con inquietud y otros con incomprensión. Todos sabían que tenía un bastón, pero ni el maestro Dinyú, ni Sotkins, ni Galgarrios sabían que le tenía tanto aprecio. No podía contarles toda la verdad, ahora que ni siquiera estaba Frundis para apoyarme. Por eso, al cruzar la mirada interrogante del maestro Dinyú, carraspeé pero decidí no explicar nada.

—¿Hablas de tu bastón? —adivinó el maestro Dinyú. Hice una mueca desanimada y asentí.

—No te preocupes —dijo Galgarrios, con energía—. El padre de Aryes hace unos bastones de viaje muy buenos. Puede hacerte uno tan bonito como el que tenías.

Sonreí con tristeza y el rostro de Galgarrios se ensombreció.

—No sería lo mismo, ¿verdad?

Negué con la cabeza y entonces Sotkins se puso a hacer más preguntas, haciendo caso omiso de mi preocupación por Frundis.

Seguimos hablando del secuestro un rato, pero ninguno de los cuatro que habíamos sido secuestrados nos extendimos mucho. Estaba segura ya de que una persona alerta habría podido denotar ciertas irregularidades en lo que contábamos, y no quería empeorar las cosas. Cada vez que me cruzaba con la mirada del maestro Dinyú me parecía que su rostro iba tomando una expresión cada vez más indagadora y mi nerviosismo aumentaba. Sinceramente, no veía cómo se las iban a arreglar Néldaru, Wanli y sus cómplices para llevar a cabo su plan de rescate sin que todo se torciera por el camino. Por lo que había podido constatar, el señor Henelongo y los guardias tenían previsto castigar a los Gatos Negros, ¿pero cómo? Esperaba que Lénisu pudiese escapar con ellos muy lejos.

—Pues nosotros también tenemos unas cuantas cosas que deciros —intervino Sotkins con una gran sonrisa, interrumpiendo la conversación deshilachada y no muy coherente entre Deria y Galgarrios.

Yo hubiera preferido poder preguntarles ya dónde tenían preso a Lénisu y si podía ir a visitarlo, pero aguardé pacientemente a que nos dijera lo que quería contarnos.

Sotkins parecía arder en deseos de revelar una noticia muy importante y todos la animamos para que hablara. Nunca la había visto tan excitada. La verdad era que solía ser más bien tranquila normalmente. ¿Qué podía haber pasado que la dejase tan entusiasmada?

La joven belarca hizo una breve pausa, se cruzó de brazos y se giró hacia el maestro Dinyú con una enorme sonrisa.

—¡Esta primavera, el maestro Dinyú nos llevará al Torneo har-karista de Aefna! —reveló con una voz emocionada.

Nos quedamos todos boquiabiertos sin poder creerlo. El Torneo de Aefna tenía lugar cada trois años, y yo había oído muchas historias sobre todas las actividades que se hacían en él, pero nunca en mi vida había soñado con que un maestro de la Pagoda Azul nos eligiría para asistir a ese torneo.

—Y haremos combates para un gran público —añadió Galgarrios, muy contento.

—Combatiremos con los demás kals —explicó Sotkins—. Todas las Pagodas se han puesto de acuerdo para participar en el Torneo. ¡Y el ganador recibirá su premio del mismísimo Háydaros! Y estará también su mejor discípulo, Smandjí, y estará Farkinkar, y el viejo Kiujal, según he oído. Va a ser maravilloso —agregó, como para sí.

Crucé la mirada del maestro Dinyú y sonreí anchamente. ¡Aefna! Eso sí que era una sorpresa.

—Tendréis que trabajar duro si no queréis que los kals de Aefna os derroten enseguida —dijo el maestro Dinyú, sonriente—. Cuento con vosotros para que déis lo mejor de vosotros mismos en cuanto volvamos a Ató.

Le eché una mirada a Aryes y fruncí el ceño.

—¿Sólo van los har-karistas, maestro? ¿No van los demás kals?

—Los demás maestros de la Pagoda Azul han decidido dejar un mes libre para que puedan asistir todos los kals. Ya que estoy dispuesto a acompañaros a todos si os comportáis como kals dignos de ese nombre.

El rostro de Aryes se había iluminado.

—Gracias, maestro Dinyú —dijo con toda la sinceridad del mundo.

—Y ahora, a dormir todos. Hoy es especialmente tarde y no acostumbro irme tan tarde a la cama —reflexionó el maestro Dinyú, quitándose las botas y cubriéndose con sus mantas.

—¡Buenas noches, maestro Dinyú! —le dijimos todos a coro.

—Buenas noches, jóvenes kals. Por cierto, no os asustéis si me oís hablar cuando duermo. Lo hago todas las noches y no puedo evitarlo.

Apagamos las velas y nos fuimos todos a dormir. Cuando desperté en plena noche, oí hablar al maestro Dinyú y al intentar fijarme en lo que decía tan sólo alcancé oír las palabras «luna» y «bosque». Visto el ritmo de su voz, parecía estar recitando un poema.

3 Viaje hacia Ató

A la mañana siguiente, muy pronto, nos despertamos todos por el trueno. Además de la lluvia que había vuelto a empezar a caer, se desencadenaba ahora una tormenta. Con toda mi alma esperaba que no fuese la prueba de que nos esperaba un Ciclo del Pantano porque no me apetecía acabar ahogada y con moho.

Desayunamos debajo de la tienda galletas, tortilla con patatas y una infusión de manzanilla. Hacía demasiado tiempo que no desayunaba y me zampé casi dos porciones enteras. Deria, en cambio, apenas comió, pero ella necesitaba comer menos, según me había explicado un día, porque los faingals consumían muy poca energía.

Como no osábamos hablar de Lénisu y de los Gatos Negros, nos pusimos a hablar del Torneo de Aefna y resultó que Sotkins conocía muchas anécdotas sobre los torneos más importantes, aunque nunca había estado en Aefna. Sotkins era una apasionada del har-kar, sobre todo de su filosofía, y me aseguró en un momento en que el maestro Dinyú no escuchaba que Yeysa nunca podría ser una buena har-karista porque los buenos har-karistas nunca llevaban odio en el corazón. Le di la razón sin dudarlo: aunque Yeysa era demasiado bruta como para tener corazón siquiera.

Cuando quisimos salir, advertimos que un guardia estaba vigilando nuestra tienda. Al menos esa fue la impresión que me dio, porque nos miró como si estuviese preguntándose si debía dejarnos salir o no. Pero su duda no duró mucho ya que enseguida llegó un pequeño y delgado elfo oscuro de túnica blanca para anunciarnos que seríamos enviados inmediatamente a Ató para satisfacción y consuelo nuestro… Al oír sus palabras me quedé lívida.

—¿Cómo? —logré balbucear.

El elfo oscuro, que se había presentado en calidad de secretario del Mahir, giró hacia mí sus ojos de un verde muy claro.

—No estáis seguros aquí. Tenéis que marcharos cuanto antes.

Todos asintieron, comunicando su acuerdo, menos yo. Aún no acababa de entender cómo podía ser que nos mandasen de vuelta a Ató sin que yo pudiese ver a Lénisu.

Mientras el secretario se marchaba y dejaba entre las manos de los guardias el cumplimiento de sus órdenes, Dolgy Vranc posó una mano sobre mi hombro para sosegarme.

—Tranquila, Shaedra. Todo saldrá bien. Creo que lo mejor es volver a Ató y no interferir entre los Gatos Negros y Ató.

Negué con la cabeza, testaruda. Sentía que rendirme ahora y volver a Ató era cuanto menos cobarde y cuanto más estúpido. Entre los cuentos que me había contado Sain, había algunos en los que todo acababa en tragedia por culpa de que el protagonista faltaba en la última prueba o perdía la esperanza unos instantes antes de haber podido conseguir lo que quería. Yo no quería incurrir en el mismo error, me dije, a sabiendas de que me estaba comparando con el héroe de un cuento y no con una ternian kal que nunca había conseguido otra cosa que complicarlo todo por donde pasaba… Inspiré hondo.

—Quiero ver a Lénisu —solté, decidida.

—No lo verás —contestó el maestro Dinyú, como apareciendo de la nada.

Dol y yo nos sobresaltamos. Creíamos que nadie nos escuchaba y al observar su rostro me pregunté qué había podido adivinar de mi expresión.

—¿Y por qué? —repliqué, zaherida.

—Porque no está aquí —dijo el maestro de har-kar—, sino a unas colinas de distancia. Al menos es lo que he podido adivinar al ver que ya no le llevaban comida a esa tienda y que tampoco la vigilaban —añadió, señalando una tienda levemente apartada del campamento.

Agrandé los ojos como platos y eché a correr hacia la tienda que señalaba.

Nadie me cortó el paso y no pude más que deducir que la tienda estaría vacía. Y de hecho, cuando levanté la lona de la entrada, me encontré con que en el interior no había estrictamente nada.

No sé cuánto tiempo estuve mirando el interior, haciéndome mil preguntas sobre cómo acabaría todo, pero cuando me llamó la atención un guardia para avisarme de que ya era hora de que nos marcháramos y para decirme que no fisgoneara por el campamento, todavía no había resuelto nada.

El secretario del Mahir, que se llamaba Dansk según explicó Sotkins, salió otra vez de su tienda para vernos partir. El señor Henelongo, en cambio, permaneció claustrado en el interior de su tienda y me pregunté si realmente estaría preocupado por lo que le pudiese suceder a Nart. Según este último, su padre nunca se había molestado en dedicarle más de diez minutos al año, el día de su cumpleaños. Claro que Nart era dado a las exageraciones y nunca se podía saber nada a ciencia cierta con él.

«Esto no me gusta, Syu», le mascullé al mono gawalt que, como siempre cuando estaba algo nervioso, se había puesto a trenzarme el pelo mientras caminábamos hacia el oeste. «Tengo que idear algo. Ahora está claro que todos piensan que Lénisu es el Sangre Negra. Wanli y Néldaru no deberían haber intervenido. Si hubiésemos encontrado a los monstruos que se hacen pasar por los Gatos Negros, todo se habría resuelto mucho mejor.»

«Me temo que vosotros, los saijits, no sabéis apreciar la sencillez de la vida», replicó el mono, suspirando.

Seguí rumiando pensamientos durante una buena media hora antes de que me empezara a interesar por lo que me rodeaba. Como era natural, nos dirigíamos hacia el oeste, hacia Ató. Estábamos bajando un valle muy verde debajo de una lluvia persistente que no podía mojar más nuestra ropa porque ésta ya estaba hundida desde hacía demasiado tiempo. Delante de mí, estaban Deria y Dol, detrás estaban Aryes y Wundail. Ozwil y Yerry abrían la marcha; otro guardia la cerraba. Y Sotkins, Galgarrios y el maestro Dinyú caminaban a mi lado. Sotkins, de cuando en cuando, le hacía preguntas al maestro Dinyú sobre el har-kar o sobre el Torneo, pero debió de notar que el maestro har-karista no estaba de humor parlanchín, de modo que llevábamos los cuatro en silencio desde hacía un buen rato, y yo apenas me había percatado de ello, de lo sumergida que estaba en mis propios pensamientos. De todas formas, el ruido tenaz de la lluvia no invitaba a hablar.

Llegamos abajo del valle y entramos en un bosque de robles y castaños. La lluvia se convirtió en una lluvia espaciada de gordas gotas que se iban formando sobre las hojas de los árboles. En el bosque, se oían ardillas y conejos huir al ruido de nuestros pasos. Si al menos estuviese Frundis para cantarme una canción, pensé nostálgica. Estaba claro que si no hacía algo perdería a Frundis y a Lénisu para siempre, y eso sí que no podía permitírmelo. ¿Pero qué podía hacer yo solita frente a Ató si los propios amigos de Lénisu eran incapaces de urdir un plan infalible?

«Deja ya de pensar en tragedias», me amonestó Syu.

«Dejaré de pensar en ellas cuando sepa lo que tengo que hacer», repuse, mordiéndome el labio, agitada. «Tengo la impresión de que cuanto más me alejo del campamento, más me alejo de la felicidad.»

Fruncí el ceño al percatarme de lo que había dicho y Syu soltó una carcajada.

«¿Sólo es eso? Pues te voy a decir lo que vas a hacer en ese caso. Vas a dar media vuelta y vuelves al campamento, ¿no es maravilloso que sea tan sencillo ser feliz?», soltó, riéndose aún.

«No es tan sencillo», repliqué, con tono enfático. «Yerry y el otro guardia no me dejarían dar media vuelta. Y me considerarían traidora si quisiese liberar a Lénisu porque ahora resulta que tienen todas las pruebas de su culpabilidad.»

«Todo esto es muy complicado», concedió Syu, meditabundo. «Pero déjame a mí pensar en algo. Sé remotamente más que tú cuando se trata de solucionar cosas.»

«¿De veras?», solté, burlona.

«Pues claro. Xuar solucionó la adivinanza de la Terrible Dragona Huérfana, y ¿adivina qué era Xuar?»

«¿Qué era Xuar?», pregunté, poniendo los ojos en blanco.

«Era un mono gawalt», contestó irguiéndose con orgullo.

Reí interiormente, divertida.

«¿Y qué adivinanza resolvió?», inquirí, al de un rato.

«¿Xuar? Bueno…», dudó Syu. «Nadie lo sabe, porque según la leyenda quien contestaba correctamente era devorado por la dragona.»

«Pues vaya forma de solucionar las cosas», comenté, tragando saliva e imaginándome a una enorme dragona zampándose a un pequeño mono gawalt.

«No, me has entendido mal. Ser devorado por un dragón es una muerte honorable para todo gawalt», explicó Syu. «Los gawalts también tenemos…»

Dudó en continuar y yo continué por él:

«Estupideces. Sí, creo que eso es inseparable del ser vivo. Hasta las mariposas tendrán manías ridículas. Pero los saijits los superamos a todos.»

«Ya que no sabéis superar a los gawalts en una carrera…», insinuó Syu, burlón.

«¡Ey!», protesté, riendo. «Te he ganado más de una vez. Lo que pasa es que siempre haces trampas con los árboles.»

El mono me miró con unos ojos sagaces y socarrones.

«Pues hazlas tú también.»

* * *

Yerry era una persona muy irritante. Siempre me miraba de mal modo como si estuviese esperando a advertir una señal de que fuese a escapar. Me exasperaba y cada vez que me cruzaba con su mirada sentía hervir en mí la Sreda peligrosamente. Yerry tenía en sus ojos un brillo que no me gustaba. Era un brillo que reflejaba la indiferencia por los males de los demás. Y ese brillo era el mismo que brillaba en los ojos de Taroshi, aunque en este último quizá no fuese tanto el ansia de poder como la locura más básica lo que le instigaba algunos de sus actos.

Pasé tres días andando bajo la lluvia con los demás con la sensación de estar avanzando en el sentido equivocado. Aryes intentó levantarme la moral asegurándome en voz baja que seguramente en ese mismo instante Lénisu estaría huyendo con Wanli y Néldaru y sus seguidores y que no le pasaría nada malo. Pero eso no era lo único que me preocupaba. Quizá Lénisu saldría vivo de ésta. Y quizá no habría ni el más mínimo rasguño en ambos bandos. Pero si Lénisu se marchaba con los Gatos Negros, ¿cómo podría volver a Ató? ¿Cómo podría yo volver a verlo si me quedaba de brazos cruzados?

Una vocecita interna me dijo que Lénisu probablemente no querría que intentara algo peligroso. Lo conocía bien: siempre se las quería arreglar él solo. Más de una vez me había recordado que no debí haber entrado en la cofradía de los Istrag, en Dathrun. Y ya me había pedido que no me metiera en sus asuntos porque podían ser peligrosos para mí… ¿pero qué podía ser más peligroso que un demonio?, me dije, con una sonrisa irónica.

«Un dragón, quizá», propuso Syu, rascándose el vientre. «O bien un mono gawalt como yo.»

Era de noche y estábamos todos tumbados en la única tienda que teníamos. Surgath, el guardia, dormía en la entrada, junto a Yerry. Deria murmuraba en sus sueños y Dol roncaba ruidosamente. Todos parecían estar durmiendo, pensé. Pero no podía estar segura al cien por cien.

De hecho, cinco minutos después noté que Wundail seguía despierto.

«Ese saijit no sabe dormir desde que le han quitado a su familia», constató Syu con una pizca de compasión.

¿Su familia?, me repetí, frunciendo el ceño. Pues claro, ¿acaso alguna vez había visto a Wundail tan lejos de Djaira y Kahisso? Los raendays, como cofradía, eran muy independientes, pero Djaira, Wundail y Kahisso eran compañeros inseparables. ¿Por qué los Gatos Negros lo habrían aislado? Quizá no lo hubiesen hecho adrede. Pero aun así me imaginaba lo que le dolía a Wundail tener que alejarse de sus amigos simplemente porque un hombre le había obligado a ello. Estaba claro que él también tenía algo planeado, adiviné. ¿Y si echaba al traste su plan si yo seguía el mío?, me dije, algo preocupada. No quería perjudicarlo.

«¿De veras un saijit puede llegar a pensar tan retorcidamente?», resopló el mono gawalt, incrédulo.

Carraspeé silenciosamente.

«Se llama “pensar en los demás”. Pero tienes razón. No veo por qué mi desaparición podría ponerle trabas para volver con Kahisso y Djaira. Demonios, todo esto se está complicando innecesariamente», añadí más para mí que para Syu.

Durante la tarde del día anterior, se había ido despejando poco a poco, y había dejado de llover. La Gema había salido de entre las nubes iluminando la tienda con su luz azulada y pálida, de modo que se veía con cierta claridad el interior, y se vería lo suficientemente bien afuera, aun debajo de los árboles…

Tardé media hora más en tomar una resolución, pero al final me decidí. Me enderecé, cogí mi capa que aún estaba hundida, y… me detuve en seco, agrandando los ojos.

Entre Dol y el maestro Dinyú, Aryes dormía profundamente. Su rostro ya algo azulado por su ascendencia kadaelfa parecía del todo azul. Arrebujado en su capa, parecía una silueta irreal. Pero no era eso lo que me había llamado la atención, sino el hecho de que estuviese levitando. Cierto, estaba a tan sólo unos pocos centímetros del suelo, pero levitaba todo su cuerpo. Y Aryes parecía estar durmiendo a la vez sin manifestar esfuerzo alguno. Meneé ligeramente la cabeza, alucinando. ¿Cómo podía estar levitando sin querer? Era algo que no me cabía en la cabeza. A menos que se pudiese comparar esto a la incapacidad de Jirio de controlar la electricidad que corría por su cuerpo. O bien Borrasca, su pañuelo azul encantado, le estaba influenciando más de lo que parecía…

No podía averiguar el misterio aquella noche, así que me aparté de Aryes y envolviéndome con el mejor sortilegio de armonías que había hecho hasta entonces —o eso me pareció— salí de la tienda sin un ruido y me alejé rápidamente con en el corazón un océano de nerviosismo y de excitación. Ahora, al menos, todas mis acciones me pertenecían y tenía la firme intención de hacer algo.

«¡Asbarl!», le dije alegremente a Syu, mientras salía disparada, utilizando mi jaipú lo mejor que podía. En cuanto pude, me subí a los árboles para seguir avanzando sin dejar rastros en la tierra embarrada.

Al mismo tiempo, debajo de la tienda, el maestro Dinyú, con los ojos abiertos y el ceño fruncido, meditaba sin duda sobre la extrañeza de todo aquel asunto… Me mordí el labio mientras iba de rama en rama, turbada por este pensamiento. Era una imagen un tanto inquietante… y a la vez reconfortante, porque significaba que el maestro Dinyú no solamente estimaba la Justicia de Ató sino también la elección de cada uno y, si era verdad que el maestro Dinyú me había oído salir, significaba que era mejor persona de lo que hubiera podido imaginar.

4 Inestabilidades

Dormir de noche en las Hordas con, por única compañía, un mono gawalt, me resultó completamente imposible. Al menos al principio, hasta que no hube agotado mis últimas fuerzas para imaginarme diez mil peligros que me acechaban, porque al final acabé por caer en un sueño lleno de sobresaltos, gritos de búhos, silbidos de insectos y aullidos de lobos. Syu decía que estaba histérica y se quejaba de mis preocupaciones continuas: ¿había tomado la dirección correcta hacia el campamento? ¿Estaría Lénisu a salvo con los Gatos Negros? Cada vez que me hacía estas preguntas, me imaginaba que me dirigía hacia alguna tribu de orcos sangrientos y que Lénisu seguía en manos de Dansk y del señor Henelongo. También me preguntaba por Suminaria, Kahisso, Sarpi y los demás. ¿Adónde los habían llevado los Gatos Negros? ¿Acaso decía Néldaru realmente la verdad al asegurarnos que todo aquello tenía como objetivo salvar a Lénisu?

Me ponía a dudar de todo y a inventarme todo tipo de razones por las que los Gatos Negros habían actuado de esa manera. Al cabo de dos días de carrera hacia el este, tenía ya casi la certidumbre de que no podía confiar en nadie: tenía que ver con mis propios ojos lo que estaba pasando.

De cuando en cuando, me entraba una duda terrible. ¿Y si Wanli y Néldaru no eran tan buenos como lo parecían? ¿Y si eran capaces de hacerles daño a sus rehenes para conseguir salvar a Lénisu? Mis sentimientos eran cada vez más contradictorios y al cabo, cuando estuve a punto de empotrarme contra un arbusto lleno de pinchos, adopté la técnica de Syu de dejar de pensar.

Al cuarto día, empecé a preocuparme porque no encontraba ninguna marca para orientarme. Desde donde estaba, apenas se podía divisar entre los follajes tupidos y más de una vez tuvimos que subir a un árbol más alto que sus vecinos para ubicarnos, sin ningún resultado satisfactorio.

Y como ya desde el primer día no había parado de llover, era difícil adivinar dónde se situaba el sol a la mañana y a la tarde.

Al quinto día, le confesé a Syu que no sabía dónde estábamos.

«Ja, me lo temía», contestó él simplemente.

A él le costó unas horas más para confesar que él también estaba perdido. Así era el orgullo gawalt. Pero cuando nos resultó evidente que seguíamos avanzando sin saber si nos alejábamos o acercábamos de nuestro objetivo, fui ralentizando cada vez más hasta pararme y soltar un inmenso suspiro.

—Por Ruyalé, esto es increíble. ¿Qué hacemos, Syu? —pregunté, desesperada.

El mono gawalt se encogió de hombros.

«Dejar de correr a ninguna parte y pensar en buscar comida.»

Ese era otro detalle del cual me había olvidado al partir tan repentinamente de la tienda: la comida. Por el momento, apenas había podido encontrar más que unas castañas y unas raíces. Era cierto que al tercer día nos habíamos encontrado con todo un pequeño amasijo de arbustos con bayas, pero como no estaba segura de que no fueran venenosas, pues no me arriesgué, y Syu, después de gruñir un poco, aprobó mi decisión.

Pero ahora empezábamos a pasar realmente hambre. En todos esos días, el paisaje no había cambiado. Apenas si habíamos encontrado algún claro entre tanto bosque de abetos, robles y castaños. Y los conejos parecían más astutos que los que yo conocía y huían antes de que pudiese tan sólo pensar en cazarlos.

Levanté la mirada hacia la copa de los árboles. Las ramas y las hojas se movían, agitadas violentamente por el viento, en un fondo grisáceo y lluvioso. Parecía que los árboles se intercambiaban las hojas, abrazándose rudamente con sus brazos leñosos. E inexplicablemente flotaba en el aire un ligero perfume a rosas.

Al cabo de un rato, me di cuenta de que me había detenido y cuando bajé la mirada vi a Syu sentado en una rama, mordisqueando un trozo de raíz. Pese al hambre que tenía, no pude evitar sonreír ante la cómica expresión del mono.

Iba a decirle algo cuando de pronto oímos un ruido no muy lejano que nos sobresaltó. Syu dejó caer su raíz y abandonó su rama para saltar hasta mi hombro mientras yo me daba media vuelta, aterrada, pensando que o bien me habían encontrado los soldados de Ató, o bien un oso sanfuriento se preparaba a defender su territorio.

Pero resulta que la realidad es a veces más grata que la imaginación, aunque no dejó de sorprenderme ver a Kwayat surgir de entre los árboles, a unos metros escasos de distancia.

Su cabellera gris caía rígida alrededor de su rostro. Estaba empapado. Tanto como yo, reflexioné entonces, sintiendo que mi ropa nunca acababa de secarse.

—¡Kwayat! —pronuncié, aturdida—. ¿Qué…?

Mi pregunta inacabada hubiera podido ser cualquiera de las muchas que me asaltaron al verlo surgir tan de repente. De pronto la sensación de haberlo visto el día del canje, en el bosque, me pareció más que fundada. Kwayat había estado siguiéndome.

No sabía si sentirme aliviada por ver que se preocupaba por mí, o bien sentirme molesta al saberme espiada por un demonio demasiado curioso. Sus ojos azules me miraban fijamente detrás de sus mechones plateados, y su inmovilidad, tan característica de él, me turbó por un momento. Bajo esa expresión serena y seria, ¿en qué estaría pensando? Era imposible saberlo. Quizá estuviera pensando simplemente en que estaba harto de la lluvia, me dije con cierta ironía.

—Pensé que te había perdido —comentó al fin Kwayat, abandonando por fin su inmovilidad y acercándose a mí. Me examinó brevemente y yo me removí, nerviosa, ¿cómo podía ser que Kwayat me hubiese encontrado a pesar de las precauciones que había tomado?—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Agrandé los ojos y asentí.

—Claro.

—¿Por qué huiste del campamento?

Con sorpresa, vi en sus ojos un destello de curiosidad.

—Bueno… —empecé a decir—. Quería saber si Lénisu está a salvo.

—Lo está —replicó Kwayat, y al ver mi expresión, supo que necesitaba detalles—. Vi cómo se lo llevaban sus aliados. Los guardias intentaron cogerlos a todos. Pero no cogieron a ninguno. La verdad es que los soldados tampoco estaban muy animados y avanzaban como obligados. Me marché cuando decidieron volver a Ató. Alcancé tu grupo, y al no verte, me dije que debías de haber dado media vuelta. Pero el caso es que no estabas en el camino de vuelta y… ha sido una suerte que te haya encontrado. No deberías separarte de mí. Es peligroso para un demonio andar solo, sobre todo para un demonio sin experiencia, como tú. No sabrías cómo estabilizar tu Sreda, por ejemplo.

—Bueno. ¿Así que es por eso que me sigues? ¿Para evitar que me convierta en una kandak? —pregunté, cruzándome de brazos.

El demonio levantó un brazo y lo alargó hacia mí, y lo miré con estupefacción hasta que sus largos dedos blancos cogieran el amuleto triangular de Drakvian que yo llevaba al cuello.

Lo examinó durante un minuto entero, pero yo no me atreví a decirle nada sobre la vampira. ¿Qué opinión podían tener los demonios de los vampiros? A los saijits no les gustaban ni los demonios ni los vampiros, pero eso no significaba que los demonios mantuvieran buenas relaciones con los vampiros. Es más, según lo que Kwayat me había enseñado, uno podía ser a la vez saijit y demonio, pero no podía ser a la vez saijit y vampiro, a menos que existiese alguna mutación de transespecie o algo así. Y pensándolo bien, se hacían cosas tan raras con las pociones que todo parecía posible, pensé, irónica.

Kwayat, sin una palabra sobre el amuleto de Drakvian, dejó caer el brazo y se giró de perfil, pensativo.

—En cualquier momento, vendrán a cerciorarse de que sigues un aprendizaje para utilizar correctamente tu Sreda —soltó, como dirigiéndose al vacío—. No debes separarte de mí.

Agrandé los ojos.

—¿Te refieres a los demonios?

Me miró de reojo.

—Me refiero a Dadvin, Luldy, Kierrel… y a Sahiru, entre otros.

Dio particular entonación a este último nombre y entrecerré los ojos, intrigada.

—¿Sahiru?

—Él es el más implicado. Según él, lucha para la supervivencia de los demonios. Piensa que si no se pone cierto orden dentro del caos no se conseguirá una verdadera unión entre los demonios.

—¿Unión entre los demonios? —repetí, extrañada—. ¿Pero no decías que los demonios nunca habían aspirado a ningún tipo de organización, con algunas raras excepciones?

—Organizaciones siempre las ha habido. Y la de los Comunitarios, como se llaman ellos a sí mismos, no es una de las más importantes que ha habido. Pero así y todo, si comparamos la actividad de los Comunitarios con la de otros demonios de hoy en día, está claro que son los más activos de todos. Y los más intransigentes. Desean ante todo impedir la multiplicación de kandaks. Y además quieren acabar con las riñas existentes entre los Demonios Mayores, pero en eso fracasan como todos. En fin, como dirías tú, son unos iluminados. Quieren mejorar el mundo y no consiguen más que complicarlo metiendo presiones inútiles.

Asentí con la cabeza, más asustada que meditativa.

—Así que esas personas que has nombrado… ¿vendrán a ver si me he convertido en un kandak?

—Eso es. En realidad, no tienen ningún poder pero, según algunos, que un maestro de la Sreda se niegue a que examinen a sus alumnos no es buena señal. De modo que todos acabamos aceptando que comprueben que nuestros alumnos no van camino de convertirse en kandaks. Pero no te preocupes, pueden tardar días, todavía. Zaix me ha avisado, eso es todo.

Di un respingo, conmovida.

—¡Zaix! —exclamé—. ¿Hablaste con él?

Casi me había olvidado de que Kwayat me estaba enseñando la Sreda a petición del Demonio Encadenado. Sin esperar a que me contestara Kwayat, mascullé:

—¡Pues que vengan! ¡Ahora soy una auténtica demonio! ¿A que sí? —Sonreí anchamente.

Pero Kwayat no parecía ser tan optimista y me preocupé. ¿Acaso esos Comunitarios me harían pasar una especie de prueba? Pensé, con cierta esperanza, que quizá se olvidaran de mí… Claro que los nuevos demonios de trece años no eran que se dijese muy numerosos.

—No hablemos más de ello por el momento —dijo Kwayat, juntando sus manos delante, debajo de su capa negra y retrocediendo de un paso—. Hay cosas más urgentes en qué pensar.

Agrandé los ojos, curiosa por saber qué podía considerar urgente una persona tan serena como Kwayat.

—¿De qué se trata?

—Del lugar en el que estamos —contestó tranquilamente—. Es un lugar extraño, ¿no lo notas?

Ladeé la cabeza, intenté percibir algo extraño en mi alrededor, pero nada me llamó la atención particularmente. Negué con la cabeza, preguntando:

—¿Qué hay que notar?

Kwayat puso cara de sorpresa.

—¿De veras no lo notas? Es como un silbido energético. Vibra como una especie de jaipú… Llevo toda la mañana percibiéndolo. Tengo la misma impresión que cuando siento que alguien me sigue sigilosamente… o tímidamente.

—¿Quieres decir que hay algún animal extraño en los alrededores o algo así? —solté, apurada. Inmediatamente me representé a un oso sanfuriento que se transformó en un dragón y más tarde en un gran golem de bronce, y no sé en qué hubiera acabado el golem si Kwayat no hubiera interrumpido mis divagaciones en ese momento.

—Hay una manera de saberlo: seguir avanzando.

Y sin más previo aviso, Kwayat se puso a andar colina arriba a grandes zancadas.

«¿Y si le diéramos el esquinazo?», propuso Syu, observando cómo Kwayat se alejaba.

Puse los ojos en blanco.

«¿Y si nos encontramos con el golem de bronce?», le retruqué.

Syu hizo una mueca y asintió con la cabeza.

«Tienes razón. Pero caminemos guardando una distancia prudente.»

Sonriendo a medias, me dispuse a seguir a mi instructor. El demonio caminaba rápido y subía incansablemente. Obviamente tenía más aguante que yo, pensé con amargura. Claro que yo no había comido nada desde hacía… bueno, demasiado tiempo para desear contarlo, y él…

Fruncí el ceño, haciéndome una pregunta curiosa: ¿qué había comido Kwayat durante todo ese tiempo? No tenía arco ni espada. ¿Sabría cazar utilizando artes celmistas? Jamás lo había visto utilizar las energías, salvo el primer día en que lo había conocido, cuando había estado a punto de lanzarle un choque mental a Aryes y, aun así, no estaba segura de qué energía había utilizado entonces.

La colina se había transformado en monte pero Kwayat no se paró hasta pasada una hora, girándose hacia los lados, como buscando algo con algún sexto sentido. Cuando, resoplando, lo alcancé y me quejé de su ritmo, no me prestó atención alguna. Tan sólo soltó un: «esto es extraño» y siguió subiendo, con una expresión que inhabitualmente denotaba curiosidad. Y cuanto más subíamos, más me preguntaba por qué demonios Kwayat le atribuía tanta importancia a ese «silbido energético». A lo mejor se trataba de una simple ardilla, rezongué mentalmente, mientras seguía, obediente, a mi instructor, cansada, hambrienta y, visiblemente, olvidada de él.

5 Estatuas

Las Hordas eran infinitas y el bosque parecía no querer acabar. Y Kwayat, desgraciadamente, era tan obstinado que no parecía querer darse por vencido. Se había obsesionado claramente por esa «extraña impresión» de la que hablaba y que yo no había notado en ningún momento durante la exploración. Syu empezaba a sugerirme que lo detuviese y que le explicase que necesitábamos descansar un rato, además de comer y buscar un arroyo para beber, pero algo en la expresión de Kwayat me impedía interrumpirlo.

Finalmente, llegamos a un claro, y me alegró ver el cielo, aunque estuviese gris y oscuro. Me senté en un tronco, en el linde del bosque, mientras Kwayat daba una vuelta, concentrado, como si estuviese elaborando un sortilegio o algo así. Solté un suspiro cansado.

«Yo ya no me muevo de aquí», le anuncié a Syu, estirando las piernas doloridas de tanto subir cuestas. «Hasta se me ha ido el hambre del sueño que tengo.»

«Buena idea», aprobó el mono gawalt, bajándose de mi hombro y saltando a una rama. «Voy a trepar hasta arriba de este árbol para conocerlo bien y luego nos vamos a dormir. Total, el día está demasiado oscuro como para que uno se pueda creer que es de día.»

Aprobé con un gesto de la cabeza y cerré los ojos, imaginándome que estaba sentada en mi cama y que pronto podría tumbarme y soñar con magos poderosos perseguidos por un enorme gigante que quería comérselos vivos. Desde el apacible sueño, los desastres parecían menos terribles. En cambio, pensar que estaba perdida en un bosque con un demonio que oía voces o vibraciones o lo que fuese era de lo más inquietante.

Abrí de pronto los ojos al notar algo frío contra mi piel: me había deslizado del tronco y me había caído en la hierba mojada, medio dormida. Sacudí la cabeza, me levanté a medias, subí al mismo árbol que Syu y lo encontré profundamente dormido en un hueco bastante cómodo y lo bastante grande para mí. Delicadamente, cogí al mono entre mis brazos, me coloqué en su sitio y abrazando suavemente a Syu para que no se cayera, caí dormida pesadamente.

Desperté con la sensación de tener un hierro candente en la espalda. Me giré dolorosamente al percatarme de que dormir en un árbol quizá pudiese ser una buena solución para un mono, pero desde luego para mí me hubiera convenido más una buena cama.

Aparte de eso, tenía un hambre canina y tomé la urgente decisión de buscar algo para comer. En ese momento, Syu apareció en una rama cercana con una gran sonrisa.

«¡El instructor se ha ido!», me anunció.

Me quedé boquiabierta.

«¿Cómo que se ha ido?»

En mi precipitación por bajar del árbol, a punto estuve de torcerme un tobillo. Recorrí todo el claro mirando por todos los lados, y hasta acabé gritando una o dos veces el nombre de Kwayat, sin obtener respuesta.

«Déjalo, ¿por qué no vamos a buscar algo de comer?», me preguntó Syu, exasperado al verme tan agitada.

No podía ser, me repetí, sentándome en una piedra y tratando de reflexionar. No era normal que Kwayat se hubiese marchado así, sin avisar. Era de lo más inusual. Sobre todo después de que me dijese que le había costado encontrarme. ¿Podía ser que continuase buscando eso que tanto le llamaba la atención y que no se fijase en que yo me había quedado dormida en un árbol? Me parecía imposible que no se hubiese dado cuenta.

Sentí una oleada de rabia y tristeza que muy pocas veces había llegado a sentir. Estaba sola en un lugar que no conocía, perdida después de haber seguido ciegamente a un instructor que me había dejado plantada. A menos que hubiese ido a buscar comida, pensé con esperanza. O bien había pensado seguir su búsqueda sin mí, puesto que yo no era capaz de seguirlo.

Gruñí, irritada.

«No debería darle tantas vueltas a las cosas», le dije a Syu con filosofía. «Si resulta que Kwayat me ha abandonado, cosa que no creo, entonces ya puede olvidarse de mí.»

«¿Abandonado?», repitió el mono, con una sonrisita. «¿Y desde cuándo lo necesitábamos?»

Con la moral algo más alta, me fui a buscar comida. Aquel día, los primeros rayos de sol atravesaron al fin la oscuridad, y eso me levantó todavía más el ánimo. Al fin, pudimos comer unas raíces y encontramos tres manzanos silvestres cargados de frutos hinchados de agua.

Estaba comiéndome una manzana bien jugosa cuando lo sentí. Era una sensación extraña, como una presencia bréjica que quería introducirse en mi mente y al mismo que parecía tímida. Empecé a entender las palabras de Kwayat: “siento que alguien me sigue sigilosamente… o tímidamente”.

Instintivamente, me había girado hacia todas las direcciones. Prudente, solté un sortilegio armónico para esconderme de esa presencia que parecía estar cerca, demasiado cerca.

Syu, colgado de la rama de un manzano, se había tensado, alerta.

«¿Sientes algo?», pregunté, sin dejar de mirar a mi alrededor con cautela.

El mono se encogió de hombros y se descolgó de la rama para caer sobre mi hombro.

«He creído notar algo», gruñó. «No me gusta esa sensación. ¿Qué crees que es?»

El bosque estaba tranquilo. No se oía el menor ruido. Lo cual, me daba cuenta ahora, era sumamente extraño. Empezaba a sentir un pánico que mi imaginación alimentaba prolíficamente.

«Debe de ser algo gordo», afirmé al cabo. No quería decirlo, pero estaba convencida de que en alguna parte, no muy lejos de ahí, me acechaba una criatura horrible, un oso sanfuriento o un tigre de las Hordas o… ¡Podía haber tantas cosas en un bosque!

Con los ojos dilatados por el miedo, di un salto y me subí al primer árbol suficientemente grande que encontré. La sensación extraña se acrecentaba cada vez más. Encaramada en una rama bastante alta, esperé en compañía de Syu, mirando hacia abajo con desasosiego. Me aliviaba saber que, ahí donde estaba, estaba segura, libre de los peligros del sotobosque. Ahora sólo hacía falta esperar a que pasase el peligro.

No tuve que esperar mucho. Pero, desde luego, lo que vi no era lo que esperaba. Desde mi posición privilegiada, vi aparecer, corriendo con sus cuatro patitas cortas, a una criatura que jamás en mi vida había visto. Tenía la piel de un color rojo oscuro y llameante. Tenía cuernos sobre la cabeza y una cola dividida en dos hacia la punta que seguía el movimiento rápido del avance del… miré boquiabierta a la criatura.

«¡Es un dragón!», exclamé.

A Syu no pareció gustarle la noticia. Yo sentía una mezcla de fascinación, extrañeza y asombro. ¿Qué hacía un bebé dragón en las Hordas? ¡Todo el mundo sabía que los matadragones se habían ocupado de que los dragones se marchasen de las Hordas!

Y para colmo, dos minutos después de que apareciese el dragonzuelo, surgió Kwayat, andando tranquilamente, juntando las manos debajo de su luenga capa negra. Miró al dragón como con cariño y, al de un rato, levantó la cabeza y me vio agarrada a la rama, contemplándolo con estupefacción.

—Buenos días, Shaedra. Ya veo que has dormido profundamente. Mientras dormías, me he encontrado con la fuente de toda mi curiosidad.

Y diciendo esto, señaló al dragón con un índice largo y pálido. Tragué saliva con dificultad.

—¡Kwayat! —pronuncié, con una vocecita—. ¡Es un dragón!

—Una dragona —asintió Kwayat—. Sí. Si bajas, te la presento.

—¿No es peligrosa? —pregunté, mirando al dragón con curiosidad.

—Somos más peligrosos que ella —me aseguró el demonio.

Un minuto después, aterricé en el suelo y vi que la pequeña dragona, que no medía más de un metro de altura, cogía una manzana y se la tragaba muy delicadamente. Todo su ser desprendía una aureola muy peculiar.

—Así que es ella la que provoca esta sensación de… de…

—¿De atracción? —sugirió mi instructor—. Ya lo creo. Nos estaba buscando. Y me gustaría saber por qué.

La dragona se había girado hacia nosotros y nos miraba con ojos inteligentes que no me acababan de caer bien del todo. ¿Y si Kwayat se equivocaba? ¿Y si lo único que estaba buscando la dragona era comida fácil?

Sólo en ese momento me di cuenta de que Syu se había quedado prudentemente en el árbol y tuve que reconocer que era el más listo y cobarde de los dos.

De pronto, la dragona dio un paso para adelante y yo enseguida reaccioné, dando un paso precipitado hacia el árbol. Kwayat soltó un gruñido exasperado y chasqueó la lengua. Nunca lo había visto tan expresivo y emocionado.

—No te muevas —me ordenó—. La dragona sólo quiere conocerte. Te olfateará y después establecerá un contacto, como ha hecho conmigo, no temas.

Lo miré con los ojos abiertos como platos. ¿Qué no tema?, me repetí. Estuve a punto de soltar una risita nerviosa.

«¡Huye! ¡Sube!», gritó Syu, atemorizado por lo que podía pasarme.

Su miedo era contagioso, pero estaba tan paralizada que no pude ni huir. La “pequeña” dragona llegó hasta mí y sus ojos negros de azabache me examinaron de cerca mientras yo temblaba como una hoja de otoño. Cuando enseñó sus dientes, creí que me iba a desmayar, noté su contacto caluroso y escamoso contra mi pierna y estuve a punto de darle una patada, lo que hubiera sido un error terrible, pero al final la dragona no me hizo nada. Cuando retrocedió, sus ojos me parecieron burlones.

—¿Ves? La dragona sólo quiere conocernos —dijo Kwayat, conservando una serenidad irritante.

Yo estaba sudando a mares, o al menos tenía esa impresión. Y Syu me reprochaba el no haberle hecho caso. Sentía su miedo y su alivio a través del kershí.

—¿Es una dragona de verdad? —pregunté al de un rato, mientras esta se marchaba tranquilamente hacia los manzanos para seguir comiendo.

Kwayat me miró enarcando una ceja.

—¿A ti no te parece una dragona de verdad?

—Sí… Claro que sí, pero no sabía que los dragones comieran manzanas. Ni que hubiese dragones tan pequeños…

—Es una cría. Aunque no parece ser del todo joven. Y hay algo anormal en ella. En general, ningún dragón abandona a sus crías. Y ésta… sospecho que no tiene padres.

—Los dioses quieran que tengas razón —resoplé, imaginándome ahora la venida destructora de un dragón rojo adulto.

—Debe de tener una historia trágica —prosiguió, distraído, el demonio—. Por el momento sólo he conseguido entender dos cosas: que la dragona está sola en las Hordas, y apostaría a que no quedan más dragones en toda la cordillera, y que la pobre criatura necesita nuestra ayuda.

—¿Ella nos necesita a nosotros? —articulé, impresionada.

Kwayat levantó una mano autoritaria.

—Necesito que no interfieras. Tengo que conocer a esta criatura más a fondo. ¿Acaso hay alguien que tuvo la suerte de encontrar una cría dragona sin los progenitores? Esta es una oportunidad única.

Me rasqué la mejilla, mirándolo con asombro.

—¿Qué vas a hacer?

Kwayat no contestó a mi pregunta.

—Vuelve al claro. O mejor: vuelve a Ató. Te alcanzaré en unos días.

—No puedo creerlo —solté, incrédula—. ¿Me estás echando?

—Para estudiar a un ser vivo, es mejor que no interfieran otros seres vivos —replicó Kwayat, con tono de experto.

Estaba fascinado por la criatura, observé. Un demonio que sin duda debía de haber vivido miles de aventuras estaba fascinado por una criaturilla con escamas rojas. ¿Acaso era el primer dragón que veía en su vida?, me pregunté, sin entenderlo. ¿Cómo podía sentir tanto interés en estudiar una dragona y tratarme de esa manera, largándome de esa forma?

Puse cara enojada y me encogí de hombros.

—Está bien. Ya que estás tan ocupado, no interferiré —dije, gruñona—. Adiós. Y, adiós también a ti, joven dragona —añadí, dirigiéndome a la criatura alada que parecía más interesada en comer manzanas que en satisfacer la científica curiosidad de Kwayat.

Iba a darles la espalda cuando Kwayat, como despertando de su ensimismamiento, me llamó:

—¡Espera! No puedes marcharte. Los Comunitarios —pronunció—. Pueden venir en cualquier momento. No puedes irte sin mí. ¿Dónde tengo la cabeza? —Se golpeó la frente con el puño; su expresión denotaba cierta frustración por el contratiempo.

—No te preocupes por mí —mascullé, aún enojada—. Sé esconderme. No me encontrarán.

Kwayat me miró con una cara escéptica.

—Son demonios. Y dos de ellos son buenos celmistas. Me temo que no puedes irte, no.

Que me echase, era una cosa, pero que me obligase a quedarme junto a él, con una dragona, ¡era algo muy diferente!

—Tengo que encontrar a Lénisu —dije.

—Te dije que estaba bien. Buscándolo sólo facilitarías la tarea a los guardias de Ató.

—Ya no lo están buscando, según me dijiste —protesté—. Y además tengo que recuperar al bastón. No puedo dejarlo en manos de un desconocido.

—Yo no puedo irme de aquí —replicó con firmeza Kwayat—. Y tú te quedarás conmigo.

Iba a protestar pero entonces la dragona soltó un rugido y me sobresalté, temblando de miedo. ¿Qué persona mínimamente sensata se quedaría más tiempo junto a una criatura así?, me pregunté, exaltada sin embargo por haber oído el rugido de un dragón rojo. Me hubiera gustado que Akín estuviera ahí para poder decirles con orgullo a su familia que, al fin, había podido matar a un dragón de verdad. Pero en aquel instante yo deseaba ante todo irme lejos de ahí, y dejar tranquila a la dragonzuela abandonada. Una cosa era decir que los ternians tenían sangre de dragón, y otra creérselo realmente, me dije, irónica.

—No puedes marcharte —insistió Kwayat, mirándome a los ojos.

No pude sostener más tiempo la mirada fija e implacable de Kwayat. Entendía que no pudiese dejarme marchar. Aunque presentándolo de esa forma había conseguido hacerme sentir como una especie de prisionera, sensación que me era muy desagradable. Pero no podía hacer otra cosa que obedecerle: sin él, me convertiría en un kandak y los Comunitarios me enviarían los dioses sabían dónde.

—Está bien —concedí al fin, vencida—. Pero tú te ocupas de traernos la comida.

Sentí, más que vi, la sombra de una sonrisa dibujarse en el rostro del demonio.

* * *

«¡Corre, Syu, corre!», grité, riendo, al notar que el mono se estaba quedando atrás.

El mono avanzaba más lentamente que normalmente y hasta empecé a inquietarme por su lentitud, preguntándome si no iba a caer enfermo o algo así, pero, de pronto, salió disparado, saltando de rama a rama a una velocidad espeluznante. Me di cuenta entonces de lo traicionero y bromista que podía llegar a ser. Sorprendida por el cambio repentino de ritmo en la carrera, sentí mi jaipú desestabilizarse y perdí el equilibrio como una nerú novata. Y Syu ganó la carrera.

—¡No vale! —exclamé, riéndome a carcajadas, tumbada en el suelo, sobre la hojarasca otoñal.

El mono gawalt dio una voltereta e hizo una reverencia.

«No te fíes nunca de un mono gawalt», sentenció solemnemente.

Le agarré la cola y estiré, y tras su grito indignado, empezamos un juego de pelea tonta, y volvimos a hacer una carrera, esta vez sin trampas.

Era uno de los pocos pasatiempos que podíamos encontrar en ese bosque. El primer día, había construido una pequeña cabaña, para Kwayat y para mí; también había confeccionado una especie de cantimplora con unas enormes hojas impermeables y había quedado bastante satisfecha al ver que no caía ni una gota. Los tres primeros días, había observado cómo Kwayat y la dragona iban poco a poco trabando amistad, aunque cuando le preguntaba a Kwayat si conseguía hablar con ella por vía bréjica, me contestaba que no se trataba de un diálogo exactamente, sino de una conexión de impresiones y sensaciones. Y decía que la dragona era muy inteligente, que tenía una historia efectivamente muy trágica, pero cuando yo le pedía que detallase aseguraba que aquello no era lo más apasionante y que él se interesaba sobre todo por la dragona presente y no por su pasado.

Me daba la impresión de que Kwayat había dejado de razonar correctamente, cosa que me extrañaba muchísimo porque siempre había sido un demonio muy razonable. Cierto era que su temperamento sereno apenas había cambiado, seguía meditativo las más de las veces, serio como un personaje de tragedia. Pero hasta entonces nunca le había visto mostrar interés por otra cosa que por mi educación sobre la Sreda. El encuentro con la dragona parecía haber despertado en él antiguos recuerdos. ¿Acaso había sido algún día especialista de dragones? Podía ser. En realidad, lo que sabía acerca de Kwayat era francamente poquísimo.

Los días pasaban y Kwayat seguía sin decirme qué pretendía aprender pasando tanto tiempo con la dragona. Yo procuraba no acercarme mucho a la criatura. Después de todo, ¿cómo saber si no iba, de pronto, a entrarle hambre a la dragona? Un mordisco de esos dientes afilados podía perfectamente acabar con mi preciada vida. En eso, Syu y yo coincidíamos. Para ambos, Kwayat nos parecía un inconsciente. Pero claro, él parecía casi inmortal. Al menos esa impresión daba cuando se acercaba tranquilamente a la dragona.

Esta había decidido instalarse cerca de los manzanos y, por las noches, dormía a unos treinta metros de nosotros. Le encantaban las manzanas, lo cual a Syu y a mí no nos hizo ninguna gracia porque ya no nos atrevíamos a acercarnos a los árboles.

Esta situación duró cinco días. Cinco largos días en los que yo no notaba ningún progreso en la relación entre Kwayat y la dragona, a la que Syu y yo habíamos apodado secretamente «La Manzanona».

Pero en el atardecer del quinto día, los acontecimientos se precipitaron. Era un día primaveral, hacía sol, no llovía y el frío era soportable. Yo me había tumbado en la hierba del claro, para aprovechar de los rayos de sol, y me entretenía viendo pasar las nubes, intentando no pensar en las ganas que tenía ya de moverme de ahí e irme en busca de Frundis y Lénisu.

El sol estaba desapareciendo detrás del monte y los árboles se iban pintando de un hermoso color anaranjado. La luz era tranquila y el aire diáfano, y hasta se oían algunos pájaros cantar. En un momento, vi pasar un aguilucho cerca del monte, dando vueltas y vueltas, y me preguntaba, con cierta aprensión, si estaría pensando en atacarme a mí, cuando aparecieron de pronto cuatro siluetas en el claro.

Las observé como en un sueño, aturdida. La figura de la izquierda era un humano de piel negra, de ojos astutos y pelo encrespado y revuelto. La segunda figura era la de una mujer de rasgos peculiares: pelo negro, escamas verdáceas sobre los ojos, cara redonda y piel oscura. Era difícil adivinar a qué raza pertenecía, pero sin duda tenía algo de ternian, aunque algunos rasgos concordaban con los tiyanos, lo que era en sí muy extraño, ya que los ternians y los tiyanos no solían mezclarse nunca.

El tercer saijit era un elfo oscuro, más bajito que la media, con ojos grandes y unos labios gruesos y muy pálidos. Y el último era un humano de piel muy blanca y pelo castaño oscuro. Jamás había visto un rostro tan perfecto ni tan trágico: por su expresión parecía haber vivido las peores pesadillas y las más tristes tragedias. Algo en él me recordaba a Kwayat aunque su juventud era más evidente.

Los cuatro llevaban ropa de viaje, y al menos dos de ellos iban armados: el humano negro tenía un arco y un carcaj y el elfo oscuro llevaba un sable. Lo normal, para viajeros, pensé, enderezándome, sin dejar de tener la impresión de que estaba soñando.

Recibí una discreta pero urgente llamada de Syu, desde algún sitio, en los lindes del claro. Creo que eso fue lo que me hizo darme cuenta de que estaba en peligro. ¿Quiénes podían ser esos saijits? Algo me decía, en mi instinto, que eran los Comunitarios. ¿Quién, si no?

Iba a levantarme cuando de pronto recibí una descarga eléctrica que me recordó al accidente ocurrido en Dathrun con la atrapadora y Jirio. Eran pequeñas descargas que me convulsionaban toda entera, o al menos esa impresión tenía. Se tensaron mis músculos y sentí un creciente nerviosismo. Al fin, me deshice de mi abrumamiento mental, furiosa y aterrada por lo que me estaban haciendo esos desconocidos. Tuve la sensación de que algo en mi interior se apoderaba poco a poco de mi voluntad y pasé a sentir miedo. ¿Era acaso posible que un sortilegio pudiese controlar los movimientos de otra persona?

Pronto entendí que ahí no estaba la fuente del problema. Los Comunitarios estaban agitando la Sreda que me habitaba. Aun sabiendo eso, o sospechándolo, me fue imposible ir más allá en mis reflexiones.

La única mujer del grupo se avanzó, levantó una mano enguantada en unos guantes de color violáceo con un símbolo geométrico que representaba un globo rodeado de rayos de luz centelleante. La que parecía ser increíblemente una nískar, es decir medio ternian, medio tiyana, pronunció estas palabras con una voz monocorde:

—Shaedra, hija de Zaix, discípula de Kwayat, estás convocada a una audiencia a Aefna, el segundo Drusio de Tablonas para enseñarnos la evolución de tu aprendizaje y tu integración en la comunidad de los demonios. Requerimos tu presencia para aquel día.

Parpadeé, atónita, mientras ella bajaba el brazo.

—Y por cierto, encantada de conocerte —añadió, con una media sonrisa que rompió todo la atmósfera artificial e inquietante que había creado su escena.

—Vaya —solté, aliviada de ver que no me querían electrificar ni nada de eso—. ¿Son ustedes los Comunitarios?

—Luldy, para servirte —contestó ella—. Y aquí te presento al irreemplazable Dadvin, al valiente Kierrel y nuestro inestimable Sahiru. Somos los censores de los Comunitarios, sí. Y aunque últimamente no tenemos mucho trabajo, seguimos luchando por restaurar la paz entre los demonios.

—¿Restaurar? —repetí, interesada—. ¿Así que ya hubo algún día paz?

Luldy me miró atentamente durante unos segundos y, de pronto, soltó una carcajada.

—Que yo recuerde, no. Pero sabemos que puede existir. Y mientras tengamos esperanza, podemos obrar para que el mundo sea mejor.

Hice una mueca pensativa.

—No lo dudo —dije, mirándolos a todos, tímidamente—. ¿Y se puede saber por qué os interesáis por mí?

—¡Qué pregunta! ¿No eres un nuevo demonio de la comunidad de Zaix?

—Sí…

—¡Ahá! Nosotros nos interesamos por los demonios nuevos —intervino Kierrel—. Por los que pueden traer nuevas ideas. Hasta ahora, los demás demonios los acogían y los convertían a sus ideas. Ahora, nosotros queremos que se renueven las ideas.

—Sois unos reformistas progresistas —entendí, recordando las aburridas terminologías políticas que el maestro Jarp nos había enseñado.

Sahiru, en ese momento, dio un paso adelante, con su expresión fascinante y trágica.

—Somos unos renovadores. Y buscamos a innovadores. Y somos unos demonios malditos que se obsesionan por buscar lo que nunca encontrarán.

Sus ojos grises y oscuros me contemplaban fijamente. Era muy incómodo sostener esa mirada.

—No seas tan pesimista, Sahiru —replicó Luldy—. Y no hace falta entrar en discusiones de ese tipo ahora, delante de Shaedra. Por cierto, ¿dónde está Kwayat?

—¿Kwayat? Oh, debe de estar por ahí.

Por un momento, dudé en decirles que probablemente estaba demasiado ocupado con su dragona para advertir que los Comunitarios acababan de llegar con sus extrañas siluetas y sus extraños discursos.

Pero precisamente en ese momento advertí un movimiento detrás de los Comunitarios. Kwayat surgió envuelto en su capa negra, como una aparición.

—Ahí está —indiqué, al ver que los demás no se enteraban de que llegaba.

Dadvin, Luldy, Kierrel se giraron bruscamente. Sahiru, en cambio, puso una expresión como resignada antes de darse la vuelta lentamente hacia el recién llegado.

—Buenos días, instructor —dijo Luldy, con un tono falsamente alegre.

Observé cómo Dadvin, Luldy y Kierrel se tensaban, mientras Sahiru y Kwayat se miraban tranquila y fijamente. Estuvimos así unos segundos, hasta que yo solté una exclamación de sorpresa al notar una presión contra mi pierna.

Iba a apartarme vivazmente cuando vi que tan sólo era Syu.

«Estás nerviosa», observó el mono gawalt, con reproche. «Eso significa que esas cuatro personas no son amigas. ¿Por qué no nos vamos de aquí?»

«Me gustaría», contesté. «Pero tengo curiosidad por ver lo que puede pasar. Y no me digas nada, los gawalts también son muy curiosos.»

El mono gawalt se subió hasta mi hombro y resopló.

«Como quieras. Pero recuerda: corro más rápido que tú, así que si hay alguien que se salva aquí, seré yo.»

«No dramatices tanto», gruñí, aun así divertida.

Al ver que Dadvin, Luldy y Kierrel se habían girado hacia mí, sorprendidos, les dediqué mi sonrisa más apaciguadora.

—Es Syu, mi amigo. Me ha asustado —expliqué, sonrojándome.

Después de echar otra ojeada curiosa hacia el mono, se giraron hacia Kwayat otra vez y decidí que lo más lógico era acercarme a mi instructor, cosa que hice preguntándome de paso dónde podía estar ahora La Manzanona.

«Comiendo manzanas, obviamente», respondió Syu, con rencor.

«Creí que preferías los plátanos», observé.

«Eso no significa que no me gusten las manzanas», gruñó él.

Dejamos nuestra conversación para escuchar las palabras amenazantes de Kwayat.

—¿Qué le habéis dicho a mi discípula?

—¡Nada! —aseguró Luldy, muy educadamente, aunque algo nerviosa—. Sólo le estábamos contando quiénes éramos, lo cual es normal, visto que no nos conocía…

—Entiendo —la interrumpió Kwayat con más tranquilidad—. ¿Y cuál es vuestra conclusión, estimados censores?

Su tono era claramente sarcástico y empecé a preocuparme: ¿no habría perdido la cabeza con esa dragona?

«A lo mejor se ha enamorado», insinuó Syu, con una gran sonrisa burlona.

«No digas tonterías», repliqué, resoplando mentalmente.

El caso es que los Comunitarios parecían tenerle cierto respeto a Kwayat. Como sospechaba, Kwayat debía de tener un pasado bastante relleno. Quién sabe, podía haber sido cualquier cosa. Pero aun así, no veía por qué les hablaba de manera tan mordaz a unos demonios que apenas acababan de llegar y que hablaban tan educadamente.

Luldy carraspeó, como perdida, y advertí la rápida mirada que le dirigió a Sahiru. Este último dio un paso hacia delante, otro, hasta llegar a nuestra altura. Y, persuadida de que Sahiru iba a decirle algo a Kwayat, me quedé helada cuando vi que sus ojos se habían posado sobre mí.

Enseguida pensé: ¿y si realmente iba en serio eso del test? ¿Y si Sahiru descubría algo anormal? ¿Y si resultaba que ya me estaba convirtiendo en una kandak? ¿Cómo podía saberlo yo?

Y otra inquietud vino a sumarse a estas. ¿Y si descubrían que tenía parte de una filacteria de lich en mi interior? No tenía ni idea de qué reacción podrían tener entonces. Si los demonios preciaban tanto la Sreda como símbolo de vida, ¿qué podían pensar de una ternian que tenía una parte de muerto-viviente dentro? Mi mente empezaba a hervir de tanta inquietud y, pese a las reflexiones exasperadas de Syu, no pude más que devolver a Sahiru una mirada llena de ansiedad.

