Ficha del tomo : La puerta de los demonios

Tomo 4, La puerta de los demonios, Ciclo de Shaedra —versión del 10/06/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es

Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).

Proyecto iniciado en el 2012.

Tomos del Ciclo de Shaedra

  1. La llama de Ató
  2. El relámpago de la rabia
  3. La música del fuego
  4. La puerta de los demonios
  5. La historia de la dragona huérfana
  6. Como el viento
  7. El alma Sin Nombre
  8. Nubes de hielo
  9. Oscuridades
  10. y seguirá…

Prólogo

La noche en que ahuyentamos al oso sanfuriento, soñé con un enorme oso negro que andaba sobre sus patas traseras y que medía al menos diez metros, desplazándose como un monstruo gigante. Iba atravesando el valle del Trueno arrasando todo a su paso. Árboles, granjas y cultivos, todo lo destruía. Y un grupo de aventureros corría, huyendo, atrayendo al monstruo lejos de Ató, hacia el macizo de los Extradios.

—¡Corred! —les decía una pelirroja, al alcanzar por fin los primeros peñascos.

—¡No escaparéis con vida! —gruñía el oso, persiguiéndolos.

Todos gritaban de terror al ver que el oso se acercaba, haciendo retumbar la tierra. La pelirroja alzó su bastón e invocó un rayo de luz que fue a estrellarse en la cabeza del oso.

—¡Si quieres vivir, tendrás que dejar de destruir nuestros territorios! —le replicó la valiente celmista, subida en su roca.

El oso, por toda respuesta, rugió estruendosamente y atacó dando zarpazos a diestro y siniestro. Me desperté en el momento en que todos se preparaban para la lucha y la celmista pelirroja hincaba el bastón en el suelo con todas sus fuerzas.

Abrí los ojos y vi la cabeza de un oso flotando sobre mí. Me quedé mirándolo un momento, dudando de si estaba despierta o dormida. Había llegado al punto en que uno ya no recuerda ni quién es ni dónde está, ni siquiera si era normal que un oso estuviera mirándome tan fijamente. Lentamente, una sonrisa risueña fue apareciendo en el rostro del oso y sentí entonces un detalle que atrajo mi atención. Sí, ahí estaba esa tenue atmósfera energética y efímera. Entonces, recobrando mi serenidad y dándome cuenta de que efectivamente estaba despierta, gruñí.

—¡Frundis!

Deshice la ilusión del oso con un gesto vago. El bastón se agitó ligeramente al oír mi voz y en cuanto puse la mano sobre él, contestó:

«¡Yo no he sido! El oso salió de tu sueño. Sólo… sólo le he añadido la sonrisa, porque ya que era una ilusión, no iba a privarme de hacerlo más simpático…»

Medité sus palabras pensativa durante unos segundos, pero luego noté que ya era de día y que ya se había levantado la gente. Aryes le estaba volviendo a hacer el vendaje a Lénisu, Deria volvía con las cantimploras llenas de agua del arroyo y, en cambio, Dolgy Vranc seguía roncando con las manos detrás de la cabeza.

A Syu no lo veía por ninguna parte pero algo me decía que estaba en alguna alta rama de un árbol lo suficientemente grande como para ser estimado por un gawalt.

Me levanté y me acerqué a Lénisu y Aryes.

—Buenos días, ¿qué tal te sientes? —pregunté.

—Bien —contestó Lénisu—. Por suerte, sólo me rozó. Esa zarpa me habría podido arrancar el brazo de cuajo. Maldito animal.

Le ayudé a Aryes a cerrar el vendaje y me senté sobre una piedra, bajo el pálido sol de la mañana.

—Voy a echarle una mano a Deria —dijo Aryes, alejándose hacia el prado verde junto al arroyo.

Frundis soltaba una música dulce que hacía eco a la mañana.

—Pareces pensativa —observó Lénisu al de un rato.

—Mm —asentí—. Tengo muchas preguntas, y cada vez que surge una más, te niegas a contestar. No es que no pueda vivir sin esas respuestas pero… hay una de esas preguntas que sí me atormenta.

Lénisu enarcó una ceja pero su rostro permaneció impenetrable.

—¿Cuál?

—¿Por qué guardas tantos secretos para ti solo? Muchas veces me has hablado de tu vida de contrabandista, y en tus historias siempre hay episodios que no concuerdan. No soy una entrometida, pero al menos deberías decirme lo que le pasó a Srakhi. ¿Qué contenían esos documentos? ¿Por qué los querían los Istrags? Y sobre todo, ¿por qué no quieres contestar a esas preguntas?

Lénisu, con una mueca, escuchó todo hasta el final sin interrumpirme. Cuando callé, soltó un suspiro y miró cómo, a lo lejos, Aryes le cogía unas cuantas cantimploras a Deria, para aligerar su peso. Sonrió.

—Está bien —contestó—. El problema está en que hay cosas de las que uno no puede hablar tan fácilmente. Sobre todo en casos como éste. Temo darte medias respuestas porque avivarían tu curiosidad y cada respuesta daría lugar a más preguntas. Siento no saber decidir qué es lo mejor para ti, que sepas algo o que no sepas nada.

—¿Qué tal si me dejas decidir a mí? —le repliqué.

Lénisu gruñó.

—Ya sé lo inconscientes que pueden llegar a ser los jóvenes. Mira, te diré las dos cosas que tanto quieres saber: los documentos esos… contienen nombres. Y Srakhi se ha marchado en otra dirección para esconder esos documentos, aunque él no tenga mucha idea de qué es lo que está llevando. Que te obedezcan sin hacer preguntas, eso es maravilloso.

Lo contemplé con una mueca, dubitativa.

—¿Cómo lo salvaste?

—¿Eh?

—A Srakhi, ¿cómo le salvaste la vida, la primera vez?

—Oh. Es una historia algo complicada… aunque los hechos se pueden resumir rápidamente. Él estaba rezando en un templo de peregrinos, al norte de Tenap, cerca de Islamontaña. A mí me perseguían los guardias de un conde de las cercanías. Cuando llegué al templo, Srakhi creyó primero que yo era un profanador, pero como no saqué la espada, él tampoco lo hizo. Luego me explicó que en los templos nunca hay que sacar armas so pena de sacrilegio. No sé quién tuvo esa idea, pero me parece estupenda. —Sonrió y le devolví la sonrisa—. Cuando llegaron los guardias, se enfureció al verlos entrar con la espada sacada. Yo ya estaba corriendo hacia las escaleras y pensaba salir del templo por una de las cristaleras, cuando Srakhi soltó un grito y empezó a soltar a mis perseguidores una serie de maldiciones y cantos acompañada de sortilegios extraños. Cayeron dos hombres en pocos segundos, soltando las espadas y cogiéndose la cabeza así. —Intentó levantar el brazo pero el dolor de su herida se lo impidió y gruñó—. Con ambas manos, como si tuviesen una horrible jaqueca. Entonces, vi que quizá la batalla no estaba del todo perdida. Y di media vuelta. En aquella época, mi arma favorita, aparte de Hilo, era el arco. Pero ya sabes… no me gusta matar a saijits. De hecho, si he matado a alguien en mi vida, realmente se lo merecía. Aquellos hombres perseguían a un malvado contrabandista, ¿qué había de malo en eso? Yo no los conocía, así que no podía matarlos, ¿entiendes mi razonamiento? —Asentí y él gruñó de dolor al moverse para sentarse—. De modo que saqué mis flechas de letargo que provenían de una arquería de renombre. Mi primera flecha le dio a un hombre en la pierna y le hizo tambalear. Pronto cayó de rodillas y con unas cuantas flechas más conseguí dormir a dos más. Los dos restantes huyeron corriendo y se metieron en el bosque. Uno de los dormidos sin embargo despertó. Al parecer la flecha no le había hecho mucho efecto. Y le atacó a Srakhi. Le metió la espada por las costillas. Dos semanas después, Srakhi estaba tendido en una cama a salvo de la Muerte. Y ahí fue cuando me prometió que me seguiría a todas partes con el fin de salvar mi vida ya que yo había salvado la suya.

Lénisu sonrió, travieso.

—Pero él estaba muy débil aún y yo tenía muchos quehaceres. Me marché antes de que el say-guetrán llegara a levantarse para agobiarme la vida con sus plegarias.

—Vaya —silbé entre dientes—. Mm… ¿Y por qué no utilizaste el poder de Hilo, ya que puede invocar aliados?

Lénisu me miró con cara aburrida y lamenté haber preguntado eso.

—¿Y… qué tipo de celmista es Srakhi, entonces? —preguntó Aryes.

Me sobresalté y vi que él y Deria se habían sentado en unas piedras, escuchando la historia mientras Dolgy Vranc empezaba a removerse. Lénisu se encogió de hombros.

—Cuando le pregunté qué tipo de magia había soltado en el templo, contestó simplemente que era un clérigo say-guetrán.

—Me pregunto qué son en realidad los say-guetranes —comentó Dolgy Vranc, enderezándose y estirándose con roncos gruñidos—. Pero desde luego no andan bien de la cabeza. ¿Hay algo para desayunar?

—Galletas y raíces —contestó Deria alegremente.

—¡Buerk! —dijo de pronto una voz. Nos giramos todos hacia las ruinas de un muro y vimos aparecer a Drakvian que bajo la luz del alba parecía todavía más pálida aunque sus ojos brillaban de una nueva vitalidad.

La saludé.

—Buenos días, Drakvian.

—Mm —replicó—. ¿Adivinad qué he cazado esta noche? —preguntó, con una sonrisa maligna.

Advertí el movimiento de retroceso de Deria, Aryes y Dolgy Vranc y sonreí.

—¿Un oso sanfuriento? —aventuré, socarrona.

—¡Bah! No, ya me hubiera gustado —refunfuñó la vampira—. Pero precisamente quería hablaros del oso. No anda muy lejos de aquí así que será mejor que nos marchemos cuanto antes.

En ese mismo instante, apareció Syu corriendo a toda prisa. Se refugió sobre mi hombro, soltando pequeños gritos aterrados.

«¡El oso! ¡Por ahí!», me soltó, nervioso.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Lénisu.

—Ha visto el oso —contesté—. Hacia el… suroeste. ¿Qué hacemos?

Desayunamos a toda prisa y recogimos todas nuestras pertenencias que, a estas alturas, eran bastante reducidas. Aún nos quedaban galletas para algunos días y algo de sal, pero el arroz se nos había acabado.

—¿Cuántos días quedan para llegar a Ató? —preguntó Aryes, cuando empezamos a convencernos de que el oso sanfuriento no volvería para vengarse.

Lénisu y Dol se consultaron con la mirada.

—Si nos dirigimos hacia el norte, llegaremos al Paso de Marp dentro de… considerando que es todo montaña… digamos que unos cinco días pero hay un problema…

—¿Qué problema? —preguntó Aryes.

—Habrá que cruzar el río.

—¿El Aprendiz? —exclamé. El río principal aún tenía demasiada anchura, ¿cómo lo íbamos a cruzar? ¿Nadando? A Dol no le iba a gustar nada la idea.

—A menos que sigamos hacia el noroeste —continuó Lénisu—, hasta llegar a un vado. Lo malo es que no conozco esta zona para nada. Es decir, que quizá no haya ningún vado.

—Si pudiésemos volar —dijo Deria, soñadora.

Me reí.

—Aryes puede volar, no es tan remoto.

—Digo volar con alas —rectificó Deria—. La levitación es demasiado… artificial.

—¡Pero no deja de ser fantástico! —replicó Aryes con una gran sonrisa.

—¿Serías capaz de sobrevolar el río? —preguntó Lénisu, sinceramente impresionado.

La sonrisa de Aryes se tornó en mueca.

—Esto… No es tan sencillo —explicó con un vago ademán—. Por el momento sólo he probado sobre terreno más o menos firme… y el control de las energías cambia según la composición de lo que te rodea… Ignoro totalmente qué pasaría si me pongo a levitar encima del agua.

—Caray —resopló Dolgy Vranc—. Entiendo ahora por qué la energía órica nunca me atrajo mucho. Dicen que los celmistas más poderosos son los Mentistas y los Talvenires óricos. Por algo será.

—¿Los Talvenires? —repitió Deria con tono interrogante.

—Son los celmistas óricos que se especializan en controlar las fuerzas del aire —expliqué—. Son capaces de mover objetos, de levitar e incluso algunos muy hábiles consiguen crear monolitos. Por supuesto, ningún Talvenire sabe hacer todo eso a la vez, porque, ya te dije, cuanto más te especializas en algo…

—Más difícil es aprender a controlar otras energías o modelar la misma diferentemente, sí lo sé —me interrumpió Deria. Sonrió anchamente y me reí.

—Bueno, no nos separemos —nos avisó Lénisu, girándose hacia nosotros—. Cuanto más avanzamos, más sube y más frondoso se vuelve este bosque. Estamos entrando en los Extradios.

—Dicen… dicen que está lleno de bicharracos de los Subterráneos —dijo Deria.

—¿En serio? —replicó Lénisu, sonriendo a medias—. Ahora que lo dices, es probable. Así que cuanto más rápido salgamos de aquí, mejor.

Sin que nadie hubiera dicho nada, aceleramos el paso, aunque pronto, al encontrarnos con una cuesta bastante empinada, nos pusimos a resollar. El mono saltaba de rama en rama cantando en coro mentalmente con Frundis. No acababa de entender cómo conseguía oír a Frundis a través de mí, pero así era. Yo les acompañaba de cuando en cuando en sus canciones y Frundis desempeñaba el papel de jefe de coro.

El bastón guardaba en su memoria canciones viejísimas, romances enteros que nos cantaba a Syu y a mí para animarnos a subir. A veces, me olvidaba de que estaba andando con los demás, aunque afortunadamente no me distraía lo suficiente como para extraviarme. Más de una vez Lénisu me cogió del brazo para recordarme que no lo adelantase a él y miraba mi bastón con cara de pocos amigos, pero aunque no le gustara el acuerdo de amistad que había pasado con Frundis no podía negar que nos había ayudado más de una vez ya desde los acantilados de Acaraus.

Los peores momentos del viaje eran cuando Frundis decidía componer. Entonces, sonaban sonidos discordantes, melodías repetidas una y otra vez, gruñidos descontentos, gritos de alegría interrumpidos por breves períodos en que me explicaba cómo hacía para conseguir las hermosas orquestas que me enseñaba luego. Sinceramente, viendo cómo avanzaba componiendo su música, empecé a dudar de si era realmente el autor de las composiciones que decía, aunque solía decirme también que lo único que le pasaba era que le faltaba una fuente de inspiración.

Seguimos andando río arriba hasta aproximadamente las seis de la tarde. Los días eran cada vez más breves y las hojas de los árboles, bajo el sol otoñal, habían enrojecido y caían muertas al suelo con la mínima agitación del aire.

Cruzamos varios ríos menores, no sin que alguno de nosotros se hundiese de pies a cabeza, pero sus corrientes no eran tan fuertes como la del Aprendiz, aunque poco a poco, se iba reduciendo su anchura. Tuvimos que alejarnos varias veces del río y dar un rodeo para evitar las cascadas y los terrenos abruptos. Al día siguiente, conseguimos pasar al otro lado en un paso más estrecho, saltando de roca en roca.

Drakvian aparecía de cuando en cuando, pero nunca solía quedarse con nosotros más de un cuarto de hora. Siempre pretendía asustarnos haciéndose pasar por una sanguinaria, pero en realidad yo sabía que tan sólo lo hacía para desafiar a cualquiera que le echase en cara el hecho de ser vampira. Yo, la verdad, desde que sabía que bebía la sangre del venado o de los conejos, empezaba a estar más tranquila en su presencia. Hasta nos traía luego las presas para que pudiésemos aprovechar la carne. Y en un momento, Syu, Drakvian y yo hicimos una carrera por los árboles y luego Deria le enseñó a la vampira cómo se jugaba al Bosque de Luna, aunque el terreno montañoso no era el mejor sitio para hacer carreras gimnásticas.

Dormíamos siempre alerta, temerosos de ser atacados por sorpresa por nadros rojos u otras criaturas pero, por alguna extraña suerte, no nos encontramos con ningún problema serio hasta que llegamos al Paso de Marp. El único inconveniente fue el de no conocer la región porque tardamos seis días en llegar al Paso, es decir el doble de lo que Lénisu había previsto. Y todo porque Lénisu y Dol no quisieron hacerle caso a Drakvian y pasar por un pequeño sendero que subía por un precipicio. Cuando, al de un día, nos encontramos con que estábamos cercados de desfiladeros, dimos media vuelta y seguimos a Drakvian por el sendero, atándonos todos con la dichosa cuerda que habíamos utilizado también, aunque con menos razón, para bajar los Acantilados de Acaraus.

Fue una ascensión horrible. Por si acaso, me até Frundis a la muñeca con una pequeña cuerda y le dije a Syu que tuviese muchísimo cuidado. Los más aprensivos fueron Aryes y Dolgy Vranc. Podía entender que el semi-orco temiese que con su peso el sendero se desmoronase, pero a Aryes le encantaba levitar, ¿acaso era posible que tuviese vértigo?

Cuando, con tono socarrón, se lo pregunté, Aryes carraspeó.

—El problema no es levitar, el problema es que yo siempre meto la pata en los momentos más cruciales —contestó con una mueca resignada.

Me eché a reír.

—¡Yo también! No te preocupes, Drakvian nos guiará.

Aryes me miró fijamente.

—Eso no me es de ningún consuelo. Tú… ¿confías en Drakvian?

Enarqué una ceja.

—Creía que aceptabas las rarezas de la gente con facilidad —le repliqué con una ancha sonrisa.

Aryes se encogió de hombros.

—Ya, pero a ti te conozco —murmuró simplemente.

—Tiene un carácter extraño —concedí—, pero me cae bien. Márevor Helith dijo que congeniaríamos enseguida.

Los labios de Aryes se levantaron en un rictus irónico.

—Márevor Helith —repitió—. Sí, quizá tengas razón y la esté juzgando demasiado rápido.

Me gustó su cambio de actitud y aprobé con la cabeza.

—Y ahora será mejor que nos atemos a la cuerda. —Ladeé la cabeza y sonreí—. Frundis dice que no le dejo nunca tiempo libre para componer.

—A saber lo que compone después —comentó Aryes—. Seguro que introduce el ruido de una roca deslizándose por el precipicio y gritos aterrados…

—¡Aryes! —protesté, agrandando los ojos.

Aryes se echó a reír.

—Hace más de un mes la que estaba asustada por los rayos eras tú —apuntó.

No tuve más remedio que aceptar la réplica. Como decía, la ascensión fue horrible e interminable. Nos pasamos cinco horas enteras subiendo. En algunos trechos el sendero se ensanchaba o dejaba de subir tanto, permitiéndonos un momento de descanso. Aquella noche dormimos como lirones y sólo cuando despertamos, a media mañana, nos dimos cuenta de que nos hubieran podido atacar durante la noche. A pesar de nuestra inconsciencia, nos alegramos todos de haber recuperado algo de sueño.

Ahí no se acababan todas las desventuras. El macizo de los Extradios no llevaba bien puesto el nombre. No era un macizo, era un amasijo de montes empinados llenos de precipicios y peñascos rocosos y bosques tupidos que de cuando en cuando se paraban brutalmente y dejaban sitio a una vertiente poblada tan sólo de rocas, arbustos pequeños y hierba rala. El tiempo lluvioso del principio de nuestro viaje había desaparecido y ahora caminábamos bajo un sol ardiente que tan pronto como desaparecía tras las montañas se llevaba todo el calor. Las noches, en la montaña, eran frías. Soplaba continuamente el viento y a veces me preguntaba si no hubiera sido mejor idea rodear las montañas volviendo a bajar por el Aprendiz por la otra ribera.

El día en que empezamos a bajar de veras, hacia el Paso de Marp, fue quizá el peor. La bajada era muy empinada y Frundis se quejaba todo el tiempo de la manera con que lo trataba.

«Soy un luchador», gemía, «no una cachava.»

Y se ponía a hablar entonces de los portadores que le habían hecho pasar por volcanes, desiertos rocosos y desiertos de arena… siempre con una musiquita de fondo que a veces no pegaba nada con su historia.

Bajaba apoyándome sin cesar en el bastón, y él me hacía bromas creando ilusiones de precipicios y serpientes enormes o cosas del estilo y se reía a carcajadas cada vez que me las tragaba. Me caí más de una vez, incluso más veces que Aryes, que ya es decir. Dolgy Vranc hacía rodar piedras a cada paso y por eso pasó a andar delante mientras Lénisu cerraba el paso. Drakvian no era tan hábil cuando pasábamos por pedregales y bajaba cuidadosamente, ladeada e inclinada hacia delante. Sus pelos verdes brillaban bajo los rayos del sol pero su piel seguía siendo tan pálida como siempre.

Habíamos bajado la mitad del pedregal cuando Deria pegó un chillido y me cogió del brazo.

—¡Au! —protesté.

—Nadros rojos —susurró.

Enseguida hubo revuelo.

—¿Dónde? —preguntó Dolgy Vranc, poniendo la mano en visera.

—En el bosque —contestó Lénisu—. Apenas se ve desde aquí. Si tuviese un pequeño catalejo…

—Hay varias cosas que se mueven por el bosque —comentó Drakvian, entornando los ojos.

—¿Por qué dices que son nadros rojos? —inquirí, girándome hacia la drayta.

Deria agrandó los ojos y se encogió de hombros.

—Tal vez no lo sean.

Lénisu giró la cabeza hacia la vertiente que estábamos bajando y agitó la cabeza. La vampira, adivinando quizá sus pensamientos, gruñó.

—Volver a subir esto no es una buena idea. Si me hubieseis escuchado, habríamos desembocado en el otro monte y habríamos evitado este pedregal.

Lénisu carraspeó.

—Quizá, pero ahora que estamos aquí, sólo nos queda la opción de bajar por ahí y rezar para que no nos esté esperando abajo un ejército de nadros rojos.

Dol resbaló y se oyó un estruendo de piedras cayendo acompañado de varios improperios. En el bosque, las siluetas que antes se agitaban se quedaron inmóviles.

—Esto no me gusta —murmuré.

—Ya qué importa —replicó la vampira.

Y continuamos bajando. Frundis, en aquel momento, me gastó una broma que pudo costarme la vida. De pronto, vi cómo el terreno se movía y oí un crujido tan terrible que parecía que el mundo se había roto en dos. Ya no sabía dónde posar los pies y me era imposible quedarme quieta aunque supiera que todo no era más que ilusión. Perdí el equilibrio.

Rodé hasta abajo, hincándome los guijarros y haciéndome arañazos por todas partes. En mi caída, sentí que mi jaipú sufría una convulsión que, junto al miedo, acabó por convencerme de que mi corazón no podría aguantar mucho más latiendo a esa velocidad. Entonces, me di cuenta de que me estaba transformando… Pff, como si eso pudiera ayudarme, pensé desesperada.

Todo fue muy rápido. Me transformé y sentí que las marcas de energía me protegían más de los golpes, como si tuviese una piel más dura. Seguí rodando por un corto trecho de hierba e iba a tratar de recuperar el equilibrio cuando de repente caí de una altura y acabé en medio de un arroyo.

Escupí agua y solté una maldición.

—¡Frundis! —grité con toda la fuerza de mis pulmones.

Oí de pronto unos ruidos de pasos y levanté la cabeza, horrorizada, al recordar las siluetas que habíamos divisado desde el pedregal. Apenas tuve el tiempo de divisar unos grandes ojos azules y una cola llena de escamas azules antes de que desaparecieran junto a otros bultos que huían a toda prisa.

—¡Eso, marchaos! —grité, haciéndome la valiente.

Y por si acaso miré hacia mi alrededor para cerciorarme de que lo que les había hecho huir era mi estruendosa llegada. Más segura, abrí los brazos y me contemplé. Estaba hundida. Y estaba llena de barro.

—¡Aquí está! —gritó de pronto la voz de Drakvian.

La vampira aterrizó a mi lado salpicando a su alrededor y me contempló con una ancha sonrisa.

—¡Menuda caída!

Le devolví la sonrisa.

—¿Repetimos?

Algo que se parecía a sorpresa brilló en los ojos de la vampira.

—Ahora entiendo por qué te metes en tantos líos —replicó. Me eché a reír—. Te advierto de que estás aún transformada. Será mejor que vuelvas a tu estado normal.

Agrandé los ojos y vi que efectivamente, debajo del barro que me cubría, mis brazos seguían teniendo las marcas.

—Drakvian —pronuncié—. Tú… sabes quién es Zaix, ¿verdad?

La vampira enarcó una ceja.

—Pues claro. Es el Demonio Encadenado.

—¿Y qué se supone que está haciendo conmigo? —pregunté con una vocecita.

La vampira me miró fijamente y al de un rato entornó los ojos.

—Los demonios sólo se interesan por los demás demonios —acabó por decir—. Al menos casi siempre.

—Pero… yo no soy ningún demonio —protesté.

Ella se encogió de hombros y apartó una mecha verde de su rostro.

—Ya estás volviendo a tu otra forma.

Apareció Aryes arriba del montículo y pronto aparecieron los demás. Confié en que Drakvian decía la verdad y que ya no me lucían ojos rojos en lugar de mis ojos verdes de toda la vida.

—No sé por qué —me susurró Drakvian— pero fíjate: cada vez que estás sola o que pierdes el control, te transformas. Es gracioso.

—Gracioso —repetí con tono gruñón.

—Casi tanto como bajar de un pedregal rodando —añadió la vampira, riendo, sarcástica.

Agité la cabeza, suspirando y levanté la cabeza al oír mi nombre. Lénisu llevaba a Frundis y recordé el mal rato que me había hecho pasar el bastón.

Cuando nos hubimos reunido todos, les dije que las criaturas que habíamos divisado antes se habían ido despavoridas al verme.

—Les dije que se marchasen, ¡y se han marchado! —conté alegremente.

—¿Qué pinta tenían? —preguntó Lénisu.

—Parecían nadros rojos, pero en azul.

Lénisu frunció el ceño y luego se echó a reír.

—¡Eran nadros del miedo! Sí. Seguramente. Se parecen mucho a los nadros rojos, pero son muy miedicas.

Hice una mueca al darme cuenta de que finalmente quizá no hubiese espantado más que a un grupo de cobardes. Cuando recuperé mi bastón, tuve una larga conversación con Frundis. Syu me apoyó diciéndole que no se había comportado como un gawalt digno de ese nombre. Finalmente, Frundis, después de una animada discusión, acabó por excusarse de su actitud indigna. Ignoraba cuánto tendría que esperar hasta que me gastara otra broma del estilo, pero en el fondo, Frundis era un buen compañero.

A partir de ahí, el camino fue muchísimo más tranquilo. Atravesamos el bosque y llegamos a la ruta del Paso, que estaba frecuentemente transitado por patrullas. La mayoría de esos guardias salían de la Pagoda Azul de Ató. Al principio, Lénisu nos hizo pasar por un camino distinto, rodeando la ruta.

—¿Por qué no tomamos el camino más simple? —preguntó Deria, al ver alejarse detrás de ella la ruta del Paso, despejada y llana.

—Porque no es el camino más simple —replicó Lénisu, sin más explicaciones.

Tras varias horas de atravesar colinas y hacer rodeos inútiles, empecé a dudar de si Lénisu nos llevaba hacia Ató, aunque dudar de eso no tenía ni pies ni cabeza porque llevábamos más de un mes buscando a Aleria y Akín, pero entonces, ¿por qué retrasarnos?

En un momento, me adelanté y me puse a caminar junto a Lénisu, haciendo caso omiso del coro religioso que estaba emitiendo Frundis.

—Lénisu —dije—, tengo una pregunta… ¿adónde nos llevas?

Lénisu se giró hacia mí, sorprendido.

—A Ató, ¿adónde quieres que os lleve?

—Pero entonces, ¿por qué vamos por un camino tan poco… práctico?

—Bueno, sé que puede parecerte increíble pero hay algún puesto de guardia por ahí en el que no me tienen en gran estima. Ya te dije que solía pasar mercancía de Hilos a Ató. Yo solía explorar la zona. La guardia me pilló algunas veces, pero jamás pudo probar nada —dijo, sonriendo—. Desgraciadamente, por lo menos uno de esos jefes sigue estando ahí… lo comprobé cuando fui a Ató en tu busca. Me reconocería de inmediato, te lo aseguro. Registra todos los rostros de los arrestados en su memoria, da asco.

—Vaya —dije.

—Además, nuestro grupo atrae demasiado la atención. Un semi-orco, una vampira, una drayta… es demasiado para que no nos pregunten de dónde venimos y por qué nos dirigimos a Ató.

Suspiré y asentí.

—De acuerdo, me has convencido. ¿Qué tal va tu herida?

—Mejor. Aryes y tú habéis hecho un buen trabajo.

Negué con la cabeza.

—Aleria lo habría hecho mucho mejor, es una experta en energía esenciática.

Lénisu sonrió al notar mi cambio de tono.

—Pronto llegaremos a Ató y podrás volver a ver a tus amigos, Shaedra.

Le devolví una sonrisa radiante.

Seguimos andando por bosques y montes, evitando la ruta. El tiempo, de pronto, se estropeó, el sol desapareció detrás de las nubes oscuras, y empezó a llover y a granizar. En Ató, el invierno ya había empezado y el aire era frío, los árboles habían perdido casi todas sus hojas y era necesario envolverse con la capa para cortar el viento helador que venía de las Montañas Nevadas pasando por el océano Dólico.

Pasamos del otro lado del Trueno y al de tres días, vimos los primeros ganados y cultivos que cercaban la ciudad de Ató. Las casas seguían ahí, intactas, y apenas habían cambiado las cosas. Una granja quemada se estaba reconstruyendo en nuestro lado del río, y se había agrandado el almacén de comida. Pero aparte de esos detalles, todo estaba igual que hacía siete meses.

Aryes y yo soñábamos con ese día desde hacía tiempo e intercambiamos una sonrisa eufórica. Cruzamos el puente sin escuchar la voz apremiante de Lénisu y corrimos calle arriba, por el Corredor. Deria nos seguía de cerca, y los tres reíamos, felices.

«¿Este es tu hogar?», preguntó Syu.

Sonreí.

«Sí. ¿Te gusta?»

Syu contempló la pequeña ciudad y asintió.

«Al menos hay árboles y casas. Y no huele tan mal como en Ombay o Acaraus.»

«¡Te voy a presentar a mi padre!», le dije, animada.

«Tengo curiosidad por saber quién es», dijo Frundis, bostezando.

Corrí hacia el Ciervo alado y abrí la puerta. Entré. El interior estaba lleno de gente que se había cobijado ahí, huyendo del frío de afuera. Aryes había ido a su casa y Deria se había quedado viendo el escaparate de la zapatería mientras Lénisu y Dolgy Vranc subían la calle con tranquilidad.

Cerré la puerta y cuando volví a girarme, me encontré con dos ojos castaños que me contemplaban como en un sueño.

—¿Shaedra? —farfulló Kirlens.

Sonreí.

—¡Shaedra! —bramó. En medio de un silencio atónito, el posadero salió de detrás del mostrador y se abalanzó sobre mí. Me aplastó abrazándome con sus dos manos fuertes y levantándome en vilo mientras reíamos. Tiré a Frundis al suelo para corresponder al abrazo y dejé de oír la música romántica e irónica del bastón.

—Kirlens, te he echado muchísimo de menos —sollocé.

En ese momento se abrió la puerta y Lénisu entró.

—¿Cómo te va todo, Kirlens? —le dijo, dándole una palmadita sobre el hombro.

El rostro de Kirlens se ensombreció al verlo, pero al menos no le pidió que se fuera. La gente de la taberna, después de un breve mutismo, se puso a comentar el hecho en voz alta y ya al músico contratado apenas se le oía en medio del barullo.

—Llamaré a Satme. Y luego me cuentas todo, Shaedra.

Recogí a Frundis y Kirlens nos hizo entrar en la cocina, donde Wigy casi se desmayó y me abrazó llorando de tal manera que parecía casi una broma. Entonces, oyendo sin duda el alboroto, apareció Taroshi en la cocina y, gritando mi nombre, se me abrazó con fuerza antes de que pudiera apartarme. Me sonreí, agradablemente sorprendida al ver que Taroshi por fin se comportaba como un niño normal.

Nos sentamos los cinco en la cocina y Kirlens nos sirvió sopa de ajo con hortalizas y tarta de frambuesas y aunque aún faltasen dos horas para la hora de la cena, Lénisu y yo comimos con voracidad, porque hacía tres días que nos contentábamos con comer raíces y poca cosa más.

—Estás horrible, Shaedra —sollozaba Wigy, mirándome fijamente.

—Wigy, déjales comer tranquilos —le cortó entonces Kirlens—. Ve a ayudar a Satme, ya me ocupo yo de la cocina.

Wigy protestó pero acabó por salir, llevándose a Taroshi a la fuerza y dejando un silencio relativo detrás de ella.

—¿Y el mono? —preguntó Kirlens.

—Es un gawalt —contesté, entre cucharada y cucharada—. Se llama Syu, es amigo mío.

Syu enseñó sus dientes y asintió con la cabeza firmemente. Kirlens agrandó los ojos.

—Parece inteligente.

Expulsé la sopa que aún no había tragado, sofocando de risa. Lénisu soltó una carcajada.

—Te aseguro, Kirlens, que Syu es más que un simple mono.

Kirlens se sentó a la mesa y nos observó alternadamente.

—¿Y bien? ¿Cuál es la historia? ¡Por todos los dioses!, te creía muerta, Shaedra. Aquel día…

Agitó la cabeza y yo hablé antes de que prosiguiera:

—Es una historia bastante larga. Pero te la resumiré. Pasamos por un monolito, siguiendo los pasos de Aleria. Aparecimos en el valle de Éwensin, y nos encontramos con Stalius, un legendario renegado que le protegía a Aleria. Caminamos hacia el oeste, nos enfrentamos a un dragón de tierra en Tauruith-jur, luego atravesamos otro monolito cerca de Tenap y yo aparecí en la academia de Dathrun. Mis hermanos estaban ahí. Me quedé ahí varios meses y luego me volví a encontrar con Lénisu y todos, excepto Aleria y Akín. Salimos de Dathrun en su busca, pero hace unos días solamente que sabemos que están en Ató sanos y salvos.

Kirlens parpadeó varios segundos y se recostó contra el respaldo de su silla, aturdido.

—Creo que será mejor hablar de esto más tarde —apuntó Lénisu—. Con más reposo. Llevamos semanas andando sin descansar prácticamente… ¿sigues teniendo libre el cuarto que me diste la última vez?

Kirlens levantó la cabeza y asintió.

—Sí. Sí —repitió—, será mejor que descanséis un poco.

—Yo tengo que ir a ver a Aleria y Akín —declaré, levantándome—. No puedo esperar más.

—Buen reencuentro —me deseó Lénisu—. Yo los veré mañana, ahora creo que voy a subir y dormir algo.

El “dormir algo” significaba que iba a dormir unas doce horas aproximadamente. Sonriendo, salí de la cocina y diez minutos después estaba corriendo por los tejados, dirigiéndome a casa de Aleria.

1 Golpes de efecto

La noticia de nuestra reaparición causó revuelo en Ató durante al menos tres días, el tiempo para que todo el mundillo curioso se enterara de qué nos había pasado. Por supuesto, muchos no nos creyeron, pero a mí no me importaba. En la taberna, detrás del mostrador, repetí tantas veces la historia del dragón de tierra, que creo que al final la contaba siempre con las mismas palabras, sin pensar. Nadie, en Ató, exceptuando algún guardia o cofrade, había visto un día a un dragón de tierra. Por supuesto, algunos habían entrado en el Museo de Dragones de Neiram, pero no era lo mismo ver a un dragón disecado que a un dragón de verdad.

Desde su regreso a Ató, Aleria y Akín habían intentado convencer al Mahir y al Dáilerrin sin resultado y su historia había sido acallada para no perjudicar la reputación de ambas familias. El padre de Akín tenía una posición que mantener. Y Daian Mireglia, a pesar de su afición por la alquimia, se había forjado una imagen respetable. Su desaparición había dejado una mancha indeleble pero los cuentos estrafalarios de Aleria lo habrían empeorado. Por eso Aleria no contó nada sobre lo que le había dicho Stalius de los guaratos y de la Hija del Viento.

El monolito de Márevor había llevado a Aleria y Akín a las Llanuras de Drenau. En total, habían sido cuatro en aparecer por esos lares: Aleria, Akín, Stalius y Yilid. Por un tiempo, estuvieron totalmente perdidos, hasta que tras varios días de andar se toparon con los Acantilados. Viajaron hasta Acaraus y remontaron el Aprendiz, buscando el pueblo de los guaratos. No acabé de entender lo que les pasó a partir del día en que encontraron las ruinas. Al parecer, Stalius los llevó a un templo oculto. Ahí encontraron a una familia de guaratos con una mujer muy vieja a la que en Ajensoldra habrían tachado de bruja por lo que me dijo Aleria. Aleria entró en el templo sola y al parecer Stalius tuvo que atar a Akín a un árbol para que no la siguiera. A partir de ahí, el relato de Aleria tenía lagunas. Aleria no quería contar a nadie todo lo que le había pasado en el templo y yo respeté su silencio aunque le repetí que, si consideraba un día que no podía mantener más el silencio, yo estaría ahí para ayudarla, como hacían siempre los amigos.

Por una razón misteriosa, Yilid había querido seguir el viaje con ellos. Hubiera podido volver a su marquesado, pero no lo hizo. Él decía que los acompañaba para proteger “a unos niños indefensos” de las pesadillas de Acaraus pero Aleria me contó que Yilid era demasiado inconsciente para proteger a nadie y que parecía convencido de que un verdadero noble tenía que hacer algo inusual y heroico en su vida. Aunque también me confesó que Yilid, pese a su juventud, era muy buen brejista y hasta sabía soltar sortilegios de hipnosis. Pero tras pasarse unos días en Ató haciendo calaveradas, Yilid se encontró con un sirviente de su padre y no tuvo más remedio que marcharse.

Stalius, por su parte, se había instalado en casa de Aleria, escandalizando a todo el vecindario. ¿Quién sería capaz de meter a un legendario renegado en una casa tan respetable como la de los Mireglia?, se preguntaba la gente. Se decía que Aleria Mireglia había perdido la razón al cruzar el monolito. O que Stalius le estaba haciendo chantaje por algún negocio oscuro. Todo, alrededor de la casa de Aleria, eran rumores, cotilleos y mentiras laboriosamente inventadas.

Al contrario, el señor Eiben logró que nada excesivamente extraño se comentase de su hijo menor. Akín había vuelto a la Pagoda Azul sin problemas. En cambio, Aleria tuvo que justificar su ausencia y le costó dos semanas conseguir una audiencia con el Dáilerrin. Y aun así, no le fue fácil volver a la Pagoda Azul, dado que no había pasado los exámenes de admisión la pasada primavera. Sólo lo consiguió gracias a la insistencia del maestro Áynorin para que su alumna pasase unos exámenes excepcionales de integración al segundo año de snorí.

Mi regreso coincidió con el primer día de exámenes de Aleria. Mi reaparición le causó tal conmoción que me alegré de que se supiera las respuestas casi sin reflexionar porque dudo de que estuviese muy concentrada durante las evaluaciones.

Aryes y yo nos enteramos de que habíamos aprobado todos los exámenes escritos y todos los exámenes prácticos, exceptuando el último, de modo que tras una breve charla con el Dáilerrin, nos permitieron volver a la Pagoda Azul bajo la condición de pagar la matrícula de todo un año y jurar de nuevo por el reglamento del Libro de Ató.

Al de cinco días, ya había vuelto a coger la buena vida rutinaria de siempre. Tenía la impresión de que nunca había sido tan feliz. Volvía a bromear con Akín, Aleria volvía a fulminarme con la mirada cada vez que hacía algo mal, y a Syu le encantaba pasear conmigo por los tejados de la ciudad.

El primer día, Galgarrios corrió a toda prisa hacia mí y me sonrió anchamente, aplastándome con sus dos grandes brazos. Había crecido mucho más que yo, en esos meses, y ahora me sacaba una cabeza, y estaba más delgado y, según Laya, atraía las miradas de todas las muchachas de Ató. Pero aparte de eso, Galgarrios no había cambiado mucho. Marelta tampoco, por desgracia, seguía siendo poco agradable conmigo y por lo visto no le gustó que gozara de cierta popularidad durante los días que siguieron nuestro retorno. Salkysso y Kajert se alegraron mucho de verme, Ávend recuperó a su mejor amigo y Suminaria, a su alumna testaruda. Ozwil había cambiado sus botas saltadoras demasiado pequeñas… por otras botas saltadoras demasiado grandes, y cada vez que daba un paso parecía que iba a despegar, pero siempre las llevaba y Akín y yo llegamos a pensar que no se las quitaba ni para ir a dormir. Yori, el ílsero, se había convertido en el mejor alumno del maestro Jarp —que nos enseñaba dos días a la semana para instruirnos poco a poco en el arte de los kals—, pero yo le aseguré a Marelta y a él que Aleria superaría a todos en cuanto le dejasen girar unas cuantas páginas más.

Todo iba de maravilla. Deria se había instalado en casa de Dolgy Vranc y ambos trabajaban duro fabricando juguetes y a Deria le parecía cada vez más interesante hasta tal punto que renunció a imitarme a mí para imitarle al semi-orco. Lénisu realizaba trabajos para Kirlens y me daba la impresión de que este último abusaba un poco. En cuanto se repuso lo suficiente de su herida en el brazo, mi tío se ocupó de ir a buscar leña, reparar el viejo tejado de la cocina, verificar la entrega de las mercancías… Cada día, volvía agotado del trabajo, pero lo hacía todo sin protestar y me aseguró un día que no soportaba estar inactivo y que le gustaba hacer algo útil para Kirlens, a quien había causado tantos sobresaltos en los pasados meses.

Kirlens estaba muy contento con Lénisu y lo decía a todos los que le preguntaban por su nuevo empleado. La gente de Ató no solía ver a muchos ternians entrar en la ciudad. Para ellos, los ternians eran un pueblo primitivo que a duras penas intentaba mantenerse a la altura de la inteligencia saijit. Esas ideas totalmente ridículas provenían de una vieja tradición ajensoldrense. Era increíble que a unos días de viaje de ahí, en Ombay, las cosas fuesen tan distintas. Cuando les contaba a mis amigos mi vida en la academia de Dathrun, se maravillaban y se extrañaban. Por supuesto, habían leído libros sobre la cultura de las Comunidades de Éshingra, pero para ellos la vida de ahí era demasiado libertina y salvaje.

—Siempre les ha faltado cohesión —dijo Kajert un día—. Las Comunidades, en realidad, son muy anárquicas. Los reyes y los nobles siempre están riñendo. Y hay mucha miseria.

—Y las cofradías —intervino Yori, con su tono arrogante de siempre—. Las cofradías no son como aquí. No respetan ninguna regla. Por eso hay tantos problemas en las ciudades.

—Dicen que Ombay es la ciudad más peligrosa de la Tierra Baya —dijo Laya.

Asentí. Estábamos sentados en una sala vacía de la Pagoda Azul, cada uno con un libro sobre el regazo pero ninguno leía. Eran las tres de la tarde, sin embargo apenas se notaba que era de día porque afuera llovía a cántaros y se habían encendido las lámparas.

—Lo cierto es que Ató es muchísimo más habitable —dije—. Aunque no he tenido ningún problema en Ombay, pero al parecer hay muchas revueltas por ahí.

—Seguro que te habría encantado provocar una revuelta —soltó Marelta, con mal tono.

Me giré hacia ella y sonreí.

—Seguro —repliqué, irónica—. Lástima que no tuviese tiempo para derrocar a los Nueve Reyes y entronizarte a ti como Reina Suprema.

Aryes y Akín sonrieron anchamente y Marelta entornó los ojos, desafiante. Tenía la impresión de que la joven elfa oscura se estaba volviendo incluso más tonta de lo usual porque ahora ni Yori ni Laya la defendían.

—Un amigo de mi padre vino hace unos días —dijo Aryes para interrumpir la respuesta de Marelta—. Contó que en Ombay se están haciendo cada vez más frecuentes los asesinatos misteriosos. Todos culpan a los yedrays, o sea, las hadas negras.

Enarqué una ceja pero no dije nada.

—¿Hadas negras? —exclamó Aleria—. ¿Hay hadas negras en Ombay?

—Ahá —asintió Aryes—. Llevan años con ese problema. Al parecer, en Ajensoldra los echaron, pero en las Comunidades son los suficientes como para ser problemáticos.

—Pero… ¿qué pensáis que son exactamente los yedrays? —pregunté, curiosa por saber qué sabían del tema.

Había esperado que Aleria tomase su aire de experta, como cuando le preguntaban algo que ella sabía de memoria, pero esta vez se encogió de hombros.

—Hay muy pocos libros que hablen de ellos —contestó—. Y en la mayoría, les ponen el nombre de hadas negras, en vez de yedray. Cada vez que leo algún fragmento sobre esa gente, me quedo más confusa. A veces parecen ser una cofradía. Otras veces los presentan como seres medio saijit medio otra cosa… y otras veces dicen que son gente común y corriente que ha sufrido un desequilibrio energético y que por eso luego son capaces de controlar otras energías que nosotros no podemos controlar.

—¿Qué energías? —preguntó Salkysso, muy atento.

Aleria se encogió de hombros.

—Una vez leí que utilizaban energías negativas, pero nunca he visto hablar de energías negativas en otros libros.

—La energía mórtica debe de ser una energía negativa —reflexionó Ávend.

—En todo caso, no parecen muy positivos si van matando a la gente de Ombay —comentó Laya—. No me extraña que los hayan echado de Ajensoldra.

Con un escalofrío, pensé que unas pocas palabras de mi parte habrían podido romper definitivamente con la confianza que al parecer había recobrado para con mis compañeros de clase. En ese momento, Suminaria carraspeó.

—En la biblioteca de Aefna, hay muchos libros que hablan de las hermandades del kershí y de los yedrays —dijo.

Yo me sobresalté, asustada de oír la palabra «kershí» y Aleria soltó un profundo suspiro.

—¡Ojalá pudiera un día ver las maravillas de esa biblioteca! —exclamó.

Akín y yo intercambiamos una mirada falsamente alarmada.

—¡No! —gritamos ambos, riendo.

—Ni se te ocurra acercarte —retomó Akín—. No vaya a ser que decidas leerte todos los libros que hay ahí, ¡madre mía!

Nos echamos a reír y Aleria nos fulminó con la mirada.

—Los libros enriquecen el alma —replicó, altiva. En ese momento, resonó un trueno afuera y nos sobresaltamos. A partir de ahí, algunos de nosotros volvimos a interesarnos por nuestros libros y otros se pusieron a hablar del tiempo y de si el Dailorilh tendría razón o no sobre el Ciclo del Pantano.

Transcurrían los días, se acercaba el frío invernal a marchas forzadas y yo iba notando que cada vez se iban haciendo más frecuentes las noches en que me transformaba, hasta tal punto que llegó a ocurrirme todas las noches. La teoría de Drakvian según la cual me convertía cada vez que me sentía sola y en seguridad se iba confirmando. No había vuelto a ver a la vampira desde el día en que habíamos regresado y, curiosamente, la echaba de menos.

Al principio, cuando me transformaba, las más veces me quedaba tendida en mi cama esperando quizá que Zaix viniese a darme más explicaciones, pero no volvió a interesarse por mí y eso me aliviaba y me preocupaba a la vez porque ¿quién, si no, sabría explicarme cómo deshacer los efectos de la poción?

A veces, cuando sentía que rebosaba demasiado de energías y cuando no llovía, salía de Ató a hurtadillas y me adentraba en el bosque. Syu siempre me acompañaba y yo solía llevar a Frundis porque de día siempre se quedaba solo en mi cuarto y me sentía culpable al dejarlo tan tranquilo. Él aseguraba que estaba componiendo algo maravilloso, pero cada vez que le proponía un pequeño paseo nocturno por el bosque, se ponía a canturrear y a tocar una melodía alegre por lo que infería que estaba contento de pasar un rato conmigo y con el mono.

A Syu le encantaba aquel bosque. Había ramas para todos los gustos, árboles grandes y arbustos, y aún seguían las cuerdas en Roca Grande, uniendo los troncos alrededor del agua. Nos divertíamos haciendo carreras y utilizábamos a Frundis como línea de llegada. Lo malo era que Frundis siempre hacía trampas, y más de una vez Syu y yo nos vimos rodeados de imágenes de bastones un poco por todo el bosque, de modo que la carrera se convertía en otro juego que consistía en buscar al Frundis verdadero entre tantos clones y gruñir contra un bastón tramposo que no paraba de reírse, incluso durante el camino de regreso a casa, pese a estar cansado por haber lanzado tanto sortilegio.

Si de noche me olvidaba totalmente de mis responsabilidades, de día era diferente. Me despertaba todos los días a las siete y media para estar en la Pagoda Azul a las ocho en punto. El maestro Áynorin nos daba clases tres días a la semana. No había cambiado y cuando nos vio volver a Aryes y a mí no ocultó su alegría ni una pizca. Nos había echado de menos. Y a mí, al final de mi primera clase, me hizo muchas preguntas sobre cómo se enseñaba en la academia de Dathrun y traté de contestarle lo mejor que pude. Y a pesar de que le gustaran algunas ideas de las que le expuse, pareció poco inclinado a adoptar la manera de enseñar de Dathrun.

—Me da a mí que son muy poco prudentes con las energías —comentó—. Aquí en Ató nunca hemos tenido accidentes serios en la Pagoda. Y lo que dices del jaipú es muy extraño. No logro entender cómo se las arreglan los maestros para enseñar a sus alumnos a controlar las energías sin enseñarles antes a controlar el jaipú. Muy extraño —repitió.

Yo me fui a la taberna y lo dejé sumido en sus pensamientos.

En cuanto al maestro Jarp, no era como el maestro Áynorin, era menos simpático y más estricto pero era buen profesor. Habiéndome saltado tantos meses, había creído que me costaría quedarme a la altura de los demás, pero entonces fue cuando me di cuenta de todo lo que había aprendido en la academia de Dathrun, aunque lo que mejor se me daba, y de lejos, eran las armonías.

Pero el que más impresionó a todos fue Aryes. Cuando se enteraron de que era capaz de controlar la energía órica, le pidieron una demostración, y Aryes, por no decepcionarlos, levitó hasta el tejado y volvió a bajar, con una sonrisa tranquila en los labios. De alguna manera, el pañuelo que siempre llevaba alrededor del cuello —al que llamaba Borrasca— le había ayudado a entender mejor la energía órica y ahora no gastaba tanto su tallo energético. Aun así me preocupaba que Aryes no fuera suficientemente prudente, cosa que me sorprendía porque Aryes siempre era prudente.

Un día lluvioso en que volvía a la taberna, me encontré con Jans, el pelirrojo aprendiz herrero. Me quedé boquiabierta al ver que llevaba el símbolo de Taetheruilín bordado en su cinturón.

—¡Jans! —exclamé, riendo—. ¡Finalmente has conseguido lo que querías!

Jans echó un vistazo al martillo dorado que enarbolaba su cinturón y sonrió.

—Taetheruilín se enteró de que me gustaba mucho su trabajo. Me ha puesto a prueba —reveló.

—¡Eso es genial!

Jans sonrió más anchamente. Por lo visto, estaba muy contento, pero enseguida su sonrisa se torció y fruncí el ceño.

—¿Qué tal te ha ido todo durante estos últimos meses? —le pregunté.

—Bien —replicó. Como yo enarcaba una ceja, interrogante, él suspiró—. Aunque… ha pasado algo horrible. Se trata de mi hermano mayor y de mi padre. Se han enfadado muchísimo y mi padre… lo desheredó. Y mi hermano, de la noche a la mañana, decidió marcharse de casa.

Agrandé los ojos como platos, atónita. ¿Cómo podían enfadarse tanto un padre y un hijo para actuar de esa forma?

—Así que… se supone que me he convertido en el heredero de toda su fortuna —dijo Jans con tono lastimoso—. Y él no soporta que le hable de convertirme en herrero.

—¿Tu padre no está contento de que aprendas con Taetheruilín? —pregunté, sin poder creerlo.

—Bueno… sí, está contento de que haya llegado a ser alguien sin más ayuda que mi voluntad y mis manos… pero algún día querrá que vuelva a sus tierras.

—Entiendo —murmuré—. Eso es un problema.

Jans asintió.

—Odio tener que ocuparme de las cuentas y de los sueldos de los campesinos. Me daría la impresión de ser… como mi padre. No quiero acabar así. Yo quiero vivir con un martillo en la mano y un arma en la otra. Quiero sudar hierro como Taetheruilín —añadió, enardecido.

—Y lo harás —le aseguré con una sonrisa—. Aunque… conozco a más de uno que aceptaría la herencia sin rechistar.

—Dinero —soltó él como escupiendo—. Eso es lo que envenena la vida de mi familia. Pero yo no soy como ellos. Tengo otros sueños.

Al despedirme de él, me dirigí a la taberna, pensativa. Jans tenía muchos sueños en su vida, pero, ¿y yo? ¿Los tenía? Fui repasando lo que realmente me gustaría hacer de mi vida. No quería ser Centinela como Sarpi. Tampoco quería ser Guardia de Ató. Ni quería ser tabernera. Tampoco me apetecía ser espía, como me lo había propuesto Daelgar. No. Los espías trabajaban para alguien. Los guardias trabajaban para alguien. Yo quería trabajar a mi antojo, como Lénisu.

Entonces, me pregunté si realmente Lénisu trabajaba para él mismo. Siempre, en sus relatos de contrabando hablaba de colaboradores sin decir ningún nombre. Contaba muchas aventuras pero… ¿acaso era él el que decidía realizar esas aventuras? A partir de ahí, volví a formularme preguntas que no paraba de hacerme. ¿Por qué conocía tan bien a los Istrags? ¿Qué importancia tenían esos documentos encriptados con listas de nombres? Cuando había vuelto a Ató, había tenido demasiadas cosas en que pensar para preocuparme de esas preguntas, pero ahora volvían a surgir como oleadas que iban tirando sobre la playa todas las cosas confusas que no cuadraban.

En realidad, ¿qué sabía? Nada. Ignoraba el pasado de Lénisu y el de mis padres, ignoraba quién era Zaix, ignoraba qué querían hacer los Hullinrots conmigo. Ignoraba si el shuamir me mataría o no. No sabía controlar el kershí más que para hablar con Syu. ¿Qué clase de yedray era yo? ¿Qué clase de demonio si no sabía ni controlar mis transformaciones? ¿Y por qué Jaixel me había elegido a mí para imponerme sus recuerdos de la infancia?

Iba a entrar en la taberna, hundida y confundida, cuando de pronto la puerta se abrió y salió Lénisu. Al verme, se acercó con unas cuantas zancadas, pisando los charcos, me cogió del brazo y me dijo con tono urgente:

—Varias manadas de nadros rojos se aproximan a Ató. Todo el mundo está alborotado y los Centinelas dicen que hace tiempo que no han visto a tantos nadros rojos juntos, y sobre todo en esta época del año en que se aproxima el invierno.

Parpadeé, atónita.

—¿Y qué se le va a hacer?

Lénisu frunció el ceño.

—Bueno —caviló—, no estaría de más que fuésemos prudentes. Entre tanta criatura, podría esconderse algún enviado de los Hullinrots. Ya sé que es remoto y que es poco probable que los Hullinrots hayan decidido molestarte con todos los problemas que tienen pero… Dol piensa que si te pusieses el shuamir de Márevor Helith sería una buena idea.

Me crucé de brazos y negué con la cabeza.

—¿Has hablado con Dol?

Lénisu asintió.

—A mí no me convence más que a ti.

—Si me pongo el shuamir, podría…

Callé, dándome cuenta de lo que iba a decir. Márevor Helith me había asegurado que era muy improbable que el amuleto me hiciera algo malo. Pero, pensé, ¿y si me pasaba algo? Sin embargo… ¿Y si los Hullinrots habían enviado un esqueleto ciego…? Ya lo veía venir, descarnado, avanzando lentamente hacia mí con los ojos brillantes de luz asdrónica… Me entró el pánico con sólo pensarlo y busqué el shuamir en mi bolsillo.

—Buaj, debe de estar en mi cuarto —dije al tiempo que me entraba un súbito temor. ¿Y si lo había perdido? ¿Y si se me había caído? ¿Desde cuándo no había verificado que lo tenía?

Corrí a toda prisa, crucé la sala de la taberna, la cocina, subí las escaleras y abrí la puerta de mi cuarto en volandas. Me puse a desvalijar mi cuarto, desesperada, sin encontrarlo.

—¿No lo encuentras? —me preguntó Lénisu, arrimado en el marco de la puerta, chorreando agua como yo.

Negué con la cabeza y me senté en la cama, abochornada.

—¿No se te ocurre ninguna idea de dónde puedes haberlo metido? —insistió mi tío.

—Ni idea —repliqué—. Es más…

—¿Sí? —me animó él, entornando los ojos.

—Pues que ahora que lo pienso… cuando lo vi por última vez fue… er… ¿cuando subimos el sendero por donde nos guió Drakvian, quizá?

Me mordí el labio al ver la expresión descompuesta de Lénisu. Hubo un silencio. Me levanté.

—¡Bueno! —dije, tratando de sonreír—. No es para tanto, ¿verdad? Si realmente algún enviado de los Hullinrots viene a por mí, ejeh, sólo tendré que… ¿correr?

Mi sonrisa desapareció poco a poco al ver la cara pensativa de Lénisu.

—Espero que los temores de Dol no se confirmen. En fin, me alegro sinceramente de que hayas perdido ese objeto encantado. Esas cosas siempre tienen ciertos riesgos.

—Vaya —articulé—. ¿Cómo he podido perderlo?

Volví a sentarme en la cama y me concentré. Repasando nuestro viaje por los Extradios y por la ribera este del Trueno, se me ocurrieron muchos momentos en los que hubiera podido ocurrir la silenciosa catástrofe.

—Venga, no te preocupes. Yo ya no me preocupo por nada —soltó Lénisu—. ¿Qué tal las clases?

Hice abstracción del amuleto y pasé a contarle a Lénisu las horas que había pasado intentando soltar chispas de electricidad, sin conseguirlo.

—Es inútil —dije—. Ninguno de nosotros lo ha conseguido, sólo Salkysso y Marelta han podido soltar algunas chispas, y casi se las pierde el maestro Jarp porque en aquel momento no miraba.

—Bueno… supongo que no es fácil crear chispas eléctricas con las energías —comentó Lénisu.

—No lo es. Aunque Jirio no parecía tener problemas para electrocutar todo cuanto tocase —suspiré, tumbándome en la cama—. Me gustaría saber cómo lo hacía.

Lénisu se echó a reír y lo miré, sorprendida.

—¿Qué ocurre?

—¡Ah! —dijo mi tío, sentándose en la silla con alegría—. Siempre que no puedes hacer algo intentas entender por qué no puedes hacerlo. Me hace gracia pero me parece bien que seas así. Nunca hay que darse por vencido… salvo cuando es absolutamente necesario.

—Mm —reflexioné—. De todas formas, yo creo que no funciona porque a mi jaipú no le gusta tener demasiada electricidad. Ni a mí tampoco. Eso es lo que me preocupa, Lénisu.

Mi tío posó las manos sobre el respaldo y me miró enarcando una ceja.

—¿El qué?

Miré el techo con aire pensativo.

—Sé que a Kirlens no le gustaría oír esto pero… —Me giré hacia Lénisu y confesé—: No quiero ser celmista de Ató, ni guardia ni esas cosas. En todo caso, podría ser maestra en la Pagoda Azul… pero para eso se necesita tener buenas relaciones y ya sabes que yo no las tengo. Además, que yo sepa, exceptuando al maestro Áynorin, todos los maestros tienen más de sesenta años. Y el maestro Áynorin es hijo de Fárrigan.

Lénisu ladeó la cabeza.

—¿Quién es Fárrigan?

—Un señor muy rico que vive más abajo, en una islita en el río Trueno —contesté—. Yo tampoco lo conocía hasta que le oí decir a Salkysso que tenía once hijos en total. Todos son naturales, excepto uno.

—¿Áynorin?

—No —repliqué, riendo—. Él no. No recuerdo el nombre del heredero, pero es el más joven de todos, según me dijo Salkysso.

—Mm, entonces, si no quieres ser Guardia de Ató, harás otra cosa. Ya sabes que el haber estudiado en una Pagoda siempre te abre muchas posibilidades.

Su tono sereno me reconfortó y me di cuenta de que en realidad todas mis preocupaciones no eran tan importantes. Por el momento, lo importante era que estaba feliz viviendo en el Ciervo alado con mi tío, reuniéndome con mis amigos y saliendo a pasear con Syu y Frundis por las noches.

—Sólo espero que no haya tantos nadros rojos como dices —comenté—. ¡Bueno! Yo no he comido nada desde las siete y media y ¡tengo tanta hambre que podría comerme gusanos! —exclamé, levantándome de un bote.

Lénisu me observó con curiosidad.

—¿Esa expresión… se usa en Ató? —preguntó.

—Er… no —contesté, sonrojándome—. La suele decir Syu cuando tiene hambre.

Lénisu no contestó pero toda su expresión decía claramente que le hacía mucha gracia que repitiese los dichos que me enseñaba un mono gawalt.

2 La Sreda

—¿Dónde está el mar de Helmins exactamente? —preguntó Akín, con la mirada fija en un pequeño libro de historia de economía.

—Al sur del Mar de Ardel —contestó Aleria, distraída.

—Ah —agradeció Akín.

Aleria estaba casi sepultada debajo de los libros. Llevaba toda la semana buscando información sobre cosas de alquimia y sus ojos rojos se oscurecían, cansados de tanto leer.

Llevábamos dos horas sentados a una mesa de la biblioteca en la Sección Celmista sin tener otra cosa que hacer que instruirnos como buenos alumnos. Afuera, llovía a cántaros. No había parado desde la víspera. El Trueno caía como una cascada desatada y los montes se habían cubierto de nieve. La lluvia cálida de Ombay se había convertido aquí en una avalancha fría que pronto se convertiría en nieve.

Mi capa, colgada sobre el respaldo de mi silla, aún estaba hundida. Mis botas, en cambio, no habían dejado pasar ni una sola gota de agua y me sentía afortunada frente a las quejas de Salkysso y Akín, cuyas botas, cada vez que se movían, emitían un ruido de succión impresionante.

Perdida en mis pensamientos, no me di cuenta de que el Archivista Mayor se había acercado a nuestra mesa y cuando levanté la cabeza ya estaba alejándose silenciosamente.

Lo observé un momento, con una media sonrisa. Por una vez, ese viejo gruñón no nos había dicho nada. Desde que no podía salir a dar paseos por la Neria, daba vueltas por las diferentes secciones de la biblioteca buscando a gente que no respetara las reglas. Rúnim, que era ya muy estricta con respecto al reglamento, decía que se estaba volviendo cada vez más maniático y la hacía trabajar más de lo acostumbrado ordenando libros o anotando cualquier ínfimo cambio en el libro de la entrada. Se la veía cansada, pero seguía a rajatabla el nuevo orden que imponía el Archivista.

Rúnim fue una de los pocos que no rechazaron de pleno toda la historia que conté acerca del dragón de tierra. Se mostró impresionada y me sugirió que escribiera un libro sobre ello. A mí no me dio la impresión de que fuera una buena idea, pero agradecí el entusiasmo que demostró, en comparación con las expresiones de burla que ponían casi todos los parroquianos de la taberna.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Akín. Había levantado su mirada aburrida de su libro de geografía y se había fijado en que yo tampoco parecía muy concentrada en leer.

Antes de que pudiera contestar, Aleria soltó un gemido desesperado.

—Siempre es mejor que llorar —gruñó, dándose golpecitos sobre las sienes.

—¿Aleria? ¿Estás bien? —se preocupó Akín.

Aleria levantó la cabeza y se vio en su cara toda la decepción y el agotamiento que sentía en aquel momento.

—Si estás buscando información sobre la alquimia —empecé a decir—, quizá sean mejores los libros que tienes en tu casa. Seguro que… —Callé, indecisa, sin atreverme a decir que su madre, como alquimista, debía de tener toda una colección de los mejores libros sobre la alquimia. No quería recordar a Aleria la ausencia de Daian, y menos delante de los demás—. Seguro que encuentras lo que buscas —acabé por decir.

—Es inútil —resopló, cerrando su enorme libro y levantándose—. Necesito tomar un poco de aire.

Akín y yo intercambiamos una mirada.

—Aleria —intervine—. Está jarreando.

Ella agitó la cabeza.

—Necesito salir. Hasta luego.

Como se alejaba, Akín y yo nos levantamos precipitadamente y nos pusimos las capas. Al alejarme, advertí las miradas algo irónicas de Salkysso y Kajert y no me costó entender lo que pensaban: Aleria se estaba volviendo tan excéntrica como su madre. Y aun la estima que había rodeado a Daian durante toda su vida parecía haber desaparecido con ella. Algunos pensaban incluso que su travesía misteriosa por los monolitos había afectado a Aleria mentalmente. Era falso, por supuesto, pero la gente siempre está dispuesta a sentir una lástima engañosa por las personas como Aleria, niña indefensa que tuvo la mala suerte de perder a su madre y de tener amistades sospechosas. ¡Pobre muchacha!, cuchicheaban algunos. Pero esos mismos pensaban que el día en que el legendario se fuese, Ató tendría que ocuparse de ella y mandarla a una casa de necesitados.

Afuera, llovía a cántaros. Apenas se notaba que el suelo estaba empedrado: el barro y los surcos por donde pasaban pequeños riachuelos lo cubrían todo.

Bajo la lluvia, Aleria pasó el pequeño trecho que conducía a la salida de la biblioteca sin inmutarse. Se detuvo debajo de la tejavana y nosotros la alcanzamos corriendo.

—Akín, Shaedra —dijo, con una voz que hubiera convenido para una ceremonia solemne—. Tengo que deciros algo.

Se giró hacia nosotros y nos miró a través de sus mechas negras y rígidas que se le caían, cargadas de agua. Sus labios temblaron.

—En realidad… no me intereso por la alquimia porque me guste —empezó a decir, farfullando un poco—. No me gusta la alquimia desde hace muchos años… Ando buscando información sobre una poción específica.

—Atsina trávea —resopló Akín. Como Aleria lo miraba, estupefacta, él explicó—: dijiste algo de una poción y de atsina trávea cuando saliste del templo. Debería haberme supuesto que no lo recordarías, estabas muy confusa. Y ese… Stalius… —añadió con menosprecio.

—Eso es, atsina trávea —confirmó Aleria—. La poción que mis padres crearon y que tantos problemas les ha causado.

—¿Quieres decir que Daian y Eskaïr crearon juntos esa poción? —murmuré, sin atreverme a hablar alto.

Aleria me miró fijamente.

—Sois mis amigos, ¿verdad?

Todo su cuerpo temblaba, no sabía si de miedo o de frío, pero supuse que era un poco por ambas cosas. Entendí que el momento no estaba para bromas y, sin más respuesta, tendí la mano y la puse sobre su corazón. Ese era un gesto inequívoco de amistad eterna y vi que la expresión de Aleria se relajaba, conmovida.

—Hasta la muerte —dijo Akín. Nunca se le daban bien las formalidades, pero en este caso su tono parecía del todo convencido.

Aleria nos miró a ambos y dijo:

—Sé adónde han llevado a mi madre. Al menos eso creo.

* * *

No podíamos quedarnos indefinidamente en la entrada de la biblioteca, habría llamado la atención. Aleria no quería volver a su casa porque no quería ver a Stalius y el señor Eiben no habría permitido a su hijo dejar entrar a una salvaje y una desequilibrada… De modo que fuimos a la taberna y subimos hasta mi cuarto después de haber cogido una botella de zumo de manzana y algunos pastelillos en la cocina para la merienda. Como durante todo el trayecto apenas cruzamos alguna palabra, tuve tiempo para digerir la noticia: Aleria llevaba dos meses sabiendo dónde estaba Daian, y no nos había dicho nada. Aleria era así, guardaba sus secretos en lo más hondo de su corazón. Un poco como Lénisu, aunque me temía que él tenía muchísimos más. Pero no dejé de extrañarme por el comportamiento de Aleria. Si sabía dónde estaba Daian, ¿por qué no se lo había dicho al Mahir? ¿Por qué no me había pedido que la ayudase, como había hecho cuando su madre había encerrado a Sain en su sótano? ¿Y quiénes eran los que habían raptado a Daian? ¿Qué era la atsina trávea?

Intenté organizar un poco mis preguntas, convencida de que Akín hacía lo mismo. Cuando entramos en mi cuarto, Syu estaba dentro, conversando con Frundis del tiempo y de la música. Había seguido su conversación inconscientemente al acercarme a la puerta y me sonreí al ver que Syu estaba totalmente empapado. Su pelo cayéndole alrededor de toda la cara le daba un aire gracioso. Pero lo cierto es que a Syu también le pareció que yo tenía un aire gracioso, de modo que nos sonreímos tontamente el uno al otro.

«¿Estaba interesante la tinta, hoy?», se burló de mí el mono.

No entendía nunca que alguien pudiese soportar estar delante de un paralelepípedo lleno de tinta durante tantas horas y cuando le había dicho que Aleria era una devoradora de libros, lo había entendido literalmente y había declarado que al menos los aprovechaba mejor. A partir de ahí habíamos iniciado un diálogo de besugos al cabo del cual entendí su error y no pude parar de reírme hasta pasados diez minutos. Recordando el episodio, puse los ojos en blanco.

«No mucho», contesté. «Mi libro hablaba de la historia de Neiram. Ya ves. Historia.»

Para mí, esa palabra lo resumía todo.

«Tawb decía: “La Historia es una de las bases más importantes de nuestra cultura”, ¿recuerdas?», me soltó Syu, con aires de sabelotodo.

Sacudí la cabeza, cogí un pastelillo y le di un mordisco.

«Hay historias más interesantes que las historias que te cuentan en los libros», le dije.

Y entonces, cerré la puerta con un suave codazo y me giré hacia Aleria.

—Bueno… por mi parte tengo muchas preguntas, Aleria.

Akín asintió.

—Para empezar, ¿qué pasó en el templo?

Aleria suspiró y después de haberse quitado la capa, se sentó en la cama, muy recta.

—El templo… era un moijac. Ya sabéis, los templos de los sharbíes. Hay muchos en Acaraus, aunque la mayoría están abandonados ya desde hace tiempo. Ese era un moijac guarato. Y alrededor del moijac, vivían los pocos guaratos que han quedado en la zona después del desbordamiento del Aprendiz. Mimsagrev era la guarata más vieja. Ella me hizo entrar en el templo diciendo que en él encontraría todas las respuestas a mis preguntas. Yo… Yo pensé estúpidamente que encontraría a mi madre dentro —se le quebró la voz y yo sentí el corazón más pesado—. Pero no. El interior estaba vacío. Sólo quedaban las figuras esculpidas en la piedra y algunos muebles rotos y podridos por el agua. Yo pensé entonces que Mimsagrev sólo había querido enseñarme el lugar en que mis padres se desposaron. Y yo enseguida quise salir de ahí, pero Mimsagrev se sentó sobre una piedra rota y se puso a hablar.

Carraspeó. Nerviosa, se retorcía las manos sobre las rodillas, imaginándose otra vez la escena.

—Parecía un cuento de hadas, pero lo decía como si fuese real. No recuerdo exactamente sus palabras, y es una pena porque hablaba de una manera muy peculiar, pero me contó toda la historia del pueblo guarato, desde el primer guarato hasta la inundación. Ya intenté buscar algún libro que hablara de los guaratos, pero apenas se los menciona en los libros que tratan de Acaraus. Todo lo que me contó Mimsagrev quizá no esté escrito en ningún sitio. Porque los guaratos no escriben nada, es su tradición: se transmite todo lo necesario por vía oral. ¿Os imagináis? —soltó, alucinada.

Sonreí. Aleria, que siempre había adorado los libros, provenía de un pueblo que no escribía. Era más que irónico, pensé.

—Bueno —continuó—. El caso es que Mimsagrev pasó a contarme la verdadera historia de mi familia. Me dijo muchas cosas que Stalius ya me había contado. Pero él nunca me contó que mis padres ya estaban casados cuando vivían en Acaraus. Eskaïr huyó para proteger a mi madre. Mimsagrev no supo explicarme por qué razón lo hizo, aunque sabía que algo tenía que ver con los Monjes de la Luz. De modo que Stalius me mintió: Eskaïr ya era miembro de los Monjes de la Luz antes de que se fuera de Acaraus.

—Te mintió o no sabía —rectifiqué.

Aleria hizo una mueca y asintió.

—Tal vez. Pero Stalius conocía a Mimsagrev. Él vivió en ese moijac durante tres años, según me dijo Mim. ¿Cómo es que ha podido equivocarse contándome la historia?

Puse los ojos en blanco.

—Quizá no sea muy bueno memorizando los hechos, yo qué sé —le dije—. Pero no puedes estar segura de que te mintiese. Es más, me extrañaría mucho que te mintiera. Stalius tiene demasiado metido ese honor sharbí en la cabeza.

Aleria sonrió y se encogió de hombros.

—Tienes razón. Quizá no me mintiera. Pero el caso es que no me fío del todo de él. Me protege, y hasta pienso que moriría antes que permitir que alguien me haga daño… y eso me parece… muy extraño.

—Tienes razón. Stalius es extraño —asentí.

—Y no muy gracioso —añadió Akín—. Cada vez que voy a tu casa, me mira como si fuera a raptarte o algo por el estilo.

Aleria se echó a reír y el ambiente algo tenso al principio acabó por aligerarse.

—Pero volvamos al tema —dije—. ¿Cómo sabes dónde está Daian? ¿Te lo dijo Mimsagrev?

—Sí y no. Me contó que mis padres eran unos genios inspirados de los dioses y que habían hecho un invento increíble al que habían llamado atsina trávea. Tengo mis dudas de que mis padres fueran elegidos divinos pero la poción en sí, si realmente Mimsagrev tiene razón, tiene un valor inestimable.

—¿Por qué? ¿Qué hace la poción? —preguntó Akín.

Aleria se mordió el labio, caviló en silencio durante unos segundos y dijo:

—Mimsagrev dijo que ese líquido era un líquido divino que te permitía ver más allá de las ilusiones terrestres y entender mejor el mundo.

Resoplé y ella sonrió.

—Desde luego, Mimsagrev no sabe nada de energías —prosiguió—. Decía que el saber del alma sólo podían entenderlo la Hija del Viento y la Hija del Agua y que ella no estaba ahí más que como mensajera. Creo que con «saber del alma» se refería a los conocimientos celmistas.

De pronto sentí curiosidad por saber por qué demonios, en un país tan cercado de celmistas como las Tierras de Acaraus, podía existir tanta ignorancia acerca de la «magia». Para algunos, inspiraba veneración religiosa y para otros temor y asco. ¿Qué les había pasado para reaccionar así?

«¡Historia!», soltó Syu, imitando irónicamente mi tono despectivo. No pude reprimir una mueca testaruda.

«Lo sé, ahora que me lo dices, no me interesa tanto saber más cosas acerca de los acarauseños», repliqué. «El maestro Jarp nos manda leer demasiados libros ya, como para que me busque más yo.»

«La Historia no es un libro», protestó el mono.

Recordé las palabras de Aleria: los guaratos no escribían, se transmitían las historias. ¡Qué mundo más feliz!, me dije, imaginándome que una anciana, sentada en una piedra, me contaba la historia de Acaraus sin sacar un solo libro.

«Así es como debería ser la Historia: un cuento largo», reflexioné.

Volví a centrarme en la conversación cuando Aleria retomó la palabra.

—De modo que la atsina trávea se ha convertido en un mito para muchos alquimistas pero algunos saben que existe de veras y capturaron a mi madre después de que ella se negase rotundamente a darles la composición.

—¿Pero… quiénes? —preguntó Akín.

—Eso es lo que me ha llevado más tiempo averiguar —dijo Aleria—. Mimsagrev me dijo que los había visto una vez, el día en que habían llegado dos de ellos al moijac. A ella le preguntaron por Daian y Eskaïr y ella, adivinando que no les querían bien, les mintió a medias. Dijo que tenían un símbolo dibujado en el antebrazo.

Miró a su alrededor y frunció el ceño.

—¿Tienes papel y tinta?

Me apresuré a darle lo que pedía, sacándolo de mi mochila naranja, y ella acercó la silla, puso la hoja encima y cogió el lápiz.

—Me dibujó el símbolo sobre la arena que había en una de las piletas de piedra del moijac. Era así…

Akín y yo nos inclinamos sobre su hombro, siguiendo el trazado con la mirada:

/img-hareka/tomos/marcas-demonio.png

Fruncí el ceño. El símbolo era sencillo, tres líneas curvas que se repetían simétricamente…

—Eran marcas negras —explicó Aleria—. Mimsagrev dijo que ese era el símbolo de Numren.

—¿Numren? —repetí, confusa.

Aleria hizo una mueca.

—El Dios del Mal y del Caos, en la religión sharbí, ¿no me digas que no conoces los dioses de la religión sharbí? Sólo son cinco, en comparación con los eriónicos, es mucho más fácil…

—Ya, ya —la interrumpí, molesta—. Bueno, ¿y tú qué crees que significa ese símbolo?

Aleria carraspeó.

—Obviamente, significa que los que llevan esa marca no son de fiar. Pero yo he seguido buscando, porque lo de Numren no me convencía mucho. Al principio, yo creía que aquellos que han capturado a mi madre eran unos Veneradores de Numren, o algo así, pero luego dudé, porque al parecer, este símbolo —dijo, señalando la hoja— no es sólo el símbolo de Numren.

—¿Ah? —la animamos, impacientes.

—Estas marcas se han utilizado mucho como símbolo —nos reveló—. Encontré un libro en la Sección Celmista donde está muy bien explicado. En la historia ha habido varias agrupaciones que han utilizado esas marcas como signo. Lo llaman la Sreda. Al principio, hace muchísimos años, ese signo se relacionaba con todas las agrupaciones independientes de todo poder exterior. Recuerdo que hablaba de un gremio de tenderos que ponían la Sreda en la reseña para que los clientes supieran que entraban en una tienda que no tenía nada que ver con las influencias locales. Hasta funcionaban con su propia moneda y aceptaban el trueque y el regateo de manera usual. —Frunció el ceño, recordando más detalles del libro—. Los gremios de la Sreda fueron cada vez menos numerosos y ahora es posible que se hayan extinguido del todo, por culpa de los poderes locales, que acabaron con ellos comprando o hasta quemando sus posesiones.

Nos miró, y al ver que escuchábamos con atención, continuó:

—La Sreda, a partir de ahí, fue retomada por otras corporaciones. La Guardia Mayor de Aefna enarbolaba hasta hace poco una variante de la Sreda, pero la Sreda hoy en día sólo la utilizan grupos malévolos, mafias o hasta alguna cofradía muy vieja como la de los Sombríos.

Entorné los ojos y escudriñé su expresión.

—¿Quieres decir que los Sombríos fueron los que capturaron a tu madre?

Aleria agrandó los ojos.

—¿Qué? No, no es lo que quería decir. En realidad, la versión de Mimsagrev es la más verosímil. Me dijo que los Veneradores de Numren tienen una madriguera en las Islas de las Anarfias. Y al parecer, son realmente ellos los que capturaron a mi madre. Al menos eso dijo Mimsagrev. Yo… he intentado informarme más, pero no encuentro ningún libro que hable de los Veneradores de Numren.

—¿Los archipiélagos de las Anarfias? —repitió Akín, boquiabierto—. Pero ahí no vive nadie. Está infestado de dragones.

—Lo sé —replicó Aleria—. Por eso he pensado: ¿qué mejor sitio para esconder un invento poderoso y a su inventora?

Con un gesto pensativo, cogí la hoja y la giré un poco, intentando buscar algún significado a esas marcas, en vano.

—Yo que siempre había pensado que mi madre hacía experimentos que no servían de nada… —murmuró Aleria.

Levanté la cabeza, sorprendida.

—Las pociones pueden hacer cosas que ningún celmista podría hacer —le dije.

—Sí, pero… —Sacudió la cabeza—. Siempre pensé que a mi madre tan sólo le gustaba hacer como si fuese alquimista. ¡La de veces que hizo explotar cosas en el laboratorio! Nunca pensé que llegaría a inventar… algo importante.

—Eso es porque escuchas demasiado lo que dice la gente —le dijo Akín—. Pero estoy seguro de que si le preguntases la verdad a Dolgy Vranc, te la contaría.

Como Aleria y yo lo mirábamos, atónitas, hizo un ademán.

—Oh, venga, ¿no me digáis que no recordáis lo que dijo Dol? —Ambas negamos con la cabeza, perdidas—. Dijo que conocía a tu padre, Aleria. Estoy convencido de que sabría contestarte a algunas de tus preguntas.

—¿Y qué me va a contar que ya no sepa? —replicó Aleria—. Ya sé que es amigo nuestro pero recuerda que mi madre le había pedido un préstamo. Desconfío de las personas que dan préstamos.

Me rasqué la mejilla, pensativa.

—Akín tiene razón —aprobé—. Y si Dol no sabe nada, no importa. Lo principal es que sepas dónde está Daian para que podamos ir a rescatarla, ¿no?

Aleria asintió y luego negó con la cabeza.

—No podemos. No le habléis de esto a nadie. Si la gente se entera de todo esto, no me creería. Cuando más, pensarían que me he vuelto loca.

Su expresión de desaliento me hizo tomar una decisión.

—Nos informaremos más acerca de los Archipiélagos de las Anarfias y de los Veneradores de Numren —declaré—. Y cuando sepamos dónde nos metemos, iremos a salvar a Daian.

Aleria me fulminó con la mirada.

—No, Shaedra. Es imposible. No intentes engañarnos a todos. Las Anarfias tienen demasiadas islitas pequeñas. Demasiados peligros. Probablemente no lo consigamos jamás.

Me crucé con su mirada profunda y rojiza y entonces lo entendí: Aleria estaba convencida de que no volvería a ver a su madre. Esa idea me horrorizó y me asusté hasta el punto en que no tuve el valor para hablar más del asunto. Aleria, por lo visto, vacilaba entre conocer la verdad entera o resignarse simplemente. Y Akín, con una cara descompuesta, parecía agitado.

A través de Syu, me vino una música rápida de flautas y me giré hacia Frundis. El mono le estaba rascando el pétalo azul al bastón, y la música fluía agradablemente por el flujo del kershí. Con aire decidido, me puse la capa, agarré a Frundis y dije:

—Vayamos a Roca Grande.

Como ambos me miraban con expresión perpleja, añadí:

—Como dice Syu: “mejor hacer una carrera que pasar la vida entera sentado y comer culebras”.

«Y: quien piensa mucho en nada es ducho», añadió Syu, subiéndose a mi hombro apoyándose en Frundis.

«Yo conozco otra expresión», intervino Frundis. «Si tienes en la cabeza cien mil y un problemas mejor no te levantes, que un día con uno de ellos te tropezarás.»

Resoplé mentalmente.

«Prefiero los proverbios de Syu, los tuyos siempre son muy largos», le dije, con tono de disculpa.

«¡Ja!», soltó Syu con una gran sonrisa.

Frundis emitió un chasquido orgulloso.

«No sabéis apreciar los viejos proverbios. Ese, en especial, lo oí de boca de un herborista.»

—¿Shaedra? —me llamó Aleria, mirándome como preocupada—. ¿Estás bien?

Me sobresalté. Había pasado poco tiempo desde que había pronunciado en voz alta el proverbio de Syu, pero debía haberse notado en mi cara que estaba totalmente ida.

—Oh. Frundis, Syu y yo estábamos hablando de proverbios —expliqué con una gran sonrisa—. Entonces, ¿damos un paseo por la lluvia?

Por una razón u otra, Akín y Aleria sonrieron y asintieron animadamente. El paseo en sí, fue tranquilo y agradable, pero las cosas se torcieron. Una hora después estábamos corriendo desaladamente hacia Ató, con cuatro nadros rojos pisándonos los talones. Frundis y yo conseguimos despistarlos armonizando una ilusión de un monstruo terrible sacado de mi imaginación. Los nadros rojos eran tontos y se dejaron engañar un tiempo, hasta que se dieron cuenta de que la ilusión se iba deshaciendo e iba perdiendo realismo. Pero la artimaña nos dio tiempo a llegar a las primeras casas de Ató. Fuimos a dar la alarma, y nos dimos cuenta de que ya había sido dada: desde el otro flanco de la colina, vimos cinco nadros rojos que habían quemado una granja de las cercanías. Los Guardias de Ató corrían por todas partes. En total, eran cincuenta y tres. Doce habían pasado al otro lado del Trueno, con lo que quedaban cuarenta y uno, para repeler a las manadas de nadros rojos. Era ampliamente suficiente si no se separaban mucho.

Al ver a un guardia acabar con un nadro rojo, me estremecí. Nos refugiamos en casa de Aleria. Stalius había salido, seguramente a buscar a su protegida. El pobre tenía que estar muy preocupado, pensé, mirando por la ventana.

—¿Crees que vienen porque no tienes puesto el shuamir, Shaedra? —preguntó Aleria con aire meditativo.

La pregunta me molestó y negué con la cabeza.

—No creo que los Hullinrots tengan nada que ver con esto. Estamos cambiando de Ciclo. Generalmente, en esos períodos salen más criaturas de los portales funestos, ¿no?

Aleria asintió, sin decir nada, y me pregunté qué era lo que de verdad pensaba sobre los Hullinrots.

La masacre de nadros rojos duró aproximadamente una hora, pero luego varios guardias se adentraron en el bosque para cerciorarse de que no quedaban más mientras que el resto se apresuraba a quemar los cuerpos de los nadros que aún no habían explotado para no provocar más daños. Luego fue necesario apagar varios fuegos y afortunadamente la lluvia facilitó la tarea.

En todo el trecho que unía el bosque a Ató, se habían creado regueros de barro por el paso de los nadros rojos. Todo había terminado, y afortunadamente, ningún guardia había sufrido más que unas heridas leves. En esas ocasiones, los habitantes de Ató se daban cuenta de la verdadera fortuna que significaba tener a unos guardias protegiendo sus vidas. Los guardias sonreían, exhaustos, los habitantes los vitoreaban, preguntándoles qué tal les había ido el combate, y en fin, las conversaciones eran bastante aburridas y violentas, pero todo el mundo se alegraba de que todos estuvieran a salvo de nuevo. Esa misma tarde, supe que Ozwil y Revi habían participado en la batalla, sin permiso, y que sus padres los habían regañado y luego habían salido a decir a todo el mundo que sus hijos eran unos valientes. Aún me estaba imaginando a un Ozwil pegando saltos sobre los nadros rojos sin conseguir alcanzarlos cuando por fin, fatigada, concilié el sueño aquella noche con una sonrisa en los labios.

3 Dormidora

No paró de llover durante toda la semana y el Trueno había empezado a destrozarlo todo en sus riberas. Y un día, se llevó el puente.