Los ojos de Sahiru no eran amenazantes como los de Kwayat. Eran ojos desalentados, tristes. No parecía estar totalmente concentrado en lo que hacía. Mejor, pensé, estremeciéndome cuando Sahiru tocó mi frente con ambas manos. Syu, con un pequeño grito, salió corriendo despavorido.

Enseguida noté la presencia que proyectó Sahiru a mi alrededor. Esta vez, no solamente me observaba, sino que atravesaba mis primeras murallas mentales con una facilidad asombrosa. Hubiera podido romper el contacto, y entonces todo su complicado sortilegio se habría desmoronado y Sahiru no habría podido sacar nada en claro… pero si lo hacía, Sahiru creería que tenía algo que esconder o que quería oponer resistencia. Intenté imaginarme cómo quería Kwayat que reaccionase, pero no era fácil adivinar los retorcidos pensamientos de una persona tan impasible como él.

Pronto me di cuenta de que Sahiru no estaba intentando analizar mi mente. Simplemente buscaba la esencia de la Sreda. Y en ese plan, no tenía yo nada que ocultar, pensé aliviada. Aun así, no bajé la guardia y observé con atención cada paso de Sahiru, aunque al de un rato no me fue fácil seguirlo: sus saltos eran, para mí, impredecibles. Pasaba de una parte a otra sin aparente lógica. Claro que, ¿cómo iba a saber yo lo que era lógico o no en la Sreda? Y mientras tanto, me venían otras preguntas molestas: ¿por qué Kwayat no me había avisado de que los Comunitarios necesitarían utilizar sortilegios para cerciorarse de que no era una kandak? ¿Y por qué Kwayat nunca me había dicho nada sobre esos sortilegios? Porque eran de hecho sortilegios, pero no tenían nada que ver con la endarsía o la bréjica u otro tipo de arte celmista. Yo misma era incapaz de divisar un trazo energético lógico en los continuos sortilegios que me estaba soltando Sahiru. Era como un flujo energético ininterrumpido que me envolvía… como una araña envuelve a su presa en su telaraña.

Aun así, había una corriente y una presencia, la de Sahiru, que seguían una ruta precisa aunque incomprensible. Al de un momento, noté, perpleja, la presencia de otras personas y al cabo de un rato entendí el misterio y giré unos ojos sorprendidos hacia el humano, la nískar y el elfo oscuro: Dadvin, Luldy y Kierrel estaban también ahí. Pero sus fuerzas energéticas —o lo que fuese— llegaban desde Sahiru. Concluí que los cuatro debían de estar unidos por algún lazo extraño. Recordaba haber leído cosas sobre los vínculos forjados. No era necesario crear un vínculo para actuar sobre un mismo objeto, pero sí que lo era para unir las energías a través de un solo individuo: de modo que los Comunitarios compartían un vínculo forjado. Sumida en mis reflexiones y satisfecha de mí misma por haber encontrado tal misterio yo solita a partir de los conocimientos que había podido adquirir nada menos que gracias a un libro, perdí el rumbo que había tomado Sahiru y tan sólo volví a encontrarlo cuando se rompió de pronto el contacto.

Fue como si, repentinamente, me hubiese empotrado contra el suelo, de pie, y que el suelo también hubiese pegado un bote al mismo tiempo. Resoplé con los ojos muy abiertos y me tambaleé, mareada. Nadie se ofreció para ayudarme, de modo que fue una suerte que no me hubiese derrumbado. Al de un minuto, sin embargo, ya me había recobrado y, vista la rapidez con que hablaban entre ellos Kwayat y los Comunitarios, creo que no me perdí nada.

«Locos», oí comentar a Syu, mientras volvía a colocarse sobre mi hombro con mala cara. «Están locos. Siempre con sus manías extrañas.»

«¿Qué crees que ha utilizado Sahiru para realizar ese sortilegio?», pregunté, intrigada. «¿Crees que es sryho? Dijo Kwayat que era una energía que salía de la Sreda. Debe de ser eso.»

«Buaj», respondió Syu, agitando la cabeza. «¿Tú también estás mal de la cabeza? ¿Qué importa la energía que haya utilizado? ¡Lo que importa es que se ha metido en ti!»

Puse los ojos en blanco.

«No exactamente. Es más bien como si hubiese estado analizando la estructura de mi Sreda.»

«La… ¿qué?», repitió el mono gawalt, perplejo.

«Te lo explicaré después», le aseguré.

El gruñido exasperado de Syu denotaba claramente su estado de ánimo. Era inútil que me repitiese, y lo sabía, que debí haber salido corriendo nada más ver a los Comunitarios entrar en el claro.

Sahiru había retrocedido unos pasos hasta unirse con sus compañeros y guardó silencio mientras Luldy decía:

—La conclusión es: todo está en orden. Sigue instruyendo a Shaedra sobre los principios de la Sreda y de los demonios, y todo irá bien el día en que se tenga que presentar ante el Consejo.

Sahiru y Kwayat se miraban largamente, inmóviles, hasta tal punto que me evocaban dos rocas trágicas y testarudas. Al fin, Kwayat pasó a mirar a Luldy.

—¿Qué día?

—El segundo Drusio de Tablonas —contesté. Como Kwayat enarcaba una ceja, añadí, señalando con un movimiento de cabeza a Luldy—: me lo ha dicho ella. ¿Supongo que hay que tomárselo como una invitación? —dije, dirigiéndome a los Comunitarios.

Luldy hizo una mueca.

—Es una convocatoria —me corrigió.

—¿Una convocatoria? —repetí—. ¿Tengo que estudiar para eso?

Los Comunitarios se miraron, sin entenderlo, hasta que Dadvin soltase una carcajada.

—La muchacha quiere saber si tendrá que pasar un examen de esos que pasan los saijits en sus escuelas —explicó, riéndose, mientras yo me sonrojaba—. En eso no te preocupes, no vas a tener que recitarnos la Historia de los demonios ni esas cosas. Preferimos el presente al pasado.

Esa reflexión me dejó meditabunda. Me entró entonces complejo de reaccionar tan rápido como Kwayat o Sahiru, de modo que sacudí un poco la cabeza para centrarme en lo que importaba en aquel momento.

—Entonces, ¿qué queréis saber más? —pregunté—. Hoy habéis visto mi Sreda, y al parecer aprendo bien y rápido, según vosotros. Todo está impecable, ¿por qué es necesaria una etapa más?

—Nosotros no hemos dicho que aprendieses ni bien ni rápido —apuntó Kierrel. En su rostro oscuro de elfo, sus ojos rojos sonreían como con burla.

—¿Eso significa que aprendo lento y mal? —gruñí, asustada y enojada al mismo tiempo.

—No —replicó él—. Luldy tan sólo ha dicho que tienes que venir a la convocatoria, e irás.

«El segundo Drusio de Tablonas», repetí, mentalmente. «No me tengo que olvidar de la fecha.»

«No cuentes conmigo para recordártela», replicó el mono, con un mohín.

Carraspeé silenciosamente.

«Me temo que Kwayat se encargará de recordármela, de todas formas.»

Después de esto, los Comunitarios pasaron a hacer a Kwayat preguntas que, por las parcas contestaciones de éste, no parecían tan triviales, aunque a mí me lo parecieron. Tan sólo pude constatar otra vez que Kwayat no les tenía mucho aprecio a los Comunitarios.

Al fin, se despidieron y se fueron, adentrándose otra vez en el bosque. Sahiru iba el último, y al llegar al final del claro, giró la cabeza hacia nosotros e hizo un gesto extraño. Kwayat le contestó con ese mismo ademán y Sahiru asintió levemente con la cabeza antes de seguir a sus compañeros. Miré a Kwayat, perpleja.

—¿Qué ha querido decir con eso? —pregunté.

Kwayat permaneció un momento en silencio y luego se encogió de hombros.

—Es una costumbre.

—¿De demonios?

—No. Es una costumbre de Sahiru.

—Pero tú también le has contestado. ¿Qué significa ese gesto?

Kwayat me miró con un brillo exasperado en la mirada.

—¿Por qué quieres saberlo?

Me sorprendió su pregunta y solté una carcajada.

—Obviamente, porque me gusta entender lo que se dicen dos personas delante de mí. ¿Es algo así como un saludo de amistad?

Un destello de ira brilló en los ojos de Kwayat.

—¿Un saludo de amistad? Ni lo sueñes.

No quiso hablar más del tema y me quedé con las ganas de saber. Desde luego, había una historia grave entre Kwayat y Sahiru. Quizá alguna deuda. O un acontecimiento trágico. Ambos tenían, sin duda, varios puntos comunes. Podían ser hermanos, o amigos de infancia, me imaginé, soñadora, y un día, algún drama los había separado.

—Ven. Ya es hora de volver al refugio. Mañana nos iremos de aquí. No podemos quedarnos más tiempo con Naura. Adelante.

Al tiempo que asentía, resignada, y apartaba de mi mente todas mis dudas y mis más que probables falsas invenciones, empecé a percatarme de las palabras de Kwayat. A medio camino del refugio, solté:

—¿Naura? ¿Has dicho “Naura”?

—Hablo de la dragona —explicó pacientemente mi instructor.

—¿Y por qué no me lo habías dicho? Llevamos varios días llamándola La Manzanona.

—¿Llevamos? —repitió Kwayat. Pero enseguida su mirada cayó sobre Syu—. Ah. Deberías evitar incluir al mono sin pensar, cualquiera podría malinterpretarlo.

Solté un gruñido que se parecía más a un resoplido y Syu me imitó con mucha elegancia.

—En cualquier caso —prosiguió Kwayat, metiéndose en el refugio para sacar el conejo que había cazado aquella tarde—, no podemos quedarnos más tiempo aquí.

—¡Estupendo! —exclamé, pero luego fruncí el ceño, inquieta—. ¿No será por algo que han dicho los Comunitarios?

—¿El qué?

Hice una mueca y confesé:

—Deberías explicarme algunas cosas. Como por ejemplo: ¿quiénes son exactamente los Comunitarios y qué poder tienen? ¿Qué me pueden hacer si voy a la convocatoria o si no voy? ¿Qué sortilegio me ha soltado Sahiru hoy? ¿Qué…?

—Ya, ya, bueno —me cortó—. Te lo voy a explicar —me prometió—. Pero antes —levantó el conejo para enseñármelo— habrá que cocinar.

Era el segundo conejo que comíamos en cinco días, y no iba a negar que me apetecía comer algo caliente. De modo que yo me fui a recoger leña mientras Kwayat se quedaba con la tarea menos agradable: la de despellejar al conejo.

No se podía decir que la técnica que utilizaba Kwayat para cazar conejos fuese práctica ni maravillosa: se contentaba con poner unas trampas con trozos de cuerda y palos. Pero era una técnica que no requería ni mucho material ni mucha energía. De ahí que sólo hubiésemos conseguido coger dos conejos en cinco días.

Cuando volví, fui yo quien encendió el fuego pero luego Kwayat quiso ocuparse de darle vueltitas al conejo empalado, pidiéndome con gravedad que me sentase y que escuchase sus palabras. De modo que, con mucha formalidad, le dejé ocuparse de la cena y, mientras Kwayat ordenaba sus ideas, me fijé en el bulto oscuro que se había tumbado a unos diez metros del fuego. La Manzanona, o mejor dicho, Naura, estaba cogiendo confianza, constaté, frunciendo el ceño.

—Para un demonio, es difícil entender la manera de pensar de los saijits —dijo de pronto Kwayat, muy ensimismado—. Así que supongo que para un saijit, debe de ser difícil entender a los demonios.

—Tampoco me parecéis tan diferentes de las demás personas que he conocido —le aseguré, como él no proseguía—. Aunque he notado que sois más… teatrales.

—¿Teatrales? No lo creo. En mi vida he sido una persona teatral. Aunque, si lo piensas bien, entre los demonios hay de todo.

—Como entre los saijits —observé, con una media sonrisa.

Kwayat se encogió levemente de hombros. Su rostro pálido estaba iluminado por el fulgor de las llamas cortas de nuestro pequeño fuego.

—Te consolará saber que no soy tan mal instructor como he sido durante estos últimos días: no te estás convirtiendo en un kandak —declaró después de un largo silencio.

Sentado a mi lado, Syu me soltó con aire burlón: «Enhorabuena.»

Miré a Kwayat a los ojos.

—¿Eso es todo lo que han aprendido los Comunitarios sobre mí?

—No creo. Pero es lo único que venían a comprobar.

Fruncí el ceño. Sentía que no me decía toda la verdad. Era una sensación bastante molesta a la que empezaba a habituarme: Lénisu era el primero en mantener sus secretos. Y Aleria también. Pero la sensación seguía siendo molesta.

—Bien. Supongo que estoy contenta.

—Deberías estarlo. Aunque podría haberte dicho eso mismo hace dos semanas. No hace falta tener a cuatro chupasangres colgados a nuestro cuello para saberlo.

Puse los ojos en blanco. Kwayat era poco dado a hablar mal de los demás. Por eso me extrañaba tanta acritud cuando hablaba de los Comunitarios.

—¿Por qué no te caen bien? —pregunté, curiosa.

—Dime, ¿qué impresión te han dado cada uno? —replicó, girando el conejo empalado.

Fruncí el ceño al darme cuenta de que era harto difícil explicar la impresión que había tenido al ver a cuatro demonios desconocidos aparecer delante de mí.

—Bueno… Luldy me ha parecido simpática. Teatral, pero simpática. Y me ha dado la impresión de que la asustabas.

—¿En serio? ¿Qué me dices de Kierrel?

—Kierrel… ¿el elfo oscuro? Me ha parecido simpático… aunque parece de esas típicas personas maniáticas.

—Y supongo que Dadvin también te ha parecido simpático —soltó Kwayat, con aire irónico.

Lo miré con sorpresa y asentí.

—Sí.

—Deberías definirme lo que significa simpatía para ti —suspiró—. Eres demasiado joven para poder entender…

Meneó la cabeza, sin acabar la frase.

—Cuando los conozcas mejor, de aquí a unos diez años, me dirás lo que piensas de ellos —concluyó.

—¿Y Sahiru? —pregunté.

—No —contestó—. A él nadie lo entiende.

Sus ojos se perdieron en el fuego y carraspeé.

—Tal vez sería un buen momento para sacar al conejo del fuego. No vaya a ser que se quede carbonizado un conejo tan bonito —añadí, relamiéndome, hambrienta.

Kwayat sacó el conejo y lo cortó en dos. Con horror, vi que tiraba una de las partes a la dragona. ¡Y encima la parte trasera, donde había más carne! Syu soltó un grito de protesta.

«¡La parte trasera, no!», soltó, quejumbroso. «¡La parte trasera, no!»

Se estaba burlando de mí, entendí. Hice una mueca y me crucé de brazos, intentando no mirar por el lado en que la dragona estaba devorando su exagerada porción.

—Es generoso de nuestra parte compartir con la dragona —declaró Kwayat, burlón.

—Bueno… he pensado que es mejor que se coma el conejo que a nosotros —contesté, con filosofía.

«Esa dragona nos está arruinando la vida», le gruñí a Syu.

Y ambos nos reímos, por lo contradictorias que habían sido mis dos frases seguidas.

6 Ciudad fantasma

Insistí tozudamente en dirigirme hacia el este, pero Kwayat consiguió disuadirme.

—Lénisu volverá a Ató de todas formas —me aseguró a la mañana siguiente.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro? —repliqué, gruñona—. Además, si lo hiciese, pensaría que ha perdido la cabeza —argumenté.

Pero, de camino hacia Ató, me detuve a pensar más detenidamente sobre la cuestión y me pareció que la idea de Kwayat no era tan mala finalmente. Lénisu volvería a Ató. Porque el Mahir tenía a Hilo, su espada. Y porque si no volvía, no estaría actuando tan insensatamente como solía.

El viaje a Ató fue de lo más original. Por primera vez, Kwayat me enseñó a adoptar mi forma de demonio a voluntad. Lo más difícil no era liberar la Sreda, sino controlar esa Sreda una vez que me había transformado. Según Kwayat, existían diferentes niveles de transformación, y temía que yo me dejase arrastrar demasiado. Le tranquilicé, diciéndole que, en la práctica, yo solía ser bastante prudente. Pero Kwayat se contentó con echarme una mirada escéptica que me dejó refunfuñona durante un rato.

El único problema de ser un demonio, o al menos el que se me presentó en aquel momento, era el de no poder controlar las energías, tanto dársicas como asdrónicas, una vez transformada, ya que cada vez que intentaba soltar un sortilegio, las energías se disgregaban al chocarse con la Sreda desatada.

Avanzábamos a toda prisa por el bosque, cruzando pequeños ríos y atravesando barrancos, pero, como no estaba habituada a correr sin utilizar el jaipú de manera sistemática, al principio me daba la impresión de estar dando botes sobre un hilo y perdí el equilibrio unas cuantas veces antes de conseguir correr de manera aceptable.

Kwayat me dijo que no todos los demonios tenían las mismas particularidades. Por ejemplo, a algunos les salían alas, otros tenían una visión muy buena y otros eran prácticamente ciegos pero tenían una sensibilidad mucho mayor. Existían muchas particularidades que, según Kwayat, no obedecían a ninguna lógica o al menos no a una lógica que pudiéramos entender. Según me iba citando las transformaciones que él había visto, yo me iba alegrando de mi suerte. Algunos debían parecerse a auténticos monstruos. Aunque yo no tenía un aspecto precisamente maravilloso: mis dientes eran afilados, mis ojos tan rojos como los de Aleria, y mis escamas de ternian, a lo largo de la columna, se hacían más puntiagudas y Syu me dijo que se parecían a púas, como las que tenía Naura, pero afortunadamente no eran lo suficientemente grandes ni afiladas como para estropearme la ropa.

Sin embargo, mi aspecto era lo de menos, ya que así transformada me cansaba aún menos viajando. Kwayat, en cambio, no se transformó. Tenía curiosidad por verlo bajo forma de demonio, pero mi instructor no pareció considerar mi curiosidad una razón válida para transformarse.

A Kwayat no le alegraba mucho la idea de haber abandonado a Naura en las Hordas, sola y huérfana, y la verdad es que yo misma había llegado a sentir afecto por esa criatura regordeta y peligrosa que, durante los cinco días en que habíamos convivido, tan sólo se había mostrado cariñosa e increíblemente glotona. Pero el caso era que no nos la podíamos llevar a Ató: hubiera sido un disparate, considerando que los ajensoldrenses tenían una cultura de anti-dragones muy desarrollada. Aunque mientras estuviesen en los libros, esas criaturas fascinaban a más de uno. Sinceramente, a mí Naura La Manzanona no me fascinaba exactamente, pero me entristeció dejarla ahí sola, sobre todo cuando, al despedirme de ella, me miró con una sonrisa dragona bastante parecida a la de Syu. Menos mal que Kwayat le había prometido que volvería, porque en el caso contrario creo que nunca nos habría dejado marcharnos.

Al sexto día, llegamos a las afueras de Ató. Kwayat me impuso dos horas de descanso para que me habituase otra vez al ritmo normal de la Sreda, porque decía que siempre había un intervalo de reposo para que no se desestabilizase.

Mientras descansábamos, sentados debajo de un árbol para protegernos de la sempiterna lluvia, pregunté:

—Entonces, ¿no puede uno alternar las formas dos veces seguidas?

—Se puede —contestó Kwayat. Sus ojos, escondidos a medias por sus largos mechones grises y mojados, observaban seriamente la lluvia—. Pero como te he dicho es más peligroso.

—¿Por qué?

—Primero, porque cuanto más te transformas, menos apto es tu cuerpo para distinguir las dos formas.

—Entiendo… —resoplé, meneando la cabeza—. Quieres decir que si me transformase ahora un montón de veces, me convertiría en un kandak, sin poder ser del todo ternian ni del todo demonio…

—Creo que lo has entendido —aprobó Kwayat—. En fin, será mejor que te pongas en marcha.

Lo miré, perpleja.

—¿Yo?

—Sí.

Enarqué una ceja.

—¿No quieres llamar la atención, eh? —No contestó, y suspiré, incorporándome—. Está bien. Nos veremos mañana.

—No. Volveré dentro de unos días. Pero prométeme una cosa, antes de que me vaya: no salgas de Ató hasta que vuelva.

Lo contemplé un momento y asentí con una mueca.

—Está bien.

Mientras me encaminaba hacia Ató, oí la risita burlona de Syu.

«Y ahora, ¿qué tal si nos damos una vuelta por el Bosque de Tres Pisos?»

«¿El Bosque de Tres Pisos?», repetí, extrañada.

«Se trata de un bosque mítico para los gawalts», me explicó Syu. «Está a unos años de viaje de aquí.»

Resoplé, divertida.

«Pues habrá que esperar a que Kwayat vuelva, porque esta vez no tengo pensado romper mi promesa.»

Diez minutos después, Syu vino a subirse a mi hombro y soltó un gruñido aburrido.

«Odio que la lluvia sea tan monótona», soltó.

* * *

Como llevaba puesta la capucha por la lluvia, tuve la fortuna de no ser reconocida tan rápidamente. Primero, me llevé una sorpresa, al ver que el nuevo puente que había cruzado hacía más de un mes estaba siendo reparado. Supuse que alguna crecida inesperada lo había deteriorado. El Trueno siempre había sido caprichoso. En cambio, las dos torres estaban ya casi terminadas y brillaban luces detrás de las estrechas ventanas.

Crucé el puente, sin cruzarme con nadie, y subí por el Corredor. Si en ese momento no hubiese visto al maestro Tábrel entrar en la taberna, quizá hubiese pasado por la puerta principal, pero en ese momento me di cuenta de lo poco que me apetecía llamar la atención. De modo que di un rodeo y entré por el patio de los soredrips, que habían perdido ya todos sus frutos y desplegaban sus ramas desnudas como patas de arañas.

La puerta estaba cerrada, pero eso no me impidió abrirla. Cuando estaba a la mitad de la escalera, me topé con Taroshi: ahí estaba, arriba de las escaleras, mirándome con cara de asombro.

—¿Qué haces aquí? —preguntó de pronto, con una mueca.

Me sorprendió que me dirigiese siquiera la palabra de modo que me olvidé totalmente de mi promesa de no volver a hablarle y contesté:

—Se ve que te alegras de verme.

—Pues la verdad es que sí —contestó él, asombrándome todavía más—. Empezaba a estar aburrido Ató sin ti.

Lo contemplé con los ojos muy abiertos.

—¿De veras?

Cuando Taroshi sonrió, su sonrisa se parecía más a una mueca.

—Sí.

Subí el resto de los peldaños sin quitarle la vista de encima y lo examiné con detalle. Taroshi había crecido y ahora era casi tan alto como yo, pero un destello en sus ojos seguía impidiéndome confiar en él. Aun así, le devolví la sonrisa.

—Entonces yo también me alegro de verte, Taroshi. ¿Hay mucha gente en la taberna?

—No. ¿Por qué no llegaste con el maestro Dinyú?

—Porque no estaba con ellos. ¿Y Kirlens, está en la cocina?

—Sí. Pero ¿por qué no estabas con ellos?

Puse los ojos en blanco.

—Normalmente no haces tantas preguntas.

Taroshi me miró con un mohín, se encogió de hombros y me dio la espalda.

—¿Taroshi? —me extrañé. Pero él ya se iba, y yo resoplé, exasperada—. ¿Por qué te vas tan de repente?

Taroshi se dio la vuelta bruscamente, con cara enojada.

—¿Y tú por qué te vas siempre tan lejos de Ató?

Su voz temblaba. Me dejó asombrada.

—Yo… En fin. Ahora yo no voy a irme, sabes…

—Ya —gruñó él—. De todas maneras, no me importa. Porque yo no os importo ni a ti ni a nadie. A nadie —repitió.

—Claro que me importas, al contrario. Si no cambiases siempre de humor, quizá podría comprenderte un día y ser tu amiga —le dije pacientemente.

—No quiero que me entiendas —siseó el niño—. Y no quiero amigos —escupió airadamente. Y se marchó con un paso muy digno.

Lo observé meneando la cabeza. No acababa de saber si Taroshi estaba loco o si era normal, pero lo que estaba claro era que sufría una especie de crisis existencial. En todo caso, aquella conversación era la más larga que habíamos tenido desde hacía años. Quizá eso fuera una buena señal.

Meditabunda, entré en mi cuarto con la intención de cambiarme de ropa porque estaba más que harta de mi ropa embarrada y requete mojada. Por una vez, Wigy no tendría que perseguirme para que me tomase un baño, pensé.

Mi cuarto estaba como siempre. Ahí estaba mi mochila naranja, mi escritorio, mis apuntes y mi cama, así como el espejito que me había regalado una vez Kirlens. El rostro que se reflejaba en el espejo no se parecía del todo al que había visto unos meses atrás. Quitando el hecho de que tenía una leve capa de polvo y tierra, denotaba que mi rostro había perdido algo de su carácter infantil. Con una mueca pensativa, me aparté del espejo y me puse una túnica de lana blanca con unos pantalones grises calientes. Apenas había acabado de volverme a ceñir mi venda azul en torno a mi frente cuando se abrió la puerta en volandas. Syu, con un resoplido sorprendido, se apresuró a apartarse.

—¡Shaedra! —tonó Kirlens, precipitándose sobre mí.

Nos dimos un abrazo muy fuerte y luego nos sentamos en la cama, sin que Kirlens me soltara las manos.

—¿Cómo así entras en mi taberna sin avisarme? —bramó, ofendido.

Suspiré, sintiéndome ridícula.

—No me apetecía que todo el mundo se enterara de mi llegada. Me habrían acribillado a preguntas.

—Tienes razón, hija mía —me contestó fervorosamente—. Pero no pienses que te vas a librar de mis preguntas. Los primeros rescatados llegaron hace un tiempo ya, y los últimos llegaron hace sólo unos días. Estaba empezando a preocuparme seriamente. Cuando me contaron que habías desaparecido de la tienda… temía que te hubieras marchado con…

Emitió un ruido dubitativo y acabé su frase:

—¿Con Lénisu? Al principio, tuve esa idea.

Kirlens meneó la cabeza.

—Tienes demasiadas ideas. Lénisu es un buen tipo, lo sé, pero no debes seguir sus pasos. Has hecho bien en regresar.

Enarqué una ceja pero tan sólo asentí, diciendo:

—Me muero de hambre.

—¡Eso se arregla rápido! —soltó él, con una gran sonrisa.

Bajamos a la cocina, y mientras comía un hondo plato de sopa, me fue contando él lo que sabía: los secuestrados habían vuelto a Ató. Incluida Suminaria, aunque ella había llegado tan sólo unos días atrás, con el último grupo. Los guardias no habían conseguido atrapar a los Gatos Negros pero, ahora, se había confirmado que Lénisu era efectivamente el Sangre Negra.

Eso no me hacía ninguna gracia. ¿Qué podía hacer Lénisu ahora que había sido declarado forajido?

Pero aquella no era la única mala noticia. Había acabado mi sopa cuando Kirlens comentó:

—Supongo que el hijo de los Dómerath ha vuelto contigo, ¿verdad?

—¿Aryes? —pregunté, dando un respingo—. ¿Quieres decir que no está en Ató?

Kirlens negó con la cabeza.

—Se fue el mismo día en que te fuiste tú. Por eso pensaron que se había ido a buscarte. Espero que no le haya pasado nada…

—Y no ha vuelto… —murmuré, con el ceño fruncido.

—Espero que no le haya pasado nada malo a ese muchacho —repitió Kirlens, meneando la cabeza.

Sentí un nuevo peso frío en mi corazón. Aleria y Akín se habían marchado. Aryes también. ¿Y quería Kwayat que yo me quedara tan tranquila, en Ató?

Solté un inmenso suspiro de pesar y me levanté de un bote con decisión.

—Voy a ver al maestro Dinyú. Creo que le debo una explicación.

—Yo que tú iría también a la Pagoda Azul —intervino Kirlens con una expresión preocupada—. Recuerda que cuando te convertiste en snorí juraste lealtad a Ató…

Crucé su mirada inquieta y me sentí molesta.

—Sí —concedí al fin—. Supongo que también a ellos les debo explicaciones.

7 Disculpas

Nunca había ido a casa del maestro Dinyú, pero no me costó encontrar el lugar. Vivía en la calle del Arce, igual que Akín. La casa tenía tres plantas, con lo que destacaba entre las demás, más pequeñas, pero la tercera planta, a juzgar por el aspecto de las ventanas, estaba totalmente abandonada.

El maestro Dinyú se había instalado en primavera, con su esposa y su hijo. Lo raro era que se hubiese marchado de Aefna, la capital de Ajensoldra, para enseñar har-kar en la ciudad menos hospitalaria de Ajensoldra. A la gente le hubiera gustado saber el por qué de esa decisión. Pero no sólo eso era raro en él. Primero, no era del todo ajensoldrense, ya que cuando hablaba tenía un leve acento iskamangrés que le daba una sonoridad curiosa al abrianés que pronunciaba. Segundo, su comportamiento sereno y bondadoso contrastaba con el comportamiento más estricto y conservador de los maestros de Ató, exceptuando quizá al maestro Áynorin, que nunca había logrado doblegarse a las costumbres de aprendizaje de la Pagoda Azul.

La calle del Arce estaba desierta. ¿Quién hubiera querido asomar la nariz en un día tan poco apetecible? Llovía a cántaros, hacía viento y sus ráfagas traían los primeros fríos del invierno. Además, la hora coincidía precisamente con la de la comida y del descanso. Era poco probable, en esas circunstancias, cruzarse con la mínima presencia de vida.

El portal del patio en que vivía el maestro Dinyú estaba abierto, como solía estarlo de día en todas las casas. Crucé el patio y subí por las escaleras externas hasta el primer piso. Ahí, según creía, vivía el maestro de har-kar.

Echando un vistazo sombrío hacia el cielo oscuro y lluvioso, levanté un puño decidido y llamé a la puerta.

Syu y yo esperamos un momento, cobijándonos a medias de la lluvia que entraba, arrastrada por el viento, bajo el alero del tejado. Como nadie abría, volví a llamar, más fuerte, y finalmente oí unas voces dentro y alguien fue a abrir.

Era el maestro Dinyú, vestido con su larga túnica negra habitual. Su expresión pasó de la sorpresa a la alegría, dibujándose sobre su rostro una gran sonrisa.

—¡Shaedra! Creí que te había perdido para siempre.

Puse cara de arrepentimiento. Y, verdaderamente, sentía remordimientos por haber demostrado que no era una alumna de la que mi maestro se podía fiar.

—Maestro Dinyú —dije, bajando la cabeza—. He venido a decirle que me arrepiento por haberme ido sin avisar. No quería decepcionarlo.

Levanté un poco la cabeza para cruzar su mirada evaluadora. El maestro Dinyú me miró muy fijamente durante un buen rato, mientras yo me estaba hundiendo bajo la lluvia, y entonces asintió.

—Quedas perdonada.

—¡Perfecto! —soltó de pronto una voz irritada, desde el interior de la casa—. Y ahora, ¿quieres cerrar esa puerta?, ¡esto no es una galería pública! Vas a dejarnos congelados.

El maestro Dinyú se apartó de la puerta.

—Entra, te estás mojando, y seguro que tienes una larga explicación que darme.

—Yo… no quisiera estorbar —dije, insegura—. Además, no es una explicación tan larga…

—No importa. Entra.

—¡Que entre o que se vaya, pero que se decida rápido! —gruñó la esposa de Dinyú, adentro.

—Ya lo has oído —me dijo el maestro, sonriente.

Sin más dilación, pasé el umbral de la puerta y me encontré en un pequeño piso decorado a la moda del oeste. No era que la decoración fuese del todo diferente, pero por unos pequeños detalles, como el cuenco de piedra con grabados de dragones, ciertos objetos típicos del culto eriónico del oeste o los tapices de color de oro y fuego, se podía ver que las personas que habitaban aquel lugar no eran de Ató.

La esposa del maestro Dinyú estaba sentada sobre un cojín alto, delante de un enorme cuadro que ocupaba la mitad de la pared. El cuadro era impresionante. Me quedé boquiabierta delante de tanta belleza. Representaba Ató. Pero una Ató diferente de la que conocía yo. Se veía el Trueno que fluía, tumultuoso y libre, entre los campos de trigo y los bosques tupidos. Todo se contemplaba desde una perspectiva elevada, que no era realista. Se veían los tejados rojizos y los muros de piedra de las casas, y la Neria, aunque aparecía en pequeño, parecía un jardín mucho más bello que el real. La Pagoda Azul dominaba la ciudad, en lo alto de la colina…

—Lo he compuesto con todo tipo de materiales —dijo de pronto la mujer, apartándose de su creación para enseñármela mejor.

Me acerqué, fascinada. De hecho, el cuadro no estaba hecho con pintura, sino con algas, palos, hierba, flores secas, hojas, piedras y conchas.

—Es… impresionante —dije al fin.

Ella sonrió.

—¿Cómo te llamas?

—Shaedra —contesté, girándome hacia ella—. ¿Cuánto tiempo le ha llevado hacerlo?

—Empecé cuando llegué aquí. Pero todavía no está acabado —apuntó. Y se giró hacia su esposo—. ¿Queréis que os ponga una infusión?

—No sería mala idea —concedió el maestro Dinyú, sentándose a la mesa e invitándome a que hiciera lo mismo—. Ella es Saylen, mi esposa —me dijo, por si no lo sabía. Y de hecho, no lo sabía. Según tenía entendido, la mujer del maestro Dinyú aparecía poco en sociedad.

Me senté, sin dejar de contemplar el cuadro con relieve. Parecía tan vivo…

—¿Cómo consigue hacer que el Trueno parezca estar en movimiento? —pregunté al maestro Dinyú, ya que su esposa había desaparecido en la habitación contigua.

—Intentó explicármelo más de una vez —contestó el maestro Dinyú—. Pero yo mismo no acabo de entenderlo.

—¡Tonterías! —exclamó su esposa, asomando la cabeza por la puerta abierta—. Sólo hay que utilizar un poco de energía aríkbeta.

—Yo utilizo energía aríkbeta y me sale un cuadro deforme —replicó el maestro Dinyú, sonriendo anchamente.

—Hasta la luz parece estar brillando como si fuese real —observé.

—Eso ya es más complicado —reconoció la voz de la artista, desde la cocina—. Pero tampoco es para tanto. —Apareció otra vez en el marco de la puerta—. Hay que mezclar varias energías.

—¿Armonías?

—No, desaparecería enseguida, sobre todo en un cuadro lleno de energías. No, para una luz así, se necesita un trabajo muy meticuloso.

—¿Energía brúlica, entonces?

—Y esenciática —confirmó ella, entrando en el cuarto y sentándose a la mesa—. Eres alumna de Dinyú, ¿verdad?

—Sí.

—Mm… —dijo pensativa— ¿así que tú eres la sobrina del Sangre Negra? —Mi mandíbula se tensó un poco—. Lo digo por lo que dice la gente, no te lo tomes a mal. Dinyú piensa que tu tío no es ningún criminal.

—De todas formas, eso poco importa ahora —intervino el maestro Dinyú—. Shaedra ha venido a explicarme por qué abandonó la tienda cuando estábamos volviendo a Ató. Pero si ahora has cambiado de opinión y no quieres explicarme nada, lo entenderé.

Abrí la boca y la volví a cerrar al de unos segundos, sin saber qué decir.

—Bah, tómate tu tiempo para contestar —dijo la esposa del maestro Dinyú, levantándose para ir a servir la infusión.

Cuando tuve la taza llena de agua hirviendo, me sentí mucho más a gusto. La casa del maestro Dinyú era acogedora y familiar. Más que mi cuarto, que siempre había sido bastante austero con las paredes desnudas y frías.

La esposa salió un momento del cuarto y volvió, dándole la mano a un niño muy pequeñito de pelo negro y boca menuda que se me quedó mirando a mí y a Syu con grandes ojos saltones.

—Te presento a Relé, mi hijo —declaró el maestro Dinyú.

Sonreí.

—Encantada. ¿Cuántos años tienes, Relé?

Relé se contentó con mirarme, con los labios muy apretados, y Saylen frunció el ceño.

—Relé, contesta, es maleducado no contestar.

El maestro Dinyú rió, divertido.

—Tiene tres años, y normalmente no está tan callado, te lo aseguro.

Sentados los cuatro a la mesa, hablamos de cosas sin importancia. Saylen era una mujer muy viva, cuya voz solía transparentar siempre irritación y autoridad, pero sus comentarios eran graciosos y me hizo reír más de una vez. Constaté, con cierta sorpresa, que el maestro Dinyú no le iba a la zaga cuando se trataba de bromear.

«Shaedra…», dijo de pronto Syu, sobre el respaldo de mi silla.

«¿Qué?»

«El niño no para de mirarme. Me está poniendo nervioso», siseó el mono.

Me requirió un esfuerzo considerable no echarme a reír por el comportamiento exagerado del gawalt.

—¿Qué le pasa al mono? —preguntó Saylen, observando su nerviosismo.

Carraspeé.

—Relé lo está mirando demasiado y le pone nervioso a Syu —expliqué, con una media sonrisa.

—Tengo curiosidad —dijo el maestro Dinyú—. ¿Hasta que punto entiendes lo que piensa Syu?

—Bueno, él me comunica todo lo que quiere comunicar. Como cuando se habla. Pero por vía mental.

—Es curioso, no he advertido ninguna comunicación bréjica —notó el maestro Dinyú, con tono totalmente inocente.

Tuve la repentina impresión de que se me quedaba atascada una patata entera en la garganta.

«¡Syu!», exclamé, petrificada. «¡He metido la pata hasta el fondo!»

Syu se agitaba en el respaldo con los ojos fijos en Relé.

«¿En serio?», replicó. Solté un inmenso suspiro mental, exasperada por su actitud.

El maestro Dinyú, por lo visto, estaba sorprendido por mi reacción, y se había levantado para acercarse a mí.

—¿Te sientes bien, Shaedra? A lo mejor deberías haber descansado más, después de llegar. El viaje ha debido de ser agotador, sobre todo que no habrás comido gran cosa.

Pálida aún, intenté reponerme y sonreír.

—Estoy bien. Comí sopa, en casa de Kirlens. Y durante el viaje comí raíces, y hasta encontré manzanas. Aunque reconozco que aquella parte de las Hordas no es la mejor para sobrevivir.

El maestro Dinyú todavía tenía el ceño fruncido.

—Estoy bien, de veras —le aseguré—. Sólo estoy un poco… cansada.

—Pues entonces lo mejor será que vuelvas a casa para que descanses. Mañana retomarás las clases de har-kar.

Asentí.

—Mañana estaré ahí, maestro Dinyú. Pero todavía no puedo ir a descansar. Tengo que ir a la Pagoda Azul, a presentar mis disculpas por haber huido de los guardias de Ató.

—¿Seguro que hay que presentar disculpas por eso? —intervino Saylen, frunciendo el ceño—. Que yo sepa, tú no has hecho nada ilegal.

—Shaedra es una kal de la Pagoda —dijo el maestro de har-kar—. Tiene que responder ante la Pagoda de sus actos. Será mejor que la acompañe.

—Dentro de media hora tienes la lección de har-kar —le recordó su esposa.

—La clase es en la Pagoda Azul, y no creo que el asunto nos coja más de cinco minutos —le aseguró él—. ¿Vamos?

Me miraba, expectante, y no pude más que contemplarlo, boquiabierta.

—¿Va a acompañarme a la Pagoda Azul?

—Sí. Soy tu maestro. Se supone que soy responsable de lo que haces.

Me ruboricé, avergonzada.

—No tenía ninguna intención de crearle problemas a usted, maestro Dinyú.

Él puso los ojos en blanco.

—Eso díselo a los de la Pagoda Azul. Adelante. Los conozco, te echarán un sermón durante cinco minutos y listo.

Me levanté de un bote, con una sensación de alivio. Enfrentarme sola con el Dáilerrin o algún miembro del Consejo no me hacía ninguna gracia. Hice un saludo respetuoso hacia Saylen.

—Ha sido un placer conocerla, y conocerte a ti, Relé.

—Lo mismo digo —replicó Saylen, con una sonrisa sincera—. Dinyú, espera, no te dejaré salir sin tu abrigo.

Y mientras Saylen le daba a su esposo un largo abrigo oscuro y gordo, me giré hacia el mono.

—¿Vienes, Syu?

El mono gawalt saltó sobre mi hombro y le sacó la lengua a Relé.

«¡Syu!», protesté. «Pareces un crío.»

«¿No lo soy?», replicó él, con una ancha sonrisa, al salir de la casa.

* * *

Cuando llegamos el maestro Dinyú y yo a la Pagoda Azul, nos encontramos con un cekal que, sentado en un pequeño rincón, rodeado de libros y pergaminos, intentaba reparar su lámpara apagada. El interior estaba frío y oscuro y se oía el viento chocar continuamente contra la madera.

—¿Puedo serles de alguna ayuda? —preguntó el cekal, encendiendo una luz tenue armónica que se apagó enseguida.

Puse los ojos en blanco. Desde luego, no había llegado a ser cekal por su habilidad con las armonías. A su segundo intento fallido, me decidí a encender una bola de luz armónica y me sorprendí al constatar que el maestro Dinyú había tenido la misma idea al mismo tiempo.

El rostro del cekal se dibujó más claramente en la oscuridad del día.

—¡Maestro Dinyú! —exclamó el cekal, reconociéndolo.

—Quisiéramos hablar con algún miembro del Consejo de la Pagoda —dijo tranquilamente el maestro Dinyú.

—Esta tarde, apenas si he visto a un ser vivo pasar por aquí —contestó el cekal con tono ligero—. Normal, con un día como éste, no apetece trabajar.

—¿Y no hay ningún miembro del Consejo? —se extrañó el maestro Dinyú.

—Voy a comprobarlo enseguida —dijo él.

—No te molestes —replicó el maestro Dinyú—. Conozco el camino.

—De acuerdo. Por cierto, maestro Dinyú, ¿no sabrá usted reparar una lámpara vieja de seolio?

—¿De seolio? Pues la verdad es que no —contestó él—. Esas lámparas ya nadie las utiliza. Por la simple razón de que son demasiado complicadas.

El cekal suspiró.

—Una pena.

—Deberías ir a ver a Dolgy Vranc —le aconsejé—. Él seguro que sabe.

—¿Dolgy Vranc? ¿El de los juguetes? ¿En serio? —replicó el cekal, creyendo que estaba bromeando.

—En serio —afirmé, antes de seguir al maestro Dinyú por el oscuro pasillo de madera.

—Bueno, mientras no sea un estafador… —lo oí murmurar para sí, volviendo a examinar su lámpara.

Una ráfaga más fuerte que las demás arrastró sus últimas palabras. Mientras andábamos por el pasillo de la pagoda, el maestro Dinyú observó:

—Eres hábil para las armonías.

—Aprendí mucho en Dathrun —expliqué.

—¿En la academia?

—Er… Bueno. Era un profesor que me daba clases particulares.

—¿Ese profesor también sabe salir de una tienda llena de gente sin ser visto?

Su pregunta me dejó sin habla. El maestro Dinyú se giró hacia mí, y al ver mi turbación, sonrió, y luego meneó la cabeza.

—No debería jugar contigo —admitió—, pero dado que eres alumna mía, tengo la impresión de que debería saber de qué eres capaz.

Tras un breve silencio, me encogí de hombros.

—Las armonías no ayudan mucho a ser buen har-karista. No pensé que pudiera ser importante.

—En un combate leal, no. Pero no todos los har-karistas acaban combatiendo en duelos leales.

Hice una mueca.

—Y lo peor es que yo no quiero combatir contra nadie —solté, sin pensarlo.

El maestro Dinyú se detuvo y me miró fijamente.

—Es curioso… Algo muy parecido me dijo otro alumno mío, hace años. Tenía una idea fija. No quería ser har-karista, aunque hubiese empezado las artes marciales desde los cinco años.

—¿Y qué quería ser? —pregunté, curiosa.

La luz de su esfera armónica se apagó en ese momento y se oyó con más fuerza el viento que se infiltraba, silbando, entre las rendijas de la madera. El maestro Dinyú giró la cabeza hacia una de las ventanas cerradas con las contraventanas.

—Quería ser algo como un artista —contestó entonces—, como mi esposa. Un día, vio un cuadro suyo y le impresionó. Pero la familia de Pyen lo ha empujado desde pequeño a ser har-karista.

—¿Y hoy en día es har-karista?

—Sí y no. Quizá. No sé dónde está ahora. Hace dos años, se fue muy lejos con la intención de no volver. Pero era un buen har-karista —concluyó el maestro Dinyú.

Seguimos andando y llegamos delante de una puerta que me sonaba mucho: era la misma por la que había pasado el día en que me habían quitado las garras.

Adentro, estaba todo oscuro. No había nadie. Así que el maestro Dinyú meneó la cabeza.

—Creo que hoy no es el mejor día para encontrar a un miembro del Consejo. Estarán todos en sus casas. Lo mejor será que escribas una nota de disculpa y se la des al joven de la entrada. Y que ellos te convoquen, si quieren pedirte cuentas. ¿Te parece bien?

Asentí con la cabeza, y así se hizo. Más tarde, le di las gracias por haberme acompañado y aconsejado y él se despidió de mí, quedándose en la Pagoda para la lección de har-kar que pronto empezaría, y pidiéndome que descansara para la lección del día siguiente.

Cuando volví a la taberna, entendí enseguida, al entrar, que la noticia de mi llegada había circulado como un rayo.

8 Extranjeros

De mi huida de la tienda, no pude contar más que el hambre que habíamos pasado Syu y yo y poco más. Ni se me ocurrió la posibilidad de contarles mi encuentro con la dragona o con los Comunitarios: lo primero habría sido condenar a Naura, y lo segundo habría sido condenarme a mí directamente a la horca. Porque, lógicamente, no pensaba que a un demonio se lo dejaría tranquilo. No podían contentarse con ponerle una multa. La simple idea de multar a un demonio por ser demonio me provocaba risa.

Por lo poco que conté, la gente dedujo que mi huida había sido un capricho, que había querido ir en busca de mi tío y que, al no encontrarlo, había dado media vuelta como una cobarde. Se lo oí decir a Laya, y Sotkins parecía compartir su opinión, aunque cuando me miraba, no denotaba ningún destello de menosprecio en sus ojos. Podía ser que me imaginase cosas que no eran verdad, pero lo cierto era que en los días que siguieron me sentí completamente desanimada.

Deria me reprochó mi huida precipitada, y Dolgy Vranc me dijo que empezaba a ver en mí un claro retrato de Lénisu. Ambos se mostraron muy sorprendidos al saber que Aryes no había vuelto conmigo. Nadie sabía adónde había ido.

Pero Aryes y yo no éramos los únicos en haber desaparecido. Al parecer, según me contó Galgarrios, Wundail desapareció mientras nos buscaban a Aryes y a mí, y durante el rescate de los demás prisioneros, los soldados fueron incapaces de encontrar a Kahisso y a Djaira. Según los rumores, los dos raendays se habrían escapado de los Gatos Negros, ayudados por Wundail. Era lo más verosímil, aunque no entendía por qué Kahisso y Djaira se habían fugado de unos secuestradores cuyo único objetivo era salvar a Lénisu. Ese pequeño percance sin duda había enfurecido al señor Henelongo y a Dansk. Afortunadamente, los demás secuestrados fueron devueltos sin más problemas después de haber entregado al «Sangre Negra». El señor Henelongo recuperó a su hijo, y fueron liberados Yori, Ávend, Sarpi, Dun, Mullpir, Sayós y Suminaria acompañada de su leal protector, Nandros. Yo había vuelto pocos días después de que hubiesen llegado a Ató, cansados y con las manos vacías. Aunque, en los días siguientes, pude comprobar que Yori y Ozwil habían quedado emocionados por la aventura. En cambio, a Ávend lo veía todavía más callado que de costumbre. Y a Suminaria no la vi ni una sola vez.

Me enteré de que todos los secuestrados que volvieron a Ató, menos Sarpi, Dun, Suminaria y Nandros, certificaron que sus secuestradores no habían sido los Gatos Negros. Pero ¿qué prueba podían aportar a esa afirmación? Absolutamente ninguna, ya que al Mahir no le bastaban las palabras. El resultado de nuestra expedición había sido bastante decepcionante. Lo único que habíamos conseguido era liberar a mi tío, aunque Dol me aseguró, para animarme, que eso ya constituía todo un éxito.

Toda esta estupidez me ponía histérica. Lénisu se había ido, Aleria y Akín andaban los dioses sabían dónde, buscando a Daian, Aryes acababa de abandonarme, y quizá estuviese en apuros en ese mismo instante, y yo me quedaba tan sola y desesperada que no conseguía pensar correctamente.

La persona que acabó de ponerme de los nervios fue Wigy. Montó una escena diciéndome que quería matarla a disgustos y que era muy difícil vivir siempre preocupada por mis «ideas disparatadas». Convencida de que Lénisu era el Sangre Negra, como la mayoría de los habitantes de Ató, me acribillaba con recomendaciones, diciéndome que dejase de hacer estupideces, que consultase con ella antes de poner en práctica mis locuras extrañas y que me centrase en mis estudios. En los días sucesivos no dejó de repetírmelo, hasta el punto en que soñaba con su voz amenazadora y me despertaba con un terrible nerviosismo.

Aquellos días yo no estaba de humor para concentrarme mucho en las lecciones de har-kar. Sotkins me metió una paliza, Galgarrios consiguió golpearme varias veces y, no sé cómo, perdí contra Ozwil. Sorprendida por tanta derrota, desperté, sin embargo, cuando atisbé, al luchar contra Yeysa, todo el odio irracional que albergaba contra mí. Fue una suerte que estuviera más despierta en esa lucha, porque en el caso contrario no me cabía duda de que habría acabado del otro lado de las Hordas por alguno de sus puñetazos.

El maestro Dinyú era paciente, pero no tanto para no decir nada al advertir mi desgana. Un día en que había realizado un movimiento realmente estúpido, se acercó a mí y a Sotkins diciendo:

—Basta. Agradecería que te centraras un poco más, Shaedra. Esto no es un combate de nerús.

Me dolieron sus palabras y, al advertir el gesto de asentimiento de Sotkins, me ruboricé.

—Lo sé, maestro Dinyú —contesté, bajando la cabeza.

—Entonces esfuérzate. En un combate real, cualquier pensamiento fuera de lugar puede provocar la derrota. Trata de concentrarte. Recuerda todo lo que os he enseñado sobre la concentración.

Asentí con la cabeza, algo avergonzada. Pero no podía negar que estos últimos días estaba algo más que preocupada. No había parado de darle vueltas a las cosas. Me aburría a mí misma con tanto pensamiento, pero, ¿acaso era mi culpa? Aleria, Akín, Aryes, Lénisu… Ni Drakvian mostraba señal alguna de vida. Y Laygra y Murri estaban en Dathrun. ¿Quién podía entender lo que estaba sintiendo en aquellos días tan aciagos?, me lamenté, mirando con fijeza el rostro de Sotkins.

Sotkins atacó la primera. Reaccioné demasiado lento y su mano me golpeó ligeramente el brazo, pero conseguí reponerme y contraataqué, sin éxito sin embargo. Sotkins era muy rápida. Y yo no estaba en forma, me dije, desanimada. La lucha fue empeorando a marchas forzadas hasta que, de pronto, Sotkins se detuviese en seco. Entendí su gesto cuando sentí, sobre mi hombro, la mano tranquila del maestro Dinyú.

—Creo que necesitas un descanso. Siéntate ahí, y observa.

Soltando un suspiro, me fui a sentar a unos metros, sobre el parqué de la Pagoda, con la terrible impresión de haber decepcionado al maestro Dinyú.

Sotkins y el maestro Dinyú se pusieron en posición de ataque. Y mientras Galgarrios peleaba contra Ozwil, Revis contra Yeysa y Zahg contra Laya, los dos belarcos empezaron a efectuar gestos rápidos y precisos. Estaba claro que aquel día no estaba de humor para observarlos. Pero como me lo había pedido el maestro Dinyú, no tuve más remedio que intentar centrarme en los diversos ataques y movimientos que iba observando. Y al cabo de un momento, me puse a pensar en lo ridículo que podía resultar ser el mal humor. Hasta Syu estaba harto de mis quejas y mis arranques de desesperación. ¿Qué lógica tenía que yo estuviese en tal estado? Era cierto que me sentía sola, lejos de mis amigos de siempre. Pero eso no era razón válida para convertirme en un muermo avinagrado.

Resonó un trueno bastante cerca de Ató. Suspiré. Parecía que el tiempo tampoco quería mejorar mi humor. Llevaba lloviendo y tronando casi sin pausas desde hacía ya días.

De pronto, advertí un movimiento que llamó mi atención: más lejos, en el pasillo, había una silueta que me era familiar. Un rayo iluminó entonces su rostro y la reconocí. Era Suminaria. Me tensé, inquieta. No había vuelto a hablar con ella, no porque no quisiese, sino porque Suminaria parecía evitarme como podía. Tal vez pensase que la había engañado. Tal vez creyese que Lénisu era de veras el temible Sangre Negra jefe de los Gatos Negros. Y, visto así, era lógico que no me perdonase nada, aunque yo, concretamente, no le había hecho nada malo.

—Veo que sabes observar tanto como luchar —soltó una voz cerca de mí.

Me sobresalté y palidecí. El maestro Dinyú me miraba fijamente en su larga y amplia túnica negra, con las manos en la espalda. Suspiró, pero sin mostrar exasperación o decepción.

—Será mejor que vuelvas a casa. Hoy especialmente, pareces estar en un mundo paralelo.

Me levanté, abriendo la boca, pero no proferí ni una palabra. Me sentía abochornada por haber despreciado de esa manera la lección del maestro Dinyú.

—Lo siento —dije al fin—. Creo que… necesito…

—Sí —me cortó el maestro Dinyú, bondadosamente—. Necesitas descansar. Ve a tu casa, cógete un libro o algo y ocúpate un poco la mente. Sea lo que sea lo que te preocupa, no es bueno darle tantas vueltas a las cosas constantemente. El que se obsesiona, siempre pierde.

Ladeé la cabeza, con la impresión de estar oyendo un sermón de Syu, y asentí, con una sonrisa a medias en el rostro.

—Voy a seguir su consejo, maestro Dinyú —le prometí.

—Vuelve cuando estés preparada —me replicó, antes de regresar junto a sus demás alumnos.

Asentí enérgicamente y me alejé hacia la entrada de la Pagoda Azul. Iba a abrir la puerta, cuando advertí un movimiento detrás de mí y me volví bruscamente.

—¡Suminaria! —dije, sobresaltada, al verla aparecer tan cerca de mí.

La tiyana me miró, desvió la mirada y dio media vuelta. Asombrada por su actitud, pregunté:

—¿Por qué me evitas? Yo no he hecho nada malo.

—¿Ah, no? —me contestó, sin mirarme.

Su pregunta me hizo fruncir el ceño.

—Pues… no —respondí, llevándome la mano a la cabeza—. Te aseguro que nunca te he mentido. La expedición…

Suminaria soltó un ruido semejante a un bufido.

—No me hables de la expedición. Fue mi condena.

Agrandé los ojos, impresionada por su dramatismo.

—¡Espera! —dije, al advertir que se marchaba—. ¿Qué ha pasado? ¿Tu tío te ha reñido? ¿Ya no te deja hablarme, verdad? Porque si no es eso, y tú no quieres hablarme, dímelo.

Empezaba a irritarme por su actitud y por el desprecio con el que me había hablado. Suminaria, sin embargo, ni siquiera se molestó en contestarme. Abrió una de las puertas que llevaban al segundo piso, y desapareció por las escaleras.

Hubiera podido insistir, perseguirla y pedirle que se explicase, pero no estaba de un humor diplomático. Así que simplemente abrí la puerta y salí bajo el aguacero.

* * *

Un grito resonó afuera, en la calle. La puerta de la taberna se abrió en volandas y apareció el señor Dómerath, borracho y con ojos de loco.

—¡Mi hijo! ¡Decidme dónde está mi hijo! —exclamaba, con desesperación.

Me paré en seco, detrás del mostrador, con una taza de infusión caliente en las manos. Kirlens enseguida se adelantó, encargándose de la situación.

Pero el señor Dómerath estaba imparable. Se adelantó hacia el mostrador, fijando su mirada brillante en la mía, asustada.

—¡Tú! Contesta. ¿Qué has hecho de mi hijo? —gritó, con la voz no muy segura—. ¡Me han robado a mi hijo! —soltó—. ¡Tengo derecho a saber qué ha sido de él!

—Venga ya, Rad —intervino uno de los pocos parroquianos que aún quedaban a esas horas—. Ni los dioses saben dónde está tu hijo. Ya volverá.

—¡No! … No volverá —aseguró el padre, con una voz temblorosa.

—Anda, buen hombre, vete a casa y descansa un poco, ¿eh? —le dijo Kirlens, con gesto apaciguador.

—No puedo dormir —replicó él—. Es imposible.

—Eso no es nuevo —masculló otro de los parroquianos, irónico.

Kirlens le echó a este último una mirada asesina y posó una mano afectuosa sobre el hombro del carpintero.

—Sé lo duro que es esperar, pero ¿qué puedes hacer? Ten fe en que vuelva y volverá.

El padre de Aryes sacudió la cabeza, embrutecido por el alcohol.

—No —dijo, con las lágrimas en los ojos—. Ya he construido su ataúd. Estoy seguro de que, si vuelve, no volverá vivo.

Me quedé mirándolo, lívida de horror. El señor Dómerath se equivocaba, intenté convencerme. Me sentí mareada.

—¡Tú! —me dijo entonces, señalándome con el dedo—. Tú sabes dónde está.

—Le juro que no sé nada, señor Dómerath —contesté precipitadamente.

—Eso ya se verá —masculló, desplomándose sobre una silla, con abatimiento.

Me acerqué a él y le tendí la infusión.

—Tómese esto, le sentará bien. Enseguida te traigo la tuya, Jowrav —dije, al ver que uno de los clientes fruncía el ceño, mirando la taza que yo acababa de posar ante el carpintero.

El señor Dómerath miró la taza con ojos vidriosos, apoyó el codo sobre la mesa y la cabeza sobre la palma de su mano. El pobre hombre tenía ojeras aun más marcadas que de costumbre y su aire desesperado se veía a mil leguas. Me sentí mal por él, y cuando hube dado la infusión a Jowrav, me escabullí y me metí en la cocina. De todas formas, dentro de poco la taberna cerraría, y normalmente a esas horas la gente ya no pedía gran cosa.

En la cocina, Wigy lavaba los platos y me puse a ayudarla, secando los cubiertos. Intentaba dejar de pensar, pero era imposible. El padre de Aryes había construido el ataúd de su hijo, ¡era macabro! Y terriblemente pesimista. ¡Cuánto me hubiera gustado saber dónde estaba ahora Aryes!

—¡Ah! —exclamó de pronto Wigy, con un chillido agudo.

Syu pasó saltando sobre ella y aterrizó junto a los platos limpios. Me sonrió anchamente.

«¿Adivina qué he hecho hoy?», me dijo.

«Mm», medité, pensativa. «¿Has ganado a un conejo en una carrera?»

El mono gawalt entrecerró los ojos, falsamente enojado.

«¡Yo no juego con conejos!», y volvió a sonreír. «Ha entrado en la ciudad un carro lleno de fruta.»

«¿Fruta?», repetí, extrañada.

«Fruta seca del sur.»

«Oh», entendí. «Y supongo que no has podido resistirte a subirte al carro, ¿eh?»

El mono gawalt movió la cola con gesto inocente.

«Hay que aprovechar lo que tiene uno a su alcance», declaró.

En ese momento abrió Kirlens la puerta y soltó:

—Acompaño a Rad hasta su casa.

—De acuerdo —contestó Wigy—. Voy a empezar a echar a los demás, que ya es hora —añadió, secándose las manos sobre el delantal y siguiendo a Kirlens.

Puse el último plato seco sobre la pila, solté un suspiro y me senté en una silla.

Syu soltó un ruidito contrariado.

«¿Aún sigues pensando?»

Levanté la cabeza y, al ver su mueca, sonreí.

«Cualquier día dejo de pensar. Total, no consigo resolver nada.»

«Ahora viene la etapa autocompasiva», suspiró Syu, subiendo a la mesa.

Gruñí y le pasé la mano sobre la cabeza, para molestarlo un poco.

«Yo no me autocompadezco», protesté. «Pero ¿por qué las personas a las que quiero siempre desaparecen sin dejar rastro? Parece una maldición.»

«Una maldición», afirmó Syu, burlón. «¿Qué tal si esta noche vamos afuera, como antaño, y corremos por el bosque?»

«Hace frío y llueve y los árboles han perdido sus hojas», repliqué, con cara aburrida.

«Sí, pero los árboles son bonitos también sin hojas», dijo Syu, para animarme.

«Pero sin las hojas, la lluvia nos hundirá», suspiré, sacudiendo la cabeza. «Será mejor esperar a que se acabe este tiempo de locos.»

Syu se encogió de hombros.

«Bueno… Yo tampoco quiero mojarme, pero a ti te vendría bien pensar en otra cosa que en preocupaciones.»

«Tienes razón», concedí.

Wigy entró en la cocina.

—Ya se han marchado todos. Voy a calentar agua para bañarme. ¿Quieres dejar de comunicar con ese… mono? —añadió, meneando la cabeza, como si la exasperase mi comportamiento.

Puse los ojos en blanco y me levanté.

—Syu es amigo mío, ¿cómo podría dejar de comunicar con él?

Wigy resopló, como si yo acabase de decir una estupidez, y se fue en busca de agua. Wigy a veces era impredecible: en ciertos momentos el gawalt parecía caerle bien y en otros lo trataba como a una bestia.

Salí de la cocina, me senté junto al mostrador, y saqué una baraja de cartas de mi bolsillo.

«¿Jugamos?»

El mono puso cara socarrona.

«¿Juego limpio?», replicó, subiéndose al mostrador y poniéndose cómodo.

«Juego limpio», confirmé.

Empezamos a jugar para pasar el tiempo. Estábamos en la segunda partida, cuando alguien llamó a la puerta tres veces.

Enarqué una ceja, y aunque me parecía extraño que un cliente llegase a esas horas, me deslicé hasta el suelo y me dirigí hacia la entrada. Estaba claro que no era Kirlens, él habría entrado directamente, ya que aún no se había cerrado con llave. Me faltaban dos metros para llegar a la puerta cuando volvieron a llamar, esta vez con más fuerza.

—¡Ya voy! —dije, frunciendo el ceño.

Cuando abrí, me encontré con cuatro viajeros hundidos cubiertos con largas capas con capucha.

—Buenas noches —dije, intentando ser amena—. ¿Qué deseáis?

—Entrar, si es posible —contestó el que estaba más cerca. Tenía ojos verdes, pelo rojo y rasgos de humano, observé, pese a su capucha.

—La taberna está cerrada —anuncié—. Pero también tenemos un albergue.

—Eso es estupendo —dijo una mujer joven de pelo plateado—. Er… ¿podemos pasar?

Me di cuenta entonces de que me había quedado en medio, examinándolos con atención, y me aparté enseguida.

—Adelante. Bienvenidos al albergue del Ciervo alado. Sois extranjeros, ¿verdad?

—Estamos haciendo un largo viaje —dijo el humano—. ¿Dónde está el dueño de la taberna?

—Enseguida vuelve —le aseguré.

Los cuatro se habían quitado la capucha y ahora vi que todos eran humanos. Tres de ellos debían de tener unos cuarenta años, edad que en Ajensoldra aún se consideraba joven, y el otro seguramente no tenía más de veinte años. Al ver que me miraban con las cejas enarcadas, carraspeé.

—Em… Tenemos varios cuartos de dos, aunque también tenemos uno de cuatro —solté, alcanzando el cuaderno del mostrador y un lápiz.

—Cogeremos el de cuatro —dijo el humano de los ojos verdes, decidido.

—Son veintidós kétalos.

Hice una mueca al ver que sacaba una bolsa llena de dinero. Dos cuartos de dos valían más que un cuarto de cuatro. Con todo ese dinero, podrían haber pagado dos cuartos, me quejé mentalmente, recogiendo los veintidós kétalos.

—Y, si no es mucha molestia —intervino el tercer hombre que parecía algo regordete—, sabemos que la taberna está cerrada pero, ¿podríamos cenar algo rápido? Llevamos todo el día andando.

—Si no os molesta comer los restos…

—¡En absoluto! —me aseguró el hombre.

—Entonces sentaos ahí, ahora vuelvo.

En ese momento preciso, Kirlens abrió la puerta. Me sentí aliviada de verlo: nunca me había pasado atender sola a unos viajeros a una hora tan tardía.

Kirlens, después de una breve conversación, se encargó de llevarles la cena y yo volví a mi partida de cartas con Syu, en el mostrador. Los cuatro viajeros apenas intercambiaron algunas palabras durante la cena. No eran viajeros normales, observé con detenimiento, mientras ponía una carta cualquiera sobre la de Syu. Pronto advertí que el más joven nos observaba a mí y al mono, pero cuando levanté la cabeza desvió la mirada precipitadamente, interesándose de pronto por la comida.

Hablaban del mal tiempo y del estado deplorable de los caminos, pero en ningún momento mencionaron una pista que me pudiera ayudar para saber de dónde venían o hacia dónde iban. Los silencios eran lo más extraño, porque me daba la sensación de que callaban por mi culpa, como si no quisiesen que los oyese. A los viajeros normalmente les encantaba contar mil maravillas de sus viajes y anunciar su destino a los cuatro vientos. Eso ocurría, por ejemplo, con los que se marchaban a la Feria de Yurdas, o a Aefna, para sus numerosas fiestas estivales. Todo el mundo se enteraba de adónde iban. Claro que había todo tipo de gente. También estaban los clientes tímidos, los misteriosos, los que parecían unos delincuentes y los que parecían honrados mercaderes. No, había otra cosa en aquellos viajeros que acababa de despertar mi curiosidad. Era como si los envolviese una especie de aureola energética. Detecté energía esenciática, donde debería haber detectado jaipú. Ese era el problema, que no detectaba sus jaipús, al menos no tan vívidamente como solía hacerlo con las demás personas.

«He ganado», dijo Syu, poniendo su última carta sobre el montoncito de cartas que ya se había formado.

«¡No tan raudo!», repliqué yo, poniendo también mi última carta. «Empate», declaré. «Las dos cartas valen lo mismo.»

«Patrañas», gruñó Syu, con un mohín que me hizo reír.

Los cuatro viajeros, al oír mi carcajada, se giraron hacia mí y me miraron con curiosidad. El más joven, levantándose, se acercó con un andar lleno de seguridad. Con desparpajo, apoyó sus brazos sobre el mostrador y me miró intensamente. Le devolví la mirada, frunciendo el ceño. ¿Y qué quería ése ahora?, me pregunté, nerviosa.

—No te dejes impresionar —intervino el hombre regordete y de pelo negro—. Es un idiota.

—¿Te he preguntado algo, Stiv? —saltó el joven, de pronto irritado.

Examinándolo bien, el joven humano tenía toda la pinta de ser un niño mimado, pensé divertida, fijándome en su pelo muy cuidado y su olor a perfume artificial.

—¿Ése es un mono gawalt, verdad? —preguntó al de un rato, al ver que yo no estaba para nada impresionada por su intensa mirada.

—Ajá —confirmé, lacónica.

—No sabía que en Ató se utilizaban como animales de compañía —dijo, con tono arrogante—. Algún día tendré que comprarme uno, parecen ser listos.

Syu y yo lo miramos de hito en hito, escandalizados.

—¿Comprar? —llegué a articular.

—Los monos gawalts no se compran, tontolaba —soltó el denominado Stiv, con un inmenso suspiro—. Ya te lo dije, jovencita, es un idiota.

Por cómo repetía la palabra «idiota», estaba claro que no era la primera vez que la utilizaba para calificar al elegante joven.

En ese momento, salía Kirlens de la cocina y el humano de ojos verdes se levantó.

—Muchas gracias por la cena —dijo—. Es hora de ir a dormir.

—Por supuesto —dijo Kirlens. Yo le pasé la llave del cuarto de cuatro personas y él se la tendió al humano de ojos verdes—. Os voy a enseñar dónde está vuestra habitación.

El humano de ojos verdes inclinó ligeramente la cabeza y Kirlens subió las escaleras, seguido de los viajeros. Al pie de las escaleras, cuando Stiv puso una mano paternal sobre el hombro del joven, éste se sacudió y pasó delante de él con agilidad.

—¡Era broma, tío! —le soltó Stiv.

—Sólo trataba de ser amable —masculló el joven, por lo bajo.

—¡Ya! —le contestó la voz sarcástica de Stiv, ya en el primer piso. Con curiosidad, me acerqué discretamente a las escaleras para oír más—. Me parece que tienes que revisar tu manera de ser amable, muchacho, esto no es como en tu tierra, la gente no mira a los demás como lo haces.

—Pues hasta ahora ninguna mujer se ha quejado de mi mirada —replicó el otro, con claro aire burlón.

—Eso es porque han entendido que eras idiota y como son educadas pues no te dicen nada —le explicó el otro, con un curioso afecto.

Oí un golpazo y luego otro y, por fin, se oyó, lejana, la voz exasperada de la mujer que les decía que parasen de reñir. Intercambié una mirada perpleja con Syu.

«Qué gente», solté, meneando la cabeza.

En ese preciso instante, sentí una ligera presión energética que me tanteaba y examinaba y me sobresalté, dando media vuelta de un brinco, como buena har-karista, pero no había nadie detrás de mí. Perceptismo, entendí. Uno de los cuatro viajeros era perceptista. ¡Un celmista! ¿Por qué me extrañaba? Con esas pintas misteriosas, estaba claro que algo tenían que esconder…

Volví a mi cuarto meditabunda. Me deshice de mi túnica, me puse el camisón blanco, apagué la lámpara y me metí en la cama. Algo no andaba como de costumbre, me percaté al de un rato. Reinaba un silencio demasiado profundo… Era un silencio al que no estaba habituada desde hacía tiempo…

«No llueve», me explicó pacientemente Syu, mientras se acurrucaba junto a mí.

Sonreí.

«Es verdad. Me había olvidado de la tranquilidad de una noche sin lluvia contra los cristales», bostecé.

«Shaedra», me dijo Syu.

«¿Mm?»

«¿Hiciste trampas al final de la partida?»

«¿Qué?»

«Estaba convencido de que no podías tener esa carta. ¿Has hecho trampas, a que sí?», me dijo.

Una sonrisa empezó a flotar sobre mis labios.

«Qué va. Dijimos que jugábamos limpio.»

El mono gawalt meneó la cabeza.

«Vaya, entonces he perdido yo. Porque yo no he jugado limpio.»

Puse los ojos en blanco.

«Perder, ganar, ¿qué importa? El caso es que estaba tan concentrada en los viajeros extranjeros que ni me he dado cuenta.»

Dejé a Syu repasando la partida y buscando la razón por la cual sus trampas no le habían sido de ninguna ayuda, y me giré sobre la cama.

«Buenas noches, Syu.»

Syu bostezó abriendo toda la boca y enseñando sus dientes.

9 Rondas nocturnas

Desperté en medio de un sueño. Acababa de soñar que la Luna perdía el equilibrio y caía sobre Ató, acercándose cada vez más y ocupando cada vez más sitio en el cielo. El ruido de su colisión coincidió con un ruido infernal que me despertó sobresaltada.

Abrí los ojos creyendo que estaba viviendo el final de mi vida cuando me di cuenta de que la Luna seguramente seguiría en su sitio y que los ruidos provenían de mi ventana. Alguien golpeaba contra los cristales, y ese alguien debía de estar impacientándose porque golpeaba cada vez más fuerte.

Syu saltó gruñendo y se escondió debajo de la cama.

«Valiente amigo mío», mascullé, abandonando las mantas y aproximándome a la ventana. No sé por qué, me esperaba a que fuese Drakvian. Pero no lo era. Abrí la ventana.

—Deria, ¿qué ocurre? —susurré.

La drayta se deslizó en el interior de mi cuarto y, sin una palabra, me enseñó un papel. Lo cogí con perplejidad y meneé la cabeza.

—No veo nada con esta oscuridad, voy a encender la lámpara.

—¡No metas ruido! —murmulló Deria. Parecía sobreexcitada.

Cerré la ventana, corrí las cortinas y encendí la lámpara. El papel era una carta. Mis manos se pusieron a temblar al reconocer la letra.

—¡Aleria! —exclamé por lo bajo, sintiendo que mi corazón iba a explotar.

—No va dirigida a nadie —dijo aceleradamente Deria—, pero al leerla, se ve que va dirigida a ti. Léela. Ha sido un milagro que haya llegado la carta a casa, la trajo a media mañana un vendedor ambulante. No le digas a Dol que te la he enseñado. No quería que la leyeras.

Intentaba empezar a leer al mismo tiempo que me hablaba pero me quedé en suspense al oír sus últimas palabras.

—¿Dol? —me extrañé, frunciendo el ceño. ¿Por qué no querría que yo leyera la carta de una amiga?

Me centré en la lectura y Deria calló, moviendo las manos, nerviosa, como preguntándose si hacía de veras lo correcto. La carta decía así:

«Empiezo a entender lo difícil que es conseguir lo que uno quiere. Desde luego, ¡los conocimientos no lo hacen todo! No diré dónde estoy, no quiero que nadie más corra peligro, ya casi perdí a un amigo, no quiero perder a nadie. Tan sólo quiero decir que estamos bien y que ahora sé que mi madre sigue viva así que voy a intentar rescatarla. No quiero preocupar a nadie, pero, si no vuelvo en primavera, te pido por favor que destruyas todo lo que encuentres en el laboratorio de mi casa. Hay cosas que no deberían haber estado nunca ahí. Por favor, hazlo sin remilgos.

Os quiero mucho, a ti y a los demás,»

A.

La lectura de la carta me dejó un amargo sabor en la boca. Me alegraba tener noticias de Aleria, pero la carta contaba tan poco que casi me parecía una burla. Quizá por eso Dol no quería que la viese, para que no me preocupase. Aun así, no se justificaba.

Con una mueca nerviosa, volví a leer la carta, buscando todos los indicios que pudieran ayudarme a entender algo más. Akín había corrido un gran peligro y eso la había traumado. Aleria sabía mucho más de lo que decía, pero parecía esconder información por alguna oscura razón. ¿Qué podía suceder si la carta hubiese caído en malas manos? Por mucho que intentase comprenderlo, no encontré respuesta. ¿Quién podía interesarse por una joven kal que iba en busca de su madre? Aparte de a los Veneradores de Numren, o a quienes fuesen los que habían raptado a Daian, no veía a quién podía beneficiar esa información. Leyendo el final de la carta, empecé, sin embargo, a preguntarme si Aleria no temía más a los investigadores de Ató que a los Veneradores de Numren o a los dragones del Archipiélago de las Anarfias. Pero no acababa de entender por qué me pedía que destruyese todo lo que había en el laboratorio de Daian. A fin de cuentas, el lugar ya había sido registrado por los hombres del Mahir…

—¿Has… acabado de leer? —me preguntó Deria, impaciente.

Solté un suspiro y asentí.

—Sí.

—¿Y…?

—Me parece que Aleria está en apuros —dije, plegando otra vez la carta y devolviéndosela a Deria con el corazón pesado.

—¿Tú crees? Pero dice que está bien, eso pone en la carta…

—Apenas si dice algo explícito —repliqué, sombría—. Y que Dol no quisiese que leyese la carta me atormenta más que cualquier cosa.

—¡Oh! —dijo Deria, sonrojándose—. Por eso no te preocupes, Dol a veces tiene ideas raras. Seguramente pensaría que al recibir la carta, te irías en busca de Aleria y Akín, pero… dado que no sabes dónde está, tendrías que ir a ciegas, y eso es tarea imposible.

Hice una mueca. Deria ignoraba todo sobre los Veneradores de Numren, pero podría haber sospechado que yo sabía más que ella sobre adónde se habían ido Aleria y Akín. Deria enarcaba las cejas, sorprendida por mi expresión, cuando oí de pronto un ruido que provenía de la taberna. Me levanté de un bote.

—¿Qué ha sido ese ruido?

—Ni idea —contestó Deria.

Volví a oír algo. Esta vez, el ruido provenía de la cocina. Tenía toda la pinta de ser un ladrón. ¿Acaso iría a robar cazuelas y platos?, me pregunté, meneando la cabeza.

—Enseguida vuelvo —le dije a la drayta—. Tú quédate aquí. Quizá sea Wigy fregando platos limpios.

—¿Wigy? —se extrañó Deria—. ¿Friega a estas horas?

Tenía ya la mano sobre la manilla de la puerta cuando asentí con la cabeza pero contesté:

—No.

Syu se subió a mi hombro mientras abría la puerta y la cerré detrás de mí, en silencio. Alguien estaba en la cocina, no había lugar a dudas. Envolviéndome en una nube armónica de oscuridad, bajé las escaleras con precaución.

La cocina estaba a oscuras, pero conseguí ver la silueta de un hombre que andaba dando tumbos. Desde luego, no parecía un ladrón profesional, me dije, ladeando la cabeza y acercándome a él con discreción.

Era el joven viajero. El que había insultado a Syu con su tono arrogante. Ahora, más que un elegante señorito, parecía un borracho. Tenía los ojos abiertos de par en par, los pelos revoltosos y sobre él tan sólo llevaba unos pantalones negros de lana. Todo indicaba en él que estaba dormido. Un sonámbulo, entendí, curiosa. Era la primera vez que conocía a uno, si me exceptuaba a mí misma.

Deshice mi hechizo de armonías y creé una esfera de luz armónica para ver mejor al intruso. De hecho, el joven estaba dormido y de pie al mismo tiempo, y murmuraba entre dientes. Parecía estar medio drogado. Entonces, titubeó y cayó cuan largo era. No me decidí lo suficientemente rápido y no llegué a tiempo para sostenerlo.

—Demonios —siseé—. ¿Qué hace usted aquí?

—¿No lo ves? Estoy pescando.

Me sobresalté, atónita, al oír que me respondía.

—¿Pescando? —repetí, anonadada.

—Nunca se me ha dado bien la pesca —se quejó el joven, con su acento arrogante—. Se me da mejor hablar con las mujeres —dijo, con una sonrisilla, intentando enderezarse.

Fruncí el ceño, preguntándome de pronto si el joven no estaba simplemente actuando. Pero la escena era demasiado real.

—Mira… Será mejor que te vuelvas a la cama —le dije, serenamente.

—¡Espera! Que hay uno gordo.

—¿Gordo? —dije, sin entender—. ¿Hablas de Stiv?

—¿Stiv? —se carcajeó el joven—. Que se lo lleven los diablos, y a la piedra de Loorden con él. La piedra de Loorden —repitió lentamente, como si fuese algo muy importante para él—. Hablo del pez.

Lo miré, paralizada. La piedra de Loorden, me repetí. Esas palabras hicieron surgir varios recuerdos de mi estancia en Dathrun. En ese instante, sentí que alguien nos miraba y levanté la cabeza. Junto a la puerta, estaba el hombre de pelo rojo y ojos verdes. Se avanzó hacia mí lentamente.

—¿Qué ocurre aquí?

Lo miré, perpleja.

—¿Eh? Si es él el que ha entrado en mi cocina y me ha despertado. Es sonámbulo, por lo que veo.

El hombre pelirrojo tenía un brillo peligroso en los ojos.

—Repite exactamente lo que ha dicho este idiota —soltó, acercándose todavía más a mí.

Y noté que tenía la mano cerca de su puñal. Palidecí y al mismo tiempo me preparé instintivamente a contraatacar.

—¿Yo? —balbuceé—. Ha… ha dicho que estaba pescando y que era muy malo para eso. Y que no le caía bien Stiv.

—He oído algo más —siseó el hombre—. Algo sobre una piedra.

—¿Una piedra? —solté, inocente—. ¡Ah! Sí, ha dicho algo así como que iba a pescar la piedra del orden, algo sí, está delirando claramente, conozco la sensación. Pero, se lo ruego, tranquilícese, creo que este joven necesita su ayuda para volver a su cama. Será mejor que os marchéis de mi cocina.

La expresión del hombre pelirrojo reflejó un claro alivio y su mano se alejó del puñal. Con una sonrisa algo forzada, asintió y Syu soltó un suspirito de alivio al mismo tiempo.

—El muchacho tiene metidas en la cabeza muchas ideas disparatadas —dijo, tratando de levantar al joven—. Y a veces dice cosas que se malinterpretan fácilmente. Ya nos ocurrió algo parecido en otra ciudad.

Le devolví la sonrisa, totalmente serena.

—Entiendo. Pero no se preocupe, estoy habituada a tratar con todo tipo de gente. Aunque… es la primera vez que veo a un sonámbulo —añadí, amablemente—. Y ahora, si no os importa, no volváis a despertarme u os marcháis mañana sin desayuno.

El pelirrojo sonrió, esta vez con más sinceridad.

—Pensamos irnos antes de que amanezca, de todos modos —me informó, mientras le daba unas palmaditas no tan tiernas al joven para que despertase—. Gracias por su paciencia y buenas noches.

—¿Qué…? —soltó el joven, meneando la cabeza—. Oh, buenas noches, laudá, ha sido un placer bailar contigo.

—¡Infeliz! Cállate de una vez —gruñó el otro, saliendo de la cocina.

Meneé la cabeza, divertida, y esperé a oír la puerta del cuarto que se cerraba, allá en la primera planta, para preocuparme seriamente por lo que había oído. El joven elegante había hablado de la piedra de Loorden. La misma que andaban buscando Daelgar y Amrit Daverg Mauhilver, según me había contado Lénisu. La Gema de Loorden que, al parecer, era codiciada por más de uno. Recordé rápidamente lo que me había explicado Lénisu de esa gema: era una joya que los Antiguos Reyes utilizaban para guardar sus almas dentro de ella. ¿Y si esos cuatro viajeros estaban también en busca de la Gema de Loorden? ¿Y si la habían encontrado? Sintiendo de pronto la boca seca, saqué un vaso y lo llené con agua del barril.

—¿Shaedra? —me llamó la voz de Deria, en las escaleras.

Me giré y bebí mi vaso de un trago antes de contestar:

—Te dije que no te movieras. Volvamos a subir, no vayamos a despertar a toda la casa.

Una vez en el cuarto, abrí la ventana y sentí el frío invernal entrar de golpe en mi habitación.

—Será mejor que vuelvas a casa —le dije a la drayta—. Y dile a Dol que no se preocupe por mí.

Deria, que ya estaba en el borde de la ventana, se detuvo un instante.

—No le puedo decir nada o sabrá que he robado la carta.

Resoplé, sorprendida por su reacción.

—Deria —dije pacientemente—, ¿es acaso robar coger una carta de Aleria para traérmela a mí? Bueno, si realmente Dol no quería que viese esta carta, entonces me tendrá que explicar por qué.

—Se enfadará conmigo.

Puse los ojos en blanco, divertida.

—Me sorprendería —repliqué—. A menos que haya recibido un golpe en la cabeza y se haya vuelto tonto.

Deria hizo un mohín y saltó sobre el tejado.

—Buenas noches.

—Buenas noches, Deria, y gracias por la carta.

Cerré la ventana. Frotando mis manos la una contra la otra para calentarlas, me metí otra vez en la cama. Estuve diez minutos mirando fijamente el techo.

«Algo te preocupa», adivinó Syu, sentado cómodamente sobre la cabecera de la cama.

«Varias cosas me han llamado la atención», confesé. «Primero, no entiendo por qué Dol no querría que yo supiese que Aleria está bien. Segundo, esos cuatro viajeros tienen algo que ver con la Gema de Loorden, y creo que Amrit debería ser avisado. Y tercero…»

«¿Hasta qué número pretendes llegar?», me interrumpió Syu, agitando tranquilamente la cola.

«Este es el último», le aseguré. «Y tercero, creo recordar que la palabra «laudá» se utiliza para las jóvenes nobles al oeste de Ajensoldra, en las Llanuras del Fuego. Eso dijo el maestro Áynorin.» Le sonreí anchamente al mono. «A fin de cuentas, tampoco soy una alumna tan distraída como parece.»

«El orgullo gawalt empieza a afectarte», observó Syu.

«Es posible. Pero me siento mejor», dije, levantándome de pronto. «Tengo cosas que hacer.»

«¿Ahora?»

«Antes de que se vayan esos viajeros, tengo que averiguar si tienen la Gema o no. Si la tienen…» Sacudí la cabeza. «Pero no creo que la tengan. Es remoto. Aun así, he notado algo raro en ellos. Como un aura energética constante. ¿Tú crees que podría ser la Gema?»

«Hace un frío de mil demonios afuera», protestó Syu.

Lo miré, burlona.

«¿Quién me ha propuesto hacer una carrera por el bosque, hace unas horas?», solté.

El mono gawalt puso cara gruñona pero no pudo replicar a eso. Rápidamente, me vestí, me puse mi capa y salí, envolviéndome de sombras con las armonías. La ventana de la habitación de los viajeros daba a la calle. Eso no me facilitaba la vida porque no había ningún tejado vecino desde el que se pudiera ver de cerca el interior. Aun así, no necesitaba ver, sino estar cerca, para poder examinar la energía esenciática que brotaba de ahí.

Subí discretamente por el tejado de la taberna y moví las manos, aterida por el frío. Cuando llegué al extremo del tejado, me quedé un momento inmóvil, mirando las torres de los vigías y procurando no ser vista. Desde ahí, aún no sentía la presencia de la aureola esenciática. Suspiré silenciosamente.

«Habrá que acercarse más», dije.

Syu, envolviéndose en su capa verde y castañeteando, se subió a mi hombro.

«Será sólo unos minutos», le aseguré.

Actuando como un buen mono gawalt, utilicé la viga para bajar, y aterricé en un saliente de piedra con moldura que servía de adorno a la fachada de la taberna. La ventana del dormitorio de los viajeros estaba justo al lado.

Eché un vistazo a mi alrededor. La calle estaba silenciosa y oscura. Por una vez, no llovía. Y el menor ruido podía ser traicionero. Reforzando mi sortilegio armónico, hice que el ruido de mi respiración se apagase a muy corta distancia y me incliné cerca de la ventana, tratando de pillar la energía esenciática. Ahí estaba. El jaipú de los cuatro viajeros quedaba inhibido por esa presencia. Pero ¿era acaso la Gema de Loorden lo que provocaba eso? ¿Y qué, si no? Era imposible saberlo sin entrar en la habitación, y no me sentía tan temeraria como para hacerlo, sobre todo sabiendo que uno de ellos conocía bien las artes celmistas, ya que era capaz de soltar un sortilegio perceptista.

Esperé unos minutos más, con la esperanza de notar algo nuevo, algo que me aclarara sobre la naturaleza de esa aureola pero, viendo que la aureola no se parecía a nada que hubiese visto antes y que Syu se estaba congelando metido debajo de mi capa, solté al fin:

«Volvamos.»

Ya no notaba mis manos y el frío me estaba desconcentrando demasiado como para mantener mi sortilegio intacto, de modo que, antes que nada, me alejé de la ventana, siguiendo el saliente de piedra. Luego, no me fue difícil subir otra vez al tejado, cruzarlo, bajar de ahí y meterme otra vez en mi pequeño cuarto.

—Me estoy helando —murmuré, cerrando la ventana con precipitación y moviendo mis pies y mis manos como una bailarina alocada para volver a sentir mis miembros doloridos por el frío.

Syu se metió debajo de las mantas, mostrando sus dientes blancos.

«Con tanto conocimiento celmista, ¿y no sabes hacer un objeto que eche al frío de aquí?», inquirió, castañeteando todavía.

«Mm… Ahora que lo pienso, debería haberme transformado», dije, pensativa. «Siento menos el frío cuando tengo la otra forma.»

Me deshice de mi ropa y me puse otra vez el camisón.

«Ninguno de los tres puntos ha sido resuelto», suspiré, metiéndome en la cama. «Aunque ahora que tengo cosas que hacer, me vienen más ideas. Por ejemplo, Lénisu.»

«¿Mm?», dijo Syu, medio dormido.

«Lénisu va a volver, para buscar a Hilo», murmuré mentalmente. «Pero no sabrá dónde la guarda el Mahir. Tengo que ayudarle a averiguar eso antes de que llegue.»

El mono gawalt ya estaba durmiendo profundamente. Tenía la impresión de que, desde que estaba en Ató, el mono había tomado la costumbre de dormir más de lo que realmente necesitaba.

10 Tareas pendientes

Lo primero que hice a la mañana, cuando me desperté, fue sentarme en mi escritorio y escribir una carta a Amrit Daverg Mauhilver. Me fue muy difícil escribirla, primero porque no estaba habituada a ello, y segundo porque tenía que explicarle, sin decirlo explícitamente, que tenía una pista sobre lo que buscaba, dando la impresión de que hablaba de cosas baladíes. Pero al fin, la acabé, la volví a leer por cuarta vez, saqué otra hoja, recopié lo mismo corrigiendo alguna falta que no me hubiera perdonado el maestro Yinur, y la cerré, poniendo cera de vela roja para que nadie la pudiese abrir. Acto seguido, imprimí sobre la cera aún caliente un símbolo octogonal, reservado para los papeles confidenciales, pero el resultado dejaba bastante que desear, dado que el objeto que había utilizado no era del todo octogonal. Me di cuenta, además, de que ese símbolo podía atraer la atención, mientras que un simple blasón de mercader podía pasar mucho mejor.

Con una mueca pensativa, me vestí, puse la carta en mi bolsillo, le pegué fuego a los borradores y salí. Abajo, Kirlens estaba charlando tranquilamente con los parroquianos de siempre. Hablaban de no sé qué pareja de elfos oscuros que se iba a casar la próxima primavera.

—Sé que es difícil reconocerlo —decía uno—, pero yo digo que no serán felices.

—¿Y tú qué sabes, grandullón? —replicaba otro, como ofendido, tomando la defensa de los novios.

Meneé la cabeza y, les di los buenos días, y salí de la taberna. Syu se fue a curiosear por ahí y yo me dirigí hacia la Pagoda Azul. Sotkins y Zahg ya estaban ahí. El maestro Dinyú llegó el último. Nos dijo que, como no llovía, entrenaríamos fuera, y a Laya eso le hizo muy poca gracia, porque todo estaba embarrado y encharcado. Yo sólo me dije que no tenía que caminar muy cerca de Ozwil, porque con sus botas saltadoras iba salpicando a todo el mundo.

Aquel día estuve mucho más concentrada que los días anteriores, y el maestro Dinyú, al final de la mañana, me felicitó.

—Me alegra comprobar que has conseguido de nuevo concentrarte en lo que haces. Por cierto, me han llegado noticias sobre el Torneo de Aefna.

Todas las miradas se giraron hacia él, atentas, y él sonrió.

—Vais a poder participar en todas las competiciones. Claro que yo os aconsejaré en cuáles estaréis mejor. En esas situaciones, mejor no ser ni demasiado humilde ni demasiado orgulloso. Sabéis que durante el Torneo, no solamente hay combates har-karistas. Hay concursos de destreza, de conocimientos, de carreras y de otras actividades para las que mucha gente se prepara. Como sé que nunca habéis estado en este Torneo, os diré dos cosas sobre los candidatos del har-kar. Hay cuatro categorías. La primera que reúne a los niños menores de trece años. Vosotros entráis en la segunda. La tercera es para los har-karistas veteranos. Y la cuarta para los har-karistas de alto nivel. Os explicaré más adelante las reglas, o mejor dicho, os las explicará el maestro Tuan, es un antiguo maestro de la Pagoda de los Vientos y conoce todas las reglas del Torneo de Aefna al dedillo. Vendrá en primavera para acompañarnos durante el viaje —dijo, con una expresión sonriente—. Por el momento, quiero que sepáis que el objetivo del Torneo, a mi ver, es el encuentro, antes que la victoria. No se busca el conflicto, sino la relación amistosa. Que ganéis o perdáis, poco me importa, pero no quiero veros ganar humillando al perdedor, o perder insultando al ganador. Esas son simples reglas de cortesía —añadió, con un gesto de cabeza. Me fijé en que la miraba más a Yeysa que a los demás diciendo esto.

El maestro Dinyú juntó las dos manos y sonrió.

—Pero no quiero que deshonréis el arte del har-kar. Os quedan apenas tres meses de duro entrenamiento. Y quiero que cada uno de vosotros se concentre en él lo mejor que pueda.

—¡Sí, maestro Dinyú! —dijeron Sotkins y Ozwil entusiasmados, y asentimos todos con la cabeza.

Desde luego, el maestro Dinyú no era una persona a la que le gustase la competición. Y lo cierto era que yo empezaba a entender su modo de ser.

A la tarde, fui a la biblioteca y traté de buscar todas las informaciones relativas a la Gema de Loorden. Encontré muchísimas cosas. Tantas, que al final del día, me giraba la cabeza con tanta información que llegaba a ser muchas veces contradictoria. Existían muchísimas leyendas sobre esa gema, algunos la consideraban una reliquia, otros decían que no existía, que tan sólo era una ilusión que había servido para reforzar el poder del linaje de los Antiguos Reyes en el trono de Éshingra. Eran pocos los que trataban el tema de manera científica y objetiva. Cuando decidí que si continuaba leyendo me iba a explotar la cabeza, me levanté y fingí que me iba.

Sin embargo, no llegué a salir de la biblioteca. Me escondí durante un rato, esperando a que se fuese la gente. Discretamente, cuando ya no quedaba casi nadie, conseguí entrar en el despacho del Archivista Mayor utilizando las armonías, eché más cera roja sobre la carta para Amrit y puse el sello de la biblioteca de Ató. Salí de ahí con una media sonrisa, satisfecha.

* * *

Los días se sucedían, largos y agotadores. A la mañana, practicaba har-kar y la tarde la dedicaba a los libros y en averiguar dónde guardaba el Mahir la espada de Lénisu. De noche, me paseaba discretamente alrededor del cuartel y conseguí dibujar un plano bastante fiel del lugar, pero una vez terminado, me di cuenta de que de poco me podía servir y lo destruí.

En la biblioteca, cada vez que me encontraba con Suminaria, ésta desviaba los ojos y se marchaba, con expresión sombría. Me extrañaba su frialdad y no podía dejar de pensar que su tío Garvel tenía algo que ver en su comportamiento. Curiosamente, Nandros no me miraba de peor modo que antes, pero si se me había ocurrido preguntarle por qué Suminaria no quería hablar conmigo, me deshice de esa posibilidad, pensando que debería ser la propia tiyana quien me explicase el por qué, y no otra persona. Pero al parecer, Suminaria no era así sólo conmigo.

Galgarrios decía que estaba triste y sola. Laya pensaba que se había convertido en un fantasma. Y Yori había soltado un día en que estábamos casi todos los kals sentados en una sala de estudio:

—Se cree superior. Es la única explicación.

—Eso es ridículo —dijo Ávend con fervor, sin levantar la mirada del libro que estaba leyendo.

—¡Ah! El siervo de los Ashar ha hablado —exclamó Marelta.

Solté un suspiro: no sabía cómo se me había ocurrido sentarme en la misma sala de estudio que Marelta. Cogí mi libro, me levanté y me fui. Coloqué el libro en su sitio y me despedí de Rúnim. En ese momento, salió Ávend de la sala de estudio, con las manos en los bolsillos y como preocupado.

—Ávend —le dije—. ¿Estás bien?

El humano se encogió de hombros.

—Sí, supongo.

Salimos los dos de la biblioteca y levanté los ojos hacia el cielo nocturno. Estaba nevando.

—¡Nieva! —exclamé, entusiasmada.

Ávend levantó la cabeza a su vez y asintió, sonriendo a medias, en silencio.

—Shaedra —me dijo, cuando hubimos cruzado el arco que delimitaba el jardín de la biblioteca—. Tú sabes lo que le ocurre a Suminaria, ¿verdad?

Lo miré, perpleja.

—¿Yo? ¿Por qué habría de saberlo?

—Porque eres su amiga. Y porque todo viene del lío de la expedición.

Lo miré un momento, sumida en mis pensamientos, y solté luego una breve carcajada.

—Suminaria y yo éramos amigas —le corregí—. Ahora, no creo que ella me considere como a una amiga.

—A causa de la expedición.

—Quizá. Pero tú sabes que yo no la traicioné. No sabía nada de esa emboscada.

Ávend me miró y se encogió de hombros, aunque noté un no sé qué de escepticismo en su expresión.

—Supongo —se contentó con decir.

—¿Lo supones? —repetí, sorprendida—. Pues yo puedo asegurártelo. Que el tío de Suminaria le prohíba hablar conmigo porque cree que mi tío es el Sangre Negra… pase. Pero que ella no quiera dirigirme la palabra, sabiendo que Lénisu no es el Sangre Negra y que los secuestradores no eran sino amigos suyos… Realmente no lo entiendo.

Ávend meneó la cabeza.

—Debes entender que no es fácil para nosotros creernos esa historia.

—¿Qué historia?

—La de los secuestradores. ¿Quién nos dice que no eran los Gatos Negros?

—Ya te lo he dicho, los Gatos Negros de antaño no son los mismos que los de hoy.

—Si lo que dices es cierto, los de antaño tampoco creo que hicieran cosas muy legales —replicó Ávend.

Suspiré ruidosamente, exasperada.

—Y yo qué sé. Eso ¿qué tiene que ver conmigo?

—No lo sé. Tú eres la mejor situada para saberlo.

Entorné los ojos.

—Me estás culpando de algo —adiviné.

Ávend negó con la cabeza y puso los ojos en blanco.

—No, qué va. Pero Suminaria siente envidia por ti. Sé lo que siente.

Eso era lo más gracioso que había oído en mi vida.

—¿Envidia? —exclamé, atónita—. ¿Por mí? —solté una franca risotada.

Ávend, sin embargo, conservaba su serenidad.

—Tú eres libre y ella no.

—Eso es muy relativo. Pero confieso que si fuese ella, le mandaría al tío Ashar a freír sapos en el río. Si quisiese, podría ser libre.

—Esperan de ella que obedezca, no que actúe a su antojo —replicó él—. Sospecho que su última jugarreta le ha costado muy cara.

Contemplé la nieve caer sobre la plaza, pensativa.

—Tienes razón —dije al fin—. Pero no sientas compasión por ella. Si desea salvar su libertad, que me pida ayuda directamente. Entonces le echaré una mano. Pero mientras siga tan agradable como ahora, yo no la perseguiré.

Ávend, metiendo otra vez las manos en los bolsillos, se alejó unos pasos y se giró una última vez hacia mí.

—Ese es un comportamiento infantil. Cuando una persona ha sido amiga tuya, hay que intentar ayudarla, pese a los obstáculos.

Me quedé ruborizada y pensativa. Lo que decía Ávend era cierto, me dije, mientras me encaminaba hacia el Ciervo alado. Pero, aun así, no estaba segura de si, intentando ayudar a Suminaria, le crearía más problemas o la ayudaría de verdad. Además, ¿qué ayuda podía proporcionarle? Ninguna, sólo mi amistad, y con todos los problemas que había atraído a mis amigos, incluida Suminaria, no me quería arriesgar a provocar más desastres a mi alrededor.

Cuando entré en la taberna, cené sin mucha hambre y subí a mi cuarto para descansar después de un día tan largo. Sin embargo, me esperaba una sorpresa. Al entrar, vi a Drakvian sentada en el bordecillo de la ventana, jugueteando con un barquito de papel. Me quedé boquiabierta durante unos segundos y Drakvian enseñó sus colmillos. Sus tirabuzones verdes caían como resortes alrededor de su rostro sonriente.

—Hola, Shaedra.

Oí un ruido de pasos por el corredor y entré y cerré la puerta detrás de mí con precipitación.

Sin decir ni una palabra, esperamos a que el ruido de los pasos se apagase al final del corredor. Por el ritmo, debía de ser Kirlens, adiviné. Me giré hacia la vampira soltando un suspiro nervioso.

—Vaya —solté meneando la cabeza—. Qué sorpresa.

La vampira soltó el barquito de papel; éste zozobró y fue a encallarse en el suelo.

—¿De veras te sorprende?

—Bueno, sabía que volverías, todavía tenemos un trato —dije, sonriendo—. Me alegro de verte.

La vampira enarcó una ceja, como sorprendida.

—¿De veras?

—¡Pues claro! Eres la única que no me abandona. Los demás me han dejado sola.

—¿Te refieres a Aleria y Akín?

—Y a Aryes.

Drakvian ladeó la cabeza.

—¿Aryes? ¿Se ha ido?

—Desapareció el mismo día en que se me ocurrió huir de Yerry y los demás guardias —asentí sombríamente—. Parece que todos tienen muchas cosas que hacer, menos yo.

—A lo mejor está siendo digerido por un oso sanfuriento —comentó la vampira, con una mueca meditativa—. Las Hordas son muy traicioneras.

La miré de hito en hito, alterada.

—¡Ni se te ocurra decir eso!

—Está bien —dijo ella, deslizándose ágilmente hasta el suelo—. He estado investigando. Para nuestro acuerdo.

—¿Investigando? —inquirí.

La vampira asintió enérgicamente.

—Aún no sé lo que te voy a pedir. Pero va a ser divertido. Aunque seguramente peligroso para ti. En fin, eso va con el acuerdo. Tampoco era del todo seguro ir tras Lénisu cuando le seguían el rastro varios grupos de mercenarios bien armados.

De pronto, el acuerdo me pareció menos simpático de lo que me había parecido al principio. ¿Qué me pediría Drakvian que hiciera para que ella me devolviese lo que pertenecía a Lénisu y yo le devolviese su extraño amuleto triangular?

—Si dices que será peligroso para mí… significa que ya tienes una idea de lo que me vas a pedir, ¿no?

Drakvian hizo una mueca.

—Sí y no. Te diré cuando lo tenga todo listo. Vas a descubrir un mundo nuevo, te va a gustar —me aseguró con una ancha sonrisa.

Ciertas sonrisas de Drakvian me estremecían de inquietud, y esa era una de ellas. Carraspeé, intentando contenerme.

—Espero que salga de esa aventura con vida.

—Eso es lo que esperan todos, pero pocos lo consiguen —soltó Drakvian, con un tono dramático. Y como la miraba, aterrada, soltó una risotada—: Eso lo he sacado de un libro que me leí, en la biblioteca de Dathrun.

—¡Ah! Mm, espera… ¡Las aventuras de Shakel Borris! —exclamé, señalándola de pronto con el dedo, entusiasmada.

—Tal vez. No recuerdo el título.

—Un buen libro —aprobé yo—. Aunque los personajes llegan a ser demasiado pomposos.

Iba a contestar Drakvian cuando levanté la mano para hacerla callar. Kirlens volvió a pasar por el corredor. Cuando el ruido de sus pasos se extinguió, Drakvian dijo:

—Márevor Helith quiere verte.

La miré con los ojos agrandados.

—¿Queeé?

—Dice que va a venir a verte —replicó ella, encogiéndose de hombros—. Y dice que intentes conservar tus pertenencias mejor de lo que hasta ahora has hecho. Eso es todo lo que me ha dicho.

—¿Y para eso has hecho un viaje tan largo? —me extrañé.

Drakvian puso los ojos en blanco.

—No tan largo. Además, necesitaba recoger algunas cosas que había dejado en Dathrun.

La miré con detenimiento.

—¿Así que ya no vas a volver a Dathrun? ¿Te quedas aquí?

—¿Quieres decir que si me quedo en tu cuarto? Ni hablar. Tu mono y tú sois demasiado movidos.

—Ya —coincidí—, aunque a mí no me importa que te quedes, pero complicaría las cosas y tú te aburrirías, no podrías salir más que de noche.

—Estoy de acuerdo contigo —concedió ella, mirándose las uñas.

—Conozco un lugar al que podrías ir… —proseguí, pensativa—. No soy la única que lo conoce. También lo conoce Kwayat, pero por el momento no está aquí, así que podrías quedarte ahí, ¿qué me dices?

Drakvian refunfuñó.

—No, no me apetece arriesgarme a encontrarme cara a cara con ese demonio —soltó con rapidez.

Enarqué una ceja, divertida.

—¿Te asustan los demonios?

—No, qué va —gruñó Drakvian, sarcástica—. Son endemoniadamente peligrosos y tú lo sabes.

La contemplé con sorpresa.

—Pero… ¿y yo? ¿Soy peligrosa?

Drakvian se quedó suspensa un rato, me miró y se encogió de hombros.

—No es lo mismo, tú tienes alma de ternian, no de demonio.

—¿Y qué importa si puedo transformarme en demonio? —repliqué, sin entenderlo.

—La transformación no lo hace todo. Yo te hablo de almas.

—¿Así que hay una gran diferencia entre un alma de ternian y un alma de demonio?

Drakvian se carcajeó con su risa aguda habitual.

—¡Hay un abismo entre las dos! —dijo—. Ese demonio… tu instructor… Da miedo.

Fruncí el ceño, recordando un detalle.

—Kwayat vio tu amuleto —dije, sacando el collar con colgante triangular de debajo de mi túnica—. ¿Qué significan los signos que tiene?

La vampira hizo una mueca.

—Nada que te incumba. O quizá sí, pero te lo diré más tarde. Guárdalo como si fuera tu sangre, ¿eh?

Me pareció curiosa la comparación pero asentí.

—Descuida, soy una guardiana perfecta. Aunque si quieres te lo devuelvo ya, después de todo, tú ya has cumplido la primera parte del trato.

Vi que Drakvian vaciló un breve instante antes de negar con la cabeza.

—Los tratos que hago yo no son así. Cuando finaliza el trato, se devuelven los objetos rehenes. Es más sencillo —acabó por decir—. Bueno, me voy —declaró de pronto, abriendo la ventana.

—¿Ya? Bueno, ve con cuidado.

De pronto, la puerta a mis espaldas se abrió de golpe y me giré con los ojos desorbitados, aterrada.

—¿Con quién hablas? —preguntó Wigy, entrando y mirando a su alrededor.

Me giré hacia la ventana y vi que estaba entreabierta y que no había nadie detrás.

—¿Hablar? —repetí, como extrañada—. Aquí no hay nadie —solté, como Wigy seguía buscando.

—Te juro que he oído voces —insistió ella.

—Quizá estuviese repitiendo una lección del maestro Dinyú.

—¿No estás segura? —resopló ella, burlona, dejando de escudriñar el cuarto.

—Está bien, estaba practicando har-kar —mentí, yendo a cerrar la ventana.

—Shaedra —me dijo, mirándome con ojos suspicaces—. ¿Seguro que no tienes un novio?

La pregunta me pilló tan desprevenida que me quedé sin habla. Wigy meneó la cabeza, suspirando.

—Debes tomarte las cosas con más seriedad —me dijo—. A tu edad, Sirita la del barquero salió con todos los chicos jóvenes, pero luego se casó con el más inútil y tonto porque era una desvergonzada. Te advierto. No quiero que lo vuelvas a ver, ¿de acuerdo? A menos que sea de manera civilizada y delante de mí, que para eso soy tu hermana. Porque…

—Wigy —dije por tercera vez, haciendo un esfuerzo para no soltar una enorme risotada—. No tengo ningún novio —le aseguré, tratando de conservar cierta seriedad—. Estaba practicando har-kar y decía: «tercer movimiento, con cuidado». Repetía las palabras del maestro Dinyú. No te inventes cosas que no existen, Wigy.

Wigy se encogió de hombros.

—Que te valga de lección, de todos modos.

El cambio de tono me advirtió de que ya había pasado a otra cosa. Me abstuve sin embargo de echar una ojeada por la ventana: Drakvian ya debía de estar lejos de aquí de todas formas.

—¿Todavía hay mucha gente en la taberna? —pregunté.

—No, la gente se ha ido. Hoy ha sido un día duro para todos. Yo me voy a la cama.

—¡Buenas noches! Yo enseguida me acuesto —le aseguré—. Voy a… continuar un poco con el har-kar. Tengo que revisar los últimos movimientos.

Wigy me miró con súbita dulzura y sonrió.

—El maestro Dinyú debe de estar orgulloso de ti.

Sonreí a medias.

—Eso espero.

Wigy me dio un beso en la frente y se despidió cerrando la puerta. Para cumplir un poco con mi palabra, me puse en posición y realicé unos cuantos movimientos de har-kar. Pero cuando recordé que, según Drakvian, el maestro Helith vendría a verme pronto, me quedé a la mitad de un movimiento y dejé caer los brazos, suspirando. ¿Qué quería ahora Márevor Helith? ¿Mandarme con los Hullinrots a la fuerza? Por una parte, eso me aterraba, aunque por otra, deseaba hacer algo más que practicar har-kar, leer lecturas intelectuales y secar platos y vasos, día tras día. Aun así, quería entrenarme para el Torneo. Después de todo, en el fondo, deseaba que el maestro Dinyú se sintiese orgulloso de sus alumnos de Ató.

11 Música ladrona

Nos llegaron noticias de que al norte del bosque de Belyac había unas inundaciones tremendas. En cambio, aquí, no era ya lluvia lo que caía, sino nieve.

La nieve lo cubría todo. A la mañana, los kals har-karistas llegábamos a la Pagoda Azul tiritando y con ganas de movernos. El maestro Dinyú admitió con no poco humor que no estaba habituado a luchar en un lugar tan frío y que probablemente él, que era tan comedido en los gestos superfluos, se habría quedado congelado como una estalactita si no se hubiese cubierto con una enorme piel de oso que a mí me habría hecho sudar a manta.

Afortunadamente, los días de frío intenso fueron pocos, pero aun así el frío provocó la muerte de tres personas. Uno de los desgraciados fue Tanos el Borracho, que fue encontrado en medio de una calle sepultado por la nieve. Me dio tanta pena que no fui capaz de ver su cuerpo más de unos segundos antes de huir del lugar. También murió un niño pequeño de una familia muy pobre que vivía al otro lado del río, así como un elfo oscuro borracho que cayó en el Trueno y, alcanzada la orilla, no pudo pedir auxilio. Estas historias truculentas las contaban con mucha labia y con muchos detalles las personas que venían a la taberna: la taberna es uno de los mejores lugares para enterarse de todo tipo de cotilleos. Lo cierto era que me sobraba la experiencia en ese punto.

Cuando empezó a calentarse la atmósfera, la nieve fundió poco a poco y el Trueno se transformó de nuevo en una fiera rabiosa que se abalanzaba hacia el mar. Las orillas y las casas cercanas fueron inundadas y hasta arrastradas por la corriente. El río había dejado tras él un paisaje devastado y estremecedor.

—Al menos no se ha llevado el puente —comentó Revis, mientras salíamos de la Pagoda después de la lección de har-kar.

—Todavía —apuntó Sotkins.

—Pobres gentes —masculló Galgarrios, meneando la cabeza—. Siempre les pasa lo mismo.

—Si no construyesen casas tan cerca del río… —comentó Laya, poniendo los ojos en blanco.

—No tienen derecho a construir del otro lado de la colina —observé.

Laya se encogió de hombros.

—Ya, pero entonces que se vayan a construir casas en la colina vecina.

Resoplé.

—Son jornaleros —dije—. Trabajan en los campos del otro lado del río. No puedes mandarlos todavía más lejos de las tierras.

—Por todos los dioses, Shaedra, pareces la abogada de esa gente —intervino Zahg, riendo.

—Qué va —repliqué—. Pero ya tienen que pasar por suficientes calamidades como para que los demás habitantes se metan con ellos.

—No se meten tanto —me aseguró Galgarrios—. Esta mañana casi todos los cekals de Ató se han ofrecido para ayudar a los que se han quedado sin casa.

Sonreí.

—Apuesto a que Nart es uno de ellos.

Laya suspiró suavemente.

—Yo creo que Nart Henelongo haría un buen Dáilerrin —dijo.

Sotkins y yo intercambiamos una mirada divertida.

—Lo que necesita Nart es una buena dosis de humildad —soltó la belarca—. Bueno, yo me voy a casa —añadió precipitadamente, antes de que Laya pudiese decir nada—. ¡Hasta mañana!

Nos separamos y me fui corriendo al Ciervo alado.

Aquella tarde, fui a la biblioteca para leer más cosas acerca del Archipiélago de las Anarfias. Estaba leyendo un libro interesantísimo pero, como no quería que nadie se enterara de lo que leía, pasaba de llevármelo a casa.

El archipiélago tenía numerosísimas islas, y entre ellas, las mareas variaban mucho y podían tener amplitudes importantes, de modo que a veces una isla a marea baja podía convertirse en varios islotes a marea alta. Según las descripciones, había muchas rocas y arrecifes. Incluso había rocas enormes y anchas que se elevaban muy alto como torreones, sobre el mar. Al sur del archipiélago, había una isla de cierta extensión llamada Sladeyr, que daba con el mar de las Agujas. En el libro, sobre todo se hablaba de los dragones, de sus diferentes tipos y de su número. Al parecer, no eran tantos como decían las leyendas, aunque el libro contaba la aventura de un explorador que había alcanzado a ver como veinte dragones rojos en el cielo, volando alrededor de uno de esos torreones naturales. Según Kwayat, un dragón rojo adulto era mucho más grande que Naura, la dragona huérfana de las Hordas. Debía de ser magnífico y aterrador encontrarse con una criatura de esas.

Me imaginé entonces a Aleria y a Akín sobre una barquita, contemplando esas enormes rocas pobladas de dragones, y meneé la cabeza, sin poder ahogar completamente mi inquietud. Aleria y Akín no eran aventureros, me repetí. Y aunque los acompañase Stalius, no veía cómo podrían pasar a través de esas regiones inhóspitas y por encima de los Veneradores de Numren para rescatar a Daian. Era uno de esos proyectos estrafalarios típicos de los cuentos o de mi mente alocada. Aleria era mucho más razonable que yo. Y Akín no era tan valiente como para enfrentarse con unos fanáticos que querían sacarle a Daian todos sus secretos de alquimia.

Aquel día acabé de leer el libro y dediqué el final de la tarde a hojear los estudios de teoría celmista sobre percepción que nos había aconsejado el maestro Dinyú. Él decía que había que conocer todas las artes celmistas y que aunque no se fuese un experto en percepción, había que saber lo que los perceptistas eran capaces de hacer. Ese era un razonamiento muy cuerdo, aunque al seguir el consejo me daba la impresión de que nunca podría acabar conociendo todas las posibilidades que presentaban las artes celmistas. Y estaba segura de que el maestro Dinyú era consciente de ello. Él mismo no podía saber de todo.

Ya era de noche cuando salí de la biblioteca. Antes de entrar en la taberna, pasé por los establos y le visité a Trikos. Esos últimos días apenas había ido a verlo y me sentía culpable por abandonarlo. También era verdad que Kirlens lo cuidaba muy bien, pero Trikos era el caballo de Lénisu y sentía un gran cariño por ese candiano pelirrojo.

Cuando entré en el establo, me di cuenta enseguida de que Trikos estaba agitado. Algo lo perturbaba, me dije, frunciendo el ceño.

Había dos caballos más. Uno negro y uno blanco. Dos caballos de buena raza. Sin duda pertenecían a dos viajeros que habían decidido pasar la noche en el albergue.

—Trikos —dije, dulcemente—. Tranquilo, ey, ¿qué te pasa?

Le acaricié el hocico y Trikos pareció serenarse. Sonreí. El candiano mostraba claramente con sus dos ojazos negros que agradecía mi presencia.

Examiné luego con detalle los caballos extranjeros y me despedí de Trikos con una lluvia de caricias que lo hicieron reír. Cuando entré en la taberna, Kirlens estaba jugando una partida de cartas con otros tres, los tres de siempre.

—Hola, Shaedra. ¿Qué tal el día? —me preguntó, girando un rostro sonriente hacia mí mientras bromeaban los demás sobre la partida.

—Bien. ¿Han venido extranjeros? —pregunté.

—Sí, ya se han ido a la cama. Estaban agotados. ¿A qué esperáis? —les preguntó a los demás.

—¡Te toca!

—Ah. Ahí va.

—¡Maldito! No tengo de ese palo —se quejó su vecino.

—Por cierto —añadió Kirlens, volviéndose hacia mí—. Tienes el plato de arroz todo preparado. Creo que aún estará caliente.

De hecho, el arroz aún estaba caliente y me lo comí vorazmente, y cuando hube terminado, volví a la taberna y me pasé un rato mirando la partida, hasta que apareció Syu.

«¡Buenas noticias!», me dijo. «Lénisu está aquí.»

Me quedé mirándolo sin respirar, estupefacta, hasta que me di cuenta de lo que significaban las palabras de Syu. ¡Lénisu había vuelto! Y de incógnito, sin lugar a duda. Me levanté un poco bruscamente y bostecé.

—Me voy a la cama. Hoy el maestro Dinyú nos ha hecho hacer cien veces la técnica de la Cabra.

—Kirlens, esta pobre chica nos habla cada vez más raro —observó el más viejo de los jugadores.

—¡Mira quién habló! —exclamó otro—. Cuando te pones a explicarnos tus técnicas para que crezcan bien las plantas no hay quién te entienda.

Los dejé ahí, divertida por sus conversaciones, y subí hasta mi cuarto precipitadamente. De camino, le fui pidiendo a Syu más detalles. Al parecer, había visto a Lénisu rondar por el bosque al norte de Ató, no muy lejos de donde había perdido yo mi vestido blanco el año pasado. Además, estaba con otra persona a la que no había conseguido ver la cara por la oscuridad.

«Pero estoy seguro de que era el tío Lénisu», insistió, entusiasmado.

«Lo malo es que todavía no ha llegado la mejor hora para salir. Todavía hay mucha gente despierta», reflexioné.

Invadida por la alegría, me costaba pensar con claridad, pero no estaba tan loca como para salir de Ató a una hora en que cualquiera hubiera podido verme.

«Vendrá a por Hilo», cavilé, paseándome nerviosamente por mi cuarto.

«¿Crees que traerá a Frundis?»

Una súbita esperanza me invadió. Pero negué con la cabeza.

«Es Néldaru quien me lo robó. No creo que se lo haya dicho a Lénisu.»

«¿Sigues pensando que te lo robó, eh?», soltó Syu, pensativo.

Arrastré la silla hasta la ventana y me senté en ella, contemplando la noche. Aún había demasiadas luces encendidas, me dije con impaciencia. El tiempo pasaba estresantemente lento.

Una cosa estaba clara: Lénisu intentaría recuperar su espada por todos los medios. ¿Pero cómo pasar a través de la guardia, entrar en el cuartel y pasar desapercibido ante los ojos del Mahir? Esa era una pregunta que me venía haciendo desde hacía más de dos meses, cuando había empezado a merodear por el cuartel con la esperanza de encontrar una manera de pasar por encima de tantos obstáculos.

Necesitaría mi ayuda, me dije con firmeza. Después de todo, yo sabía algo de armonías y de artes celmistas, y Lénisu no parecía saber gran cosa sobre el tema. Claro que todo no se resumía a los conocimientos celmistas, pero estaba segura de que podrían ayudar.

Con ese convencimiento, me levanté sintiéndome mejor, y Syu puso cara interrogante.

«Se te ha ocurrido una idea», observó.

«¿Por qué lo dices?», repliqué, con una sonrisa.

«Porque tienes la misma cara de alegría que yo cuando me encuentro con un cuenco de plátanos», explicó muy seriamente.

Volví a pasearme por la habitación con agitación, pero esta vez estaba urdiendo un plan. Yo conocía exactamente todos los resquicios de los exteriores del cuartel, y había entrado dos veces dentro. Sin duda el Mahir tenía que guardar la espada en su casa. ¿Dónde si no? La casa del Mahir se situaba en el interior del cuartel, pero estaba del lado opuesto de la cárcel, de modo que apenas la había podido examinar.

Syu y yo subiríamos por el muro hasta el tejado de la gran casa del Mahir. Lénisu se quedaría abajo para avisarnos por si venía alguien. Y Syu y yo robaríamos la espada al usurpador, completé, menos entusiasmada, al darme cuenta de que Lénisu jamás aceptaría algo parecido. Lo conocía lo suficiente como para saberlo: no dejaría jamás que yo corriese peligro por su culpa. Ya me lo había demostrado más de una vez, pero, aunque tal actitud demostraba que me quería, me irritaba su rechazo cada vez que quería ayudarlo.

Tanto tiempo estuve dándole vueltas a las cosas que cuando miré por la ventana ya las luces se habían apagado hacía tiempo y todos en Ató descansaban tranquilamente.

En menos de un cuarto de hora estaba fuera de Ató, bajando la otra vertiente de la colina, entre bosques, maleza y barro. Al principio, andaba muy discretamente, con la intención de no ser vista, pero al ver que Lénisu no aparecía empecé a meter un poco más de ruido con la esperanza de verlo surgir delante de mí.

Cuando llegué hasta los primeros árboles de la orilla, cuyo tronco estaba, en parte, sepultado por las aguas del Trueno, me detuve y pregunté, toda esperanza perdida:

«¿Seguro que no lo has soñado?»

Syu insistió:

«¿Soñarlo? Yo no sueño con saijits. Qué cosas dices. Un mono gawalt sueña con cosas útiles», añadió, socarrón.