Fue un acontecimiento memorable, porque aquel puente llevaba en su sitio desde hacía casi cincuenta años. Pero la fuerza del agua había acabado por llevárselo por delante. Esto separó Ató en dos, y los habitantes de la otra orilla, que eran granjeros y pastores los más, se quedaron totalmente aislados. En los días siguientes, sin embargo, el Trueno se tranquilizó y dejó de llover para empezar a nevar. Al principio, la nieve no cuajaba, pero al de una semana, se enfrió mucho el ambiente y la tierra se quedó cubierta de escarcha. Los tejados y los árboles se iban vistiendo de blanco y una mañana, cuando desperté, vi que el tejado junto a mi ventana estaba totalmente nevado y hacía un día radiante. En la taberna, Kirlens silbaba con alegría, Wigy estaba menos habladora y más sonriente, Taroshi menos imbécil. Al dirigirme hacia la Pagoda Azul, vi a la gente salir a la calle, arropados bajo varias capas, disfrutando del sol por primera vez desde hacía semanas. Lisdren me saludó con más ánimo y cuando me crucé con Nart, este me tiró una bola de nieve. Yo repliqué y fuimos tirándonos bolas de nieve cada vez más grandes hasta que acabamos hundidos y riéndonos a carcajadas. Recordé entonces que tenía que ir a la Pagoda Azul y me puse a correr a toda prisa, mientras Nart se dirigía tranquilamente al lugar de encuentro con su maestro y sus amigos, que habían decidido ayudar para reconstruir el puente.

Llegué tarde a la Pagoda, y oí desde lejos el gruñido de Aleria al aproximarme. El maestro Áynorin, por su parte, me contempló con una sonrisa divertida.

—Veo que has recibido más bolas de nieve que yo. Y eso que no creo que te hayan despertado con una bola de nieve como a mí. Es un despertar muy brusco —añadió con aire falsamente quejumbroso.

Nos reímos todos.

—¡Sigamos el ejemplo de Sarpi! —exclamó Laya.

El maestro Áynorin la amenazó con el dedo.

—Ni se te ocurra. Ahora, volvamos a nuestra lección. Shaedra, siéntate y no interrumpas.

Obediente, me senté y escuché la lección de Áynorin con interés. Aquel día, hablaba de la nobleza en las Repúblicas del Fuego y de las distintas fórmulas de cortesía que existían ahí. No tenían nada que ver con las de Ató. Sin ser casi nulas como era el caso de las Comunidades de Éshingra, eran menos gestuales y mucho más ampulosas que en Ajensoldra. Por ejemplo, para agradecer algo a un noble con título de zaldino, había que decir algo como «Beso los pies de su excelencia y de su ilustrísima familia por tan alta generosidad». Y nos reímos mucho imaginándonos al noble quitándose las botas para permitir a los demás que le besasen los pies. Al maestro Áynorin le costó un buen rato parar de reír y reconoció que nunca se había imaginado una escena tan graciosa.

A veces, las fórmulas carecían de lógica, como era el caso cuando uno quería despedirse de una dama casada de alto rango: «Que los dioses acompañen al esposo y a la preciosísima señora su merced». Yori provocó una polémica al decir que esa frase era de mal gusto porque llamar preciosa a una dama era indecoroso y podía suscitar celos. El maestro Áynorin puso los ojos en blanco al oírlo pero Marelta enseguida se apuntó para decir que por qué no se podía hacer halagos a alguien que estuviera casado. Yori y Marelta empezaron a reñir y el maestro Áynorin impuso silencio.

—Vamos a ver, «preciosísima» se refiere al hecho de que es ilustre, una mujer principal, como se decía antiguamente. —Hizo una pausa—. ¿Entendéis?

Asentimos en silencio y el maestro Áynorin pasó a hablar de la política de las Repúblicas del Fuego, haciéndonos preguntas sobre lo que sabíamos ya. Aleria, en cuestión de política, no sabía mucho más que los demás y resultó que quien más sabía del tema era Marelta. Curiosa inclinación.

Permanecer sentado durante varias horas en la Pagoda Azul no era buena idea: el frío se infiltraba poco a poco en el cuerpo y lo paralizaba. De modo que Áynorin alternaba las lecciones teóricas con carreras, luchas de agilidad o de fuerza, saltos y gimnasia. A pesar de que el maestro Áynorin fuese mucho más joven que el maestro Jarp, este último era mucho más ágil, pero Áynorin explicaba mejor la teoría y, en fin, ambos maestros eran muy distintos. Yo, personalmente, prefería de lejos al maestro Áynorin. Pero pensé sonriendo que Wigy no habría opinado lo mismo seguramente ya que le gustaba tanto la disciplina.

Aquella noche, me transformé y salí con Syu y Frundis para dar un paseo. Hacía frío, pero al menos no nevaba y se veían las estrellas muy nítidas en el cielo negro. Abrí la ventana, o al menos lo intenté, pero vi que, como meses atrás, un sortilegio impedía abrirla.

—Drakvian —mascullé, suspirando. Y entonces agrandé los ojos. ¡Drakvian! ¡Había vuelto!

Dado que estaba transformada, no podía deshacer el sortilegio: nada de lo que me habían enseñado me permitía controlar las energías en ese estado. Era como si, teniendo dos piernas, supiera moverlas pero no pudiera. Controlar mis energías en esas condiciones era imposible. Hasta mi jaipú era distinto.

De modo que salí de mi cuarto por la puerta, bajé las escaleras muy silenciosamente y salí corriendo por el patio donde se alzaban los soredrips deshojados. Un cuarto de hora después, estaba andando en el bosque. Syu tiritaba, y le invité a que se cubriera debajo de la capa.

«Los gawalts nunca pasan frío», dijo Syu, castañeteando. «No suelen ver tanta nieve…»

«Serán los gawalts que tú has conocido», le repliqué. «Los que viven en las Hordas ven nieve durante meses.»

«Pues esos no son los de mi pueblo», dijo él simplemente.

Puse cara pensativa.

«Debería hacerte una capa, una buena, fina pero caliente, ¿qué te parece?»

A Syu se le iluminó la mirada.

«¿De veras? ¡Bien! Si me haces una capa verde, me quito el pañuelo verde.»

Le cogí la cola.

«Trato hecho», contesté.

«¡Ey! No juegues con mi cola», protestó.

Me reí y me giré hacia Frundis al advertir que había dejado de cantar.

«¿Qué ocurre, Frundis?»

«Que a mí ya me gustaría tener una capa también», masculló, tan bajo que me costó entenderle.

«¿Tú? Pero… En un bastón quedaría raro.»

Oí el largo suspiro de Frundis.

«Lo sé. A veces lamento no tener dos piernas y dos brazos. Aunque no me suele pasar a menudo», añadió con sinceridad.

Sonreí, al advertir su cambio de humor.

«¿Qué tal si nos cantas El libro de las tres princesas de Snorindia? Hace tiempo que no la oímos.»

Frundis protestó, Syu y yo insistimos y el músico, humildemente, se inclinó ante su público.

«Que así sea.» Carraspeó. «El libro de las tres princesas de Snorindia. Versión completa», advirtió, con tono de cuentacuentos.

La versión completa tenía más de seiscientos versos y el mono y yo nos preparamos para oírla. Hicimos una carrera, luego me até a Frundis a la espalda con una cuerda y subimos a los árboles. Nos pasamos así más de una hora, repitiendo los versos cantados de Frundis alegremente. Algunos fragmentos ya me los sabía de memoria y cantaba a coro con Frundis. Durante todo ese rato, no sentí el frío porque no paraba de moverme y, además, tenía la impresión de que al transformarme, me afectaban menos los cambios de temperatura.

Frundis terminó, yo pronuncié la última palabra, Syu emitió una pequeña melodía gutural como toque final y alguien, en algún sitio, aplaudió. Me quedé paralizada y, encaramada a una rama, miré hacia abajo. Divisé una sombra inmóvil, sobre la nieve. La silueta me era familiar… Con una sonrisa, me dejé caer al suelo y solté:

—¡Drakvian! Me alegro de verte.

La joven vampira se quitó la capucha y dejó al descubierto sus tirabuzones verdes y su piel tan pálida como la nieve. Enseñó sus colmillos afilados.

—Buenos días, Shaedra. Con esa canción quizá logres cazar a algún ciervo. Andan escasos últimamente.

Su voz estaba como rígida y sus ojos velados, como si no estuviese del todo despierta. Fruncí el ceño, extrañada.

—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? —pregunté, curiosa.

—No he hecho gran cosa. Me he pasado todo el tiempo rondando por esta zona —contestó.

Su voz no tenía ese deje de humor que solía tener y empezaba a preguntarme si se encontraba bien o si de repente le habían entrado ganas de beber sangre saijit. Tragué saliva y carraspeé.

—Así que… ¿no te has movido de aquí? Eso explica por qué los cazadores encontraron animales muertos desangrados… Creía que Márevor Helith te habría mandado hacer otra cosa.

Esta vez Drakvian se agitó, mostrando cierto enfado.

—Márevor Helith no me dice lo que tengo que hacer.

La miré, dubitativa, pero me encogí de hombros.

—¿Por qué has cerrado la ventana de mi cuarto otra vez? —pregunté entonces, como ella no añadía nada.

Drakvian tendió una mano y se arrimó a un árbol con movimientos rígidos.

—Quería… que vinieses a verme. Necesito… tu ayuda.

Su tono entrecortado me alarmó más que su aspecto, que aparte de su rigidez inhabitual seguía tan pálido y vampírico como siempre. Me precipité para sostenerla y darle apoyo.

—¿Te… te ocurre algo, Drakvian? —me preocupé.

Sus mechas verdes se movieron cuando agitó la cabeza.

—Francamente, estoy fatal —reconoció, sentándose en el suelo nevado—. Tengo frío. Y estoy cansada y siento que me mareo… creo que estoy enferma.

Agrandando los ojos, levanté la mano y le toqué la frente. Estaba tibia. Reflexionando un poco y recordando que la vampira solía tener una piel más bien fría empecé a preocuparme seriamente.

—¡Enferma! —solté, incrédula—. ¿Qué… cómo? Creía que los vampiros no podían…

—Únicamente cuando se bebe demasiada sangre —me cortó débilmente la vampira—. Creo… que me he pasado con la comida y me siento demasiado enérgica. Soy una estúpida. ¿Cuántas veces habré leído que un vampiro demasiado saciado se vuelve vulnerable al frío y a la enfermedad? Mrgrm —gruñó, malhumorada y desalentada.

—Ánimo —le dije levantándome y tendiéndole la mano—. No puedes seguir sentada aquí, en la nieve. Volvamos a casa. Lo mejor contra la enfermedad es el descanso.

La vampira no protestó pero pasó de cogerme la mano para levantarse. Mis palabras parecían haberla animado y volvimos a mi cuarto rápidamente y sin que nos viese nadie. Intenté no pensar en qué pasaría si un guardia me veía a mí y en compañía de una vampira. La historia hubiera acabado muy mal seguramente. En Ató, los vampiros no se consideraban muy diferentes a los nakrús, si acaso menos peligrosos. Drakvian tenía que ser muy buena para ocultarse tan bien durante tanto tiempo y tan cerca de los saijits.

Drakvian aseguró que era capaz de deshacer su sortilegio de cierre en mi ventana así que subimos por los tejados, lo cual no era muy prudente porque los tejados estaban cubiertos de nieve y era difícil no dejar huellas. Intenté borrar un poco el rastro, pero incluso lo empeoraba, de modo que confiamos en que se pondría a nevar y nos metimos en mi cuarto. No hacía tanto calor como en la cocina, de día, pero al menos no sentíamos ni el viento helado ni la nieve debajo de nosotras.

Corrí la cortina malva hasta tapar del todo la ventana y encendí la lámpara para iluminar el cuarto sombrío.

—Quítate esa ropa y métete en la cama —le aconsejé.

La vampira, cuyos ojos habían ido cerrándose por el cansancio, se sobresaltó.

—¿Qué? ¿Quitarme la ropa? ¡Ni hablar! —se negó, agarrando su capa como si alguien quisiera robársela.

Enarqué una ceja, paciente.

—Tu capa está hundida. La colgaré en esa cuerda, para que se seque. Mira, te daré una de mis túnicas. —Como ella negaba con la cabeza, me impacienté—. ¿No irás a llevar toda esa nieve dentro de mi cama? Luego le saldrá moho al colchón, y todo porque no habrás querido aceptar mi ayuda —argumenté—. ¿Querías que te ayudase, no? Pues deja que te cuide.

Drakvian me miró fijamente durante un buen rato y lentamente asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo con más firmeza.

Mientras yo intentaba mejorar un poco el jergón de Syu y agrandarlo, ella se quitó la capa y se desnudó pudorosamente. Me hizo gracia su timidez porque no pegaba para nada con su carácter burlón y sanguinario. Drakvian giró la cabeza hacia mí y me fulminó con la mirada. Le pasé una de mis túnicas y dije:

—Sobrevivirás a esta gripe, no te preocupes. Y ahora a dormir, ya no puedo más —resoplé—. Es lo malo de transformarse en demonio, en el momento me siento como si pudiera correr durante todo un día y luego me viene el bajón y entonces es cuando empiezo a ser pesimista.

Drakvian se metió en la cama y sonrió. Tenía el cabello verde pegado a su frente sudorosa y blanca.

—Buenas noches, Shaedra.

—Buenas noches, Drakvian —contesté, apagando la luz de la lámpara. Entonces, pensé en que debería haberle propuesto por lo menos un vaso de agua. Justo a tiempo recordé que no bebía más que sangre y volví a cerrar la boca, tumbándome junto a Syu.

Permanecí un rato en silencio. Alcancé a oír un leve zumbido de música apagada y me sorprendí al entender que pese a que no tocara Frundis con la mano, estaba lo suficientemente cerca como para notar su presencia.

—¿Sabes? —dijo la voz de Drakvian, en un suspiro—. Los vampiros somos muy diferentes de los saijits. Cuanto más vivos estamos, más vulnerables somos.

—Cuanto más hábil es un gawalt más probabilidades tiene de caerse de un árbol —cité sabiamente—. Lo único que pasa es que si bebes sangre y la sangre te hace vulnerable como los saijits no puedes quedarte afuera con ese frío que te congela la sangre.

Drakvian espiró largamente.

—Tienes razón. La sangre es mi punto débil. No debí abusar. ¿Sabes por qué los vampiros somos tan pocos? Porque para perpetuarnos, las vampiras tienen que estar durante doce meses enteros alimentándose constantemente y luego al bebé hay que alimentarlo para que crezca. Por eso muchos vampiros no alcanzan su altura máxima hasta pasados los veinte años. A mí aún me queda por crecer un poco.

Soltó una carcajada y empecé a darme cuenta de que estaba delirando. Pero aparentemente Drakvian quería seguir hablando.

—Yo nunca he vivido con vampiros —decía—. Mi madre murió y mi padre estaba demasiado destrozado para ocuparse de mí. Me fui. Aún lo recuerdo, apenas tenía unos meses. Me quedé varias semanas sin beber ni una sola gota de sangre. Debería haber muerto. —Soltó una risita—. Normalmente un bebé siempre necesita un mínimo de sangre para que no se le estropee la mente y no se le congele el crecimiento para siempre. Me salvó una loba que había matado a sus pequeños por estar enferma y no poder alimentarlos. Me alimenté de la sangre de todos y empecé a crecer como una flor de lanka. ¡Ja! Como una flor de lanka —repitió, contenta—. Pero la lanka es venenosa… mejor un avrikul, de esas plantas carnívoras… aunque… ¿no existe ninguna planta vampírica que beba sangre? Me extraña, seguro que existe. —Se rió—. ¡Una planta vampírica! Me gustaría ver eso. Babeando sangre…

Soltó una carcajada. Syu y yo nos miramos, alucinados. Drakvian siguió hablando un buen rato y cada vez tenía menos sentido todo lo que decía. En un momento entendí que no me hablaba a mí, sino a Cielo: tardé un buen rato en entender que ese «Cielo» era su daga.

«Entiendo que es tu amiga y tal», dijo Syu, prudente. «Pero realmente me da miedo dormir tan cerca de… alguien como ella.»

Suspiré.

«Tranquilo. Está enferma. Sólo está delirando. Wigy dijo que a mí también me pasaba. Cuando tienes mucha fiebre, no te das cuenta de lo que dices.»

Syu hizo una mueca de mono.

«Eso no me tranquiliza. ¿Y si de repente le da por beber sangre? ¿Qué pasará si no se da cuenta?»

Me estremecí al pensarlo y luego negué con la cabeza.

«Syu, no digas bobadas. Además, Drakvian está enferma precisamente porque ha bebido demasiada sangre. Y no ataca saijits.»

Syu me miró con sorpresa.

«Yo no soy un saijit», objetó.

Agrandé los ojos e hice una mueca. Vaya.

«Duérmete», carraspeé.

Hubo un silencio en la conversación y entretanto Drakvian murmuraba cosas ininteligibles entre las cuales tan sólo reconocí la palabra «rana». Entonces, Syu preguntó:

«¿No te habrás olvidado de mi capa, verdad?»

Sonreí, al acordarme.

«Claro que no. Tengo memoria de dragón, ¿qué te crees?», le repliqué.

El mono gruñó, incrédulo, pero se contentó con añadir «Una capa verde» antes de sumirse en un sueño tranquilo. Continué oyendo un rato el delirio de Drakvian y poco a poco sentí que la nana de Frundis me iba adormeciendo los sentidos.

Soñé que era una estatua de vidrio que iba cayendo en el cielo y que nunca acababa de encontrar la tierra. Caía infinitamente, pasando nubes, viendo extrañas criaturas y oyendo una música de violines que se insinuaba suavemente en mi sueño.

Desperté al oír tres golpes rápidos contra la puerta. Me levanté de un bote, preguntándome qué hacía sobre un jergón. Tan sólo volví a la realidad cuando vi que Drakvian seguía en mi cama, con los ojos abiertos y moviendo los labios sin emitir ningún sonido.

«Seguramente se ha quedado afónica», le dije a Syu.

Entonces sonaron otra vez tres toques en la puerta y me petrifiqué. Drakvian… ¡no tenían que verla!

—¿Quién es? —pregunté en voz alta.

—Soy yo, ¡Deria! —contestó una voz detrás de la puerta.

Reconocí la voz pero abrí con precaución.

—¿Deria? —solté, cuando vi que efectivamente era ella—. Pasa.

Cerré detrás de ella rápidamente y Deria, que llevaba entre las manos un lienzo negro con algo dentro, frunció el ceño.

—¿Qué…?

Pero mi gesto de mano la hizo callar y me aparté para que viera a Drakvian. Agrandó los ojos y luego sonrió anchamente.

—¡Drakvian! —exclamó.

—Deria —solté, furiosa pero en voz baja, haciendo gestos para que hablara más bajo—. Es una vampira, ¿recuerdas? Si la gente la ve…

No acabé mi frase, pero mi expresión fue suficiente para que Deria abriera la boca en una gran «o» de comprensión y vergüenza.

—Está enferma —expliqué, más conciliable.

Deria me miró con cara de incredulidad.

—¿Enferma? Pero…

—Sí, eso mismo le dije, un vampiro no está vivo como los saijits, pero cuando bebe demasiada sangre, es como si lo estuviera realmente, ¿entiendes?

Deria se encogió de hombros y fruncí el ceño, mirando el lienzo negro.

—¿Por qué has venido tan temprano? —pregunté.

En ese momento, pareció como si la drayta se olvidara totalmente de la vampira y levantó el lienzo hacia mí con aire teatral.

—Adivina lo que es —me dijo.

Enarqué una ceja interrogante, meneé la cabeza y me giré hacia el mono.

—¿Syu?

Syu inspiró varias veces pero agitó la cabeza.

«Huele a cristal.»

—¿Cristal? —repetí, sorprendida.

Deria asintió, feliz, y destapó el lienzo, enseñando una daga casi transparente. La cogió por la empuñadura y declaró:

—Esta es Dormidora. Me la ha hecho Taetheruilín después de darse cuenta de que este material era único. No es un cristal cualquiera, es cristalevo, viene del Bosque de Mirtran, en los Subterráneos —explicó, con tono importante—. Al menos es lo que han dicho Dol y Taetheruilín. ¿Qué te parece?

Contemplé la hoja cristalina con admiración mientras Deria me miraba, esperando a que dijera algo.

—Es… ¿es la barra de metal que encontramos en las Llanuras de Drenau? —pregunté con cautela.

Deria asintió otra vez, enérgicamente.

—Ajá —contestó—. He guardado en una caja la mayoría de los trozos que han sobrado para hacer la daga.

—¿La mayoría?

—Taetheruilín ha querido quedarse con dos trozos, y Dol con otro. Al parecer, el cristalevo tiene efectos soporíficos ya de por sí. Pero Dol dice que aun así le parece que Dormidora está encantada. ¡La que estoy encantada soy yo! —exclamó, riendo.

Hizo unos cuantos movimientos con la daga y me amenazó con ella. Entonces me fijé que la punta de la daga era redonda y me reí.

—¿Dol te ha prohibido tener una daga puntiaguda? —le dije.

Deria puso los ojos en blanco.

—De todas formas, el cristalevo no corta como cortaría el cristal de los Extradios. Pero necesitaba una empuñadura, y decidí darle esta forma.

Me la tendió y la cogí, teniendo cuidado con no tocar la hoja. Era muy ligera. Pesaba como un tenedor, aunque su hoja era más ancha y larga. A través de la hoja, podía ver el contorno del rostro de Deria.

—¿Has verificado si no perdía los efectos al cambiarla? —le pregunté.

Deria hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Acabo de salir de casa de Taetheruilín. Dol se ha quedado en su casa hablando de no sé qué sobre materiales encantados y yo he venido aquí porque quería enseñártela… Entonces… ¿la pruebo?

—Er… —vacilé—. ¿Qué hora es?

—Las siete y media —contestó ella.

—Será mejor que no empecemos el día dormidas —decidí al fin—. La utilizaremos a la tarde, ¿qué te parece?

Entonces advertí que la mirada de Deria se posaba en un lugar detrás de mí y me giré. Drakvian seguía tumbada pero ahora agitaba una mano, como si estuviese cantando mentalmente. Enseguida entendí en qué estaba pensando Deria y negué con la cabeza decididamente.

—¡Deria! ¿En qué estás pensando?

La drayta se mordió el labio y señaló a Drakvian con la barbilla.

—¿Crees que podríamos utilizar a Dormidora para que Drakvian pueda dormir mejor?

—Os recuerdo que los vampiros no duermen —dijo de pronto Drakvian con una voz grogui.

Me sobresalté.

—¿Drakvian? —dije, con precaución, acercándome a la cama—. ¿Estás… estás aquí?

Por primera vez desde que la había visto enferma, los ojos de la vampira relucieron un poco y me miraron con aire aburrido, dejando entender claramente que consideraba mi pregunta realmente estúpida. Me sonrojé.

—¿Qué tal te encuentras?

Drakvian resopló por toda respuesta. Fruncí el ceño, inquieta. Eso no auguraba nada bueno.

—¿Quieres… quieres que te traiga algo? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Tengo la voz ronca, como si hubiese estado hablando toda la noche.

Agrandé los ojos, muy poco sorprendida, pero no confirmé sus sospechas. Sin embargo, Drakvian debió de entender mi expresión pues suspiró.

—Bueno, espero no haberte aburrido mucho, Shaedra. —Agité la cabeza, para tranquilizarla—. En todo caso, quisiera probar a ver si esa Dormidora funciona sobre mí. Tengo curiosidad por saber si me hace efecto. Quizá pueda recuperarme de esta maldita fiebre más rápidamente.

—¿En serio? —intervino Deria, aproximándose más animadamente—, Shaedra, ¿me devuelves a Dormidora?

Vacilé, pero se la devolví.

—¿Crees que es una buena idea? Quizá el encantamiento se haya deteriorado…

—No tiene nada que ver con que esté encantada o no —me replicó Deria—. Ya te lo he dicho, es un efecto del material, es… energía dársica, según lo que me has enseñado.

—No tiene por qué ser energía dársica —la corregí—, pero no importa, lo que quería decir era que quizá fuera mejor idea, para una primera vez, utilizarla encima de… un ratón o algo por el estilo.

Deria enarcó una ceja.

—¿Como Syu, por ejemplo?

Entorné los ojos, amenazante.

—Como toques un solo pelo de Syu con esa cosa…

—Vale, vale —dijo ella precipitadamente—, era sólo una sugerencia.

Syu y yo seguimos mirándola con expresión poco amigable y ella se giró hacia Drakvian, evitando nuestra mirada. Carraspeó.

—Entonces… ¿quieres probar a Dormidora?

—Ajá —asintió la vampira, observando la daga con curiosidad—. Pero antes, déjame que la examine un poco, ¿quieres?

—Por supuesto.

La vampira estuvo un rato examinando el cristalevo de Dormidora y al cabo, asintió.

—Bonito objeto.

Y sin previo aviso, cogió el filo de la daga con su otra mano. El efecto fue tan inmediato como imprevisto. La vampira se echó a reír con enormes carcajadas, sin dejar de apretar la daga con la mano. Enseñaba sin esconderlos sus dientes afilados y blancos y se veían sus dos pómulos alegremente redondeados que le quitaban un poco el aspecto vampírico tétrico. La contemplé con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Me preguntaba si alguna vez un vampiro se había reído tanto y, al mismo tiempo, me preguntaba si Dormidora tan sólo tenía ese efecto con Drakvian o bien lo tenía con todos.

Mientras yo observaba la escena, Deria retrocedió de un bote, asustada por semejante ataque de risa, pero inmediatamente después trató de arrebatarle la daga a la vampira. Tuvo que forcejear un poco porque Drakvian no quería soltarla pero al fin logró quitársela y retrocedió hasta el muro opuesto, respirando hondo.

—Demonios —murmuró.

Fruncí el ceño al ver que la vampira seguía riéndose, aunque denoté que al menos sus espasmos ya no se acrecentaban.

«Frundis», dije, cogiendo el bastón, «¿puedes hacerme un favor?»

«¿Mm?», gruñó.

No parecía muy dispuesto a hacer favores, deduje. Sin embargo, proseguí:

«Cántale a Drakvian una canción tranquila, para serenarla un poco. No sé si es bueno que ría tanto, después de todo sigue estando enferma. Es poco natural que ría una persona cuando está enferma», razoné.

«Mmpf, está bien», cedió él. «¿Y qué canción quieres que le cante?»

Sonreí a medias.

«El artista eres tú, no yo. Elige la que mejor convenga.»

Enseguida noté que estaba repasando sus centenares de canciones ordenadas como en una biblioteca. Lo posé junto a Drakvian y me giré hacia Deria.

—Vaya, pues tu Dormidora no parece haberla calmado mucho —comenté.

Deria no podía sonrojarse por su piel negra, pero su expresión denotaba claramente que estaba avergonzada. Solté una carcajada.

—¡Creo que es la primera vez que veo a un vampiro destornillarse de risa! —solté, riendo.

Deria envolvió rápidamente su daga en el lienzo negro, sin decir nada. Adiviné que algo la atormentaba.

—Deria, ¿qué ocurre? No ha pasado nada grave. Sólo está riendo un poco. Eso es bueno…

La drayta, sin embargo, parecía muy desanimada.

—No debí haberle pedido a Dol que me hiciera una daga con la barra de metal. Ahora ni siquiera el nombre que le he puesto tiene lógica. Dormidora —escupió—. Qué estúpida he sido pensando que si le cambiaba la forma no cambiaría sus efectos.

Estaba llorando y, perpleja, le cogí la manga para llamar su atención.

—Deria —pronuncié—, no sirve de nada llorar por un simple cristal. ¡Mil brujas sagradas! Tu Dormidora al menos no ha perdido toda su energía.

La joven drayta se pasó el brazo sobre sus ojos y asintió, reponiéndose.

—Tienes razón —me dijo—. Tendré que cambiarle el nombre —añadió.

—Eso es una idea estupenda. Y ahora, si no es mucha molestia… ¿podrías quedarte aquí y cuidar un poco de Drakvian? Al menos hasta que recobre un poco su serenidad.

Deria asintió, tomándose la misión como algo personal: al fin y al cabo era ella la que había puesto a Drakvian en ese estado. En cuanto a la vampira, se había calmado, pero de vez en cuando soltaba otra vez una carcajada o una risita y parecía totalmente ida.

—Los vampiros no duermen como nosotros —dije, burlona, repitiendo las palabras de Drakvian—, pero pueden estar inconscientes.

—Ella, en particular, es insconsciente —me corrigió Deria—. Ahora que lo pienso, yo nunca me habría atrevido a probar por primera vez un objeto encantado.

Me despedí de ella y me fui corriendo a toda prisa hasta la Pagoda Azul. No había desayunado, pero de eso sólo me di cuenta al llegar ahí. Aquel día, estaba el maestro Jarp y, aunque sólo había llegado unos minutos tarde, él no me lo perdonó tan fácilmente como el maestro Áynorin y me castigó obligándome a asistir al día siguiente a las clases de los nerús de nueve años.

—Si no eres capaz de llegar puntual a mi lección, significa que no te quedaron claras las lecciones de cuando eras nerú. Por tanto, te invito a que mañana te abstengas de venir a esta clase y vayas a retomar los principios básicos de la disciplina junto a los nerús.

Sus palabras me sentaron como una puñalada, pero no me atreví a hacer el mínimo comentario. Para rematar el castigo, Aleria me miró con cara de reproche, Akín puso cara compasiva y Galgarrios me miró boquiabierto. Por su parte, Marelta sonrió, triunfante, Yori enseñó sus dientes de mirol, sorprendido, y Suminaria agitó la cabeza, como si no le sorprendiera nada. Cuando Aryes cruzó mi mirada, sonrió, burlón y, en vez de fulminarle con la mirada, le devolví la sonrisa traviesa. Si el maestro Jarp consideraba que llegar tarde unos minutos a clase era de mala educación y quería mandarme a clases de nerú, ¿qué se le iba a hacer?

Durante las horas siguientes, estuvimos realizando cálculos interminables de los que apenas veía la relación con un sortilegio complicado que, teóricamente, tenía como objetivo acelerar la multiplicación de defensas contra las heridas infectadas. En esos casos, Ozwil era el único que conseguía hacer los cálculos hasta el final y Aleria la única en saber lo que significaba el resultado.

Terminó la clase y salimos todos de la Pagoda Azul. Ozwil salió saltando alegremente, como sólo le ocurría cuando se sentía orgulloso de sí mismo.

—¿Nunca se cansará de esas botas? —comentó Suminaria, mientras los demás salíamos de la Pagoda con más tranquilidad.

—Me extrañaría —repuso Ávend—. Por cierto, ayer me dijo su hermana Klayda que quería invitarte a tomar el té.

—¿Tomar el té? —replicó Suminaria, extrañada.

—Yo sólo transmito el mensaje —replicó él, encogiéndose de hombros—. Pero, por lo que sé, a Klayda sólo le interesan los chismorreos. Así que vete preparándote.

Como siempre, Nandros le esperaba a Suminaria para escoltarla hasta su casa. Era tiyano, como ella, pero no era ningún Ashar. De hecho, según me había contado Suminaria, era huérfano y había sido recogido por la familia Ashar como sirviente y luego como lacayo para acabar siendo guardaespaldas. Tenía sesenta y cuatro años y todo rasgo de juventud había desaparecido de su rostro, pero seguía siendo un hombre apuesto y Suminaria me contó riendo que todas las jóvenes criadas de su casa estaban locas por él. Pero Suminaria, por su parte, estaba harta ya de verlo siempre atento a sus movimientos.

Aquel día, Nandros estaba paseándose en el jardín cubierto de nieve, y me imaginé que debía de estar congelándose. Suminaria soltó un enorme suspiro.

—Hasta mañana —nos dijo.

Y se alejó en compañía de Nandros sin decirle una sola palabra. Yo entendía que estuviese harta de que la siguieran, pero no entendía que no hiciera ningún esfuerzo por hablar con Nandros. Después de todo, él era su guardaespaldas y si se llevase lo suficientemente bien con él, quizás le dejaría más espacio para respirar.

—Hasta mañana a todos —dijo Marelta. Y su mirada, como por inadvertencia, se posó sobre mí y sonrió—. ¡Ah! A todos no, se me olvidaba… la nerú —pronunció con tono sarcástico.

Le enseñé los dientes y Marelta se sobresaltó.

—Tienes… ¡tienes los dientes afilados! —exclamó, con horror.

Agrandé los ojos, sorprendida y mastiqué para comprobarlo. Negué con la cabeza: los dientes estaban como siempre. Bajo las miradas sorprendidas de los demás, Marelta echó a correr hacia la salida del jardín.

—Eso… ¿era alguna broma? —nos preguntó Yori, turbado.

Akín se encogió de hombros.

—Me da a mí que la pobre está perdiendo la cabeza —soltó Aryes, sonriendo anchamente.

Él sabía, o se imaginaba, lo que había pasado. A mí, aún me costaba creerlo. ¿Cómo podía haberme transformado a medias? ¿Cómo era posible que se me hubieran afilado los dientes y de pronto volvieran a ser normales? Percibí la ironía de la frase de Aryes con toda claridad. Marelta, que tanto se complacía en propagar el rumor según el cual Aleria estaba enloqueciendo, acababa de salir corriendo soltando una frase realmente extraña.

Nos despedimos de Salkysso, Kajert, Laya, Revis y Ávend, y con una mirada le pedí a Aryes que no se fuera tan pronto. Aleria enarcó una ceja, segura de que tenía algo que contarles. Cuando estuvimos a salvo de orejas indiscretas, Aleria inquirió:

—¿Y bien? ¿Por qué has llegado tarde a clase? Espero que tengas una buena razón.

Me mordí la lengua, vacilante.

—Bueno… en realidad, se trata de Drakvian —revelé—. Está enferma. Ya sabéis, la vampira —añadí, como ninguno reaccionaba.

Aleria y Akín se detuvieron en seco unánimamente, palideciendo. Aryes, en cambio, frunció el ceño.

—¿Está muy enferma?

—Eeeh —dije, pensativa—. Eso precisamente es lo que no sé. Tiene fiebre. Y está como ida. Y ha hablado sola durante toda la noche. Yo soy bastante inútil reconociendo enfermedades así, a simple vista —les expliqué.

—¿No has intentado utilizar energía esenciática? —intervino Aleria, reponiéndose.

Negué con la cabeza.

—No me atrevo. Drakvian es… especial. Le tiene mucho aprecio a su intimidad.

—Pero… ¿has dicho que ha hablado durante toda la noche? —reflexionó Akín—. ¿Eso significa que…?

—Que está en mi cuarto, sí —asentí. Hubo un silencio—. ¿Qué pasa? —pregunté de pronto, sin entender las caras reservadas de Aleria y Akín.

—Creo que están un poco asustados —contestó Aryes con tranquilidad—. Se les pasará cuando la vean.

—Así que… ¿está en tu cuarto? —dijo Aleria con una vocecita.

—Sí, le dejé la cama, para que descansara mejor —dije con naturalidad—. Esta mañana le he dejado a Deria ocuparse un poco de ella. Ha sufrido una… bueno… un ataque de risa.

Esta vez me miraron los tres juntos con cara interrogante.

—¿Un ataque de risa? —repitieron Aleria y Akín al mismo tiempo.

—Er… sí. Os lo explicaré. —Tomé una inspiración—. Deria vino a mi casa a la mañana con su Dormidora y Drakvian quiso probarla y…

Observé sus expresiones de incomprensión y solté un suspiro cansado.

—Será mejor que la veáis con vuestros propios ojos. Veamos… por la puerta trasera.

Entré por el patio trasero del Ciervo alado y los demás me siguieron. Los soredrips tenían un aspecto tétrico aunque bello con sus ramas desnudas y con tantas curvas. La puerta estaba cerrada desde dentro así que metí la mano en mi bolsillo en busca de mi llave. No la encontré, pero encontré un trozo de metal. Lo saqué y abrí la puerta sin mucho esfuerzo.

—¡Shaedra! —dijo Aleria con tono de protesta—, ¿qué haces con esa cosa en el bolsillo?

Enarqué una ceja, sin entender.

—¿Qué?

—Ese… trozo de hierro. Y… abres puertas así, sin más, ¡como si fueras una ladrona!

Por lo visto, se había quedado pasmada. Le dirigí una sonrisa vacilante.

—¿Quién ha hablado de ladrones? Esta puerta es de la taberna, Aleria, no vamos a robar nada. Se me ha olvidado llevar la llave, eso es todo.

Aleria me miró fijamente y luego sacudió la cabeza pero no dijo nada. Un minuto después estábamos frente a la puerta de mi cuarto. La empujé con precaución.

—¿Deria?

Nadie me contestó. Entré en el cuarto y lo que vi me dejó espantada. Deria estaba tendida en la cama, con la respiración regular, como si estuviera durmiendo. El techo de arriba estaba abollado y quemado, como si… como si una bola de fuego lo hubiese golpeado. Y en el jergón de Syu, estaba Drakvian, medio tumbada, con un aspecto no muy halagüeño pero todavía agarraba a Frundis entre sus finos dedos blancos y movía la cabeza de derecha a izquierda, tarareando de cuando en cuando.

Entramos todos y Aryes cerró la puerta con un ruido sordo. Me acerqué a la vampira con cautela.

—¿Drakvian? ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha pasado a Deria?

Drakvian parpadeó una vez, muy lentamente, y levantó la cabeza. Al verme, sonrió y enseñó bien sus dos colmillos blancos, haciendo retroceder levemente a Aleria y Akín.

—¡Shaedra! —exclamó con una voz ronca—. Qué alegría verte. Ejem… sí.

Parecía más molesta que alegre de verme y fruncí el ceño, empezando a preocuparme cada vez más.

—¿Qué le ha pasado a Deria?

La vampira abrió y cerró la boca varias veces, haciendo un ruido de masticación y luego dijo:

—Verás, esa Dormidora… —Sonrió anchamente—. Me puse a reír ¡jo!, no había reído así desde hacía tiempo. Parecía como si tuviese cosquillas por todo el cuerpo. Ha sido terrible —dijo, sin dejar de sonreír, con un tono soñador—. Y luego, cuando ya empezaba a tranquilizarme, perdí el control y se me escapó —su sonrisa se extinguió.

Seguí la dirección de su mirada y vi el agujero en el techo.

—¿Se te escapó un sortilegio brúlico?

Drakvian asintió.

—Siento haber roto tu casa —dijo, con aire realmente avergonzado—. Se me escapó —repitió.

—No pasa nada —le aseguré—. Pero… ¿cómo habéis hecho para no quemar todo el edificio?

—La nieve —explicó—. Deria rellenó el cubo, yo… transformé en agua y ella plash, para arriba.

—Entiendo —dije lentamente—. Y ahora, ¿por qué Deria está durmiendo?

—Dormidora —explicó Drakvian, cerrando los ojos, como exhausta.

Asentí con la cabeza, pensativa.

—Y… le has dejado la cama —deduje.

Drakvian asintió sin abrir los ojos. Su aspecto y su casi ausencia de reacción me inquietaron seriamente.

—Er… Drakvian, te presento a Aleria y a Akín —dije y me giré hacia atrás, titubeante—. Er… Aleria —murmuré—, ¿tú sabrías reconocer la enfermedad que tiene?

La elfa oscura abrió muy grande los ojos sin dejar de mirar a la vampira.

—¿Yo? —balbuceó.

—Me preocupa que esté así —le dije por lo bajo—. Realmente parece estar muy mal.

Aleria abrió la boca pero no salió ningún sonido de ésta. Le sonreí, para alentarla.

—Hay… hay que utilizar la endarsía —dijo, inútilmente.

—Y aquí la más competente eres tú —apunté.

Aleria pareció reflexionar durante una eternidad antes de asentir y acercarse a la vampira.

—Está bien. Pero… ¿no sería mejor atarla… por si acaso?

La miré, anonadada.

—¿Atarla?

Aleria y Akín intercambiaron una mirada rápida y entendí el problema: aún no se fiaban de Drakvian. Normal, me dije, yo misma habría sentido aprensión en su lugar…

—¡Bueno! —intervino Aryes—. Me quedaré cerca de Drakvian y, si viene al caso y Drakvian se abalanza sedienta sobre ti, Aleria, utilizaré a Dormidora. ¿Es esta daga, verdad Shaedra?

Me giré hacia él y vi que llevaba en una mano la daga de Deria. Mi mirada fue a parar en Deria, tumbada y soñando profundamente.

—Dormidora no ha tenido el mismo efecto con Deria que con Drakvian. Debe de haber una explicación —medité—. Pero no acabo de entenderlo.

—¿De veras creéis que es necesario acercarme esa cosa otra vez? —preguntó Drakvian débilmente pero con evidente horror.

Me acuclillé junto a ella y la miré a los ojos.

—Si quieres que Aleria te ayude, me temo que sí. Verás… es la primera vez que ve a… un vampiro.

Los ojos de Drakvian relucieron de picardía y se posaron sobre la elfa oscura. Inspiró hondamente y sonrió.

—Sangre fresca —ronroneó.

Ante la mirada horrorizada de Aleria y Akín, se desternilló de risa.

—¡Ah! Creo que esta fiebre me hace reír más que de costumbre —soltó, riéndose a carcajadas.

Carraspeé.

—Estaba bromeando, Aleria. Si está enferma es por haber bebido demasiada sangre. No corres ningún riesgo, te lo aseguro.

Aleria me miró con cara suspicaz pero cuando Drakvian se serenó un poco se acercó y le puso una mano temblorosa sobre la frente. La retiró de inmediato.

—¡Está fría!

Negué con la cabeza.

—Está tibia. Normalmente, la piel de un vampiro está fría, y ahora está tibia. Eso significa que tiene fiebre. Pero ignoro si va a ir a peor o a mejor. Drakvian no parece saber mucho sobre el tema tampoco.

—Ya veo —replicó Aleria.

Entonces siguieron unos minutos de silencio, mientras Aleria trataba de averiguar cuál era problema de Drakvian. Yo estaba casi segura de que no era muy grave y de que se repondría pronto, pero, como nunca había visto a una vampira enferma y nunca había leído sobre ello, no podía estar segura del todo y esperaba el diagnóstico de Aleria con impaciencia.

Que estuviésemos seis personas en un cuarto reducido era bastante inédito: nunca en mi vida había habido tanta gente en mi cuarto. Aryes y Akín permanecieron de pie, tan impacientes como yo, y yo me dispuse a ocuparme de Deria. Le di unas cuantas palmaditas en la mejilla, la enderecé, la agité, le estiré del pelo y cuando empezaba a creer que Dormidora la había sumido en un sueño eterno, la drayta soltó, malhumorada:

—¡Shaedra, ya estoy despierta! Deja ya de agitarme como un trapo.

Abrió sus ojos negros y estirados sin dejar de fruncir el ceño.

—¿Ya estás de vuelta? —preguntó entonces, con extrañeza.

Puse los ojos en blanco.

—Son las dos de la tarde, más o menos —le anuncié.

Deria se quedó paralizada por un instante.

—¡¿Qué?! —Inspiró fuerte—. ¡Dol! Debe de preguntarse dónde estoy. Madre mía, ¿qué he hecho? ¿Dónde… dónde está Dormidora? —preguntó de pronto. Parecía estar al borde de un ataque de nervios.

—La tiene Aryes. Ayuda a Aleria para que se acerque a Drakvian y Aleria le ayuda a su vez a Drakvian. Yo diría que es una sucesión de solidaridades —solté, pensativa.

Deria corrió hasta donde estaban Aryes, la vampira y Aleria y le arrebató a Aryes la daga con aire imperioso.

—Es mi daga —declaró—. No puedes utilizarla sin mi permiso.

—Oh —dijo éste, sorprendido—. Lo siento, Deria.

Una vez que hubo envuelto su daga con el lienzo, Deria pareció más tranquila.