«Entonces Lénisu tiene que estar en alguna parte», colegí.

Los árboles, sin hojas, desplegaban sus centenares de ramas desnudas sobre las aguas. Era una imagen hermosa y a la vez inquietante. Vi entonces un bulto en el río, retenido por un tronco caído y mi corazón se paralizó por un momento. ¿Y si aquello era Lénisu? ¿Y si el Mahir lo había encontrado antes que yo y se había deshecho de él? Temblando, me aproximé al tronco y empecé a avanzar por su corteza húmeda y resbaladiza.

Cuando llegué hasta el bulto me di cuenta de que me había equivocado: no era Lénisu, sino un cadáver de nadro rojo. Ladeé la cabeza, sorprendida. Eso significaba que había nadros rojos por la zona. Normalmente, los cuerpos de nadros rojos, al morir, explotaban. Abrí los ojos de par en par.

«Explotan, Syu», siseé, aterrada. «¡Va a explotar!», exclamé, levantándome de un bote, al ver que efectivamente el cuerpo del nadro rojo empezaba a soltar ruidos extraños de combustión.

En ese momento, pasó una sombra junto a mí, me cogió del brazo y me arrastró por no decir que me llevó volando hasta la orilla.

—¡Pero tú estás loca! —soltó Lénisu, mientras el nadro rojo explotaba.

—¡Lénisu, has vuelto! —dije yo, abrazándolo con mucho cariño.

Mi tío carraspeó.

—Desde luego, te enteras de todo. ¿Acaso todos lo saben?

—¿Qué? No, sólo Syu y yo.

—Syu… —pronunció. Meneó la cabeza—. Pues claro. Venga, larguémonos. La explosión atraerá a los guardias. Por ahí —me indicó.

Syu y yo lo seguimos con total discreción. Lénisu nos hizo dar la vuelta a la colina y se detuvo no muy lejos del lugar donde yo entrenaba har-kar con el maestro Dinyú los días en que no llovía.

Paseé mi mirada a mi alrededor pero no vi ni a la segunda silueta encapuchada que me había anunciado Syu ni vi nada que se pudiese parecer a un pequeño campamento.

—No pensaba verte tan pronto —admitió Lénisu, girándose hacia mí—. No es fácil entrar en Ató sin que nadie te vea.

—En eso, yo soy una experta —le confesé—. ¿Dónde está la otra persona?

A través de la oscuridad de la noche, vi a Lénisu enarcar una ceja.

—¡Ah! Condenada sobrina, ¿qué es lo que no sabes? —repuso.

Noté que estaba molesto y sonreí.

—Bueno… Para comenzar, no sé quién es esa persona que te acompañaba.

—Son varias las personas que me acompañan —reveló Lénisu, cruzándose de brazos.

—¿Son Néldaru y Wanli? ¡Entonces podré recuperar a Frundis!

—¡Cierto! —exclamó vivamente Lénisu—. No puedes imaginarte las torturas que me ha hecho padecer ese maldito bastón. Su música era terrible. Lo hacía queriendo para que volviese a Ató lo más pronto posible.

—¿De verdad? —dije, conmovida al saber que Frundis me echaba tanto de menos.

«¿Dónde está?», preguntó Syu, saltando sobre mi hombro, entusiasmado.

Cuando hice eco a la pregunta del mono, Lénisu contestó:

—Ya no lo tengo yo, se lo di a Wanli para que te lo devolviese. Se hace pasar por la hija de un comerciante rico. Y se hospeda en el Ciervo alado.

El caballo blanco y el caballo negro del establo, comprendí.

—Entiendo. ¿Y tiene a Frundis?

—Sí, pero cuando te lo dé, no lo saques a relucir, ¿eh? Que todos saben que lo perdiste durante la expedición, así que si te ven con él…

—Descuida, no le dejaré salir de mi cuarto —le aseguré—. Pero dime la verdad, tío Lénisu. No has venido solamente para traer a Frundis. Vienes a… intentar una locura, ¿verdad?

Lénisu no contestó de inmediato, se apartó del árbol contra el que se había arrimado y puso una mano sobre mi hombro, mirándome a los ojos.

—Tú ya lo sabes. Y tampoco es una locura tan grande —caviló—. Peor sería no hacer nada.

—Hilo es… ¿tan importante para ti?

Lénisu se enderezó y dio unos pasos lentos hacia Ató. Al fin, se detuvo y asintió.

—Sin ella… no soy nadie.

Raramente lo había visto tan grave y por enésima vez me pregunté qué podía tener de tan especial una simple espada. Recordé que Nart había dicho que Hilo, o la espada de Álingar como él la había llamado, era una reliquia. Como la gema de Loorden, o las cadenas de Azbhel…

—Te ayudaré a recuperarla —le dije.

—Ni hablar.

—No te he pedido permiso —repliqué, con altivez.

Lénisu se giró hacia mí bruscamente. Me miró con cara airada y yo le miré con cara testaruda. Yo no cedería: estaba convencida de que todo saldría bien si le echaba una mano a Lénisu. Al cabo, vi una media sonrisa dibujarse en su rostro.

—Eres el vivo retrato de tu madre —dijo al fin—. Mi hermana acababa con la paciencia de cualquiera. La de veces que hemos reñido de niños… No sé cómo la aguantaba tu padre.

Cada vez que hablaba de mi madre, las palabras que decía no iban nunca acorde con el tono lleno de dulzura con el que las profería.

—Entonces estamos de acuerdo —concluí—. Además, te llevo ventaja, me he pasado más de un mes estudiando el cuartel.

—Oh, ¿y qué has inferido de tu estudio? ¿Que el cuartel tiene una entrada y que está rodeado de un muro infranqueable? —replicó Lénisu, burlón.

Lo miré con cara aburrida.

—Si he dicho que lo he estudiado es que lo he estudiado también por dentro. No es tan difícil entrar.

Lénisu frunció el ceño y luego soltó una carcajada.

—Estás tan majara como yo, sobrina. ¿Te lo he dicho ya? —Dio unos pasos meneando la cabeza, pensativo—. ¿Qué te hace pensar que el Mahir guarda a Hilo en el cuartel?

Me encogí de hombros.

—El Mahir vive ahí.

—Sí, pero el Mahir sabe que voy a por Hilo. No se arriesgaría a dejarla a mi alcance.

—¿No decías hace un rato que el muro era infranqueable? —repliqué, con una sonrisa burlona.

—Y bien —dijo, girándose hacia mí—. ¿Cuál es tu plan?

* * *

Al día siguiente, cuando volví a mi cuarto al mediodía, noté enseguida que algo había cambiado. Me acerqué a mi cama con precipitación y levanté las mantas: ahí estaba Frundis.

Fue un reencuentro feliz y Frundis me canturreó una melodía alegre que había oído ya muchas veces. Según le entendí, no había escrito una sola canción desde que nos habíamos separado, e intenté imaginarme la música insoportable que podía haber llegado a imponer a Lénisu. Seguramente más de una vez Lénisu hubiera deseado tirarlo por cualquier precipicio, pensé, sabiendo perfectamente cuán persistente podía ser la música de mi buen amigo compositor.

Como había quedado con Galgarrios, Ozwil, Ávend y Laya en la biblioteca, lo dejé en mi cuarto lamentando que Syu no hubiese vuelto para hacerle un poco de compañía.

En vez de preguntar directamente a Kirlens si los viajeros ya se habían ido, pasé por los establos y vi que efectivamente los caballos ya no estaban. ¿Acaso el único objetivo de Wanli, entrando así en Ató, había sido el de devolverme a Frundis? Lo dudaba mucho. Quién sabía lo que Lénisu se traía entre manos esta vez…

Lénisu no me había dado una respuesta clara después de que le hubiese explicado lo que yo haría para recuperar a Hilo, y sabía perfectamente que si insistía, mi tío me dejaría al margen.

Me preocupaba la importancia que le daba Lénisu a la espada. Parecía consumido, y la noche anterior había notado un destello de rabia en sus ojos cada vez que mencionaba al Mahir. Aunque conmigo hablase con naturalidad y tratase de bromear, sabía que el asunto lo carcomía por dentro. Lo cual no me parecía del todo comprensible. Bien, Hilo era una espada especial pero, ¿acaso era tan importante como para arriesgarse a meterse en la misma casa del Mahir?

Comparé la obsesión de Lénisu con la que Dravkian había demostrado el día en que había perdido a Cielo, su daga. La vampira se había vuelto extraña, vengativa. Lénisu lo escondía mejor, pero yo lograba notar que jamás dejaría de intentar recuperar su espada.

Muy bien, si había que recuperarla, se recuperaría.

Crucé el arco exterior de la biblioteca y levanté la cabeza. El edificio parecía sumido en un silencio total. Como la semana siguiente la Pagoda Azul estaría cerrada por la primera semana de Puertos, durante la cual se organizaban juegos y competiciones, pocos jóvenes se habían decidido a pasar la tarde estudiando. Tampoco era mi intención, pero como Laya y Ozwil estaban realizando un trabajo de recopilación de canciones populares de Ató y sus alrededores, me habían pedido que les ayudara. Sin duda Frundis les habría podido ayudar más que yo, pensé, al entrar en la biblioteca. Detrás del mostrador, me sorprendí al ver a Usin. El caito, que se había pasado tanto tiempo ocupándose de la biblioteca, había estado más de un mes ausente, pero ahora ahí estaba de vuelta.

—Buenos días —dije, con una sonrisa—. Qué sorpresa verte de vuelta.

Usin, con su pálido y escuálido rostro, me miró frunciendo el ceño. Mi sonrisa desapareció.

—Aún estoy vivo —replicó, como desafiante.

Solté una carcajada.

—Me alegra oír eso —le aseguré.

Sus ojos negros me siguieron, lúgubres, hasta que desaparecí por la puerta de la Sección Celmista. Usin siempre había sido una persona sumamente extraña, enfermiza y tenebrosa.

—¡Shaedra! —me llamó Galgarrios, desde la sección de Historia.

—No grites, Galgarrios —le recriminó Laya.

Estaban sentados Galgarrios, Ozwil y Laya alrededor de una mesa, con varios libros abiertos.

—Qué ideas —les dije, dejándome caer sobre una silla—. Recopilar canciones…

—Es un trabajo serio, Shaedra —afirmó Laya—, no pongas esa cara. El padre de Ozwil y el mío nos han pedido que realicemos una antología para poderla imprimir en Aefna. ¿Verdad que es maravilloso?

—¿Imprimir canciones? —Los miré, extrañada—. Qué ideas —repetí.

—El problema es que hay muchas canciones populares que no están ni escritas —intervino Ozwil echándose para atrás en su asiento y abandonando su lectura—. Por eso te necesitamos.

Ambos me miraban con cara esperanzada.

—Tú conoces muchísimas canciones —prosiguió Laya—. Canciones populares enteras. Yo apenas me sé algunas estrofas.

—Yo todavía menos —aseguró Ozwil.

—Pero vamos a ver —dije yo, sumida en mis reflexiones—. ¿Por qué queréis hacer una antología de canciones populares?

Laya y Ozwil se quedaron mirándome unos segundos sin contestar.

—Nuestros padres… —comenzó a decir Ozwil. Vaciló.

—A mi padre le encantaría tener un libro de canciones populares —explicó Laya—. Tiene su biblioteca llena de libros. Se trata algo así como de… un trabajo que represente la sabiduría popular de Ató —dijo, citando sin duda alguna las palabras de su padre.

—En esa antología aparecerá la historia de Ató —añadió Ozwil—. Mi padre dice que es esencial.

—¿Y por qué no lo hacen ellos mismos? —pregunté, con curiosidad.

Ozwil meneó la cabeza.

—Mi padre dice que es hora de que haga algo útil para Ató. Como si recopilar canciones fuera algo… —Carraspeó, sin acabar su frase. Obviamente, a Ozwil no le apasionaban las canciones populares.

—Entonces, ¿nos vas a ayudar? —inquirió Laya.

Los miré a ambos y me giré hacia Galgarrios.

—¿A ti qué te parece?

Galgarrios se encogió de hombros.

—Bueno. A mí nunca se me ocurriría abrir un libro de canciones, prefiero oírlas que leerlas, pero… Bueno —repitió.

Sonreí y posé las manos sobre la mesa, con determinación.

—Empecemos.

Laya sonrió, entusiasmada, y entonces sacó un rollo de pergamino y una pluma.

—La primera canción que quisiera poner, en la primera página, es ese bonito romance, sobre el pastor que va al bosque y se encuentra rodeado de rosales, ¿ves la que digo?

Asentí. ¿Cómo no iba a sabérmela? Yo recitaba y ella escribía, cuidadosamente, en el papel. El problema estaba en que era difícil no cantar muy alto y, en un momento, el Archivista Mayor entró en la Sección y me callé en medio de un verso, con la otra mitad en la boca. El Archivista Mayor dio la vuelta no muy lejos de donde estábamos y cuando volvió a salir, Laya soltó:

—Será mejor que la próxima vez vengáis a mi casa. Por cierto, ¿no tenía que venir Ávend hoy?

Me encogí de hombros.

—Tendría otras cosas que hacer.

—De todas formas, Ávend últimamente está muy raro —intervino Ozwil, levantándose—. Dicen que se pasa el día encerrado practicando con la energía aríkbeta.

Fruncí el ceño, pero no dije nada. Cuando estábamos ya saliendo de la biblioteca, Laya se giró hacia mí diciéndome:

—Oye, Shaedra, si se te ocurre alguna canción que hable de la fundación de Ató o de un evento importante, nos dices, ¿eh?

—Mm, seguro que hay alguna canción que pueda valerte para eso —contesté, pensativa, segura de que Frundis sabría ayudarme—. ¡Hasta mañana!

Aquella noche, cuando volví a mi cuarto después de la cena, Frundis me pidió que lo llevara a hacer una carrera.

«Me temo que esta noche no podrá ser», le dije. «Lénisu está planeando algo sin mí, y tengo que averiguar lo que va a hacer.»

«Es más interesante la carrera», intervino Syu, con una mueca.

«Syu…»

«Si el problema es sólo que quieres saber lo que va a hacer Lénisu…», comenzó a decir el bastón.

Agrandé los ojos.

«¿Quieres decir que tú sabes algo?»

«¡Ja!», se rió el bastón. «Yo sé muchísimas cosas, amiga mía. Pero no sé lo que va a hacer tu tío. No soy un adivino.»

«¡Ah!», soltó el mono, con aire triunfal. «Es lo que le vengo repitiendo yo desde hace tiempo. ¡Pero sigue preguntándome cosas absurdas!»

Solté un suspiro, irritada al ver que ambos se ponían a hablar de mí sin el menor reparo.

«Si seguís así, iré yo sola a ver lo que hace», les amenacé.

Resolvimos sin embargo que iríamos los tres: Syu y Frundis eran todavía más testarudos que yo. Apagué la luz y esperé quizá una hora, sentada en mi silla para no dormirme, pero finalmente fue Syu quien me despertó con un sobresalto, soltando un grito ahogado y aferrándose a mi cuello.

Abrí los ojos y me quedé boquiabierta, incrédula. Delante de mí, con un impresionante vestido amarillo de tela muy fina y lujosa, estaba Márevor Helith, mirándome con sus ojos de un azul que recordaba a la luz astral de la Gema. Casi había olvidado su rostro esquelético de nakrús, y al verlo volví a pensar en aquel día en que encontré el shuamir, con ocho años. Había sido la primera vez que lo había visto, con un sombrero estrambótico y una sonrisa esquelética.

Sus primeras palabras fueron:

—No sé por qué pensaba que los ternians dormían en una cama, como todos lo saijits.

Su tono ligero era claramente burlón. Carraspeé.

—Me quedé dormida —contesté lentamente. Y me levanté, tratando de calmar a Syu. Un escalofrío me recorrió y me fijé en que la ventana estaba abierta.

—¿Ibas a alguna parte?

—Tal vez.

El maestro Helith frunció el ceño.

—He venido a avisarte de algo que podría interesarte.

—¿Tiene que ver con los Hullinrots? —pregunté.

—Exacto. Como quizá sepas ya, los Hullinrots han sufrido muchas bajas este último año.

Meneé la cabeza, mirándolo con extrañeza.

—No lo sabía, ¿cómo podría saberlo?

—Ya… Bueno, ahora lo sabes. —El maestro Helith soltó su carcajada característica. A cualquiera le hubiera parecido la de un loco.

—Maestro Helith —le dije al ver que no proseguía—, ¿no estás enfadado porque perdí el shuamir?

—Quién puede saber si ha sido mejor o peor que lo pierdas —respondió—. Pero considero una lástima que trates así a los objetos que te regalo.

Me ruboricé, avergonzada.

—Te pido perdón, maestro Helith.

—Bah, de todas formas no te lo habrías puesto, no confías en mí —soltó—. Yo simplemente he venido a decirte que no sería tan remoto que algún día veas a algún Hullinrot. Dudo cada vez más de que sepan realmente qué llevas en tu mente. La filacteria no va a ayudarlos en nada.

—¿Y por qué no se lo dices? —pregunté, cada vez más nerviosa.

—Porque entonces llegarían a la conclusión de que sólo pueden acabar con el lich a la fuerza bruta —explicó.

—¿Y no lo conseguirían?

—Tal vez. Pero no es lo que quiero yo.

Sus palabras me dejaron pensativa. El nakrús sonrió anchamente.

—Los Hullinrots están desesperados. Su pueblo se deshace en pedazos. Los nigromantes mueren y algunos ya han huido hacia niveles superiores y hacia las ciudades. Pero sé de algunos Hullinrots que no pararán hasta vengarse de mi pequeño Ribok.

Hice una mueca.

—Hablas de Jaixel como si aún fuese ese muchacho simpático del que nos contaste la historia.

—Ese muchacho simpático sigue ahí —dijo Márevor Helith con aire misterioso—. Sólo hace falta despertarlo. En cualquier caso —añadió—, te diré dos cosas más. Primero —dijo soltando una bolsita de cuero de su cinturón—, tengo algo que darte. Si pierdes esta mágara, puedes estar segura de que te pasarás todo el resto de tu vida buscándola hasta que la encuentres.

El tono de su voz me estremeció en lo más hondo. El nakrús desató la cuerda y vertió el contenido sobre los largos huesos de su mano. Eran tres pequeñas piedras. Una era azul-violeta, otra tenía los colores del fuego, y la tercera tenía una mitad blanca y otra negra.

—¿Qué se supone que es? —pregunté intrigada, aun sabiendo que no lo aceptaría.

—Un arma maravillosa —contestó el nakrús—. Pero hay que aprender a usarla. Yo las llamo las Trillizas. Las necesitarás.

—¿Para qué?

—Drakvian te explicará cómo usarlas, si le parece bien. Me encanta que os llevéis tan bien. Las Trillizas son únicas, son una de mis mayores obras. Pero en manos de un inexperto, pueden causar catástrofes. Cógelas, no te harán daño —me aseguró, tendiendo la mano.

Negué con la cabeza.

—No puedo aceptarlas, maestro Helith. No entiendo por qué te empeñas en regalarme objetos peligrosos. Yo… agradezco tu regalo pero no puedo aceptarlo —repetí.

Márevor Helith, lejos de ofenderse, se puso a reír, extremadamente divertido. Lo miré irritada mientras Syu iba a refugiarse debajo de la cama.

—¿Es que no lo entiendes? —solté, furiosa—. No puedo aceptarlas. Con la suerte que tengo, seguro que las pierdo.

—Si las perdieses, las volverías a encontrar —replicó el nakrús, sin reír ya—. No te he pedido tu opinión, de todas formas. Las Trillizas te ayudarán. Son muy poderosas. Canalizan la energía. Sólo necesitas aprender a controlarlas. Ahora, tiende la mano.

Habló de forma tan autoritaria y me miró de tal forma que no me quedó otra que tender la mano, soltando un inmenso suspiro. El nakrús puso una a una cada piedra redonda y colocó su mano sobre la mía. Sentí una descarga brutal que desapareció tan rápidamente como vino, y noté cómo Márevor Helith me había cogido la mano, apretándola para que no soltase las Trillizas.

—Ahora te pertenecen —me anunció, soltándome la mano y sonriendo anchamente.

—¿Y qué hago yo con ellas? —pregunté, algo fastidiada.

—Guardarlas y usarlas cuando sea preciso —rió—. Algún día las necesitarás, joven ternian. Y ahora, una última pregunta. Acerca de la poción que te bebiste en la academia de Dathrun.

Me tensé y ladeé la cabeza.

—¿Qué quieres saber?

—¿Eres realmente un demonio? ¿Los efectos son para siempre?

Me quedé boquiabierta. Lo cierto era que nunca había pensado en si mi condición de demonio sería temporal o no. Pero, inconscientemente, siempre me había parecido ser algo de por vida.

—Pues…

Entonces oí un ruido detrás de la puerta y creí que el mundo se me caía abajo. Rápida como el rayo, entreabrí la puerta y vi a una sombra desaparecer al fondo del pasillo. Sin duda alguna, era Taroshi. Volví a cerrar la puerta despacio, desesperada. Solté un ruido quejumbroso.

—Se lo contará a todo el mundo —solté, desesperada—. ¿Cómo puede ser que no lo haya oído?

—Un último consejo —soltó el nakrús a mis espaldas—. Ten muchísimo cuidado. Y manténte en vida.

Sentí un revuelo de energía y, tras un silencio, resoplé:

—Mantenerme en vida, ¿y cómo, si toda Ató descubre la verdad?

Meneé la cabeza y me pasé el brazo sobre los ojos, aturdida, antes de darme la vuelta. Márevor Helith había salido por la ventana; levantó su mano esquelética, despiéndose, y se alejó en las sombras de la noche. Aun sabiendo que el nakrús quería ayudarme, me sentí aliviada al quedarme otra vez sola, con Syu y con Frundis. Me dirigí hacia la ventana abierta y asomé la cabeza. La noche estaba muy oscura pese a la luz de la Gema que brillaba en el cielo, y no alcancé a ver nada.

Cerré la ventana y sopesé las tres piedras que aún tenía en el puño de la mano. Me quedé un rato observándolas, sin entender cómo podían tres pequeñas bolas ser tan poderosas como el maestro Helith decía que eran.

«No me gusta ese saijit», soltó el mono, saliendo de debajo de la cama.

«Es un nakrús. Pero tienes razón, el maestro Helith es muy extraño. Aunque él fue quien nos hizo cruzar el monolito a los dos.»

«¿De verdad? ¿Y qué es un monolito?», preguntó Syu.

Puse los ojos en blanco.

«Ya te lo he explicado más de una vez.»

El mono gawalt gruñó y resopló y gruñó otra vez. No pude reprimir una sonrisa.

«Está bien, te lo explico después, cuando vayamos a ver si encontramos a Lénisu. Pero ahora tengo que hablar con Taroshi, o nos meterá en un buen lío. No quiero más rumores sobre mí.»

Y diciendo esto, dejé a las Trillizas dentro de mi saco naranja y salí al pasillo. La habitación de Taroshi estaba enfrente de la de Kirlens, al fondo del pasillo, a la izquierda. No sabía qué iba a decirle, pero algo tenía que hacer para convencerle de que no revelara nada de lo que había oído, suponiendo que hubiese oído algo: las puertas del albergue eran muy gruesas.

Una vez llegada ante su cuarto, dudé entre llamar a la puerta o no, pero al final decidí que si lo hacía, a lo mejor despertaba a Kirlens, de modo que giré la manilla, entreabrí la puerta y di un paso.

—Taroshi… —murmuré—, ¿estás despierto?

Apenas hube dejado de hablar cuando me asaltó Taroshi gritando, con un puñal en la mano. Respondiendo de instinto al ataque, utilicé una técnica de desarme y le torcí el brazo sobre la espalda. Su puñal se fue volando y, felizmente, aterrizó bajo la cama. Entonces me quedé totalmente paralizada de terror al darme cuenta de lo que había querido hacer Taroshi.

Se abrió la puerta de enfrente en volandas y salió un Kirlens alocado con una larga bata blanca y un gorro gris sobre la cabeza.

—¡Shaedra! —exclamó—. ¿Qué sucede?

Creo que en aquel momento sentí que me abandonaba toda la sangre del cuerpo. Taroshi se liberó y corrió hasta su padre, llorando.

—¡Me ha atacado! —sollozó—. Había bajado a beber agua y de vuelta, he oído ruidos. ¡Shaedra hablaba con otra persona, papá! ¡Y al darse cuenta de que escuchaba, vino a mi cuarto y me atacó!

Me miró, señalándome. Tras haberlo escuchado, sentí un alivio tremendo. Si Taroshi hubiese oído y entendido la conversación entre el maestro Helith y yo, lo habría soltado todo de un trecho, sin miramientos. Pero no lo había hecho. Por consiguiente, lo más probable era que Taroshi apenas había oído unas voces. Nada más.

Soltando un suspiro de alivio, salí al pasillo bajo la mirada incrédula de Kirlens y la mirada de odio de Taroshi.

—Bobadas —solté, con suma tranquilidad—. Yo jamás podría atacarte, Taroshi. Las personas civilizadas no atacan a la gente.

—¿Qué es esto, Shaedra? —preguntó Kirlens, totalmente perdido—. ¿Por qué has entrado en el cuarto de Taroshi?

—¿Yo? —Solté una risa nerviosa.

—Esto es muy extraño, Shaedra —dijo Kirlens, sobre los sollozos de Taroshi—. ¿Qué hacías en su cuarto? ¿Cómo quieres que no me crea lo que me ha dicho Taroshi? Jamás lo he visto tan afectado —agregó, arrodillándose junto a su hijo y dándole un fuerte abrazo.

No se me ocurría nada que decir. ¿Qué historia podía inventarme? Pero mentir a Kirlens tan descaradamente… Era más de lo que podía hacer. Los ojos de Taroshi me miraron con un brillo de triunfo y a partir de ese día sentí un desprecio real por ese niño.

—Eres un… —Solté un bufido nervioso al no encontrar la palabra apropiada y di media vuelta para volver a mi cuarto, con la sangre hirviéndome por dentro.

—Mañana hablaremos de ello con más tranquilidad —dijo Kirlens, a mis espaldas—. Ahora no quiero más historias en mi casa. Acabaremos despertando a Wigy. Buenas noches, Shaedra.

Suspiré, cansada, y asentí.

—Buenas noches.

Cuando me encerré otra vez en mi cuarto, cerré los dos puños tan fuerte que me hice daño y golpeé la palma de mi mano con mi puño, pronunciando maldiciones e injurias terribles. Tras mi explosión de rabia, mis ojos se humedecieron y me quedé muda, pensando en cómo odiaba a Taroshi; éste había conseguido que Kirlens empezase a desconfiar de mí. Porque, al fin y al cabo, eso era lo más terrible: Kirlens dudaba de si Taroshi había mentido o no. Y esa duda ponía en evidencia que no confiaba en mí.

Syu había contemplado mi ataque de furia pacientemente.

«Estás olvidándote de lo más elemental», dijo cuando me hube calmado. «Un gawalt enseña su rabia en el buen momento, delante de los rivales, no cuando no sirve de nada.»

«Pero yo no soy un gawalt», repliqué, muy triste.

Syu, lejos de ofenderse ante mi declaración, se acercó a mí y dijo con bondad:

«Entonces yo tampoco lo soy.»

Lo miré, extrañada, pero pasé de intentar entender sus palabras y solté un largo suspiro. Un pensamiento, sin embargo, vino a desechar todo ánimo de autocompadecerme.

Me levanté de un bote.

—¡Lénisu! —murmuré, y me giré hacia la ventana.

Con un gesto rápido, me abroché la capa, cogí a Frundis y abrí la ventana. Afuera hacía frío, pero seguía brillando, inmutable, la luz de la torre de vigía.

«¿Listo?», pregunté al mono, abrigándome con la capucha.

«De repente tengo la impresión de que no es una buena idea», murmuró Syu.

«¿Lo dice el adivino?», repliqué, con una media sonrisa.

«No, lo dice un gawalt», gruñó él con orgullo.

12 Al borde de la muerte

Syu tenía razón. No debí haber salido aquella noche. Porque, aparte de que no encontramos a Lénisu por ninguna parte pese a buscarlo en el frío durante más de dos horas, cuando volví a mi cuarto me encontré con Kirlens, que se había dormido en la silla, esperándome. Jamás de los jamases las acciones de Kirlens me habían preocupado tanto como entonces.

No podía entrar con Frundis y arriesgarme a que Kirlens lo viese: su presencia significaba que había vuelto a ver a los Gatos Negros o a Lénisu y que éste, sin duda, estaba rondando no muy lejos de Ató. Di media vuelta, reforzando mi sortilegio de sombras armónicas.

Cuando llegué a mi terraza, le pedí perdón a Frundis por dejarlo ahí, y él contestó con un ataque discordante de notas musicales. No estaba contento. ¿Pero qué podía hacer?

Al volver junto a mi ventana, entré con la máxima discreción y me quité la capa, fría como el hielo. Kirlens estaba tan profundamente dormido que enseguida pensé en regresar a por Frundis, pero un carraspeo del mono me detuvo.

«No se va a morir de frío: es un bastón mágico», me consoló, y se subió a la cama, metiéndose debajo de las mantas para calentarse.

En primer lugar, pensé ponerme el camisón, pero era inútil engañar a Kirlens. Sabía que me había ido, en plena noche, los dioses sabían adónde. Sabiendo que mi salida había sido un fracaso total, me dio cierta rabia. Suspiré, desanimada, y me senté en la cama, frente a Kirlens, sumida en mis pensamientos.

¿Qué podía decirle a Kirlens? Desde luego, no podía contarle la verdad. Si a Kirlens ya le dolía saber que tenía un hijo raenday, ¿qué pensaría si supiera que estaba intentando ayudar a Lénisu para un robo? Claro que no era un robo: era la espada de Lénisu.

Bah, no sabía por qué le daba tantas vueltas al asunto, porque simplemente no quería preocupar a Kirlens: ¿qué le podía contar, entonces? Nada. Bueno, podía decirle que Syu y yo habíamos salido a dar un paseo, lo cual tenía su base de verdad, pero Kirlens ni siquiera me creería. ¿Qué persona en su sano juicio saldría a pasear en plena noche de invierno?

De pronto, sentí vergüenza por todas mis calaveradas. Kirlens me había acogido con cariño y bondad, y yo sólo le suponía gastos y preocupaciones. Afortunadamente, ignoraba la mayor parte de mis problemas. De lo contrario, ya me habría enviado a una casa de locos, aunque lo necesitase más su hijo que yo.

Pasé mucho tiempo sentada en el borde de la cama, atormentándome inútilmente con razonamientos que no llevaban a ningún sitio. Al cabo, sin embargo, me quedé dormida. Mi sueño fue agitado y agotador y cuando desperté, noté la mano rasposa de Kirlens sobre mi frente.

—Estás ardiendo —dijo su voz.

Los ojos semiabiertos, supe sin la menor duda de que Kirlens tenía razón. Me sentía fatal. Mi mente parecía haber dejado de querer funcionar de agotamiento. Empapada de un sudor frío, tenía la impresión de estar ahogándome.

—Kirlens —murmuré, débilmente—. Lo siento.

—¡Claro que lo sientes! Esto es más que un catarro. ¿A quién se le ocurre salir a esas horas como un murciélago de las Montañas Nevadas? Anda, acuéstate otra vez y deja de repetir que lo sientes —añadió con impaciencia—. Voy a traerte llerza para bajar esa fiebre. Tú cámbiate esa ropa y métete en la cama, ¿eh?

Asentí con la cabeza y esperé a que se marchara para intentar enderezarme. La cabeza me daba vueltas.

«Ya te dije que no me parecía una buena idea», gruñó Syu, saltando sobre la mesilla y jugueteando con sus dedos de pies.

Pestañeé para que el cuarto no se me nublara tanto. Cuando me hube puesto el camisón y me hube metido en la cama, estaba casi segura de haber gastado las últimas fuerzas que me quedaban. La cabeza me ardía literalmente.

Kirlens pasó a darme un vaso de agua con llerza, y me lo bebí entero hasta la última gota con la esperanza de restablecerme rápidamente. Pero la llerza no era una medicina milagrosa: tan sólo hacía bajar la fiebre. A la tarde, después de un período de claridad, volví a recaer en las tinieblas más profundas.

Una vez abrí los ojos y me encontré con Wigy, otra vez vi la sombra de Taroshi junto al marco de la puerta y me quedé mirándolo con ojos acusadores hasta que se fuese.

A la noche, volvió Wigy con la cena y me preguntó cómo me sentía.

—Mejor —le aseguré yo.

—Pero aún tienes fiebre —comprobó—. Será mejor que te bebas esto con la comida. Satme me ha ayudado a hacer la infusión. Te sentará bien.

Mientras comía y bebía a sorbos mi medicina, Wigy me miraba con una mueca pensativa.

—¿Qué pasa? —inquirí al cabo, sabiendo perfectamente que quería decirme algo.

—Kirlens… No lo ha dicho en voz alta, pero sé que está preocupado. No deberías salir de noche, Shaedra. Es una costumbre totalmente inmoral. Y además luego te pasa lo que te pasa, que te enfrías y te pones mala. Estás muy rara últimamente.

—¿De verdad? —dije, sorprendida—. ¿Qué quieres decir?

—Pues… No sé, Shaedra, pero tienes que madurar. No puedes andar siempre como un mono por los tejados, cazando sombras. Si tuvieses diez años, te echaría una buena bronca. ¡Pero tienes casi quince años, Shaedra! Ahora… no sé si debo atarte a una silla y enseñarte todo lo que deberías saber ya, o esperar a que aprendas por ti misma, ya que pareces incapaz de escucharme.

—¿Aprender? —repetí.

Wigy me miró como a una persona atrasada mentalmente.

—No me hagas pasar más vergüenza —concluyó—. Y ahora, si has acabado, me llevaré la bandeja. Descansa y reponte rápido. Pero no olvides que desde ahora ya no eres libre de hacer lo que quieres… —suspiró, ya levantándose—. Descansa —repitió.

Y se fue. Fruncí el ceño y volví a recostarme, agotada.

«Wigy parece de esos gawalts que intentan imponerse», comentó Syu, sentado al final de la cama. «No deberíamos hacerle caso.»

«¿No hacerle caso a Wigy? Ja», dije yo, cerrando los ojos y cayendo rápidamente en un sueño profundo. «Sería mil veces peor.»

* * *

Desperté de noche con la impresión de estar atragantándome. No podía gritar. No podía ni siquiera respirar. Mi cama se había convertido en una hoguera. O al menos eso me parecía. Mi vista estaba nublada, y tenía la sensación de estar viviendo los últimos minutos de mi vida. Todo, en mi interior, parecía desarticularse y descomponerse más cada segundo. Mi jaipú, reducido en un pequeño espacio de mi cuerpo, parecía intentar defenderse de algo que lo iba carcomiendo y que pronto lo haría estallar en mil pedazos.

Me había enderezado en mi cama y me había tirado al suelo, tratando de gritar inútilmente. Agitada por espasmos horribles, me retorcía por el suelo, sintiendo unas lágrimas de rabia brotar de mis ojos. ¡No quería morir!

Fue mi propio organismo el que, con su instinto, me salvó. Desaté inconscientemente mi Sreda y me convertí. Como apenas podía controlarla, mi transformación fue mucho más allá de lo que nunca había ido, pero poco importaba: aquello que me atacaba tan malignamente en mi interior como un veneno explosivo detuvo su mortífero avance.

Sintiendo el calor energético de la Sreda recorrer libremente por todo mi cuerpo, solté un inmenso suspiro y me tumbé boca arriba, agotada. Sólo entonces percibí los gritos de desesperación de Syu. El mono parecía tan destrozado como yo.

«Syu…», murmuré débilmente.

El mono gawalt bajó de la cama y yo le acaricié la cabeza antes de volver a dejar caer el brazo, exhausta.

Mi organismo seguía luchando contra la muerte que no quería liberar a su presa.

No había lugar a duda: o bien había pillado una enfermedad de esas galopantes y letales, o bien… ¡había tantas posibilidades! Márevor Helith quizá me hubiese echado un maleficio sin que me hubiese enterado. También podría haber sido envenenada. No veía por qué Wigy o Satme querrían hacer eso, pero… ¿y Taroshi? ¡Qué alegría sentiría! ¿Verdad?, pensé llena de odio.

No tenía ninguna experiencia en venenos. Conocía muchas plantas venenosas, pero no conocía los síntomas que provocaban la muerte. De modo que no me era posible estar segura de nada.

«Syu, ¿puedes correr el cerrojo?», le pedí, al darme cuenta de que cualquiera podía entrar en el cuarto. No era plan de empeorar las cosas. Además, estaba segura de que si abandonaba mi forma de demonio, el veneno o lo que fuese volvería al ataque y acabaría de matarme.

El mono hizo lo que le pedía y volvió enseguida junto a mí. ¡Cómo le quería!, me di cuenta, enternecida. Posó su mano en la mía y esbocé una sonrisa.

Mi brazo estaba cubierto de rayas oscuras que se asemejaban a símbolos. Jamás habían llegado a adquirir tanta nitidez. Me había dejado llevar por la Sreda. ¡Si Kwayat lo supiese! Me habría dado un buen sermón. Me pregunté, con cierta indiferencia, si estaba cerca de convertirme en un kandak o no.

«Syu, avísame si me transformo, ¿quieres? Si vuelvo a mi forma de ternian, moriría», le expliqué.

«Te avisaré», me aseguró, con aire inquieto.

Más tranquila, me quedé dormida sobre la madera dura, rendida.

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Los días siguientes fueron un suplicio. Cada vez que aparecía alguien para llevarme la comida o preguntarme qué tal estaba, me esforzaba por volver a mi forma de ternian y cada vez que lo hacía tenía la impresión de estar a punto de suicidarme. No encontré otra solución que volverme agresiva con todos, cuando me hablaban no les contestaba o los echaba con insultos o bien los miraba de tal forma que retrocedían y salían del cuarto, ofendidos. Incluso tuve que echar a Deria y a Dolgy Vranc con palabras que me hirieron el corazón. En cuanto me encontraba sola, me volvía a transformar sintiendo que la muerte había vuelto a avanzar sus posiciones.

Se me ocurrió marcharme unos días, para acabar con tanta estupidez, pero si me cansaba levantarme para ir a cerrar la puerta, ¿acaso podría salir de Ató y refugiarme en algún sitio y sin que nadie me viera? Sin contar que me quedaría sin comida. Marcharse era inviable.

«Si la gente sigue desfilando por mi cuarto, acabarán matándome», gruñí, después de correr el cerrojo de la puerta y transformarme otra vez.

Conseguí hacerle prometer a Kirlens que no dejaría entrar a más personas. Pero en cuanto quiso hablarme, me volví hosca y le pedí que se marchara porque necesitaba dormir. No protestó, pero vi que mi comportamiento no le agradaba para nada.

Me volví insufrible incluso con Syu. El agotamiento y el estrés estaban acabando con mi razón. ¡Cuánto me hubiera gustado que Aryes estuviera aquí, para apoyarme! Él, a quien mi aspecto de demonio no había horrorizado nunca, sabría sin duda decirme qué debía hacer. Lo peor era que no estaba segura de si me estaba curando o me estaba muriendo lentamente. Y esa duda me producía, en ciertos momentos del día, bajones de desesperación. En definitiva, me había vuelto una moribunda absolutamente insoportable.

Sin embargo, cuando estaba sola, la mayoría de las veces dormía. Dormía con un sueño invadido de pesadillas que me despertaban sobresaltada. Había perdido totalmente la noción del tiempo. Cuanto más tiempo pasaba, más se me avinagraba el carácter. Poco a poco, notaba que el veneno se estaba eliminando, aunque seguía persistiendo. Podía quedarme más tiempo bajo mi forma de ternian, pero entonces el veneno volvía a atacar… ¿Acaso acabaría alguna vez por irse del todo?

Lénisu no había ido a verme, tal vez no estuviese ni al corriente. A veces me imaginaba que venía a mi cuarto y que le contaba todo sobre la poción y Zaix y Kwayat. Pero a veces el rostro de Lénisu expresaba terror y repulsión al verme, y eso me causaba una tristeza infinita. En esos momentos, Syu me reprendía, o bien lo hacía yo misma, preguntándome con más racionalidad si Lénisu ya había intentado recuperar a Hilo.

Un día, Kirlens vino a mi cuarto con una noticia que me hizo estremecer:

—El maestro Yinur va a venir a verte. Porque no pareces mejorarte.

—¿El maestro Yinur? —repetí con un hilo de voz.

¿Y si descubría algo que no debía? ¿Y si…? Negué con la cabeza.

—No —dije.

El tabernero me miró severamente.

—Vendrá a la taberna expresamente por ti. Porque se lo he pedido. Si le cierras la puerta en las narices, me humillarás. No se bromea con esas cosas.

Había olvidado la alta consideración que se tenía hacia los maestros de la Pagoda en Ató. De hecho, no podía rechazar la atención del maestro Yinur sin ofenderle y avergonzar a Kirlens.

—Está bien —cedí—. Pero no podrá hacer nada. He sido envenenada los dioses saben con qué.

Kirlens meneó la cabeza, exasperado, al oírme otra vez hablar de envenenamiento.

—Vendrá mañana a la mañana —añadió, antes de marcharse y cerrar la puerta.

Fue aquella noche cuando vino Drakvian. Llegó casi sin que me enterase. En su rostro se dibujaban entusiasmo y excitación, pero al verme frunció el ceño.

—¿Qué te ocurre? —preguntó, prudente—. ¿Por qué estás en tu forma de…?

Entonces le conté todo, la llegada intempestiva del maestro Helith, mi intención de ir a ayudar a Lénisu y mi malentendido con Kirlens.

—Odio a ese niño —le dije, gruñona—. Tiene el corazón lleno de veneno.

—Y a ti te ha dado un poco de ese veneno mortal, ¿eh? —replicó ella.

Al ver que Drakvian no consideraba imposible el hecho de que Taroshi hubiese intentado matarme, me encogí de hombros.

—Al menos, eso pienso. ¿Tú crees que podría ser algún hechizo fallido que me haya echado el maestro Helith?

—Imposible. El maestro Helith nunca falla. —Hizo una pausa y me sonrió anchamente—. ¡Bueno! Tengo que contarte algo. ¡Por primera vez en mi vida me he encontrado con todo un clan de vampiros!

Enarqué una ceja, interesada.

—¿En serio? Y… ¿piensas quedarte con ellos?

Drakvian torció el gesto.

—Aún no lo sé. Estoy casi segura de que son mis parientes. —Me quedé mirándola de hito en hito y ella se carcajeó—. Pero no estoy segura. Y tú me tendrás que ayudar.

—¿Ayudarte…? ¿Cómo?

Drakvian escudriñó un momento mi rostro y al fin, suspiró.

—Pero no bajo esa forma. O todo lo que he conseguido hasta ahora se iría directamente al traste. A los vampiros no les gustan los demonios, es más que una tradición, se trata de una inquina ancestral.

Solté una risita nerviosa.

—A los saijits tampoco les gustan los demonios, me parece.

—Sin embargo, tú sigues siendo saijit, en parte. De modo que vendrás conmigo… sin olvidarte de mi colgante, ¿eh? Aún lo tienes, ¿verdad? —preguntó, recelosa.

—Cómo no —repliqué de inmediato.

Comprobé con un gesto discreto que aún seguía teniéndolo y suspiré de alivio. Pensé volver a proponerle que se lo quedase, pero desistí: cuando Drakvian tenía una idea fija, era difícil quitársela. Tendría que quedarme con su collar hasta que le hubiese devuelto el favor que me había dado.

—Pero… ¿adónde quieres que vayamos? —pregunté.

—Pues, ¡a ver al clan, por supuesto!

Syu y yo intercambiamos una mirada aterrada. Una vampira, pase, pero ¡un clan entero!

«Ni hablar», dijo el mono, hinchando sus mofletes.

—¿Cuándo? —pregunté sin embargo.

—No lo sé. Cuando llegue el momento. El jefe del clan quiere cerciorarse de que soy capaz de no atacar a los saijits. La mejor manera es demostrar que incluso soy capaz de tener a una amiga saijit, ¿no te parece?

Me mordí la lengua y solté un grito de dolor. Aún no me había acostumbrado a tener mis dientes afilados de demonio durante tanto tiempo.

—Si tú lo dices —logré contestar, sintiendo el sabor a sangre en la boca—. Por mí, me marcharía esta misma noche. El maestro Yinur quiere examinarme. Como si no tuviese suficientes problemas. —Sonreí—. Y ese clan… supongo que tampoco ataca a los saijits, ¿verdad?

—No, se trata de una regla muy estricta —contestó ella—. Aunque no lo hacen por ética, claro está.

—¿Ah, no?

La vampira sonrió, enseñando sus colmillos. Pensé en ese mismo instante que yo debía de tener un aspecto todavía menos halagador.

—No, lo hacen para no tener problemas con los saijits. Ya sabes que los vampiros sufrieron muchas bajas, en épocas pasadas. Los saijits siguen cazando vampiros, como si fuésemos demonios… uy, no quería decir eso —dijo de pronto, al notar que yo cambiaba de expresión.

Sonreí, encogiéndome de hombros.

—¿Y qué te han parecido los vampiros? —pregunté.

Los ojos de Drakvian brillaban de entusiasmo.

—Bueno… el jefe me ha parecido simpático, aunque desde luego no ha llegado a jefe por su atractivo físico.

Enarqué una ceja, divertida. ¿Cómo podía tener un vampiro atractivo físico?, me pregunté. Y entonces me dije que, finalmente, la diferencia exterior era menor entre un vampiro y un ternian que entre un ternian y un belarco, por ejemplo. El concepto de belleza era de todos modos muy subjetivo.

—Con el resto de vampiros tampoco he hablado mucho —prosiguió—. Aunque… creo que me caerán bien.

—Me alegro mucho por ti, Drakvian —le dije con sinceridad. Sabía lo reconfortante que podía ser a veces disfrutar de un hogar y una familia.

—Entonces, reponte rápidamente, ¡que cualquier día nos vamos para allá! —soltó, con entusiasmo—. Y ahora me voy, para que descanses.

—Antes de que te vayas… Márevor Helith me dijo que me explicarías lo que son las Trillizas, ya sabes, esas bolitas que me dio. Dijo que podían ser peligrosas.

La vampira resopló.

—¿Las Trillizas? ¿De veras te dio eso? —Hizo una pausa—. Qué ideas —añadió, frunciendo el ceño.

—¿Te extraña? Así que él no te dijo nada.

—Hace tiempo que no hablo con él. Está muy atareado y yo tengo mis asuntos.

—¿Y bien? —le animé—. ¿Qué son las Trillizas?

Drakvian cruzó los dedos lentamente, bajo su oscura capa, y preguntó:

—¿Las tienes aquí?

Fui a buscarlas en mi mochila naranja y se las mostré. Sin tocarlas, la vampira las observó con curiosidad.

—El maestro Helith no suele hablar de su pasado… Las Trillizas es una de sus obras. Las hizo él, según contó. Pero apenas sé en qué las utilizó y cuándo. Nunca las había visto.

—Si nunca las has visto, ¿cómo es que puedes saber cómo funcionan? —interrogué, creyendo que Márevor Helith me había tomado el pelo, dejándome unas mágaras inservibles.

—Lo único que sé es la teoría. Ahora bien, no tengo ni la menor idea de cómo se manejan en la práctica.

—Genial —dije—. Se ve que a Márevor Helith le importa que sobreviva a los supuestos peligros de los que me ha avisado.

—¿Peligros? —soltó Drakvian, divertida.

—A menos que yo haya estado torpe de entendimiento, me parece que Márevor Helith no sabe explicarse. Sus palabras fueron del todo nebulosas. Parece que vino a confundirme las ideas, más que nada.

—Vino a darte las Trillizas, pero quién sabe con qué objetivo.

—Quizá sólo quiere que las guarde. Me dijo que no las perdiera.

La vampira se carcajeó.

—¡Más te vale no perderlas! Pasaré otra noche a enseñarte lo que sé sobre esas piedras, pero me temo que lo que te diga no te será de mucha ayuda. Será como si te estuviese hablando de cómo es una estrella por dentro.

Me encogí de hombros.

—De todas formas, pienso guardarlas en el fondo de un saco y sacarlas solamente para devolvérselas al maestro Helith. Y ahora, si no te molesta, voy a descansar un poco.

Drakvian sonrió y se despidió. Parecía muy contenta de haber conocido a aquel clan de los vampiros. Cuando hube cerrado la ventana detrás de ella, me acerqué a la cama. Apenas me hube deslizado bajo mis mantas, me quedé profundamente dormida.

* * *

—Buenos días, Shaedra.

El maestro Yinur estaba de pie, en el marco de la puerta, y Kirlens le pedía que pasara adentro. El elfo oscuro parecía tan bondadoso como siempre.

—Buenos días —contesté, levantándome y dirigiéndole el habitual saludo respetuoso que se destinaba a los maestros de la Pagoda.

El maestro Yinur entró en mi cuarto y Kirlens hizo ademán de marcharse.

—Me han dicho que estás muy enferma —soltó el elfo oscuro, mientras el tabernero cerraba en silencio la puerta y se alejaba.

—Así es, maestro Yinur, aunque creo que estoy mejor —dije, tratando de permanecer tranquila—. ¿Quiere tomar asiento?

—Sí, gracias. Espero que lo que dices es verdad y que te mejores pronto. Aun así, es evidente que has enflaquecido y que aún te faltan fuerzas.

Se sentó en la silla con lentitud y me contempló, como examinándome.

—Aunque no tantas como para no permanecer de pie —añadió, con las comisuras de los labios levantadas—. Siéntate.

Tomé asiento en el borde de mi cama pero cuando miré al maestro Yinur no pude sostener su mirada y desvié nerviosamente la mía hacia otra parte.

—¡Ah! —dijo de pronto el maestro Yinur, sobresaltándome—. ¿Dónde está el mono gawalt que siempre te acompaña?

—Oh… Ha salido a pasear —me precipité por contestar—. No puedo tenerlo encerrado aquí durante todo el día.

—Por supuesto. Dime, tú que has sido alumna mía, ¿qué enfermedad crees que tienes?

¿Acaso no estaba él ahí para decírmelo? Lo miré con fijeza y luego me encogí de hombros, nerviosa.

—Pues… no lo sé, maestro Yinur.

—¿Cuáles fueron los primeros síntomas?

Fruncí el ceño, intentando recordar.

—Primero… me desperté con fiebre a la mañana. Luego durante el día estuve mejor y en plena noche, cuando creía que ya había pasado lo peor… Fue muy repentino. Se me cortó la respiración y tuve la sensación de estar quemándome por dentro. Sentí… que me moría —murmuré. Al percibir el fruncimiento de ceño del maestro Yinur, solté una carcajada nerviosa, dándome cuenta de que había hablado demasiado—. Pero aquí estoy, y estoy muchísimo mejor.

—La fiebre no parece estar en relación con lo que te pasó aquella noche —reflexionó él—. Lo segundo tiene toda la pinta de ser una intoxicación. ¿Qué comiste durante la cena?

Se lo dije y él asintió, pensativo.

—Podría ser que alguna de esas verduras estuviera mala.

—De hecho, podría ser cualquier cosa —dije vivamente, casi interrumpiéndolo—. Pero… de todas formas, estoy mejor. ¿Qué importa lo que fuese?

El maestro Yinur sonrió.

—Tengo la sensación de que me quieres echar de aquí —notó.

—¡No! —exclamé—, es sólo que no quisiera hacerle perder más tiempo con esto. Me estoy curando. El tiempo lo arregla todo. Esa era una de las cosas que solía decir: “el tiempo es la mejor de las medicinas” —le recordé con una ancha sonrisa.

—Cierto —dijo. El maestro Yinur me miró con detenimiento—. Pero eso no se aplica a todo. De todas maneras intentaré ayudarte.

Al verlo levantarse y acercarse a mí, me levanté de un bote, azorada. Sentí que me mareaba ligeramente. Aun así, intenté aparentar serenidad pero me salió una risa nerviosa.

—No hace falta, se lo aseguro —solté precipitadamente—. Sería una pérdida de tiempo. Encontrará que estoy cansada y me dirá que necesito dormir. Pues bien, lo haré con mucho gusto. Dormiré todo lo que haga falta. Pero, por favor, no se moleste.

El maestro Yinur puso cara de sorpresa.

—¿No? Pero… si a eso he venido. Kirlens Namonis no me ha llamado para nada.

—No… Claro que no, pero Kirlens se preocupa demasiado y exagera las cosas… —Me ruboricé—. Si empeoro, le prometo ir yo misma a su casa a estorbarlo.

El maestro Yinur frunció el ceño, algo contrariado.

—Te comportas muy extrañamente desde que conociste a tu tío. Deploro que esa persona te haya podido provocar tantas preocupaciones y que haya podido sembrar en ti tanta desconfianza. Porque eso es lo que veo: desconfianza. No confías en tu viejo maestro.

Lo miré y desvié la mirada, meneando la cabeza. El maestro Yinur suspiró.

—Tienes razón, tengo mucho trabajo. Volveré otro día, a ver si realmente te mejoras, y si no, no podrás ya negarte a que examine tu enfermedad. Puede ser importante, sobre todo si se trata de algo contagioso.

—No se preocupe por eso, media Pagoda ha venido a verme y sigue en plena forma —solté, volviéndome a sentar en la cama.

—Descansa. Ayer oí al maestro Dinyú que lamentaba tu ausencia. Ahora son un número impar en los combates.

—Entonces trataré de reponerme cuanto antes —le aseguré, sonriendo, y volví a saludarlo cortésmente cuando salió.

No me sentí totalmente tranquila hasta que no lo oyera salir de la taberna. Lo peor había pasado, suspiré. Al menos el maestro Yinur no me molestaría más hasta dentro de unos días. Ahora me tocaba encontrar una manera para mejorarme más rápidamente. Y eso era como encontrar un remedio a una enfermedad totalmente desconocida. Aun así, tenía esperanzas. Era una cosa buena que tenía: siempre pensaba que encontraría la solución al problema.

Aquel día, Syu volvió muy tarde. Tan tarde que empezaba a preocuparme. Cuando llegó, me llevé una sorpresa al ver que traía a Frundis.

«Gracias, Syu.»

El mono gawalt sonrió, enseñando todos sus dientes.

«Ya que no puedes hacer carreras, puedes escuchar a Frundis.»

El bastón estaba dirigiendo una enorme orquesta, animadísimo, al ver que al fin tenía un público.

«He compuesto una nueva obra», anunció, callando de pronto la música.

«Sería un honor para mí escucharla», le respondí, ilusionada, sintiendo que el ánimo me subía como una flecha.

Y me tumbé en la cama para escuchar la obra de Frundis con toda la atención del mundo.

* * *

Transcurrían los días, y yo apenas hablaba con nadie durante todo el día. La primera semana de Puertos, con sus festejos y sus celebraciones, ocupaban toda Ató, y Kirlens apenas podía encontrar un hueco para pasar a saludarme y a preguntarme qué tal estaba. Me daba perfectamente cuenta, cuantos más días pasaban, que todos pensaban que me hacía la vaga y que no me apetecía enfrentarme al frío muy pronto a la mañana para ir a mis lecciones de har-kar. ¡Qué estupidez! Kirlens gruñía contra esa gente difamadora cada vez que venía a verme, aunque él mismo no acababa de entender por qué decía yo que no me había repuesto. ¿Cómo habría adivinado la verdad?

Con tantas horas huecas, tenía tiempo de sobra de estudiar mi mal, y llegué a concluir, al final de la semana, que probablemente sería capaz de mantenerme en mi forma de ternian durante unas seis horas, pero ¿cómo podía estar segura? Además, si lo hacía, podía empeorarme otra vez y el veneno volver a recobrar terreno. La ignorancia era lo que me impedía atreverme a salir.

Pero no podía quedarme encerrada indefinidamente, escuchando las bellísimas obras musicales de Frundis y las noticias que cosechaba Syu en el mercado. Me contó que Deria iba muchas veces al mercado a vender los juguetes y que vendía mucho más que cuando iba Dol. Por él me enteraba de muchísimos detalles de la vida de Ató, detalles que muchos hubieran considerado nimiedades pero que a mí me entretenían en mi aburrida convalecencia.

El cansancio se me pasó, aunque volvía cuando estaba demasiadas horas seguidas bajo mi forma de ternian. Poco después, me puse a ayudar a Kirlens para servir a los clientes. Pero no me atrevía a salir de la taberna. Pasaba todos los días a ver a Trikos, y le pedí a Ozwil que me trajese unos cuantos libros de la biblioteca. En las semanas siguientes, me entró complejo de Aleria al pasarme tanto tiempo con las narices metidas en los libros pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

De noche, cuando me sentía en forma, salía en busca de Lénisu, como cumpliendo una rutinaria tarea. Lénisu no aparecía, ni tampoco oí ningún rumor de que al Mahir lo hubiesen robado ni nada por el estilo. A lo mejor se había marchado sin intentar nada. En todo caso, regresé de todas mis exploraciones nocturnas sin haber encontrado ni siquiera un rastro.

Una noche, volvió Drakvian. Yo estaba intentando retranscribir una canción de Frundis al papel, ayudada por sus sabios consejos, cuando entró en mi cuarto.

—Espero que te encuentres mejor que la última vez —dijo con energía, sin saludarme—, porque vas a tener que correr conmigo esta noche.

Enarqué una ceja, solté la pluma y me levanté.

—¿Ahora?

—Ahora, sí, ¿algún problema?

Me encogí de hombros y negué con la cabeza.

—No, ninguno. ¿Cuánto tiempo estaremos fuera?

—Bah, nada, unas horas. El clan está esperando no muy lejos de aquí.

Me estremecí al imaginarme a varios vampiros saliendo de los lindes del bosque, junto a Ató.

—¿Vamos? —insistió.

—Sí, sí —dije, distraída—. Espera, tengo que escribirle a Kirlens algo, por si no vuelvo antes de que amanezca. Le escribiré que he salido a pasear.

—De acuerdo —replicó ella, arrimándose a un muro y haciéndole muecas a Syu mientras él la contemplaba con cara de pocos amigos.

Guardé la composición de Frundis en mi mochila naranja y saqué un trozo de hoja, donde garabateé unas palabras. Luego, me vestí con presteza y me abroché la capa.

—¿Estás segura? —le dije.

La vampira soltó una risita aguda.

—Si tengo que demostrar que no ataco a los saijits, lo mejor es que me acompañes.

—Entonces, adelante.

Cogí a Frundis y salimos todos de mi cuarto por los tejados.

El problema era que, una vez transformada en demonio, no podía utilizar las energías asdrónicas. Por eso, me era imposible utilizar las armonías. De manera que, para salir de Ató, me forcé a transformarme en ternian y nos envolví a todos en una niebla de oscuridad que nos fundía con el ambiente.

—Wuaw —cuchicheó Drakvian, al ver el efecto de mi sortilegio—. Eso sí que es práctico.

Salimos de Ató y, volviendo a mi forma de demonio, me puse a seguirle a la vampira, la cual iba cada vez más rápido. En un momento, se giró hacia mí, frunciendo el ceño.

—¿Por qué vas tan lento?

Agrandé los ojos, inocentemente, dándome cuenta de que era la música tranquila de Frundis la que me ralentizaba.

«¿Podrías cambiar de música, Frundis? ¿Algo que sea más dinámico?», le sugerí.

Frundis suspiró, contrariado, pero acabó por ceder y me puse a correr con más ánimo.

«Gracias, Frundis, ¡eres el mejor de los bastones!», le dije, para quitarle el enojo.

Corrimos durante más de una hora. Pasamos varios bosquecillos y nos alejamos del Trueno, remontando un afluente mucho menos ancho. De repente, Drakvian se detuvo y me dijo:

—Será mejor que vuelvas a tu forma normal. Si te ven bajo esa forma, ya puedo decirles adiós para siempre.

La idea de meterme entre una panda de vampiros era poco tentadora, aunque estos no atacasen a saijits. Confiaba plenamente en Drakvian, pero, ¿y si esos vampiros se olvidaban de sus principios y me atacaban? O, peor, ¿y si se daban cuenta de que era un demonio? En fin, según Drakvian, nada en mí podía traicionarme. Al parecer, la Sreda no se percibía tan fácilmente a pesar de que yo la sentía bien viva, por dentro.

Seguimos avanzando, ella delante y yo detrás, pero al poner las riendas a mi Sreda, el cansancio me volvía a invadir y recé por que los vampiros no alargasen las cosas inútilmente. Ver que había venido con Drakvian debía bastarles para aceptarla.

—Aquí están —dijo de pronto Drakvian.

Miré a mi alrededor, sin ver nada. Toda la sensibilidad que pudiera tener de los jaipús que me rodeaban era inútil para sentir la presencia de los vampiros.

—¿Dónde? —pregunté, inquieta.

Drakvian no contestó y esperamos en silencio.

«Esto no me gusta nada», dijo Syu, agarrado a mi hombro.

Frundis se puso a cantar con una voz de tenor espeluznante que avivó mi tensión y el aspecto estremecedor del ambiente.

De pronto, sin que me hubiese dado tiempo a reaccionar, me encontré rodeada por varios rostros absolutamente espantosos. Syu se aferró a mi cuello con más fuerza y Frundis, de pronto interesado por lo que sucedía, calló, dejándome en un silencio sepulcral.

Oía sus respiraciones. Y la Luna iluminaba los semblantes de algunos de ellos. Estaba claro que aquellos vampiros no eran como Drakvian. Drakvian no había crecido junto a vampiros, sino sola y ayudada de un nakrús. Aquellos vampiros llevaban toda su vida juntos. Y seguramente jamás habían tratado con un saijit en su vida. Sus rostros lívidos y sus ojos brillantes me dieron un escalofrío. ¿Cómo podía haberlos considerado Drakvian simpáticos?, me pregunté, con los ojos muy abiertos.

—Hola a todos —dijo alegremente Drakvian, rompiendo el silencio—. Os he traído a mi amiga, Shaedra. Es una ternian. Creo que esto es una prueba irrefutable de que no os daré problemas en lo que se refiere a los saijits.

Se avanzó uno de ellos, sin duda el jefe del clan, un hombre de pelo dorado y de cara llena de cicatrices mal cerradas. Parecía uno de esos personajes de libro que desempeñan el papel del más malo de todos.

—Reconozco que nos has sorprendido —dijo, al acercarse—. No esperábamos que nos trajeses una «amiga», como has dicho. Las amistades entre los saijits y los vampiros son para nosotros totalmente inexistentes.

—Aun así, Shaedra y yo somos amigas. Ella me salvó la vida cuando caí enferma el invierno pasado.

—¿Caíste enferma?

—Sí —contestó la joven vampira, con un mohín—. Bebí demasiado. Pero no sangre saijit, ¡por supuesto!

—Por supuesto —sonrió el jefe, dándole a su rostro un aspecto todavía más terrible—. Según la historia que nos contaste, sin duda necesitas una reeducación completa. Pocas veces he oído hablar de un vampiro que consiguiese sobrevivir solo siendo tan sólo una cría. Además, tendrás que aprender nuestro idioma. El abrianés no es un idioma apropiado para un vampiro.

—¡Lo que tú digas! —replicó Drakvian, entusiasmada—. Aprenderé lo que haga falta. Tengo muchas ganas de poder trabar amistad con gente como yo. Es con lo que llevo soñando toda la vida.

Sentí cómo algunos vampiros esbozaban sonrisas, aprobando la actitud de Drakvian, aunque quizá estuviesen sorprendidos por su franqueza.

«¿Nos vamos ya?», preguntó Syu, escondido debajo de mi capucha. Estaba temblando.

«Pronto», le prometí.

Oí algunas frases pronunciadas en un idioma que no se parecía a ninguno que conociese. A veces parecían serpientes siseando y otras veces soltaban ruidos agudos como algunos pájaros nocturnos. Era difícil diferenciar cada sílaba.

Me fijé en que Drakvian los miraba, fascinada, ansiando sin duda empezar a integrarse en esa extraña sociedad.

El jefe del clan le comunicó algo a Drakvian en su idioma, y la vampira, muy concentrada para tratar de entender lo que decía, acabó por asentir emitiendo un ruido que, con toda probabilidad, tenía que ser un «sí» o algo parecido. El vampiro rubio pareció satisfecho.

—Entonces no hay más que hablar. Devuelve la saijit a su pueblo y luego reúnete con nosotros. Pese a la educación casi nula que has recibido, creo que aprenderás rápido si así lo deseas.

Drakvian pegó dos saltitos, entusiasmada, girándose hacia los demás vampiros con una ancha sonrisa que descubría sus blancos colmillos afilados.

—¡Perfecto! —soltó.

Era demasiado consciente de las miradas desdeñosas de los vampiros para atreverme a hacer el menor movimiento, pero así y todo Drakvian percibió mi nerviosismo y se acercó a mí. Me cogió del brazo y me alejó del grupo de vampiros.

—¡Voy a ser una verdadera vampira, Shaedra! —me dijo, excitada—. ¿No es maravilloso? ¡Es como si fuese a recuperar mi identidad!

Sonreí, impresionada por su entusiasmo, a pesar de sentir que los demás vampiros nos seguían con la mirada mientras nos alejábamos.

—Es estupendo —mascullé.

«¿No nos van a atacar, verdad?», preguntó Syu, sacando prudentemente la cabeza para echar un vistazo hacia atrás.

«Qué va. No les convendría», le aseguré, sin estar sin embargo del todo segura de que lo que decía era cierto o no.

La vampira caminaba casi corriendo, y yo tuve que acelerar el paso. Drakvian soltaba de cuando en cuando gritos de victoria o se ponía a tararear una canción alegre, y yo la seguía, sin atreverme aún a retransformarme en demonio, ya que ignoraba si algún vampiro nos había seguido para espiarnos. Todo el plan de Drakvian se habría ido al traste, porque según ella ningún vampiro en su sano juicio mantendría tratos con un demonio.

Era curioso, pero después de haberme pasado tanto tiempo bajo la forma de demonio, no sentía tan claramente esa frontera psicológica que me había impedido aceptar mi segunda forma. Era más: mi forma de demonio me había salvado la vida. Sin ella, ya no pertenecería a este mundo, eso lo tenía tan claro como el agua de manantial.

—Drakvian —dije, cuando poco quedaba ya para llegar a Ató—. Hay algo que no entiendo. Si tanto querías pertenecer a un clan de tu especie, ¿por qué no lo hiciste antes?

La vampira se detuvo unos instantes, para esperarme, y puso cara pensativa.

—Soy aún muy joven —dijo al cabo, muy seriamente—. Supongo que aún no me había preocupado por saber qué se sentía al pertenecer a un clan o una familia.

—Pero ¿y el maestro Helith? Creía que él fue quien te crió…

—El maestro Helith fue como un padre para mí, y a Iharath llegué a considerarlo como a un hermano. Pero las cosas han cambiado. Necesito una familia real. Sin tanta historia.

No pude reprimir una sonrisa al oír su último comentario. De hecho, Márevor Helith no era una persona que facilitase la vida de los demás.

—No les he dicho que practicaba las artes celmistas —murmuró, tras una pausa—. ¿Crees que debería haberlo hecho? No quiero empezar con tantas mentiras desde el principio. Pero quizá no les sentaría bien saber que soy tan rara.

—No te preocupes. Tú vete conociéndolos. Y si realmente te quieren, no creo que te echen por ser capaz de controlar las energías —reflexioné.

Drakvian parecía sin embargo algo preocupada.

—Ignoro tantas cosas de los míos —se lamentó de pronto—. Debería haber leído más cosas. Pero lo que saben los saijits de los vampiros es más bien poco. ¿Y si ellos consideran que las artes celmistas son artes saijits? ¿Y si me menosprecian por ser tan diferente?

—No te preocupes —repetí, deteniéndome—. Sé que vas a arreglártelas muy bien. Y te llevarás muy bien con ellos. Y si no es así, será porque has caído con unos amargados reaccionarios, pero lo dudo.

La vampira soltó una risita.

—Tienes razón. Jamás me había pasado darle tanta importancia a un asunto —me confesó, mostrando otra vez señales de alegría.

—Casi hemos llegado a Ató —apunté—. Supongo que no volveremos a vernos hasta dentro de un buen rato.

Drakvian asintió.

—Así es. Pero volveré algún día para ayudarte a entender las Trillizas.

—Entender las Trillizas es la menor de mis preocupaciones —le aseguré.

—En fin, aquí se acaba nuestro trato —declaró—. Tú me devuelves el colgante y yo tu caja. —Hizo un gesto con la cabeza—. Espérame aquí un momento.

Asentí y la vi desaparecer entre la oscuridad del bosque. Pasaron quizá diez minutos antes de que regresase con la caja de tránmur de Lénisu. Yo le di el colgante y ella lo tomó muy solemnemente y entonces cargué yo con la caja.

—¿Me dirás algún día qué significan esos signos en el colgante? —pregunté.

—No lo sé —me contestó—. Es uno de mis mayores secretos. Tal vez cuando nos volvamos a ver.

—Te echaré de menos —confesé.

La vampira hizo un gesto con la cabeza, pero no dijo nada durante un rato, como si estuviese intentando recordar algo. Cuando se puso a remover los labios en silencio fruncí el ceño.

—¿Te encuentras bien, Drakvian? —pregunté.

Ella levantó la cabeza y gruñó.

—Yo siempre estoy bien, menos cuando bebo demasiado —replicó—. Entonces, hasta la próxima.

Sonreí.

—No te olvides de mí, y espero que todo te vaya bien.

—Lo mismo digo, y tú vuelve a la cama —me dijo—. Te noto cada vez más pálida.

De hecho, estaba sintiendo el veneno que me quemaba las entrañas como un fuego interno. Asentí sin embargo, sonriente, y esperé a que la vampira hubiese desaparecido entre los árboles para arrimarme torpemente contra un tronco. Se me escapó Frundis y tendí una mano hacia el suelo, notando que el bastón se deslizaba suavemente hasta ella. Cuando lo agarré, trató de ayudarme a no perder el equilibrio. Por suerte, tenía la caja de tránmur encajada bajo mi brazo de modo que conseguí evitar que se cayera.

Cerré los ojos y desaté la Sreda. Enseguida me sentí mejor. Una corriente caliente se puso a correr por mis venas y no advertí que estaba casi dormida hasta que Syu soltase:

«¡Despierta! Un último esfuerzo y estaremos otra vez en casa. Venga», me animó.

Luchando contra el sueño que me invadía, me apoyé sobre Frundis y me dirigí hacia las luces de Ató como una anciana con su cachava y con una caja que contenía los dioses sabían qué.

14 Paz y guerra

El primer día en que retomé mis clases de har-kar, tuve la sensación de estar cometiendo un error enorme. Pero las cuatro horas de har-kar pasaron y conseguí regresar al albergue sana y salva, tal y como me lo había predicho Syu, que aunque no fuera un adivino sabía muchas cosas. Antes de marcharme, les dije a Ozwil y Laya que pasasen por el albergue, aquella tarde, porque tenía unas canciones que había preparado para su antología. Me agradecieron con efusión mi interés, e iba a irme cuando el maestro Dinyú dijo:

—Shaedra, ¿puedo hablar contigo un momento?

Me giré hacia él y lo vi tan sereno como siempre, aun después de cuatro horas de estar soportando a ocho kals no siempre atentos ni muy despejados.

—Por supuesto —contesté, acercándome a él mientras los demás se dirigían hacia Ató.

Hacía días que no llovía y la tierra estaba casi seca. El campo de entrenamiento semejaba por fin un campo de entrenamiento normal, y no un lodazal.

—Me alegro de verte otra vez por aquí —empezó.

—Y yo aún más —le aseguré.

—Pero no quisiera que te esforzaras cuando todavía estás convaleciente —prosiguió—. He notado que a tus ataques a veces les faltaba fuerza y se te ve cansada.

—¿Qué? Bueno, maestro Dinyú, después de tantas peleas contra Sotkins y Yeysa, es normal que me sienta cansada —bromeé—. Además, el ejercicio me viene bien —reforcé.

—Entonces no hay más que hablar —dijo el maestro Dinyú, sonriendo—. Volvamos.

Emprendimos el camino de regreso a Ató en silencio. El maestro Dinyú parecía sumido en sus pensamientos.

—¿Qué tal va su esposa? —le pregunté—. ¿Ha acabado el cuadro?

—¿Qué? Oh, sí, bueno, no, aún no, pero le falta poco —contestó—. Le gusta este lugar.

La última observación me intrigó por el tono con que lo decía.

—¿Y a usted, maestro Dinyú? ¿No le gusta Ató?

—Je, por supuesto que me gusta, pero no podré quedarme aquí eternamente. Al final de la primavera me iré.

La noticia, dada de manera tan natural, me dejó sin habla.

—¿Se va? Pero… ¿adónde? —pregunté, azorada.

El maestro Dinyú sacudió la cabeza, divertido.

—Ató es para mí como un pequeño islote de paz, pero demasiado alejado de toda mi familia.

—Entonces… ¿por qué decidió venir a Ató?

—Esa es una buena pregunta, sin duda —replicó él, meneando la cabeza.

El silencio que siguió a sus palabras me llenó de vergüenza al darme cuenta de que me había comportado como la peor de las entrometidas.

—Quería hablarte de otro asunto —dijo de pronto el maestro Dinyú—. No sé si es una buena idea, pero te lo diré. Supongo que sabías que Lénisu guardaba una de esas mágaras que llaman reliquias.

Sus palabras me pillaron totalmente desprevenida y debió de leer en mi rostro que la verdad no me era desconocida.

—Lo sabía —concedí—. Por eso encerraron a Lénisu.

El maestro Dinyú frunció el ceño y me di cuenta de que mi tono llevaba demasiada emoción y resentimiento.

—¿Por qué me habla de eso? —inquirí.

—La reliquia es una espada, según me han contado. La espada de Álingar. Es una espada de un valor inestimable. No cualquiera posee un objeto así. Por lo que sé, la espada de Álingar sería capaz de resucitar los fantasmas de los muertos.

—Yo creía que invocaba demonios —solté con una media sonrisa, y me callé enseguida, dándome cuenta de que no me convenía hablar.

El maestro Dinyú me miró un instante y luego asintió.

—Quizá. Existen tantas historias sobre las reliquias que es difícil saber cuál es cierta y cuál es falsa. En todo caso, sé a ciencia cierta que el Mahir no sabe cómo funciona la espada. Hace unos días nos lo comentó a unos cuantos maestros. Parecía más que decepcionado.

Lo observé con detenimiento. ¿Adónde quería ir a parar? ¿Por qué me contaba cosas que sin duda no tenía derecho a contarme? ¿Acaso estaba intentando sonsacarme algo?, me dije, de pronto, desconfiada. Aunque sentir desconfianza por el maestro Dinyú me provocaba más confusión que otra cosa.

—Tu tío, en cambio, sabía utilizar la espada. Por eso quiere recuperarla. Sin duda tiene que saber utilizarla —repitió.

—Maestro Dinyú, ¿cómo está usted tan seguro de que quiere recuperarla? —repliqué.

—Porque lo vi anteayer.

Me quedé boquiabierta.

—¿Qu… qué? —farfullé—. ¡Imposible!

—¿Por qué? —dijo el belarco—. Yo lo vi —afirmó otra vez.

—¿Habló con él?

El maestro Dinyú me miró con sorpresa y soltó una carcajada.

—¿Yo? Ni se me ocurriría, no necesito más problemas que los que tengo ya.

—Entonces… Pero… ¿está seguro?

—No puedo equivocarme. Lo vi en el cuartel, cuando salía de la casa del Mahir. Y ayer, la reliquia ya no estaba.

Me quedé más pálida que la muerte. ¡Así que al final lo había conseguido! A menos que…

—Y usted avisó a los guardias —dije, con un hilo de voz.

El maestro Dinyú meneó la cabeza, pensativo.

—Quizá debería haberlo hecho, pero no lo hice. Con esto, quiero que me digas una cosa. Una tan sólo.

Entendí que no podía negarme a contestarle, fuese cual fuese la pregunta. Después de que él hubiese guardado silencio y salvado a Lénisu, yo no podía hacer menos.

—¿Es Lénisu el Sangre Negra sí o no?

Me quedé mirándolo, pasmada. No sabía por qué, me esperaba a que me preguntase si Lénisu había utilizado la espada en mi presencia o si yo había participado en el robo o algo así, ¡no me esperaba a que me preguntase a ver si Lénisu era el Sangre Negra! Recordé la conversación que había tenido con Lénisu en la prisión de Ató. Sin duda alguna, Lénisu me había confirmado que lo era. Pero también sabía ahora que los crímenes que habían formado la mala reputación del Sangre Negra no habían sido perpetrados por este último, sino por un impostor.

—¿Lo es? —repitió el maestro Dinyú, viendo que no contestaba.

Asentí.

—Lo es —suspiré—. O más bien, lo era. El hombre que se hace pasar ahora por el Sangre Negra no es Lénisu.

—Pero tu tío Lénisu fue el Sangre Negra hace diez años. Gracias, Shaedra.

Enarqué una ceja, intrigada.

—¿Quién es el Sangre Negra? —pregunté—. Quiero decir, ¿qué sabe acerca de él? ¿Quién era hace diez años?

El maestro Dinyú me sonrió y me saludó levantando dos dedos, como solían saludar los maestros a sus alumnos.

—Creo que ya he hablado demasiado. Aún no sé si he hecho bien en hablarte de esto. Pero creo que te alegrará saber que tu tío se ha librado por los pelos y con aquello que buscaba.

Uní mis manos delante de mí, a modo de saludo y como señal de agradecimiento.

—No sé cómo agradecérselo, maestro Dinyú. Y… quiero que sepa que mi tío no es un ladrón. Sólo fue a recuperar lo que le habían robado.

El maestro Dinyú sonrió.

—No intentes satisfacer mi conciencia. Porque la tengo plenamente tranquila. No veo por qué todas las reliquias deben pertenecer a las Pagodas, sobre todo si no saben usarlas —añadió, guiñándome un ojo.

Y diciendo esto, repitió su saludo y se fue subiendo rápidamente por la calle del Arce. ¡Lénisu había recuperado a Hilo!, me dije, sonriendo. ¡Esa sí que era una buena noticia! Vale, lo había visto el maestro Dinyú. Una suerte que fuera una de las pocas personas que sabían aún diferenciar el bien del mal, pensé.

Sentí de pronto que me invadía un cansancio no del todo natural y me di prisas en volver a la taberna y encerrarme en mi cuarto, donde conté a Syu y a Frundis todo lo que me había pasado. Cuando les pregunté qué pensaban de todo aquello, Frundis me contestó con una serie de notas de arpa y Syu se encogió de hombros.

«El maestro Dinyú parece buena persona», dijo.

«Lo es», respondí, divertida. «Pero Wigy también lo es, y ella habría corrido a avisar a los guardias si hubiese visto una sombra salir de la casa del Mahir. El maestro Dinyú me ha sorprendido. Ni me ha preguntado si sabía algo del robo o no. Simplemente me ha preguntado si Lénisu era el Sangre Negra. Y que lo fuese parecía contestarle a más de una pregunta, pero ignoro a cuáles.»

«Bah, si todo ha salido bien, ¿para qué seguir hablando del asunto?», preguntó el mono gawalt.

«Si sale mal, no hay que hablar de ello, y si sale bien, tampoco, ¿pero de qué habláis los gawalts, entonces?», solté, muy divertida.

«Los gawalts nos dejamos de tonterías, porque todo nos sale bien, y sólo hablamos de las cosas interesantes», contestó.

«¿Qué cosas interesantes?»

Entonces, cómo no, Syu se me puso a hablar de comida. Frundis y yo nos echamos a reír e intentamos callarlo al de un rato, porque algo estaba claro: para Frundis, la comida era una cosa que nunca le llegaría a preocupar.

A la tarde, como les había pedido, vinieron Ozwil y Laya, y se llevaron una sorpresa al ver que les entregaba quizá treinta hojas de canciones con la escritura musical y la letra debajo para su cancionero.

—¡Wuaw! —se exclamó Ozwil, realmente impresionado.

—¿Dónde has aprendido las notas musicales? —preguntó Laya, mirando las hojas con asombro.

No podía decirles que era Frundis quien me había dictado cada una de las notas, gritando indignado cada vez que me equivocaba o en cuanto dibujaba una nota un milímetro más abajo o más arriba. Porque no solamente habrían pensado que me había vuelto loca sino que además se suponía que había perdido a Frundis el día del rescate y que, por consiguiente, no podía estar en mi cuarto.

—Boh —dije—. He leído alguna cosilla, de aquí para allá. Quizá haya errores, revisadlo vosotros. Espero haber sido de alguna ayuda.

—¡Y tanto! —exclamó Ozwil—. Estábamos algo bloqueados, y se supone que tenemos que acabarlo antes de marcharnos a Aefna. Ahora sí que lo completaremos, ¡y nos quedará genial!

—Y pondremos tu nombre como máxima colaboradora —anunció Laya—. Por cierto, ¿cuál es tu apellido?

—Úcrinalm Háreldin —contesté, entusiasmada con la idea de haber participado a la elaboración de un libro que iba a ser imprimido—. Os lo escribiré en un papel —añadí, al advertir que Laya entrecerraba los ojos y que iba a pedirme que repitiese.

Cuando se marcharon, cerré la puerta y corrí hasta donde había escondido a Frundis para contarle lo que había ocurrido.

«Debería haberles pedido que pusiesen también tu nombre», dije. «No tienen por qué saber que eres un bastón.»

«¿Y qué, si lo soy?», replicó el bastón, con orgullo, soltando unas notas agudas de flauta. «Me enorgullezco de ser un bastón.»

Me eché a reír.

«Syu te está contagiando su orgullo gawalt. Pero tienes toda la razón, no pretendía ofenderte.»

«De todas formas, no quiero que mi nombre aparezca en ningún libro», declaró. «Ya te dije, hace tiempo, que mi nombre es sagrado. Cualquiera no debe conocerlo. Y los libros pueden ser leídos por cualquiera. Y mis canciones, las doy cuando me apetece. Eso ya lo sabes.»

«De sobra lo sé», repliqué, divertida. Había tenido que hablarle con mucho tacto para que aceptara ayudar a Ozwil y a Laya en su empresa. La antología sería única, simplemente porque había varias canciones que quizá ningún saijit en la Tierra Baya recordase. Frundis era un tesoro de música andante, y me alegraba todos los días tenerlo otra vez junto a mí.

Pasaron los días y tuve la impresión de estar, si no enteramente, al menos casi curada de mi mal. El día en que Ozwil no me ganó ni una sola vez me consideré totalmente recuperada. Y conseguí dar a Yeysa un buen golpe sin que ella pudiese replicar suficientemente rápido. Debo decir que con Yeysa no me esmeraba tanto en disminuir la fuerza de mis golpes, ya que era consciente de que ella aprovecharía cualquier ocasión para desatar su furia sobre mí.

Tres días antes de nuestra partida hacia Aefna, Kirlens me vino a ver a mi cuarto. Llamó a la puerta muy quedamente y entró cuando yo estaba tendida en la cama, con entre las manos el Manual musical de Owrel. Aquellos días me había dado por aprender cosas sobre el arte musical, intrigada por aquello que Frundis consideraba como su razón de vida, y el bastón estaba encantado de enseñarme, aunque mi “torpeza” lo exasperaba terriblemente.

Al oír el toque a la puerta, escondí precipitadamente a Frundis entre las mantas y levanté la cabeza hacia el tabernero.

—¿Puedo? —preguntó.

—Claro —contesté, dejando el libro sobre la mesilla y sentándome en la cama—. Hoy hay muchos clientes, ¿no te parece?

—Sí, la dejé a Wigy que se ocupara —dijo, sentándose en la silla—. Con esto de que hay tantos alumnos de la Pagoda que se van al Torneo de Aefna, la gente está algo más excitada que de costumbre. Y aunque todavía ni ha empezado el Torneo ni nada, ya han comenzado las apuestas sobre si Ató va a salir ganadora o no.

—¿Ató, ganadora? —repetí, poniendo los ojos en blanco—. Eso significaría que habríamos ganado más puntos que todos. Además, el Torneo no es una competición entre ciudades —afirmé, repitiendo más o menos lo que nos había dicho el maestro Dinyú—. Yo, la verdad, lo único que me apetece es ver la ciudad, la pagoda y la biblioteca.

—Y los palacios —añadió Kirlens, con una gran sonrisa—. Son magníficos. El Palacio Real, ese, no podrás perdértelo: se ve desde las afueras.

—¿Cuánto tiempo estuviste en Aefna? —pregunté.

—Ah, de eso hace mucho tiempo —contestó, con la mirada lejana—. Casi cuarenta años, sí. Pero dudo de que el Palacio Real haya cambiado mucho. Aunque dicen que la ciudad ella sí que ha cambiado. Al parecer ensancharon las calles y las empedraron y todo. —Sonrió—. ¿Sabes qué? Taroshi me ha dicho que quería ir contigo.

Lo miré de hito en hito, pensando que bromeaba.

—Por supuesto, le he dicho que no —me tranquilizó Kirlens—. Aunque es cierto que los nerús tendrán menos clases durante un mes, porque se van varios maestros.

—¿De veras? ¿Quiénes?

—El maestro Dinyú, el maestro Juryún y el maestro Áynorin.

—¡El maestro Áynorin!

—Así es.

—Y el maestro Juryún —dije, frunciendo el ceño, sorprendida. Se suponía que el maestro Juryún nos debía haber dado clases de combate armado aquel invierno, pero como había estado muy enfermo, los har-karistas apenas lo habíamos visto, y el maestro Dinyú había tenido que reemplazarlo.

—La gente opina que sigue muy enfermo —asintió Kirlens—. Y su ama de casa se queja diciendo que es una locura que vaya a Aefna en ese estado, pero es difícil razonar con un maestro de la Pagoda. —Sonrió y yo meneé la cabeza, pensativa—. Entonces, ¿te sientes preparada para ese Torneo? —preguntó tras una pausa.

—Bueno, eso espero —contesté—. De todas formas, el maestro Dinyú no nos pide que ganemos, sólo que participemos respetando todas las reglas.

—Ya, ya, eso es lo que dice, pero si ganas, estoy seguro de que estaría contento —replicó.

Sonreí y asentí.

—Puede —respondí.

—Otra cosa —dijo Kirlens—. Sé que no es el mejor momento para hablar de ello, pero quisiera pedirte algo.

Enarqué una ceja, intrigada.

—¿De qué se trata?

—De Taroshi y tú. Os he visto, os evitáis como la luz y la sombra. Ha llegado a ser agobiante. Tanto resentimiento es algo malsano. Seguro que tienes buenas razones para mirarlo así, pero él tan sólo es un niño. Piensa que tal vez no quería hacerte daño, sea lo que sea lo que ha pasado entre vosotros.

Bajé la mirada, suspirando.

—Debería ser un niño —dije—. Pero actúa como un demente.

Kirlens golpeó la mesilla con su puño, y me sobresalté, estupefacta.

—¡Jamás vuelvas a decir eso, Shaedra! —bramó—. Taroshi es un niño sensible, no hay más.

—Claro —le dije, sarcástica.

Cuánto me hubiera gustado decirle: abre los ojos, Kirlens, y no te fíes tanto de su cara inocente. Kirlens se levantó algo rígidamente y suspiró luego, más tranquilo.

—Deberíais hacer las paces, antes de que te marches. Quiero que hables con él. Esta misma tarde, ¿de acuerdo?

Lo miré a los ojos y me encogí de hombros, resignada.

—Si insistes. Pero te advierto que nunca estuvimos en guerra. No hay guerra cuando uno de los dos bandos padece sin resistir —dije, sabiamente.

Kirlens sacudió la cabeza, pensando sin duda que decía tonterías, y salía del cuarto cuando le pregunté:

—¿No necesitáis ayuda, en la taberna?

—No, tranquila. Reserva tus fuerzas para el Torneo —contestó, mirándome con una sonrisa, antes de cerrar la puerta.

Volví a sacar a Frundis de debajo de las mantas y retomé mi libro. Syu había salido. Últimamente daba muchas vueltas por Ató, y me pregunté si no habría encontrado una presa fácil entre los comerciantes de golosinas.

Aquella misma tarde, hablé con Taroshi. Al verlo pasar por el pasillo, lo llamé y él se detuvo, mirándome con sumo desprecio.

—Taroshi —repetí—. Acércate. Tengo algo que decirte.

—¿A mí? —se extrañó él—. No te creo.

Enarqué una ceja.

—¿Tan imposible te parece? Venga, acércate. A menos que tengas intención de matarme otra vez, por supuesto.

Taroshi agrandó los ojos.

—¿Cómo sabes…?

En ese instante nos quedamos los dos suspensos y, durante unos segundos, me puse a reflexionar con una lógica fría que me aterró: Taroshi acababa de traicionarse a sí mismo, admitiendo que había intentado envenenarme. Aun así, tampoco parecía horrorizado al ver que había metido la pata. Sonreí con frialdad.

—Lo sabía desde el principio —aseguré—. Me bebí tu veneno sabiendo que lo era, para demostrarte que no me muero tan fácilmente —mentí con tono de broma.

—Yo no… yo no quería matarte —dijo Taroshi, vacilante.

—Una suerte entonces que no haya muerto —repliqué—. ¿Qué tipo de veneno era?

Taroshi me miró de mal modo y se mordió el labio, confesando:

—Anrenina. No puse mucha —añadió, como para disculparse.

Aunque quería aparentar serenidad, no pude dejar de palidecer. ¡Anrenina! Eso era lo que se les daba a los enfermos que sufrían mucho cuando ya no había posible curación y cuando la muerte tardaba en llegar. Estaba claro que si no hubiese tenido la Sreda, habría muerto en menos de diez minutos. Suspiré y traté de reponerme.

—Ven, acércate y siéntate ahí. Tengo algo que decirte.

El muchacho miró la silla y frunció el ceño, clavando otra vez sus ojos en los míos.

—¿Seguro que no quieres vengarte? —inquirió, con un recelo pueril.

Solté un enorme suspiro.

—Taroshi, intenta confiar en mí, ¿quieres? Yo tengo buen corazón, no me vengo contra el hijo de Kirlens —le dije con infinita paciencia.

Taroshi, con un mohín, me miró de hito en hito.

—¿Qué quieres?

—Siéntate.

—No —se negó categóricamente—. ¿Qué quieres?

—Hacer las paces.

Taroshi puso cara de pocos amigos.

—Imposible. Oí lo que te dijo aquella persona. Sé lo que eres.

Lo contemplé unos segundos, desconcertada.

—¿Y qué es lo que soy?

Como parecía costarle decir lo que sabía que iba a decir, añadí:

—Soy una salvaje, ¿verdad? ¿O bien un monstruo de tres cabezas? Cuando me miras tengo esa impresión.

—Un demonio —soltó Taroshi—. ¡Un demonio! —repitió, gritando—. Eso es lo que oí. Y no lo dije a nadie.

Solté una carcajada sonora.

—¡Un demonio! Por supuesto. ¿Eso es lo que crees?

—No solamente lo creo. Te he visto.

Sentí como si me golpeasen las entrañas de un puñetazo. ¿Me había visto? ¿Cómo que me había visto? ¡Imposible! Traté sin embargo de no mostrar más que exasperación en mi rostro.

—Taroshi, quería hacer las paces contigo, ¿y me vienes ahora con esas historias? Está bien, tú sigue pensando lo que quieres. Pero preferiría que pensases que soy un hada o una bella princesa. Al fin y al cabo, no estoy tan lejos de serlo —dije, alegremente.

Taroshi me miró con desdén y retrocedió hasta la puerta, sin darme la espalda, como si temiese que le fuese a atacar a traición.

—Taroshi —le dije—, podrías ser una buena persona, ¿por qué tanta desconfianza? Trata de quitarte todas esas ideas raras de la cabeza. Compórtate de manera razonable. Al fin y al cabo, la vida sólo se vive una vez…

—¡No quiero volver a hablar contigo! —soltó él, desapareciendo por las escaleras.

Meneé la cabeza, inquieta, sabiendo que mis intentos diplomáticos habían sido todo un fracaso.

—Bueno —dije para mí—, al menos, lo he intentado.

Syu entró a toda prisa en el cuarto y al frenar, tropezó y dio un salto para no caerse.

«¡Ese tarado!», exclamó, asustado, mientras yo lo miraba con estupor. «Quiso darme una patada. Yo que tú lo echaría de aquí.»

«Eso es una cosa que está en manos de Kirlens, y dudo mucho que eche a su propio hijo de casa», repliqué, intentando tranquilizarlo. «De todas formas, no te preocupes. Dentro de unos días, nos vamos de aquí. Y cuando vuelva, pienso decirle a Kirlens que me iré a vivir a uno de los cuartos de la Pagoda, que para eso están. No quiero volver a dormir bajo el mismo techo que ese…»

«Tarado», terminó Syu, al ver que dudaba entre varias palabras.

«Pero hasta entonces, no me queda más remedio que evitar los envenenamientos y los puñales», dije, con filosofía. «No quiero causarle más inquietudes a Kirlens.»

Me tendí otra vez en la cama y al de un rato me di cuenta de que estaba pensando en el Torneo. Sin duda tenía que haber muchísima gente y muchos candidatos. Tenía que ser un evento mayor del año. Últimamente se hablaba mucho de ello y de Aefna, y cuanto más oía, más impaciencia sentía por irme ya.

Tras estar imaginándome mi llegada ahí durante quizá media hora y recordar todo lo que sabía de Aefna, volví a retomar el Manual musical de Owrel y me puse a descifrar la compleja escritura musical del célebre compositor Owrel, uno de los pocos que Frundis admiraba sin reserva.

15 Maestro Tuan

La desaparición de Hilo pasó totalmente inadvertida, y si el maestro Dinyú no me hubiera dicho nada, probablemente no me habría enterado de nada. Aun sabiéndolo, me costó imaginarme que el Mahir había perdido la reliquia al verlo conversar tan tranquilamente con el Dáilorilh y otros orilhs acerca de los disturbios crecientes en las Comunidades de Éshingra. Los escuché hablar de ello en la Pagoda Azul e, inconscientemente, me quedé mirándolos con demasiada fijeza. Sólo cuando el Mahir levantó la cabeza y se fijó en mí, espabilé y me di cuenta de que Galgarrios, con el que estaba luchando, se giraba, curioso, para ver qué me había distraído. Le llamé la atención con un ataque fingido y volvimos a centrarnos en el har-kar mientras el Mahir, el Dáilorilh y los orilhs se alejaban por el corredor, hacia el segundo piso de la pagoda.

—¿Has oído lo que decían? —me preguntó Galgarrios, evitando un ataque mío.

—¿Quiénes?

—El Dáilorilh y los demás. Hablaban de lo que ha pasado en Dathrun.

—Ya, lo he oído —dije, apartándome elegantemente de él para evitar el golpe.

El Mahir había comentado algo sobre insurrecciones callejeras provocadas por gente descontenta. Al parecer, las Comunidades de Éshingra tenían problemas serios.

Encadené con una serie de ataques relámpago que me hubieran dado la victoria si no hubiese reducido al mínimo mis golpes. Galgarrios se alejó un poco, para retomar aire. Y para hacer el comentario que me temía:

—Y… —Vaciló—. ¿No están tus hermanos ahí?

Asentí con la cabeza, sorprendiéndome de que se acordase de eso. Había recibido una carta de ellos a finales del verano, pero mi posterior carta había quedado sin respuesta, y desde entonces no sabía nada… Galgarrios hizo una mueca pensativa.

—Bueno, pero ellos están en la academia —añadió—. No les pasará nada, ¿verdad?

Sonreí.

—Más les vale —dije, poniéndome otra vez en posición de ataque—. Si no, los arrastro a la fuerza hasta Ató.

Ataqué y Galgarrios se defendió dignamente. El problema, cuando luchaba con él, era que el caito, pese a ser más ágil que antaño, era mucho más lento que yo y además parecía siempre temer hacerme daño. Pero eso era su carácter, y por eso mismo era amigo mío.

Con una táctica que tenía más que ver con la lucha callejera que con el har-kar, le hice perder el equilibrio y el caito cayó sobre su trasero.

—¡Yujú! —solté, haciendo una pirueta de espectáculo.

—Me gustaría conocerlos algún día —dijo entonces.

Enarqué una ceja, sorprendida, y recordé la conversación.

—¿A Murri y a Laygra? —pregunté.

El caito se levantó y asintió, e iba a añadir algo cuando el maestro Dinyú, que había desaparecido misteriosamente durante un momento, apareció acompañado de un elfocano alto, de piel cetrina y rostro alargado y siniestro.

El maestro Dinyú ostentaba una sonrisa contenta.

—Kals de Ató —nos llamó—. Venid aquí, os quiero presentar al maestro Tuan, antiguo maestro de la Pagoda de los Vientos. Acaba de llegar, así que sólo haré las presentaciones. Mañana le dejaré que os dé una charla sobre el Torneo. Y sobre el har-kar, si es posible.

—Buenos días, maestro Tuan —dijimos todos al unísono, haciendo el debido saludo.

El maestro Tuan respondió a nuestro saludo del mismo modo, juntando las manos delante de él. Llevaba una larga túnica negra decorada con pequeñas flores rojas bordadas delicadamente.

—Esta es Laya —dijo el maestro Dinyú, señalando a la elfa oscura.

—Un honor, maestro Tuan —contestó esta.

El maestro Dinyú fue así presentándonos uno a uno. Yeysa saludó con su habitual dramatismo, Ozwil con su acostumbrada torpeza, y Galgarrios y yo con nuestra sempiterna naturalidad. Zahg, Sotkins y Revis eran en realidad los más formales de todos, y no me hubiera extrañado verlos de orilhs en la Pagoda algún día.

El maestro Tuan parecía muy acostumbrado a estas presentaciones y no mostró en ningún momento signo de aburrimiento, pero su rostro imperturbable y poco amable me hizo pensar que hubiera preferido estar en otro sitio. Aun así era evidente que el maestro Dinyú lo trataba como si fuese un gran amigo, de modo que intenté percibir en ese hombre algo que no estuviese totalmente encubierto por la formalidad y el amaneramiento. Todo fue en vano. El maestro Tuan debía de haber vivido demasiadas ceremonias aburridísimas para haberse quedado con esa cara de entierro.

Al día siguiente, llegué a la Pagoda más pronto que de costumbre, pero todos estaban ya ahí, menos Galgarrios y Sotkins. Notaba en el ambiente impaciencia y excitación: Laya parloteaba de todo y de nada mientras Ozwil hacía que la escuchaba, dando taconazos con sus botas saltadoras. Revis conversaba con Zahg acerca de los har-karistas que estaban de moda. Cuando entré, Yeysa me miró con mala cara y se alejó solitaria hacia una de las ventanas del corredor, con la típica pesadez de su enorme tamaño.

—¡Ah! —decía Zahg, muy animado—, ¿pero es que no has oído hablar del maestro Zeyzey?

—¿De quién? —replicó Revis, sonriendo anchamente—. ¿Zeyzey? ¿Qué nombre es ese?

—¡Es un apodo! —gruñó Zahg, contrariado ante sus aires burlones—. Es un har-karista la mar de famoso. En Aefna tiene algo así como doscientos seguidores.

Mientras Revis hacía una mueca, poco impresionado, puse cara pensativa.

—Zeyzey —repetí—, me suena el nombre. ¿No es aquel que se quedó dormido en pleno combate, en el Torneo de hace unos años?

Zahg soltó un bufido.

—¿Dormirse en pleno combate? ¡Sandeces! Eso sólo son habladurías difundidas por sus enemigos.

—No, no, ahora estoy segura —dije, asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Era Zeyzey. ¿No te parece un acto heroico dormirse durante un combate? Seguramente se aburría tanto con su adversario que…

—¡Bobadas! —repitió Zahg, enderezándose, con las manos sobre las caderas.

—A menos que hubiese bebido demasiado el día anterior —terció Revis.

—Quizá tenga propensión —le apoyé con mucha seriedad.

Intercambiamos una mirada y nos echamos a reír mientras Zahg sacudía la cabeza, exasperado.

—Menudo par de ignorantes —soltó—. ¡Pues no voy a saber más que vosotros, sobre el tema! Mi tío fue har-karista, en su tiempo.

Nosotros seguimos riéndonos y él soltó un suspiro resignado, girándose hacia la puerta.

—El maestro Tuan no es tan puntual como el maestro Dinyú —observó.

De hecho, el maestro Tuan no aparecía por ningún sitio. Esperamos quizá un cuarto de hora, cada vez más cabreados por su impuntualidad.

—Es de la capital —comentó Laya, sentándose afuera, en el corredor exterior de la Pagoda.

—Pues vaya maestro —replicó Ozwil, saliendo afuera también.

Los seguimos y nos sentamos todos en línea, sobre la madera de la veranda, ahora más frustrados que impacientes.

Hacía un día primaveral. El cielo era azul y tan sólo lo cruzaban unas nubes altas y blancas como el algodón. El aire estaba fresco así que aquella mañana me había cubierto cálidamente con la capa y hasta había puesto mis botas.

—Ningún maestro de Ató se atrevería a llegar tan tarde —añadió Zahg, tamborileando con sus dedos sobre la madera.

—¿Y Sotkins? —pregunté.

No la veíamos por ningún lado.

—¡Ah! —apuntó entonces Laya con aire triunfante—. Ahora lo entiendo. El maestro Tuan le estará dando clases particulares. Ya sabía yo que lo único que le importa es medrar haciéndose amigos poderosos…

—Laya —dijo Ozwil, suspirando—. A ti lo que te pasa es que no te cae bien Sotkins.

La elfa oscura puso una cara enfurruñada y Zahg soltó un suspiro ruidoso.

—Empiezo a pensar que nos ha olvidado —gruñó.

—Sería una pena —dijo Galgarrios, con sinceridad—. Me apetecía escuchar lo que iba a decir.

—Pues a mí, la verdad es que no —dijo Laya—. Tiene cara amargada y yo no soporto a la gente que tiene la cara amargada. Además, seguro que el maestro Dinyú nos ha hablado de todo lo importante. Y lo que no sepamos, que nos lo diga.

—El maestro Tuan se habrá quedado dormido —reflexioné—. ¿Y si vamos a despertarlo?

—Si tuviese en casa el gallo que yo tengo, no tendría esos problemas —dijo Revis.

—¿Tienes un gallo? —exclamé, sorprendida.

Revis puso cara atormentada.

—Mi hermano pequeño —contestó y nos reímos todos—. Me despierta con la trompeta desde que ha empezado a aprender a tocarla. Cada despertar es un infierno. ¡Pero al maestro Tuan mi hermanito le podría venir de perlas! —dijo, soltando una carcajada.

—No hacen falta trompetas —intervino Zahg—. Ahí viene.

—Y con Sotkins —murmuró Galgarrios.

—¡Ja! ¿No os lo dije? —exclamó Laya, y se giró hacia ellos para mirarlos fijamente.

Cruzando la plaza junto a la Pagoda y a la Neria, venían conversando Sotkins y el maestro Tuan. Él parecía hacerle preguntas y ella contestaba con tranquilidad. ¿Eran acaso tan importantes las respuestas como para llegar tan tarde?, me pregunté, con una mueca dubitativa, levantándome con los demás.

—Buenos días —nos dijo el maestro Tuan como saludo, al llegar junto a las escaleras exteriores—. He sido retrasado por un asunto urgente. Adelante, entrad.

—¿Para qué pedir perdón? —comentó Zahg, por lo bajo, mientras entrábamos.

En el interior, nos encontramos con Yeysa, que se había sentado junto a una ventana que daba sobre la Neria, absorta en quién sabía qué pensamientos.

El maestro Tuan nos llevó a la segunda planta, a una salita que no estaba vacía como las demás: había una mesa grande con el mapa en colores de Ajensoldra grabado en ella. Yo ya lo había visto de sobra, no solamente un día el maestro Yinur nos la había enseñado sino que en otra ocasión nos había castigado a Akín y a mí mandándonos hacer una copia exacta del mapa. Si bien recordaba, ni yo ni Akín habíamos hecho correctamente los deberes de geografía y aquel día al maestro Yinur se le había atragantado el desayuno.

—Esperadme aquí un momento —dijo entonces el maestro Tuan, antes de desaparecer por las escaleras que llevaban al tercer piso.

Nos quedamos observando el mapa para pasar el tiempo. La mesa era muy vieja, y se veía que el grabado había sido más de una vez retocado para mejorarlo y corregir errores. Vi escrito el nombre de Ató y comparé la distancia que nos separaba de Aefna, con la que nos separaba de Kaendra. Aunque estaba más cerca esta última, bien sabía que se tardaba muchísimo más en llegar a Kaendra, simplemente porque estaba metida entre montañas, encima poco hospitalarias. En cambio, Aefna estaba rodeada de praderas, pequeñas colinas y campos. Según el maestro Dinyú, en Aefna llovía muchísimo menos que en Ató, incluso en ciclos de transición o en un Ciclo del Pantano. Después de todo, no estaba muy lejos de las Llanuras del Fuego, y se decía que a veces la arena roja y grisácea del sur cubría el cielo de Aefna como una nube caliente y brumosa. El maestro Dinyú había hablado más de una vez sobre los vientos cálidos y los vientos fríos de Aefna. Cuando soplaba el viento del sur, hacía un calor de mil demonios y cuando soplaba viento del norte, podía hacer un frío terrible, incluso en verano.

Ozwil y Galgarrios estaban intentando recordar qué montaña era la más alta, si el Tilzeño o el Avestruz, cuando el maestro Tuan volvió, cargado de anchos pergaminos enrollados que posó en el borde de la mesa con cuidado.

—El maestro Dinyú ha tenido la amabilidad de guardármelos en la Pagoda para que no se estropeen —dijo, refiriéndose sin duda a los pergaminos—, y nos van a ser de una gran ayuda. Estáis aquí para aprender las reglas del Torneo de Aefna, que empezará dentro de dos semanas, el primer Ventisca de Tablonas, y que tiene lugar cada tres años. Que alguien me ayude a desenrollar este pergamino —añadió.

Galgarrios iba a encargarse pero Sotkins se precipitó para coger el pergamino y desenrollarlo. Los demás la ayudamos a mantenerlo llano sobre la mesa.

—Gracias, Sotkins —dijo el maestro Tuan.

Esta sonrió y yo fruncí el ceño. El comportamiento de Sotkins me estaba intrigando cada vez más, y no pude dejar de advertir que Laya la miraba con cierto menosprecio y quizá cierta envidia por haber sabido granjearse el interés de una persona tan influyente como lo era el maestro Tuan.

—En este pergamino —prosiguió el elfocano—, tenéis una copia de todos los candidatos en el Torneo de este año. No están los que se han presentado a última hora, se añadirán después. Echadle un vistazo y mirad también este otro pergamino. Ahora vuelvo.

Observamos, con cierto asombro, al maestro Tuan alejarse escaleras abajo. Resoplé y Zahg soltó una risita.

—¿A este lo llaman maestro? —susurró, a la vez escandalizado y divertido.

—Un maestro que huye de sus alumnos —rechinó Laya—. Menuda vergüenza.

—¿Cómo puede ser amigo del maestro Dinyú? —preguntó Ozwil.

—¿Queréis callaros? —replicó Sotkins, exasperada—. Es un buen maestro, lo que pasa es que está viejo para soportar a una panda de niños como vosotros.

—Pero aun así —razoné, sorprendida por su actitud—, ¿te parece normal?

Sotkins hizo una mueca y yo levanté un dedo con aires de sabia:

—Tienes razón: promueve nuestra autonomía.

Todos soltaron una enorme risotada, menos Yeysa, que se había puesto a recorrer el pergamino con interés. Me sorprendí al verla tan interesada de pronto por un pergamino: jamás la había visto leer nada hasta ahora.

Nos centramos todos en el pergamino. La presentación era intragable. Y el contenido del todo repetitivo: eran nombres y más nombres de candidatos venidos de toda Ajensoldra e incluso de las tierras vecinas para participar en el Torneo y demostrar su valor y su habilidad. Entre todos, reconocí algún apellido típico de las Tierras Altas, y vi a un tal Dayrron Tudeka, miembro sin duda de los Tudeka, la familia más numerosa e importante de Yurdas.

El otro pergamino era una recapitulación de todas las reglas del Torneo y de todo lo que había que hacer en tal o tal caso. Al ver la extensión del pergamino, empecé a entender por qué el maestro Tuan nos había abandonado tan alegremente.

Cuando volvió el maestro Tuan, había pasado ya media hora y, aburridos, habíamos mirado también los demás pergaminos. En uno de ellos enseñaban todas las competiciones que podía haber en el Torneo: carreras, tiro al arco, combate de har-kar, combate armado, acrobacia, y algo que llamaban danza de la muerte, también había competiciones entre celmistas, de invocaciones, de transformaciones, juegos de astucia, y así continuaba la lista increíblemente larga de posibles actividades. Otro pergamino era una recopilación de planos de los edificios y campos en que tenían lugar las pruebas. Y el último pergamino hablaba de todas las prohibiciones y de las condiciones de participación. Según ponía, parecía que era terriblemente fácil ser expulsado del Torneo.

El maestro Tuan acabó de exasperarme cuando, al volver, se puso a leernos todas las reglas y a hacérnoslas repetir cinco veces para que se nos quedasen de memoria. Cuatro horas después, al salir de la Pagoda, tenía la impresión de haber recibido cien golpes de bastón en la cabeza sin interrupción.

—Es difícil tenerle manía a una persona en tan poco tiempo —comenté, con un gemido, masajeándome las sienes—. Pero el maestro Tuan lo ha conseguido.

—Válgame el cielo… —gruñó Zahg, todavía más agitado que a la mañana—. Te juro que si me hubiese hecho repetir una sola vez más una de sus malditas reglas, me habría vuelto loco y me habría tirado por la ventana.

—No digáis bobadas —intervino Sotkins—. Reconozco que la clase ha sido pesada, pero es necesario conocer las reglas. —Como la mirábamos todos, incrédulos, carraspeó—. Bueno… no lo estoy defendiendo, pero sabéis tanto como yo que tiene mucha influencia.

Laya entrecerró los ojos.

—¿Y qué te puede dar ese señorito de la capital? —soltó.

—Yo no le he pedido nada —replicó la belarca, con un gruñido—. No soy una aduladora ni nada por el estilo, que eso os quede claro. Y si algún día, tengo un buen cargo, será porque me lo he merecido, ¡de eso podéis estar seguros!

Y diciendo esto, se marchó con grandes pisadas hacia su casa. Nos pasó casi por encima toda una tropa de snorís que salían corriendo de la Pagoda y yo me aparté de un bote. En ese instante, sentí el sabor amargo del veneno en mi lengua y supe que era hora de volver al albergue. Despidiéndome de los demás, me pregunté si sería capaz de aguantar todo un viaje sin transformarme ni una sola vez. Esa era sin duda una incertidumbre más que preocupante, a lo cual se añadían las palabras de Kwayat: “prométeme una cosa, antes de que me vaya: no salgas de Ató hasta que vuelva”. ¡Genial! Iba a tener que romper una promesa. Pero Kwayat había incumplido la suya a más no poder porque ¿no había dicho que volvería dentro de unos días? Y ya habían pasado tres meses. ¡Ja! Tampoco tenía la intención de esperarle hasta que me matase el aburrimiento. Además, se suponía que dentro de dos semanas y media tenía que ir a ver a los Comunitarios, en Aefna. No podía ser más práctico. Sin embargo, si Kwayat no aparecía antes del segundo Drusio de Tablonas, ¿qué pensarían los Comunitarios? Acaso que me había convertido en un kandak, lo que quizá iba a sucederme si seguía transformándome tantas veces como aquel último mes.

—¡Shaedra!

Levanté la cabeza, sobresaltada, y vi que Deria me hacía grandes gestos desde su puestecillo de juguetes. Con una gran sonrisa, me acerqué a ella.

—¿Qué tal estás? —le pregunté.

—Debería ser yo quien te pregunte eso —dijo Deria—. Al fin y al cabo, has estado enferma.

—Es agua pasada. Ahora estoy fenomenal —la aseguré, demasiado consciente sin embargo del veneno que empezaba a expandirse otra vez. Hacía más de un día y medio que no me transformaba, recordé, con cierta satisfacción—. ¿Qué tal se vende el nuevo modelo?

—¿Las retintineras? ¡No podría ser mejor! No sirven de nada, pero les encanta tanto a los niños como a los padres. —Y se inclinó hacia mí, bajando la voz—. Ayer me vino a comprar uno el mismísimo Mahir.

Agrandé los ojos. Una retintinera, un invento reciente de Dolgy Vranc, consistía en una caja que, cuando se activaba, repetía los ruidos que le rodeaban como un eco, podía guardarlos y soltarlos más o menos deshilachadamente. Podía dar como resultado un batiburillo cacofónico totalmente incomprensible, pero Deria había descubierto que se podían realizar varios juegos con semejante objeto, de ahí su gran éxito. ¿Pero para qué querría el Mahir una retintinera? La única hija que tenía ya tenía casi treinta años.

—Por cierto, ¿qué tal es el maestro Tuan? —me preguntó.

Puse cara de mártir y ella se rió.

—¿Tan malo es?

—Como maestro, horrible —asentí—. Pero no parece tener mal corazón. Eso sí, su pereza se siente a diez leguas de aquí. Y le hemos puesto un mote que le va de maravilla: el Oso Perezoso.

—Una retintinera, por favor, jovencita —dijo una clienta con su hijo pequeño cogido de la mano.

—Son tres kétalos —le contestó Deria animadamente.

Cuando se alejó la clienta y el niño, Deria se giró hacia mí, con una gran sonrisa.

—¡Adivina! Le pregunté a Dol si podíamos ir a Aefna, ¡y él ha dicho que sí! Partiremos un día después que tú, porque Dol quiere vender todo esto antes —dijo, señalando todas las retintineras que le faltaban por vender.

—Eso es maravilloso —me entusiasmé—. Así podremos ir a visitar Aefna juntas y con Dol.

—Pero hay aún más —añadió ella, con aire misterioso.

Enarqué una ceja, intrigada.

—¿De qué se trata?

—Dol está a punto de finalizar otro proyecto, y dice que en Aefna lo acabará y que durante las semanas que estaremos, va a intentar encontrar un proveedor mejor que el que tiene ahora, que nunca le da material de la calidad que él quisiera. Así que ya ves, ¡este viaje va a ser el principio de un gran negocio!

Sonreí, divertida, al ver surgir el espíritu comerciante de la drayta.

—Seguro que lo será —contesté, antes de encaminarme hacia el Ciervo alado, sintiéndome algo inquieta al pensar que en realidad mi viaje a Aefna no iba a solucionar ninguno de los problemas pendientes: Aleria y Akín seguían los diablos sabían dónde y Lénisu estaría huyendo prudentemente de Ató y del Mahir. Sólo cabía esperar que Kwayat apareciese pronto y me diese consignas para ser un buen demonio, pensé sardónica, empujando la puerta de la taberna.

16 Camino de ciénagas

El día de la partida se anunció gris y horas más tarde estábamos subidos todos los kals en dos grandes carretas que no tenía toldo alguno para protegernos de la lluvia. En compensación, cuando la llovizna se transformó en lluvia, nos dieron un enorme lienzo negro rectangular que tuvo que sostener un kal en cada esquina.

Estábamos todos. No solamente estábamos los har-karistas, sino que también estaban Ávend, Salkysso, Yori, Marelta y Kajert. Ávend estaba muy sombrío y me enteré por Salkysso que llevaba así desde hacía más de un mes, pero nadie sabía por qué. Marelta estaba muy ocupada en contar todo lo que sabía de Aefna, que si las tiendas, que si la moda, que si los templos magníficos y las calles porticadas… Era un continuo fluir de palabras. Se había sentado al lado de Yori y éste parecía estar a punto de explotar. Laya la escuchaba con sumo interés, sin embargo, y Yeysa parecía también atenta.

La partida había supuesto alguna que otra dificultad. No había sido nada fácil esconder a Frundis pero lo que más me había costado era hacerle entender que no lo estaba abandonando. Le prometí que sólo sería para el viaje ya que, en Aefna, nadie estaría pendiente de si había recuperado mi bastón o me había comprado uno nuevo muy parecido por nostalgia. Así que había tenido que levantarme de noche para meterlo debajo del asiento de madera de la carreta y cubrirlo, de modo que a la mañana, cuando los demás metieron todos sus sacos de viaje, nadie advirtió su presencia. La verdad era que yo que pensaba irme casi con los brazos vacíos, me llevé una sorpresa cuando Kirlens me regaló una caja de cartón llena de galletas riquísimas y Wigy, un paquete rectangular, pidiéndome que no lo abriese hasta que me hubiese marchado. Mi saco acabó abultando un poco más.

—¡Cuidado! —gritó de pronto Ozwil, en el momento preciso en que todo el agua acumulada por nuestro tejado de tela caía sobre nosotros.

—¡Por favor! —exclamó Yori, lamentándose—. ¡Qué torpe!

—Lo siento —se disculpó Ozwil, soltando sin embargo una carcajada al ver cómo nos había hundido.

Laya, Kajert y Ávend, gruñendo, dejaron de sujetar el improvisado techo, y al ver que los demás se quejaban, Kajert explicó:

—De todas formas, si es para hundirnos de golpe en vez de poco a poco, pues no le veo mucho el interés.

Oí que el que dirigía las riendas de los cuatro caballos soltaba una leve carcajada al vernos tan enfurruñados. De mojados, en pocos minutos pasamos a estar hundidos. Envueltos en nuestras capas, mirábamos el paisaje monótono que llevaba hasta Belyac en silencio.

—Ojalá no lloviese —soltó Laya hacia el mediodía.

—Ojalá —suspiré—. Tengo la impresión de que nos van a salir aletas.

—Pero si tú ya las tienes —dijo Marelta, con sorna.

En otra persona, lo habría tomado como una broma, pero el tono de Marelta no dejaba lugar a duda: quería meterse conmigo. Y yo me había pasado demasiado tiempo callada, sin contestar a sus palabras llenas de mofa, y me sentía estupendamente en forma para replicarle, pero sabía que una disputa, además de ser totalmente innecesaria, no daría nada bueno.

—Los ternians son como los lagartos, no se inmutan con la lluvia —prosiguió Marelta—. Por eso nunca supieron construir sus propias casas. ¡Es verdad! —dijo, al ver que los demás la miraban sacudiendo la cabeza en silencio—. A los ternians les tuvimos que enseñar las demás razas lo que era la civilización. Y si los dejásemos, saldrían corriendo hacia sus bosques, como los monos.

«Tengo unas ganas irrefrenables de darle un puñetazo», le comuniqué serenamente a Syu.

«Y yo de afilar mis dientes», replicó el mono, enseñándolos a la elfa oscura con un aire que pretendía ser amenazante.

Le sonreí a Marelta, fría e indiferente.

—Se ve que te sabes tu lección de Historia. Pero déjame decirte que yo tengo efectivamente más afinidad con Syu que con las personas bocazas y ridículas que no saben decir algo sin soltar veneno por la boca.

—¡Historia! —exclamó Marelta, soltando una carcajada—. Como si los ternians tuviesen una «Historia». Ni sabían escribir hasta hace cuatro días.

—Revisa tu lección —le repliqué—. Te estás equivocando.

Marelta levantó los ojos al cielo.

—Tienes razón, todo no tiene que ver con la cultura: la raza de los ternians ha mostrado siempre su inferioridad. Todo el mundo lo dice —añadió, casi con sinceridad.

Enarqué una ceja.

—¿Y quién es ese «todo el mundo»? Porque yo no me siento inferior a nadie.

—Déjalo —dijo de pronto Marelta, desviando la mirada—. Yo no hablo con seres inferiores.

Meneé la cabeza, alucinada.

—¿Sabes, Marelta? Antes tus réplicas eran más ingeniosas. Tanto tiempo sin verme… Estás empezando a perder práctica.

Ozwil, Salkysso y Revis sonrieron y Marelta los miró como si estuviese contemplando a tres nerús un poco tontos.

—Ya basta. Yo sólo digo lo que todos piensan aquí…

—Marelta —intervino Laya, con diplomacia—. Aquí todos conocemos la historia de cada raza y de cada pueblo de Ajensoldra. Y en ningún momento un maestro de la Pagoda nos ha dicho que los elfos oscuros éramos superiores a las demás razas ni que los ternians fuesen incivilizados.

—Eso es ridículo, Marelta —aprobó Ozwil, mandando al traste todo el efecto diplomático de Laya.

—¡Idos al cuadragésimo infierno! —exclamó Marelta, cruzándose de brazos—. Yo sé lo que digo, y sé cosas sobre ella que nadie sabe —añadió, señalándome con un gesto de barbilla.

—¿Ni siquiera yo? —repliqué, burlona.

—Ya basta —soltó entonces Ávend, y su tono serio y responsable nos hizo callar a todos—. Ya no sois nerús. Cortad el rollo.

Ávend no había hablado en toda la mañana y nos quedamos en suspenso, dándonos cuenta de que la conversación podía resultar más que aburrida para los que no participaban en ella. Soltando un gran suspiro, me envolví mejor en mi capa y me giré hacia el paisaje lluvioso. Tan sólo se oían el chirrido de la carreta y el ruido de los cascos mezclado con el aguacero.