—Deria —solté—, ¿por qué has tocado el cristalevo? ¿Has visto lo que le pasó a Drakvian? No quería soltar la daga. Podrías haber sufrido los efectos de tu Dormidora durante horas, sin que nadie se enterase, y hasta podrías haber muerto. —Deria hizo una mueca y bajó la cabeza—. Por lo que he podido ver, el cristalevo duerme los nervios, menos para los vampiros. ¿Y si hubiera dormido tu corazón?

—Entonces… —susurró Deria, asustada.

—Tu corazón habría dejado de latir —acabó Aleria.

Me recorrió un escalofrío al pensar que Deria hubiera podido estar a punto de morir por culpa de su Dormidora. Deria tragó saliva.

—De acuerdo. Ya lo he entendido. Voy a… voy a hablar con Dol de esto —dijo, con un murmullo ahogado.

—Espera, Deria. —La retuve, mientras ella se dirigía hacia la puerta—. Creo que no me has entendido. Dormidora es un objeto fantástico. Puede ayudar para un montón de cosas. Pero hay que tener cuidado con él. Así como hay que tener cuidado con un cuchillo aunque pueda servirte para cortar rodajas de zanahoria.

La drayta asintió, y sentí que estaba un poco menos desanimada.

—Aun así, tengo que hablar con Dol —insistió.

Con un suspiro, la dejé ir y, tras cerrar la puerta, me giré hacia Aleria.

—¿Has descubierto algo?

Aleria se levantó y asintió. Se me iluminaron los ojos. ¡Por fin!

—He descubierto que, pese a haber leído tantos libros sobre las distintas criaturas que existen, no sé nada concreto sobre los vampiros —reflexionó—. Quizá debiera profundizar un poco mi estudio sobre los vampiros y las enfermedades que pueden padecer. Debe de ser interesante estudiar algo así —añadió, para sí.

—¡Aleria! —protestamos.

—Está bien —replicó, levantando las manos para tranquilizarnos—. Creo que es una simple fiebre. Al de unos días, estará en pie.

Al oír esto, Drakvian soltó un gemido doloroso.

—¡Días! —soltó, resoplando, con un tono asesino—. No sé cómo voy a aguantarte, Shaedra.

—Yo tampoco —le repliqué, con una sonrisa.

4 Trampas y trabajos

Los días siguientes fueron extenuantes. Después de pasar una noche agitada escuchando los delirios de Drakvian, casi me alegré de pasar unas cuantas horas en compañía de nerús, contestando a preguntas fáciles. El único inconveniente fue que Taroshi, el hijo de Kirlens, no paró de molestarme durante la clase, de modo que el maestro Yinur me vio una vez estirándole del pelo, amenazante, pero aparte de eso, me porté como una santa.

Todas las tardes, volvía rápidamente al cuarto para comprobar que Drakvian estaba mejorando y luego, después de comer, iba a la biblioteca y trataba de hacer todos los deberes que nos pedía el maestro Jarp.

Todos, incluso Aleria y Yori, empezaron a odiar al maestro Jarp. No era que fuera realmente malo, pero nos impedía ser nosotros mismos. Los deberes que nos daba nos comían toda la tarde y finalmente apenas nos quedaban unas horas para disfrutar del día. Ozwil estaba pálido y parecía siempre fatigado, Aryes y Aleria pasaban horas en la biblioteca, Yori se llevaba todos los libros que podía y Laya, Akín, Salkysso y yo nos desesperábamos, absolutamente seguros de que el maestro Jarp nos quería convertir en zombis. Kajert parecía el más tranquilo de todos y cada vez que lo veía llevaba una nueva planta o un nuevo libro de botánica, como si se desentendiese de los conocimientos que nos tenían que inculcar los maestros de la Pagoda. En cuanto a Revis, al parecer había cambiado totalmente de opinión acerca de la Pagoda Azul. Él, que siempre estaba nervioso antes de los exámenes pese a la poca inclinación que tenía hacia los estudios, había decidido tomarse las cosas como un revolucionario y, cada vez que nos veía estudiando, clamaba, levantaba el dedo índice y se ponía a platicar sobre la esclavitud de los ajensoldrenses y a halagar la sencillez de la vida analfabeta. No podía negar que en ciertas ocasiones estaba totalmente de acuerdo con él, pero aun así me hacían muchísima gracia sus aires de nuevo profeta. Su proselitismo no era muy eficaz con las personas estudiosas, aunque a Akín y a mí nos hizo efecto más de una vez.

Soportaba mucho mejor las lecciones del maestro Áynorin que las del maestro Jarp, ya que estas últimas eran muy serias y excesivamente abstractas. Aprendíamos cosas que en mi vida podría utilizar para nada, salvo para alardear de que había estudiado en una Pagoda. Lo que a mí me gustaba realmente eran las armonías. Y, por desgracia, consideraban que las armonías eran energías inferiores e inofensivas. Pese a esa opinión, no me atrevía a salir con Frundis en pleno día, ya que no podía fiarme aún de que no me haría alguna jugarreta. Sin embargo, Frundis me aseguraba que él no estaba tan loco como para enseñar a todo el mundo sus “fantásticos dotes de compositor”. Pero no me dejé convencer.

Así que Frundis se quedaba horas cantándole a Drakvian, y la pobre vampira empezaba a saturar. Syu se iba solo al bosque con su nueva capa verde, y yo me iba a la Pagoda Azul y a la biblioteca, preguntándome cuándo dejaría de nevar.

Algunos techos ya se habían derrumbado a causa de la nieve y el puente que se había construido en el Trueno era tan poco seguro que aún no habían cruzado más que unos cekals temerarios. Sin embargo, el Dáilerrin ya había encargado la piedra y había contratado los ingenieros para mejorar los diques, previendo las terribles inundaciones que podría causar la nieve fundida, en primavera. Y se estaba haciendo un plano del nuevo puente, más ancho, más alto y más resistente, según se decía. Nart me aseguró un día que iba a ser el mejor puente de toda Ajensoldra. Apenas exageraba, dado el reducido número de puentes en la región.

Nart, desde que había sido elevado al rango de cekal, se había vuelto todavía más calavera y sus dos amigos, Mullpir y Sayós, lo seguían a todas partes. Yo me reía de ellos cada vez que los veía pasar por la taberna cuchicheando con aires de conspiradores y ellos solían pasar todos los días, hacia las seis, para tomar algo y contarme qué tal les había ido el día.

—Te aseguro que todos admiran nuestras hazañas —me dijo Nart, un día en que hacía especialmente frío.

La taberna estaba tranquila porque la gente ni se atrevía a salir de casa con ese tiempo. Y Nart, Mullpir y Sayós habían irrumpido riendo, con la nariz roja y cubiertos de capas. Me contaron una de sus trastadas y por lo visto estaban contentos de causar sensación en la ciudad.

—Todos los nerús nos respetan —asintió Mullpir.

—Es natural —prosiguió Nart con desenfado y rió—. Pero, hablando seriamente, Shaedra, ¿dónde está Wigy?

Puse los ojos en blanco. Cada vez que hablaba de Wigy, sus ojos chispeaban de burla.

—Está en la cocina.

—¡Oh! Entonces no me atreveré a ir a verla —contestó—. La última vez que entré con disimulo me tiró a la cara un trapo que olía a mil demonios —me contó, en voz teatralmente baja—. Podría haberme muerto ahí, que ni se hubiera inmutado —se lamentó, dramático, y luego sonrió anchamente y sacó un cardo de su bolsillo—. Pero yo no soy rencoroso, y me gustaría que le dieras esto en señal de buena voluntad. Sé lo difícil que es cortejar a una… mujer con carácter, por decirlo así, pero mi abuelo me dijo que siempre valía la pena intentarlo.

Cogí el cardo y le di vueltas entre mis manos, reprimiendo una carcajada.

—Nart, acabarás haciendo que Wigy te prohíba entrar en la taberna. ¿Realmente quieres que le dé esto?

Nart puso cara preocupada.

—¿Crees que no le gustará? Pensé que iría a juego con su carácter —él y sus dos amigos se echaron a reír y se levantaron para irse.

—No cambiarás nunca, Nart —suspiré.

—Eso espero —me contestó él, con una sonrisilla más sincera—. Cuando tengas la impresión de que me estoy volviendo serio como mi padre, me avisas inmediatamente.

Carraspeé.

—Descuida —le aseguré, y me despedí de ellos cerrando la puerta precipitadamente para que no entrase el frío.

Los días pasaron, y finalmente Drakvian recobró sus fuerzas. Y un día, cuando volví, no me la encontré como de costumbre sumida en su delirio. De hecho, no me la encontré para nada, porque se había marchado.

«No puedo decir que no me alegre», comentó Syu cuando se enteró. En cambio, Frundis reconoció que la añoraría un poco.

Varios días transcurrieron sin que tuviera noticia de ella y cuando me preguntaban Aleria, Akín y Aryes, negaba con la cabeza, preguntándome adónde demonios se había podido ir la vampira. Syu me aseguraba que no la había visto por los alrededores. Quizá se hubiera marchado a Dathrun, con el maestro Helith. Quién podía saberlo.

El invierno duró hasta el mes de Tablonas y acabó bruscamente ahí, cuando de pronto se sucedieron varios días de calor. La mitad de la nieve de los tejados se fundió el primer día y las calles se volvieron impracticables. En la orilla del Trueno había barro por todas partes y caían, desde la Neria hasta el río, rápidos arroyos cristalinos que descendían zigzagueando entre las casas y las piedras.

La gente estaba ya harta del invierno y acogió el deshielo con alegría. El primer Ventisca de Tablonas, el Dailorilh proclamó la llegada de la primavera, y se mandó a las tropas de artistas que organizaran un espectáculo mientras varios comerciantes salieron para Neiram y Aefna con el objetivo de vender sus mercancías para llenar sus carretas de artículos y regresar a Ató tan pronto como pudiesen para llegar a tiempo a la Fiesta de la Primavera.

Con eso de que la nieve se fundía, todos, en Ató, esperaban la crecida del Trueno, donde acababa la nieve de las montañas todos los años.

Una tarde, las aguas se desencadenaron, cayendo a toda prisa, arrasando todo a su paso. Se sucedieron tres días de infierno. El frágil puente que se había construido desapareció completamente, los cultivos se inundaron y fue necesario sacar a las personas que vivían más cerca del río y que aún no habían querido escuchar el aviso del Dáilerrin y del Mahir. Kirlens se prestó voluntario para alojar temporal y gratuitamente a los desalojados y Wigy y yo apenas dormimos esas tres noches, ocupadas en dar mantas, almohadas y ropa, puesto que la mayoría de los afectados tan sólo había podido salvar su pellejo y nada de sus bienes. En esas tres noches, no me transformé ni una sola vez.

Como no dábamos abasto para hacerlo todo, Lénisu, además de ayudar a los rescatados, nos echó una mano en la cocina. Primero, Kirlens no quiso dejarle, convencido de que Lénisu no tenía ni idea de cocina, pero cuando le pedí que lo reconsiderara, le dio a Lénisu una oportunidad, que éste aprovechó juiciosamente. Enseguida adquirió Lénisu una estupenda reputación. Kirlens y Wigy no salían de su asombro y la verdad era que, aun sabiendo que no era la primera vez que mi tío trabajaba de cocinero, yo también me quedé bastante sorprendida de su éxito. Cada vez que pasaba yo por la cocina, ahí estaba él, añadiendo una pizca de orégano, una cucharada de aceite… cualquiera que lo hubiera visto no habría creído que era la misma persona que, meses antes, había entrado en la cofradía de los Istrags, había luchado contra el oso sanfuriento y había realizado otras acciones que no eran propias de un cocinero de taberna.

Económicamente, el Ciervo alado, pese al dinero utilizado para los desalojados, se las arregló bien y vio su reputación maravillosamente mejorada. Además de forjarse una imagen de solidaridad, resultó tener una comida excelente, según los nuevos parroquianos, y en los días siguientes, la taberna estuvo repleta de clientes. Kirlens, que al principio estaba eufórico por ese cambio, pronto empezó a plantearse el buscar a algún empleado más. Lénisu fue nombrado jefe de cocina y le fue puesto bajo sus órdenes a un tal Laynen, un joven empleado recién llegado del campo que apenas hablaba abrianés. Laynen pareció alegrarse de que Lénisu y yo supiéramos hablar naidrasio, y nos contó que su familia lo había mandado a la ciudad con la esperanza de que encontrase un empleo para ahorrar los suficientes kétalos para comprar un burro.

Ató vio llegar un flujo cada vez mayor de carretas de campesinos que venían a asistir a la Fiesta de la Primavera, y aunque la mayoría se instalaban en las afueras de la ciudad, algunos pagaron un cuarto en las tabernas. Pronto no quedó ni un sitio en el Ciervo alado. Ató estaba tan llena que me era imposible salir de la ciudad sin que me viesen, incluso de noche, de modo que cada vez que me transformaba me quedaba quieta en mi cama, añorando las carreras en el bosque y las jugarretas de Frundis.

Una noche de ésas, me levanté, nerviosa, sintiendo la energía quemarme por dentro. Fui hasta la ventana y vi que la ciudad estaba más iluminada que normalmente.

«Pronto toda esa gente se irá y todo volverá a ser como antes», le aseguré a Syu, adivinando sus pensamientos.

«Está bien. Pero que se vayan pronto. ¿Jugamos a las cartas?», propuso de pronto.

Era tarde y estaba agotada por tanto trabajo, pero no podía dormirme transformada como estaba, así que asentí, corrí la cortina y encendí la lámpara para buscar dónde había dejado la baraja. Jugamos al kiengó durante una hora entera. En la última partida, Syu hizo trampas burdamente y lo vi enseguida: la dama de la perla no era más que un gato blanco en realidad. Siguiéndole el juego, hice una mueca, miré mis cartas intensamente, sonreí y eché un caballero dragón.

Syu entornó los ojos y se rascó la cabeza.

«Esa carta es nueva o estás haciendo trampas», refunfuñó.

Mi sonrisa se ensanchó.

«Es de todos sabido que el caballero dragón gana a la dama de la perla», recité con falsa solemnidad.

«Ya, claro, y que el rey dragón gana al caballero dragón», dijo el mono, soltando una nueva carta que representaba a un mono gawalt con corona montado sobre un caballo con alas.

Solté una carcajada y tiré otra carta que representaba a una hidra con veinte cabezas.

«Nada puede contra esto», repliqué.

Syu frunció el ceño y echó otra carta.

«Según se dice por ahí las hidras no aguantan la sequedad.»

Su carta representaba un desierto. Adiós hidra, pensé.

«Pero los desiertos, en el Ciclo del Pantano, pueden desaparecer», solté, tirando una carta que representaba una lluvia torrencial.

Syu puso cara pensativa y luego sonrió anchamente. Enarqué una ceja.

«La lluvia no puede caer si no hay atmósfera», razonó.

Agrandé los ojos.

«¡No!»

«Eso me enseñaste», replicó. Y tiró una carta blanca. «La nada lo gana todo.»

Puse los ojos en blanco.

«Esto ya no tiene nada que ver con el kiengó, amigo, ¿te has dado cuenta?», le dije.

«¿Te molesta haber perdido?», replicó Syu, muy contento.

«Syu, deberíamos poner más reglas a nuestras trampas. Luego, pasa lo que pasa.»

«¿Que pierdes?», insistió Syu. Como yo entornaba los ojos, él puso cara inocente. «Tú has empezado, con el caballero dragón.»

Eso era verdad, en cierto modo, había sido yo la que había derivado el juego pero…

«Tú has hecho trampas. Te he visto.»

Syu sonrió, señaló la pila de cartas y se cruzó de brazos.

«¿Dónde?»

Miré las cartas y empecé a quitar una a una las que ya no tenían ningún dibujo de hidras ni de desiertos y busqué al gato blanco… sin encontrarlo. En cambio, la dama de la perla sí que estaba. Sacudí la cabeza, sin entenderlo.

«Estaba segura de que habías hecho trampas», me disculpé.

Syu se rascó la barbilla.

«Qué mal pensada», dijo. Estaba divertido, como si hubiese algo que aún no me había dicho. No me impacienté, porque Syu nunca podía contenerse a confesar sus travesuras y, de hecho, no tardó en hacerlo en esa ocasión.

Se subió a la silla y se sentó en el respaldo ágilmente, diciendo:

«Aunque quizá hubiese un truco porque… ¿y si la ilusión dijese la verdad?», preguntó.

Fruncí el ceño. «¿Qué quieres decir?»

«Los monos gawalts nunca se dejan engañar», declaró el mono. «La verdad es la verdad.»

«A mí no me engañas. Las ilusiones de Frundis no las ves de inmediato tal y como son», le dije. «Caes en la trampa tanto como yo.»

Syu gruñó y asintió, vacilante.

«De acuerdo. En ese punto tienes razón. Pero en este caso», dijo, señalando las cartas, «tú has caído como la hoja del kirlo. ¡Directamente al suelo!», soltó, riendo. «La dama de la perla era la dama de la perla pero yo la he modificado para que creyeras que no lo era. ¡Ja!»

Ahora se pavoneaba en el escritorio, haciendo piruetas. Sonreí, sinceramente sorprendida.

«Vaya», resoplé. «Pues sí que he caído. La próxima vez estaré avisada.»

Mi mirada, en aquel instante, fue a parar en el espejo que me había regalado Kirlens, casi un año atrás. Fruncí el ceño y me acerqué a la mesa, en silencio. En el espejo, estaba mi reflejo. No me asusté, como lo había hecho la primera vez que me había visto transformada, en El Merendón. Pero sentí un ligero cosquilleo en mis pensamientos al ver mi rostro. Algo me era familiar. Algo que no conseguía recordar y que pronto me obsesionó.

«¿Qué ocurre?», me preguntó Syu, de pronto inquieto.

No contesté de inmediato. Seguí mirándome un instante en el espejo y luego lo posé en la mesa con la mano temblorosa. Mis ojos rojos, las marcas negras, los dientes… ya había visto algo parecido en algún sitio, no hacía mucho tiempo… Mi mirada se posó entonces sobre un papel plegado que había en el escritorio. El papel que le había dado a Aleria unas semanas atrás para que dibujara la Sreda… Lo desplegué y lo volví a plegar casi inmediatamente, inspirando hondo.

Syu se acercó a mí, interrogante.

«Mis marcas negras, Syu, ¡son idénticas a la Sreda!», le expliqué, sin aliento.

—Eso significa —dije, en voz baja y temblorosa—, que la Sreda, al menos en su origen, está ligada a los…

Mi voz se paralizó y Zaix acabó la frase por mí:

«Demonios. Me consuela saber que eres capaz de razonar un mínimo, querida. Pasaba por ahí, y te he oído. Así que de paso te aviso de que pronto llegará un amigo mío a tu ciudad. Su nombre es Kwayat. Por cierto, bonita partida de cartas.»

5 La Fiesta de Primavera

¿Qué había dicho Aleria ya? Algo como que los que llevaban la Sreda no eran de fiar. Pues vaya.

Ese pensamiento me siguió durante los días siguientes, incluso el día de la Fiesta de la Primavera. Sin previo aviso, aquella mañana, Wigy llamó a mi puerta y entró con un paquete y una enorme sonrisa… y con un vestido azul precioso.

—¡Wigy! —exclamé, maravillada—. ¡Qué elegante!

Wigy soltó una risita y me tendió el paquete.

—Buenos días, Shaedra. Lo había encargado para tu cumpleaños, pero pensé que querrías ponértelo para la fiesta.

—¿Mi cumpleaños? Pero… si es dentro de dos semanas. ¿Qué…?

Wigy soltó un suspirito exasperado.

—¡Ábrelo ya!

Con aprensión, abrí el paquete y saqué un vestido de un blanco inmaculado con mangas anchas y un cinturón rosa. Me había quedado boquiabierta y, al darme cuenta, carraspeé. ¿Acaso pretendía Wigy que fuera con ese vestido durante todo el día?

Wigy me contemplaba con una enorme sonrisa.

—Y aquí están los zapatos —dijo, muy excitada—, así no te tendrás que poner esas botas feas que te regaló tu tío.

Y me enseñó unos zapatos color arena. Al menos no parecían incómodos, pensé con optimismo. Estuve a punto de negar con la cabeza y protestar, como siempre había hecho. Pero Wigy estaba tan emocionada…

—Gracias, Wigy —murmuré—. Es un vestido… perfecto… er… para la ocasión.

¡Pero que no se le ocurriese pedirme que pusiera eso otra vez!, añadí mentalmente para mí misma.

—Lo es —afirmó Wigy—. Todas van a ir vestidas elegantemente. No podía dejarte con esos andrajos que te pones. Sobre todo que ahora ya no eres una niña, eres una señorita… o deberías serlo. He tenido que acortarlo un poco, lo he cogido largo porque sé que sigues creciendo y es más fácil descoser que medir y coser una nueva tela. Venga, póntelo, a ver cómo te queda.

Agrandé los ojos, tragué saliva y dejé el paquete sobre la cama. Mis movimientos eran tan lentos que Wigy tuvo que acelerar un poco las cosas. Pero en fin, al verme vestida con su regalo, juntó las manos, conmovida, los ojos húmedos, y me cogió las dos manos para dar varias vueltitas en la habitación.

—¡Ay qué emoción! —exclamó agudamente mientras giraba alegremente.

Me soltó las manos y necesitó unos segundos para recuperar el equilibrio.

—Bueno… pruébate los zapatos. ¡Pero no te sientes así! —exclamó de pronto, al ver que me sentaba sobre la cama algo bruscamente—. Arrugarás el vestido. Hay que ser elegante como una señorita.

Tuve la impresión de oír a Laygra vendiéndome ropa en El Áberlan. Con un suspiro, me probé los zapatos. Eran como los que llevaban las bailarinas y por lo menos no tenían chapines ni tacones aunque, en la práctica, protegía lo mismo que si fuese descalza. Pero Wigy decía que era la última moda en Aefna. Así que todos irían con esos zapatos a la fiesta. Y yo haría como todo el mundo.

—No te escaquearás esta vez —me avisó Wigy—. Además, te aseguro que todos querrán bailar contigo… ¡espera! Falta el peinado. Te lo haré como me ha enseñado Satme. ¡Vamos a ser las reinas del baile!

Alcé los ojos al techo y traté de ser paciente.

—Pues claro —repliqué.

Syu, escondido detrás de la ventana abierta, soltó una risita.

«¿Y tú de qué te ríes?», refunfuñé, mientras Wigy salía disparada en busca de material para peinarme.

La sombra del mono desapareció de la ventana y supuse que se había ido antes de que se me ocurriera alguna idea para hacerle sufrir el mismo martirio que a mí me imponían.

Maldita sea, pensé, cogiendo un volante del vestido. Supe que mis garras hubieran podido desgarrar el vestido, palidecí y me aseguré de que estaban bien metidas.

—¡Siéntate en la silla! —exclamó la voz precipitada de Wigy.

Me sobresalté y me senté con resignación.

—No sabes qué elegante se ha puesto Kirlens este año —comentaba Wigy—. ¡Y Taetheruilín no huele a hierro! Acaba de pasar a beber una copa. Dice que su mujer está preparando a toda la pandilla de chicuelos que tienen para la fiesta. Si es que, no me crees, pero yo no estoy tan loca como otras.

—No, qué va.

—Y no lo digo porque quiera tener a todos sus hijos bien vestidos, pero que compre un vestido de cien kétalos para su hijo de tres años es de lo más ridículo. ¿A quién le importa que vaya bien vestido un niño de tres años? Yo digo que mientras alguien no se da cuenta de que necesita vestirse bien, es que no lo necesita. Estas ideas las tenía claras hasta cuando tenía diez años.

Yo no tenía la impresión de que necesitara vestirme bien… Con un suspiro, seguí escuchando con una oreja los despropósitos de Wigy.

No quiso desenredarme las trenzas de Syu, porque consideraba que llevaría demasiado tiempo y hasta concedió que Syu sabía hacer trenzas.

—Será un mono y todo lo que quieras —decía—, pero tiene más arte que algunas amigas mías. Por supuesto, nunca nos superará ni a mí, ni a Satme, pero si es capaz de hacer trenzas, es capaz de haber hecho todo eso que tú dices.

Lástima que Syu no estuviese ahí para oírla, me dije. Estaba segura de que habría sonreído con orgullo ante tanto piropo. Al de diez minutos escuchando tanta palabrería, empecé a rebullirme, pero Wigy acabó enseguida y me enseñó el reflejo de mi espejo con una expresión satisfecha.

No es que pudiese ver gran cosa de su obra de arte, pero decidí que no estaba tan mal. Había recogido mi pelo y había hecho una especie de moño distendido con algunas trenzas dispares por ahí.

—Vaya —me contenté con decir.

—Tienes el pelo muy largo —comentó ella—. Algún día debería cortártelo. Pero al parecer, ahora las damas de Aefna llevan el pelo muy largo.

—El año que viene eso habrá cambiado —le aseguré, con una sonrisa burlona—. ¡Bueno! ¿Puedo ir a desayunar ya?

Wigy asintió.

—Pero debes recogerte el vestido para bajar las escaleras, y para cuando salgas, no debes dejar que se te manche en el barro, ¿me oyes?

Asentí.

—Y nada de piruetas o de carreras, ¿eh?

Puse los ojos en blanco, me dirigí hacia la puerta y me giré.

—Así que… ¿el último grito es el de saltar sobre los charcos y rebozarse sobre el lodazal más grande, no?

Wigy me fulminó con la mirada pero no pudo evitar sonreír a medias.

—Como te atrevas a estropear el vestido, te compraré un bote de perfume.

Puse cara de espanto y levanté dos dedos hasta la frente.

—Te prometo que no estropearé el vestido.

Wigy se rió y me acompañó hasta abajo, donde desayuné unas galletas y un gran vaso de leche caliente. Cuando me levanté, me dio mi sombrero de paja.

—No te lo olvides. Y ahora ve, antes de que llegues tarde. Y sin correr.

Carraspeé y salí de la cocina. Ya eran las diez de la mañana pero en la taberna aún no habían llegado más que algunos madrugadores que no necesitaban varias horas para prepararse. Kirlens estaba junto a una mesa, charlando con dos clientes que parecían ser de los campesinos recién llegados. Los tres iban vestidos de manera tan rimbombante que, de golpe, me sentí menos sola.

—¡Shaedra! —exclamó Kirlens—. Ya me había avisado Wigy de que iba a ocuparse de ti. ¡Ven aquí, mi princesa, pareces recién sacada de un cuento!

Con una enorme sonrisa en su rostro, tendió su mano y apretó la mía con dulzura. Sonreí, divertida.

—Ah, ¿qué dices de mi nuevo traje? —preguntó, apartando los brazos.

Observé su túnica de seda fina y coloreada y sus pantalones de tela casi blanca y me sonreí.

—Parece un traje sacado de un cuento —contesté.

Kirlens soltó una carcajada, divertido.

—¡Sobrina! —exclamó Lénisu, apareciendo de pronto al pie de las escaleras. Iba vestido con la misma ropa de toda la vida y se había quedado boquiabierto al verme—. Mil brujas sagradas, ¿qué te han hecho?

Tenía una cara tan aturdida que no pude dejar de reírme con los demás. Cuando llegó a mi altura, le cogí del brazo y le dije en voz baja:

—Ha sido idea de Wigy.

Lénisu enseguida puso cara de comprensión.

—¡Ah! Ahora lo entiendo mejor —dijo, con una media sonrisa burlona—. ¿Así que ha conseguido hacer que te pongas eso, eh? Pues fíjate, ha hecho más de lo que creía saijitamente posible.

No escondió su clara expresión de burla. Suspiré.

—Tengo que irme. Se supone que los snorís deben pasarse todo el día haciendo cosas como vender refrescos para recaudar más fondos para la ciudad —expliqué.

Lénisu me deseó buena suerte y yo salí corriendo, recogiéndome el vestido, hacia la Pagoda Azul. Cuando llegué, ya estaban algunos ocupándose de organizar las cosas. Cuando entré en la Pagoda, vi a Aryes levitar para hacer pasar una cuerda llena de guirnaldas sobre las vigas del edificio. Pero cuando se giró hacia mí, perdió el control y se desplomó hasta el suelo, consiguiendo amortiguar un poco la caída.

—¡Aryes! —grité, precipitándome hacia él. Pero había olvidado que llevaba un vestido. Pisé sin quererlo la punta del último volante y me caí junto a Aryes—. ¡Maldito vestido!

Esa fue la primera vez de las muchas que maldije el vestido aquel día. Aryes se enderezó, abochornado.

—Vaya. Er… creo que se me han caído todas las guirnaldas. Yo… esto… Estás… —se rascó el cuello, como solía hacer cuando no comprendía algo o se sentía molesto—. ¿Estás bien?

—Sí, sólo me he pisado este endemoniado vestido, nada más —contesté, sentándome sobre la madera de tránmur—. Te ayudaré a colgar las guirnaldas.

Akín y Aleria llegaron poco después, escoltados por Stalius. Me sorprendí al verlo, porque sabía que no le permitían la entrada a la Pagoda, por ser un legendario renegado, pero él no tenía intenciones de entrar: se despidió de Aleria mientras Akín le devolvía una mirada asesina, y luego se marchó.

Todos los snorís iban muy bien vestidos, como todos los años en la Fiesta de Primavera. Incluso Salkysso, que venía de una familia pobre, llevaba una elegante túnica de satén verde.

Cuando llegó Galgarrios, vi que todas las snorís de primer año se giraban para mirarlo, embelesadas. Enseguida se pusieron a cuchichear entre ellas y Marelta les echó una ojeada con una expresión sarcástica.

—¡Shaedra! —me saludó el caito, con una gran sonrisa, entrando en la Pagoda—. ¿Llego tarde?

Enarqué una ceja, sorprendida.

—No importa llegar tarde mientras llegues a tiempo —le repliqué, citando mi sempiterno y cotidiano proverbio gawalt.

—¿Así que puedo pedirte que bailes conmigo esta tarde?

Palidecí, atónita. ¿Bailar con Galgarrios? Lo miré, aturdida, y dejé de enfilar las guirnaldas en la cuerda.

—¿B… bailar? —farfullé.

Galgarrios me dirigía su habitual sonrisa tonta.

—Pues sí, ¿no te gusta bailar?

—Pues… no. Sinceramente… no creo que sea una buena idea.

—¡Oh, vamos, Shaedra! —intervino Akín, riendo—. Galgarrios es un buen bailarín. Bailar no es tan malo como crees. Recuerda el baile en Tauruith-jur.

Sí, lo recordaba muy bien. Aryes me había invitado a bailar y yo lo había hecho fatal, pisando los pies de todos los que bailaban alrededor… Y Aryes se había reído de mí porque había utilizado el jaipú.

—No… —concedí—, no es tan malo, pero —dije, con más decisión— nadar tampoco es tan malo y no todo el mundo nada.

Galgarrios parecía cada vez más decepcionado.

—Entonces… ¿no vas a bailar conmigo?

Las snorís de doce años me miraban con una expresión inequívoca de envidia y asombro. ¿Cómo podía rechazarle un baile?, debían de preguntarse. Recordé entonces las palabras entusiasmadas de Wigy: “¡Vamos a ser las reinas del baile!”. No me cabía duda de que si Wigy se enteraba de que no quería bailar, me iba a perseguir durante todo el día y luego durante semanas y semanas… Me representé una vida imposible con Wigy bailando y reprochándome cada rato mis burdos modales y me ablandé un poco. Y viendo la expresión triste de Galgarrios, suspiré interiormente y asentí.

—Está bien. Será un placer bailar contigo, Galgarrios. Pero… sólo una vez, ¿de acuerdo?

El rostro de Galgarrios se iluminó.

—Así que, ¿sigues siendo mi amiga?

Sonreí, divertida.

—Por supuesto que sigo siendo tu amiga.

Desde luego, Galgarrios era fácil de contentar. Un baile, y ya estaba feliz para todo el día. A mí, en cambio, me empezó a subir una bola de miedo en la garganta y se quedó ahí durante toda la mañana.

En una hora, terminamos los preparativos de la fiesta. Luego empezaron a llegar los habitantes de Ató y los forasteros. Nos ocupábamos un poco de todo. Hicimos espectáculos armónicos con bonitos colores y paisajes y la gente aplaudía con admiración. Debo decir que yo fui la que más me lucí en esos espectáculos y el maestro Áynorin me dio la enhorabuena después de que hubiera creado una imagen paradisíaca de un bosque con perfume silvestre. Y me confesó que él habría sido incapaz de hacer algo así. Recibí sus palabras con la fiereza de un gawalt y estuve sonriendo sola durante media hora.

Aleria, bajo la supervisión del maestro Yinur, curó algunas dolencias de estómago y de músculos de los campesinos. Ozwil se puso a invocar un montón de estrellitas pequeñas que brillaban y levitaban: acabaron esparciéndose por toda la ciudad, y el maestro Jarp comentó algo sobre respetar los límites del equilibrio energético. Yori, Revis y Salkysso se pelearon para el espectáculo, haciendo más piruetas de las que habrían sido necesarias para una pelea seria. Kajert vendió muchas plantas que había ido almacenando para la ocasión con la promesa de que ofrecería el cincuenta por ciento de las ganancias a la Pagoda. Laya y Marelta se instalaron detrás de unas mesas para vender refrescos, y Aryes se paseaba levitando con su pañuelo azul, Borrasca, alrededor del cuello, e iba tirando confetis sobre la gente. Suminaria y Akín eran los únicos que no hicieron gran cosa, por ser de familias más que acomodadas. Mientras la tiyana permanecía sentada junto a su tío, el señor Garvel Ashar, Akín escuchaba a medias la conversación de sus hermanos y hermanas mayores y miraba con envidia nuestras pequeñas proezas.

En realidad, la Fiesta de Primavera era más pragmática que otras fiestas. Los campesinos aprovechaban siempre para intercambiarse semillas, pedir consejo al Dailorilh sobre el tiempo y los ciclos, y comprar todo tipo de productos que no podían hacer ellos mismos como herramientas, clavos y medicinas. Por eso Jans estaba tan atareado vendiendo cosas como rastrillos, martillos y láminas de hierro. Dolgy Vranc y Deria aprovecharon el día para vender sus juguetes más hermosos y estrenar alguno nuevo. Más exactamente, antes que verlos, los oí: Deria estaba gritando como las vendedoras de pescado en Dathrun, más o menos.

Los snorís comimos todos pastas con tomate, queso y lomo frito y a las tres empezaron las pequeñas obras teatrales que tantos esperaban con ansia. Luego llegaron los artistas acróbatas y Deria y yo, remangándonos los vestidos, nos pusimos a imitarlos riendo todo el rato, aunque yo gruñí bastante contra mi vestido porque no estaba habituada a llevar volantes y ropa tan larga. En un momento, hubo uno de los artistas que nos propuso subir al estrado, a lo cual accedimos después de que insistieran los asistentes, y yo, pese a mis esfuerzos, no conseguí llevar a Aryes hasta el escenario.

Me lo pasé en grande, aunque quizá no tanto como Deria, que brillaba literalmente de alegría al ver que tenía tan vasto y distinguido público. Hasta le tuve que coger del brazo para apartarla al de un rato porque los artistas empezaban a sentirse excluidos.

Y finalmente, cuando el sol ya había desaparecido prácticamente, llegó el baile. Por tradición, se echaba a suerte para ver quiénes serían los primeros en salir a bailar, escogiendo entre los menores de cincuenta años. Recordaba que el año pasado, había salido un campesino humano bastante torpe y una elfa oscura ligeramente coja y a todos les había parecido un espectáculo para recordar.

Pusimos todos nuestro nombre escrito en una caja, las chicas en una, los chicos en otra, aunque yo, como buena ternian que era, quise hacerme la lista y fingir que metía el papel, sin meterlo. El maestro Áynorin me pilló y finalmente tuve que meterlo como todos los demás.

Todos esperaron impacientes y en desorden, dejando apenas un círculo vacío para la próxima pareja de baile. El Dáilerrin, Eddyl Zasur, sacó el primer papel y soltó en voz alta y clara:

—Nakan Dórneman.

No me sonaba el nombre, y pronto entendí por qué al ver que se trataba de uno de los acróbatas que habían venido a Ató para la ocasión. El humano palideció un poco, pero enseguida se recuperó y se avanzó en el círculo mientras Eddyl Zasur pronunciaba el nombre de su compañera:

—¡Wigy Zab!

Creo que si hubiese oído pronunciar mi propio nombre no me habría quedado más atónita. Después de unos segundos de parálisis, busqué a Wigy con la mirada y la vi avanzar despacio, con los ojos dilatados, entre sus amigas que la empujaban riendo. Se recogió el vestido azul para que nadie se lo pisara y entró en el círculo. Creo que era la primera vez que la veía tan enmudecida.

Nakan cogió la mano de Wigy como si se hubiese preparado para ello desde que había nacido. Empezaron a dar vueltas ágilmente en la pista y diez minutos después se fundieron entre las demás parejas de baile mientras se deslizaba por toda la pista una música tradicional. Imaginé que Frundis gruñía en mi cuarto, criticando cada nota, y una sonrisa comenzó a flotar sobre mis labios.

—¿No crees que tiene una cara de rata de alcantarilla? —me preguntó de pronto Nart, con los brazos cruzados.

Me sobresalté, porque no lo había visto llegar, y fruncí el ceño.

—¿De quién hablas?

—Del que está bailando con Wigy. Tiene cara de pasmado el muy desvergonzado.

El desvergonzado Nakan Dórneman sonreía dulcemente mientras hacía girar a Wigy entre sus brazos como un experto.

—Bueno… —dije—, me alegro de que Wigy se haya encontrado una pareja. Así al menos no se fijará en si bailo o no.

—¿Y qué me dices si te saco a bailar? —me preguntó, con aire arrogante.

En ese momento apareció el rostro de Galgarrios delante de mí, y creo que me alegré porque si había alguien que bailara peor que yo, ese era Nart, y no quería empezar el baile espachurrándome por ahí.

Así que cogí la mano de Galgarrios y empezamos a bailar como buenos metrardjíes, es decir, como adultos. Enseguida me aburrí, pero Galgarrios parecía feliz, con una sonrisa en el rostro y los ojos ligeramente levantados hacia el cielo. Ignoraba cómo hacía para no pisarme los pies.

Cuando vi a Lénisu bailar con una joven que debía de tener aproximadamente su edad, me detuve en seco y me quedé mirándolos, boquiabierta.

—¡Galgarrios! —murmuré.

—¿Mm?

Galgarrios no se había dado cuenta de que me había detenido y seguía girando solo, aunque al oírme, se paró y siguió la dirección de mi mirada.

—¿Qué pasa?

Lénisu bailaba de manera totalmente diferente a los demás. Estaba haciendo algo como claqué, haciendo ruido contra la madera, y la joven reía a carcajadas. Sacudí la cabeza.

—Nada. Creo que ya he bailado bastante por hoy.

—¿En serio? ¡Pero si acaba de empezar el baile!

—Sí… pero… —Levanté un dedo hacia él, como si fuese a decir algo importante, luego carraspeé y me alejé de la pista sin una palabra.

Me senté sobre un banco vacío. Me fijé en que la mayoría de los que quedaban ahí eran jóvenes, los demás ya se habían ido a sus casas o a sus tiendas para descansar del largo día de fiestas y prepararse para los fuegos artificiales, tan típicos en Ajensoldra.

Solté un suspiro. ¿Por qué a Wigy le emocionaban tanto los bailes y a mí no? Estuve un momento contemplando las diferentes parejas, distraída, y me fijé, divertida, en que Aleria bailaba con Akín y ambos reían susurrándose a la oreja. Galgarrios iba cambiando de pareja porque, cada vez que bailaba con una, otra venía a tropezarse con ellos y separarlos, como por despiste. Kajert y Salkysso estaban sentados en una mesa jugando a cartas con otros, a Revis no lo veía por ningún sitio, Marelta descansaba en una silla coqueteando con Nakan, el joven apuesto que había bailado con Wigy, y Laya bailaba en un corro de varias personas gritando alegremente.

De pronto Syu se dejó caer sobre el banco, junto a mí.

«Venía a ver si había algo interesante, pero la verdad es que estos saijits, como te vengo diciendo desde el principio, están peor de lo que me contaron mis abuelos, en la otra vida.»

Asentí con la cabeza, de acuerdo con él.

«Es más», continuó. «Creo que ya he visto suficiente. Me voy con Frundis. Su música es mejor.»

Volví a asentir.

«Francamente, creo que tienes razón», solté. «Debería volver, yo también. Kirlens seguro que agradecería un poco de ayuda para la cocina.»

El mono gawalt se cubrió con la capucha de su capa, dándoselas de damisela misteriosa.

«¡Ay qué emoción!», soltó, imitando la voz de Wigy.

Estallé de risa.

«Wigy debería haber sido vendedora», reflexioné. «Como dijo Lénisu, no sé cómo ha conseguido que me pusiera este vestido. Aunque… supongo que yo misma quería ver cómo me quedaba. Realmente… no lo entiendo, ¿qué ventaja tiene este vestido que no tengan mi túnica y mi pantalón de toda la vida? Wigy insiste en meterme un ideal de belleza en la cabeza que no consigo entender.»

El mono gruñó.

«No te comportes como un saijit tú también, y deja de pensar tontamente. Esas son las típicas reflexiones que tenéis y que no desembocan en nada gracioso.»

Sonreí.

«Al fin y al cabo, soy una ternian. Y dicen que los ternians son saijits. Pero aparte de eso, tienes toda la razón. Hay cosas más interesantes en qué pensar. Por ejemplo, ahora mismo, cuando bailaba, estaba pensando en lo tradicional que es a veces la gente. ¿No te parece ridículo que se haga siempre una Fiesta de Primavera y de la misma manera, todos los años?»

Syu soltó una risita sarcástica.

«Sí. Realmente inexplicable. ¿Volvemos a casa?»

Vacilé y negué con la cabeza.

«Antes quiero…»

Pero me paré en medio de mi conversación mental, habiéndome fijado en una silueta, de pie, en el límite entre la luz y la oscuridad. Pese a que llevara su capucha puesta, tenía la convicción de que me estaba mirando fijamente. Entonces me dio la espalda y se alejó.

«¡Detente!», grité.

«¿Que me detenga?», replicó Syu, sin entender.

«No», dije. «Es que… ¿no lo has visto? Creo que era él. Tiene que ser él.» Como el mono me miraba con cara perdida, especifiqué: «Kwayat.»

Syu frunció el ceño.

«¿Y ése quién era?»

Puse los ojos en blanco.

«El demonio que me envía Zaix para no sé qué.»

Syu agrandó los ojos, impresionado.

«Así que… ¿acabas de ver un demonio?»

Parecía casi asustado. Carraspeé.

«Te recuerdo que ya has visto a un demonio, Syu, no debe de ser muy diferente.»

«Según Zaix, tú eres un medio demonio», me corrigió.

Me encogí de hombros.

«Eso no cambia nada al hecho de que Kwayat está aquí.»

Al decir eso, la emoción me invadió. ¿Y si realmente era Kwayat? ¿Y si venía para explicarme por ejemplo por qué me había transformado en demonio? ¡Tenía tantas preguntas que hacerle!

«Esto se pone más interesante», reconoció Syu, instalándose en el banco, como expectante.

Al de unos minutos, volví a ver la silueta, en el lado opuesto, hacia la Neria. Me levanté de un bote, y sin pensarlo me abalancé sobre la sombra. Corrí, salí del círculo de luz y fui hacia donde creía que había desaparecido. ¿Acaso me estaba haciendo señas para que lo alcanzase?

Evité un árbol, maldije el peso de mi vestido y recogiéndolo lo mejor que pude, me alejé de la fiesta de manera que la música amainó un poco y las voces se redujeron a leves rumores.