—Vamos a enfermar —se quejó Zahg, gruñón.

Ozwil miró el cielo gris con cara hostil.

—Esta lluvia no tiene nada de natural —dijo—. Seguro que nos la mandan algunos celmistas de Aefna para hacernos perder más rápido en el Torneo.

—Seguro —lo apoyé, con una sonrisilla—. Menudos tramposos —me lamenté.

—Sólo falta probarlo —dijo Salkysso, pasándose la mano por el rostro empapado—. Nos haría falta un detective.

—¡Ávend! —exclamó Laya—. ¡Tú serías un buen detective!

Ávend nos miró a todos y tuve la impresión de que estaba a leguas de ahí.

—Yo no —contestó entonces—. Aryes sería mucho más apropiado para eso.

Sentí un pinchazo en el corazón al oírle hablar de Aryes, y mi humor cayó como la lluvia. No volví a proferir una palabra hasta que, al atardecer, paró de llover y se quedó el cielo pintado de unos colores cálidos que contrastaban con las nubes oscuras que desfilaban por el sureste. Las tierras que atravesábamos estaban más que hundidas, sobre todo por el norte.

«Yo, en mi vida anterior, no había conocido tanta lluvia», me aseguró Syu, asomando la cabeza por el cuello de mi capa.

«Lo sé. Pero las cosas cambian. A lo mejor el Ciclo del Pantano hace dos años que ha empezado y queda poco para que cambie», dije, con esperanzas. «Pero no pensemos tanto en la lluvia. Ya se está yendo el sol… ¿sabes qué significa eso?»

«¿Que ha llegado la hora dormir?», sugirió Syu.

«Que ha llegado la hora de comer, Syu, ¡de comer!», solté, y ambos sonreímos ante esa idea.

* * *

Paramos en el siguiente albergue, una posada bastante grande, mezcla de madera y piedra blanca. Sus clientes acostumbrados debían de ser más bien pocos, vistas las pocas granjas que había desperdigadas por el extenso terreno llano y enlodazado que habíamos empezado a cruzar.

Un mozo de nuestra edad salió a recibirnos para ocuparse de los caballos y nosotros entramos en el edificio con ganas de cambiar nuestras ropas mojadas. El interior era caluroso y acogedor, y la pareja de taberneros nos dieron la bienvenida amablemente. La ausencia de sorpresa en sus expresiones me dio a entender que ya estaban al corriente de nuestra llegada. Estaba claro que nuestro viaje estaba bien programado de antemano. Lo cual se entendía porque no era fácil alojar a un grupo de casi treinta personas. Mientras los maestros de la Pagoda se acercaron al mostrador, la mujer del tabernero nos llamó la atención para que subiéramos las escaleras.

—Os llevaré a vuestras habitaciones. La mayoría son de cuatro.

Noté que Syu se removía, inquieto.

«¿Cómo vas a hacer para transformarte?», me preguntó.

Llevaba dándole vueltas a esa pregunta desde hacía varias horas.

«Ya me las arreglaré», afirmé, y carraspeé. «¿Quieres estarte quieto?»

El mono no paraba de rebullirse desde que habíamos entrado.

«Huele a algo que me preocupa», confesó.

«¿A qué?», dije, alerta.

Syu miró a su alrededor, estirando el cuello.

«A gatos», contestó entonces.

El mono gawalt tenía razón, como lo comprobé más adelante: la posada estaba invadida por los gatos. Ya solamente subiendo las escaleras, nos cruzamos con uno negro que se había quedado en medio, paralizado por tanto ajetreo, mirándonos con los ojos muy abiertos y los dientes afilados.

—¡Salta, gatito! —soltó Yori, pisando adrede con fuerza los peldaños para que se moviera el felino.

El gato bufó y salió disparado hacia el comedor, provocando más comentarios.

—No os azoréis —dijo la tabernera, risueña, girándose hacia nosotros—. Ese es muy tímido. ¿Os gustan los gatos?

Advertí la mirada despreciativa de Marelta y entendí lo que debía pensar: conversar sobre gatos con una tabernera excéntrica —porque todo su aspecto sugería que lo era— no era propio de una kal de buena familia. Ozwil, sin embargo, contestó, al parecer muy interesado por el tema de conversación:

—En mi casa tengo a una gata que tuvo una camada de ocho cachorros no hace mucho.

A la tabernera se le iluminaron los ojos.

—¡Ocho gatitos! —se entusiasmó, sacando un manojo de llaves—. Eso sí que es más difícil que ganar el Torneo —añadió con una sonrisa, abriendo la primera puerta—. Un cuarto de cuatro personas, ¿quién se mete?

De pronto pensando que estar al lado de las escaleras tenía sus ventajas, solté rápidamente:

—Yo.

Sotkins y Laya se metieron conmigo y al ver que Galgarrios dudaba, reprimí una sonrisa.

—¿No entras? —le pregunté.

—No antes de que nos hayamos cambiado —soltó Laya precipitadamente—. Yo no aguanto más con esta ropa mojada.

Puse cara de disculpa y cerré la puerta. Yo me cambié enseguida, poniéndome mi túnica azul y me dispuse a escurrir mi capa, que dejé, aún goteando, junto a la ventana. Las contraventanas estaban cerradas y pensé detenidamente en mi plan: si me transformaba, ¿sería necesario salir de la taberna? Luego le quité el «si»: me tenía que transformar de todas maneras, porque aun si no sentía de noche el sabor amargo del veneno en mi boca, al día siguiente lo sentiría sí o sí, y no podía transformarme en demonio en una carreta a rebosar de kals, delante de los maestros de la Pagoda.

«Intentaré taparme con las mantas», le propuse a Syu. «¿Qué te parece?»

«Es una idea», aprobó Syu.

«Suponiendo que no metan bulla y que se vayan a dormir pronto», suspiré. «Menudo rollo. ¡Cómo lo odio!»

Syu no tuvo que preguntarme de quién hablaba, no había más que una persona que había intentado atentar contra mi vida tres veces: Taroshi, el niño con carita de querubín y corazón de serpiente desquiciada.

Iba a salir del cuarto cuando me acordé del paquete de Wigy y fui a sacarlo de mi mochila naranja. El paquete no era blando, de modo que no se trataba de ropa, como hubiera podido imaginar. Parecía una caja de cartón duro. Con cierta curiosidad, lo abrí y me llevé una sorpresa. Wigy me había regalado un libro. La cubierta era de piel, y en el lomo ponía en letras doradas: Historias de Aefna y en la primera página estaba escrito: Historias de Aefna: la Corte, el Palacio Real y el santuario de la Niña y el Niño-Dios.

—Por Ruyalé —solté, con una risita.

Laya y Sotkins, al fin cambiadas, me miraron, intrigadas.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Laya.

—Wigy me ha regalado un libro sobre los cotilleos de Aefna. Y está fechado nada menos que del año pasado —dije, muy divertida.

Examinaron el libro y Laya se encogió de hombros.

—Pues es un buen regalo, ¿por qué te ríes así?

—Porque Wigy jamás me ha regalado un libro —dije, con una sonrisilla—. Y parece que porque voy a Aefna me tengo que saber todas las vidas de sus representantes.

Laya meneó la cabeza, sin entender mi reacción, mientras yo guardaba el libro cuidadosamente en mi mochila.

—Así tendré lectura. Es el primer libro que tengo que me pertenece —les revelé, con una gran sonrisa—. Y ahora abrámosle la puerta a Galgarrios.

—Podemos dejar que se cambie en el corredor —insinuó Laya, soltando una risita.

Esta vez fui yo la que meneé la cabeza, sin entenderla. Le dejamos solo a Galgarrios, con Syu, pues no se atrevía a salir por culpa de los gatos, mientras nosotras bajábamos a la taberna, preguntándonos qué nos darían para comer.

Cuando bajamos, vimos a Salkysso y a Kajert sentados a una mesa discutiendo sobre algo sombríamente y nos acercamos a ellos.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Salkysso y Kajert intercambiaron una mirada y el primero se encogió de hombros y dijo:

—Es Ávend. Está de un humor muy raro. No sé qué le pasa. No quiere bajar a cenar.

—Pero no le des mucha importancia —le dijo Kajert—. Está triste, sólo es eso. Ya se le pasará.

—¿Y por qué está triste? —inquirió Laya—. Se supone que deberíamos estar todos contentos, ¡vamos a ver Aefna!

—Y a participar en el Torneo —apoyó Sotkins, con una sonrisa.

Yo vi que Salkysso y Kajert no estaban dispuestos a hablar más del tema y me senté con ellos.

—Esperemos que se le pase. ¡Mirad! —solté, señalando por la ventana a cinco gatos, sobre el tejado del establo. Dos de ellos tenían el pelaje con rayas negras y pelirrojas, otros dos, grises y de orejas caídas, se fundían en el crepúsculo. El quinto gato, en plena labor de limpieza, era particularmente feo, con su pelo largo que le ocultaba los ojos y su morro aplastado y morado.

—Deberían haber llamado esta posada la Casa felina en vez de el Cisne azul —observó Salkysso.

—Desde luego no deben de abundar los ratones por aquí —comentó Ozwil, al acercarse.

Venía acompañado de Revis, Yori, Galgarrios y otros kals cuyas caras me sonaban todas pero había hablado tan poco con ellos que nunca me acordaba de sus nombres.

De pronto vi al mono subir a la mesa de un salto.

«¡Ey!», solté, con una gran sonrisa. «Creía que los gatos te asustaban.»

Syu soltó un bufido burlón.

«¿Asustarme? ¿Yo? No, he pensado que necesitarías mis consejos, por si…» Calló: acababa de ver los gatos, por la ventana, solté una carcajada y al ver que los demás me miraban, curiosos, dije:

—Según cómo los mira Syu, se ve que los gawalts y los gatos no se llevan del todo bien.

«Además», dijo Syu, desviando la mirada de la ventana y relamiéndose los labios, «los gawalts no vivimos solamente del aire.»

Empezaba a oler a comida, me di cuenta entonces. Y a buena comida.

—¡Atención, todos! —dijo el maestro Áynorin, al aparecer abajo de las escaleras—. No quiero alboroto. ¡La cena va a estar dentro de nada así que sentaos todos! ¡Venga!

La cena me pareció estupenda. Pese a las palabras del maestro Áynorin, pronto empezaron a oírse las carcajadas, los gritos y los vozarrones. En un momento, al ver que Ávend no bajaba, Salkysso quiso discretamente subir para intentar convencerlo, pero volvió derrotado. La actitud de Ávend me empezaba a preocupar. Según decían, llevaba así mucho tiempo. Salkysso, desde la partida de Aryes, se había convertido en su mejor amigo, era su compañero de aprendizaje en energía aríkbeta. Si no lograba animarlo, no veía quién podría hacerlo…

Suminaria, quizá, pensé entonces con una pizca de compasión. Suminaria no formaba parte de los kals que iban a participar en el Torneo. Eso parecía, al menos, porque no estaba viajando con nosotros. Su tío Garvel sin duda podía adoptar el nombre de tirano en toda regla.

El maestro Áynorin bebió más de la cuenta, y los otros tres maestros lo mandaron a la cama el primero. El maestro Dinyú parecía divertirse del carácter poco serio del maestro Áynorin. En cambio, el maestro Juryún y el maestro Tuan mostraron desaprobación.

Cuanto más se acercaba el final de la cena, más sentía crecer en mí el nerviosismo.

«A lo mejor debería haber pedido un cuarto de una persona, aunque hubiese quedado raro», dije, invadida por el temor.

«Bah, no te atormentes», respondió el mono, junto a la ventana, comiéndose una manzana a grandes mordiscos. No les quitaba ojo de encima a los gatos.

Cuando el maestro Dinyú hubo declarado que la cena había terminado y que ya era hora de que nos fuéramos a dormir en silencio, nos levantamos todos, medio dormidos, y nos fuimos a nuestros cuartos respectivos bostezando. Sin embargo, una vez en el cuarto, Laya empezó a peinarse el pelo, diciendo que le apetecía tomarse un baño caliente, y mientras Sotkins realizaba unos cuantos movimientos de har-kar y ella se marchaba a tomar su baño, me metí en la cama intentando ser paciente. Sotkins poseía una concentración impresionante. Se le veía en su mirada, que a veces brillaba con esa misma serenidad que tenía el maestro Dinyú. Observándola por encima del libro que me había regalado Wigy, pensé en voz alta:

—Te lo tomas demasiado en serio.

Sotkins realizó unos cuantos movimientos más y luego me sonrió.

—Tú deberías hacer lo mismo. Es bueno para la mente.

—Bah, la mente la tengo fenomenal —repliqué alegremente.

Sotkins sonrió otra vez y empezó a soltarse el largo cabello de color azul grisáceo que siempre llevaba atado en una complicada trenza alrededor de la cabeza. Luego cogió un libro de su mochila y se metió en la cama, sin encender la lámpara de la mesilla. Con cierta sorpresa, vi que el libro se iluminaba solo.

—¡Vaya! —exclamé, fascinada—. ¿Es el libro el que emite esa luz?

Sotkins se rió.

—No. Es mi amuleto —explicó, enderezándose y mostrándomelo—.

—¿Es ercarita?

Sotkins se encogió de hombros.

—Algún hechizo debe de tener —contestó.

—La ercarita es una piedra natural, no tiene hechizos —le dije—. Y brilla en la oscuridad. ¿Dónde la compraste?

De repente la mirada de Sotkins se hizo algo melancólica.

—Me la dio mi madre. Lleva grabados su nombre y el mío —dijo, delineando con el dedo el colgante que brillaba.

Sin duda tenía que significar mucho para ella, entendí.

—¿Y no te molesta para dormir?

Sotkins sonrió, divertida, y en su rostro desapareció todo rastro de tristeza.

—Como ya te he dicho, la piedra está encantada. Es un hechizo… especial. Se pone a brillar cuando lo necesito.

—Wuaw —resoplé—. ¿Así que sabe leer tu pensamiento?

—En cierto modo —contestó ella.

En aquel momento, entró Galgarrios. Sin decir una palabra, se dirigió hacia su cama, se sentó y empezó a quitarse las botas. Lo contemplé con el ceño fruncido mientras Sotkins volvía a centrarse en su libro. El caito, se quitó las calzas, quedándose con la túnica puesta y se metió en la cama sin romper el silencio. Estaba claro que algo lo preocupaba.

—¿Galgarrios? —susurré dulcemente—. Se te ve preocupado.

Galgarrios soltó un largo suspiro.

—Es Ávend —contestó simplemente.

—Ávend —repetí. ¿Y qué pasaba con él? Realmente parecía que algo gordo le había pasado, ¿pero qué?

Cuando creía que ya Galgarrios se había dormido, este dijo con toda la sinceridad del mundo:

—Si puedes hacer algo para ayudarlo, Shaedra, hazlo, a mí no se me ocurre nada.

Y diciendo esto, se giró de costado, hacia el lado de la ventana. Suspiré y fijé en mi libro una mirada estática. Todos me decían lo mismo. Ávend me había pedido que hablase con Suminaria. Galgarrios ahora me pedía que hablase con Ávend. Pero ¿qué podía hacer yo más que los demás? Sin duda, Galgarrios tenía demasiada fe en mí, como siempre la había tenido. Si Salkysso y Kajert no habían logrado ayudar a Ávend, poca cosa podía hacer yo, me repetí.

Cerré el libro y advertí que Sotkins me miraba, interrogante. Puse cara de desaliento y dejé el libro en mi mochila, diciendo:

—Es inútil. No he leído un solo párrafo. A este ritmo el libro de Wigy va a ser más interminable que la Historia de la dulce Nabiana dividida en veinticuatro tomos.

—Ese humano, Ávend, es hijo de los Nurlynder, los de los viñedos, ¿verdad?

—Así es. Es de una familia mercante. Aunque es huérfano. Vive con su tío.

—Mm. Sus negocios van muy bien, según he oído.

—No creo que de todas formas su estado de ánimo de ahora tenga algo que ver con si los negocios de su tío y de sus primos vayan bien o no.

Sotkins se encogió de hombros.

—Generalmente, cuando uno no quiere decir nada, los problemas vienen de ahí. No te preocupes, las cosas siempre acaban arreglándose. ¿Pero qué demonios hace Laya?

—Seguramente estará preparándose para mañana —supuse—. Visto el tiempo que tarda en acicalarse.

Sotkins meneó la cabeza, divertida.

—Seguramente —me dijo—. ¿Siempre ha sido así?

—Desde que la conozco —asentí, y bostecé—. Voy a dormir. Buenas noches, Sotkins.

—Buenas noches. Seguiré leyendo hasta que vuelva Laya.

Apagué la lámpara y me cubrí totalmente con las mantas. Syu vino de no sé dónde y se hizo una bolita junto a mí.

«No voy a poder dormir», me quejé. «¡Maldito seas Taroshi!»

«Déjate de maldiciones y duérmete», soltó el mono. «¿Cuándo quieres transformarte?»

«Cuando todos estén durmiendo, qué pregunta.»

«Entonces te despertaré en ese momento. Ya sabes que los monos gawalts no necesitamos dormir tanto. Y además… con tanto gato alrededor, dormir sería como tirarse al Trueno.»

Sonreí, recordando cómo el Trueno había impresionado y asustado a Syu por la potencia de sus aguas.

«Pobre Frundis», dije al de un rato. «Me gustaría poder sacarlo ya a la luz.»

«¡Chh! Duérmete. Además, es de noche, no puedes sacarlo a la luz», soltó Syu.

Sabiendo que Syu cumpliría su palabra, me dormí con total confianza, pero desperté quizá cinco minutos después, cuando Laya entró. Esperé quizá media hora, sin poder dormirme, y luego me dije que cuanto más tiempo perdía, menos aguantaría mañana de modo que desaté la Sreda y me transformé, sin llegar al grado de transformación que había alcanzado el día en que había estado a punto de abandonar este mundo por culpa de Taroshi.

Aryes me había dicho un día que me había visto dormir bajo forma de demonio. Aun así, me era imposible conciliar el sueño sabiendo la catástrofe que me esperaba si alguien me destapaba. Galgarrios podía despertarse y notar que mi respiración sonaba diferente. Casi lo veía preguntándome, solícito, si me encontraba bien.

También podía haber un incendio, y entonces todos tendríamos que salir de la posada y me tendría que retransformar en ternian, total para dejar que el veneno me invadiese lentamente y que me matase al día siguiente, delante de los ojos atónitos de mis amigos y de los maestros. Ya me imaginaba a Marelta con una sonrisilla, soltando calumnias sobre mí, y a Yeysa, mirándome con un desprecio inhumano.

«Syu», dije muy quedamente, con las lágrimas en los ojos. «Siento que Taroshi me ha pegado su locura, ¿tú crees que es contagiosa?»

Pero Syu estaba durmiendo y cuando me preguntó, medio dormido, qué era lo que había dicho, contesté dulcemente:

«Nada. Duérmete.»

Y desde entonces me esforcé por no dejar volar mi terrible imaginación. Finalmente conseguí dormirme, pero sólo para despertarme con la sensación de oír gritos. Solté un gemido de dolor al morderme la lengua y agudicé la oreja. Nada. Todo, en la posada, estaba sumido en el más tranquilo de los silencios. Entonces se elevaron otra vez unos bufidos y entendí que eran los gatos que se estaban peleando. Oí el ruido de una ventana que se abre y una voz autoritaria, sin duda la de la tabernera, que ponía fin a la contienda de los dos animales.

«Malditos gatos», masculló Syu, sacado bruscamente de su sueño.

Con temor, esperé a que alguien, en el cuarto, mostrase signos de que estaba también despierto. Y me di cuenta entonces de que me había destapado parcialmente. Me volví a tapar con las mantas, con el corazón atemorizado. ¿Y si mientras dormía se hubiese despertado alguno de los tres, para ir a beber agua o para cualquier otra cosa?

Si mi corazón no hubiese latido ya más aprisa por estar transformada, sin duda habría sentido cómo se me aceleraba el pulso. Traté de tranquilizarme y me tragué la sangre que salía de mi lengua maltratada.

«Estar debajo de estas mantas es como estar en un volcán», resopló Syu, alejándose de mí. El pobre estaba asfixiado.

«Eso es lo que tiene ser amigo de un demonio», le dije. «Es curioso. El frío, el calor… son sensaciones que dependen totalmente de nosotros.»

«Ya, ya», dijo el mono, sentándose contra la madera del respaldo de la cama. «Pero esto es un horno.»

Me volví a cubrir mejor con las mantas, preguntándome qué hora sería. A lo mejor llevaba ya cinco horas transformada. Eso tenía que bastar de sobra para permitirme viajar al día siguiente. Por más que buscaba las raíces del veneno, no las encontraba. Eso era lo más desesperante: no saber nunca cuándo el veneno empezaría a aparecer. Porque, cuando resurgía, sus efectos eran fulgurantes: se empezaba a sentir un sabor amargo en la boca, y un cuarto de hora después, sentía que mis entrañas me quemaban, y unos minutos después, mi garganta sin duda se contraería, impidiéndome respirar. En definitiva, si aquel veneno no se iba con el tiempo, mi vida normal estaba acabada. Claro que, ¿cuándo había tenido una vida normal?

Con una sonrisilla poco cuerda en el rostro, recuperé la Sreda y la adormecí, retomando mi forma de siempre. Y, como exenta de toda preocupación, dormí a pierna suelta el resto de la noche.

17 Aefna

El viaje duró en total cinco días. Al día siguiente de nuestra partida, atravesamos tierras cada vez más inundadas, hasta tener la impresión de estar flanqueados ora de ciénagas ora de arrozales. El camino estaba afortunadamente más elevado que los campos pero, aunque empedrado, había sufrido desperfectos y hundimientos, de modo que más de una vez tuvimos que pararnos y hacer tejemanejes con las carretas para poder seguir. Poco antes de llegar a Belyac, hacia el anochecer, nos topamos con un pastor y su rebaño y pese a nuestra impaciencia, no quiso el hombre meter a sus ovejas en el agua, ya que el camino había quedado totalmente hundido por un lado, de modo que tuvimos que seguir a un ritmo de tortuga iskamangresa. El maestro Tuan quiso intervenir, pero el maestro Dinyú le pidió que se serenase.

—De todas formas, nos quedaremos en Belyac, y estamos a punto de llegar.

De hecho, estábamos ya en el bosque en que se había construido la Ciudad de las Hadas, como la llamaban algunas leyendas populares. Los árboles, de ramas no muy gruesas pero innumerables, tenían parte de sus troncos sumergidos en el agua turbia. Apenas empezaban a salir algunos retoños en la punta de las ramas. El paisaje era siniestro y poco primaveral. Sobre el agua, se veían las gotas de lluvia caer formando círculos concéntricos que se turbaban los unos a los otros.

Al fin, el terreno empezó a subir ligeramente y el agua dejó paso a la tierra húmeda del sotobosque. Llegando a un gran claro, el pastor se dirigió hacia allá, con sus ovejas, dejando el camino libre para las carretas. En una hora, llegamos a Belyac.

La ciudad era muy parecida a como me la imaginaba. Se extendía en una serie de pequeñas colinas, al pie de una gran roca sobre la cual se alzaba un viejo castillo. Según había leído, en este último vivían los Shawmen, una familia viejísima que, se decía, descendía de Rágad el Venturoso, un noble famosísimo, viejo de hacía siglos, que consiguió echar a no sé qué pueblo invasor. El castillo parecía estar en muy mal estado, con lo que se podía suponer que la familia Shawmen, o bien había abandonado aquel lugar privilegiado, o bien estaba demasiado arruinada para aparentar riqueza.

—El castillo de Shawmen —murmuró el maestro Áynorin—. Está bastante desmejorado desde la última vez que lo vi.

Sentado en la parte delantera de la carreta, miraba el castillo con aire fascinado.

—Hace dos años, se derrumbó la torre del ala sur —explicó el maestro Tuan, mientras entrábamos en la ciudad—. Y creo que están planeando reconstruirla, lo que estaría bien, pero parecen estar a falta de dinero.

—Hablé una vez con el viejo Nejba —intervino el maestro Dinyú—. Un buen hombre.

—¿Nejba Shawmen? —dijo el maestro Áynorin—. Nunca hablé con él, por supuesto, pero siempre me ha parecido un sabio.

El maestro Dinyú sonrió. Yo empezaba a ver claramente que el maestro Áynorin le hacía sumamente gracia.

Belyac no tenía más habitantes que Ató, pero las casas estaban más distanciadas las unas de las otras, ocupando más lugar. La posada en la que pasamos la noche tenía mejores camas pero era mucho más ruidosa. Del silencio del Cisne azul, perdido entre la nada y el agua, pasamos a oír gente hablando por las calles, riendo, gritando, hasta una hora tardía de la noche. A la mañana, me enteré de que estaban festejando la llegada de la primavera. Faltaba exactamente una semana antes de pasar del mes de Puertos, último de mes de invierno, al mes de Tablonas.

Pasé una noche más tranquila que las demás, sin embargo, ya que estuve metida en un cuarto de dos camas, con Galgarrios. Si por algún azar me descubría, Galgarrios sería quizá la única persona del grupo que no echaría a correr gritando de horror. Además, Galgarrios dormía profundamente, como un niño, y aun transformándome en un dragón, no habría abierto los párpados.

Los dos días siguientes, pasamos el día alegremente, hablando y cantando: no vimos casi ni una nube en el cielo hasta la tarde del segundo día, en que se puso a tronar. Pero la tormenta pasó rápido, dejando tan sólo la tierra húmeda a su paso. La última noche que pasé antes de llegar a Aefna fue la peor. El albergue en que entramos estaba a rebosar de gente. Era un gran albergue, en un pueblecito cuya mayor fuente de vida era el situarse en el cruce de dos rutas: la que iba para Belyac y la que iba hacia el sur. Faltaban unas horas de viaje para llegar a Aefna, pero como el sol ya desaparecía, tras las colinas, nos apeamos. Según el programa, deberíamos haber llegado a Aefna aquella tarde, pero entre el deterioro de la ruta entre Ató y Belyac, las lluvias y la cantidad de gente que había por el camino que llevaba a Aefna, nos habíamos retrasado.

De modo que esperábamos tan sólo que el albergue del pueblo nos pudiese acoger a todos. En el interior de la taberna, había todo tipo de gente. Me chocó de inmediato la diferencia de maneras y la extravagancia de los trajes que llevaban muchos. Con sus pantalones bombachos y su camisa de un azul muy vívido bordada de oro, un hombre altivo y gallardo pasó delante de nosotros, como un ciervo rojo. No muy lejos de ahí, dos damas y un caballero jugaban a cartas y mientras éstas soltaban una risa pueril, el caballero sonreía, galán.

Yori se giró hacia nosotros y al vernos casi boquiabiertos, soltó, burlón:

—¿Qué os parece la vida del oeste?

—Más rica —replicó Zahg, mirando a su alrededor con aire enfurruñado—. No me convence.

—Esos trajes… —dijo Marelta, con una mueca— son realmente ridículos.

Advertí la cara escéptica de Laya y esbocé una sonrisa al adivinar lo que pensaba: Laya debía morirse de ganas por vestirse como aquellas dos damas, con sus anchos y largos vestidos magníficos.

El maestro Dinyú consiguió, los dioses saben cómo, encontrar cobijo para todos, aunque aquella noche dormimos apretados como los hilos de un mismo telar. En una habitación de cuatro, nos metimos ocho. Para dichos momentos del año, tan agitados y activos, los posaderos tenían previstos más colchones, que habían dispuesto de modo que cupiesen en el suelo. Aquella noche, me fue imposible transformarme. La taberna estuvo en fiestas casi hasta la mañana, mis compañeros no tenían sueño y muchos, después de ver a los maestros encerrarse en su cuarto, volvieron a bajar a la taberna para hablar sin duda del Torneo y de Aefna y de paso infringir algunas reglas de conducta. Hasta yo, aburrida de verlos entrar y salir del cuarto todo el tiempo, pasé un rato jugando a las cartas con Kajert y Salkysso, pero no sin repetirme en cada carta que jugaba que tenía que volver al cuarto y transformarme para aplacar el veneno.

Cuando volví al cuarto, vi a Sotkins que estaba leyendo su libro, metida en su cama. Hacía un cuarto de hora la había visto en la taberna y me sorprendí al verla ahí.

—Es imposible dormir con este ruido —se quejó.

Gruñí como para asentir. Mis párpados empezaban a caerse solos.

—Creo que de todos modos voy a dormir —dije, acercándome a mi colchón—. Estoy agotada.

Advertí entonces la presencia de Ávend en el colchón de enfrente. Parecía estar dormido. Me tumbé y Syu me soltó:

«Voy a explorar un poco los alrededores. Aunque apenas hay árboles», añadió, como lamentándose.

«Buena exploración», le dije. «Pero ten cuidado de que no te vean.»

«¿Me abres la ventana?», me pidió.

Me levanté, abrí la ventana y Syu salió.

«¡Ten cuidado con que no te vea nadie a ti tampoco!», soltó, antes de desaparecer en la oscuridad de la noche.

—¿Adónde va? —preguntó Sotkins, desviando los ojos de su libro.

—A dar un paseo —contesté, encogiéndome de hombros. Trataba de hablar bajo para no despertar a Ávend.

—¿Siempre entiendes lo que quiere decirte?

—Más o menos —respondí, con una sonrisa—. ¿Qué estás leyendo?

El misterio del globo dorado, es un libro de aventuras. De Salen Vaguad.

Enarqué una ceja, intrigada.

—Vaguad… ¿Es descendiente de Nilam Vaguad, el escritor que fue desterrado por los Ashar?

—Es posible.

En ese momento, se oyeron risas y voces por el pasillo y entraron Galgarrios, Laya, Salkysso y Kajert.

—¡Nos falta Ozwil! —exclamó Laya, riendo.

Salkysso y Kajert soltaron un:

—¡Ssh!

—Ávend está durmiendo —dijo Kajert a modo de explicación.

—Al diablo con él, parece mi tía —gruñó Laya. Con un andar vacilante, se tiró en la primera cama vacía que encontró y se quedó dormida.

Meneé la cabeza y me metí en la cama. Pero diez minutos después, Revis y Yori desembarcaban en nuestro cuarto montando un jaleo y, en definitiva, me fue imposible transformarme durante toda la noche, por lo que esperé que al día siguiente llegásemos pronto a Aefna y que nos dejasen la tarde libre para descansar.

A la mañana siguiente, la taberna estaba mucho más tranquila que tres horas antes. La gente roncaba en sus cuartos respectivos, algunas familias sin embargo se habían levantado pronto para emprender el viaje hacia Aefna y empujaban a los que se habían pasado la noche en vela, estirándoles de las orejas y forzándolos a despabilarse. Cuando bajamos todos a desayunar, caminábamos como sonámbulos, detalle que no pasó inadvertido a los maestros, los cuales nos regañaron severamente. Íbamos a Aefna para enseñar nuestras habilidades adquiridas en la Pagoda, y no nuestras habilidades mundanas.

Syu apareció en medio del desayuno, contándome todo lo que había visto, poco antes de que un joven gracioso empezase a tocar la trompeta para levantar a toda la gente. El posadero, sin poder reprimir una gran carcajada, le dijo sin embargo al joven que si seguía tocando utilizaría su trompeta como bastón. El muchacho puso los pies en polvorosa, corriendo sin duda a esconder la trompeta.

Cuando nos pusimos otra vez en marcha, ya empezaba a haber gente por el camino. Todo el mundo parecía emocionado. Algunos mercaderes llevaban sus carretas llenas de mercancías, con un brillo de esperanza y codicia en los ojos, y pensé en Dolgy Vranc y en Deria, sin duda ya de camino para Aefna. Estaba claro que muchos viajaban a Aefna con el único objetivo de hacer buenos negocios.

Los maestros estaban en la otra carreta, de modo que podíamos conversar y decir tonterías con toda libertad: además, las miradas serias del maestro Tuan y el maestro Juryún iban totalmente en desacorde con los sentimientos de todos. Hacía bueno y las nubes arreboladas por el sol naciente realzaban la belleza del paraje que nos rodeaba. Había praderas verdes, riachuelos y, de cuando en cuando, pequeños bosquecillos de arces y de pinos. Pero cuanto más nos acercábamos a Aefna, más las praderas se convertían en campos de cultivo. Pasamos dos o tres pueblecitos y vimos a lo lejos muchos molinos antes de llegar a la capital.

Yo estaba jugando a las cartas con Salkysso, Syu y Kajert. Jugábamos al kiengó. Al principio el elfo oscuro y el caito habían subestimado la inteligencia de Syu y les ganamos tres partidas seguidas antes de que empezaran a tomarse en serio al mono gawalt. Impresionados por su capacidad, quisieron saber si era capaz de jugar a otros juegos, y yo me reí.

—Tanto como vosotros —repliqué—. ¡Si hasta es capaz de hacer trampas!

A partir de ahí, miraron todos al mono gawalt con más simpatía, y me di cuenta de que nunca habían acabado de entender por qué me había hecho amiga suya.

«Los saijits siempre son poco abiertos», me reveló Syu, soltando su última carta.

Salkysso exclamó:

—¡Gema azul! Mil brujas sagradas, ¡hemos vuelto a perder!

—Y nosotros a ganar —declaré, con una ancha sonrisa.

Kajert me miró con los ojos entrecerrados.

—¿Seguro que no hacéis trampas?

Puse la mano sobre mi corazón con solemnidad.

—Te lo juro. Cuando haga trampas, os avisaré —les prometí serenamente.

—¡Mirad! —exclamó en ese momento Sotkins, levantándose sobre la carreta de un bote.

Todos nos giramos hacia delante y vimos lo que le había llamado la atención a la belarca. Un inmenso monumento cuadrado, con una enorme cúpula dorada en el centro, rodeado de otras cúpulas del color de la esmeralda y de otras torres rematadas con medias naranjas que relucían bajo el sol. Una de las torres se destacaba entre todas, alzándose muy alto sobre todo. Desde ahí, la vista debía de ser impresionante, abarcando toda la ciudad. Fui disfrutando con detalle que iba apareciendo a nuestros ojos a medida que avanzábamos.

Aefna era más pequeña que Ombay y, eso sí, parecía muchísimo más limpia. Destacaba el color inmaculado de los muros de las casas y hasta se alcanzaban a ver algunos edificios majestuosos que se descollaban de los tejados.

—El Palacio Real… —murmuró Salkysso, boquiabierto.

Él y Galgarrios miraban fascinados aquel monumento de increíble belleza y compleja arquitectura.

Pegando con la ciudad, había una colina que me llamó la atención por la densidad de los árboles que la poblaban, y aunque ahora apenas empezaban a florecer, en primavera aquel lugar debía de parecer como una isla verde en medio de las colinas, entre campos de cultivo y hierba rala.

La ciudad no tenía murallas, pero todo indicaba que las había tenido, ya que había una hermosa puerta de piedra clara que se alzaba en la anchísima avenida que empezamos lentamente a recorrer. El bullicio era constante. La avenida, semejante a una enorme plaza que cruzaba por lo visto toda la ciudad, estaba a rebosar de gente. Por todas partes había mercados con tiendas con locales y tiendas exteriores. La gente se paseaba felizmente, algunos gastaban sin contar para alardear, otros miraban todo con los ojos iluminados, sin soltar ni un sólo kétalo, y algún que otro pícaro andaba merodeando huyendo de los guardias y buscando a algún despistado con una bolsa de dinero.

Al contrario de Ombay, no había ni un solo mendigo, y si lo había, los guardias se encargaban de hacerle una reprimenda y si persistía lo mandaban a trabajar. Al menos eso decía el libro de Wigy que había empezado a leerme.

Mientras los demás comentaban lo que veían, entusiasmados, me fijé en los corredores que formaban los soportales que bordeaban la plaza y las calles transversales. Todo, en Aefna, parecía estar empedrado y bien mantenido. Las casas eran de tres pisos generalmente, y sus portales se abrían en patios interiores por donde entraban y salían niños, mujeres y hombres, cargados o con las manos vacías, pero todos parecían afectados por la actividad que el Torneo centuplicaba.

Giramos de pronto hacia la izquierda y nos alejamos de la plaza… Fruncí el ceño y saqué el libro de mi mochila, buscando el nombre de la avenida por la que acabábamos de pasar.

—Es la Plaza de Laya —dijo Laya, interrumpiendo mi busca—. ¡Es lo único que sé de Aefna!

Me reí, al acordarme.

—¡Es verdad! Ya me acuerdo.

Laya había sido el nombre de una de las más famosas seguidoras de Erionis, la fundadora de la fe eriónica. La calle por la que pasábamos ahora era más estrecha y los balcones de madera de las casas casi tapaban la luz del cielo. Pese a la lentitud con que avanzábamos por culpa del tráfico, acabamos por desembocar en una pequeña plaza enfrente de la cual se alzaba la Pagoda de los Vientos.

Me quedé contemplándola, sin habla. La Pagoda Azul no era comparable a la Pagoda de Aefna. Sus dimensiones eran considerablemente mayores. Todo en ella parecía concebido para provocar admiración y respeto. No había una ostentación flagrante de riqueza, pero sí ostentación de poder.

Aquel lugar, en comparación con la Plaza de Laya, era más bien tranquilo. Había una fuente sencilla a la que había ido una muchacha a llenar dos cubos de agua, y crecían, alrededor de la Pagoda, unos cuantos arbustos que resplandecían con sus flores blancas y rosáceas.

Las carretas se detuvieron enfrente de la Pagoda y nos quedamos inmóviles, sin saber qué hacer. ¿Acaso íbamos a quedarnos a dormir en la Pagoda de los Vientos?

—Abajo todos —soltó el maestro Dinyú—. Ya hemos llegado. Coged todos vuestras pertenencias. Y permaneced tranquilos afuera un momento. Ahora volvemos.

Mientras los cuatro maestros desaparecían en el interior de la Pagoda, los kals empezaron a murmurar entre ellos, entusiasmados con la idea de ver por dentro la Pagoda de los Vientos. Una vez todos abajo, se me ocurrió coger a Frundis y, de pronto cansada de ocultarlo, lo saqué de la carreta. Los demás estaban tan ocupados en hablar de Aefna y de la Pagoda… ¿Quién se habría fijado en Frundis?

«Diantres, tengo la impresión de haber estado oyendo la misma música durante diez años seguidos», soltó Frundis, mientras me invadía a mí, sin previo aviso, una música llena de chirridos, de ruedas de madera rodando y de tintineos repetitivos.

«¡Frundis!», solté, mareada. «Lo superarás. Te prometo que en Aefna vas a poder componer el doble que en Ató. Hay ruido a tutiplén.»

«¡Ruido!», gruñó Frundis, con desprecio. «¿Pero aún crees que la música es ruido? La música es arte, silencio divino, notas ordenadas…»

Siguió una larga apología de la música y por un momento casi lamenté haberlo sacado de la carreta. Pero, si no lo hubiese hecho, habría sido mucho peor: cuanto más tiempo estaba Frundis solo, más deliraba su música.

Salieron de la Pagoda nuestros maestros acompañados de un humano gordo y de un elfo oscuro cuyas sotanas les designaban como maestros de la Pagoda de los Vientos.

—Bienvenidos a la Pagoda de los Vientos, kals de Ató —dijo el elfo oscuro. Tenía los ojos rojos tan oscuros que parecían casi negros. Llevaba, bordado en su túnica, el símbolo de la golondrina azul con el círculo rojo además de una enorme bufanda blanca con cuadrados violetas alrededor de su cuello.

—Ese debe de ser el maestro Kioldin —murmuró Sotkins, mientras subíamos los peldaños blancos hacia la pagoda y entrábamos.

—Caray —dijo Salkysso—. ¿Cómo puedes conocer a la gente antes de haberla visto?

—Informándome de lo que pasa en el mundo —replicó Sotkins con tono mordaz.

Salkysso y Kajert intercambiaron una mirada y se echaron a reír discretamente. Advertí la mirada desconfiada que les echaba la belarca y meneé la cabeza, preguntándome cuánto tiempo faltaría para que los estudiosos kals de Ató empezaran a reñir entre ellos como niños. Con este pensamiento, me crucé con la mirada de Ávend que por primera vez en el viaje parecía haber vuelto a la vida. El humano miraba a Frundis con insistencia.

Ante su mirada interrogante esbocé una media sonrisa misteriosa y pasé el umbral de la Pagoda detrás de Ozwil, que avanzaba medio saltando con sus botas. Aún no entendía cómo no se cansaba de esas mágaras saltarinas que llevaba arrastrando y llevando al zapatero desde hacía años.

El interior de la Pagoda era espacioso, y afortunadamente porque empezaba a llenarse la sala de un montón de alumnos. Algunos nerús llegaron del otro lado de la pagoda, por una ancha salida que llevaba a unos campos de entrenamiento cercados de jardines. Y bajaron de los pisos superiores los snorís y los kals que se encontraban ahí. En total, debían de ser unos trescientos, todos metidos en la enorme sala. El maestro Dinyú siguió al maestro Kioldin y nosotros a él. Subimos a un estrado que bordeaba toda la sala, el maestro Kioldin pronunció unas cuantas palabras y todos los kals de Ató realizamos el conveniente saludo hacia los alumnos de la Gran Pagoda, mientras ellos respondían con rectitud. Entonces, todo el orden se disolvió y los alumnos volvieron con sus respectivos maestros a su aprendizaje.

El humano gordo se giró hacia el maestro Juryún con expresión cordial.

—Como veis, la Gran Pagoda sigue siendo el orgullo de Ajensoldra.

Reprimí una mueca al advertir su indirecta: los alumnos de la Gran Pagoda estaban muchísimo mejor preparados que los de la Pagoda Azul.

—Son muchos alumnos —contestó el maestro Juryún con amabilidad, como si de nada—. Debe de suponer mucho trabajo.

—En proporción, tenemos menos alumnos que en vuestra Pagoda. Pero en una capital es normal que la selección sea más estricta.

—A menos que en proporción haya más garrulos que en Ató, maestro Djilar —lo interrumpió el maestro Kioldin con tono ligero.

El maestro Dinyú sonrió anchamente, divertido, y el rostro del maestro Juryún pareció relajarse, como si hubiese estado luchando un momento con las ganas de partirle la cara al tal maestro Djilar.

—En eso, las proporciones suelen ser parecidas —aseguró el maestro Dinyú.

Marelta, a mi derecha, hizo un mohín, como ofendida, pero luego se giró hacia mí y me sonrió, insultante. Desde luego, me dije, si el viaje hubiese durado unos días más, habríamos llegado a las manos.

—Maestro Djilar, ¿sería usted tan amable de enseñar a nuestros huéspedes sus aposentos? —sugirió el maestro Kioldin.

El maestro Djilar asintió, dándose cuenta quizá de que había metido la pata, y pronto estuvimos los kals y el maestro Áynorin siguiéndolo hasta fuera de la Pagoda de los vientos, por la salida que llevaba a los jardines. El maestro Djilar era joven, seguramente no era más viejo que Áynorin, pese a que su obesidad lo hacía parecer mayor. Tenía un cabello negro y liso que le llegaba hasta la cintura y su andar era pesado pero enérgico.

Nos llevó por las pequeñas avenidas que delimitaban los preciosos jardines de la Pagoda. Cruzamos varios grupos de nerús cuyo maestro había aprovechado el buen tiempo para sacarlos afuera para la lección del día. Faltaba ya poco para la hora de la comida y algunos nerús se removían, inquietos y con hambre. Llegamos a unos edificios bajos que en realidad estaban unidos a la Pagoda por un lado y rodeados de una ancha veranda de madera llena de macetas que a veces dificultaban el paso.

Frundis se puso a canturrear felizmente e, inconscientemente, me puse a sonreír. Syu se había bajado de mi hombro, curioso, al ver que más que una ciudad aquello parecía una selva y se fue a fisgonear por ahí, pero cuando lo volví a ver aparecer, agrandé los ojos:

«¡Syu! Eso es un cactus. Yo que tú no me acercaría.»

En realidad había varios cactus, que parecían como dedos gigantes que salían de la tierra. ¿A quién se le habría ocurrido poner cactus en un jardín lleno de niños?

«¿Tienen pinchos, eh? Como los puercoespines…», dijo el mono, deteniéndose a una distancia prudente del cactus.

«Exactamente como los puercoespines. Seguramente los habrán traído de Iskamangra o de las Repúblicas del Fuego», barrunté. «Porque no creo que crezcan naturalmente aquí, aunque nunca se sabe.»

Me apresuré en reunirme con los demás kals y entré con ellos en una habitación que parecía una sala de estar de lo más cómoda. Me recordó un poco a la habitación del señor Mauhilver, en Dathrun. Había varios sofás, una estufa, unas butacas y una mesa. El maestro Djilar anunció:

—Esta es una sala abierta a todos los de la Pagoda. Podéis venir aquí a pasar el tiempo cuando queráis. Las habitaciones están al lado.

Salimos y el maestro Djilar nos fue metiendo uno a uno en unos cuartos de cinco metros cuadrados en donde cabía un colchón sobre un suelo totalmente alfombrado. Llegamos a un cuarto situado frente a un arbusto de dos metros y lleno de florecitas blancas y me metí en él, dejando que los demás siguiesen el recorrido. El marco era tan pequeño que era ridículo que la puerta tuviese dos batientes. Me pregunté si el maestro Djilar sería capaz de entrar por aquella puerta. Seguramente no. Dejé la puerta abierta, me quité las botas y me senté en el colchón.

«Es cómodo», le comenté a Syu.

«La comodidad es muy relativa», intervino Frundis, con una nota profunda de piano. ¿Cómo podría un bastón llegar a compartir mi opinión sobre la comodidad?

Tranquilamente, me tumbé sobre el colchón, pensativa, la cabeza reposando sobre mis brazos. Desde donde estaba, se veían las flores blancas del arbusto, y entre sus ramas y bajo el tejado de la veranda divisaba el cielo azul. Aefna apenas parecía haber sufrido el Ciclo del Pantano. Los pájaros cantaban alegremente y la tierra, aunque no seca, tampoco estaba hundida, como lo estaba en Ató desde hacía meses.

Poco a poco, mis pensamientos adormilados se fueron centrando en mi situación. Estaba en Aefna, con mis amigos. Pero eran unos amigos con los que no podía hablar de mis preocupaciones. Si les hablaba de Lénisu, ellos sacudirían la cabeza, diciéndome, quizá con compasión, que no valía la pena apesadumbrarse por un asesino y un ladrón. Si les hablaba de los demonios, me mirarían como a una descerebrada, y si les hablaba de Jaixel, estallarían de risa o me mirarían con horror, según su grado de credulidad. El único en quien confiaba por su constancia era Galgarrios, y Galgarrios no podía ayudarme en nada, ¿para qué molestarlo con problemas ajenos? Sabía que me entristecía la desaparición de Aleria y Akín, y la ausencia de Aryes, y sabía también que, pese a lo que contaban, Lénisu no era tan malo, pero Galgarrios… era Galgarrios. No encontraba ninguna razón para preocupar a nadie con mis sandeces, y todavía menos para empujar a cualquiera a hacer por mí una estupidez.

Syu se subió sobre mi vientre con el ceño fruncido.

«Tú estás pensando en hacer algo», me espetó.

Sonreí, divertida por su aire desconfiado.

«Estoy pensando muy lógicamente», le aseguré. «Faltan menos de dos semanas para la reunión con los Comunitarios. ¿Y si Kwayat no viene? ¿Adónde he de ir yo?»

Syu bajó sus dos orejas y reflexionó, algo confuso:

«Pues…»

«Sé que podría pasar ampliamente de la reunión», dije, con una mueca dubitativa. «Pero tengo la impresión de que sería una muy mala idea. Los Comunitarios, aunque tuviesen pinta simpáticos, también parecían algo fanáticos. Si me escabullo, pensarán que me estoy convirtiendo en un kandak, me buscarán y… y quizás hasta me envíen a los Subterráneos.» Solté una risita. «Y entonces, para rematarlo todo, me encontraré con Jaixel.»

«Tú deliras», repuso el mono, observándome con detenimiento.

Puse los ojos en blanco.

«Estaba bromeando. Pero lo que sí que tengo que hacer es enterarme de dónde debo ir el segundo Drusio de Tablonas. No puedo esperar a que Kwayat aparezca en el último momento.»

En aquel instante, se oscureció el cuarto y levanté la mirada para ver a Marelta que me contemplaba con una sonrisilla de desprecio.

—¿Qué miras? —solté tranquilamente, con los brazos detrás de la cabeza.

—Miro a una perdedora —contestó ella.

Me enderecé con los ojos agrandados por la sorpresa y ella me dedicó una sonrisa torva antes de alejarse. Suspiré. Marelta y sus reflexiones. Me desperecé, estirándome todo lo que pude y declaré:

«A desayunar.»

Syu asintió animadamente. Ojalá un gawalt cruzase el camino de Marelta para enseñarle buenas ideas, pensé, divertida.

18 Rivalidades

El comedor de la Gran Pagoda era muy curioso. La sala no era ancha, pero sí muy larga, y conté hasta veinte mesas de gruesa madera dispuestas transversalmente. En cada una, cabíamos al menos diez personas, de modo que llegamos a ocupar sólo tres durante la comida. Los maestros, después de haberse asegurado de que estábamos bien, desaparecieron, emprendiendo el camino hacia la Pagoda, seguramente a comer en privado con los demás maestros.

Tal como había esperado, nos dejaron la tarde libre para recorrer Aefna, avisándonos de que no tendríamos muchas más oportunidades de visitar la ciudad. Yo temía que la anrenina volviese a atacarme pero al mismo tiempo deseaba visitar Aefna… Syu reconoció que mi dilema no era fácil de resolver.

Después de la comida, vinieron a hablarnos unos kals de la Gran Pagoda y escuchamos con sumo placer sus descripciones de la capital. Cuando nos propusieron servirnos de guía, todos aceptamos alegremente. Uno de los kals, el más teatral, se llamaba Arleo, un sibilio de pelo muy rojo que me llevaba más de una cabeza. Tenía los ojos de un azul más claro que los sibilios que hasta entonces había visto y su piel grisácea era más pálida que la del profesor Zeerath de la academia de Dathrun. Arleo parecía encantado de hablar con nosotros y, sobre todo, parecía disfrutar mucho escuchándose a sí mismo.

Nos fuimos pues con Arleo y los demás, saliendo de la Pagoda por los jardines. Estos últimos estaban cercados de unas columnas blancas con un estrecho cobertizo, mostrando los límites de la Gran Pagoda, pero en la práctica estaban abiertos. Nos pareció buena la idea de separarnos en tres grupos, ya que éramos tantos. Veinte minutos después, los har-karistas y Ávend estábamos siguiendo a Arleo y a Lowhia a través de las calles de Aefna. Vimos tiendas de todo tipo. Floristerías, zapaterías, relojerías, mercados, patios interiores con esculturas en las paredes… La mayoría de las calles eran calles porticadas, es decir que a ambos lados había corredores cubiertos y empedrados, y lo más curioso era que a veces había un corredor superior, esta vez abovedado, por el cual pasaba menos gente y que se utilizaba entre otras cosas para colgar la ropa. En las calles más estrechas, la ropa se tendía en las cuerdas que iban hasta la casa de enfrente, dando lugar a un río con velas multicolores.

Mientras Arleo nos hacía una visita guiada con aire profesional, Lowhia, la semi-elfa rubia que lo acompañaba, sonreía delicadamente y casi no decía una palabra.

Visitamos la Puerta de Elen, el Parque de Kaisal, volvimos a pasar por la inmensa Plaza de Laya y cuando Arleo propuso que fuéramos hasta el pie del Palacio Real, ya llevábamos cuatro horas pateándonos la ciudad, y presentía que el veneno no tardaría en asaltarme de nuevo, de modo que dije, a medio camino:

—Yo me vuelvo, tanto viaje me ha matado.

—Me vuelvo contigo —repuso Ávend.

—Está bien —dijo Arleo.

—¡No sabéis lo que os perdéis! —nos soltó Laya alegremente.

Cruzamos la Plaza de Laya y pasamos por la misma calle que habían tomado las carretas al llegar.

—Aefna es una obra de arte en sí misma —dije, animadamente—. La arquitectura de cada casa está muy cuidada… es algo intimidante, ¿no crees?

Ávend, aunque su expresión estaba más relajada que otras veces, seguía encerrado en sí mismo.

—Supongo que a sus habitantes les parecerá totalmente normal —dijo—. Pero sí, todo lo que nos han enseñado Arleo y Lowhia es bastante increíble.

Llegamos a la pequeña plaza frente a la Pagoda de los Vientos y subimos los peldaños, callados. La Pagoda estaba silenciosa. Cruzamos la gran sala vacía y llegamos a los jardines. Cuando estábamos en medio del camino, entre un enorme arbusto de flores rosas y un arbusto de hojas verdes perfectamente podado en forma de menhir, Ávend se detuvo, y con algo de retraso me giré hacia él y di unos pasos atrás.

—¿Ávend? ¿Te encuentras bien?

Estaba muy pálido y temí que le diera un mal.

—Tengo… Debería —dijo lentamente, y luego calló, soltando un suspiro.

Su silencio me exasperó. ¿Qué era lo que quería decirme?

—¿Sí? —le animé.

El jardín estaba desierto. Se oía de cuando en cuando el suave gorjeo de algunas avecillas. Ávend puso de pronto las manos en sus bolsillos y su expresión se contrajo.

—Soy un idiota —constató con irritación, y me adelantó, dirigiéndose hacia las habitaciones con precipitación.

Si no hubiese sentido en aquel momento el veneno desatarse en mi organismo, lo habría seguido y habría pedido que se explayara conmigo, que no guardara para él solo algo que lo consumía tanto. Soltando otra vez una maldición contra Taroshi, esperé a que Ávend se encerrara en su cuarto para hacer lo mismo yo en el mío. Le puse a Frundis contra la puerta, para que no se pudiera abrir desde fuera sin que yo me enterara y me transformé. La Sreda repelió la muerte y empecé a entender por qué Kwayat decía que los demonios éramos las criaturas más vivas del mundo: la Sreda, al fin y al cabo, era pura vida.

* * *

Al día siguiente, empezaron las cosas serias. Los maestros organizaron una serie de entrenamientos. Los har-karistas fuimos mandados al campo de entrenamiento más grande que había junto a la pagoda, y nos juntaron con los har-karistas de la Gran Pagoda. Primero, observamos cómo luchaban ellos, luego ellos nos observaron a nosotros, y después luchamos amistosamente. Nadie quería realmente enseñar su habilidad, y todos luchábamos tanteando al adversario, que dentro de una semana sería quizá rival nuestro durante el Torneo. El maestro Dinyú, el maestro Tuan y la maestra Jaygüen nos observaban, charlando tranquilamente entre ellos.

A la hora de la cena, estábamos todos tan agotados que casi se nos había hasta pasado el hambre. La cena fue corta y tranquila. Ozwil estaba de mal humor porque se había enterado de que no le dejarían luchar con sus botas saltadoras. Galgarrios meneaba la cabeza como si estuviese a punto de dormirse entre bocado y bocado. Laya se quejaba de que tenía agujetas y que no podría luchar al día siguiente y se había desanimado cruelmente, persuadida de que en el Torneo no haría más que el ridículo. Zahg gruñía por todo e incluso consiguió criticar la comida.

Sotkins, aunque cansada, parecía la más animada. En cuanto a los demás, Salkysso, sombrío, decía que los kals transformadores de la Gran Pagoda sabían mucho más que él. Kajert parecía más satisfecho de sí mismo, pero no se atrevía a mostrar su alegría delante de Salkysso. Ávend, por su parte, parecía totalmente indiferente ante todo lo que pudiera pasar en torno suyo.

Lo peor era ver la cara feliz de Yeysa. Había conseguido darle un golpe duro a uno de los har-karistas de la Gran Pagoda. El maestro Dinyú había tenido que intervenir y obligarle a la enorme humana a pedir disculpas, y ella así lo había hecho, pero parecía estar convencida de que había ganado y de que era más fuerte que todos. Suspiré. No solamente parecía una vaca, sino que lo era, cerebro incluido.

En cuanto a Marelta… cuando oí los comentarios de algunos kals de la Gran Pagoda, me quedé helada. Alababan su habilidad para controlar la energía brúlica. Y decían que había realizado algunos sortilegios de desintegración realmente impresionantes. La elfa oscura irradiaba triunfo y satisfacción. Y se podría haber pensado que en su alegría, se olvidaría de mí, pero no: redobló sus ataques insultantes contra mí y, por lo que vi, se hizo muy amiga de Yeysa.

A la mañana siguiente, el maestro Áynorin nos despertó muy de mañana, llevando un carrito con un enorme paquete.

—¡Arriba todos! —dijo animadamente.

Salimos de nuestros cuartos respectivos bostezando y frotándonos los ojos de sueño. Laya caminaba rígidamente, quejándose todavía de tener agujetas. Ante nuestros ojos cada vez más curiosos, el maestro Áynorin abrió el paquete que resultó contener un conjunto completo para el Torneo. Las camisas, blancas, llevaban el símbolo de la Pagoda Azul, una hoja de roble negra, perfectamente simétrica, y venían cada una con un lazo azul a modo de cinturón.

—Conservadlas limpias para la semana que viene —nos dijo el maestro Áynorin—. Tendréis que ir a presentaros con ellas en la Casa de Torneo como candidatos. Y luego llevaréis la ropa en todas las pruebas, para que todo el mundo sepa que sois de la Pagoda Azul y así de paso nos vanagloriamos un poco —añadió con una media sonrisa.

Los pantalones eran de un azul muy oscuro, casi negro, y eran holgados. Guardé camisa y pantalones en el cuarto, debajo del colchón, y salí otra vez, a desayunar con los demás. Aquella mañana, llegaron los kals de Neiram y cuando se instalaron no muy lejos de nuestras habitaciones me pregunté cuándo llegarían los kals de las otras ciudades ajensoldrenses y si cabrían en la Gran Pagoda o tendrían que irse a otro lado.

Faltaba exactamente una semana para que se iniciase el Torneo, y mientras que la gente de afuera estaba cada vez más excitada, los candidatos estábamos cada vez más estresados. Y los peores eran los de la Gran Pagoda: los har-karistas se pasaron otra vez el día entero entrenando, pero como el maestro Dinyú nos dijo que podíamos pasar la tarde donde quisiéramos, me fui con Galgarrios a la Biblioteca de Aefna. Laya, pese a estar desanimada por sus derrotas, no quería dejar de entrenar. Y Ozwil estaba tan metido en un combate con un pequeño faingal llamado Astklun que no osé interrumpirlos. Así que recogí a Frundis en el cuarto y a Syu en un roble y salimos los cuatro de los jardines.

Una de las ventajas de las pequeñas ciudades era que la biblioteca siempre estaba al lado de todo. En Aefna, incomprensiblemente, estaba algo alejada de la Pagoda y todavía más lejos del Palacio Real. En realidad, la biblioteca se situaba al pie de la colina frondosa y empinada que me había llamado la atención al llegar y donde según el libro de Wigy se encontraba el Santuario.

Cuando desembocamos en la calle Ashúa, mi mirada se fijó de inmediato en el edificio del fondo, situado en el cruce entre dos calles que partían en diagonal. Era un edificio que, a juzgar por las enormes cristaleras, pese a su altura, no debía de tener más de dos pisos.

—¡Mira! —le dije a Galgarrios.

El caito, que miraba con aire confundido la agitación de la calle, se acercó a mí, saliendo de entre las columnas y puso cara impresionada.

—Eso de debe de ser la biblioteca —asintió.

Silbé entre dientes.

—¡Menudo antro del saber! —resoplé.

Nos acercamos rápidamente, andando contra el muro interior del soportal, evitando a los transeúntes como podíamos. La muchedumbre fue amainando a medida que avanzábamos, al no haber ya tiendas en ese lado de la calle. Llegados ante los peldaños, nos quedamos admirando la Biblioteca de Aefna que se alzaba ante nosotros en todo su esplendor.

—Nart tenía razón —solté, soltando una carcajada—. ¡Es enorme!

Intercambiamos una sonrisa risueña y nos pusimos a subir los peldaños semicirculares que llevaban hasta la gran puerta de madera maciza de tránmur. Uno de los batientes estaba abierto y cruzamos el umbral. Entramos en el vestíbulo que llevaba a otra puerta, mediante una pequeña escalera. A la izquierda, había un mostrador con un enorme cuaderno encima y detrás había una elfa oscura muy vieja que parecía estar echando la siesta.

—¿Tú crees que tenemos que pedir autorización para entrar? —pregunté a Galgarrios.

—Seguramente.