—¿Kwayat? —llamé, sin atreverme a hablar muy alto.

Entonces percibí un sonido sofocado y vi una sombra junto a un árbol.

—¿Eres… Kwayat? —pregunté, acercándome con precaución.

Mi precaución, sin embargo, no fue tanta como para que no me tropezase con una raíz y no perdiera el equilibrio. Solté un gruñido pero no pude evitar que me desplomara lamentablemente, quedándome tendida en el suelo cuan larga era.

Me puse a cuatro patas, sintiendo que mi vestido pesaba lo doble. Bajé la mirada. Apenas me veía, por la oscuridad, pero al tocar el vestido sentí algo húmedo y viscoso.

—Oh, no —solté, jadeante—. Wigy me va a matar.

Pese a mi confusión, alcancé a oír un ruido de pasos ligeros.

—¿Shaedra?

Me giré bruscamente, resbalé y acabé sentada en el barro, rematando el trabajo para que Wigy me estrangulara dos veces cuando se enterara. Levanté la mirada y vi a Aryes, de pie, a unos metros, contemplándome, boquiabierto.

—¿Qué demonios haces ahí sentada?

—Oh —gemí, intentando levantarme—. Me va a matar. Aryes, ¡esto es horrible! Le prometí a Wigy que no estropearía el vestido. Y ahora, ¡mira lo que he hecho!

Aryes siguió contemplándome, atónito, durante unos segundos, y luego se echó a reír abiertamente.

—¡Shaedra! —se rió—. Me has dado un susto de muerte. Pensaba que te habías convertido en un elemental de tierra o algo así. —Lo fulminé con la mirada pero él no paró de sonreír—. Desde luego, sí que te has metido en un buen lío. No me gustaría tener que vérmelas con Wigy Zab.

—Aryes —pronuncié, con la voz temblorosa—. Tú no sabes lo que ha pasado. Vi a Kwayat. Quería perseguirlo y… me he caído. Estaba justo ahí —señalé un joven roble.

—¿De qué estás hablando? —replicó Aryes, acercándose, y entornando los ojos para tratar de ver algo en la oscuridad.

—No te molestes, ya no está.

—¿No está quién?

—Pues… Kwayat. ¿No te dije? —solté, de pronto, extrañada, al ver su cara de incomprensión—. Es un de…

Me paré en seco en mitad de la palabra, y miré a mi alrededor. Lo más probable era que aquella noche de fiesta hubiera mil oídos escuchándonos, pensé nerviosa. Así que le cogí a Aryes del brazo y le estiré.

—Ven, aquí nos podrían oír —susurré.

Aryes frunció el ceño pero asintió y sólo en ese momento me di cuenta de que le acababa de pringar toda la camisa de barro. Y volví a pensar en mi vestido, que me pesaba como una armadura completa y caía tan rígidamente que desgraciadamente tocaba el suelo con lo que aumentaban mis posibilidades de volver a perder el equilibrio.

—Maldito vestido —refunfuñé, intentando remangarlo mejor.

Conduje a Aryes hasta el paseo que rodeaba la Neria y desde el que se veía toda la parte este de Ató, con el río y sus casas, entre las cuales, el Ciervo alado. El paseo estaba bastante lleno de gente. Muchos se habían instalado para los fuegos artificiales. Agradecí la oscuridad de la noche porque no tenía precisamente un aspecto muy elegante. Durante todo el camino, estuve gruñendo contra el vestido y contra Wigy y Aryes sacudía la cabeza sin decir nada.

Encontramos un lugar, junto a la balaustrada, bastante alejado de oídos indiscretos y me paré ahí, apoyándome encima de la baranda. Durante unos instantes, contemplamos las estrellas, en silencio. Yo empezaba a tener frío, con mi vestido mojado, y me recorrían escalofríos de cuando en cuando.

—Bueno, ¿qué tenías que decirme? —preguntó Aryes.

Miré a mi alrededor y bajé la voz.

—Zaix me dijo que un tal Kwayat, un demonio, llegaría dentro de poco. No sé muy bien por qué me envía a uno de sus sirvientes, pero ¿y si éste sabe cómo anular mi transformación? —Hice una pausa, y me giré hacia él—. ¿Qué dices?

Aryes no contestó de inmediato. Con la mirada perdida en la lejanía, parecía estar meditando seriamente lo que acababa de decirle. Al cabo, soltó una risa sofocada.

—No sé cómo te las arreglas para no explotar —me confesó—. Esto es una locura.

Le devolví la sonrisa y me mordí el labio, molesta.

—Tengo que ir en su busca —decidí, y fruncí el ceño, recordando un detalle—. ¿Qué hago con… el vestido?

Aryes enarcó una ceja.

—¿Me lo preguntas a mí?

—Bueno… Tengo que lavarlo —expliqué—, antes de…

Callé, confundida.

—¿Antes de hablar con Kwayat? —sugirió Aryes.

Alcé la cabeza, intentando centrarme en el presente.

—No —repliqué—, antes de que lo vea Wigy.

Aryes sonrió.

—Ya veo. Así que… te da más miedo Wigy que un demonio. Eso es… totalmente normal.

—Sí —contesté con naturalidad—. Iré al río y lo lavaré —decidí.

Advertí la cara de sorpresa de Aryes.

—¿Ahora?

—Es un buen momento para ir a lavarlo. Wigy ni se enterará. ¿Qué pensabas? ¿Que iba a esperar a los fuegos artificiales y a la traca final? —solté, dirigiéndome hacia unas escaleras.

Syu apareció deslizándose rápidamente sobre la baranda.

«Yo voy a ver cómo le va a Frundis», declaró.

Asentí con la cabeza y me despedí del mono. En ese momento, Aryes me alcanzó.

—Shaedra, realmente creo que exageras. Wigy no es ningún monstruo. Sólo tienes que volver a la taberna, cambiarte de ropa y luego podemos ir a buscar a ese tal Kwayat, ¿no te parece un plan más apropiado?

Me inmovilicé en el último peldaño de las escaleras, lo consideré y negué con la cabeza.

—Wigy no es ningún monstruo —concedí—, pero si sabe lo que le ha ocurrido a mi vestido, pensará otra vez que me he vuelto tan salvaje como siempre y que nunca aprenderé…

Callé, dándome cuenta de lo que estaba diciendo. Jamás había pensado que la opinión de Wigy me pudiera afectar tanto. Me giré hacia Aryes, sonrojándome.

—Una… ¿salvaje? —repitió Aryes, con evidente sorpresa.

Asentí con la cabeza y desvié la mirada.

—Bueno, ya sabes lo que opinan algunos sobre los ternians… —como Aryes negaba con la cabeza, suspiré—. ¿De veras nunca has oído hablar de la reputación de incivilizados que tienen los ternians? Hoy, Wigy parecía haber olvidado su sempiterno sermón sobre mi… esto, mis tendencias poco civilizadas. Aún no acabo de entender lo que significa su concepto de civilización —confesé, pensativa—, pero no quiero estropearle la fiesta, y sé que si ve este estropicio…

—Pues vaya —soltó Aryes—. Wigy sí que tiene sus manías. Yo, desde luego, no me deprimiría porque mi hermana pequeña haya vuelto con su vestido embarrado. Al fin y al cabo, un poco de barro no mata a nadie.

Carraspeé ruidosamente y en ese instante apareció Lénisu que se dirigía hacia las escaleras. Caminaba bastante recto y no parecía haber bebido mucho. Aun así, parecía estar un poco en la luna.

—¡Demonios! ¿Qué tal os va la fiesta, jóvenes? —preguntó, al vernos.

—Bien —contestó Aryes.

Yo asentí, esperando a que mi tío comentase algo de mi aspecto, pero no lo hizo, de modo que empecé a dudar de si realmente estaba muy consciente de sí mismo. Cuando ponía ya el pie sobre el primer peldaño, se giró y soltó:

—Lo olvidaba. Aryes, espero que le cuides a Shaedra tal como prometiste hace unos meses. Y tú, Shaedra, manténte tranquila, como sueles, ¿eh?

Lo observé que se alejaba y al cabo agité la cabeza.

—Me da la impresión de que Lénisu no está del todo sobrio, ¿no crees?

Aryes hizo una mueca pero no contestó.

Finalmente, como Aryes quería ayudarme, le mandé a la taberna a coger una túnica mía sin que se enterase Kirlens y yo seguí por entre los árboles, hasta el río. Todo estaba muy oscuro y de cuando en cuando me veía obligada a utilizar las armonías para iluminar un poco el suelo que pisaba. Oí la carrera de algún conejo y el sonido chirriante de una lechuza. Casi había olvidado cómo sonaba el bosque nocturno sin la música de Frundis y la conversación de Syu. Era más inquietante, desde luego.

Llegué al río. El Trueno bajaba impetuoso y sus aguas atronadoras se arremolinaban en torbellinos de oscuridad. Busqué un lugar en donde podría limpiar el vestido. Hubiera elegido Roca Grande, si no hubiera quedado al sur del puente destruido, pero en el caso presente tuve que contentarme con un pequeño hueco en el que las aguas parecían menos turbulentas. Sin más dilaciones, me quité el vestido, quedándome con un camisón blanco realmente poco conveniente para el frío que hacía. Estuve frotando el vestido con las manos, sin sacar las garras por supuesto, durante una buena media hora. En un momento, empecé a oler un perfume de rosas bastante agradable. Cuando me pareció que el vestido estaba bastante limpio y remojado, oí un ruido detrás de mí y me giré bruscamente, alerta.

En la oscuridad de la noche, alcancé a ver la alta silueta de Kwayat, vestida de una larga túnica negra. Se había quitado la capucha, y pude ver, aunque mal, su rostro liso y delgado y sus mechones largos y pálidos que le caían sobre los hombros y la frente. Y detrás de él, estaba Aryes, boquiabierto, con en las manos una túnica y unos pantalones. Él era el que había soltado algo parecido a un gruñido gutural de sorpresa. Pero entonces… ¿cuánto tiempo llevaba Kwayat observándome? Pensé en el olor a rosas y empecé a calcular mentalmente.

—¡Shaedra! —dijo Aryes, sin moverse—. ¿No me digas que ese tipo es…?

Asentí con la cabeza.

—Creo que sí —contesté—. Aunque, por el momento no se ha presentado. Pero supongo que es Kwayat, porque si no, ¿qué razón tendría de estar persiguiéndome de esta forma?

Podría ser un Hullinrot, me dijo una vocecita en mi cabeza. Un sentimiento de terror indecible me invadió. ¿Y si no era Kwayat?, me dije, agrandando los ojos. ¿Y si era efectivamente un Hullinrot y quería hacer algún experimento para cogerme la parte de la filacteria de Jaixel? ¡Qué tonta había sido alejándome de la población de esta manera!, me recriminé, furiosa.

Pero antes de que pudiera maldecirme más, el presunto Kwayat habló, casi sin mover los labios.

—No te has equivocado. Soy Kwayat —se presentó—. Y he venido a enseñar a un nuevo aprendiz de Zaix lo que necesita saber antes de que empiece a transformarse y perder el control delante de los saijits.

Giró levemente la cabeza hacia Aryes y, mientras éste lo contemplaba con cara de espanto, añadió:

—Ningún saijit debería saber que estoy aquí.

Entendí el peligro demasiado tarde: Kwayat levantó una mano y realizó un signo con los dedos. Aryes soltó un grito ahogado, perdió el equilibrio y se desplomó en el suelo, con los ojos como agrandados por la sorpresa.

—¡Aryes! —susurré, sin aliento.

Me abalancé hacia el demonio, con las garras sacadas, desbordando de ira. ¿Qué le había hecho a Aryes ese demonio maldito? Lo golpeé de frente, tirándolo al suelo, o al menos eso era lo que había pretendido hacer. Sin embargo, Kwayat, pese a su delgadez, era más fuerte de lo que parecía. Se tambaleó pero recuperó su equilibrio, apartó mis dos manos y mis garras de su cara y me tiró al suelo.

Su mirada soltaba chispas de cólera.

—Jamás le ataca un aprendiz a su instructor.

—No necesito un instructor que mata a mis amigos —escupí, levantándome a medias.

Aryes había recuperado su aspecto normal aunque seguía arrodillado, respirando entrecortadamente. Me precipité hacia él, con la convicción de que jamás debería haberle pedido que me acompañase. Aryes, sin embargo, me sonrió débilmente.

—Estoy bien —me aseguró.

En ese momento me hubiera gustado saber qué significaba «estar bien» para Aryes cuando tenía la cara tan pálida como la muerte y cada respiración le sonaba ronca.

—No lo estaba matando —contestó Kwayat, tras un silencio—. Pretendía hacerle olvidar este encuentro mediante un choque. Era una buena manera de ganar tiempo para decidir qué voy a hacer con él.

—¡¿Qué?! —exclamé, airada.

—Debes entenderlo —dijo él, sin perder la calma—. Tu amigo es un saijit. No puedes hablarle de demonios a un saijit. Es de lo más irresponsable.

—¿Ah, sí? —repliqué—. ¿Y supongo que pegarle un porrazo energético a alguien es prueba de responsabilidad?

—Deberías hablar con más respeto. Y deberías conocer las restricciones que todo demonio debe cumplir. Existen algunas cosas que un demonio con sentido común nunca haría, por ejemplo hablarle a un saijit de mí y, encima, dándole mi nombre. Es un comportamiento insultante —explicó tranquilamente.

—Para tu información, yo también soy una saijit —le repliqué—. Esas restricciones son ridículas. Aryes sólo pretendía ayudarme.

—Está bien. Si piensas que ese saijit nunca dirá nada sobre nosotros, adelante, déjalo marchar —razonó—. Lo dejo bajo tu responsabilidad. Si se extiende el rumor de que hay demonios en esta ciudad, no me quedará más remedio que mataros a ambos.

Sin atreverme a mirar a Aryes, y temblando de miedo, vi que Kwayat volvía a centrar su consciencia y su energía y volvía a levantar la mano.

—Tú decides —añadió.

Me levanté de un bote y me interpuse entre Aryes y el demonio.

—¡Decidido! —solté precipitadamente—. Aryes no hablará de esto con nadie más que yo, te doy mi palabra de honor. Pero no vuelvas a hacer eso de la mano…

Kwayat dejó caer la mano y por primera vez me pareció ver aparecer en su rostro una débil sonrisa.

—Como quieras. Pero te diré una cosa: confiar en alguien es fácil, pero no es siempre una elección acertada. Conocí a alguien que murió por confiar demasiado. Es mejor no deber nada a nadie. Y ahora, si no es mucho pedirte, ¿podrías vestirte con esa túnica? Estás temblando como una hoja.

No solamente temblaba de frío, pero aun así me giré hacia Aryes, le cogí la túnica de las manos y me la puse, así como los pantalones. Fue entonces cuando me percaté de un detalle que me dejó paralizada durante un segundo.

Solté un grito y eché a correr hacia el río.

—¡El vestido! —exclamé. Lo busqué por las agitadas aguas, pero todo fue inútil. Rebusqué en cada rama y raíz de la orilla, sin resultado. Me cogí el rostro con las dos manos, horrorizada—. Wigy, ¿podrás perdonarme?

Kwayat me miraba con una expresión impasible, casi aburrida, mientras Aryes echaba una ojeada a un arbusto, buscando el vestido, sin dejar de mirar de reojo al demonio por pura precaución. Yo, si hubiese sido él, me habría alejado de Kwayat tanto como me hubiera sido posible, pero al parecer Aryes era más valiente que yo. Un año atrás, jamás habría pensado que Aryes sería capaz de ser valiente, pero ahora las cosas habían cambiado y empezaba a conocer realmente a Aryes.

—Está bien —solté, girándome hacia Kwayat—. Adiós vestido. —Hice una pausa y me acerqué con precaución—. Así que… ¿tú serás mi instructor?

Kwayat inclinó la cabeza.

—Así es. Soy instructor. Me he ocupado de muchos demonios jóvenes aunque son pocos los demonios que he instruido y que no sabían hasta ese punto nada de nuestro mundo.

Enarqué una ceja.

—Así que os consideráis un mundo aparte, ¿eh?

El rostro inmutable de Kwayat me ponía algo nerviosa pero no podía dejar de mirarlo fijamente. Aryes se acercó a mí y agradecí su presencia: estar sola hablando con un demonio tan poco acogedor como Kwayat no era precisamente una buena idea.

—Los demonios tenemos una manera de pensar muy diferente de la de los saijits —explicó Kwayat en voz baja—. Somos saijits y al mismo tiempo hemos dejado de serlo. Antaño, los demonios no se escondían. Vivían con los saijits, pero los persiguieron hasta matarlos, uno a uno, y desde entonces, vivimos aparte, y procuramos mantenernos lejos de los conflictos de los saijits.

—Espera un momento —dije, confundida—. ¿Quieres decir que los demonios, a pesar de ser saijits, no lo son del todo? Eso no lo acabo de entender. Yo soy ternian, no puedo ser otra cosa.

Kwayat se cruzó de brazos y caminó hasta quedarse a un metro de nosotros. Sus ojos eran de un azul magnífico. Y su rostro era muy joven, ¿cómo podía haber tenido tiempo de instruir a tanta gente, como decía?, me pregunté, frunciendo el ceño.

—Naturalmente que eres una ternian, los demonios no tienen nada que ver con las razas. Hay muchos tipos de demonios —explicó—. Los hay que guardan su forma de demonio para siempre, los táhmars, aunque la mayoría sabe adoptar su forma saijit. Algunos son más demonios que saijits, y otros más saijits que demonios.

—Oh, así que hay niveles de endemoniamiento —soltó Aryes. Parecía que estaba bromeando, pero cuando me giré hacia él parecía totalmente serio.

—Mm —carraspeó Kwayat, contemplándolo de hito en hito—. Supongo que tu interés por los demonios se debe a que te quieres convertir en uno de los nuestros, ¿me equivoco?

—Absolutamente —contestó Aryes.

—Absolutamente, ¿qué? —repliqué yo, alarmada—. ¿Qué estás diciendo, Aryes?

Él se contentó con sonreír, sin dejar de mirar a Kwayat a los ojos.

—Se equivoca absolutamente, he querido decir —añadió—. Aunque si resulta que un demonio tiene más ventajas que inconvenientes, puede que me decida.

Kwayat lo observó un momento en silencio y luego soltó una carcajada, se dio la vuelta, dio unos pasos de baile sin parar de reír, nos dio la espalda, inspiró hondo y luego se giró otra vez hacia nosotros con una expresión impertérrita.

—Si te convirtieran en demonio podrías hacer de bufón de la corte —soltó.

Enarqué una ceja y sonreí anchamente.

—Habitualmente esas frases me las dirigen a mí —me justifiqué, al ver que Aryes me miraba con el ceño fruncido.

En ese momento, una luz fulgurante surgió de la nada y subió hasta el cielo oscuro produciendo una explosión estruendosa. ¡Eran los fuegos artificiales!, entendí. Me había olvidado completamente de la Fiesta de Primavera.

—Creo que será mejor dejar esta conversación para más tarde —declaró Kwayat—. Volveré mañana.

Antes de que tuviésemos tiempo de decirle nada, nos dio la espalda y desapareció entre los árboles. Lo observamos irse, pensativos.

—Vaya —dije—. Es una persona bastante especial, ¿no te parece?

—Debe de ser un hijo de buena familia —afirmó Aryes.

Sonreí a medias.

—Así que, para ti, un demonio tiene por definición un baúl lleno de kétalos, ¿no?

Aryes asintió y vaciló.

—Tal vez no. Pero seguro que algunos son muy ricos. ¿Has visto el collar que llevaba debajo de la capa? Parecía hecho con gemas. Y… a su alrededor había como… flujos de energía. Como si estuviese cubierto de mágaras por todas partes. ¿No te has fijado?

Negué con la cabeza.

—La verdad es que no. Yo sólo me he fijado en que olía a rosas.

Aryes me miró con extrañeza y se encogió de hombros.

—Me ha parecido un tipo poco simpático.

—No me digas, ¿qué clase de persona simpática atacaría a la gente sólo porque ha oído algo que se supone que no debía oír? —pregunté—. Pero… ¿qué te ha hecho exactamente?

Aryes se encogió de hombros otra vez.

—Nada. Sólo ha intentado forzar la entrada en mi mente para aturdirme. Jamás he sentido tanta energía junta. Y jamás me he sentido tan… atacado. Es un método innoble.

Resoplé.

—Los demonios no tienen fama de ser muy nobles —solté—. Aunque… la verdad no entiendo por qué tienen tan mala fama. Algunos saijits son todavía más execrables que Kwayat. Es más, Kwayat parece haber aceptado mi promesa con mucha facilidad.

—Sí —carraspeó él, con escepticismo—. Pero eso significa también que él no dudará en actuar si faltamos a nuestra promesa, nos mataría sin pestañear. Esa es la impresión que tengo.

Me estremecí, pero asentí con la cabeza.

—Tienes razón. Así que será mejor no pronunciar la palabra demonio en nuestras conversaciones. Acabaríamos metiendo la pata.

—Prometo no decir ni una palabra sobre demonios —dijo Aryes, llevando dos dedos a su frente—. Y tú prométeme que no le dirás nunca a mi hermana que le he robado su túnica verde.

—¿Qué? —exclamé, bajando la mirada hacia la túnica que llevaba puesta—. Esta túnica… ¿es de tu hermana? ¿Pero por qué no has cogido una mía?

—Pues… como me dijiste que entrara por la ventana, subí por el tejado, pero la ventana estaba cerrada con un sortilegio así que, en vez de perder el tiempo deshaciéndolo, fui a mi casa y cogí lo primero que vi. Por suerte mi hermana y tú tenéis casi la misma talla.

Sacudí la cabeza, sonrojándome.

—Bueno… creo que será mejor devolver esta túnica de donde la cogiste.

Aryes asintió y emprendimos el camino de regreso.

—Nos estamos perdiendo los fuegos artificiales —comentó Aryes, de pasada.

—De todas formas, son como todos los años, ruidosos y alargados —repliqué—. Y la bronca que me va a echar Wigy por lo del vestido va a ser igualita a los fuegos, ya lo verás.

Estabamos saliendo del bosque cuando, de pronto, me paré en seco.

—¿Has dicho que mi ventana estaba cerrada con un sortilegio? —dije, sintiendo que mi corazón latía más aprisa.

—Ajá…

—¡Drakvian! —le interrumpí, con una gran sonrisa en el rostro—. ¡Ha vuelto!

Aryes agrandó los ojos, estupefacto.

—Vaya, no se me había ocurrido esa posibilidad —reconoció.

—Siempre me hace eso, a veces lo hace para divertirse y otras veces porque necesita mi ayuda. Espero que no esté enferma otra vez… —solté, recordando las noches en vela que había pasado escuchando sus conversaciones delirantes con Cielo, su amada daga.

—Quizá se haya bebido la sangre de todo un rebaño de vacas y ahora esté con un atracón monstruo —sugirió pensativamente Aryes.

—O bien ha vuelto con un mensaje de Márevor Helith —reflexioné—. Aunque eso no impide lo del atracón. Realmente, si está enferma otra vez, le pongo una venda en la boca.

Aryes rió.

—Me gustaría verte intentando ponerle una venda a una vampira. Yo que tú no me acercaría mucho a sus colmillos.

Sonreí.

—Los miroles tienen dientes más terribles —dije al cabo de un silencio—. No entiendo por qué los vampiros tienen peor fama que los miroles.

—Bueno, los miroles no es que tengan muy buena fama —replicó Aryes—. Pero hay una diferencia bastante notable entre ambos: si un mirol no come durante varias semanas, se muere, cosa que no ocurre con un vampiro. Leí una vez en un libro que eran capaces de sobrevivir mucho tiempo sin beber.

Ahí no me quedó otra que darle la razón. La verdad era que tenía que ser curioso ser un vampiro, pensé. Al menos no se tenían que preocupar mucho por los víveres y esas cosas. Sumida en mis pensamientos, no advertí que llegábamos ya junto a la taberna hasta que Aryes se detuvo, en el patio de los soredrips.

—Te espero aquí —me dijo.

Asentí, entré en la taberna, saludé a Kirlens, advertí que la taberna estaba a rebosar de clientes pero que Wigy aún no había vuelto, subí hasta mi cuarto, me cambié de ropa, deshice el sortilegio y volví a bajar por los tejados, hasta la calle.

Aryes estaba arrimado contra la barrera del establo colindante a la taberna y me acerqué silenciosamente con una sonrisa maligna en el rostro.

—¡Bú! —exclamé, deshaciendo de repente todos mis sortilegios armónicos de sigilo.

Aryes pegó un respingo y se tambaleó, con la boca abierta por el susto.

—A quién se le ocurre —refunfuñó.

—Aquí está la ropa —le dije, tendiéndole la túnica y el pantalón correctamente plegados como me había enseñado Wigy.

Aryes cargó con ellos, limitándose a asentir con la cabeza. Pareció entonces que quería añadir algo pero como tardaba en decirlo, enarqué una ceja.

—¿Vas a volver a casa ya? —pregunté.

—Uf, sí, pero me temo que no podré dormir, de todas formas. Todos están cantando por las calles. Los días de fiesta no son precisamente los más tranquilos.

—No —reconocí, percatándome del bullicio de Ató.

—Quería… preguntarte algo —dijo de pronto Aryes—. Sé que te he prometido no hablarte de demonios pero… me gustaría saber si Aleria y Akín saben lo de…

Calló pero entendí lo que quería decir y negué con la cabeza.

—No, no saben nada de todo eso. Es que… tengo mis razones —dije, pensando en la marca de la Sreda y la historia de Aleria. Si Aleria me veía transformada, reconocería la Sreda y prefería no pensar en lo que pasaría entonces.

Aryes, sin comentar ni un momento mi decisión de silenciar la historia de la poción de Seyrum y de los demonios, soltó alegremente:

—¡Bueno! Será mejor que devuelva esto a mi hermana antes de que se dé cuenta. Buenas noches, Shaedra.

Se fue y yo volví a mi cuarto preguntándome si aquella noche podría salir sin que me viera nadie, con Frundis y Syu, para ir en busca de Drakvian. Porque, en algún lugar recóndito de mi mente, me preocupaba que algo malo le hubiera ocurrido.

6 Deserciones

Al día siguiente, no fui la única en levantarme tarde. La verdad era que la mayoría durmió hasta las once o doce de la mañana. Había pasado casi dos horas, con Frundis y Syu, buscando a Drakvian en el bosque de Roca Grande, pero me fue imposible encontrarla, de modo que volví a la taberna, y en el camino hacia ahí me topé con Marelta, su hermana y algún que otro amigo de su familia. No tuve tiempo de esconderme con las armonías y Marelta se complació en soltar palabras humillantes delante de sus amigos.

—¿Entras sola en el bosque buscando algún dragón de tierra, quizás? —me soltó indolentemente.

—A menos que prefiera la compañía de un mono a la de un saijit —terció su hermana, que aunque tenía dos años menos, tenía el mismo veneno en la lengua.

—Es tan extraña que todo podría ser —replicó Marelta con una gran sonrisa malévola—. Pero sigo pensando que jamás deberían haberle permitido la entrada al segundo año de snorí. Quién sabe si no nos arañará la cara en alguno de sus arranques. Por cierto, ¿qué ha pasado con tu disfraz blanco? A Galgarrios al parecer le ha gustado mucho. A mí no me costó nada reconocerte. Tenías la misma cara de boba.

La música de Frundis se convirtió en un trompeteo bélico y Syu me aconsejó que rodease a esa “panda de gatos enfurecidos” y no buscase pelea.

«En mi vida se me habría ocurrido una idea más tonta como la de pelearme con Marelta», le repliqué con firmeza.

Sin embargo, tampoco me parecía conveniente dar un rodeo, de modo que pasé junto a ellos, los miré fijamente, levanté la cabeza orgullosamente y solté:

—Me preocupaba que tu lengua se hubiera congelado este invierno. Pero ya veo que el verte rodeada de guardaespaldas te la ha desatado.

Marelta entrecerró los ojos.

—Y la tuya, por lo que veo, sigue siendo tan irreverente. Te recuerdo que tienes a personas importantes delante de ti.

Enarqué una ceja y, pese a la oscuridad, traté de detallar los rostros de las demás personas. El que llevaba la lámpara era Tiel, el hermano mayor de Marelta. Más que nada parecía curioso por escuchar a su hermana proferir palabras insultantes contra mí. A los otros dos no pude reconocerlos, aunque el rostro de la caita me era familiar.

—¿No me digas? —repliqué con mal tono—. ¿Y dónde? Yo sólo veo a cinco cobardes que se meten con una sola persona.

—Oye, jovencita, puedes insultarla a ella porque le encanta que la insulten —intervino tranquilamente el humano, acercándose a la luz, pero no lo suficiente para que le viera bien el rostro—, pero no me insultes a mí, ¿quieres? No suelo encajar bien los insultos. Y ahora, amigos míos, sigamos nuestro camino. Y tú, ternian, piérdete.

Me ardió por dentro una llama de ira repentina y sentí, aterrada, que me estaba transformando en demonio otra vez. Era la segunda vez que Marelta me encolerizaba lo suficiente como para desencadenar mi transformación. Porque no dudaba de que aquel día en que había señalado mis dientes diciendo que estaban afilados éstos lo estaban realmente. Y, aunque mi primer instinto había sido soltar alguna otra ocurrencia o alguno de esos maravillosos insultos que Sain me había enseñado, di media vuelta y eché a correr hacia el río, buscando algún rincón donde esconderme y poder cerciorarme de que no me había transformado totalmente. Empezaba a estar harta de no poder controlar mis transformaciones, y tenía ganas ya de aprender lo que Kwayat tenía que enseñarme, ya que anular mis transformaciones no parecía viable, o al menos no tan evidente como hubiera querido. Y aunque Aryes se había mostrado emocionado cuando me había visto transformada en demonio, dudaba de que a los demás habitantes de Ató les divirtiera mucho. Jamás había oído hablar de los demonios en Ató, si se exceptuaban los de las historias, e ignoraba totalmente el trato que les reservaría el Libro de Ató, pero por las precauciones tomadas por Kwayat, la cautela no debía de estar de más.

A la mañana siguiente, volví a encontrarme con la ventana cerrada con el sortilegio y empecé a irritarme seriamente. Si Drakvian quería hablarme, ¿por qué no entrar en mi cuarto, directamente, y dejarse de ridículos sortilegios que sólo me hacían perder el tiempo y no me aportaban ninguna información? Aunque estaba claro que empezaba a tener práctica deshaciendo esos sortilegios. Drakvian siempre usaba el mismo trazado y por tanto, al de unos cuantos intentos, no me quedaba mucho que averiguar.

«Voy a dar un paseo», declaró Syu, abrochándose la capa y saliendo por la ventana con un salto elegante de gawalt.

«Buen paseo», le deseé, envidiándole un poco.

Cuando me hube vestido, bajé tranquilamente por las escaleras y me encontré con Kirlens que preparaba la comida.

—¡Buenos días, dormilona! —me dijo, sonriente—. Ya era hora de que te despertaras.

—¿Qué hora es? —pregunté, bostezando.

—Las once y media. Y ahora se están sirviendo los últimos desayunos. A muchos se les va a juntar con la comida.

—¿Qué tal te fue la cena de anoche? ¿Laynen se quedó toda la noche?

Kirlens sonrió.

—Es impresionante lo trabajador que es ese joven. Ya se ve que viene del campo. Sí, se quedó aquí hasta las doce. Luego lo eché de la taberna, para que fuera a divertirse un poco. Después de todo, no era justo que tuviera que perderse su primera Fiesta de Primavera en Ató.

Le devolví la sonrisa.

—Según me dijo, bailó con todas las jóvenes de Ató. Creo que hasta bailó con Wigy —añadió.

Pensé de pronto en el vestido blanco y mi sonrisa se torció.

—¿Qué tal está Wigy? —pregunté, mientras me comía unas galletas y me servía un vaso de leche caliente.

—Bien, está en el mostrador. Está hiperactiva —me advirtió, poniendo los ojos en blanco—. En cambio a Taroshi le he echado la bronca porque ha vuelto a las tres de la mañana en vez de a las diez, como me había prometido, de modo que lo he castigado y lo he despertado a las seis de la mañana para recoger la leche y alguna que otra tarea.

Me eché a reír, intentándome imaginar a un Taroshi medio dormido fulminando a su padre y protestando cada diez segundos. Kirlens parecía haber decidido educar a su hijo, finalmente, aunque francamente tenía mis dudas sobre si Taroshi podría llegar a ser un niño normal algún día.

—¿Y Lénisu? —pregunté.

Kirlens, en ese momento, frunció el ceño. Todo su rostro se ensombreció.

—No te ha dicho nada —soltó, agitando la cabeza—. Me lo temía. Se ha ido.

Por primera vez desde hacía varios meses, me quedé muda de estupor.

—¿Ido? —alcancé a articular a medias.

Kirlens dejó escapar un suspiro cansado.

—Sabía que no te lo había dicho. Pero cuando le pregunté si te había avisado, me contestó que por supuesto que sí.

Parpadeé durante unos segundos y luego di un respingo, como despertándome.

—¡Lénisu! —solté, furiosa—. Esto me lo va a pagar. ¿Cómo se le ocurre irse de repente, así, y sin prevenirme?

—De todas formas, tú no puedes ir con él allá donde vaya —me replicó Kirlens—. Estás estudiando en la Pagoda. Además, le prometí que cuidaría de ti como a mi propia hija, que al fin y al cabo es lo que eres para mí.

—Yo… esto… —repliqué, extrañamente conmovida—. Y yo te considero como a un padre, Kirlens… Pero… ¿dónde ha ido Lénisu?

Kirlens me contempló unos instantes y negó con la cabeza.

—No me lo ha dicho. Pero el caso es que me he quedado sin mi mejor cocinero —añadió, con una mueca triste.

—¿No ha dicho adónde iba? —repetí, como atontada.

El tabernero se encogió de hombros.

—Decía que tenía algunos asuntos que solucionar.

Suspiré.

—Eso no ayuda, tiene asuntos que resolver por todas partes.

—Pues entonces no le crees más problemas —me contestó Kirlens, posando una pila de calabacines cortados en la mesa.

—Voy a alcanzarlo, tengo que hablarle —solté, dirigiéndome hacia la puerta a todo correr.

—Shaedra —bramó Kirlens.

Me detuve, sorprendida por el tono de su voz.

—¿Qué?

—Hace más de cuatro horas que Lénisu se ha ido. No puedes alcanzarlo.

Agrandé mucho los ojos, di media vuelta y empecé a subir a toda prisa las escaleras. Poco después abría la puerta del cuarto que Lénisu había ocupado durante todo el invierno y me metía dentro. El interior estaba vacío. No había ni un rastro de Lénisu. Y por supuesto, no estaba Hilo, su espada. No había más que los muebles típicos de un cuarto desocupado de albergue.

Que Lénisu se hubiera ido me entristeció muchísimo. Sentía la misma impresión de vacío que cuando nos había dejado por unos días, a las afueras de Dathrun. Sabía que Lénisu tenía realmente muchos asuntos pendientes, aunque él no quisiera especificarme cuáles, pero, ¿eran acaso tan urgentes? Sabía que estaba razonando fuera del tiesto y que Lénisu no era de los que se quedaban quietos mucho tiempo… Por un momento, pensé que había ido a visitar a Murri y Laygra y me imaginé que les convencía para que vinieran a Ató. ¡Habríamos sido tan felices, todos, juntos en Ató! Pero era un pensamiento egoísta. Después de todo, yo también los había dejado para volver con mis amigos.

Sacudí la cabeza, eché una última mirada a su cuarto y volví a cerrar la puerta. Esperaba que Lénisu estuviera bien y que no se metiera demasiado en líos. Por una razón u otra, volví a mi cuarto. En el suelo, junto a la puerta, encontré un trozo de papel doblado. Fruncí el ceño y lo recogí con impaciencia. ¿Y si era de Lénisu…?

Era de Lénisu. El mensaje estaba escrito en naidrasio y decía así: «Vive feliz, sobrina, y cuida de mi caja. La he dejado en tu rincón.»

¿Caja? ¿Rincón?, me repetí. ¿Qué significaba eso? Cerré la puerta y miré hacia los rincones de mi cuarto, esperándome ver alguna caja… ¡la caja de tránmur!, pensé de pronto. ¿Podía ser que me la hubiese dejado? ¡Parecía un objeto tan importante para él! Siempre me había intrigado lo que pudiera contener. Pero… ¿de qué rincón hablaba? Me hacía esa pregunta cuando lo entendí: estaba hablando del rincón en el que solía jugar antiguamente, de aquella terraza donde se amontonaban los barriles viejos y la chatarra y donde estuvimos hablando Lénisu y yo el primer día en que lo conocí.

Metí el papel en mi bolsillo con un gesto apresurado, abrí la ventana y me deslicé afuera. Sigilosamente, llegué a la terraza pero me costó más de diez minutos encontrar la caja de tránmur, escondida dentro de un barril. La saqué y me la puse en el regazo, examinándola con todo detalle. Era una simple caja sin adornos, aunque no todas las cajas eran de tránmur. Generalmente dentro de las cajas de tránmur se metían objetos que se querían conservar intactos. Con lo que el contenido debía de tener cierta importancia.

El mensaje no decía nada sobre si podía abrirla o no, pensé. Y por lo que había podido inferir del aire celoso de Lénisu cada vez que le preguntaban por su caja, él no tenía pensado dejarme que fisgara en sus pertenencias. ¿Pero por qué se había marchado sin decirme nada?, me pregunté de pronto, herida. No entendía el comportamiento misterioso de Lénisu. Siempre tenía que estar haciendo algo. La cocina no era suficiente para él…

Me levanté de un bote, recordando de pronto un detalle. ¡Lénisu me había avisado! Bueno, me había dicho algo extraño la víspera, ¿pero qué había dicho exactamente? Hice un esfuerzo por recordar pero tan sólo recordaba que sus palabras me habían sonado absurdas.

Después de cerciorarme de que nadie me espiaba, volví a esconder la caja de tránmur en el mismo sitio y eché a correr por los tejados en dirección a la casa de Aryes. Vivía al otro lado de la colina, y tuve que bajar de los tejados para seguir corriendo. Su casa tenía dos plantas y estaba rodeada de un pequeño jardín con flores que empezaban a florecer. Las macetas de los balcones eran hermosísimas: la madre de Aryes siempre se ocupaba de ellas. En la planta baja, estaba la carpintería de su padre, y la familia vivía en el piso de arriba. Con un impulso, subí al cobertizo y luego, buscando el cuarto de Aryes, trepé por la pared con una agilidad digna de un gawalt. Por una de las ventanas abiertas, vi a Aryes sentado en su cama, leyendo tranquilamente un libro. Me agarré a la ventana y aterricé dentro tambaleándome.

—¡Shaedra! —exclamó él, estupefacto, con los ojos abiertos como platos.

—¡Aryes, necesito que me ayudes! ¿Qué fue exactamente lo que dijo Lénisu ayer, cuando nos lo cruzamos? No recuerdo sus palabras y es muy importante.

—¿Qué…? —farfulló, aturdido.

Por lo visto, Aryes aún no se había repuesto del susto. Entonces me percaté de que mi conducta no era precisamente muy tradicional y carraspeé.

—Siento haber… entrado tan bruscamente. Debí pasar por la puerta de entrada…

—No, no, no pasa nada —me aseguró Aryes, cerrando el libro y levantándose de un bote—. Pero lo cierto es que necesitaría un momento de silencio para recordar las palabras de Lénisu.

Puso cara concentrada y me abstuve de hablar durante un buen rato. Entonces, milagrosamente, Aryes repitió lentamente las palabras de Lénisu:

—Cuídala a Shaedra tal como prometiste hace unos meses. Y tú, Shaedra, estate tranquila, como… sueles. Creo —añadió, frunciendo el ceño.

Asentí con la cabeza, maravillada.

—¿Cómo lo haces?

Él se encogió de hombros con aire modesto.

—No lo sé.

Fruncí el ceño, pensativa.

—¿Qué significa eso de “como prometiste”? —inquirí.

—No lo sé —repitió Aryes, y esta vez estuve segura de que mentía y eso me dolió.

—¿No lo sabes? —repetí, incrédula.

Aryes resopló.

—¿A qué viene todo este interrogatorio? ¿Algo malo ha ocurrido?

Olvidándome de pronto de preguntarme qué razones tenía Aryes para mentirme, apreté los dientes y confesé:

—Lénisu se ha marchado.

Aryes asintió con la cabeza.

—No me sorprende. Debí imaginarme que esas palabras no las había soltado a la ligera. Pero volverá dentro de poco, puedes estar segura.

Enarqué una ceja y luego asentí, más segura de ello por lo de la caja de tránmur que por otra razón. De pronto tuve consciencia de que estaba invadiendo la intimidad de Aryes y carraspeé.

—Bueno, voy a volver a la taberna. Aún no puedo creerme que Lénisu se haya ido —añadí, más para mí misma que para él.

Aryes asintió, pensativo.

—¡Buena lectura! —le solté, saliendo otra vez por la ventana.

Cuando entré en la taberna, Wigy, con las manos juntadas de la emoción, empezó a narrarme todas las maravillas de la noche de fiesta y, por lo que me dijo, se había pasado horas y horas bailando. El nombre de Nakan volvía a aparecer y me contó un incidente que hubo entre Nart y Nakan.

—Ese estúpido de Nart le hizo una zancadilla y nos tiró a los dos —soltó, con evidente cólera—. A ese patán no le vuelvo a hablar en mi vida —juró—, ni aunque me venga al mostrador a pedirme algo.

—Nart no es malo —le aseguré—. Tan sólo está… algo celoso.

—Pff, pues por mí que se muera de celos, como en los libros, y que me deje en paz con Nakan.

No le contesté y ella siguió hablándome de la fiesta, todo emocionada, mientras servíamos a los clientes. Mi cabeza estaba a punto de explotar cuando de pronto me crucé con una mirada azul muy familiar y me paralicé durante unos segundos.

Estaba sentado en una mesa pequeña, entre un grupo de viejos que llevaban ahí ya horas jugando a las cartas y una familia campesina que llevaban varios minutos discutiendo sobre no sé qué de los tomates. Sus ojos eran tan azules como la víspera, y su cabello era blanco como la lana. Kwayat se levantó cuando supo que lo había visto y se dirigió hacia mí con una gran sonrisa teatral.

—¡Shaedra, cuánto tiempo ha pasado! —me dijo, cogiéndome amigablemente del brazo. Un efluvio de rosas me invadió. ¿Por qué cada vez que Kwayat estaba cerca olía a flores?

Wigy se paró en seco en medio de su interminable flujo de palabras y nos miró alternadamente, con un plato de lentejas en las manos. Yo sonreí, fingiendo tranquilidad.

—Ho… hola, ¿qué tal?

Kwayat puso los ojos en blanco y me arrastró hacia la salida, diciendo:

—Tengo que hablar contigo de un montón de cosas, chiquilla, ven.

Lo seguí, salimos y, tras un rato de silencio, aún no salía de mi asombro.

—¿Por qué demonios has sido tan poco discreto? —le pregunté, mientras caminábamos cuesta abajo.

Kwayat frunció el ceño. Había retomado su mismo aire dramático de siempre.

—No es mi intención pasarme escondido todo el tiempo que durará tu aprendizaje. He decidido que no hacía falta que te separase de tus amigos. A veces lo hago, pero en este caso, al menos para las primeras etapas de tu aprendizaje, no ganaríamos nada apartándonos de los saijits. Además, Zaix quiere que no te imponga ir a ningún sitio, y a mí me conviene. Por lo visto, le diviertes.

—Le… ¿divierto? —repetí, sin entenderlo.