Ambos contemplamos a la vieja que dormitaba y nos acercamos silenciosamente al cuaderno. Le eché un vistazo y asentí con la cabeza.

—Me da a mí que hay que inscribir nuestro nombre. No hará falta despertarla.

—No hace falta, ya estoy despierta —dijo de pronto la vieja, abriendo un ojo—. ¡Como si pudiese dormirme con tanto ajetreo! ¿Qué deseáis?

—Entrar, honorable anciana —dije sencillamente, juntando las manos y realizando un saludo respetuoso.

La vieja me miró con cara sorprendida y me pregunté si realmente había despertado del todo.

—¡Honorable anciana! —repitió, con una sonrisa torva—. Menudas maneras. ¿Entrar, has dicho? ¿Sois extranjeros, eh? Sí, dejadme adivinar, venís de las montañas.

—De Ató —le corregí.

—Bah, bueno. Escribid vuestro nombre y vuestra dirección en este cuaderno, anda.

Cogí la pluma que me tendía, giré el cuaderno, escribí con cuidado debajo del último nombre de la lista mi nombre entero: «Shaedra Úcrinalm Háreldin» y puse «Pagoda de los Vientos», ya que era ahí donde iba a pasar las próximas semanas. Retrocedí de un paso para dejarle a Galgarrios que hiciese lo mismo, y cuando el caito hubo terminado, la anciana giró el cuaderno otra vez hacia ella y se inclinó sobre él, acercándose hasta que su nariz casi tocase el papel. Se quedó un buen rato descifrando nuestros nombres, tanto que me pareció que iba a quedarse dormida.

—¿Tenéis permiso para entrar en las secciones restringidas? —preguntó, enderezándose, poco después de que Syu me dijera que la bibliotecaria tenía toda la pinta de haberse quedado sopa de pie, como los caballos.

—Er —dije, sorprendida—. No. Pero somos kals de la Pagoda Azul. Venimos para el Torneo.

—Me lo suponía. Bueno, si volvéis por aquí, informaros antes junto a vuestros responsables de si podéis tener una autorización para entrar en las demás secciones. Porque merece la pena. Los animales no pueden entrar. Y ¿para qué te vas a cargar con un bastón? Déjalo aquí, ya lo recogerás cuando salgas.

«Pff… Animales», repitió Syu. «Como si ella no lo fuera…»

Reprimí una sonrisa al verlo desaparecer por la salida y dije:

—Está bien. —Coloqué a Frundis contra el muro, pidiéndole que no llamase la atención, y añadí—: ¿Otra cosa?

La anciana, con el ceño fruncido y la mirada fija donde había desaparecido el mono gawalt, dijo:

—Ya que sois alumnos de Pagoda, no creo que tenga que repetiros que hay que ser cuidadoso cuando se manejen los libros.

Le dediqué una gran sonrisa.

—Descuide. Nuestro Archivista Mayor nos ha enseñado de sobra a respetar los libros.

—En ese caso, adelante y no me hagáis perder más tiempo. Si tenéis alguna duda, preguntad a los bibliotecarios de dentro. Yo sólo soy la conserje.

—Vamos —le dije a Galgarrios.

Subimos los seis peldaños que llevaban a la biblioteca y abrimos la puerta. Nos quedamos boquiabiertos y la anciana nos tuvo que recordar que cerrásemos la puerta detrás de nosotros. El interior era inmenso. La estructura era elíptica, y a ambos lados había varios pisos llenos de estanterías a rebosar de libros. En medio, había quizá cincuenta mesas, dispuestas en filas, con más estanterías y más libros. Se oían murmullos que el ancho espacio de la sala amplificaba débilmente. Las cristaleras traslúcidas dejaban pasar una luz tenue pero las inmensas arañas del techo proyectaban una intensa claridad y vi varias lámparas de fuego negro, como las que había en la biblioteca de Ató, que iluminaban pero que no podían provocar ningún incendio, ya que no había una sola llama de fuego en su interior.

Nos pasamos toda la tarde recorriendo las estanterías, intentando abarcar todo lo que podíamos. Los bibliotecarios, detrás de sus escritorios, trabajaban y de cuando en cuando vigilaban a la gente. En un momento, hasta un niño se puso a berrear de tal modo que sus gritos retumbaban por toda la sala y el padre salió de ahí a todo correr, enrojecido, no se sabía si de vergüenza o de ira, o de ambas.

Había una sección expresa para cada nivel de la Pagoda y para cada especialidad de kal. Reconocí los títulos de varios libros y, por cada libro que reconocía, ocho me eran totalmente desconocidos. ¿A quién demonios se le ocurría escribir tanto? A los saijits, oí la voz de Syu en mi cabeza. Sabía que no había sido él quien me había hablado, ya que no estaba conmigo, y no pude más que sonreírme al darme cuenta de que me resultaba más bien fácil adivinar lo que habría pensado el gawalt si hubiese estado ahí. Galgarrios se detuvo a mirar unas láminas preciosas de paisajes y al mirar juntos esas obras de arte, me volvió a la memoria el día en que, hacía tres años, Galgarrios y yo mirábamos, subyugados, los dibujos de diferentes criaturas de Háreka con la ingenuidad de nuestra infancia.

Sin decirlo, y sin reconocerlo interiormente, había entrado en la biblioteca con la esperanza de encontrar libros que hablasen de los demonios. Y también se me pasó por la cabeza buscar cosas acerca de los eshayríes. El maestro Helith le había preguntado una vez a Lénisu si tenía intenciones de volver con los eshayríes, y éste había dado una rotunda negativa. Con el tiempo, había llegado a creer que los eshayríes eran algo así como una cofradía secreta, muy poderosa, quizá de los Subterráneos… Pero lo cierto era que no tenía ni idea. Y me hubiera gustado que Lénisu me lo explicara todo, y no tener que investigar por mi cuenta.

Pero lo que más urgía era informarse sobre los demonios. Los demonios en Aefna, ¿dónde podían esconderse? Meneé la cabeza con ironía mientras me paseaba por las estanterías de la elipse, en el tercer piso. Los saijits ni siquiera sabían que vivían entre demonios, ¿cómo podría haber un libro reciente hablando de ellos? Del tipo: «Sahiru, famoso demonio y guía de los Comunitarios vive en la Avenida de los Demonios y acoge a todos los jóvenes demonios para comprobar que están siguiendo una instrucción correcta y que no se están transformando en unos monstruos…» Solté un gruñido.

—Por todos los dioses —siseé.

Galgarrios se paró y se giró hacia mí, enarcando una ceja.

—¿Qué?

—Este lugar es demasiado grande. No se puede encontrar nada.

—¿Estás buscando algo en particular? —se sorprendió.

—Sí.

El caito esperó a que prosiguiese pero no lo hice y me puse a mirar los dibujos artísticos de la cristalera que estaba a mi derecha.

—Si puedo ayudarte en algo…

Me giré hacia el caito y, por un ínfimo momento, se me ocurrió decirle la verdad, pero enseguida volví a la razón.

—Creo que deberíamos volver —le dije—. Se está haciendo tarde y Frundis estará aburrido de esperar.

—¿Frundis? —repitió Galgarrios, extrañado.

Por un momento, palidecí, y luego solté una carcajada silenciosa.

—El bastón —expliqué.

El caito me miró con cara dubitativa y luego se encogió de hombros.

—Como quieras.

Cuando salimos de la biblioteca, el recibidor estaba abarrotado y tuve que hacer malabarismos para llegar hasta Frundis. La anciana me reconoció y sonrió.

—Se ha portado muy bien —me dijo.

—¿Quién?

—Tu bastón —respondió ella.

Me quedé mirándola unos segundos, suspensa, y entonces le correspondí con una sonrisa divertida.

—Suele portarse bien —repuse amablemente.

Salí y me reuní con Galgarrios.

—¿No has visto a Syu? —le pregunté, mirando a mi alrededor, y sin esperar su respuesta, suspiré teatralmente—. Espero que no se haya caído en un saco lleno de golosinas o no lo volvemos a ver hasta mañana.

«¡Difamadora!», me acusó el mono, bajando de una columna y soltando gruñidos.

Solté una carcajada y lo acogí en mis brazos cariñosamente.

«Si yo no tengo nada contra las golosinas», me defendí. «Pero cuando te vea Laygra…»

«Pues que sepas que me he controlado», dijo el mono, con orgullo. «Primero, me crucé con un niño comiéndose, ¿sabés qué? ¡un plátano! y escucha bien: se lo dejé, como buen gawalt que soy.»

Puse cara impresionada y luego torcí el gesto, burlona.

«Cuando llegaste hasta él, ya había dado el último bocado, ¿verdad?», le dije.

El mono gawalt agitó la cabeza y saltó a una columna, abandonando mi hombro.

«Pff, no me conoces, era un niño, y yo tengo un corazón generoso…»

Desapareció por el tejado mientras yo soltaba una carcajada incrédula. Galgarrios me miraba frunciendo el entrecejo.

—¿Y ahora adónde va?

Puse los ojos en blanco.

—A hacer el mono —contesté—. Indudablemente.

19 Máscaras

Transcurrían los días y cada vez quedaba menos tiempo para el primer ventisca de Tablonas. El primer Jabalina, empezó la Fiesta de la Primavera, y desde el campo de entrenamiento de la Pagoda oíamos las músicas alegres y el griterío de la multitud. Tomamos la costumbre de salir a pasear al atardecer, pese al cansancio acumulado durante el día, porque nadie quería perderse el ambiente festivo que reinaba aquellos días en Aefna.

Un día, Arleo nos llevó a ver el Teatro al Aire Libre, en la Plaza Margarita, y también nos condujo al Teatro Imperial, pero la entrada era realmente cara y varios se echaron para atrás, incluida yo, que aparte del libro de Wigy y el paquete de galletas, no tenía más que cuarenta kétalos y desde luego no pensaba gastármelos tan rápidamente como parecía hacerlo Yori.

Así que los que quedamos, nos dirigimos a una plaza de donde provenían cantos populares y risas. Enseguida vimos la diferencia de clase entre la gente del Teatro Imperial y aquella. Pero el ambiente era más alegre y no había que pagar para divertirse. Muchos llevaban una especie de corona luminosa en la cabeza, de modo que refulgían los rayos de luz en las casas vecinas como luceros. Más de uno llevaba máscara, y ¡qué máscaras! Algunas, de un color dorado, tenían forma de pájaros. Podían cubrían toda la cara, o tan sólo la boca, o el contorno de los ojos. Intentamos imitar los bailes, pero el resultado era poco halagador, particularmente el mío. Por eso nos pusimos a bailar haciendo tonterías y acabé, más que bailando, haciendo piruetas como una experta. Mis acrobacias provocaron más impresión de la que esperaba y a la gente le gustó tanto que más de uno intentó imitarme, y en definitiva se mantuvieron entretenidos girando y haciendo medias piruetas y muchos acabaron echados en el suelo, carcajeándose, medio borrachos.

—Vaya, la que has armado —me dijo Salkysso, observando el resultado.

Dos niñas gemelas intentaban levantar a su hermano mayor, diciéndole que no era ningún acróbata y que acabaría rompiéndose algo. Me giré hacia Salkysso con aire inocente.

—Yo no les dije que se tiraran al suelo —repuse.

—¡Yujú! —soltó Kajert, encima del estrado, mientras andaba sobre las manos. Una de las dos cantantes fingió atacarlo y el caito realizó un salto, volviendo precipitadamente a ponerse de pie.

Sonreí anchamente y Salkysso soltó una carcajada.

—¡Kajert! —lo llamó. Cuando el caito se acercó, añadió—: será mejor que nos marchemos de aquí antes de que pase la guardia, que esto se ha convertido en una guardería.

De hecho, la gente más seria ya se había marchado a otro lugar, evitando las locuras de los jóvenes y bisoños acróbatas y beodos.

Salkysso, Kajert, Galgarrios, Ozwil y yo nos alejamos y nos dirigíamos ya hacia la Gran Pagoda cuando de pronto vi una silueta conocida y sonreí, llena de alegría.

—¡Dol! —exclamé, precipitándome hacia el semi-orco.

No sé por qué, no frené a tiempo y me empotré contra él.

—¡Umpf! —soltó Dolgy Vranc, poniendo sus manos sobre mis hombros con una sonrisa de orco.

—¡Shaedra! —gritó Deria, tirándoseme encima—. ¡Al fin te encontramos! Al final salimos más tarde de Ató, y sólo llegamos ayer. ¡Esta ciudad es maravillosa!

Me reí y me giré hacia mis compañeros que se acercaban más tranquilamente.

—Seguid, si queréis, ya os alcanzo —les dije. En ese momento salió Syu de ninguna parte y subió a mi hombro, como nervioso por toda la agitación de la calle—. Ya nos dirigíamos a la Gran Pagoda —expliqué a Dol y a Deria—, es que el maestro Áynorin nos despierta muy pronto para entrenar. Pero decidme dónde os hospedáis y pasaré a veros mañana a la tarde.

—¡Las tres velas! —declaró Deria, pegando saltitos de emoción—. Dol y yo vamos a ver un espectáculo. ¿Seguro que no quieres venir con nosotros?

Negué con la cabeza, a pesar mío.

—Quedan dos días para ventisca, y soy buena har-karista pero no puedo pelear con los ojos cerrados.

—¡Apostaré por ti! —soltó Deria.

—Venga, ve a dormir —dijo Dolgy Vranc, despeinando mi cabello con su manaza—. Y mañana ven a merendar con nosotros cuando toquen las seis o por ahí.

—¡Estaré ahí! —les prometí y los observé alejarse calle arriba, sonriendo al ver que la pequeña drayta se subía a los hombros del semi-orco y reía sin parar.

Entonces di un paso precipitado hacia la izquierda para evitar a tres jóvenes cogidos del brazo que iban gritando más que cantando Niña, déjame entrar. A salvo al fin del movimiento de la calle, arrimada a una columna, me percaté de que Syu seguía estando nervioso y fruncí el ceño.

«¿Qué te ocurre?», pregunté.

El mono no supo qué contestarme. Notaba que estaba nervioso, pero él mismo no sabía explicarme por qué.

«¿Y quieres hacerme tragar que no eres un adivino?», repliqué, burlona.

«Es algo… Es como si hubiese la misma persona en cada calle que pasamos», explicó con lentitud.

Me quedé en suspenso un momento, meditativa.

«¿Quieres decir que alguien nos sigue?», pregunté, súbitamente turbada.

«¡Ah!», dijo Syu, entendiéndolo. «Pues quizá sea eso.»

Sorprendida al notarlo más tranquilo, eché un vistazo a los transeúntes. Todos pasaban sin ni siquiera mirarme.

«¿Qué pinta tenía?»

«Tenía una capa verde», dijo Syu, y tras una pausa añadió: «Como la mía.»

«¿Y por qué estás tan seguro de que nos sigue?», continué.

Syu se encogió de hombros.

«Por un momento creía que era un enemigo, pero yo soy un poco tremendista», confesó.

«¿Un enemigo?», repetí, poniéndome a andar hacia la Gran Pagoda. En aquel momento, los únicos enemigos que me venían en mente eran Yeysa y Marelta.

«Mmpf», soltó el mono. «No importa…» Iba a añadir algo cuando gritó: «¡es él!» subiéndose a mi cabeza.

Me giré de golpe y vi una silueta enmascarada con una larga capa de un color verde claro. La silueta pareció verme, realizó un signo, como si quisiera que lo siguiese; entonces dio media vuelta y se puso a correr. ¿Y si tenía algo que ver con los demonios…? Me puse a correr detrás de ella, soltando:

«Syu, ¿quieres bajarte de ahí? Al final me vas a arrancar el pelo», me quejé.

«Es como si fuera mío, las trenzas las he hecho yo», replicó el mono. Aun así, se bajó, sentándose en mi hombro. «No estaba soñando: realmente nos seguía.»

«Sí, pero no parece un enemigo. Aunque si fuese un amigo…», dije, sin acabar la frase. Si fuese un amigo, ¿por qué no hablarme directamente? Ralenticé inconscientemente el ritmo y me detuve en una calle estrecha y menos bulliciosa que la que acababa de cruzar.

—Esto no me gusta —murmuré.

«En los libros, es típico que los malos utilicen esta estrategia para atraer a los majos. Y los majos normalmente caen como tontos», añadí.

La silueta se había parado al ver que ya no la seguía. Repitió el gesto dos, tres veces, cada vez más impaciente. Di un paso para adelante y el misterioso personaje dio un paso para atrás. Tenía una máscara plateada que, bajo la luz de las linternas, mostraba unos gordos mofletes infantiles. Volvió a retroceder un paso y viendo que no me movía dio media vuelta y desapareció detrás de la esquina. Fruncí el ceño, extrañada. ¿Quién era? A lo mejor no me quería hacer daño ni nada de eso, ¿pero cómo podía saberlo? Además, no tenía a Frundis para defenderme, lo más sensato era dar media vuelta y volver a la Gran Pagoda.

Iba a dar media vuelta cuando apareció de pronto una silueta más alta que la otra y sin máscara. Llevaba una larga capa negra y su andar me resultaba familiar. Entrecerré los ojos. ¿Quién…?

—Shaedra.

La voz me llegó al mismo tiempo que el perfume a rosas y enseguida me relajé y corrí hacia él.

—Kwayat —resoplé, deteniéndome ante él—. Creí que no vendrías. Hasta intenté buscar por mi cuenta el lugar donde…

La mirada imperante de Kwayat me hizo callar y girar los ojos hacia mi alrededor.

—Sígueme.

—La persona de la capa verde, ¿es amigo tuyo?

El demonio esbozó una sonrisa.

—No precisamente. Pero le convenía ayudarme. Veo que la desconfianza ha vencido la curiosidad —añadió.

—¿Por qué esa pantomima? —pregunté, algo sorprendida—. ¿Por qué no haber venido a encontrarme directamente?

Kwayat me miró y luego se paró, abrió la puerta a su derecha y entramos dentro en silencio.

—Algunos podrían reconocerme —contestó, después de cerrar la puerta con cerrojo—. Pasé en Aefna muchos años, de joven. La gente que me conoció me reconocería y se extrañaría al verme tan… joven todavía.

Observé rápidamente el interior de la habitación. No había rastro de la persona con capa verde. Había una mesa con un candelabro encendido y con un cuenco lleno de manzanas, tres sillas, una cama detrás de un biombo de cuatro paneles adornado con el dibujo de un roble sin hojas… Y no había más. Me giré hacia Kwayat enarcando una ceja al oír sus palabras.

—¿Quieres decir que no has envejecido desde entonces?

—No exactamente. Antaño, utilizaba el sryho para frenar el envejecimiento.

—¿No dijiste que eso era peligroso? —pregunté.

—Por eso lo dejé —sonrió Kwayat—. Pero así y todo, me dejó marcas indelebles.

—A más de uno le gustaría —me burlé—. Y bien —proseguí, sentándome en una silla—, ¿por qué has tardado tanto?

—Ah, es verdad. Siento no haberte avisado. He estado muy ocupado con Naura. Eso me ha alejado de mi deber de instructor, y te pido disculpas por ello.

Lo miré, boquiabierta. Jamás pensé que Kwayat me fuera a pedir las más mínimas disculpas.

—¿Naura? —repetí entonces—. ¿Volviste en busca de la dragona?

—Así es, me ocupé de ella. La estudié y me la llevé a las Anarfias. Es el lugar más cercano de por aquí donde haya dragones. Debí imaginarme que Naura no era una dragona como las demás. Nació deforme. Por eso la abandonaron. Cuando la viste, ya había alcanzado su talla adulta. Y los dragones de las Anarfias la echaron de sus hogares. Así que, antes de que la dejaran muerta de hambre, me la llevé otra vez.

Me quedé mirándolo fijamente.

—¿No me estarás diciendo que la has metido en Aefna? —solté, alarmada.

Sorprendido por mi pregunta, Kwayat soltó una breve carcajada.

—Sería una idea disparatada —afirmó—. No. La dejé a salvo, lejos de aquí. Pero no se hable más de eso. Tenemos mucho trabajo que hacer antes de que te vean los Comunitarios. Intentarán hacer que te unas a su causa. Te dirán un montón de bonitas ideas, totalmente ideales. Te hablarán de justicia, de unificación, de libertades: todo patrañas. Sahiru no te dirá nada. Él ha perdido la fe. Pero Luldy te soltará el discurso habitual, el mismo que empezó a soltarte la última vez. Dadvin con su carita simpática y Kierrel con su aire convincente: tú no les hagas caso. Lo único importante es que sepan que te estoy instruyendo como es debido y que no tienes ningún secreto a propósito de Zaix ni nada de eso.

—¿Zaix? —solté, sobresaltándome—. ¿Me van a preguntar cosas sobre Zaix?

—Indagarán, para intentar saber más, pero, sin lugar a dudas, Zaix se las arregla siempre para que nadie desvele nada sobre él.

—¿Quieres decir que Zaix estará ahí? —Palidecí.

—Estará junto a ti siempre que quiera. Pero nunca físicamente, por supuesto. Es el Demonio Encadenado.

—Por supuesto —resoplé, aliviada.

Lo cierto era que hacía mucho tiempo que no había notado la presencia de Zaix. Zaix parecía haberme olvidado, y quizá no se hubiera enterado ni siquiera de que había estado a punto de morirme envenenada. Enseguida me agité, nerviosa, al preguntarme qué diría Kwayat si supiera que había perdido el control durante mi transformación. Era una de las cosas que Kwayat no había parado de repetirme: cuanto más me transformaba, más grave era perder el control de la Sreda. Quizá porque uno prestaba menos atención a lo que hacía si se acostumbraba a ello, reflexioné.

—Lo que quiero decir es que dudo de que te haya revelado ningún secreto —retomó mi instructor, sentándose él también en una silla, frente a mí—. Pero eso no es de lo que más te tienes que preocupar.

Su tono me alarmó y dejé mis pensamientos a un lado para escucharlo. La mirada fija en el muro desnudo y agrietado, el rostro de Kwayat reflejó por un momento intensa concentración.

—Te dije que los Comunitarios en realidad no tenían ninguna legitimidad para los Demonios Mayores. Es cierto, pero aun así los Comunitarios no dejan de tener poder. Recogen información y saben mucho. Normalmente deberían dejarme más tiempo para instruirte, saben que no he tenido tiempo de enseñarte todo lo básico. Pero los Comunitarios sienten curiosidad ya que no todos los días llega un nuevo demonio de trece años… Tu venida ha provocado revuelo. Sí —dijo, ante mis ojos sorprendidos—. Aunque no por ello dejarán de ser tan exigentes como siempre —declaró, mirándome, mientras yo me estremecía, sintiéndome incómoda.

—Exigentes, ¿de qué manera? —pregunté, temiendo ya que mi entrevista con los Comunitarios se convertiría en una catástrofe.

—Primero, se cerciorarán de que sigues el camino correcto y que tu Sreda está bien dominada. —Agrandé los ojos ligeramente—. Luego, te harán preguntas.

«¿Quieres dejar de agitarte?», le dije a Syu, nerviosa.

«Si eres tú la que te agitas como una pulga», replicó él, saltando a la mesa, después de haber examinado la pequeña habitación con detenimiento.

Kwayat me miró con sus ojos azules y penetrantes.

—Y tendrás que contestar a ellas sin ofenderles ni prometerles nada —añadió.

Asentí con la cabeza, abrí la boca decidiéndome de pronto a hablarle de mis transformaciones y de la anrenina, pero acabé cerrando la boca sin haber dicho ni una palabra.

—No puedo darte muchos más consejos, a lo mejor han decidido cambiar su manera de proceder, pero en todo caso no hagas ninguna promesa —insistió.

—Descuida —le dije.

Mi instructor me miró como intentando sondear mi pensamiento y luego se levantó.

—Entonces coge una manzana y ve a dormir. Vuelve mañana a la noche a este mismo sitio. Es preciso que aprendas algunas cosas más sobre el poder de la Sreda y tenemos muy pocos días.

Ya volvía a tener los días y las noches llenos de tareas. De día, entrenando y peleando y de noche hablando de Sredas y de demonios, ¿cómo podría encontrar un momento tranquilo para preocuparme por nada? Adivinando quizá mi pensamiento, Kwayat añadió con tono categórico:

—Un demonio debe aprender lo que es la Sreda como cualquiera debe aprender a hablar o a andar.

Entendí que no me quedaba más remedio y asentí, levantándome.

—Entonces hasta mañana —dije, saludándolo.

—Perfecto.

Cogí desenfadadamente una manzana del cuenco y me fui hasta la puerta mientras Syu pegaba un salto y aterrizaba en mi espalda, cogiéndose de mis trenzas para acabar de trepar hasta mi hombro pese a mis protestas. Una vez fuera, llevé la manzana a mi boca y le pegué un mordisco, pensativa. La calle estaba silenciosa, pero aún se oía el rumor de la Fiesta de Primavera.

Levanté la mirada hacia las casas y una súbita idea me animó.

«¿Y si volvemos a la pagoda por un camino más divertido?», sugerí.

El mono gawalt puso cara de vago pero le solté varias frases que despertaron su orgullo gawalt y unos minutos después, tiré el corazón de la manzana al pie de un árbol y me dediqué a buscar una manera prudente para subir a los tejados. Cuando la encontré, me sumergí entre tinieblas armónicas y subí a una columna ayudándome de mis garras. Fui saltando de balcones en balcones hasta que llegué al tejado del edificio. Subí hasta la cumbrera y me quedé un momento ahí, absorta en la contemplación del Palacio Real. Aun de noche, parecía que en el Palacio era de día. Era como si estuviese rodeado de una esfera de luz. Las fachadas reflejaban un color blanco límpido y casi sobrenatural. Las grandes calles estaban aún iluminadas y en el cielo negro, aunque este estuviese despejado, apenas se podían vislumbrar las estrellas.

Por la calle que acababa de abandonar, pasó un grupo de hombres cantando ruidosa y desacompasadamente una canción cuya melodía ni reconocí de lo desastroso que era el resultado.

Desprendiéndome de la contemplación de Aefna, seguí mi camino dando ágiles saltos, feliz de comprobar que al fin y al cabo Aefna no era tan diferente de Ató. Syu tuvo que reconocer que empezaba a dar claras señas de que me había convertido en una verdadera gawalt.

«Una gawalt que va a ser devorada viva por unos demonios», añadí, al deslizarme finalmente hasta el suelo, frente a los jardines de la Pagoda. Yo misma al escuchar mis palabras me sorprendí al notar la repentina amargura con que las decía.

Sí, Kwayat me había enseñado mucho sobre los demonios. Me había enseñado la teoría sobre la Sreda y hasta sabía algo sobre la práctica. Acaso donde había hecho más progresos era aprendiendo a hablar tajal pero, según Kwayat, ni siquiera todos los demonios sabían correctamente hablarlo. En definitiva, tenía la triste convicción de que mi entrevista con Sahiru, Luldy, Kierrel y Dadvin iba a ser más bien decepcionante. Pero ¿había algo que podía hacer para evitarlo?

Entré por el jardín y, esquivando difícilmente las macetas que obstruían casi la veranda, me metí en mi cuarto en silencio. Me desvestí y me tumbé, y junto con Syu empezamos a contarle a Frundis todo lo que había pasado. Mientras tanto, el bastón gruñía, quejándose de que no lo hubiese llevado y luego se encerró en un silencio enfurruñado y no pudimos más que burlarnos amablemente de su silencio malhumorado, aunque le prometí que ya no volvería a dejarlo atrás. Mi promesa aplacó enseguida el enojo de Frundis y se puso a cantar con una voz vibrante de tenor y, sorprendida por el canto, que no pegaba nada con su estado de ánimo anterior, solté una risotada y enseguida me tapé la boca, consciente de que los tabiques que separaban cada cuarto eran muy finos. Despertar a todo el mundo era más bien una mala idea. ¡Y qué decir si despertaba a Salkysso!, me imaginé, frunciendo el ceño. Dormir era uno de los momentos preferidos del elfo oscuro, y aunque Salkysso no era de los que se quejaban mucho, sabía, por conocerlo desde niño, que cuando no dormía lo suficiente se pasaba todo el día bostezando y poco hablador.

Cerré los ojos y al de un rato me di cuenta de que estaba pensando otra vez en los Comunitarios. Kwayat no parecía tan preocupado, me dije en un momento, soltando un suspiro y relajándome. Así que, ¿para qué atormentarse?

Lentamente, me sumí en un sueño lleno de castillos y de har-karistas que combatían pero sin tocarse ni cansarse: la lucha no podía tener fin.

20 Ataque estrella

A la mañana siguiente, al despertarme, me sorprendí al oír la voz del maestro Dinyú en lugar de la del maestro Áynorin. Entonces recordé que al día siguiente empezaba ya el Torneo y que antes teníamos que ir a presentarnos en la Casa de Torneo.

Así que saqué el atuendo que nos había dado el maestro Áynorin unos días atrás y me vestí. Tanto la camisa como el pantalón eran holgados, y se adecuaban perfectamente con las exigencias del har-kar. Me anudé el lazo azul alrededor de mi cintura. Eché una ojeada a la hoja negra de roble, símbolo de la Pagoda de Ató, y sonreí. Me daba la impresión de que era la primera vez que llevaba un símbolo de pertenencia a algún sitio, fuese cual fuese. Sí, había tenido un uniforme en Dathrun, pero jamás había considerado Dathrun realmente como un hogar.

Cuando salí, con Syu y Frundis, los demás salían también de sus cuartos y el maestro Dinyú le estaba diciendo a Laya que rehiciese el nudo de su lazo y al fijarme vi que efectivamente Laya había anudado su lazo azul de manera que parecía más una niña buena que una har-karista de pagoda. La elfa oscura, con un mohín que lo decía todo, volvió a anudarse el lazo correctamente. Ozwil también estaba algo disgustado con sus sandalias y de cuando en cuando vi que se giraba hacia su cuarto pensando sin duda en sus botas saltadoras. Mientras esperábamos a los demás, Kajert admiraba por enésima vez las plantitas de la veranda y Salkysso parecía dispuesto a dormir de pie. Al fin, estuvimos todos listos y después de desayunar rápidamente el maestro Dinyú, acompañado de Áynorin y Juryún, nos condujo fuera de la Pagoda.

Salkysso, Kajert, Laya y yo estábamos enzarzados en una conversación filosófica que había empezado a descarrilarse hacia terrenos más bromistas, cuando llegamos ante un enorme portal rojo abierto de par en par que daba paso a una ancha alameda al final de la cual se alzaba una casa muy estilizada y lujosa.

La avenida estaba a rebosar de gente que esperaba a entrar. Nos encontramos con los pagodistas de Neiram y hubo más de una mirada sarcástica o altiva, de ambos lados: al fin y al cabo, serían nuestros adversarios. Poco después, llegaron los kals de la Gran Pagoda, los de Yurdas y los de Kaendra. Los pagodistas de Agrilia fueron los últimos en presentarse. Una vez reunidos todos los alumnos de las Pagodas de Ajensoldra, era fácil diferenciar a los demás candidatos al Torneo. Todos los ahí presentes eran jóvenes, ya que aquel día la Casa de Torneo se ocupaba de todos los candidatos de entre trece y dieciocho años, y, como ya Laya y Salkysso habían dejado de echarse puyas, me entretuve observando a la gente.

Tras unos minutos de observación, me fijé en una joven semi-elfa de ojos rosáceos. Era tan pequeña que me costaba imaginar que tuviese más de trece años. Tenía la misma estatura que Deria, pero sus rasgos no eran los de un faingal, y supuse que debía de tener algún problema de crecimiento, aunque al ver la energía con que lo miraba todo a su alrededor, nadie hubiera dicho que su pequeñez la afectase de algún modo. Su aspecto era tan peculiar, que me detuve un instante a contemplarla: tenía una ancha camisa blanca cubierta de una tela azul finísima que se henchía con la menor brisa, de modo que al moverse parecía estar a punto de echar a volar. Iba acompañada de un anciano de cara tremendamente arrugada, que contemplaba a la niña con todo el cariño del mundo. Me pregunté, con cierta curiosidad, en qué especialidad tendría pensado presentarse como candidata.

Al cabo de un cuarto de hora de espera, empecé a aburrirme y le pedí a Frundis que me enseñase alguna nueva canción.

«¡Una nueva canción!», exclamó el bastón, fingiendo irritación. «¡Y qué alegremente lo dices, como si crear una canción respetable fuera lo mismo que tirar una piedra!»

«Frundis, ya sabes que aprecio enormemente tu talento musical», le dije, preguntándome cuántas veces le había repetido semejantes palabras. «Aunque… ¿No será que se te han agotado las canciones de tu inventario?»

«¿Agotarse…?», repitió Frundis, con la voz sofocada y aguda de indignación. «¡Ya verás, impertinente!» Y entonó una canción que empezaba así:

Oh, triste Ajensoldra mía,
luna de mi blanco amor,
dime, si hoy se muere el día,
¿volveré a escuchar tu voz?

Pero enseguida, terminando el cuarto verso, Frundis añadió en un bufido que contrastaba totalmente con el tono melancólico de la canción: «¡Qué desfachatez! ¿Desde cuándo ha tenido fin mi inventario de canciones?»

Me encogí de hombros, reprimiendo la risa, mientras Syu ponía los ojos en blanco.

«La música no se puede cortar así, tan repentinamente», protesté. «¿Quién es el que le canta a Ajensoldra? ¿De cuándo es la canción?»

«¡Ja!», dijo el bastón, triunfante. «No puedes resistirte, ¿eh? Mi música es endemoniadamente mejor que esa cacofonía que estoy oyendo.»

Tardé un momento en entender que se refería a la algazara de voces que cubría la avenida y solté un pequeño resoplido, divertida. Frundis creía ver la música por cualquier lado, aunque fuese tan sólo el chirrido de una puerta o el griterío de la gente. Entonces el bastón volvió a empezar su canción y Syu y yo nos fuimos balanceando tranquilamente al ritmo nostálgico de la canción, que contaba la trágica historia del último príncipe del Imperio de Nédiel, Ansu Delamjiar, obligado a salir de su tierra por las malvadas artimañas de otro príncipe, hermano suyo, codicioso y sediento de poder. Y la canción acababa con una acusación desgarradora:

Y si me buscas, Zaú,
por los desiertos de fuego,
te harán sus arenas ciego
y te privarán de luz,
y te quitarán los ojos
las montañas de Majir,
las columnas del gran Lir
por dejar sólo despojos
entre nuestro pueblo y tú.
Allá lejos, has dejado
huérfano nuestro poblado,
has desterrado tu sangre
y esperado a que desangre
tu debilidad mis brazos.
Y ya es demasiado tarde,
no puedo salvar mi tierra,
tampoco lo puedes tú…
Ay, tiempo es ya de alejarme
del mundo, de mi ataúd
a un paso estoy… Dime, hermano,
¿alguna vez has pensado
en tu pueblo? Ahí, lejos, vense
los pobres ajensoldrenses,
mirar el alba llorando.
¡Príncipe tirano, tú,
maldito seas, Zaú!
Dime, ¿alguna vez, mirando
la negra nube en lo azul,
has pensado que esa nube
tal vez podías ser tú?

La canción lírica y épica al mismo tiempo se acababa en una nota final estremecedora. Pero no pude apreciar el efecto todo lo que quise, ya que Galgarrios me cogió del brazo para que no me quedase atrás: íbamos a entrar en la Casa de Torneo. ¡Al fin!

Estaba ya entrando cuando divisé, a la vuelta de la esquina del edificio, una silueta con capa verde fosforescente que me llamó la atención. Al girarse, vi su máscara plateada y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. ¡Era la misma persona que, la víspera, había querido guiarme hasta Kwayat! No podía creerlo. Me hubiera gustado alcanzarlo y preguntarle quién era, me hubiera gustado ver su rostro. Pero Galgarrios me distrajo, llamándome la atención, y al volver a mirar hacia la esquina, la silueta de la capa verde y la máscara plateada se había esfumado.

La Casa de Torneo era tan fastuosa por dentro como por fuera. El suelo era de piedra blanca y se habían dispuesto varios bancos para permitir a la gente esperar sentada mientras un equipo de cinco escribanos, metidos detrás de sus escritorios, atendían uno a uno a los candidatos.

Quienes decidían de nuestras especialidades eran naturalmente nuestros maestros correspondientes, de modo que cuando pasó la primera pagodista de Ató, no me sorprendí al ver al maestro Áynorin acompañarla hasta el escribano. Sucedieron varias personas y cuando el maestro Áynorin me llamó, me levanté y me acerqué. El escribano me tendió un pergamino y advertí que era la lista de todos los kals de Ató, con las diferentes especialidades, y que a la derecha pedían que dibujáramos el signo de un círculo tachado, signo que simbolizaba la plena aceptación de las condiciones del Torneo. Después del rollo que nos había metido el maestro Tuan, creía tener las ideas bastante claras sobre el tema para poder decidir en toda conciencia poner el signo de aceptación.

Cogí el lápiz y me detuve justo antes de dibujar el signo. ¿Por qué diablos me habían marcado en la especialidad de ilusionismo, además de la de har-kar?

—¿Te pasa algo, Shaedra? —inquirió Áynorin tranquilamente.

—¿I… Ilusionismo? —dije simplemente, totalmente desconcertada.

El maestro Áynorin frunció el ceño y miró la lista con cierta sorpresa.

—Vaya, eso debe de ser un error…

—Pues claro —espiré, más aliviada.

—A menos que sea idea del maestro Dinyú —prosiguió el maestro Áynorin.

—Exacto —dijo la voz del maestro Dinyú, detrás de nosotros—. He pensado que, puesto que eras tan hábil con las armonías, podrías también pasar las pruebas de ilusionismo, ¿qué te parece?

Contemplé al belarco en su túnica negra con aire confundido. ¿Era él el que me había metido a las pruebas de ilusionismo? ¡Por Ruyalé! Eso sí que era una sorpresa, sobre todo que, si se exceptuaban las clases de armonía que me había Daelgar durante unos meses, no poseía tampoco unos conocimientos muy avanzados sobre el tema. Vale, al parecer tenía bastante habilidad para usarlas, en realidad me pasaba un poco lo contrario que con las demás energías: controlaba mejor la práctica que la teoría, y eso era todo un puntazo, pero… ¡de ahí a participar en las pruebas del Torneo de Aefna! Ya veía venir el desastre.

Negué firmemente con la cabeza.

—Me parece una locura. Yo… apenas utilizo las armonías. Yo no…

—Bah, bah —me cortó el maestro Dinyú con tono motivado—. A mí me pareció una buena idea. No puedo pedirle a alguien que participe en otro campo pagodista que no sea el suyo, porque nunca podrá controlarla tan bien como un kal especialista, pero el estudio de las armonías no forma parte de la enseñanza kal. De modo que todo el mundo está en las mismas, y tienes todas las posibilidades de ganar alguna corona, ¿qué te parece? —repitió.

Lo contemplé un momento, atónita, y la expresión sonriente del maestro Dinyú se fue poco a poco ensombreciendo. Al cabo, suspiró.

—¿Es una mala idea? Debí habértelo comentado antes, pero se me olvidó, y cuando tuve que rellenar las hojas de candidatos… —No acabó la frase e hizo un ademán vago—. Venga, cámbialo si quieres.

—Imposible —intervino el escribano—. A los pagodistas os hemos atribuido ya todos los horarios de las pruebas. No se puede cambiar.

—¿Que no se puede cambiar? —repitió el maestro Dinyú, alucinado—. Pero… yo creía que esas hojas eran algo… provisional.

—¿Qué lógica tiene que no se pueda cambiar? —insistió el maestro Áynorin al escribano, que se estaba impacientando cada vez más.

—Maestros, yo sólo os informo: o vuestra alumna no participa o participa en las especialidades marcadas. En el documento de candidatura todo está explicado de manera clara.

El maestro Dinyú parecía del todo anonadado y me miró con cara culpable. Su expresión era sincera. Syu bufó y yo puse los ojos en blanco.

«¡Syu! No le enseñes los dientes al maestro Dinyú, no ha hecho nada malo. Sólo una estupidez», le expliqué.

—Está bien —dije, con la impresión de estar haciendo un error. Empuñé la pluma y dibujé el círculo tachado sobre la hoja.

—¿Estás segura? —me preguntó el maestro Dinyú, acercándose—. Yo creía que te haría ilusión ver a artistas armónicos, pero por lo visto he metido la pata.

—Por supuesto que no —repliqué con sinceridad—, las armonías es la energía que hasta ahora me ha interesado más, pero no por ello soy una especialista armónica ni nada de eso.

El maestro Dinyú pareció alegrarse de que no me tomara su error tan mal y sonrió.

—¿Sabes qué? Mi esposa va a llegar de un momento a otro, y ella es una gran armónica aunque lo niega. Ella te podrá animar mejor que yo.

Me dio un golpecito sobre el hombro y me fui afuera con los demás kals que ya habían pasado. Cuando les comenté que participaría también en las pruebas de ilusionismo, todos se sorprendieron de que el maestro Dinyú hubiese considerado mis dotes armónicas tan alto como para hacer algo así.

—Es de todos sabido que las armonías no sirven de nada —dijo una voz detrás de mí.

Marelta, cómo no. Me giré, apretando a Frundis más fuerte de lo necesario.

—Es una energía de bohemios —añadió la elfa oscura—. No digo más.

—Pues no digas más —repliqué—. Pero el maestro Dinyú no opina lo mismo.

—¿No? Será porque piensa que sólo vales para crear ilusiones. Ya que todo en ti son mentiras.

—Para que sepas, su esposa es una gran armónica —solté, repitiendo las palabras del maestro Dinyú.

En ese mismo instante, tuve la impresión de que hubiera hecho mejor en callar la boca. Marelta me dedicó una mueca sarcástica.

—Los Fen Arbaldi y los Dowkan son familias iskamangresas —se limitó a decir. Pretendía por supuesto insultar a Dinyú Fen Arbaldi y a Saylen Dowkan con estas palabras, pero sólo con el ánimo de herirme a mí. En los ojos de Marelta Pessus destellaba un brillo de crueldad que yo nunca había llegado a entender.

«Frundis, si fueras tan amable de cantarme una canción de cuna… evitarías una escena tan trágica como la de Ansu Delamjiar», le aseguré.

Frundis gruñó y por llevarme la contraria me llenó la cabeza de una música disonante que tuvo un efecto relativo: por un lado, dirigí todo mi enfado hacia el bastón, y por otro, perdí el equilibrio sin aparente causa, como si me hubiese fallado algo repentinamente.

«¡Frundis!», le grité, intentando separarme de él mentalmente, en vano. Al parecer, era imposible alejarse de Frundis mentalmente sin hacerlo materialmente. Y si continuaba con su música horrenda unos segundos más, nada era más seguro que lo mandaría a tomar vientos por nuevas riberas.

Pero antes de que decidiera nada, la orquesta asesina murió en un son de platillos atronador.

«¡Lo he encontrado!», se entusiasmó de pronto Frundis. «¡La nota macabra!»

Moví la cabeza y abrí los ojos con la impresión de haber estado oyendo los gritos de mil arpías durante un día entero: los demás kals se amontonaban a mi alrededor, curiosos, y Galgarrios, de rodillas, me sacudía por los hombros. Sus ojos castaños, algo amarillos, me contemplaban, inquietos.

Pestañeé y resoplé.

—Estoy bien —dije, enderezándome—. Estoy bien —repetí.

«Shaedra, ¡es fenomenal!», decía Frundis, excitadísimo.

«¿Qué es fenomenal?», le pregunté, aturdida.

«El sonido, la música, ¿lo has oído?», me preguntó, dominado por el delirio de su creación.

«Y tanto que lo hemos oído», gruñó Syu, aún mareado por la música. «Era horroroso.»

«¡Sublime querrás decir!», replicó Frundis.

«Frundis», resoplé. «¿Por qué no te dedicas a hacer músicas bonitas?, no sé, alegres o dulces, pero no músicas que imitan los infiernos de Vaersin, te salen demasiado… er… sublimes.»

Frundis, en vez de indignarse por mi ineptitud como solía hacerlo, entró en un irritante mutismo. Con un suspiro, me levanté. Frundis, a veces, parecía un niño mimado de cinco años.

—¿Te encuentras bien, Shaedra? —me preguntó Salkysso, al verme de pie pero algo ida.

—Mm… Sí —contesté mirando las caras a mi alrededor con cierta extrañeza—. Pero será mejor que vuelva a la pagoda… a descansar.

Tanta emoción, inexplicablemente, había despertado ligeramente los efectos del veneno que guardaba aún en mi cuerpo, y volví a la Pagoda de los Vientos casi volando, temiendo que la anrenina me atacase con su habitual rapidez.

Por el camino, sentí que el fuego abrasador del veneno ya empezaba a expandirse, y me entró el pánico: ¡iba a estar obligada a convertirme en un demonio en plena calle! Pero llegué a mi cuarto sana y salva, y con la extraña impresión de que ya no sentía el sabor amargo en la boca. El veneno empezaba a perder poder, entendí, inmensamente aliviada. Eso sí que era una buena noticia.

* * *

Aquella tarde, fui a Las tres velas, donde se hospedaban Dolgy Vranc y Deria. Pasé unas horas con ellos, charlando y hablando del Torneo y de sus proyectos para la fabricación de juguetes. Yo les aconsejé como pude para su comercio, pero estaba claro que Deria poseía un sentido de los negocios mucho más lucrativo que el mío y que no necesitaba de mis consejos.

Luego, salimos al mercado en la plaza más cercana y mientras Deria curioseaba, admirando todos los objetos que veía, Dolgy Vranc y yo avanzábamos más tranquilamente. No había llevado a Frundis porque, aunque su mutismo empezaba a preocuparme, no había olvidado la mala pasada que nos había jugado a Syu y a mí aquella mañana.

—Por cierto —dijo el semi-orco, cuando pasábamos delante de un tenderete lleno de jarrones magníficos de Kaendra—, Deria me dijo lo de la carta.

Sus palabras me pillaron desprevenida y lo miré, sin entender.

—¿La carta?

—La carta de Aleria, sí. Me dijo que te la enseñó. No pienses que yo no quería enseñártela… pero pensé que… bueno, ya sabes, que irías en su busca, como una aventurera insensata…

Lo contemplé un momento y me encogí de hombros.

—Se me pasó por la cabeza —concedí—. Pero de todos modos, la carta no me enseñó nada nuevo, aparte de que seguían vivos.

—No, pero su última frase podría haberte preocupado más de lo necesario.

Fruncí el ceño, tratando de recordar la carta de Aleria, pero entonces el semi-orco, con gravedad, se puso a recitar:

“No quiero preocupar a nadie, pero, si no vuelvo en primavera, te pido por favor que destruyas todo lo que encuentres en el laboratorio de mi casa.”

Oyendo esas palabras, me vinieron las últimas de la carta: “Hay cosas que no deberían haber estado nunca ahí. Por favor, hazlo sin remilgos.” Aleria me había pedido que destruyese todo lo que había en el laboratorio de Daian. Y no había vuelto en primavera. Pero yo no había hecho nada. Sencillamente porque me había olvidado. ¿Cómo podía haberme olvidado de un favor que me pedía mi amiga y que parecía ser tan importante para ella?

—Venga, no te atormentes —me dijo Dol, pasándome su enorme brazo sobre los hombros, como para consolarme—. Tan sólo quería decirte que no te oculté la carta por una razón escondida ni nada de eso.

Asentí con la cabeza, convencida de ello, pero luego pregunté:

—¿Y el laboratorio?

A Dolgy Vranc siempre le habían interesado los experimentos de Daian, ¿qué pensaría de la idea de destruir todas sus pociones?

—Ah, esa es otra cuestión —respondió—. Pero supongo que Aleria tiene razón: si el laboratorio puede perjudicar a Daian, lo mejor es destruirlo.

No parecía agradarle lo que decía, y su fascinación por la alquimia me parecía peculiar. Así como me parecía singular el afecto que sentía por Daian. ¿Acaso no había confesado él mismo, en varias ocasiones, que le gustaba? Lo terrible era que nunca lo habíamos tomado en serio porque, ¿cuándo se había visto a un semi-orco enamorado de una elfa oscura? Aun así, recordaba que, tras la desaparición de Daian, Dolgy Vranc tampoco había parecido tan afectado, pero como no siempre captaba, y aun todavía, todas las expresiones y gestos del semi-orco, era difícil cerciorarse.

Dejamos ahí la conversación sobre Aleria. De todas formas, hacía tanto tiempo que se habían ido, ella y Akín, que cuanto más pensaba en ellos más triste me ponía.

—Pensemos en lo que te espera mañana —soltó Dolgy Vranc—. Tendrás que soportar la inauguración durante dos horas enteras. Y luego, a quedarte sin dientes.

Divertida, fingí hacerle un ataque del har-kar que llamábamos el ataque estrella.

—¡No me quitarán ni uno! —le aseguré, sonriente.

—Pues si atacas de esa forma, me extrañaría —repuso él, burlón.

—¡Dol, Shaedra, mirad! —nos gritó Deria, por encima del griterío.

Divisamos a la joven drayta, pegada a una columna, tendiendo la mano hacia el cielo. Cuando levanté la mirada, vi unos globos de colores que planeaban, cayendo muy lentamente, y volvían a rebotar en los techos de las casas o eran otra vez lanzados por la gente cuando caía al suelo. Al principio, eran pocos globos, pero poco a poco se fueron multiplicando y, al avanzar por la calle, vimos que quienes los lanzaban eran un grupo de snorís de la Gran Pagoda, bajo la mirada atenta de un maestro.

«¿Van a llenar la ciudad de globitos de colores?», me preguntó Syu, dejándose caer sobre mi hombro después de haber estado fisgando los tenderetes con Deria.

Me eché a reír. «¡Son sus costumbres!»

La expresión de Syu mostraba claramente lo que pensaba de todo aquello.

21 Cartas y rumores

A la mañana siguiente, nos despertaron antes los kals de la Gran Pagoda que nuestros maestros. Estaban cantando unas letras de su cosecha con las que proclamaban su victoria asegurada. Despertada en un sobresalto, me vestí a toda prisa, salí, y me topé con una banda de kals desafiantes y alegres que pretendían intimidarnos ya desde el primer día de Torneo.

—¿Qué es esto? —preguntó Ozwil, saliendo medio dormido.

—¡POR NAGRAY, DEJAD DE GRITAR! —aulló Salkysso, desde su cama, de mala leche.

Nos quedamos todos paralizados durante un segundo ante tanta furia. ¿Cuándo había oído a Salkysso gritar así?, me pregunté, asombrada.

—Menuda voz —comentó alguien entonces con aire burlón.

Los kals de la Pagoda de los Vientos se echaron a reír. Busqué con la mirada al que había hablado y divisé una mata de pelo rojo entre ellos. Era Arleo, apoyado contra una de las columnas de madera.

—Bien —dijo este, avanzándose hacia nosotros—, ¿estáis listos para ser derrotados?

Su tono no era altivo, sino más bien amigable, y le dediqué una media sonrisa.

—Yo, antes de nada, estoy lista para desayunar —contesté.

Rieron y hasta nos ayudaron a sacar a Salkysso de debajo de sus mantas para espabilarlo. Aun consciente de que era ya hora de levantarse, a Salkysso no le había agradado para nada su agitado despertar. Cuando Astklun, el faingal har-karista, le pidió disculpas burlonamente, el elfo oscuro, a través de su cabello negro aún alborotado, le dirigió una mirada asesina, y los demás kals redoblaron las risas.

Yo sabía cuán importante era la noche para Salkysso, y me molestaba que la gente se riera de él después de haberlo despertado en un sobresalto. Por mi parte, ya me habría gustado haber dormido tanto como el elfo negro. Aquella noche, como acordado, me había reunido con Kwayat para que me enseñase más cosas sobre la Sreda, pero más que nada había pasado el tiempo haciéndome revisar cosas que ya me había explicado. Tenía cada vez más la impresión de que mi entrevista con los Comunitarios iba a ser un fiasco total, pero Kwayat no parecía haber perdido toda esperanza así que no me atrevía a compartir con él mi pesimista opinión.

Y ahora tenía los ojos hinchados de sueño y todo lo que quería era volver a mi cuarto y dormir, mecida al son de una nana cantada por Frundis.

Llegamos al comedor y nos sentamos. El desayuno fue muy movido. Todos los kals y snorís estaban nerviosísimos, y entre los que estaban atemorizados y los que proclamaban a los cuatro vientos que ganarían hasta a Etska si hacía falta, el comedor parecía, más que un refectorio de una pagoda, una plaza de mercado.

Hartos ya de oír a los snorís, kals y cekals hacer sus apuestas, Galgarrios y yo nos levantamos y los demás kals de Ató se apresuraron a imitarnos. En la salida, nos encontramos con los maestros y con Sarpi, Saylen y el pequeño Relé. Estos tres últimos debían de haber llegado muy tarde la víspera, y me alegré al ver más caras conocidas.

—Esto parece más un gallinero que una pagoda —comentó el maestro Áynorin paseando su mirada meditativa por el refectorio agitado.

— En la Gran Pagoda, la disciplina es muy importante —le aseguró burlonamente el maestro Dinyú con una media sonrisa—. Descuida, en cuanto vengan sus maestros, se calmarán. Nosotros ocupémonos de nuestros alumnos.

Y diciendo esto, se giró hacia nosotros y sonrió más anchamente, saludándonos con un gesto de cabeza.

—¿Estáis todos bien?

—Sí, maestro Dinyú —contestamos desacompasadamente.

—Entonces, no nos demoremos más. Seguidme.

Estábamos bajando ya las escaleras de fuera cuando Sarpi me atajó.

—Shaedra, espera. Tengo que darte algo.

Me detuve, sorprendida, al ver que me tendía una carta.

—Llegó dos o tres días después de que os marcharais. Kirlens me la dio para que te la hiciera pasar. Al parecer, es de tu hermana.

Ya había tendido la mano hacia la carta, y al oír sus palabras, se la arrebaté de las manos y la abrí con gestos precipitados. Deshice el sello y vi que había tres páginas enteras escritas, con letra apretada. Después de tantos meses sin recibir noticias, no me extrañó. La última vez que había recibido una carta de mis hermanos había sido al final del verano pasado, y contaban que estaban bien y que esperaban convertirse en unos celmistas profesionales. También habían lamentado no poder venir a verme, porque se habían apuntado a las clases de verano, y me adjuntaban un maravilloso dibujo hecho por Steyra, la enana que había sido mi compañera y amiga durante los meses en que había estado en Dathrun… La carta me había hecho hasta derramar alguna lágrima de emoción, y les había contestado largo y tendido hablando de Ató y de mi aprendizaje del har-kar. Pero después de eso no recibí más noticias. Supuse que estaban muy ocupados, aunque tras oír que había cada vez más disturbios en Dathrun había empezado a preocuparme seriamente.

Por eso me senté en el primer banco del jardín que encontré y me puse a leer la carta con avidez.

«Querida hermana», decía la carta. «Te extrañará que te mande una carta tan tarde, después de tantos meses de silencio, y seguramente te preguntarás por qué no contesté a la tuya, que recibí a principios de otoño. ¡Han pasado tantas cosas desde entonces! ¡Y te echamos tanto de menos!

Como sabrás ya, ha habido mucho movimiento en las Comunidades de Éshingra y sigue habiéndolo. La historia es tan complicada que yo aún no acabo de entenderla. Lo que tengo que contarte va a dejarte tan sorprendida como a mí, pero lee atentamente hasta el final, porque te aseguro que aunque vaya a contarte cosas terribles, ¡el final no es tan desgraciado!

Estoy tan nerviosa que no sé ni cómo empezar. Ahora estoy en un cuarto de Ombay, y está todo tan oscuro que apenas veo lo que escribo. Ah, Azmeth me acaba de llevar una lámpara. Por cierto, ¡sigue pilladísimo por Rowsin! ¡Bueno! No me culpes por no ir al grano, que no es mi intención mantener ningún suspense…»

Oí un carraspeo ruidoso y, muy a mi pesar, levanté los ojos. El maestro Áynorin me miraba con una mueca cómica.

—Sé que la carta debe de ser muy importante, pero el Torneo va a empezar, y no quisiera que te lo perdieses. Tendrás todo el tiempo de leer durante la inauguración, te lo aseguro.

Suspiré y asentí, plegando la carta con las manos temblorosas. ¿Qué les habría pasado a Laygra y a Murri? Por lo que decía, estaban bien, sin embargo… ¿no había dicho que estaba en Ombay? ¿Pero qué demonios hacía en Ombay? ¿Y por qué estaba con Rowsin y Azmeth? ¿Y qué «cosas terribles» habían podido pasar? Seguí al maestro Áynorin de manera mecánica haciéndome mil preguntas. Desde luego, Laygra, en unos pocos párrafos, había conseguido turbarme, y ya me estaba imaginando que los disturbios se habían torcido hasta el punto en que habían tenido que huir de Dathrun. A menos que… Sacudí la cabeza, sabiendo perfectamente que si seguía con las hipótesis, podía acabar loca. Así que me armé de paciencia y decidí centrarme en mis pasos, y entonces pensé: ¡Syu! ¡Frundis!

El mono no estaba por ningún lado y me había olvidado de Frundis al salir precipitadamente de mi cuarto. Me detuve en seco.

—Maestro Áynorin, tengo que ir a buscar a Syu y a Frundis, no puedo dejarlos aquí…

Áynorin se giró hacia mí sorprendido.

—¿Syu es el mono? ¿Y quién es Frundis?

—Oh, mi bastón. Ya sabe, el que suelo llevar. Tengo que llevarlos al Torneo.

No añadí que Frundis estaba aún de mal humor y que la mejor manera de quitarle su música tétrica era cambiándole de lugar para que oyese nuevas cosas. Al advertir un simple gesto del maestro Áynorin, y sin esperar a que contestase algo, me dirigí corriendo hasta mi cuarto. A medio camino, me encontré con Syu, que corría hacia mí con un largo gemido de dolor.

«¡Syu!», resoplé, aterrada. «¿Qué te pasa?»

«Esos malditos cactus», me explicó, andando rígidamente. «Me han atacado la cola. ¡Están vivos!»

«Pues claro que están vivos, son plantas», repliqué. «Pero no se mueven. Así que tú has tenido que acercarte.»

Syu soltó un resoplido quejumbroso.

«Normalmente no hay pinchos por ahí. Esas plantas son una calamidad.»

«¿Se te han quedado pinchos?», pregunté, inclinándome para examinar su cola.

Syu giró la cabeza y escudriñó su cola con tristeza, sin contestar. Le cogí la cola y gritó agudamente, tapándose los ojos con las manos.

«¡Syu!», protesté. «Tengo que mirar.»

«Pues para mirar, no hace falta tocar», gruñó él.

Puse los ojos en blanco. Tampoco parecía estar tan mal, decidí.

«Súbete, vamos a buscar a Frundis. Y luego te digo si vas a sobrevivir al ataque de los cactus o no.»

El mono hizo un mohín y se subió a mi hombro.

«Bah, búrlate», me dijo, «pero esas plantas tienen algo que no me gusta.»

«Al menos no son hipócritas, los pinchos se ven bien», reflexioné.

«Pff», masculló Syu. «Ni intentan ocultarse.»

Cuando entré en el cuarto, Frundis estaba más calmado y empezó a explicarnos por qué le había parecido tan brillante la música de la víspera, con todo tipo de argumentos que parecían seriosísimos, pero ni Syu ni yo entendíamos gran cosa de la materia así que no pudimos más que darle la razón. Eso sí, no comentamos nada sobre si nos gustaba su descubrimiento o no: mientras no nos soltase otra vez una música de esas de manera tan desprevenida…

Áynorin me estaba esperando con impaciencia.

—¿Por qué tienes que ir siempre con el mono y ese bastón? —me preguntó, cuando me vio aparecer.

Le puse cara inocente.

—Porque si me descuido, a Syu le atacan los cactus y Frundis se pone de mal humor —contesté con naturalidad.

El maestro Áynorin me miró fijamente y luego sacudió la cabeza, desconcertado.

—Entre esto, las botas de Ozwil y las mil manías de los demás, yo ya me pierdo —admitió, fingiendo desesperación.

Le dediqué una gran sonrisa.

—Maestro Áynorin, usted decía que la originalidad demuestra carácter.

—¡Desde luego! —replicó, haciéndome un gesto para que entrase en la Gran Pagoda—. Y ahora pongámonos en marcha, o nos perderemos la inauguración.

—¿Ya se han ido todos? —pregunté, sorprendida, siguiéndolo con precipitación.

—Me temo que no nos han esperado, no.

—Si nos damos prisa, los alcanzamos —dije.

—Bah, ya los alcanzaremos ahí —contestó el maestro Áynorin, con el ceño fruncido, mientras nos dirigíamos hacia la salida principal de la Gran Pagoda—. No me gusta andar con prisas.