—Sí, Zaix es un demonio que se aburre mucho. En su tiempo fue un demonio de la mente, pero robó algo que no tenía que robar, algo que pertenecía a Ashbinkhai, el Demonio Mayor de la mente. Los demás demonios le tienen muy poca estima, pero en realidad no tiene mal corazón. Por eso, cada vez que se encuentra con un demonio huérfano, lo adopta. Como en tu caso.

Su historia me estaba enturbiando las ideas.

—¿Yo soy un demonio huérfano?

—Bueno. Ningún Demonio Mayor se ha molestado en ayudarte a formarte, así que te adoptó él. A Zaix le encanta ocuparse de la gente, pero a veces no se ocupa del todo bien —añadió, levantando los ojos al cielo.

—¿Y también eres tú un demonio huérfano? —pregunté, intentando aclararme.

—Yo… soy instructor de demonios. Llegué a un acuerdo con Zaix. Pero no le sirvo.

—Así que instruyes a los nuevos demonios de Zaix —inferí.

—No exactamente. Pero es cierto que últimamente ya nunca requieren mis servicios los Demonios Mayores.

—¿Y por qué no?

—Los Demonios Mayores tienen sus propias comunidades y sus propios instructores. No necesitan a instructores independientes, aunque sean mejores —añadió, con una leve sonrisa.

Llegamos al linde del bosque y nos sentamos sobre la hierba. Los rumores de la ciudad nos llegaban apagados, en cambio, el fragor del río se oía claramente.

—Muy bien —dije, con las piernas cruzadas—. Instruyes a los demonios… pero ¿a cambio de qué?

—Eso ya no forma parte de la instrucción —replicó tranquilamente Kwayat—. A partir de ahora, tu meta consistirá en entender lo que te enseño. Escucharás atentamente. Y harás todo lo que puedas para hacer lo que te digo.

—Es lo que suele hacer un alumno —repliqué burlonamente.

—Y no hablarás de manera irónica —añadió Kwayat—. Cuando las cosas que se enseñan son serias, el alumno debe permanecer serio.

Puse cara dubitativa pero no me quedó más remedio que asentir. Kwayat, en vez de empezar por enseñarme cómo controlar mis transformaciones, empezó presentándome el mundo de los demonios. Me enseñó los nombres de los Demonios Mayores y de algún que otro demonio conocido, me los presentó detalladamente y me explicó que la apelación de Demonio Mayor era un título eminentemente viejo que heredaban las familias que dirigían comunidades importantes de demonios. También me hizo un breve resumen de Historia, con lo que entendí que algunos demonios eran capaces de alargar la vida a costa de mucho trabajo. Lo cual, en suma, ignoraba si merecía la pena…

—¿No has notado, al transformarte, que vibrabas de energía? —decía mi instructor—. Los demonios somos las criaturas más vivas de todo Háreka. Y algunos son capaces de utilizar su energía para regenerarse. Y esto no tiene nada que ver con lo que hacen los nakrús y otros monstruos —añadió, como adivinando mis pensamientos—. Las marcas que aparecen cuando nos transformamos son pura vida. Las llamamos las marcas de la Sreda.

—La Sreda —repetí, anonadada.

Él asintió.

—No me extraña que hayas oído hablar de ella, pero los saijits utilizan esa palabra de manera completamente fuera de lugar. «Sreda» significa «Vida». Viene del tajal. Es un idioma que ahora todo el mundo, salvo los demonios, ha olvidado. Y aun muchos demonios apenas saben chapurrearlo. Pero yo sé tajal, y te lo enseñaré. Es muy diferente a todos los idiomas que conoces. No tiene verbos, sólo ideas. No hay tiempos como el pasado, el presente o el futuro. Y es prácticamente imposible traducirlo a un idioma saijit porque simplemente no funcionan con los mismos conceptos.

—Espera, espera —intervine, con el ceño fruncido—. Lo de la Sreda… ¿quieres decir que como yo tengo la Sreda voy a vivir más tiempo?

—No. Eso depende de tu experiencia. Algunos de los demonios que intentan alargar su vida incluso la reducen —me avisó, encogiéndose de hombros—. Es un proceso muy delicado y que, en realidad, acaba siendo poco rentable.

—Pero entonces, los demonios que no son… er… los que no saben volver a la forma saijit… —Entorné los ojos—. El otro día les diste un nombre.

—Los táhmars —me ayudó él.

—Eso. Los que no son táhmars, son saijits que a veces se transforman en demonios, ¿no? Así que también son saijits —razoné.

Kwayat negó con la cabeza.

—Cada uno tiene su raza. Pero lo que prevale es el ser demonio —me explicó, muy solemne—. Cuando la Sreda está despierta, sigue fluyendo en el cuerpo saijit. ¿Acaso no la notas ahora mismo? Se nota menos, porque fluye regularmente, y cuando te transformas, todo se arremolina. ¿Entiendes?

—No. No noto nada —contesté.

Me pasé media hora intentando sentir la Sreda en mí, bajo los consejos de Kwayat, pero en vano. Y cuando le dije que no sabía por qué me transformaba, creo que adiviné un brillo de exasperación en los ojos del instructor. Al parecer, Zaix no le había informado de mi ignorancia total sobre el tema de los demonios.

—No suele pasar que uno se transforme en demonio sin querer —suspiró Kwayat—. Esto va a ser un desafío, pero lo intentaré —pronunció, como animándose a sí mismo.

En ese momento, apareció Syu y se tiró sobre mí imitando el aullido de un lobo.

«¿A que el aullido me ha salido mejor que a Frundis?», soltó, orgulloso, mientras yo reía a carcajadas.

«¿No me digas que quieres ser cantante?», le repliqué.

«¿Y por qué no?», repuso él, con aires de aristócrata.

Así fue como empezaron mis lecciones con Kwayat. Todas las mañanas, iba a la Pagoda Azul y, después de comer, en vez de dirigirme hacia la biblioteca, salía de Ató y me encontraba con él. No pretendíamos escondernos, todos sabían que Kwayat y yo hablábamos y todos suponían que me enseñaba algo, pero nadie sabía qué, si se exceptuaba a Aryes.

Sinceramente, yo habría preferido mantener esas lecciones secretas, porque Aleria y Akín no paraban de preguntarme quién era ese tal Kwayat con el que pasaba tanto tiempo. Me hubiera gustado decirles todo, pero ahora que sabía que Kwayat se enfadaría si lo delataba no podía hacer una locura así.

La gente de los alrededores se fue otra vez a sus campos y Ató volvió a quedarse más tranquila. Wigy no me preguntó por mi vestido y me alegré de que no lo hiciera, aunque siempre me quedaba el temor de cómo reaccionaría cuando se enteraría. En ocasiones me imaginaba el vestido blanco, flotando en la Bahía Azul de Yurdas, como un fantasma hundido. Y la cara enfurecida de Wigy. Era una imagen bastante tétrica, pero no podía evitar evocarla a veces. En cuanto a Drakvian, no volvió a dar señales de vida, y que hubiese cerrado mi ventana tan sólo dos veces durante aquellos días me dejó algo perpleja y preocupada, pero Deria aseguraba que la había visto una vez por la ventana, aunque fue apenas durante un segundo.

7 Malas noticias

El día de mi cumpleaños hubiera pasado igual que los demás días si no fuera por la deliciosa tarta de Wigy y el cuchillo de Kirlens. Lénisu, en cambio, no me había dejado nada, pero no era de extrañar, Lénisu no era muy detallista, al contrario de Wigy y Kirlens. Pasaron los días, llegaron los exámenes de primero de snorí y sabíamos que los nuestros no tardarían. Así que nos pusimos todos a estudiar. A Kwayat, sin embargo, le traían sin cuidado los exámenes de los snorís y seguía, imperturbable, enseñándome las costumbres de los demonios, el tajal, el funcionamiento de la Sreda y de las transformaciones, y jamás se le ocurrió detener un poco las lecciones para dejarme estudiar. De modo que a las seis de la tarde volvía exhausta a la taberna, comía algo e iba a la biblioteca. Jamás había pensado que me hubiera quedado un día hasta las diez en ese lugar y que Rúnim tuviera que echarme de ahí. Parecía estar compitiendo con Aleria.

Duré una semana con ese ritmo. Luego se me aflojó la voluntad por culpa del sueño y el primer día en que me metí en la cama pronto fue una maravilla: dormí como un lirón durante más de diez horas.

Llegaron los exámenes, el maestro Jarp y el maestro Áynorin nos pidieron que no perdiéramos los estribos y, cuando nos distribuyeron las hojas, nos pusimos a ello con máxima seriedad. Los escritos, como siempre, los hice más o menos bien, salvo el de endarsía y el de historia, como de costumbre. Los exámenes prácticos, en cambio, me parecieron bastante difíciles, pero no los hice tan mal como otros y me lucí particularmente en el examen armónico y el examen brúlico. Todos, incluida yo, nos quedamos a cuadros cuando conseguí hacer una invocación bastante buena, aunque no correspondiera con lo que había que hacer: en vez de invocar agua, invoqué un líquido pegajoso, parecido al caramelo fundido, que cayó entre mi examinador y yo, salpicándonos a ambos. Desde luego no iba para celmista tipo primaverista para ayudar a los agricultores, les habría arruinado toda la cosecha.

Teníamos que esperar una semana para conocer los resultados y, mientras tanto, aprovechamos nuestro tiempo libre. Todas las mañanas, cuando me levantaba, cogía a Syu y a Frundis y me iba a los bosques que había al norte de Ató. Ahí, generalmente, me esperaban ya Akín, Salkysso y Kajert. Aryes, Ávend y Suminaria llegaban poco después. Y Aleria solía ser la última en llegar y cada vez que mostraba una cara malhumorada significaba que había discutido con Stalius para que la dejase salir sola: Stalius se estaba volviendo cada vez más pesado, según ella.

El sexto día, llegó echando humos.

—¡No lo aguanto más! —exclamó ante todos—. Cada vez que salgo de casa sola, Stalius cree que me voy a morir. ¡Está zumbado!

—No te preocupes —la reconfortó Suminaria con un suspiro—. Sé lo que es vivir vigilada. Por suerte ahora me dejan un poco más de libertad. Aunque no creo que Nandros esté muy lejos. Estará espiándonos en este mismo momento.

—Es una extraña sensación —comentó Salkysso, mirando a su alrededor con unos ojos desafiantes.

—Pero al menos, cada vez que sales, no te mira como si te culpase de todo. A mí, si me pasa algo de veras, ya puedo dar por cierto que Stalius ya no me dejará dar un solo paso sin antes permitírmelo.

Obviamente, exageraba, pero su estado de ánimo desesperado era contagioso y compartimos su sentimiento de injusticia y la apoyamos incondicionalmente. Por mi parte, sabía que uno de los factores principales del estado de ánimo de Aleria era el de la desaparición de su madre, y por supuesto, el estrés acumulado de los exámenes, aunque Stalius, sin duda, debía de aumentar su ansiedad, pero no podía ser para tanto, razoné.

Solíamos ir a jugar al bosque, Akín, Deria y yo, con Salkysso y Kajert y retomamos nuestros juegos de antes, renovándolos para seguir divirtiéndonos. Sorpresivamente, durante toda la semana, mi amiga no llevó ni un solo libro para leer. Eso, más que sus miradas asesinas, era lo que más nos preocupaba.

—¿Ya no vas a volver a abrir un libro en tu vida, verdad? —le pregunté, impresionada, fingiendo seriedad.

Aleria me fulminó con la mirada.

—Los libros no te dicen todas las verdades —replicó.

Seguramente estaría pensando en los guaratos y su tradición oral, me dije. Asentí con la cabeza, pensativa.

—Eso es cierto —aprobó Kajert, parándose cuando estaba en plena carrera con Salkysso, Akín y Aryes porque de todas formas estaba muy lejos ya de ellos—. ¿De qué serviría un libro de botánica si luego no puedes oler el aroma de la planta que estás estudiando?

Ganó Salkysso la carrera, aunque Akín lo seguía de cerca. Aryes hacía la carrera levitando y al parecer había tenido problemas de concentración porque se había caído varias veces al suelo. Syu y yo habíamos decidido que habíamos hecho suficientes carreras ese día, y en ninguna de ellas nos habían ganado los demás.

«Podemos estar orgullosos», dijo Syu, sentado sobre mi hombro y trenzándome el pelo con aire medio dormido.

«Siempre estás orgulloso, Syu», comenté, sonriendo.

Poco después, Suminaria tuvo que volver a casa de su tío Garvel. Aryes, Salkysso y Kajert se fueron a casa, a comer, y nos quedamos Akín, Aleria y yo, sentados en la hierba bajo el sol primaveral. Me alegraba de que esos últimos días no hubiese llovido casi nada y me quedé contemplando el cielo azul durante un largo rato. Se oían los pájaros cantar y el susurro de la brisa entre los árboles. Era un día precioso.

—Me encantan estos días —comentó Akín, tumbado en la hierba—. Parece como si estuvieras más vivo. Y cuando te pones a pensar en la vida de los saijits, te ríes de ella. ¡Qué bien podríamos vivir sin reglas ni obligaciones!

Sonreí. Estaba de acuerdo con él: la vida en realidad era mucho más sencilla de lo que solíamos pensar.

—Las únicas obligaciones que deberían existir son las del amor y la dignidad —intervine, después de meditar un rato—. Si mañana las leyes escritas se pudriesen, el mundo iría mucho mejor, puedo asegurároslo —suspiré.

—Nos encanta arreglar el mundo —sonrió Akín—. ¿Por qué no nos dejan cambiar la Tierra Baya? ¡Haríamos maravillas!

—Ya la estamos cambiando —dije, risueña. Cogí una hierba y se la enseñé a Akín y a Aleria—. Si no hubiese estado yo, esta hierba habría seguido creciendo durante un poco más de tiempo. No sé cómo me perdonaré este crimen —añadí, sonriéndoles ampliamente.

Aleria sacudió la cabeza. Parecía preocupada.

—Cambiar las cosas no siempre es tan fácil como arrancar una hierba —dijo.

—Algo ha pasado —adivinó Akín—, lo supe en cuanto te vi aparecer esta mañana. ¿Has… encontrado algo sobre la… la Sreda?

Aleria negó con la cabeza y confesó:

—Ayer fui a casa de Dol.

Agrandé los ojos y la miré fijamente.

—Le pregunté si sabía algo más sobre mi padre. Y me dijo que mi padre era un hombre deshonesto. Apenas unos meses después de haberse casado con mi madre, desapareció, sin dejar rastro. Por eso Daian nunca me hablaba de él. Porque le destrozó el corazón.

Tenía lágrimas en los ojos y yo le cogí la mano para consolarla.

—Pero… Aleria —dije entonces, frunciendo el ceño—, Eskaïr era también alquimista. Era un Monje de la Luz. Hay cosas que no concuerdan.

Akín asintió con la cabeza, apoyándome.

—Es verdad, Aleria. Tu padre era un monje de la luz. Según el lema de esa cofradía, tienen que actuar siempre para mejorar su entorno. No podía abandonar a Daian.

—Los lemas de las cofradías no siempre concuerdan con el corazón de un hombre —replicó Aleria, con los ojos llenos de lágrimas—. Dolgy Vranc conocía a mamá. Solía hablar con ella cuando yo era muy pequeña. No recuerdo bien aquella época, pero sé que se llevaban bien. Mi madre tuvo que contarle cosas.

—¿Y por qué Dol no habló de ello antes? —pregunté—, ¿cuando sabía que estábamos buscando a Daian?

—Porque estaba seguro de que Eskaïr no tenía nada que ver con su desaparición —contestó ella—. Me lo ha repetido varias veces. También dice que cuando Eskaïr la abandonó, Daian vino a su casa a pedirle un préstamo. Ya eran buenos amigos, porque solían compartir ingredientes y libros. Dol le ofreció un préstamo sin interés. En aquella época, según dijo, no sólo fabricaba juguetes, también hacía contrabando de mágaras. Tenía dinero de sobra. Pero al parecer nunca aceptó dar préstamos. Menos a mi madre. Y mi madre le devolvió hasta el último kétalo, ya sabéis cómo es ella.

Akín y yo asentimos al mismo tiempo. Ambos pensábamos lo mismo: Daian siempre había acatado las reglas casi fanáticamente. Salvo si se trataba de agenciarse ciertos ingredientes ilegales, como había sido el caso un año atrás. Ese tráfico ilegal ya le había costado la vida a Sain.

—El pasado es el pasado —dije de pronto—. Probablemente no vuelvas a ver a Eskaïr, así que mejor no pensar en él. ¿No decíamos precisamente que el mundo saijit está lleno de absurdos? Mira, yo no me preocupo por todas las cosas que me podrían pasar. Los Hullinrots y esas cosas. Me abstuve cautelosamente de añadir a los demonios y a los yedrays—. No hay que pensar en lo que podría ocurrir, sino en lo que está ocurriendo. Y tratar de mejorar lo que se puede mejorar.

Aleria me miró fijamente, sacudió la cabeza y se levantó.

—No lo entiendes, Shaedra. Todo eso me está pasando a mí. He perdido a mi única familia. Y ni siquiera he hecho un verdadero esfuerzo por volver a encontrarla. Soy una cobarde. Somos todos unos cobardes —dijo con amargura.

Dio media vuelta y se marchó corriendo. Me quedé boquiabierta y cuando me giré hacia Akín, vi que este me fulminaba con la mirada.

—Deberías avergonzarte.

Se levantó y corrió para alcanzar a Aleria, seguramente para reconfortarla. Ambos desaparecieron entre los árboles y me dejaron sola y confundida. Todo había pasado muy de repente. Yo, que había tratado de ser filosófica, había herido los sentimientos de Aleria. ¿Qué demonios le ocurría a Aleria? Podía entender que estuviese estresada, porque cada vez que pasaba algo anormal se estresaba, pero no podía entender que la tomara conmigo. Yo sólo había querido levantarle la moral. Decirle que no se ensimismara y que hiciera algo. ¡Y me llamaba cobarde! Y se llamaba cobarde a ella misma. Sinceramente, Aleria empezaba a perder los estribos.

«Quizá necesite un plátano», sugirió Syu. «Los plátanos agudizan la mente.»

Sonreí, divertida.

«¿De dónde sacas que los plátanos agudicen la mente?», repliqué. «Seguro que lo ha dicho algún mono gawalt al que se le ha caído un manojo de plátanos en la cabeza.»

«O un comerciante de plátanos», intervino Frundis.

Syu puso los ojos en blanco.

«Qué va. Lo digo yo porque como plátanos.»

«Vaya, a ver si el plátano va a ser la solución mundial para resolver todos los problemas», comenté, con un tono falsamente reflexivo. «¡Sabía que lo conseguirías, Syu!», le solté, socarrona, acariciándole la barbilla.

Entonces Frundis reclamó su derecho a recibir el mismo tratamiento y, con un suspiro divertido, le rasqué debajo de los pétalos azul y rojo. Nos quedamos largo rato tumbados en la hierba, estudiando las nubes y adivinando formas.

«¡Y ése es un dragón!», dije, señalando una nube.

Syu negó con la cabeza.

«Un plátano semi pelado», me corrigió.

«A menos que sea una guitarra», dijo Frundis. «Ahora se parece más a una flauta.»

Seguimos así un rato, riéndonos de nuestras ideas estrambóticas. En un momento, me di cuenta de que me estaba quedando dormida y me levanté de un bote ágil.

—Arriba, todos —dije, cogiendo al bastón—. Nos espera una larga tarde y tengo hambre.

Aquella tarde, cuando salí de la taberna, me encontré con Nart que iba subiendo el Corredor. Me saludó juntando las manos.

—Hola, Shaedra. Hola, Syu —dijo, mirando al mono con aire prudente. La gente aún no se había habituado a ver a un ternian y a un mono gawalt juntos.

Sonreí.

—Hola, Nart.

Nart se mordió un poco el labio y se acercó.

—¿Puedo hablar contigo un momento?

Su tono bajo me intrigó. ¿Qué tenía que decirme?

—Claro. Ahora mismo iba hacia las afueras de la ciudad. Si quieres, podemos hacer el camino juntos.

—Bien —asintió Nart.

Empezamos a andar. De camino, saludé con un gesto de mano a Lisdren que subía la calle cargando con dos grandes cubos de agua. Caminamos un rato en silencio y al cabo le eché una mirada interrogante.

—¿Qué querías decirme?

Nart levantó la cabeza, como despertando de un sueño, se fijó en que ya salíamos de la ciudad y carraspeó.

—No es fácil explicártelo. Se trata de tu tío.

Un súbito miedo me invadió y me detuve en seco.

—¿Lénisu? —repetí—. ¿Le ha pasado algo? ¿Sabes… sabes dónde está?

—No. No sé dónde está. Lo cierto es que es mejor así.

Fruncí el ceño y Nart se giró hacia mí, mirándome a los ojos con aire sincero.

—Lo andan buscando. Dan tres mil kétalos por su cabeza a quien lo encuentre. Dicen que es un peligroso delincuente. Un espía y un contrabandista. Lo van a anunciar mañana, en la Neria. He venido a avisarte por si no lo sabías ya.

Lo miré fijamente. Lénisu, un peligroso delincuente… un espía y un contrabandista… Parpadeé, abrí la boca y me sentí desfallecer. Nart me cogió de un brazo para impedir que me cayera.

—Lénisu… —murmuré, con los ojos agrandados—. No puede ser.

Nart me miró con sincero dolor.

—Lo sé. Así no lo parecía. Pero tres personas lo reconocieron. Y cuando se investigó, resultó que era él. Tu tío. Es… increíble. Pero… ¿de veras no sabías nada?

Negué lentamente con la cabeza. No era un buen momento para las sinceridades: no iba a decirle que Lénisu incluso se enorgullecía de las aventuras que había tenido como contrabandista.

—Pobrecita —soltó Nart—. No te preocupes. Por el momento no lo han atrapado. Aunque… si realmente es un criminal… quizá sea mejor que lo atrapen cuanto antes…

Me aparté de él, intentando ocultar la repulsión que sentía de pronto por sus palabras.

—Lénisu nunca ha hecho nada malo —dije, inspirando hondo—. Todas esas acusaciones son mentiras. No pueden acusarlo de nada.

—Pues lo acusan de cosas muy graves. Según me ha contado mi padre, él fue el jefe de los Gatos Negros. Robó inmensas cantidades de dinero bajo forma de joyas sobre todo. Y hace contrabando de mágaras. Incluso dicen que robó una reliquia: la espada de Álingar.

Se refería a Hilo, entendí. ¿Cómo podían saber tanto sobre Lénisu? ¿Y qué eran los Gatos Negros? Nart debió de verme muy abrumada por los acontecimientos porque me dio un golpecito reconfortante en el hombro.

—Por lo que veo, apenas conoces a tu tío. Me alegra saber que tú al menos no estabas al corriente de sus crímenes. Pero, ya sabes, la gente saca conclusiones muy rápido y tu reputación…

—Mi reputación me trae sin cuidado —repliqué con firmeza, recobrando mi entereza—. Gracias por avisarme de esto, Nart, pero, como has dicho tú mismo, la gente saca conclusiones demasiado aprisa y sueltan calumnias sobre cualquier persona. No tienen derecho a hablar así de Lénisu y si alguien suelta un solo insulto contra él te juro que se arrepentirá.

Callé, temblando de pies a cabeza, y observé que Nart me contemplaba con cierto respeto y admiración. Pero sacudió la cabeza cuando hube terminado.

—No puedes hacer nada contra la Ley. Si alguien ha cometido crímenes, no se puede hacer nada. No puedes proteger a Lénisu de sus propios actos.

—La Ley no siempre dice la verdad —repliqué.

Nart hizo una mueca incrédula.

—Shaedra, piensa un poco, el contrabando no es ilegal por nada. Y el robo tampoco. El Mahir no hace excepciones. Así que si realmente tu tío es culpable de lo que le acusan, no podrás hacer nada. Ahora, espero que sea inocente, por supuesto. —Sacudió la cabeza suspirando—. Siento haber sido yo el que te haya avisado. Ya sabes que no me gusta dar malas noticias. Pero tú no hagas nada insensato, ¿está bien? Te conozco, y sé que podrías cometer locuras.

—¿Cómo cuáles, por ejemplo?

—Como marcharte de la noche a la mañana en busca de Lénisu, por ejemplo —me contestó él—. Si de verdad quieres que no le pillen, sería un error. Les conducirías a él.

—¿A quiénes? —pregunté—. ¿A los guardias?

Nart hizo una mueca.

—Según mi padre, no se mandan a los guardias de Ató, para esas correrías. Los mercenarios que quieran esos tres mil kétalos harán todo lo posible para encontrarlo.

Solté un resoplido. No sabía qué era mejor, ser perseguido por unos hombres rectos y perfectamente entrenados o por unos mercenarios brutos, avaros y sanguinarios.

—Tres mil kétalos son muchos kétalos —observé, tratando de pensar con claridad. Sólo en aquel momento me fijé en que Syu ya no estaba conmigo sino que se había marchado, seguramente hacia el bosque.

Nart asintió.

—La banda de los Gatos Negros ha hecho estragos terribles estos últimos años. Sobre todo en los caminos entre las Comunidades y Ajensoldra. El jefe de esa banda tiene fama de sanguinario. Por algo lo llaman Sangre Negra. Hace apenas dos años mató a unos aventureros, en las Hordas. Eran aventureros guerreros y entre ellos había dos celmistas. El Sangre Negra los mató a todos y les robó sus mágaras y su dinero y luego colgó sus cadáveres en el paso de Marp. Apenas se oyó hablar de la historia, pero mi padre me la contó ayer y hasta he tenido pesadillas con eso.

—Mi tío no puede ser el jefe de esa banda, Nart —le expliqué con toda tranquilidad—. Lénisu no estaba en la Superficie hasta hace un año y poco. El Sangre Negra debe de ser otra persona. Y en cuanto a los Gatos Negros, yo nunca había oído hablar de ellos, pero si realmente existen, entonces Lénisu no tiene nada que ver con ellos. Lo conoces. Incluso has hablado con él, algunas veces. Le gusta darse aires de misterioso y es un muy buen cocinero, pero no es nada de lo que tú dices.

—Yo no digo nada —replicó Nart, conciliable—. Sólo imagino lo que la gente va a pensar. Y lo que mi padre cree. Mi padre es orilh. Y los demás orilhs van a pensar igual que él. Si lo llegan a pillar, el juicio va a ser muy sumario. Así que, si tienes alguna idea de dónde está…

—No la tengo, y si la tuviera, no te la diría —siseé, ofuscada.

—Si tienes alguna idea de dónde está —retomó Nart, pacientemente—, no se lo digas a nadie, ni siquiera a mí, porque lo estarías condenando a muerte.

Lo contemplé, sorprendida, y asentí, conmovida.

—Entiendo. Gracias, Nart.

Me sonrió y me saludó otra vez juntando las manos.

—Te deseo toda la suerte del mundo, Shaedra.

Respondí a su saludo y se me subieron las lágrimas a los ojos mientras lo contemplaba alejarse. En un momento, se volvió y me preguntó, casi gritando, por la distancia:

—¿De qué habláis, ahí, en la colina?

Se refería a las entrevistas cotidianas entre Kwayat y yo. Sonreí.

—¡Yo también tengo mis secretos, Nart! —le solté.

Nart meneó la cabeza pero no insistió y se alejó rápidamente hacia Ató. Por mi parte, me puse a subir la pequeña colina junto al bosque. ¿En qué lío se había metido otra vez Lénisu?, me pregunté. Intenté sentirme enfadada para no dejar que me invadiese la inquietud, pero fracasé estrepitosamente. Me imaginé a Lénisu, cercado de mercenarios feos y sanguinarios, sonriéndole con sus dientes de oro y sus ojos asesinos.

—¡Entrégate! —le gritaban.

—Te mataremos, perro sarnoso —decía otro.

—Aunque seas inocente, vas a ver cómo derramaremos tu sangre, a borbotones, y luego gota a gota, para que sufras más —vociferaba un hombre con la boca torcida en un rictus malévolo…

—Parece que algo te perturba —dijo de pronto una voz serena.

Sacudí la cabeza y volví al mundo real. Kwayat, sentado con las piernas cruzadas en la hierba, me estaba observando con su habitual serenidad. Tragué saliva y traté de practicar algún ejercicio mental de los que me había enseñado. Me centré en mí misma y me abstraje de todo. Sentí el jaipú fluir por todo mi cuerpo. Poco a poco sentí cada flujo de jaipú y cada vibración. Al de unos minutos, estaba respirando normalmente y tenía la impresión de que nada en el mundo era urgente.

Levanté la cabeza y vi que Kwayat contemplaba el río, abajo, correr rápidamente en su lecho.

—Ese río que ves, ¿acaso alguna vez has visto esas aguas? —preguntó.

Miré hacia el río. Las aguas centelleaban bajo el sol del día. Asentí.

—Muchas veces —contesté.

—No. Esas aguas —continuó Kwayat— se van irremediablemente hasta el mar. Y no las vuelves a ver nunca más. El río se renueva. Si coges entre tus manos un poco del agua de un río y lo vuelves a tirar en él, verás lo que tenías entre las manos durante unos segundos y luego desaparecerá y la corriente se lo llevará al mar. Siempre al mar. —Se giró hacia mí—. El jaipú se comporta como un río. Y la Sreda es el mar. ¿Entiendes?

Kwayat intentaba desde el principio hacerme entender qué era la Sreda y yo nunca lo conseguía completamente. Intuí que esa nueva metáfora pretendía ayudarme y me esforcé por comprenderla.

—El jaipú es un flujo con agujeros —dije—, y la Sreda está rellena, ¿eso es lo que tengo que entender?

Kwayat hizo un movimiento de cabeza, pensativo y luego dijo:

—No. No es exactamente eso. La Sreda también tiene flujos. Es muchísimo más complicada que el jaipú.

—Lo cual me deja pocas esperanzas para entenderla porque apenas conozco el jaipú —solté con un suspiro.

Kwayat hizo una sonrisa irónica.

—Es muestra de sabiduría aceptar que las cosas no pueden ser asimiladas del todo. Pero te recuerdo que el tiempo no resuelve nada: si no haces esfuerzos para aprender, no aprenderás. Ya puedes vivir doscientos años que, si no pones buena voluntad, tu educación será un fracaso.

Me sonrojé.

—Ya, lo sé. Hago todo lo que puedo. Pero ahora por lo menos sé controlar mejor mis transformaciones. Y me acuerdo de todo lo que me has dicho sobre los demonios. Tengo buena memoria —añadí, con una sonrisa angelical.

Kwayat asintió.

—Pues me alegro porque tienes que meterte algo muy importante en la memoria, desde hoy. Pensé que era mejor esperar antes de decírtelo, pero al parecer hoy ya has recibido una mala noticia, así que es un buen momento para darte… otra mala noticia.

Agrandé los ojos, alarmada.

—¿Una mala noticia? —repetí—. ¿Tiene algo que ver con el fin del mundo y con que vamos a morir todos, verdad? —solté, con amargura.

—No se trata de eso. El fin del mundo ya lo decidirá la Sreda. Pero aquí no se trata de la vida de todos sino de la vida de una persona en particular.

—Adelante, no te cortes, ¿quién va a morir ahora? —repliqué con naturalidad.

Hubo un silencio en el que Kwayat se dedicó a admirar el río y las Hordas, a lo lejos, mientras yo empezaba a rebullirme.

—Se trata de una antigua tradición —dijo al fin—. Los Demonios Mayores tienen cada uno una congregación leal, como ya sabes. En cada congregación, hay reglas. Y reglas también entre cada una. La tradición quiere que todos los demonios huérfanos sean acogidos por una comunidad de demonios. Y cada vez que los Demonios Mayores se enteran de que hay un nuevo demonio en el mundo, uno de ellos se queda con él. Aceptar a un demonio en su comunidad significa protegerlo, ocuparse de su educación, en definitiva, convertirlo en un buen ciudadano y en un buen hijo. Consideran necesario tener una buena organización porque, normalmente, hay que encargarse de criar a niños muy pequeños. De hecho, hay saijits que nacen con la Sreda despierta, y cuando los padres no tienen ni idea de todo el asunto y ven a un hijo deforme con marcas extrañas, lo abandonan de manera que no vuelva jamás.

—¡Eso es terrible! —exclamé, horrorizada.

—Terrible… sí. Pero si un recién nacido demonio viniese a caer en manos de algunos saijits prevenidos, volvería a surgir el sentimiento de que los demonios no están tan extinguidos como parece y eso no es lo que quieren los demonios. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Tu caso, sin embargo, es diferente. Te convertiste en demonio cuando ya habías vivido trece años de tu existencia. Como ya te he dicho, no suele pasar. Luego, cuando se supo que era la culpa de un tal Seyrum que te había dejado beber una poción que reservaba para el hijo de Ashbinkhai…

—¿Qué? —exclamé, aterrada.

—Sí, Seyrum es un buen alquimista, y se suponía que aquella dichosa poción tenía que devolver la estabilidad a la Sreda de ese muchacho torpe para que no le ocurriera ninguna catástrofe.

—¿Crees que le ha ocurrido una catástrofe por no beber la poción? —resoplé, preocupada.

—No te preocupes por él. Seyrum le habrá dado otra poción. En todo caso, resultó que Zaix, entretanto, te había encontrado. Y dijo que se ocuparía de ti. A Ashbinkhai le ha sentado mal su decisión, según he oído decir. Le tiene mucha inquina a Zaix por lo que le robó.

—¿Qué le robó exactamente? —pregunté, curiosa.

—Las cadenas de Azbhel —contestó Kwayat tras un silencio—. Las mismas cadenas que ahora lleva puestas y que le impiden ser del todo libre.

—Las cadenas de Azbhel… Nunca he oído hablar de ellas.

—Forman parte de esas mágaras que algunos llaman reliquias. Las cadenas de Azbhel son mágaras bréjicas. Encarcelan la mente y, teóricamente, quien esté bajo su dominio no puede utilizar ningún sortilegio de la mente. Ashbinkhai nunca entendió cómo Zaix consigue pasar a través de la maldición de esa reliquia. Parece incluso que le ayuda a realizar sortilegios bréjicos.

—Es verdad —medité—. Zaix me ha hablado por vía mental. Eso significa que la cadena no le afecta.

—Le afecta —repuso Kwayat, clavando sus ojos azules en los míos—. Pero en sentido contrario a lo que se supone que debería ser. De todas formas, las leyendas de las reliquias son siempre muy poco explícitas. Lo que está claro es que Zaix no consiguió emplear las cadenas de Azbhel realmente como él deseaba, ya que ahora no sabe quitárselas. Su final es algo irónico —añadió, sonriendo.

Fruncí el ceño.

—¿Tú crees que podría estar escuchándonos ahora mismo? —pregunté.

Kwayat negó con la cabeza.

—Lo notaría. Y además, le pedí que no se inmiscuyera en mis lecciones. Zaix, al menos en eso, sabe cumplir con su palabra.

—Mm… —dije—, aún no me has anunciado la mala noticia.

Kwayat asintió con la cabeza.

—La mala noticia… sí. Todo tiene que ver con tu instrucción. Todos los demonios nuevos deben aprender a controlar la Sreda. Ningún demonio sería capaz de aprender por sí mismo algo así. Lo que hay que evitar a toda costa es que desestabilices tu Sreda de tal forma que puedas perder tu conciencia y convertirte en un kandak, y desgraciadamente esas cosas pasan.

—¿Un kandak? —repetí, entornando los ojos.

—Los kandaks son abominaciones. También los llaman los sanvildars. Cuando la Sreda se activa y te conviertes en un demonio, tienes que tener claras algunas bases para evitar perder tontamente el control de la Sreda y disgregar tus energías. Debes concentrarte y aprender lo que te enseño, porque si llegas a convertirte en un kandak, te exiliarán.

Traté de asimilarlo todo con filosofía y asentí.

—Me exiliarán… ¿adónde?

—Bueno, en lugares muy apartados, donde nadie pueda verte. Los llaman pozos. Normalmente, están los Subterráneos. Todos los kandaks acaban ahí, para no perturbar la paz.

—¿Son tan monstruosos? —dije con una mueca de pavor.

—Han perdido toda consciencia, o casi. Pero rebosan de vida. Son… monstruos en toda regla. Prefiero los esqueletos a esos engendros. Al menos los esqueletos están muertos.

—¿Y por qué los exilian? ¿Por qué no los…?

—¿Matan? —acabó Kwayat—. Porque sería un crimen horrible. No todos son demonios que no supieron entender la Sreda. Algunos llevan muchos años conviviendo con otros demonios. Y, de pronto, pierden algo, se olvidan de algo, y empiezan a convertirse y a olvidarse de quiénes son. Conocen a gente, tienen amigos… ¿Matarías tú a un amigo aunque se convirtiera en un monstruo vacío?

Me invadió el horror y negué con la cabeza.

—Entonces… ¿quieres decir que si no hubieses estado aquí… me habría convertido en un monstruo?

Kwayat me sonrió.

—Aún tienes posibilidades de convertirte en un kandak si no te das prisas en aprender. Tu transformación es poco común. —Hubo una corta pausa—. Esa era la mala noticia —declaró.

Me quedé boquiabierta. ¿Es que aquel día de desastres no iba a acabar nunca?, me pregunté, desesperada.

—Trabajaré duro —aseguré, juntando las manos con fervor—. Y aprenderé como jamás ha aprendido un alumno tuyo.

Kwayat acogió mis palabras con un gesto de la cabeza.

—Eso era lo que quería oír. Mantén la mente serena. Y ahora, no perdamos más tiempo.

8 El discurso

Estaba soñando con una enorme cascada. Yo estaba arriba y me tiraba y caía y caía eternamente hasta que de pronto me salían alas y echaba a volar sobre los bosques y los montes. Y una voz no paraba de repetirme: «voy a comprar trucha y ahora vuelvo». Pero esa voz no parecía que se iba a comprar truchas porque siempre estaba ahí, hablando. Sólo cuando me desperté dejé de escucharla y pensé, medio dormida, que debía de haberse marchado ya al mercado.

Abrí los ojos, vi la luz del día, bostecé y me quedé en medio del bostezo. ¡Hoy era el día de los resultados de los exámenes! Me levanté de un bote, me puse la túnica y el pantalón y sin quererlo le desperté a Syu.

«¿Adónde vas?», me preguntó.

Su voz sonaba patosa y sospeché que se había quedado toda la noche correteando por ahí.

«A ver mis notas», contesté. «Y a oír lo que dicen en la Neria», añadí, pensando de pronto que el Dáilerrin iba a declarar como indeseado a Lénisu.

La víspera, Syu se había escabullido antes de la conversación con Nart y le había tenido que explicar todo lo que había pasado unas cuantas horas después, cuando había vuelto de sus exploraciones. Sabía que evitaba las lecciones de Kwayat. Contrariamente a las de Daelgar, las de Kwayat lo aburrían porque él no tenía la Sreda ni nada de eso. Y de paso le había explicado el caso de los demonios kandaks, aunque Syu tan sólo se encogió de hombros diciendo que me estaba preocupando cuando no debía. Aun así, la revelación de Kwayat había empezado a inquietarme seriamente y había puesto toda mi voluntad en comprender sus explicaciones, aunque todavía no acababa de representarme bien el complicado tejido de la Sreda. Se suponía que la Sreda era algo que se parecía a una energía, según había podido inferir, aunque Kwayat se negaba a llamarla así, diciendo que la energía de los demonios se llamaba el sryho y que la Sreda contenía ese sryho. A saber lo que realmente era la Sreda, suspiré.

Salí de la taberna volando, con un bollo en una mano y poniéndome la capa con la otra. Estaba lloviendo a cántaros pero no ralenticé por ello. Corrí cuesta arriba y llegué a la Pagoda Azul al mismo tiempo que Aryes.

—¡Hola, Aryes!

—Hola, corramos para adentro —me dijo.

Nos refugiamos en el interior y nos encontramos con que ya estaban dentro Ozwil, Salkysso, Laya y Marelta.

—Hola a todos —dijimos.

Marelta me echó una mirada sarcástica y desdeñosa.

—¿Aún sigues viva? Creía que te habrías muerto de vergüenza. Ya veo que no conservas ni una pizca de eso que llaman honor. Qué asco.

Laya y Ozwil me miraban con cara fruncida y Salkysso tenía los ojos muy agrandados.

—¿Es verdad lo que dicen por ahí? —preguntó Salkysso—. ¿Que tu tío es el Sangre Negra?

Abrí la boca pero Marelta habló antes, soltando una risita maligna.

—Por supuesto que es verdad. Ya os lo dije, pero no quisisteis escucharme. Esa familia ternian apesta. Y ella puede llegar a ser tan peligrosa como su tío. Ya visteis lo que le hizo a Suminaria Ashar. Una familia tan respetable atacada por una ternian salvaje y forastera, es ultrajante.

Mi ira estaba hirviendo por dentro.

—No sé qué tienes contra mí desde que me viste, Marelta —siseé—, pero desde luego eres un veneno para la bondad en este mundo.

—¿En serio? ¿No me digas? —replicó Marelta con un desenfado odioso—. No sabes más que soltar insultos, eres una serpiente. No tienes idea de lo que es la bondad. Llevas el crimen en la sangre. Tu tío corta las cabezas de los viajeros. Todos estos años, fue él el único culpable de todas esas muertes en las Hordas. Y esos hermanos que dices que tienes son sus cómplices, y tú también. No podías ignorar lo que hacía tu tío. Es odioso, miserable, apestoso, execrable.

Enarqué una ceja.

—¿Infame, innoble, asqueroso? —sugerí, sarcásticamente—. Mira, Marelta. Si realmente te crees lo que dice la gente, me da lástima tu espíritu crítico. Ahora bien, si dices todo esto sólo para herirme, no lo conseguirás. Tus palabras están lejos de llegarme al corazón.

—¡Ah! —saltó Marelta, mirando a los demás—. ¡Porque no tiene corazón! Está clarísimo, Shaedra, no trates de engañarnos. El Dáilerrin lo va a publicar a media mañana. Ahí obtendremos todos los detalles y luego me cuentas tus mentiras. Mentir no te conviene —añadió, con aire triunfal.

Yo, de pie, delante de ella, empezaba a ponerme nerviosa. Por un momento, sentí la Sreda agitarse en mi interior y sentí una mezcla de satisfacción y miedo: satisfacción al notar la Sreda por primera vez y miedo por estar a punto de transformarme. Vi los ojos de Marelta agrandarse, cerré los ojos y me concentré para serenarme, como me había enseñado Kwayat. No debía perder el control. Debía mantener el equilibrio. La Sreda debía volver a tranquilizarse. Cuando volví a abrir los ojos, realicé un saludo rígido hacia Marelta juntando las manos.

—La verdad acabará por hacerte tragar esas palabras envenenadas —pronuncié.

Le di la espalda y me acerqué a la puerta abierta de par en par, contemplando la lluvia. Era difícil mantenerse sereno, me di cuenta, pero era posible. E imponía mucho más respeto a los espectadores, pensé divertida. Tendría que practicar un poco más e imitar a Kwayat cuando fuera necesario, decidí. Y algo me decía que Marelta me iba dar cantidad de oportunidades para ensayar las nuevas técnicas que me enseñaba Kwayat.

Sentí que Aryes estaba a mi lado pero permanecí callada.

—¿Qué ocurre con Lénisu? —preguntó sin embargo éste en voz baja—. ¿Ha… hecho algo malo? La verdad es que… no me he enterado de nada.

—La cabeza de Lénisu vale tres mil kétalos, Aryes —le informé sin dejar de mirar la lluvia—. Le acusan de cosas que no ha hecho, como ser el Sangre Negra, el jefe de los Gatos Negros. Eso es todo.

Aryes resopló, aturdido.

—No puede ser —articuló—. El Sangre Negra, ¿es ese tipo que va matando a los viajeros en las Hordas, verdad? Está claro que Lénisu no es el Sangre Negra, ¿cómo van a culparlo de eso? Es ridículo, ¿quién te ha dicho eso?

Me giré hacia él, comprobé que nadie nos oía y murmuré:

—Nart. Su padre es orilh. Sabe esas cosas antes que nosotros. Vino a avisarme.

Aryes frunció el ceño y admitió:

—Eso es una fuente bastante fiable. Porque Marelta, en cambio, podría habérselo inventado todo. Tiene una imaginación desbordante.

—No tanta como crees —repliqué—. Si te fijas, siempre repite lo mismo. Que soy una forastera. Que no debería estar estudiando en la Pagoda Azul. Que soy una paria y una indecente. Insultos de poco vuelo. Si yo fuera como ella podría soltarle insultos durante horas y sin repetirme. No tiene imaginación —concluí.

—Bueno, pero lo que sí tiene es una familia influyente. Así que mejor no soltarle esos insultos que dices, ¿eh? —dijo Aryes.

Sonreí.

—A veces Syu y tú os parecéis mucho. Siempre me dais consejos prudentes.

Aryes puso cara sorprendida y luego sonrió.

—Bueno, me alegro de que Syu también te invite a la prudencia. Sobre todo ahora que hay tantas lenguas que hablan de ti por lo de… —Hizo un movimiento con los ojos, elocuente.

Asentí, desanimada.

—Ayer fue un día horrible, Aryes. Primero, Aleria se enfadó conmigo. Y luego vino lo de Lénisu y… bah. Fue un día de pesadilla. Y para colmo, esta mañana me he despertado soñando que estaba volando y alguien me hablaba de truchas. ¿Qué puedo hacer? —solté, desesperada.

Aryes me dio unos golpecitos reconfortantes en el antebrazo.

—No te preocupes. Todo se arreglará. Por el momento, todo se ha arreglado.

Enarqué una ceja.

—¿De veras? Yo más bien tengo la sensación de que me persiguen todas las desgracias.

Aryes frunció el ceño.

—Venga, tampoco es para tanto. Por el momento no ha pasado nada irrevocable. Lénisu sabe defenderse. Es un buen orador.

Sacudí la cabeza.

—Todos están convencidos de que es él. Hasta hay testigos. Yo rezo por que no lo encuentren los mercenarios. Y espero que se entere de que lo están persiguiendo antes de que le tiendan una trampa. Aunque quizá ya lo hayan cogido…

—¡Shaedra! —protestó Aryes, molesto—, deja ya de pensar en desgracias. Lénisu es listo. Sabrá apañárselas, no te preocupes. Pase lo que pase.

Asentí y me reconfortó que él siguiera a mi lado, mientras que los demás, siempre que pasaba algo, se volvían más desconfiados y dudaban de mí como si no me conociesen desde hacía años.

En ese momento llegaron los demás. Aleria llegó a mi altura y me cogió del brazo para llamar mi atención.

—Shaedra… quería decirte que lo siento.

Enarqué una ceja, sin entender.

—¿Qué?

—Siento lo que te dije ayer. Me enfadé tontamente. Y creo… que te herí —dijo, avergonzada.

—Oh —contesté. Me había pillado por sorpresa—. No pasa nada. Yo tampoco quería herirte, Aleria. Solamente quería que te sintieras mejor.

—Lo sé —suspiró—. Es que últimamente estoy muy nerviosa y…

—¡Buenos días! —tonó una voz.

Nos giramos todos hacia la silueta del maestro Yinur que se había parado junto al marco de la entrada.

—Buenos días, maestro Yinur —contestamos, sentándonos en el suelo ordenadamente como solíamos.

El maestro Yinur nos sonrió, inclinó la cabeza y se acercó de unos pasos.

—El jurado ha evaluado vuestras competencias, tanto teóricas como prácticas, y ha decidido según vuestras habilidades profundizar vuestras especializaciones en diferentes ramas. Para comenzar, todos habéis sido aceptados al rango de kal, aunque Revis no se haya aplicado mucho, por lo que he visto —añadió con cierto reproche. Revis, que tanto había predicado contra el estudio, se sonrojó como un nerú, mientras los demás sonreíamos, aliviados—. Voy a informaros —prosiguió, sacando un papel— de vuestras especializaciones.

Alejó bastante el papel para leer bien y carraspeó en medio de un silencio atento.

—Akín, especialización en encantamiento. Aleria, especialización en endarsía. Aryes, especialización en energía bréjica. —El kadaelfo agrandó los ojos, y todos nos sorprendimos, ¿por qué demonios no le había metido en energía órica? Todo el mundo sabía que a Aryes lo que se le daba mejor era la energía órica… pero el maestro Yinur seguía con su lista, imperturbable—. Salkysso y Ávend, especialización en energía aríkbeta, también trabajaréis en la biblioteca en la sección de Historia. Kajert, especialización en morjás y botánica. —El caito sonrió, satisfecho—. Revis, Laya, Ozwil, Shaedra, Galgarrios, especialización en combate. —Agrandé los ojos, sin poder creérmelo—. Marelta, Yori y Suminaria, especialización en energía brúlica.

El maestro Yinur enrolló el papel y nos sonrió.

—Estoy orgulloso de vosotros. Ser un kal es tener una verdadera responsabilidad. El pueblo de Ató debe respetaros y todas vuestras acciones deben tener como objetivo el de servir vuestro pueblo lo mejor que podáis.

Pensé en las acciones de Nart durante sus años de kal y reprimí una sonrisa: no se podía decir que Nart se hubiera forjado una aureola de respeto en torno suyo.

—Todo esto os lo explicará con más detalles el Dáilerrin mañana, por el momento sólo deseo que todo lo que hayáis aprendido en la Pagoda Azul lo utilicéis honorablemente y para el pueblo de Ató, y que continuéis aprendiendo las artes de un celmista como lo habéis hecho en los años anteriores e incluso mostrando más entrega y voluntad: el kal, como ya os he dicho, es responsable de lo que hace. Podéis iros —añadió.

Nos levantamos todos y saludamos al maestro Yinur antes de salir de la Pagoda. Yo aún no podía creérmelo. ¡Especialización en combate! ¿Se podía saber quién demonios había decidido eso?

Afuera, el diluvio se había reducido a una lluvia más fina aunque regular.

—No entiendo por qué le han dado la especialización en energía bréjica —dijo Aleria, señalando algo con la barbilla.

Me giré hacia donde miraba y vi a Aryes, con las manos detrás de la espalda, caminando pensativamente por la plaza empedrada. Meneé la cabeza. Con él tampoco habían sido justos.

—Yo habría preferido la energía brúlica al encantamiento —terció Akín, bajando las escaleras de madera—. Pero tampoco está tan mal.

—Por si no lo sabes, se utiliza energía brúlica para muchos encantamientos —replicó Aleria.

—¿Pero en qué se basan para decidir las especializaciones? —solté con una mueca.

—Generalmente, son bastante lógicos —dijo Salkysso—. Mira, Aleria sabe mucho de endarsía, así que la especializan en eso. A mí, la energía que mejor se me da es la aríkbeta, aunque la endarsía tampoco se me da del todo mal, pero como ya habían escogido a Aleria, supongo que era demasiado. Deben de mirar sus efectivos y si faltan celmistas de tal cosa, pues también contará. Supongo —añadió.

Solté un suspiro y alcé la cabeza.

—Aryes parece desilusionado —noté.

—Deberías ir a reconfortarlo —intervino Aleria.

—¿Yo? —me sorprendí.

—Pues claro, tú. Lo conoces mejor que nadie. Dile que la energía bréjica también es interesante, por ejemplo.

Enarqué una ceja. ¿Qué quería decir Aleria con que lo conocía mejor que nadie? No pensaba que era la mejor persona para reconfortar a la gente. Nada más que la víspera, Aleria se había enfadado conmigo por mis palabras poco acertadas.

Aun así, hice un gesto con la cabeza y eché a correr para alcanzar a Aryes. Le llamé y se giró hacia mí. Me fijé entonces en que parecía más pensativo que desanimado. Lo alcancé.

—¿Por qué te has ido tan rápido? —le pregunté.

—Bah. Tan sólo estaba haciéndome algunas preguntas —contestó.

—¿Cómo cuáles? —le animé, mientras bajábamos por la calle del Arce.

—Ah —dijo Aryes, sonriendo, y después de una corta pausa añadió—: ¿Por qué no vamos a escuchar lo que tiene que decir el Dáilerrin? Ahora nada me parece más importante.

Fruncí el ceño. Estaba claro que Aryes se estaba haciendo otras preguntas que esa. Pero ya había dado media vuelta y lo seguí, poniéndome nerviosa al pensar de pronto en Lénisu.

—Sabes… Aleria dice que la energía bréjica también es interesante. Y Daelgar sabía también mucho de eso. Hasta soltó un sortilegio de pavor que hizo huir a los hombres que lo iban a atacar. Y el doctor Bazundir me enseñó bastante sobre la energía bréjica para que la comparase con… —hice una pausa, dándome cuenta de que iba a meter la pata— con las otras energías.

Aryes puso cara sorprendida.

—¿Comparar la energía bréjica con las demás energías? —repitió—, es una idea extraña. La energía bréjica no tiene nada que ver con la energía brúlica, por ejemplo. Es… bueno, de todas formas, no importa. No me preocupa la especialización que me hayan dado. Pero reconozco que me sorprendí cuando te dieron la especialización en combate. Porque tú me dijiste que no querías ser un Guardia, ¿verdad?

Asentí, incómoda.

—Supongo que necesitaban a gente. Que hayan cogido a Revis y a Ozwil lo entiendo. A Laya… bueno. Tiene su lógica porque lo demás tampoco se le da del todo bien. En cuanto a mí, supongo que no necesitaban a una celmista armónica, así que, visto así, tampoco es tan sorprendente —concluí, objetivamente.

Aryes se echó de pronto a reír y lo miré con extrañeza.

—¿Qué ocurre?

Sacudió la cabeza, sonriendo aún.

—Me hace gracia que nos tomemos tan seriamente estas cosas cuando probablemente dentro de unos meses estaremos otra vez dando vueltas por la Tierra Baya enfrentándonos contra dragones y tal. Y tú, por supuesto, atravesarás un monolito y tendremos que ir a buscarte, después de encontrar a Lénisu, claro está.

Hice una mueca y asentí.

—No lo digas tan de broma, podría ser cierto. Si Lénisu resulta estar realmente en peligro, tendría que hacer algo…

“Manténte tranquila, como sueles” —citó Aryes, burlón—, eso es lo que te dijo Lénisu la víspera del día en que se marchó. Veo que tienes intenciones de seguir su consejo a rajatabla.

Entorné los ojos.

—Mantenerse tranquila no es tan sencillo —suspiré—. Sobre todo que Lénisu, él, no está nunca tranquilo. Aunque, pensándolo mejor, supongo que tiene muchas probabilidades de salir bien parado. Siempre lo hace.

—Me parece que tienes razón —aprobó Aryes—. Lénisu parece tener muchos recursos.

—Mmpf —dije—. Vayamos a ver al Dáilerrin. Espero que Marelta no esté ahí para soltarme otro de sus torpes discursos porque estoy a punto de estallar —refunfuñé.

Cuando entramos en la Neria, como todos los Lubas, había mucha gente impaciente por escuchar las noticias de Ató. El Dáilerrin, Eddyl Zasur nuevamente electo, ya estaba soltando un discurso sobre los ataques de criaturas en el otro lado del río y sobre los flujos de la Insarida. La gente estaba de pie en los caminos o sentada en la hierba, bajo los árboles, mientras escuchaba.

—La situación se está volviendo peligrosa, sobre todo para los habitantes de la otra orilla. Por eso, los orilhs, el Mahir y yo hemos decidido emprender desde ahora la construcción de un puente resistente, en piedra de Léen, directamente importado de las Tierras Altas. Hoy acaban de llegar los primeros cargamentos y como ya sabéis los kals y los cekals se han unido a los obreros para ayudar a la comunidad. Tenemos pensado construir dos torres, una en cada lado del río, junto al puente, para reforzar la seguridad de la ciudad. El tesoro de Ató cubrirá todos los gastos e incluso hemos recibido varias donaciones, en particular del orilh Tzirun Eiben, del señor Fárrigan Zerfskit, de la familia Lahries, de la familia Pagdem y de la familia Ashar.

Y diciendo eso, inclinó la cabeza hacia un lado y vi que Garvel Ashar estaba presente, escuchando el discurso sentado sobre una silla y protegido de la lluvia fina que caía. Detrás de él, estaba Nandros. Y Suminaria, de pie junto a él, parecía sumida en sus pensamientos, pero entonces levantó la cabeza y por un momento crucé su mirada. Parecía estar más pálida que normalmente. Su tío, en cambio, parecía plenamente satisfecho de su existencia. Con sus setenta y nueve años, seguía estando bastante en forma y su pelo rubio brillaba pese a la oscuridad del día. No podía remediarlo, cada vez que lo veía, recordaba que, un año atrás, él había reclamado que me quitasen las garras. Y Mullpir me había contado, hacía poco, que Garvel Ashar consideraba a los ternians como a una raza inferior que compartía sangre con los trolls. Recordando esos detalles, me extrañaba de que Suminaria hubiese aprendido a respetarme y a respetar a la gente en general: Garvel Ashar era uno de esos hombres que no le tenían respeto a nada, salvo al dinero, a la honra y al poder.

El Dáilerrin pasó a contar otros acontecimientos de la ciudad y abordó al fin el tema de la Guardia de Ató y de su labor honorable e imprescindible.

—Pero no sólo nos protegen de las bestias —decía—, sino que nos protegen de las personas que no sienten respeto por nada. Los ladrones, los delincuentes, los criminales, los contrabandistas y los estafadores. Hoy, quisiera avisaros de que hemos estado albergando en nuestro pueblo a un criminal, y os pido disculpas por ello. Su nombre es Lénisu Háreldin, más conocido bajo el nombre de Sangre Negra. Quizá algunos de vosotros recordéis las actividades despreciables de los Gatos Negros en las Hordas. El Sangre Negra, como jefe de esa banda criminal de bandoleros, ha sido identificado y reconocido a las alturas del Paso de Marp hace cinco días. Se ofrecen tres mil kétalos a todo aquel que lo traiga vivo al Mahir. La noticia ha volado por toda la comarca y esperamos que varios grupos de voluntarios hayan salido ya en busca del criminal. Todo habitante de Ató que decida participar en esta misión recibirá la ayuda de la Guardia para equiparlo y procurarle víveres. Esperemos que el peligroso criminal Lénisu Háreldin acabe capturado cuanto antes para evitar que siga actuando. Todo habitante de Ató debe hacer cuanto le es posible para proteger a su pueblo. ¡Por Ató! Y gracias a todos —concluyó. Eddyl Zasur juntó las manos, se inclinó y bajó del pedestal.

Aryes me cogió del brazo y me tambaleé.

—Shaedra, ¿estás bien? —me murmuró.

Tendí una mano a ciegas y me apoyé contra un tronco, pero este tronco resultó ser Dolgy Vranc.

—¡Dol! —exclamé.

El semi-orco hizo una mueca inquieta y me cogió del otro brazo para sujetarme.

—Menuda vida se está pegando Lénisu —comentó.

—¡Lénisu, lo van a matar! —gemí.

—No lo van a matar, Shaedra —me aseguró la voz ronca del semi-orco.

Me puse a sollozar de manera descontrolada y me abracé al semi-orco mientras Deria y Aryes me daban golpecitos tranquilizantes en el hombro y me guiaban fuera de la Neria.

9 Llegada intempestiva

Empezaba seriamente a dudar de la capacidad de justicia del Mahir. Primero, colgaba a Sain, luego me arrancaba las uñas y ahora quería condenar a Lénisu…

—Se acabó —decidí, en voz alta—. Tengo que hacer algo.

Estaba sentada en el sofá, en casa de Dolgy Vranc, y, la verdad, no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, sumida en mis pensamientos, pero cuando hablé, todos se giraron hacia mí, sorprendidos.

—No puedes hacer gran cosa —me dijo Akín, realista. Aleria y él se habían unido a nosotros cuando me habían visto estallar en lágrimas, y creo que estar rodeada de seres que me querían me ayudó a recobrarme más pronto—. Lo único que puedes hacer es testificar y decir que Lénisu estaba en los Subterráneos cuando los asesinatos de los Gatos Negros y que no pudo estar ahí dirigiéndoles.

—No bastará —repliqué, negando con la cabeza—. No tengo pruebas de nada.

—Shaedra tiene razón, Akín —intervino Dolgy Vranc, con tono pesaroso—. Siento decirlo, Shaedra, pero Lénisu está en una situación muy delicada. No puedes actuar desconsideradamente o empeorarías las cosas. Tenemos que pensar.

Hubo un silencio. Dol, sentado en su butaca, jugueteaba con un brazalete de color, con la mirada perdida. Aryes, sentado en una silla, apoyaba la barbilla sobre sus brazos, y parecía muy sombrío. Akín tenía cara aturdida y era evidente que no se le ocurría ninguna solución. Y Aleria, sentada en el sofá, tenía los ojos cerrados pero, lejos de parecer dormida, parecía estar concentrándose en algo, como si tratase de serenarse.

En cuanto a mí, paseé la mirada por cada rostro, pensativa.

—Quisiera saber algo, Shaedra —dijo de pronto Aleria, abriendo los ojos—. Pero no te enfades por la pregunta.

Puse los ojos en blanco.

—Pregunta.

—¿Por qué dicen que Lénisu es el jefe de los Gatos Negros? No tiene sentido que se lo hayan inventado todo. Lénisu, como sabemos, tenía relaciones… dudosas. Quizá sea el jefe de una organización contrabandista llamada los Gatos Negros y que el Mahir confunde con los Gatos Negros de las Hordas…

—No tiene sentido —corté—. ¿Dos organizaciones de las Hordas llamadas los Gatos Negros? Se habrían comido entre ellos defendiendo su nombre. No, no, Lénisu no es el jefe de nada de eso —afirmé, testaruda.

—De acuerdo, sólo era una hipótesis —replicó Aleria—, pero deberías ser más abierta a las hipótesis porque está claro que Lénisu no ha hecho sólo cosas legales.

—Pero no ha matado a nadie —dije, recostándome contra el sofá.

—Aunque haya abollado a más de uno, según él mismo dijo —apuntó Aryes—. Pero la cuestión no está ahí.

—Exacto —aprobó Dol—. Hay que probar que Lénisu es inocente. Sólo nos tenemos que centrar en eso.

Me crucé de brazos.

—De acuerdo. Eso puede resultar ser una tarea ardua. Si tenéis propuestas…

Dejé la frase en suspenso. Deria dejó de jugar con las cortinas de la ventana y se giró hacia nosotros.

—Yo propongo que vayamos a casa de los voluntarios para ir a buscar a Lénisu. Los dormimos con Dormidora y así ganamos bastante tiempo para pensar.

Dol y yo sonreímos.

—Eso no es una mala idea —reconocí—. Lo malo es que no sólo están los voluntarios de Ató. Hay más gente, ya le has oído al Dáilerrin.

—Cierto —admitió Deria, con una mueca de contrariedad.

—Bueno, ¿y si tomamos algo mientras pensamos? —propuso Dol tras un silencio, levantándose de su butaca.

Aprobamos todos de un gesto y diez minutos después estábamos todos con nuestra taza en la mano, pensativos. Tomé un trago de mi infusión.

—Si encontrásemos al verdadero jefe de esa organización —reflexionó Akín al de un rato—, entonces podríamos demostrar que Lénisu no es el culpable.

—¡Esa es una idea magnífica! —aprobó Deria, risueña.

—Y tanto que magnífica —asintió Dol—, pero tenemos un problema: que el jefe ése no se dejará encontrar tan fácilmente.

—Lo supongo —solté, acabando mi infusión de un trago.

—Haremos una cosa —dijo Dol—. Dejadme doce días. No hagáis nada estúpido durante ese tiempo. Voy a intentar averiguar más cosas acerca de los Gatos Negros. Y si averiguo algo, iré a ver al Mahir y le diré dónde creo que se esconden los Gatos Negros. Lo ideal sería que enviase a gente bastante entrenada, porque tengo entendido que esa organización está llena de guerreros aguerridos. Y si el Mahir me hace caso, entonces el Sangre Negra acabará entre las garras de Ató y podremos probar que Lénisu es inocente.

—Doce días —repetí—. ¿Y si entretanto lo capturan y lo llevan de vuelta a Ató?

—Entonces no tendremos más remedio que organizar una evasión —intervino Aryes.

Lo contemplé, boquiabierta.

—¿Una evasión del cuartel general? —solté—. ¿No es… cómo decir… algo temerario? ¿Me ayudaríais de veras a hacer algo contra la Ley de Ató? —resoplé.

Aryes sonrió.

—Me temo que te lo estoy diciendo. Existe una vieja tradición que suele contarme mi padre y según ella el pueblo, cuando la Ley se vuelve injusta, no debe someterse a ésta. Pues ahora ocurre lo mismo —declaró.

—Pareces Revis predicando sobre la injusticia del trabajo forzado —repliqué, riendo.

—Bueno, tengo trabajo que hacer —dijo el semi-orco, levantándose—. Vosotros no hagáis nada. Y enhorabuena a todos por los resultados —añadió con una sonrisa.

Salimos todos de su casa, y Aleria nos invitó a comer a la suya, con lo que dejamos al semi-orco solo y con, en mente, unos planes que no había querido detallar.

Stalius no estaba en casa cuando llegamos y nos pusimos a cocinar unas pastas con hortalizas y una tarta de frambuesa algo quemada. Nos lo comimos todo, hablando por los codos de tonterías, festejando los resultados.

Pasé toda la tarde con Kwayat y cuando le dije que por primera vez había sentido la Sreda, se contentó con inclinar la cabeza, imperturbable. No se podía decir que fuera un maestro de esos que felicitaban a sus alumnos por cualquier éxito. Eso sí: era eficaz. Se pasó toda la tarde variando de temas y cuando dijo «Ya basta por hoy» tuve la impresión de que mi cabeza iba a olvidar todo lo que me había enseñado. Así que en el camino de regreso me puse a revisarlo todo intentando ordenar las cosas.

Cuando volví al Ciervo alado, Kirlens me asaltó, agitado y me llevó casi en volandas hasta la cocina.

—Shaedra, ¿dónde te habías metido? —me preguntó, casi enojado—. ¿Por qué no has vuelto al mediodía?

Parpadeé, perpleja. Mi mente aún estaba revisando los distintos modos de insultar a un demonio. Kwayat decía que era muy importante, sobre todo para evitarlos o para reconocerlos.

—Yo… lo siento. He comido en casa de Aleria.

—Ah —dijo Kirlens, más tranquilo—. Supongo… que te has enterado. De lo de Lénisu, quiero decir.

Asentí con la cabeza lentamente.

—Sí.

—Es… increíble —soltó Kirlens, con pesadumbre—. Pero… sabía que algo escondía ese hombre. Las personas más simpáticas pueden resultar ser unos auténticos demonios.

Agrandé los ojos, atónita. ¿Cómo podía tragarse Kirlens que Lénisu era realmente malo? Pero luego sonreí anchamente.

—Mira yo, soy muy simpática y soy un auténtico demonio —dije con los ojos brillantes de picardía.

Kirlens sacudió la cabeza, incrédulo.

—¿Cómo puedes tomártelo todo tan a la ligera? Es tu tío, después de todo. Creí que le querías.

Resoplé, casi sofocando.

—Pues claro que le quiero. Mucho más de lo que crees. Lo que pasa es que toda esta historia no tiene ningún sentido. Lénisu no es ningún criminal. Y pienso demostrarlo —acabé por decir.

Kirlens frunció el ceño y me señaló con el dedo índice.

—No quiero que te vuelvas a meter en líos. Si Lénisu es inocente, la justicia de Ató se encargará de ponerlo en libertad.

—Yo no confío mucho en la justicia de Ató —murmuré.

El tabernero sacudió la cabeza.

—Pues deberías. Al fin y al cabo, hasta ahora siempre ha hecho las cosas bien. A los ladrones los ponen a trabajar, y a los estafadores los multan.

—Y a los criminales los cuelgan o les cortan la cabeza —gruñí—. Pero mira lo que les pasó a mis garras, no merecía eso. Sólo me las arrancaron porque el tío de Suminaria lo quiso así.

Kirlens suspiró.

—Las garras pueden herir sin quererlo —repuso—. No estoy justificando lo que te hicieron, pero a la mayoría les pareció una idea no del todo mala. La gente es desconfiada por naturaleza.

No podía creer lo que me estaba diciendo. Sabía que no lo decía por maldad… pero aun así me hirió profundamente que pudiera llegar a justificar la salvaje opinión de la «mayoría».

—Y si Lénisu es inocente, lo absolverán —añadió Kirlens con fervor.

Asentí y me dirigí hacia las escaleras.

—Creo que hoy voy a saltarme la cena —dije, mordiéndome el labio.

—Lo entiendo. Entiendo que te pese toda esta historia. Pero ya verás. Pase lo que pase, será lo mejor para ti.

Dudaba seriamente de que si llegaban a pillar a Lénisu pasase algo bueno. Cuando entré en el cuarto, me encontré con Syu bailando alegremente en la cama.

«¡Syu!», me extrañé, sonriendo a medias. «¿A qué viene esa alegría?»

«¡Frundis ha acabado su composición y me la ha enseñado!», me explicó.

«¡Eso sí que es una sorpresa!», contesté, alegremente. «Empezaba a preguntarme cuándo podría escucharla.»

Tomé el bastón con las manos.

«Buenos días, Frundis, ¿me harías el honor de enseñarme tu nueva composición?», pregunté, con el tacto que se necesitaba para esas ocasiones.

Frundis emitió un ruido de campanas.

«¿Para qué quieres oírla?», replicó, grandilocuente.

«Para ver si realmente eres un compositor», le dije, burlona.

Frundis soltó un sonido de desafío.

«¡Pues ahí va la prueba!», exclamó.

Y me embistió un flujo de sonido de ritmo alegre y rápido. Sonreí y escuché la composición hasta el final. Cuando el bastón tocó la última ráfaga de notas, resoplé.

«¡Caray, Frundis, eres un artista!»

El bastón rió, halagado.

«Lo sé. Ya te dije que era el mejor compositor del mundo. Y el mejor músico. Y uno de los mejores cuentacuentos. Soy una pasada.»

Syu y yo prorrumpimos en carcajadas ruidosas. ¿Cómo podía ser Frundis tan pedante y a la vez simpático?

Después de escuchar la música unas cuantas veces seguidas, Frundis se aburrió y les conté a ambos todo lo que me había pasado en el día y Syu se encogió de hombros cuando le conté mi agradable conversación con Marelta.

«No es bueno llevarse mal ni empeorar las cosas», dijo.

«Lo sé, pero Marelta está consiguiendo acabar con mis nervios», suspiré. «Y eso que no es del todo mala», cavilé. «Con los demás no lo parece. A menos que sea una hipócrita. Los malos suelen ser hipócritas», añadí.

«Mm», gruñó Syu. «Creo que estás volviendo a pensar demasiado. Los saijits siempre pensáis demasiado. Por cierto, he visto a Drakvian, en el bosque.»

Me sobresalté.

«¿Qué?»

«Y me ha preguntado si podía decirte que fueras al bosque esta noche. Pero con mucho cuidado, ha dicho», especificó Syu. «Además, me lo ha repetido varias veces porque se creía que no le entendía. Los vampiros también son un poco lentos de mente cuando les toca hablar con un mono gawalt», soltó con una sonrisa traviesa.

Fruncí el ceño. Drakvian había vuelto y quería hablarme.

«Vaya… ¿No está enferma, verdad?»

«Desde luego, no lo parecía», dijo Syu. «Aunque no me he acercado mucho a ella. Nunca se sabe…»

«Oh, venga, Syu. Drakvian es una amiga. No te va a atacar», le repliqué, divertida.

Syu puso cara testaruda.

«Los monos gawalts tienen razones para mantenerse lejos de los vampiros. Existen leyendas», dijo, enigmático.

«Mm, no digo que no haya vampiros malos. Pero Drakvian es infinitamente más buena que Marelta, te lo puedo asegurar.»

«Tendrás que enseñarme quién es esa Marelta», dijo Syu, pensativo. «¿Por qué nunca me dejas ir a la Pagoda Azul?»

«Porque…» Callé y fruncí el ceño. «Bueno… la verdad… Creo que mi intención era que no me miraran raro, pero de todas formas ya todo el mundo sabe que estás aquí.»

A Syu se le iluminaron los ojos.

«¿Entonces podré ir a la Pagoda Azul?», preguntó, animado, y agitando la cola como un perro.

Me reí y asentí.

«Si así lo deseas… Pero te recuerdo que ahora todos mis estudios se van a centrar en las técnicas del jaipú y del combate cuerpo a cuerpo. No te va a gustar.»

Syu caviló unos segundos y luego sonrió.

«Tengo curiosidad», confesó, cruzando las manos en la espalda con aire formal.

Aquella noche, salí con Syu pero dejé a Frundis en el cuarto, pese a sus protestas. Drakvian debía tener una buena razón para decirme que tuviera mucho cuidado, y es que aquella noche había más guardias despiertos porque se había anunciado la presencia de escama-nefandos al sur y no se sabía exactamente cuándo llegarían. Y no era precisamente el mejor momento para que me pillaran vagando de noche por Ató. Podrían inventarse historias.

Durante todo el trayecto, no paré de envolverme de una nube armónica bastante eficaz. Y creo que nadie me vio entrar en el bosque.

Seguí andando un rato, en silencio, mientras Syu me conducía al lugar donde había visto a Drakvian por última vez.

«Aquí era», dijo entonces, deteniéndose.

Apenas se hubo callado, apareció Drakvian, saliendo de su escondite y enseñando su melena verde abultada, su piel traslúcida y sus ojos profundos.

—Shaedra —susurró, inhabitualmente bajo—, ven, alejémonos un poco más.

La seguí durante un buen cuarto de hora y empecé a rezar para que los escama-nefandos no nos atacasen en ese preciso instante: estábamos demasiado lejos de Ató.

Nos detuvimos no muy lejos del Trueno, entre árboles grandes y tupidos que desplegaban sus raíces enormes a su alrededor como arañas gigantes.

—¿Qué ocurre? —pregunté, cuando Drakvian se detuvo.

La vampira posó las dos manos sobre las caderas y me miró fijamente.

—He venido a ayudarte —declaró, curiosamente solemne.

Enarqué una ceja.

—¿A ayudarme? —repetí, incrédula.

—Sí. ¿No es cierto que hay gente que quiere deshacerse de Lénisu? Pues yo lo impediré. Sé dónde está.

Por un momento, dejé de poder hablar. Carraspeé.

—¿Dónde? —articulé.

—Cuando se fue, le seguí el rastro —dijo—. Fue a Ombay y luego a Acaraus para recuperar su caballo.

—¿Trikos? —resoplé.

—Ajá. Le tiene mucho aprecio, según he podido ver —soltó, rechinando los dientes.

—¿Y adónde fue? —insistí.

—Dejé de seguirlo hace dos semanas.

Solté un suspiro desanimado.

—En dos semanas puede haberle ocurrido cualquier cosa.

—Sí, pero lo persiguen tan sólo desde hace unos días. Seguramente estará sano y salvo.

Sacudí la cabeza, perpleja.

—¿Y dices que quieres ayudarme? No veo cómo podrías hacerlo. Lénisu está en algún lugar que no conocemos y tú no puedes cambiar las leyes de Ató. Aunque agradezco tu buena intención.

—¡Mi buena intención! —exclamó Drakvian, partiéndose de risa—. Es la primera vez que un saijit me dice que tengo una buena intención. Generalmente, nosotros, los vampiros, siempre tenemos malas intenciones.

—Eso no es verdad —repliqué—. Eso depende de cada uno. Tú pareces una persona llena de buenas intenciones. Bueno, ¿qué propones que hagamos?

Los ojos de Drakvian brillaron de malicia.

—Propongo un trato. Yo busco a Lénisu y le digo que le están persiguiendo y hago todo lo posible para que no le pillen, si él lo consiente. Y tú, a cambio, me debes un favor.

Sonreí, incrédula.

—¿Un favor?

—Nada del otro mundo, te lo aseguro.

—Sería más fácil si me dijeras en qué consiste ese favor —le dije.

La vampira se encogió de hombros sin contestar y nos quedamos mirándonos largo tiempo hasta que yo sonriese anchamente.

—Trato hecho. Pero si algo malo le ocurre a Lénisu, ese favor que te debo ya no tiene valor.

La vampira asintió con la cabeza firmemente.

—Eso me parece correcto.

Le tendí la mano para cerrar el trato y la vampira tuvo una sonrisa irónica.

—Yo no cierro tratos de esa manera. ¿Sabes cómo hago tratos yo? —preguntó, desenfadadamente.

Dejé caer mi mano.

—¿Compartiendo la sangre de una vaca entre dos? —sugerí, socarrona.

La vampira se echó a reír.

—No. Aunque eso es una buena idea. No, yo intercambio objetos valiosos. Tú me das un objeto y yo a ti otro. Un objeto del que no nos separaríamos a menos que haya una muy buena razón.

—Y esta es una buena razón —aprobé, pensativa.

Revisé todas mis pertenencias. ¿Qué objeto podía tener yo que no fuese del todo trivial? Tenía un saco naranja, pergaminos, plumas, un espejo y un cuchillo, regalos de Kirlens, la venda azul que me había regalado Wigy, dos túnicas y dos pantalones, un vestido blanco en el océano Dólico…

Sacudí la cabeza, asombrada.

—No tengo nada que sea realmente imprescindible para mí.

La vampira agrandó los ojos, sorprendida.

—¿De veras? Todo el mundo tiene algo.

—Pues yo no. Venga, Drakvian, ¿no crees que es poco práctica esa manera de hacer pactos? Yo soy una ternian de honor, tú una vampira de honor, ¿qué podemos perder?

Drakvian puso cara dubitativa.

—Bueno… el caso es que estás de suerte en este trato, porque yo te doy un favor antes y tú me lo das después, pero no me gustan los tratos tan poco sustanciales basados en el honor. Sucede que yo no soy siempre una “vampira de honor”, como dices —soltó con una sonrisa maligna.

Puse los ojos en blanco y se me ocurrió una idea.

—¡Frundis! Pero… No, no puedo separarme de él, hemos hecho un pacto —expliqué—. Y es amigo mío.

Drakvian gruñó.

—No tengo la menor intención de pasearme con un bastón gamberro que anda cantando durante todo el viaje. Tienes que encontrar un objeto. Un objeto mudo. Que sea valioso para ti. Yo siempre hago tratos con objetos.

Enarqué una ceja.

—¿Siempre? ¿Y con quién, si se puede saber?

—Si se puede saber, lo sabrás —replicó la vampira—. Mañana a la misma hora, vuelve con el objeto y habremos cerrado el trato.

—¿Mañana? —protesté, alterada—. Pero… ¡para qué perder más tiempo! Lénisu quizá esté maniatado en este mismo momento.

—No hay trato sin intercambio de objetos —insistió tozudamente la vampira, cruzándose de brazos.

La contemplé, atónita.

—Así que… para ti, en realidad, te da igual lo que le ocurra a Lénisu, ¿verdad? —solté, algo enojada por sus ridículos principios. Resoplé ruidosamente—. Está bien, encontraré un objeto.

—¡Estupendo! —exclamó Drakvian.

Puse los ojos en blanco.

—Vamos, Syu, volvamos a casa —suspiré.

El camino de vuelta fue más largo, porque nos habíamos alejado tanto de Ató que aquella zona del bosque no me era familiar y estaba algo desorientada. En el cielo, brillaban el astro de la Vela y el de la Luna y había más luminosidad que normalmente, lo cual me resultaba al mismo tiempo útil y molesto. Cuando volví a ver las luces de Ató, empecé a redoblar de prudencia y cuando entré en la ciudad casi me vieron dos guardias y un sereno, pero conseguí esconderme en un rincón más oscuro de la calle. Finalmente, subí al tejado y me quedé inmóvil durante un momento, indecisa. Tomé entonces una decisión y, seguida de Syu, me dirigí a la terraza llena de trastos. Con suma precaución para no despertar a nadie, abrí el barril que contenía la caja de tránmur. Esa caja era lo único que tenía y que realmente no quería perder. Por la sencilla razón de que esa caja era de Lénisu y no mía.

Estaba teniendo una idea horrible. ¿Cómo podía cerrar un trato con algo que no era mío? Pero, razoné, aquella caja era de Lénisu. Y con el trato, Drakvian se comprometía a proteger a Lénisu. Al fin y al cabo, era lógico que Lénisu contribuyese para su propia protección, cavilé. Sabía que era un razonamiento un tanto forzado, pero no tenía nada más que fuera valioso y no fueran objetos de carne y hueso o, en el caso de Frundis, bastones vivos. Con un suspiro, recordé el shuamir que me había devuelto Márevor Helith y lamenté haberlo perdido tan insensatamente.

«Lo hecho hecho está», me dijo Syu, repitiendo una de las fórmulas que solía utilizar yo.

Asentí sombríamente y cargué con la caja de madera de tránmur para llevarla hasta mi cuarto, intentando ocultarla debajo de mi túnica, por si las moscas.

Aquella noche, me costó bastante dormirme, y no paraba de dar vueltas en la cama, hasta que en un momento sentí algo junto a mi mano y oí una música tranquila y el apacible sonido de un río o una fuente. Abrí los ojos ligeramente y vi a Syu que se hacía una bolita entre Frundis y yo, cansado del esfuerzo de haber arrastrado a Frundis hasta la cama. Sonreí, conmovida.

«Gracias, Syu.»

«Buenas noches», contestó el mono cerrando los ojos apaciblemente.

Mecida por la tranquila música de Frundis, pronto me sumí en un sueño profundo.

* * *

El día siguiente fue tan cansino como el anterior. A la mañana, escuchamos todos los nuevos kals el discurso del Dáilerrin mientras afuera llovía moderadamente después de tantas horas en calma. Nos repartieron entre diferentes maestros y a los de especialización en combate nos tocó al maestro Dinyú. Era un maestro recién llegado de Aefna. Decían que era de familia extranjera, nacido en el Imperio de Iskamangra y que era un muy buen luchador y un buen brejista, pero aparte de eso, no sabía gran cosa sobre él. Cuando entraron los maestros en la Pagoda Azul para hablar con sus nuevos alumnos, vi al Archivista Mayor y, no sé por qué, me sorprendí de que fuera él también celmista.

—El Archivista Mayor dará clases de energía aríkbeta e historia —declaró Eddyl Zasur con rapidez—, el maestro Jarp enseñará energía brúlica, el maestro Yinur se ocupará de la endarsía, el maestro Juryún del combate armado y el maestro Dinyú enseñará técnica de combate y energía bréjica.

El último maestro en inclinar la cabeza y sonreír fue un pequeño belarco delgado con túnica negra de cuello largo y pantalones negros. Los belarcos eran famosos por su flexibilidad y no dudé ni un minuto de su capacidad. Su rostro tranquilo y sonriente incitaba a la simpatía y me cayó bien desde el principio.

—El maestro Dinyú, como sabréis, es nuevo en nuestra Pagoda y espero que lo acojáis con toda amabilidad —añadió el Dáilerrin—. Si no me equivoco, dos alumnos se han quedado sin maestro, ¿verdad? —Akín y Kajert asintieron, turbados, y el Dáilerrin sonrió hipócritamente—. No os preocupéis, no os hemos olvidado. La especialización en encantamiento la dirige el maestro Dai, supongo que ya sabéis dónde está su despacho, junto a la Pagoda. Todo el mundo ha oído hablar de sus experimentos. —En sus ojos se veía que no le tenía mucho respeto al maestro Dai—. En cuanto a la especialización en el morjás, el maestro Tábrel ha querido ocuparse personalmente de ello.

El Dáilerrin no pasó más tiempo del debido en presentaciones y respondimos a su saludo cuando se marchó, vestido con su túnica blanca de ceremonia.

Cada kal se fue con su maestro respectivo. Suminaria, Yori y Marelta se fueron con el maestro Jarp, Aleria con el maestro Yinur, Ávend y Salkysso, sombríos, se fueron con el Archivista Mayor, y así todos. Cuando el maestro Dinyú nos dijo que los especializados en combate y en energía bréjica lo siguiéramos, fuimos seis en hacerlo: Revis, Laya, Ozwil, Galgarrios, Aryes y yo.

—Parece simpático —murmuró Laya.

Los demás asentimos con la cabeza.

El maestro Dinyú nos guió hasta afuera de la Pagoda, bajamos el lado oeste de Ató por la calle del Arce y nos encontramos en un pequeño campo de tierra batida que, por cómo estaba la tierra, se había creado recientemente. El único problema era que no había tejado, así que la tierra se había convertido en un enorme lodazal. Llegados a aquel sitio, el maestro Dinyú se giró hacia nosotros y, sin importarle la lluvia ni el barro, nos sonrió anchamente y me sentí inmediatamente más relajada y a gusto donde estaba.

—Me he informado de las costumbres de la Pagoda Azul y al parecer a los nuevos guerreros los entrenan con los kals de segundo año y algunos cekals voluntarios. Sin embargo, para los dos primeros días, he decidido cogeros sólo a vosotros para enseñaros las bases de las técnicas de combate y el har-kar. Pero antes de…

—Maestro —intervino Ozwil con tono algo irritado—, ya conocemos las bases de las técnicas de combate. Llevamos desde los ocho años aprendiendo el combate cuerpo a cuerpo o con bastón.

Puse los ojos en blanco e intercambié una mirada divertida con Aryes. El maestro Dinyú frunció el ceño.

—¿De verdad? Entonces diré a los demás alumnos que vengan ya desde mañana. Y ahora quisiera que os presentéis un poco y digáis por qué habéis elegido la especialización en combate.

Agrandé los ojos. ¿Quién demonios le había dicho que los alumnos eligieran nada?

—A ver, tú —dijo el maestro Dinyú, mirándome a mí—. Preséntate, por favor.

Asentí con la cabeza y obedecí.

—Me llamo Shaedra, tengo catorce años… la verdad es que todos tenemos catorce años… me gusta el jaipú y la rapidez pero… yo no he elegido la especialización en combate. Lo eligieron por mí.

—Aquí, el jurado decide según las notas —asintió Aryes.

El maestro Dinyú enarcó una ceja, indignado.

—¿De veras? ¿De modo que no quieres aprender el har-kar y otras técnicas de combate?

Me encogí de hombros.

—La verdad es que… —vacilé y pensé que no era precisamente el mejor momento para ser sincera—. Creo que así y todo era lo que quería, maestro Dinyú.

—Entiendo —dijo, aunque no parecía que lo entendiera para nada—. Bien. Sigamos con las presentaciones.

—Yo soy Aryes —se presentó mi amigo—, y soy su alumno de energía bréjica.

—¡Ah! Sí, por supuesto. Te enseñaré energía bréjica mientras luchen los demás y quizá alguna hora a la tarde, si te parece, claro.

Aryes agrandó los ojos, sorprendido de que le pidiese su opinión sobre el asunto. Asintió enérgicamente.

—Por supuesto, maestro Dinyú.

—Supongo que habrás adquirido buenas bases para haber elegido… o haber sido elegido —se corrigió— para esta especialización. Sabrás que es una energía muy difícil y que el aprendizaje lo hace principalmente uno solo. La energía bréjica no es sólo una energía exterior. Por eso vosotros, los alumnos del har-kar, aprenderéis también energía bréjica. Una mente desconcentrada no conseguirá hacer movimientos precisos. La energía bréjica os ayudará.