Esbocé una sonrisa pero no dije nada. Al maestro Áynorin nunca le había gustado andar con prisas.

* * *

El campo de torneo estaba abarrotado: no había ya sitio en las gradas, y la gente se agolpaba detrás de las barreras, ansiosos ya de que empezase la inauguración.

«¡Demonios cómo gritan!», protestó Frundis con tono quejumbroso. «Son todos unos aficionados, ¿por qué tanto barullo?»

«Te lo llevo diciendo desde hace tiempo», intervino Syu con tono paciente. «Son saïjits. Los gawalts no provocamos nunca tales amasijos concentrados…»

«Bah, no generalices», le dije. «Yo no he provocado nada. No he organizado el Torneo.»

«Participas en el Torneo», replicó el mono.

«Cierto», admití a regañadientes. «Pero el concepto no es tan malo. Lo que pasa es que la gente enseguida lo ve todo como un medio para ganar dinero: míralos cómo apuestan.»

Cuando llegamos al lugar reservado para los pagodistas de Ató, me senté junto a Laya.

—¡Bueno! —dije, alegremente—. ¿Cuándo empieza?

Laya carraspeó.

—Pues… no lo sé —contestó.

Tenía la mirada fija en la muchedumbre y parecía estar muy concentrada. Enarqué una ceja pero no hice ningún comentario. A lo mejor estaba observando la nueva moda indumentaria de Aefna, quién sabe.

Me alejé un poco en el banco, saqué la carta de Laygra y seguí leyendo:

«No me culpes por no ir al grano, que no es mi intención mantener ningún suspense…

El caso es que el otoño pasado a Murri lo pillaron en medio de una reyerta entre unos rebeldes y se lo llevaron a prisión con otros. Rowsin se enteró antes que yo y cuando me lo dijo corrí a verlo, pero no me dejaron entrar. Estaba desesperada imaginándome lo peor, ya sabes qué exagerada soy a veces, y me fui directa a ver al maestro Helith para pedirle ayuda. Pero el maestro Helith últimamente está bastante mal, no me refiero a la salud, que la tiene perfectamente siendo lo que es, sino a su situación en la academia. Como ya sabes, lleva en la academia desde hace treinta años, y hace cinco años que da clases. Pero la academia ha ido recibiendo cada vez más quejas contra la presencia de un nakrús. Los padres de los alumnos están escandalizados. ¡Y se suponía que en las Comunidades la gente era más abierta que en cualquier otra parte de la Tierra Baya! Bueno, quizá sea porque me haya acostumbrado a verlo, pero el maestro Helith da unas clases excelentes ¡y así se lo agradecen! Total, que cuando fui a ver al maestro Helith, ya se había ido. No sé adónde…

Murri se quedó en la cárcel más de dos semanas, y tuve que pedirle a Rowsin que me ayudara a pagar la fianza. Lo peor de eso fue que Murri no quiso decirme por qué se había metido en ese fregado. Y, no sé por qué, tengo la impresión de que algo tiene que ver con los nuevos amigos que se han hecho Sothrus y él. Pero Murri dice que todo eso son mentiras y que la única razón por la cual no me dice por qué le pillaron en medio de los disturbios es que no son mis asuntos. Yo ya no sabía qué pensar, hasta que leí una carta suya. Sé que no debí hacerlo, pero estaba preocupada, y lo que descubrí sobrepasaba de mucho mis sospechas.

La carta era de uno de esos que robaron a Lénisu no sé qué hace dos años… ya sabes a qué me refiero. —Los Istrags, entendí, agrandando los ojos por la sorpresa— Parecía que Murri guardaba relaciones con ellos, o eso me pareció hasta que entendí que la carta no iba dirigida a Murri. Saca tus propias conclusiones… yo he llegado a las mías. Pero está claro que Murri ha entrado en un terreno muy peligroso. Entonces ya ni me hablaba de Kéysazrin.

Pero ahora las cosas han cambiado. Yo ya he recibido un diploma de la academia y he decidido que ya me valía de estudiar y que era ya hora de ejercer como curandera. Así que le dije a Murri que me iba a cuidar animales donde me necesitasen, y él no quiso acompañarme, ¿te lo crees? Fui a Ombay, con Rowsin y Azmeth, y encontré un trabajo como curandera en un establo. Y después de dos meses sin noticias de Murri, lo vi aparecer hace un par de semanas en mi cuarto, huyendo de no sé qué, y desde entonces me ha prometido que ya no haría nada raro y que encontraría un trabajo honrado.

Realmente, no sé qué se trae entre manos, pero no me gusta, aunque ahora parece que ha vuelto todo a la normalidad: es un poco como cuando estábamos en el pueblo de las Hordas. En fin… Lo único malo es que ya no gozamos de la protección del maestro Helith pero, tú no sabes, ¡es una maravilla poder vivir curando a los demás! En fin, por el momento sólo me han dejado curar a caballos. Los caballos tienen un jaipú todavía más atolondrado que el nuestro, aunque no tiene tantos recovecos. Es la mar de difícil entender cuál es la mejor manera de curar sus enfermedades y sus heridas.

Bueno, no te voy a agobiar con historias ecuestres. Ya sabes, ahora me dedico a eso todo el día, ¡deformación profesional lo llaman! Rowsin y Azmeth, en cambio, tienen más inclinación por las mágaras y el encantamiento. ¡Bien podrían acabar siendo socios de Dolgy Vranc! Y Murri se pasa el día en la biblioteca pública de Ombay, o eso me ha dicho.

¿Y tú, Shaedra? ¿Qué tal estás? ¿Qué tal andas con el har-kar? ¿Y cómo están Deria, Dolgy Vranc y Aryes? Y… ¿tienes alguna noticia del tío Lénisu? ¡Cuéntame todo, largo y tendido!»

Plegué la carta con delicadeza, los ojos fijos en mis manos. La carta acababa con una nota positiva, pero aun así el contenido era preocupante. Murri, ¿encarcelado durante dos semanas? ¿Y poseedor de una carta de los Istrags que no le era dirigida? ¿Acaso se había convertido en un espía y ladrón de alguna organización en contra de los Istrags? A menos que trabajase para los Istrags como mensajero, pero eso era improbable sabiendo que Murri siempre había sido un gran defensor de las virtudes. Lo más probable era que alguien lo había convencido de que espiar a los Istrags era la mejor solución para desmantelar esa cofradía de criminales y ladrones.

Ahora bien, ¿acaso Murri era capaz de meterse en un lío tan grande?

«Tú eres capaz de meterte en mayores», comentó Syu.

«Bueno, pero no es lo mismo, yo no elegí ser una demonio…»

«¿Y él?»

Entonces pensé en los Istrags y cómo Lénisu se había burlado de ellos y me pregunté si esa historia no estaba engarzada con la que contaba Laygra. ¿Y si Murri se había metido en todo ese lío por culpa de los documentos de Lénisu?

Otro detalle que no me había escapado era la rapidez con que Laygra había escrito la carta. La había escrito de un tirón, y parecía, leyéndola atentamente, que al principio había querido decir algo más, pero que había cambiado de idea. ¿Acaso no quería preocuparme y su intención era simplemente asegurarme que ahora todo iba bien? Los hechos estaban contados con sinceridad, pero se veía que algo faltaba. Recelosa, comprobé que las dos hojas se seguían, pensando que alguien hubiera podido quitarle una hoja, pero no: la frase seguía sobre la siguiente hoja, la carta estaba entera.

—Shaedra —me dijo de pronto Galgarrios.

Me metí la carta en el bolsillo y levanté la mirada. Me sorprendí al ver a Galgarrios, Salkysso y Kajert dirigirse hacia mí.

—Tenemos algo que decirte —declaró Salkysso, con aire sombrío.

Agrandé los ojos, alarmada.

—Parece grave —comenté—, ¿de qué se trata?

—Se trata… —empezó a decir, y se giró hacia los demás pagodistas, molesto—. Se trata de Marelta. Ha ido diciendo a algún kal de la Gran Pagoda cosas sobre ti.

Palidecí, atónita.

—¿Marelta? —repetí—. ¿Y qué dice de mí? Supongo que nada halagador. ¿Qué dice? —repetí, al ver que los tres intercambiaban miradas, incómodos.

Laya se había aproximado y sacudía la cabeza.

—Dice que le atacaste a una Ashar, desfigurándola con tus garras —dijo con una vocecita.

—¡Desfigurar! —exclamé—. Suminaria ya no guarda ni la marca, o casi. Además, eso es agua pasada. Hicimos las paces.

Kajert carraspeó.

—Y dice que traicionaste a tus mejores amigos mandándolos a través de un monolito.

—Y que eres de una familia de criminales —añadió Salkysso, con un hilo de voz—. Sabemos que tú no traicionarías a tus amigos y que los males de tu familia no tienen nada que ver contigo, pero queríamos decírtelo. De todas formas, dudo de que los demás le atribuyan mucho crédito.

—¿De veras…? —murmuré y pestañeé como para despertar—. ¡Maldita! ¡Marelta siempre se mete en los asuntos de los demás! ¡A ella sí que la desfiguraría con ganas! —Al ver que me miraban, atónitos, resoplé—. Es una manera de hablar, tranquilos, hace tiempo que he descubierto que Marelta, en realidad, es mala conmigo porque necesita ser mala con alguien. Pero si ella saca mis trapos sucios… ¿sabéis lo que vamos a hacer? Vamos a volver locos a los de la Gran Pagoda y los vamos a asediar de rumores.

Les dediqué una ancha sonrisa. Galgarrios ladeó la cabeza, Salkysso frunció el ceño, Kajert me miró con curiosidad y Laya comprobó que no hubiese nadie que nos pudiese escuchar…

La inauguración fue fastuosa y duró dos horas enteras. Al cabo de esas dos horas, circulaban ya entre todos los pagodistas rumores del todo rocambolescos: que yo había matado a un dragón y salvado a cienes de personas, que había bebido una poción de rejuvenecimiento y en realidad era una bruja de las Hordas, que me sabía convertir en un mono gawalt, que era una fiera en las armonías, que había burlado a más de una tropa de nadros y que me gustaba comer la carne frita de los nadros rojos después de que explotasen. En Ató, todo el mundo sabía que los nadros, al explotar, no dejaban más que cenizas y escamas duras como la piedra, pero en Aefna, un rumor así podía colar perfectamente.

Además de eso, Salkysso era un devorador de babosas, cazaba con el arco mariposas, pertenecía a un linaje de grandes inventores científicos, y cuando lo despertabas en medio de la noche, se convertía en un enorme monstruo peludo. Kajert descendía de las más respetables plantas que crecían en el Bosque de Hilos, era capaz de transformar su jaipú en morjás a voluntad, tenía una increíble capacidad para adivinar el futuro y cada vez que alguien amenazaba una de sus plantas carnívoras, se volvía como loco.

Semejantes historias se oían de Galgarrios, de Laya y del resto de los kals de Ató, menos de Marelta, de modo que los demás pagodistas empezaron a seguir el juego y a contarnos sus extraordinarias capacidades y mil maravillas. Los había que eran ricos príncipes desterrados, guerreros sin nombre, descendientes de célebres bandidos y aventureros… Nos pasamos la mañana dando vueltitas de pagodista en pagodista, todo se convirtió en un caos tremebundo y ya nadie sabía distinguir las verdades de las mentiras, por no decir que la mayoría eran mentiras.

Marelta estaba pálida de ira y Yeysa no parecía muy contenta tampoco. Ávend y Sotkins mostraban claramente que no veían el interés de aquel juego y esta última, en particular, estaba muy concentrada en la inauguración.

En la explanada, pasaron tropas enteras de bailarines, cantantes, artistas de todo tipo, admirando al público con sus producciones. En un momento, cuando ya casi estaba acabada la inauguración, salió un hombre a soltar un discurso de bienvenida al Torneo y dejó a un humano de pelo rosa con su guitarra, solo y con una silla.

—¡Es Tilon Gelih! —exclamó un joven no muy lejos de mí.

El tal Tilon Gelih se sentó y empezó a tocar. Y todo el público calló para escucharlo, e incluso nosotros dejamos nuestras propagaciones de rumores.

Tocaba maravillosamente y a una velocidad vertiginosa. Sin embargo, bien creo que todo lo que oí no provino de Tilon Gelih: Frundis iba añadiendo alguna que otra nota, exaltado por oír una música digna de ser escuchada, y cuando acabó el humano guitarrista, soltó tímidamente:

«Shaedra, dime, ¿alguna vez te he pedido un favor?»

Enarqué una ceja e inconscientemente miré el bastón.

«Pues… no recuerdo», cavilé.

«Pues te lo pido ahora: quiero conocer a ese humano. Ese sí que es un músico. Necesito conocerlo», insistió, con tono suplicante.

Parpadeé y reprimí un ataque de risa.

«De acuerdo», le dije. «Lo secuestro y te lo traigo.»

«¡Eres una bendición!», exclamó el bastón, exultante.

22 Tebayama

Poco después, llegaron los maestros algo agitados, y no tardamos en saber por qué, gracias al maestro Áynorin que nunca había sabido hablar en voz baja. Al parecer, un tal Aylanku, maestro de Agrilia, le había retado al maestro Dinyú a un duelo de har-kar.

—No pudo superar su anterior derrota —decía el maestro Áynorin, gruñendo.

—Áynorin, por favor, dejemos de hablar del tema —dijo el maestro Dinyú, molesto.

—Está claro que lo hace por vanidad —añadió Áynorin.

—Dejémoslo ahí —replicó el belarco, levantando los ojos al cielo—. No importa por qué lo hace, se hace y ya está. Bueno —dijo, al llegar junto a nosotros—, la inauguración ha acabado. Ahora nos toca separarnos. Los har-karistas conmigo.

Las diferentes especialidades estaban un poco desperdigadas en la ciudad, entre locales y plazas y, al observar cómo la muchedumbre se empujaba hacia la salida, esperé que el local reservado para el har-kar no estuviese tan lleno.

Les deseé suerte a Salkysso, Kajert y Ávend y me reuní con Galgarrios, Laya, Revis, Ozwil, Yeysa, Zahg y Sotkins para salir todos juntos.

«No sé dónde se habrá metido el guitarrista», dije a Frundis, mirando a mi alrededor. «¿Crees que habrá salido?»

«¡No soy adivino!», dijeron Frundis y Syu en coro, riéndose.

Puse los ojos en blanco, sin sorprenderme de la respuesta, y seguí a los demás. Lo más urgente ahora no era buscar a Tilon Gelih de todas formas.

Cruzamos la Plaza de Laya y entramos en una gran casa enteramente de madera. Ahí, estaban todos los candidatos de har-kar, y uno de los organizadores del Torneo empezó a informarnos sobre el reglamento, sobre las condiciones de participación y las prohibiciones… Nadie podía utilizar los dientes, sobre todo los miroles; los ternians no tenían derecho a sacar sus garras, los nurones a usar su cola… Claro que lo más probable era que no hubiese ningún nurón entre los candidatos. Miré a mi alrededor con detenimiento y, efectivamente, no vi a ninguno. Los nurones eran poco dados a mezclarse con los demás saijits, sobre todo en un lugar tan continental como Aefna.

Después de comer, empezaron realmente los combates y los corredores superiores se llenaron de espectadores. Cuando miré en la lista los horarios de combate entendí que de los de Ató tan sólo Revis y Sotkins iban a pasar aquel día. Yo entraba al día siguiente y luego el Drusio… es decir el mismo día de mi visita a los Comunitarios.

Algunos combates eran interesantes, otros graciosos y otros aburridos. Frundis se quejaba del estruendo, Syu había ido a explorar el tejado de la casa, y yo, al de dos horas, empezaba a impacientarme, cuando salió Revis. Le tocaba luchar contra un pagodista de Neiram. La lucha estuvo muy comprometida, y se veía que Revis era mejor luchador, pero al cabo ganó el de Neiram, por un descuido de parte del caito.

Intentamos consolar a Revis cuando se reunió con nosotros, pero él, al oírnos, gruñó, fingiendo indiferencia.

—Bah —dijo filosóficamente—. En una lucha real le habría ganado. Las luchas artificiales siempre son poco representativas.

Así y todo, sabíamos que le había dolido en el orgullo, y continuamos subiéndole la moral. En las demás luchas, se las arregló mejor y consiguió ganar a unos cuantos har-karistas. Sotkins, en cambio, le metió una paliza a todos los adversarios que le tocaron, y se puede decir que cuando llegó la pausa, la Pagoda Azul había subido en la estima de todos.

En ese intermedio, volvió Syu, muy animado, diciendo que el tejado era en realidad una terraza y que había balones multicolores, un montón de cañas almacenadas y plantas en macetas.

«¿Cactus?», inquirí, con una sonrisa torva.

El mono gawalt me miró con cara exasperada.

«No, cactus no. Plantas buenas, no plantas asesinas.»

Reprimí una carcajada al verlo mirar su cola con tristeza, pero le pregunté con seriedad:

«¿Te duele?»

«No. Ya no. Pero así y todo debería poner esas plantitas que me dijiste que cogiese para la pata de Lénisu.»

«¿Te refieres a la aladena?», dije, examinando la cola con atención. En algunos sitios había sufrido arañazos y había perdido pelo. Negué con la cabeza. «La aladena es para quitar el pus, aquí no hay pus. Pero estaría bien desinfectarlo, por si las moscas.»

Entonces pensé en que probablemente no debía ser la misma flora la que crecía en los alrededores de Aefna que la de Ató. Me mordí el labio, reflexionando, pero antes de que encontrase una solución, Saylen me llamó.

Me alejé de los demás y me acerqué a la mujer del maestro Dinyú que me miraba con una expresión amable.

—Shaedra, mi marido me ha dicho que te había presentado como candidata a las pruebas armónicas. ¿Te gustaría que te hablara de las armonías? Yo no sé gran cosa, te lo advierto, y Dinyú me ha dicho que eras buena.

Sonreí tímidamente.

—Bueno… ¿por qué no? De todas formas, está claro que necesito un entrenamiento porque tan buena como dice el maestro Dinyú no soy —le aseguré.

Saylen me devolvió la sonrisa.

—Entonces, adelante, volvamos a la Pagoda.

Todos los combates de Revis y Sotkins habían pasado ya y yo de todas formas estaba harta de ver a dos saijits bailando sobre los tablados y atacándose como dos gatos calculadores y de mal genio. Aprender cosas sobre las armonías y pasar un buen rato con Saylen me llamaba más. Después de las pocas veces que había hablado con ella, sabía que tenía un espíritu abierto y entretenido y no podía más que sentir el mismo respeto hacia ella que hacia el maestro Dinyú.

Así que volvimos a la Pagoda charlando tranquilamente. Le pregunté por el cuadro que había estado haciendo en Ató, y me contestó que ya lo había acabado.

—¿Podré verlo? —pregunté, entusiasmada.

Saylen sonrió, halagada por mi interés.

—Claro. Te lo enseño en cuanto lleguemos.

Luego, no sé cómo, pasamos a hablar de la pequeña desgracia que le había ocurrido a Syu y me aseguró Saylen que tenía suficiente material para curar a todos los kals si era necesario.

—Le curaremos los rasguños —me prometió.

«Rasguños, rasguños», gruñó Syu, sobre mi hombro. «¡Es algo más que un rasguño!»

Puse los ojos en blanco pero no comenté.

Al llegar a la Gran Pagoda, Saylen nos guió hacia un edificio contiguo que tenía la misma estructura que la Gran Pagoda, pero en más pequeño. Subimos al primer piso y me encontré en una gran sala con cojines y dos biombos de colores claros. El muro que daba a la terraza había sido reemplazado por unas ventanas deslizantes que dejaban pasar la luz, de modo que la habitación estaba agradablemente bañada por los rayos de sol.

Primero, Saylen se apresuró a traer el remedio para Syu, pero el mono no se dejó, así que tuve que hacerlo yo.

«Te comportas como un niño», le solté, cuando hube acabado.

El mono hizo un mohín y resopló, mirándose la cola.

«Pica.»

«Naturalmente que pica», le repliqué cariñosamente.

Entonces, Saylen se metió detrás de un biombo y me hizo una señal para que me acercara al tiempo que le quitaba una sábana blanca a un gran objeto más o menos plano: el cuadro, por supuesto.

—¡Caray! —exclamé, impresionada.

El cuadro era toda una obra de arte. Parecía estar viendo una Ató familiar y extraña a la vez, compuesta de una vegetación exuberante. La colina parecía tener su verdadera profundidad, y el efecto sobre el Trueno había quedado insuperable.

—¿Te gusta? —preguntó Saylen.

—Es maravilloso —solté—. Es curioso, la última vez que lo vi, parecía casi acabado, pero se ve una enorme diferencia con la obra terminada. Es… como si estuviera en Ató, pero aun así no es Ató.

Saylen enarcó una ceja.

—¿No te parece que sea realmente Ató?

—Bueno… el cuadro representa más que Ató, ¿no crees? —dije, pensativa—. Los árboles parecen vivos, como si pudiesen moverse solos. Y el cielo parece que se está cubriendo y que va a haber una tormenta. Es… casi inquietante. ¡Es una obra fabulosa!

Saylen había fruncido el ceño, mirando su obra como si fuese la primera vez que la viese.

—¿Inquietante? —repitió, como confusa—. Bueno, mi intención era representar Ató tal y como era. Parece que he fracasado.

—¿Qué? —repliqué, asombrada—. ¡No! La obra está muy bien. Y quizá veas Ató de esa manera, quién sabe. ¿Qué tienes pensado hacer con el cuadro?

Saylen respondió, sin abandonar su aire pensativo:

—Pues… pensaba presentarla en la exposición del Torneo, en el Liceo artístico.

—Es una buena idea —aprobé.

Saylen recobró la sonrisa.

—¿Sabes? Cuando has dicho que el cuadro te parecía inquietante, me ha sorprendido, porque Relé también me dijo lo mismo. A Sarpi, en cambio, le parecía que era algo así como una Ató ideal. Y a Dinyú le parece que es una Ató vista desde los ojos de una artista. Va a ser que cuando pretendo ser realista, no lo consigo. —Iba a contestar pero ella me interrumpió de un gesto—. No se hable más del tema. Siéntate ahí y comencemos, que la primera prueba es mañana.

Agrandé los ojos.

—¿Mañana? —repetí, boquiabierta, sintiendo de pronto una oleada de estrés—. Pero… creía que las pruebas de ilusionismo no empezaban hasta el Jabalina.

—Han hecho una pequeña modificación de última hora, que si no no les cabían los candidatos.

Me senté pesadamente frente a ella, sobre un cojín blanco inmaculado, sintiendo que era hora de ponerse a trabajar. Frundis, a pesar de que lo hubiese dejado en el suelo, a unos cuantos centímetros de distancia, consiguió comunicarme una música alegre que pretendía animarme e inspiré hondo, decidida a mostrar o al menos a aparentar que era una buena armónica.

* * *

Las pruebas de har-kar las pasé más tranquilamente de lo que esperaba. Gané a un caito grandote de la Pagoda de la Lira de Yurdas consiguiendo que se cansase de mis ataques y retiradas veloces. Le metí una paliza a un candidato libre que parecía haber aprendido a luchar en las tabernas y que no sé cómo había convencido a los reclutadores de que conocía las artes del har-kar. Luché también contra Astklun, y perdí, pero por muy poco.

A la tarde, después de comer un bocadillo de jabalí y una pasta amarillenta de aspecto extraño pero riquísima, abandoné la casa har-karista y me dirigí con Saylen, Relé, Galgarrios y el maestro Áynorin hacia la Plaza de Laya.

El punto de reunión para las pruebas de armonía se situaba en una especie de frontón, reservado normalmente para el juego de pelota. Agrandé los ojos al ver a los celmistas que ya estaban presentes. La mayoría tenían más años que yo. Oí la risa de Galgarrios y me giré hacia él.

—Estás estresada —me dijo, riendo.

Hice una mueca.

—Tú también lo estabas esta mañana.

—Para lo que me ha servido —replicó, con un suspiro, masajeándose la frente.

El caito había recibido un puñetazo en plena frente y se le había formado un chichón bastante visible. Pero no podía decir que yo estaba en plena forma: me dolía una pierna por haber recibido una patada y también me dolía la cabeza, por haberme pasado más de una hora apretando los dientes, esperando mi turno para luchar.

—Bueno, yo voy a ver dónde está el maestro Juryún —intervino el maestro Áynorin, cuando se aseguró de que sabía todo lo que tenía que hacer—. Se supone que debía estar con el maestro Dinyú.

—Yo voy a comprarle un helado a Relé antes de que empiece —dijo suavemente Saylen—. Me lo lleva pidiendo desde hace dos días.

—¡Un helado! —exclamó Relé, saltando con entusiasmo.

Asentí, sonriendo, y los observé alejarse sintiendo que me abandonaban. Menos mal que Galgarrios estaba ahí.

Nos sentamos en unos escalones de piedra que servían de estradas y me quedé silenciosa, repasando todas las técnicas que me había enseñado Saylen la víspera.

—Es la tercera vez que suspiras —observó Galgarrios, sacándome de mi ensimismamiento—. ¿Qué te preocupa? ¿La prueba?

—En este momento, sí —confesé—. Tengo la impresión de que voy a quedar en ridículo, aunque eso tampoco es que me preocupe. Pero el maestro Dinyú y Saylen confían en mí.

—Bah, ya se verá.

—Anda —dije, al fijarme en un rostro familiar—. Esa pequeña semi-elfa… Estaba en la cola con nosotros en la Casa de Torneo.

La semi-elfa era tan pequeña que no la había visto enseguida, pero ahí estaba, hablando con el anciano como si estuviese casi levitando de lo ligeros que eran sus movimientos.

Las pruebas empezaron antes de que Saylen volviese. Tuve que separarme de Galgarrios, le dejé al cuidado de Frundis, y me fui a sentar con los candidatos. Con cierta curiosidad, observé las primeras pruebas ilusionistas.

La primera prueba consistía en crear una imagen cada vez más nítida, mientras el adversario intentaba deshacerla. Era el mismo duelo del que me había hablado una vez Daelgar. Recordaba que a Daelgar no le agradaban dichos duelos y tuve que coincidir con él: el concepto parecía basarse más en la destrucción que en la creatividad. Claro, la calidad y el tamaño de la imagen también contaban.

Así, vi primero a un faingal deshacer la bella azucena de un humano. Luego, se fueron sucediendo varios duelos. En la práctica, muy pocos conseguían mantener sus ilusiones contra los asaltos del atacante.

—¡Tebayama Jadra y Shaedra Úcrinalm Háreldin! —gritó entonces un organizador.

Me levanté de un bote y bajé precipitadamente hasta la plazuela, nerviosa. Eso de que más de cien ojos se posasen sobre mí ya me había puesto de los nervios aquella mañana, y en aquel momento me sentía como un mono enjaulado.

«Esa es la impresión que me das», aprobó la voz de Syu.

Levanté la mirada y vi al mono gawalt sentado cómodamente sobre el tejado de una casa, preparado para el espectáculo.

«Pues ya verás, le voy a meter una paliza a esa Tebayama, que no veas», le aseguré.

Y me giré hacia mi adversaria. Al verla, palidecí. Era la pequeña semi-elfa que me había parecido tan lista y espabilada al principio. Debía ser sin duda una muy buena armónica…

Me crucé con su mirada rosácea y decidida y me humecté los labios, indecisa. Tebayama, como un hada ligera, subió al estrado de madera que habían dispuesto y la seguí, con la frente sudorosa. Bueno, me dije, a lo mejor toda esa seguridad de la que alardeaba no era más que fachada…

—¡Que empiece el duelo! —gritó una voz.

Ni me había enterado de quién tenía que construir la imagen antes, hasta que vi que Tebayama creaba una ilusión con la forma de un unicornio magnífico. ¿Cómo había conseguido hacerlo tan rápido?, me pregunté, azorada. A lo mejor era que yo estaba lenta, me dije entonces, sacudiendo la cabeza. Y me puse a averiguar algún modo de debilitar su creación. En eso, supuestamente, era bastante buena.

Concentrada en la imagen armónica, dejé de preocuparme por las demás cosas que me rodeaban. El trazado armónico, en un primer momento, me desconcertó. El tejido era sólido y claro y Tebayama parecía segura de su sortilegio. Vi sus ojos rosados fijarse intensamente en la imagen y me dije que probablemente tuviese un montón de trucos para defender su creación de mis ataques. Pero de nada servía contemplar demasiado el trazado: había que atacar y buscar una manera de deshacerlo.

Así que no esperé más y ataqué con armonías visuales intentando infiltrarlas en la imagen de Tebayama para modificarla. Y, curiosamente, conseguí que el cuerno del unicornio se volviese verde por un instante y me sentí orgullosa al ver en los ojos de Tebayama brillar la sorpresa. Pero reaccionó de inmediato y el cuerno volvió a una blancura inmaculada.

Fui descubriendo los numerosos defectos de la creación armónica y cuando me hube asegurado de que eran efectivamente defectos empecé a cambiar la imagen a mi antojo, transformando el unicornio en un bicharraco deforme cubierto de escamas negras que sonreía con cara tonta e inocente. Así y todo, no conseguí que durase mucho tiempo y Tebayama volvió a imponer su bonita ilusión, aunque observé que ahora el unicornio estaba algo colérico.

Volví a atacar. Transformé el animal en una figura totalmente ridícula y sonreí al oír las carcajadas de los espectadores y la risa mental del mono. Percibí claramente el gruñido desesperado de Tebayama. Cuando acabó el duelo armónico, me declararon ganadora y Tebayama me soltó una mirada asesina antes de volver a su asiento.

En los duelos con los demás no me fue tan bien, y empecé a decirme que finalmente Tebayama no era tan buena armónica como aparentaba. Su seguridad debía de ser pura apariencia, deduje. Sin embargo, cuando le tocó luchar con otros, ganó a unos cuantos, y empecé a dudar otra vez. Quién sabe, quizá fuese solamente casual que yo entendiera mejor los defectos de los sortilegios de Tebayama. No tenía ni idea de cómo funcionaban las armonías en su base, pero el caso era que no me había costado tanto encontrar los fallos en la armonía de Tebayama, mientras que otros armónicos casi no me dejaron ni perturbar sus imágenes, particularmente un humano negro, un tal Mishuá, que parecía controlar las armonías con una facilidad impresionante.

En total, luché contra seis, a veces me tocaba atacar y otras defenderme, pero se me daba peor lo último. La mayoría conseguía destrozar mi imagen, aunque la volvía a crear rápidamente. Sin embargo, para la prueba, perder el control sobre la imagen era mala señal. Así y todo, al final del día, me sentí bastante satisfecha de lo que había conseguido. Al fin y al cabo, no me había preparado casi para la prueba, y aquel día no quedé la última en la puntuación.

Cuando me reuní con Galgarrios, éste me felicitó, y yo le felicité a Frundis por no haber mareado al caito con sus nuevas músicas. Saylen apareció con Relé entre la muchedumbre y después de unos pocos comentarios sobre la prueba, salimos del lugar hacia la Plaza de Laya, llena de gente disfrazada, de literas, de falsos dragones multicolores y de extraños monigotes enmascarados con zancos que avanzaban desordenadamente por los adoquines. Saylen intentó animarnos para que fuéramos a la prueba de los transformadores, pero yo estaba ya cansada y negué con la cabeza:

—Haré mejor en volver a la Pagoda, los combates de esta mañana me han dejado hecha polvo.

—Como quieras. ¿Galgarrios?

—Pues…

—Están todos los kals de Ató —añadió Saylen.

—Creo que haré como Shaedra —replicó Galgarrios sin embargo. Y, después de despedirnos de Saylen, ambos nos dirigimos hacia la Pagoda.

De pronto, me fijé en una niña elfa oscura que se metía algo en la boca y empezó a toser y a atragantarse. Solté un gruñido al ver que la gente se giraba hacia ella sin entender lo que le pasaba y eché a correr. Estaba a más de veinte metros. Evitando a la gente como podía, llevándome una buena serie de insultos, había llegado casi a la altura de la niña cuando me estampé contra un guardia que me miró con cara severa.

Salté, miré por encima de su hombro y vi que la niña estaba ya en el suelo, y que algunas personas, llenas de pánico, mandaban llamar a un médico. ¡Un médico!, me dije, atónita. La niña iba a morir si no se hacía nada.

Realicé un amago de salto hacia la derecha y di un bote hacia el otro lado para esquivar al guardia. Me precipité hacia la elfa oscura y le di un buen golpe en los omoplatos. Volví a repetir el movimiento y, al fin, la elfa escupió algo, pero no me dio tiempo a saber si había expulsado todo o si alcanzaba ya a respirar porque en aquel momento un guardia me cogió bruscamente del brazo, me dio una bofetada que me dejó aturdida y me arrastró con brutalidad lejos de la niña, llevándome en vilo. Su mirada reflejaba una cólera que no entendí, y bien creo que hubiese salido maltrecha de ese lance si no hubiese intervenido un humano delgado que llevaba una larga bata pajiza.

—Guardia —dijo, apareciendo a todo correr—, no le hagas daño. Ha salvado a la pequeña. Sus intenciones eran buenas.

El guardia agrandó los ojos, perplejo.

—¿Qué…? —pronunció. No parecía dispuesto a renunciar a su cólera.

—Una sirvienta de la Niña-Dios se estaba atragantando. Y la ternian la ha salvado —explicó pacientemente el hombre, ansiando que me posase en el suelo ya.

El guardia, entendiendo al fin lo ocurrido, gruñó, fastidiado por haber hecho el ridículo, y me soltó bruscamente, de modo que me agarré al otro hombre para no caerme y era éste tan debilucho que casi nos caímos los dos.

—No se puede infringir el círculo de la Niña-Dios —dijo el guardia.

Miré a mi alrededor y resoplé. Efectivamente, las dos literas más cercanas eran unas literas blancas que llevaban el símbolo del Santuario. Y todo parecía indicar que estaba prohibido pasar la barrera de los guardias a base de fintas y saltos.

—Gracias —dije, con toda la dignidad de que fui capaz—. No me había fijado en ese detalle. Lo recordaré.

El hombre de la bata pajiza ya se había ido a comentar lo sucedido con los demás sirvientes del Santuario y comprobé que la niña estaba recuperada. Al volverme a cruzar con la mirada del guardia, decidí que era más prudente alejarse así que me fui en busca de Galgarrios. Me pasé media hora buscando, pasando por todas partes, sin éxito. Recordé, vagamente, que había metido a Frundis en las manos de Galgarrios antes de echar a correr, e intenté evitar imaginármelo tirado en algún sitio de la plaza, pisoteado por la gente. Lo tenía Galgarrios, me repetí. Convencida finalmente de que no lo encontraría, me encaminé hacia la Gran Pagoda, llamando de cuando en cuando a Syu. Cruzaba una calle más tranquila, cuando sentí de pronto un peso sobre mi hombro y resoplé por el susto.

«¡Syu!», protesté.

El mono gawalt me dedicó una mueca inocente.

«Lo he visto todo», declaró con solemnidad.

«¿Lo has visto?», exclamé yo, entusiasmada. «¿A que he sido impresionante? Nunca había salvado a una persona tan bien, me parece», reflexioné, orgullosa.

Syu se echó a reír como un mono y le costó recobrarse.

«¿Qué pasa?», pregunté, extrañada.

«Cada vez te pareces más a un mono gawalt», me reveló, con una gran sonrisa.

Enarqué una ceja, esbozando una sonrisa.

«Bah», dije con tranquilidad. «Creo que exageras. Por cierto, ¿qué tal va tu cola?»

Syu se volvió más serio y miró su cola con precaución, como si nunca la hubiese mirado desde que se la había curado. Y entonces se giró hacia mí con una gran sonrisa de mono.

«Estupendamente», me anunció.

Le contesté con otra sonrisa y, llegada junto a la Pagoda, entré y me encaminé hacia mi cuarto.

«Espero que no le haya pasado nada a Frundis», comentó Syu.

Hice una mueca.

«Está con Galgarrios.»

«Ya, ¿y tú confías en él?»

Agrandé los ojos, sorprendida.

«¡Pues claro! Por si no te acuerdas, Galgarrios se ha quedado con Frundis durante toda la prueba de armonías», argumenté.

Syu puso cara dubitativa y luego asintió, convencido.

«Entonces yo también puedo confiar en él. Además, me cae bien.»

Sacudí la cabeza, divertida por su actitud, y empujé la puerta de mi cuarto. Al abrirla, me quedé petrificada por el horror. Adentro, estaba mi colchón así como mi muda vieja pero… ¿dónde demonios estaba mi mochila naranja? Me dispuse a remover el colchón y las mantas, como si se hubiese podido esconder una mochila debajo, pero nada.

Y entonces me puse lívida. ¡Las Trillizas! Si se enteraba Márevor Helith…

23 Un rayo del pasado

Aquella noche apenas dormí. Me pasé tres horas escuchando los consejos de Kwayat para no hacer el ridículo ante los Comunitarios, y luego estuve removiéndome en la cama durante horas sin conciliar el sueño de lo confusos que estaban mis pensamientos.

“Si lo pierdes, puedes estar segura de que te pasarás todo el resto de tu vida buscándolo hasta que lo encuentres.” Las palabras de Márevor Helith resonaban en mi mente una y otra vez. En un momento, solté un inmenso suspiro.

«Deja ya de repetirte lo mismo una y otra vez», me aconsejó Frundis. Cuando, la víspera, me lo había devuelto Galgarrios, había entendido enseguida que el bastón no había podido resistirse a hablar con el caito y Galgarrios, por supuesto, se había asustado. El caito, algo ruborizado, me contó que había quedado como un lunático al asegurar que oía música… Sólo después se le ocurrió a Frundis presentarse ante él.

Galgarrios me había prometido que no iría contando por ahí que tenía un bastón compositor. No era que quisiese mantenerlo en secreto, pero me parecía que ya tenía suficiente con mi fama recién forjada de matadragona comedora de nadros rojos.

Pronto me despedí de Galgarrios y, estresada por lo de la mochila, emprendí enseguida una búsqueda, con la firme intención de serenarme y averiguar quién me había robado. Pregunté a los kals de Ató, a los kals de la Gran Pagoda, a dos jardineros… todo en vano. Nadie había perdido nada. Tan sólo yo. Y todo indicaba que el ladrón me había robado expresamente a mí. La primera culpable posible que me vino en mente fue Marelta. Luego Yeysa. Y luego ya se me torcieron los pensamientos y me empecé a imaginar historias rocambolescas. ¿Y si tenía algo que ver con los Istrags? ¿O con los Hullinrots? No veía a los Comunitarios divirtiéndose robándome mis pertenencias. Y lo cierto era que tampoco veía a unos nigromantes robar una mochila naranja con un libro sobre Aefna y poca cosa más. Y nunca había oído que los Istrags tuviesen poder en Ajensoldra. ¿Acaso había sido mala suerte? Pff, era improbable. Si no hubiese metido las Trillizas en la mochila… Pensar en lo que hubiera podido no hacer no arreglaba las cosas.

Y ahora Frundis intentaba tranquilizarme con una bellísima melodía de flautas que yo nunca había oído. Y acababa de soltarme una frase parecida a las de Syu.

«Frundis tiene razón», aprobó el mono, bostezando. «Deja de pensar. Estoy agotado de tanta tensión.»

«No estoy estresada», repliqué. «Tan sólo intento adivinar quién ha podido ser el maldito…»

No acabé la frase, por falta de inspiración para calificar la monstruosidad. Márevor Helith no debía enterarse, pensé, inspirando hondo, tendida boca arriba sobre el colchón. El día empezaba a clarear, lo veía por las rendijas de la puerta, y decidí levantarme.

A la mañana, realicé unos cuantos duelos armónicos. Para deshacer o transformar las imágenes de los demás no me las arreglé tan mal, sin embargo mis ilusiones se deshilachaban a la mínima. Me pasé el resto del día buscando la mochila, sin saber dónde buscar. A la hora de la cena, guardé un ojo sobre Marelta, mirándola de cuando en cuando con recelo, aun cuando sabía que no podía haber sido ella. El robo iba en contradicción con su carácter: Marelta podía ser gruñona y antipática pero no era una ladrona.

Aquella noche, me transformé por pura precaución durante quizá una hora. Me quedaba todavía bastante tiempo antes de ir a visitar a Kwayat, y había decidido salir a investigar.

«¿Y qué vas a investigar?», me preguntó Syu, bostezando, mientras salía discretamente de mi cuarto. Su pregunta, por supuesto, era retórica: sabía de sobra que por el momento lo único que me preocupaba era volver a encontrar las Trillizas.

Podía ser cualquier persona. Incluso Relé, me dije, con un suspiro, mirando a mi alrededor. Sabiendo que era inútil buscar a ciegas, me paseé por el jardín nocturno, y Frundis se puso a cantar con una vocecita aguda y melancólica que me sumió todavía más en mi abatimiento.

«Frundis», dijo el mono. «¿A qué viene esa música?»

Enseguida empezó una disputa entre los dos y yo medié para zanjar el asunto. Cuando hubo silencio, me senté en un banco, más tranquila. Al fin y al cabo, me dije, ¿cómo se enteraría Márevor Helith de que había perdido las Trillizas? Además, yo ya lo había avisado de que siempre perdía las cosas que me daba. No era mi culpa. Tampoco las iba tirando en el camino, simplemente iban marcadas por la mala suerte, nada más.

La brisa de la noche mecía apaciblemente las flores y los árboles. Sonreí.

«¿Ya te has inspirado alguna vez del sonido de la brisa?», le pregunté a Frundis, tras un silencio.

«Mmpf, ¡pues claro!», exclamó este, como ultrajado por que le hiciera una pregunta tan banal. «Los antiguos dicen que la Naturaleza es la madre de la música.»

Sonreí y me quedé un rato disfrutando de la noche. No hacía frío, pese a la brisa, y el olor de las flores era agradable…

De pronto, oí un carraspeo e inspiré hondo, levantándome de un bote. A mi derecha, había una silueta familiar que me recordaba a…

—¡Lénisu! —musité, sobresaltada.

No sé cómo demonios había podido reconocerlo, ya que llevaba una máscara negra que le cubría la parte superior de la cara. Sin embargo, sus ojos violetas brillaban en la oscuridad. En ese momento, apartó un borde de su capa y sacó mi mochila naranja. Me quedé mirándola, boquiabierta.

—Hola, sobrina, ¿qué tal estás? —me dijo Lénisu, acercándose y tendiéndome la mochila—. Te traigo esto.

Como seguía mirándolo con asombro, suspiró y dejó la mochila en el banco.

—Demonios —resoplé entonces.

—¿De quién es este libro? —preguntó él, sacando el libro Historias de Aefna de la mochila.

—Mío —contesté con lentitud—. Me lo regaló Wigy.

—Así que la mochila es tuya. Y deduzco que estas piedritas también —añadió, sacando las Trillizas.

—Lo son —gruñí, exasperada—. Pero… ¿no me digas que fuiste tú el que…?

Lénisu sonrió y se quitó la máscara.

—¿Por quién me tomas? No, el inútil que te robó la mochila fue un imbécil que no sabe entender ni la más mínima consigna. Le mandé que te buscara, y a él se le metió en la cabeza que tenía que darme una prueba de que te había encontrado y no se le ha ocurrido una mejor idea que traerme tu mochila. Pero no se hable más del asunto. Me gustaría saber qué son estas cosas —dijo, señalando las tres piedras redondas.

Miré a mi alrededor y bajé la voz.

—Me las dio Márevor Helith —le expliqué—. Y no sé para qué sirven pero no las puedo perder. ¿Dónde está Hilo?

Lénisu puso los ojos en blanco y señaló su pierna. La espada estaba escondida debajo de su pantalón.

—¿Cómo conseguiste recuperarla? —pregunté, curiosa.

Lénisu me dedicó una media sonrisa astuta.

—Tu tío tiene muchas ideas, y a veces le salen unas muy buenas —contestó con aire misterioso—. ¿Así que Márevor Helith vino a verte?

Asentí con la cabeza.

—Una noche, apareció por mi ventana.

Nos sentamos en el banco y le conté lo que me había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Apenas mencioné el envenenamiento, diciendo que había caído enferma por alguna razón desconocida, y luego le conté cómo el maestro Dinyú me había inscrito en las pruebas de ilusionismo y que me las arreglaba bastante bien. También dije, con cierto orgullo, que había salvado a una pequeña sirvienta de la Niña-Dios. Lénisu sacudía la cabeza, burlón.

—Siempre te metes en líos.

—Si no hubiese hecho nada, se habría muerto ahogada —repliqué, con seguridad.

Lénisu sonrió.

—Seguramente. Se ve que te estoy contagiando mi altruismo. Me siento orgulloso de ti.

Puse los ojos en blanco.

—Salvar a alguien es serio —repuse—. Pero dime, ¿qué has hecho tú después de recuperar a Hilo?

—Oh. Nada tan importante como salvar una vida —contestó él con sinceridad—. Asuntos varios.

Supe que no sería más explícito, insistiese o no, y carraspeé.

—¿Cuánto hace que estás en Aefna?

—Desde hace… ¿dos días? —Sacudió la cabeza e hizo un ademán vago—. Eso creo. Suponía que estabas en la Gran Pagoda, pero no podía estar seguro.

—¿Y quién es esa persona que me robó mi mochila? —pregunté, entre dientes.

—Of. Será mejor que no te diga su nombre: de todas maneras no volveré a decirle que haga nada por mí.

Enarqué una ceja.

—¿Te debía algún favor?

Lénisu chasqueó la lengua.

—Un favor… No especialmente. Es un inútil simpático, con eso te digo todo.

Hice un mohín pero asentí y entonces recordé algo.

—¡Lénisu! —exclamé por lo bajo. Lénisu se sobresaltó y miró a su alrededor—. No, no, acabo de acordarme de algo. Laygra me escribió hace unos días. Y yo estaba esperando a que pasasen las primeras pruebas para contestarle y poder contarle más cosas…

Mi tío me miró de hito en hito.

—Dilo ya, ¿les ha pasado algo grave?

Suspiré y saqué la carta de mi abrigo.

—Léelo tú mismo.

—No tengo ojos de gato —repuso Lénisu.

Era verdad, en esa oscuridad no se podía leer.

—Salgamos de aquí —propuse.

Fui a dejar la mochila naranja en mi cuarto y nos alejamos de los jardines. Pese a la hora tardía, siempre había gente paseándose, por las fiestas del Torneo, y nos costó encontrar un sitio tranquilo. A la luz de una lámpara armónica que había en la plaza contigua, Lénisu echó una ojeada a la carta, pero enseguida levantó la cabeza, con el ceño fruncido.

—Esta carta… ¿de dónde la has sacado?

Agrandé los ojos, sorprendida.

—Kirlens se la entregó a Sarpi y ella me la dio a mí —expliqué.

Lénisu negó con la cabeza y me tendió la carta. Incliné el papel hacia la luz para ver mejor.

—Imposible —murmuré entonces. Me había vuelto lívida al darme cuenta de que la carta no era la de Laygra.

—¿No estaría en la mochila? —preguntó Lénisu.

—No —dije, y resoplando, saqué otra carta de mi abrigo, la buena, y se la tendí, lentamente—. La que te he dado es la carta que me dio Yrasiuth en las llanuras de Drenau… —añadí, con una expresión terriblemente culpable.

Yrasiuth, un músico faingal de Ató, me había pedido que entregara una carta a un amigo suyo cuando llegase a Ató. De eso hacía casi un año y medio. Estaba claro que para mensajera yo no valía. Lénisu soltó una carcajada sofocada.

—Bah —soltó al cabo, serenándose y desplegando la carta de Laygra—. Será mejor que no comente nada.

Retomando su seriedad, leyó la carta y yo me quedé mirándolo, intentando a la vez adivinar su reacción y recordar si Yrasiuth, al darme su carta, había adoptado alguna expresión seria o preocupada. Desde luego, si la carta era urgente, no había llegado a tiempo.

Lénisu, después de leerlo todo, soltó un inmenso suspiro.

—No acabo de explicármelo.

—¿El qué? —pregunté, al cabo de un silencio.

Lénisu volvió a echar una ojeada a la carta y sacudió la cabeza, incrédulo.

—¿Por qué de pronto querrían quitar a Márevor Helith de la academia? Esto me huele a trampa. Que Márevor Helith tenga otros asuntos y que decida marcharse, pase. Pero esto… En fin. Y para colmo Murri se mete en líos. Y Laygra decide alejarse de Márevor para cuidar caballos. Pues ya que hubiesen decidido venir aquí, con nosotros —refunfuñó Lénisu—. Al menos no tendría que recorrer medio mundo para ir a ayudarlos.

—¡Es una gran idea! —exclamé, animada—. Les escribiremos para decirles que vengan. Ya que han decidido irse de Dathrun… Animales hay tanto en Éshingra como en Ajensoldra.

Lénisu se encogió de hombros.

—El problema es que en la carta no pone ni dónde se hospeda. —Volvió a examinar la carta—. Tu hermana será una gran curadora, pero no sabe escribir una carta.

Fruncí el ceño y le hice la pregunta que llevaba haciéndome desde hacía rato.

—¿Crees que tienen algún problema más y que Laygra no quiere decírmelo?

—Puede ser —contestó él con una mueca—. Y puede ser que no.

Plegó la carta y me la devolvió, añadiendo:

—Como ya he dicho, tu hermana no cuenta las cosas con claridad. Convendría saber si lo hace queriendo o no.

Suspiré y asentí. En todo caso, desde Aefna no podíamos hacer gran cosa para ayudarlos. Esperé que Márevor Helith siguiese velando sobre ellos.

Finalmente, resolvimos volvernos a ver a la noche siguiente, a la misma hora, es decir… unas horas antes de que Kwayat y yo tuviésemos que ir a visitar a los Comunitarios. Dándome cuenta de ello, me estremecí al imaginarme a Lénisu que nos seguía a Kwayat y a mí y se enteraba de la verdad. ¿Cómo habría reaccionado? No lo sabía. Podía ser tolerante, como Aryes, o quedarse de piedra, o… ¿Quién sabe? Lénisu, para ciertas cosas, era impredecible. Pero una cosa estaba clara: siempre protegería a su familia.

Sigilosamente, diez minutos después de haber vuelto a mi cuarto volví a salir y me dirigí hacia el escondrijo de Kwayat. Syu no quiso acompañarme porque estaba cansado y no quería moverse. Así que recorrí las calles, sola y embozada, porque el viento se había puesto a soplar.

Empezaba a sentir real aprensión por lo que me esperaría a la noche siguiente. Recordé la expresión serena y casi sobrenatural de Sahiru y sentí un escalofrío. Kwayat sabía adónde me mandaba, pensé, intentando convencerme de que todo iría bien.

Miré a mi alrededor con recelo y llamé a la puerta discretamente. La puerta se abrió y di un paso hacia atrás, sorprendida, al ver que quien me hacía frente no era Kwayat, sino un joven de pelo violeta y ojos negros que me sonreía a medias, tal vez sorprendido por mi reacción.

Nos quedamos mirándonos largo rato hasta que una voz del interior de la casa desviase nuestra atención. El joven humano se apartó, haciéndome un gesto cortés para que entrase.

—Entra —me dijo.

Su voz cantarina y amable me tranquilizó un poco y eché un vistazo hacia el interior. Al hacerlo, me percaté de algo. En el vestíbulo, había una capa verde colgada de un gancho. Aquel joven tenía que ser…

—¿Esa capa verde es tuya, verdad? —pregunté, mirándolo de hito en hito.

Su media sonrisa se ensanchó, más sincera, pero no contestó. No dudé un instante: él era aquella silueta de la capa verde y la máscara plateada que había visto ya dos veces. Y con toda probabilidad, también era un demonio. Mirándolo con aprensión, pasé el umbral y él cerró la puerta detrás de mí. En el cuarto, vi a Kwayat, sentado tranquilamente en una silla, mientras conversaba con Sahiru.

* * *

—Buenas noches —me dijo Sahiru, sin levantarse.

—Buenas noches —contesté, nerviosa. No acostumbraba ver tanta gente en esa pequeña habitación.

El demonio que había abierto la puerta pasó junto a mí, movió una silla y, con expresión afable, me invitó a que me sentara. Desconcertada, avancé unos pasos, me senté y, sintiéndome de pronto molesta de que el joven estuviese a mis espaldas, eché una mirada hacia atrás, con los ojos entornados. ¿Por qué demonios estaban Sahiru y ese desconocido en casa de Kwayat?

—¿Cuándo te marchas? —preguntó Sahiru.

Como era tan poco expresivo, me costó entender que se lo estaba preguntando a Kwayat.

—Dentro de tres días —contestó este, con la misma lentitud.

Frente a la inmovilidad y serenidad de ambos, el joven de pelo violeta parecía más nervioso. Lo vi pasearse por la habitación, dirigirse a la puerta y volver hacia la mesa, mientras Sahiru y Kwayat hablaban.

—Entonces —decía Sahiru—, tu único objetivo es ser instructor.

—Mis objetivos son múltiples —replicó Kwayat—. Incluido el de no mezclarme en los asuntos de los Comunitarios.

Sahiru esbozó una sonrisa melancólica.

—Eso no necesitas recordármelo.

Kwayat se inclinó hacia la mesa y repuso:

—Ni tú necesitas recordarme nada tampoco.

Sahiru agitó lentamente la cabeza, mirándolo fijamente, y luego se giró hacia mí.

—No he venido por tu reunión de mañana —me dijo—. Pero ya que estoy aquí, te diré una cosa. No pienses que el mundo de los demonios se reducen a los Comunitarios. Ellos son un grupo entre muchos otros. Pero piensa que los demonios tenemos un espíritu muy poco solidario. Si sabes ganarte la confianza de los Comunitarios, será un gran paso.

Escuché sus palabras con desconcierto.

—Pero… usted forma parte de los Comunitarios, ¿o no?

Los ojos de Sahiru se perdieron en la lejanía.

—Me consideran como a su guía —admitió, después de un silencio.

—Y lo es —intervino el joven demonio con naturalidad. Arrimado al muro, sus ojos brillaban de sinceridad.

Sahiru se levantó.

—Es muy tarde —comentó—. Tengo que irme. Ha sido un placer hablar contigo, Kwayat, y contigo, Shaedra. —Asintió gravemente con la cabeza—. Hasta mañana.

—Yo también me voy —soltó el joven desconocido, alcanzando su capa verde—. Buenas noches.

Me levanté y Kwayat y yo los acompañamos hasta la puerta. Mi instructor parecía estar satisfecho de la conversación, y me pregunté para qué demonios había venido Sahiru en realidad. Algún asunto personal… ¿pero qué tenía que ver el de la capa verde, en todo eso?

Cuando abrieron la puerta, pregunté:

—Y tú, ¿cómo te llamas? —Advertí su ceja enarcada y solté precipitadamente, habituada a que mis preguntas quedasen sin respuesta—: Er… Déjalo, buenas noches.

Sahiru salió y él se detuvo un momento y sonrió.

—Spaw —dijo, y salió a su vez, su capa revoloteando tras él. El viento soplaba fuerte y Kwayat se apresuró a cerrar la puerta.

—Spaw —repetí, frunciendo el ceño—. ¿Se llama así o bien se trata de alguna palabra de despedida?

Kwayat me miró, sorprendido, y esbozó una sonrisa.

—Es su nombre —afirmó—. Spaw Tay-Shual, así se hace llamar. Y nadie sabe muy bien de dónde sale. Pero nunca le he visto fallar a su palabra.

Y con una sonrisa, me indicó que nos fuéramos a sentar para empezar la última lección.

24 Epílogo

Sopló durante toda la noche y a la mañana siguiente, cuando me levanté, comprobé lo que eran realmente las nieblas de arena de Aefna. El aire, arrastrado desde las Llanuras de Fuego, era cálido y estaba cargado de unas partículas que se arremolinaban con el viento y que impedían ver más allá de unos metros. El día parecía no haber amanecido. Syu se negó a salir del cuarto a pesar de las réplicas burlonas de Frundis, y los dejé a los dos ahí mientras me dirigía hacia el comedor. Me tapaba los ojos como podía mientras avanzaba por el jardín cubierto de un polvo rojizo, y caminaba casi a ciegas.

—¡Shaedra! —dijo entonces una voz.

Al principio creí que había soñado, pero volví a oír la voz. Me llamó otra vez por mi nombre, pero el sonido se perdía en la ráfaga, sin que pudiese adivinar de dónde provenía. Miré a mi alrededor, con los ojos semi abiertos. No se veía nada. Volví a avanzar y al llegar al pie de los peldaños que conducían al comedor, sentí una mano sobre mi brazo y me giré, sobresaltada. Y al tiempo que se me metía polvo en los ojos humedecidos, tuve la impresión de haber pisado un abismo interminable.

—Hola, Shaedra —me dijo la silueta que tenía delante, con una sonrisa tímida.

Su pelo era blanco como el armiño. Pero su rostro seguía siendo el de siempre, simpático, tímido y decidido al mismo tiempo… Me sentí mareada por el choc.

—Aryes —murmuré y, de pronto, no sé si por la falta de sueño que venía acumulándose desde hacía días o por la impresión que me hizo verlo ahí, en Aefna, mi vista se nubló y me desmayé. Lo último que vi fueron sus ojos azules que contemplaban, sorprendidos, cómo me derrumbaba.

Agradecimientos

Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.

Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.

No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.

Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:

Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)

¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.

Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.

Pequeño glosario

Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.

Primer tomo

Saijits
Un saijit es un grupo creado arbitrariamente que contiene las razas humanoides siguientes: belarco, caito, enano de las cavernas, enano del bosque, elfo oscuro, elfo de la tierra, elfocano, faingal, gnomo, humano, mediano, mirol, nurón, orco negro, orco de las marismas, orquillo, sibilio, ternian, tiyano. En la Tierra Baya, los saijits viven una media de 120 años.
Portal funesto
Entrada que comunica los Subterráneos con la Superficie.
Días de la semana
Hay seis días en una semana: Jabalina, Drusio, Lubas, Garra, Ventisca, Muérdago.
Meses
Hay doce meses de treinta días en un año. En primavera: Tablonas, Riachuelos, Gorgona. En verano: Ciervo, Musarro, Amargura. En otoño: Espina, Osuna, Vidanio. En invierno: Coralo, Saniava, Puertos.
Pagodas
Las Pagodas son unos centros de aprendizaje en Ajensoldra. Generalmente, todos los niños de seis a doce años reciben ahí una educación básica. Se los llama los nerús. Más allá de los doce, quedan los que pretenden formarse como celmistas, Centinelas, etc. A partir de ahí, un pagodista pasa por los rangos de snorí, kal y cekal. El rango de los orilhs está reservado para los que han cumplido los Años de Deuda y han sabido forjarse una reputación.

Segundo tomo

Energías
Hay dos grandes tipos de energías: las dársicas y las asdrónicas. Las dársicas son energías que siempre están presentes, son naturales e intrínsecas: el jaipú, el morjás y el pairás son las tres energías dársicas más conocidas. Las energías asdrónicas son energías creadas —sea por celmistas, sea por fenómenos naturales—. Estas son mucho más numerosas. La bréjica, la órica, la brúlica, la esenciática, la mórtica, etc. son energías asdrónicas.
Apatismo
Un apático es una persona, generalmente un celmista, que llega a consumir su tallo energético por completo y sufre una perturbación mental, sea temporal o crónica.

Tercer tomo

Nigromancia
La nigromancia es el arte de modular el morjás de los huesos. Un sortilegio nigromántico genera energía mórtica. Un esqueleto muertoviviente está lleno de energía mórtica. Los nakrus, los liches y los esqueletos ciegos son capaces de regenerarse solos a partir de sus propios huesos.

Tomo cuarto

Demonios
Los demonios saijits son saijits cuya Sreda ha sufrido una mutación. En el mundo de los demonios, existen comunidades de las cuales algunas son dirigidas por demonios que llevan el título ancestral de “Demonio Mayor”. Los táhmars son demonios que no pueden volver a su forma saijit, contrariamente a los yirs. Los kandaks o sanvildars son demonios que han perdido totalmente el control de su Sreda y han sufrido una perturbación mental brutal.

Tomo quinto

Ajensoldra
Ajensoldra tiene seis ciudades principales: Aefna, Kaendra, Belyac, Agrilia, Neiram, Yurdas y Ató.
Aefna
Aefna es la capital de Ajensoldra, situada al oeste. Ahí viven la mayoría de las grandes familias de Ajensoldra (los Ashar, los Nézaru, entre otros). La Plaza de Laya divide la ciudad de sureste a noroeste, separando el Templo, los palacios y el Palacio Real del casco viejo y del Santuario.

Fin del tomo 5, Historia de la dragon huérfana, página del proyecto