Se giró hacia Ozwil.

—Y tú, ¿cuál es tu nombre?

—Ozwil Berreni —contestó éste—. Y quiero aprender a luchar.

El maestro Dinyú sonrió.

—Entonces, aprenderás.

—Yo soy Laya. También quiero aprender, maestro Dinyú. Tengo una pregunta, ¿vamos a entrenar todo el tiempo aquí? Porque según se dice viene el Ciclo del Pantano y aquí no hay tejado —articuló, sonrojándose.

El maestro miró hacia el cielo gris y lluvioso y volvió a fijar sus ojos en su alumna.

—Bueno, por el momento nos quedaremos aquí. Pero veré si puedo encontrar una sala en la Pagoda Azul.

—Gracias, maestro Dinyú, mi madre me dice que mojarse mucho no es bueno para la salud —le agradeció Laya, inclinando la cabeza.

Reprimí difícilmente una carcajada y me concentré para no reírme mientras Revis soltaba entusiasmado:

—Yo soy Revis, y quiero ser maestro de armas.

—Yo me llamo Galgarrios —dijo Galgarrios, con su voz simpática de siempre—. Y me alegro poder aprender con los kals de segundo año.

—Me han dicho que tenían un buen nivel —coincidió el maestro Dinyú—. Espero estar a la altura del maestro Dakley.

—¿Por cierto, qué le ha sucedido al maestro Dakley? —preguntó Ozwil.

—Se jubiló —contestó Laya gruñona antes de que el maestro Dinyú pudiera contestar—. ¿Es que no te enteras de nada?

—Está bien —soltó el maestro Dinyú, frunciendo el ceño—. Vamos a empezar. Poneos todos en línea y seguid mis movimientos. Aryes, tú también, estos movimientos ayudan a concentrarse.

Aryes pareció aliviado de no verse olvidado y nos pusimos todos en línea. El maestro Dinyú levantó las dos manos y las posicionó de una manera que no me era familiar. Lo imité, de todas formas, y él tuvo que pasar de uno en uno para rectificar nuestra postura.

—La palma de la mano no debe estar del todo estirada ni tampoco plegada. Debéis dejarla sin tensión, relajada. Los brazos deben contener toda la fuerza. Está bien —dijo, cuando nuestra posición de inicio le pareció aceptable—. Ahora, veamos las piernas. Deben estar ligeramente plegadas —señaló, viendo que Laya tomaba una posición de flamenco.

Nos enseñó varias posiciones distintas, una con los brazos tendidos, otra con las piernas dobladas casi tocando el suelo, y cada vez que le parecía que habíamos imitado bien sus movimientos, nos pedía que nos quedáramos en esa postura durante diez largos minutos. Me daba la impresión de estar ensayando un baile y de haberme quedado en el primer paso, congelada. Al menos, ese ejercicio me daba tiempo para pensar, pero ignoraba si me convenía porque pensar en Lénisu o en la caja de tránmur que había escondido debajo de mi cama no era precisamente un pensamiento relajante y el maestro Dinyú nos invitaba a pensar en el tiempo y el movimiento o en la inmovilidad. Todo cosas que me parecían muy interesantes pero que no daban mucho de sí para estar pensando en eso durante mucho más de uno o dos minutos.

Poco a poco, me di cuenta de que el maestro Dinyú pretendía enseñarnos pura y lógicamente lo que era la concentración. Decía que la concentración era como una burbuja que a la mínima explotaba y que se volvía a formar fácilmente si se sabía cómo actuar. Sinceramente, al principio había creído que la especialización en combate me iba a parecer especialmente aburrida, pero resultó todo lo contrario, y es que en toda la mañana no nos dimos ni un solo tortazo. Es más, ni nos tocamos: al de dos horas, nos puso en círculo, con las manos a unos centímetros los unos de los otros, una mano por debajo de la otra. El objetivo era no tocarnos y permanecer como estatuas. Luego se complicó la cosa y nos pidió que moviéramos las piernas manteniendo fijas nuestras manos.

Al final de cinco horas de ejercicio, nos habíamos quedado la mayor parte del tiempo inmóviles pero estábamos hechos polvo.

—Debéis encontrar el equilibrio del jaipú —nos repitió el maestro Dinyú—. Esta tarde, quiero que os leáis Historia del har-kar para que conozcáis las más importantes personalidades del har-kar. Es un libro bastante corto. He mirado en la biblioteca, encontraréis ejemplares suficientes. Y mañana, cuando miréis las técnicas que utilizan los kals de segundo año, me diréis cómo se llaman esas técnicas. La clase ha terminado. Gracias por haberme escuchado.

El maestro Dinyú era mucho más educado que los demás profesores, aunque menos protocolario, pensé. El maestro Jarp era muchísimo más parco en palabras, y el maestro Áynorin estaba siempre mucho más relajado y parecía casi considerarse un alumno entre ellos que sabía más que sus compañeros. El maestro Dinyú era diferente. En ningún momento se le había notado ese acento pedante típico de algunos maestros, ni tampoco había perdido en ningún momento su expresión serena. Era como Kwayat pero en más alegre. Porque el rostro de Kwayat, más que serenidad, reflejaba imperturbabilidad, como si tuviese algo dentro que no quisiese enseñar a nadie o como si su vida pasada le hubiera dejado una indiferencia hacia su entorno. El maestro Dinyú, al contrario, parecía muy atento a lo que lo rodeaba y toda su expresión inspiraba confianza y daba la impresión de que tenía buen corazón.

Súbitamente, cuando volvíamos a Ató, me percaté de que nos había pedido que leyéramos. ¡Leer un libro!, me dije, desesperada. ¿Cómo demonios iba a tener tiempo de leer un libro en un día si tenía que pasar toda la tarde con Kwayat?

Sentí que me mareaba y, mientras corría hacia la taberna, tuve la certeza de que, si seguía a ese ritmo aprendiendo cosas acabaría tan chiflada como ese Tuánesar el Loco del que me había hablado una vez Daelgar.

Cuando entré en la taberna, sentí que la gente estaba más alterada que normalmente. Saludé a las personas conocidas y, aunque algunas me respondieron vacilantes, seguramente pensando que yo era la sobrina del Sangre Negra, Taetheruilín el enano me dijo dando un fuerte puñetazo en la mesa:

—¡Diablos, muchacha! ¿No te has enterado? ¡Ha entrado el hijo de Kirlens resucitado por esa puerta! Ve, y míralo tú misma.

Fruncí el ceño, pensando que era alguna broma.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué le ha pasado a Taroshi?

El herrero enano soltó una carcajada estruendosa y señaló a dos forasteros.

—Esos vinieron con él.

Me giré hacia los forasteros y me quedé de piedra. Esas dos personas las conocía. Una sibilia pelirroja y un humano de pelo castaño oscuro… Unas farragosas imágenes resurgieron en mi memoria. Pero no acababa de caer…

—¡Mil brujas sagradas, Wundail! —exclamé, boquiabierta—. Por Ruyalé, ¿puede ser real?

El humano sonrió mientras los parroquianos callaban, curiosos, para seguir la conversación.

—Me parece que por poder, puede serlo —contestó.

Me abalancé hacia ellos, llena de alegría. No me había olvidado de que ellos eran los que me habían salvado la vida.

—Me alegro de verte, Shaedra —dijo entonces Wundail, mientras yo lo abrazaba, como a un amigo de toda la vida—. Me preguntaba cómo te había ido todo este tiempo.

—Intento no meterme en líos —repliqué, con una ancha sonrisa—. Hola, Djaira —añadí, dirigiéndome hacia la pelirroja.

La sibilia carraspeó.

—¿Te acuerdas de mí? —se sorprendió.

—Por supuesto —dije, atónita—, ¿cómo no me iba a acordar? ¡Me salvasteis la vida!

—Ya… —soltó Djaira, advirtiendo a su alrededor las miradas curiosas—. Es verdad. Recuerdo que casi causaste un desastre cuando la batalla contra la arpïetas.

—Kahisso me salvó —recordé, con emoción.

—Sí. Y yo le salvé a él.

—Djaira —le cortó Wundail, carraspeando—. No creo que sea el mejor momento para hablar de problemas pasados.

De pronto, lo entendí todo.

—Kahisso está en la cocina, ¿verdad? —solté, aturdida.

Wundail asintió con la cabeza.

—Así es. Su padre se desmayó.

—Ha sido impresionante verlo —reconoció Djaira, con una sonrisa maligna—. Un hombre tan robusto… Y pesa una tonelada.

Las risas prorrumpieron en toda la taberna y la gente se puso a comentar otra vez el acontecimiento animadamente.

—Tengo que ir a verlo —dije de pronto—. Os veo luego.

Era inédito que no hubiese nadie en el mostrador… Rodeando mesas a toda prisa, llegué hasta la puerta de la cocina y la empujé y vi a Kirlens sentado o más bien desplomado en una silla mientras Kahisso, de rodillas ante él, ponía una cara muy preocupada. Wigy, en cambio, le daba palmaditas en la mejilla al tabernero y gruñía y vociferaba.

—¿Qué son esas maneras de aparecer de repente, sin avisar? ¡Ya ves! ¡Lo has matado del susto! ¡Tener hijos para eso! ¡Pobre Kirlens!

Cerré la puerta, asustada de que los demás oyesen los gritos de Wigy, y me precipité hacia ellos.

—Wigy, deja ya de maltratarlo, ¿no ves que lo estás torturando? —solté, mientras señalaba de un gesto a Kahisso que, los ojos muy abiertos, contemplaba a su padre, lívido como la muerte.

Sin embargo, al oír mi voz, se sobresaltó.

—¡Shaedra!

—Hola, Kahisso. —Sonreí—. No te preocupes por Kirlens. Seguramente habrá sido una conmoción. Estará de vuelta en un santiamén.

—Lleva así desde hace veinte minutos —replicó Wigy, asestando otra bofetada al desmayado.

Kahisso nos miraba alternadamente, ligeramente aturdido.

—¿Has probado tirarle un cubo de agua? —sugerí, al ver que las palmaditas no funcionaban.

Wigy se mordió el labio, la mirada posada sobre Kirlens.

—Buena idea. Y tú —dijo, señalando a Kahisso con un dedo amenazante—, más te vale que no te vayas ahora que le has puesto en este estado porque yo no te lo perdonaría nunca.

Y se metió en la despensa para ir a coger un cubo de agua. Kahisso, con los ojos clavados en su padre, le cogió la mano con fuerza.

—Lo siento —soltó, inquieto—. Lo siento tanto. Hay tantas cosas que debería haber hecho y no he…

—¡Ya basta de lloriquear! —bramó Wigy apareciendo otra vez con un cubo de agua a medio llenar.

Se acercó a Kirlens, levantó el cubo y le dio la vuelta y el agua cayó de golpe, despertando al tabernero, pero el cubo se le escapó a Wigy y, junto a la cascada fría, Kirlens recibió el cubo entero que se le encajó en la cabeza, escondiéndola por completo.

Kirlens escupió agua y yo, mirándome las garras, carraspeé.

—Cuando te dije que le tiraras un cubo de agua no lo dije literalmente —mascullé, reprimiendo la risa.

Mientras Kahisso se sonreía, aliviado al ver que su padre volvía a la vida, Wigy le quitó a Kirlens el cubo con una expresión abochornada, lo apartó discretamente de padre e hijo y le dio una toalla a Kirlens, el cual se secó toda la cara gruñendo.

—¿Qué demonios…? —soltó. Su frase se quedó en suspenso y su cara se iluminó—. ¡Kahisso! ¡Hijo mío! ¡Y yo que pensaba que había hecho un sueño maravilloso! ¡Has vuelto de verdad!

Se abrazaron fuerte y Kahisso agrandó los ojos, sorprendido, al recibir el abrazo férreo de su padre.

—Cuánto te he echado de menos —gruñía Kirlens, emocionado, poniéndole las dos manazas sobre los hombros—. Siempre me preguntaba dónde estabas.

—Padre… —murmuró éste, bajando la cabeza, algo confuso—. Siento haber…

—¡No digas bobadas! Sé que estabas muy ocupado. Ahora, ¿qué me dices si tomas una sopa buena de las mías, eh? Los viajes hasta Ató últimamente no son muy seguros, habrás tenido un viaje horrible. Ya te dije que nunca es bueno viajar solo.

—Lo cierto es que… no he viajado solo. He venido con dos compañeros, Wundail y Djaira, están en la taberna.

Enseguida Kirlens frunció el ceño.

—¿Compañeros? —repitió—. ¿No serán…?

No acabó su frase pero entendí sin dificultad que se refería a si formaban parte de los raendays o no y la pregunta real que se hacía Kirlens era si su hijo, Kahisso, seguía siendo uno de ellos. Los raendays, en sí, no tenían realmente mala reputación, aunque sí fama de ser brutos, desaliñados y de malos modales. Existía un dicho que decía así: «Raenday que llama a tu puerta, dos veces entra», que significaba que si le dabas un favor a un raenday, éste iba a aprovechar tu generosidad hasta el final, cosa que no era de buena educación. Y Kirlens tenía especial inquina contra esa cofradía, por razones personales. Dos veces ya, un grupo de raendays le había destrozado el interior de la taberna por una pelea y, entre otros motivos, los raendays le habían cogido a su hijo, condenándolo a vagar por el mundo sin poder quedarse junto a su familia. Pero yo sabía que los raendays no tenían ninguna culpa en eso: Kahisso había elegido su propio destino.

Fijándome en los platos de arroz que se estaban enfriando sobre la mesa, pregunté a Wigy en voz baja:

—Esos platos… ¿hay que servirlos, verdad?

Wigy, como despertando de un largo sueño, desvió su mirada de la conversación de Kirlens y Kahisso y agrandó muchísimo los ojos, consternada.

—¡Diantres! —cuchicheó—. De prisa, vamos a servirlos. Los clientes deben estar enfurecidos…

—No te preocupes —repliqué, poniendo los ojos en blanco—. Creo que los clientes están pasándoselo bomba comentando el retorno de Kahisso.

En menos de diez minutos, sin embargo, repartimos todos los platos a los clientes, que nos preguntaron cien veces con una gran sonrisa que qué tal le iban los nervios al pobre Kirlens.

—Está fenomenal —repliqué en voz alta, cuando ya estuve harta de tanta pregunta—. No todos los días se vuelve a ver a un hijo.

—Que aproveche el arroz —soltó Wigy.

—Arroz frío —comentó una voz gruñona—, menudo manjar.

Wigy se giró como una flecha hacia el que había hablado y lo apuntó con el dedo índice.

—Come o deja de comer, pero no critiques antes de haberlo probado —rugió.

Algunos prorrumpieron en risas divertidas al ver la cara autoritaria de Wigy.

—¡Menudo carácter!

—Desde luego no ha salido a nuestro Kirlens.

—¿Cómo no va a haberlo probado si dice que está frío? —replicó Nart, sentado con Mullpir y Sayós en una esquina, junto a la ventana.

Wigy, al oír la voz de Nart, pareció echar relámpagos con sus ojos y posé mi mano sobre su brazo, algo aprensiva.

—Tranquila —le dije—, estás enfureciéndote cuando nadie te ha dicho nada malo. Estás nerviosa, vuelve a entrar en la cocina, yo me ocupo de todo.

Milagrosamente, funcionó. Wigy suspiró, asintió y salió disparada hacia la cocina, pegando un portazo, de modo que redoblaron las risas. Sacudí la cabeza, suspirando, y me acerqué a Nart y sus dos amigos.

—¿Por qué siempre te metes con ella, Nart? —le pregunté, con tono cansado.

Nart puso una cara inocente.

—¿Yo, meterme con ella? ¡No se me ocurriría!

Mullpir y Sayós se echaron a reír a carcajadas y solté un gruñido.

—Deberías tener más consideración por los nervios de Wigy. Ya sabes cómo se pone cuando se enfada. Luego, no hay quien la tranquilice. El único que puede tranquilizarla es Kirlens, y ahora está ocupado. Es injusto que te metas con ella y al final cansa.

Nart se encogió de hombros, molesto.

—Ya lo sé. No puedo evitarlo. Es como si tuvieses una picadura de mosquito y no pudieses dejar de rascarte.

Fruncí el ceño.

—Una suerte entonces que una picadura no sea eterna.

Nart me sonrió anchamente.

—¿Quién ha dicho que ésta no lo sea? Oh, venga, Shaedra, deja ya de preocuparte por Wigy, ella sabe defenderse, ya lo has visto.

Rieron y me alejé de ellos sacudiendo la cabeza, alucinada. Nart no cambiaría nunca.

Cuando volví a entrar en la cocina, vi que Kahisso estaba sentado, hablando, mientras Kirlens había puesto a calentar sopa y escuchaba a su hijo atentamente. Wigy no estaba por ningún lado.

—¡Shaedra! —exclamó Kahisso, interrumpiendo su relato—, aún no te he dicho nada, ¿cómo estás?

—Bien —sonreí—. Tú, en cambio, estás muy flaco.

—Lo mismo digo —replicó él, burlón—. Nadie diría que vives en una taberna y tienes comida al alcance de la mano.

—Come como dos personas —aseguró Kirlens, con una sonrisa feliz al que hacían eco sus ojos sonrientes—, pero se mueve como cuatro.

Me eché a reír.

—Por cierto, yo aún no he comido —dije—. Y estoy muerta de hambre, esta mañana el maestro Dinyú nos ha matado con su har-kar.

—¿Har-kar? ¿Aprendes har-kar? —Kahisso parecía realmente impresionado.

—Ajá —contesté, modestamente.

Kirlens rellenó dos boles y los posó sobre la mesa.

—Los dos, a comer. A Shaedra la han puesto a aprender técnicas de combate, a mí no me convence porque Shaedra no quiere ser Guardia de Ató.

—No —aprobé, tragando una cucharada de sopa—. Pero me da igual. El maestro Dinyú es muy bueno y me cae muy bien. Pero… no quería interrumpiros. De todas formas tengo que comerme esto a toda prisa porque tengo que leer un libro e ir a ver a Kwayat y…

—¡Por todos los dioses! —exclamó de pronto Kirlens—, ¿quién se está ocupando del mostrador?

Me sobresalté. Uy.

—Er… por el momento no hay nadie —confesé, sonrojándome—. Le dije a Wigy que me ocuparía de todo, porque se ha enfadado otra vez y cuando está enfadada está mucho más torpe.

—¡Ya voy! —gritó entonces Wigy, bajando a toda prisa las escaleras—. Ya voy. No digas tonterías sobre mí, Shaedra. Sobre todo delante de Kahisso, me va a tomar por una descerebrada. Ahora me ocupo de todo yo —dijo, cuando vio que Kirlens iba a intervenir—. No os preocupéis por nada. Shaedra, ¿tú no deberías estar fuera, ya?

—¿Qué hora es?

—Casi las dos.

Agrandé los ojos, agité rápidamente la sopa que me quedaba y me la tragué de un golpe. Iba a ir a lavar el bol y la cuchara cuando Kirlens me dijo:

—Déjalo. Ya lo lavaré yo. Tú haz lo que tengas que hacer.

Asentí rápidamente y salí disparada hacia el fondo de la cocina. Salí por la puerta trasera, crucé el patio de soredrips que se iba cubriendo rápidamente de flores blancas aplastadas por la lluvia y, para ir más rápido, bajé el Corredor a toda prisa, girando hacia la derecha para atajar. Alcancé la colina, hundida y preocupada porque llegaba tarde. Si hubiese estado Aleria me habría fulminado con la mirada con cara de sermón. Pero Kwayat era mucho más comprensivo.

Arriba, en la colina, me esperaba de pie, con un paraguas color arena.

—Buenos días, Kwayat —solté, resoplando.

—Buenos días. Sígueme. He encontrado una casa abandonada en el bosque. Ya estoy más que harto de esta lluvia —añadió, echando una mirada sombría hacia el cielo gris oscuro.

Esa noticia me pareció fantástica y nos adentramos en el bosque. Caminamos hacia el suroeste. Ese bosque nunca me había sido tan familiar como los bosquecillos del norte de Ató, pero aquel invierno había pasado ahí con Syu y Frundis muchísimo tiempo y empezaba a conocer bastantes recovecos del lugar. Por eso me intrigó que Kwayat hubiera encontrado una casa, porque yo no había visto ninguna en todo ese tiempo.

Pero resultó que la casa era una pequeña cueva metida en una colina. Al parecer, antiguamente había sido ocupada porque la tierra estaba batida y había hasta conductos para recoger los regueros y echarlos afuera, de modo que la tierra estaba seca.

La cueva estaba tan bien escondida que me extrañó hasta que alguien hubiera podido encontrarla sin saber dónde estaba. Kwayat se sentó en un rincón, plegando el paraguas, y yo me senté frente a él, aguardando a que él hablara. Afuera, la lluvia seguía cayendo, suave pero insistentemente.

—Hoy te voy a enseñar algo muy importante —dijo entonces Kwayat, con tono ceremonioso. Sus cabellos blancos caían alrededor de su rostro en mechas puntiagudas.

Enarqué una ceja.

—¿Más importante que aprender a transformarme correctamente?

Kwayat me miró fijamente con sus ojos azules.

—Es algo que necesita saber todo demonio. Ya sabes que la Sreda es sinónimo de vida. La Sreda es algo casi sagrado.

—Eso me dijiste —asentí—. Lo que no entiendo es por qué en ese caso hay tantas disputas entre demonios. Si la Sreda es tan sagrada, deberían ser más pacíficos, ¿no?

—Eso díselo a los saijits —se burló él, con una sonrisa sarcástica.

Y entonces se me puso a explicar todas las creencias que giraban en torno a la Sreda, de las cuales Kwayat parecía tomar en serio unas cuantas.

—Por curiosidad, ¿hay otras criaturas que utilicen la Sreda? —pregunté en un momento.

—La Sreda la puede utilizar cualquier criatura —repuso Kwayat—. Pero sólo cuando está activa. Algunos dicen que uno se convierte en demonio por una especie de mutación, pero aquella explicación me parece muy basta. Mutación es un término demasiado común.

Con el tiempo, había ido entendiendo que a Kwayat le gustaba presentar a los demonios como a seres especiales, y no como a seres deformes que habían sufrido una mutación brutal por tal o cual razón.

—Lo que no entiendo es cómo los táhmars pueden haber perdido la capacidad para recuperar su forma saijit —dije, tras una pausa.

—Oh. Es sencillo. No son capaces de controlar la Sreda correctamente. Tiene algo que ver con la transformación en demonio. Es decir que mutan diferentemente. Los táhmars dicen que los yirs somos unos demonios a medias —añadió, con una sonrisa irónica.

—Pero… esos táhmars, ¿dónde viven?

—En cantidad de sitios. Los bosques, las montañas, los Subterráneos… e incluso en el mar. En fin, no son más listos que nosotros, ni nosotros somos más listos que los saijits, desgraciadamente —suspiró Kwayat.

Me mordí el labio, meditativa, y el demonio sonrió.

—Adelante, pregunta —me animó.

Carraspeé.

—Dijiste que en total había más de dos mil demonios en la Tierra Baya, contando los táhmars —empecé a decir—, eso no es mucho si consideramos que la Tierra Baya se extiende de Iskamangra hasta las Comunidades, ¿verdad?

Kwayat se encogió de hombros.

—El número no es nuestro punto fuerte. Ni tampoco nuestra desunión. Pero lleva habiendo demonios desde los tiempos inmemoriales. Y llegamos al punto importante del que te quería hablar: de cómo hay que tratar la Sreda.

Asentí y Kwayat siguió hablándome y hablándome y yo le escuchaba intentando estar atenta todo lo que podía. No era patente, pero se adivinaba que Kwayat quería acelerar mi aprendizaje todo lo posible para evitar que pudiera pasar algo malo. A mí, desde luego, no me apetecía convertirme en un kandak y me aliviaba saber que era posible controlar las transformaciones.

Aquella tarde, ambos hicimos el camino de regreso a Ató juntos, en silencio. El silencio de Kwayat no era como esos silencios elocuentes que incomodaban o le ponían nervioso a uno. Kwayat simplemente no hablaba cuando no tenía algo importante que decir. Y cada vez que callaba, su rostro imperturbable permanecía serio e indescifrable.

Me despedí de él al llegar a la taberna y entonces recordé que tenía que ir a la biblioteca a coger Historia del har-kar. Pero no podía ir en el estado en el que estaba, embarrada, hundida y con las manos sucias. Rúnim me estrangularía si viese que tocaba uno de sus libros con barro en las manos.

Así que entré en el Ciervo alado. La taberna estaba casi vacía. Tan sólo vi a Wundail y a Djaira, sentados en la misma mesa que antes, hablando animadamente.

Wundail levantó la cabeza al verme.

—¡Hola de nuevo! —soltó alegremente—. Djaira y yo estábamos discutiendo, como siempre. Ella nunca está de acuerdo y yo tampoco. —Sonrió y luego me examinó—. Caray, cada vez que te veo vienes más hundida. ¿Sigue lloviendo afuera?

Asentí con una mueca.

—Aunque el Dailorilh ha dicho que ahora no está tan seguro de si va a venir el Ciclo del Pantano —comenté—. Nunca está seguro de nada.

—Hay ciclos que son muy difíciles de prever —replicó Wundail—. Aún recuerdo el anterior ciclo, la gente dudaba entre un Ciclo del Oro y un Ciclo del Hielo. Y siempre dando la vara con ese tema —suspiró.

Sonreí.

—Voy a lavarme. Y voy directa a la biblioteca. Tengo que coger un libro.

Djaira enarcó una ceja.

—No eres de las que saben quedarse quietas, ¿eh?

—Desgraciadamente no me dejan estarlo —repliqué con una sonrisa cansada.

Y me fui a la cocina a lavarme un poco con un cuenco de agua. Ahí encontré a Wigy sentada, cosiendo un pequeño desgarrón de un vestido suyo. Puso cara de desaprobación cuando me vio y, cuando le pregunté dónde estaban Kahisso y Kirlens, me dijo que habían subido al cuarto de este último.

—Jamás había visto a Kirlens tan emocionado —me reveló Wigy, sin dejar de coser—. En cambio, su hijo, no parece ser alguien muy afable, ni siquiera ha tenido la consideración de mandarle noticias suyas estos últimos años. Yo si fuese Kirlens le habría cerrado la puerta en las narices. Al menos hasta que se disculpase debidamente —añadió, como yo la miraba, atónita—. Yo desapruebo totalmente su comportamiento. Y ahora, a saber cuándo tiene pensado volver a irse. Kirlens sabe perfectamente que si no ha renunciado a ser raenday es que seguirá mendigando de puerta en puerta y jugueteando con esa espada que tiene.

—Es una cimitarra —le dije, secándome las manos con un trapo.

—Qué más da. Ser raenday no aporta nada. Ni siquiera puedes tener una vida normal.

Asentí con la cabeza, cavilando.

—Quizá Kahisso esté pensando en dejarlo —sugerí.

Wigy soltó un gruñido.

—No tengo mucha confianza. Pero si es así, entonces me alegraré por Kirlens, aunque vivir con ese tipo bajo el mismo techo me va a ser difícil. ¿Sabes todas las criaturas que habrá matado? Por no hablar de cosas peores. Los raendays tienen muy malas maneras —declaró, interrumpiéndome antes de que pudiese llegar a decir nada.

—Wigy, deberías conocerlo mejor antes de opinar. Kahisso me salvó la vida.

Wigy se encogió de hombros.

—Una buena acción no hace bueno a un hombre.

—En eso tienes toda la razón —repliqué, sonriendo.

10 Entrenamiento

«Al año siguiente, Duyneb le retó a un duelo con la firme intención de vencer. Perdió estrepitosamente ante los ataques de Kiujal.»

Me froté los ojos, exhausta, con la impresión de ver doble. Las letras del libro bailaban ante mis ojos, sin orden.

«Deberías dormir», me aconsejó un Syu medio dormido.

Negué con la cabeza.

«Tengo que ir esta noche a ver a Drakvian. Para cerrar el trato», le recordé.

«¿Estás segura de que quieres hacer ese trato?», me preguntó. «Porque cada vez que haces un trato, se complican las cosas.»

«¿Cuándo he hecho un trato yo?», pregunté, frunciendo el ceño.

«No digo que todos los tratos hayan sido malos. Por ejemplo, el de Frundis estaba bien. Pero el del demonio no me acaba de convencer.»

«Eso último desgraciadamente no era un trato, Syu. Fue un tremendo error.»

«Llámalo como quieras, ahora estás comprometida a hacer más cosas. Y si pactas algo con la vampira, tendrás que hacer todavía más cosas, ¿ves lo que quiero decir?»

El mono gawalt hablaba sabiamente, pero aun así, suspiré.

«Veo lo que quieres decir, pero no me vas a convencer. Viste cómo Drakvian espantó al oso sanfuriento. Estaré más tranquila si le ayuda a Lénisu.»

«A menos que Lénisu resulte tener una sangre especialmente deliciosa», dijo el mono, bromista.

Puse los ojos en blanco.

«No te preocupes. Este trato no se torcerá. Y si se tuerce, pues… se tuerce. En la vida no todo puede salir bien.»

Syu puso una mueca, dubitativo, pero volvió a su jergón y yo a mi lectura del libro Historia del har-kar. Estaba a la mitad pero tenía la impresión de estar sobrevolándolo. Llevaba más de cuatro horas metida en mi lectura y el libro me resultaba interesante, y me daba rabia no poder tomarme todo el tiempo para leerlo. Porque tenía que dormir, y antes de dormir tenía que ir a ver a Drakvian. ¡Había tantas cosas que hacer y en que pensar! Aprender har-kar tenía toda la pinta de ser un ejercicio extenuante, y Kwayat me presionaba porque tenía que aprender más rápido, Lénisu estaba en peligro, Aleria estaba deprimida… ¿Acaso me olvidaba de algo? Ah, sí, de los Hullinrots y Jaixel, aunque esos ya eran la menor de mis preocupaciones. En fin, al menos, Kirlens estaba más feliz que nunca.

Cerré el libro de un golpe seco y apagué la luz de la lámpara.

«Está bien», solté, levantándome. «De todas formas ya no estoy concentrada.»

Syu se levantó de un bote y se acercó a la ventana.

«Pues deberías concentrarte, los escama-nefandos siguen rondando por ahí, que yo sepa. Y tienen mal genio.»

Agrandé los ojos.

«A esos los había olvidado», confesé, abrochándome la capa. «Intentaré ser prudente», prometí. Y me puse la capucha.

Cogí la caja de tránmur y abrí la ventana. Afortunadamente había dejado de llover, aunque todo debía de estar requetemojado.

Me costó como nunca salir de Ató. Era de lo más incómodo llevar una caja escondida debajo de mi capa y trepar sigilosamente por los tejados al mismo tiempo. Syu ponía caras aterradas cada vez que resbalaba y perdía el equilibrio por un segundo.

«Sé un gawalt», me dijo gravemente en un momento.

«Un gawalt no podría estar cargando una caja así y ser sigiloso», repuse.

El mono gruñó, escéptico.

A medio camino, perdí el control sobre la Sreda y me transformé. Eso me impidió utilizar mis armonías para esconderme pero no me espantó: después de todo, durante todo el invierno, había estado saliendo de Ató sin poder utilizar las energías. Aun así, intenté aplicar las lecciones de Kwayat y, quedándome tumbada contra un tejado, cerré los ojos y me concentré. Había practicado varias veces junto a Kwayat así que, teóricamente, tenía que funcionar ahora.

Pero estaba demasiado preocupada con la idea de llegar tarde o de que me sorprendieran en el tejado, de modo que al de un breve momento abandoné y seguí mi camino transformada. A fin de cuentas, Drakvian ya estaba al corriente de todo, ¿qué importaba que me viese otra vez bajo aquella forma?

Tuve que evitar a dos guardias que conversaban tranquilamente sentados en un banco de piedra, a las afueras. Me hizo gracia verlos ahí sentados porque generalmente, de día, solían estar ahí sentados tres viejecitos de Ató, a la sombra del olmo.

«Por fin», dije, unos minutos después, al adentrarme en el bosque.

«Has estado endiabladamente lenta», replicó Syu.

«Por si no te has fijado, en los días de primavera hay más guardias que en invierno», gruñí. «Por la simple razón de que hay más ataques de criaturas.»

«Ya, ya. Pero eso no quita que yo habría llegado aquí mucho antes que tú si no te hubiera esperado», contestó orgullosamente el mono.

Puse los ojos en blanco pero no contesté. Un cuarto de hora después, llegué al sitio en que la víspera Drakvian y yo habíamos hablado. No vi a Drakvian y fruncí el ceño.

«Aún no ha llegado», advertí.

Se oía caer el agua del Trueno. Y en un momento oí un grito agudo de ave nocturna. Y el ruido de una ramita que se rompía. Lentamente, retrocedí hacia la sombra de un árbol, aprensiva. Syu, sobre mi hombro, miraba hacia su alrededor, nervioso.

«No me gusta esto», dijo.

«A mí tampoco», confesé, agachándome junto al árbol.

Estuve esperando así un rato, escuchando los ruidos nocturnos e imaginándome que me estaban rodeando unos escama-nefandos sin que yo lo supiese, o unos nadros rojos, o unas arpïetas…

—¡Ah! —exclamó de pronto la voz de Drakvian—. Estás ahí.

La vampira se despegó de la sombra de un árbol y surgió como de la nada. Me levanté enseguida, aliviada.

—¡Creí que no ibas a venir!

Drakvian sonreía, divertidísima.

—Llevaba aquí más de cinco minutos, esperándote. ¡Y estábamos a unos metros! —dijo, riendo.

Su risa no era precisamente silenciosa y resonó ruidosamente a nuestro alrededor.

—¡Ssh! —murmuré—. Podría haber escama-nefandos.

—Es verdad, los hay. Me he cruzado con uno de ellos —confesó Drakvian. Sus ojos brillaban de picardía—. Muy apetitoso.

Agrandé los ojos, incrédula.

—¿Has matado un escama-nefando y has… bebido su sangre?

Drakvian me dirigió una enorme sonrisa.

—Me lo he bebido hasta la última gota —susurró, mostrándome sus colmillos, y luego rió, al ver la cara que ponía—. ¡Vamos! ¿Cómo me voy a beber un escama-nefando? Su sangre es puro veneno. Eso sí, huele que alimenta, pero los vampiros conocemos muy bien esas trampas. Así que me subí a un árbol y le tiré escupitajos hasta que se aburriera y se marchara. No son muy ágiles, pero corren muy rápido. Y al de poco dejé de oler su sangre.

Resoplé, impresionada.

—¿Le escupiste y se fue?

Drakvian me dirigió una sonrisa desenfadada.

—Eje, sí. Los escupitajos de los vampiros acaban con la paciencia de cualquiera. Al parecer, apestan.

Y al notar mi interés se puso a explicarme que a veces le bastaba con soltar escupitajos a su alrededor para dormir tranquila toda la noche.

—Sólo algunas criaturas sin olfato delicado tendrían ganas de atacarme si mi presencia los pone nerviosos —dijo—. Como las ratas o los nadros rojos, lo huelen todo pero les da igual que huela mal.

Cuando me hizo una pequeña demostración tuvimos que cambiar de sitio porque el lugar empezó a desprender un efluvio que olía peor que a podrido y a muerte. Drakvian olía el olor de manera distinta, según dijo, y me pregunté cómo podía ser que un olor pudiera ser captado tan diferentemente. Me había ido dando cuenta de que a Drakvian le encantaba recordarme a cada instante que era un vampiro y que era muy diferente a mí y a los demás saijits.

—¿Has traído el objeto? —preguntó entonces, después de haber encontrado un lugar más apropiado y menos fétido.

Asentí y saqué la caja de tránmur.

—Es de Lénisu. No sé qué hay dentro, pero desde luego es muy importante.

—¿De Lénisu? —repitió la vampira, soltando un gruñido—. ¿Y no sabes lo que hay dentro?

—No me he atrevido a abrirlo —repliqué dignamente—. Lénisu nunca quiso decirme nada sobre lo que contenía.

A Drakvian se le iluminaron los ojos de curiosidad y cogió la caja de tránmur con precaución, sopesándola.

—No rompas la caja y no la abras bajo ningún concepto —dije, reprimiendo las ganas de volver a coger la caja.

Drakvian me miró con los ojos entrecerrados, como contrariada.

—Está bien —decidió al cabo, sin embargo—. Ahora te daré el mío. —Al principio, temí que estuviera pensando en Cielo, su daga, pero me tranquilicé al ver que llevaba sus manos a su cuello y se quitaba un collar, que antes había tenido escondido detrás de su capa. Era un objeto pequeño—. Con esto cerraré el trato —declaró.

Me lo dio como a regañadientes. El colgante era una especie de piedra plana y triangular con unos signos escritos en su superficie. Pasé la mano sobre la piedra, intentando buscar algún tejido de encantamiento, en vano.

—¿Qué es? —pregunté, curiosa.

—Algo muy importante para mí —replicó la vampira—. Cuídalo como tu propia vida.

—Pero… ¿qué son esos signos?

Drakvian soltó un gruñido aburrido.

—Si yo no puedo abrir la caja, tú tampoco sabrás para qué sirve lo que te he dado. Así estamos en paz —razonó.

No pude más que estar de acuerdo con ella. Me pasé el collar de cuerda sobre el cuello y lo escondí bajo la ropa. Drakvian me observó, ladeando la cabeza.

—Ya veo que aún no tienes puesto el shuamir del maestro Helith.

Palidecí.

—¿El shuamir? —repetí débilmente.

—Te puede evitar malas sorpresas si alguien intenta examinar tu mente, por ejemplo.

Sacudí la cabeza, sin poder atreverme a contarle la verdad. Después de todo, si se la decía a ella, ella se lo contaría a Márevor Helith…

—Descuida, nadie va a examinar nada. Y si hablas de los Hullinrots, seguro que están muy ocupados en otros asuntos más importantes. Después de todo, Jaixel igual tiene otras filacterias esparcidas por los Subterráneos —bromeé.

—Me extrañaría —replicó la vampira—. Si hubiese troceado su mente, no causaría tantos problemas a los Hullinrots. De todas formas, yo que tú me lo pondría.

Sin poder remediarlo, solté:

—No lo tengo. Lo perdí.

Drakvian puso cara de asombro y luego sonrió sarcásticamente como solía.

—¡Ja! Eso sí que es bueno. ¿Pero cómo?

—En el viaje hacia Ató —contesté, bajando la cabeza, avergonzada—. Tuvo que ocurrir en las montañas, o en la bajada, a menos que fuera después… A Márevor Helith no le va a encantar la noticia.

Drakvian soltó una risotada.

—¡Desde luego que no! Cuida a sus shuamirs como si fueran sus hijos. Aunque, si se te ha perdido, él ya se habrá enterado. Supongo que ya sabías que se servía del amuleto para localizarte.

—Me lo suponía —contesté.

—Aunque quizá no sepa nada si lo has perdido cerca de Ató —reflexionó—. Después de todo, sabe que estás en Ató. Y si el shuamir no se mueve, tan sólo significa que no lo llevas contigo… Tendré que informarme sobre el tema —dijo, dándose golpecitos sobre los labios con el dedo índice.

—Entonces, ¿trato hecho? —intervine—. ¿Vas a protegerle a Lénisu?

Drakvian asintió y me fulminó con la mirada, levantando la cabeza.

—Y a ti más te vale proteger lo que te he dado mejor que el shuamir, o te juro que no volverás a ver brillar en el cielo ni la Luna, ni la Vela, ni la Gema.

Asentí fervientemente, llevando la mano a mi colgante.

—No me separaré de él, te lo prometo. Y tú prométeme… cuidar bien de la caja, ¿eh?

—La dejaré en un lugar seguro —afirmó—. Y ahora, tengo un largo viaje que hacer así que…

—Espera —la interrumpí—. No me has comentado nada del favor que te tendré que dar después de esto.

Drakvian resopló, como aburrida, y se fue corriendo sin decirme nada más. Me tentó la idea de correr tras ella, pero Syu negó con la cabeza y me disuadió.

«Corre más rápido que nosotros. La he visto. Va a toda prisa. Un buen gawalt debe saber quién va más rápido que él.»

«Entonces, volvamos a casa antes de que los escama-nefandos nos coman vivos.»

Syu asintió enérgicamente y volvimos a casa como si nos estuviese persiguiendo una manada de lobos hambrientos.

* * *

—Buenos días —nos saludó el maestro Dinyú, cuando llegamos al terreno de aprendizaje.

Contestamos todos al unísono. Ozwil estaba como siempre con sus botas saltarinas y me pregunté por qué el maestro Dinyú no le había dicho que se las quitara para aprender har-kar: no era del todo práctico para realizar los movimientos que nos decía. Aunque, de hecho, eso era problema de Ozwil, no del maestro.

Habían llegado los kals de segundo año. Eran tan sólo tres, y empezaba a entender que necesitaban compensar un poco el número de combatientes. Había una humana musculosa y grande, llamada Yeysa, un elfo oscuro muy feo pero rápido llamado Zahg y una belarca pequeña y ágil, una tal Sotkins. En total, éramos ocho, más Aryes, que en la víspera ya había empezado las lecciones de bréjica.

Nos pusimos todos en dos líneas. Para empezar, el maestro Dinyú nos hizo repetir los movimientos del día anterior y nos enseñó cinco nuevas tácticas de ataque, antes de preguntarnos algo sobre la Historia del har-kar.

—¿Os gustó el libro? —preguntó.

—Sí —contestamos todos, con más o menos entusiasmo.

El maestro Dinyú sonrió, contento.

—Me alegro. ¿Y cuál es la parte que más os ha gustado?

—Cuando hablaban del duelo entre Háydaros y el Dáilerrin de Neiram —dijo Ozwil enseguida.

—Ah, sí, fue un duelo histórico. Ya sabéis que el mejor discípulo de Háydaros es considerado uno de los mejores har-karista de Ajensoldra, por no decir el mejor.

—Háydaros sigue siendo el mejor —replicó Sotkins.

El maestro Dinyú, con las manos en la espalda, sonrió otra vez, enseñando sus dientes blancos.

—Háydaros ya está un poco viejo para duelos.

Todo eso me sorprendió mucho porque yo estaba convencida de que Háydaros, aquel har-karista tan famoso, había muerto hacía tiempo. Por lo visto, estaba equivocada. Supuse que si me hubiese podido leer el libro entero lo habría sabido. Pero cuando había vuelto de mi conversación con Drakvian tan sólo había podido desvestirme y taparme con una manta antes de sumirme en un sueño profundo. Y aun así, no había podido dormir todo lo que habría querido.

Ahí se acabó el interrogatorio sobre el libro, y al menos no tuve que confesar que no había hecho los deberes que nos había pedido. Con determinación, me prometí que acabaría de leer el libro aquella tarde.

Al de un rato, después de darnos unas cuantas indicaciones, más filosóficas que otra cosa, el maestro Dinyú nos pidió que le enseñáramos lo que sabíamos hacer en un combate cuerpo a cuerpo.

Los primeros en pelear fueron Zahg y Yeysa. El combate acabó muy rápido porque Yeysa le metió un puñetazo en el vientre al elfo y éste se tambaleó y perdió el equilibrio, cayendo estrepitosamente. La tierra, bajo el sol caliente, empezaba a secarse, pero aun así acabó bastante embarrado.

Yeysa, sin embargo, no mostró ningún atisbo de compasión. Se giró hacia el maestro y saludó juntando las manos, como si se enorgulleciera de haber dejado a su compañero hecho un trapo.

El maestro Dinyú se levantó de la silla de paja que había llevado y se acercó a ambos.

—¡Maestro! ¡No tenía derecho a hacer eso! —decía Zahg, masajeándose la tripa y fulminando a Yeysa con una mirada asesina.

—En el combate real, todas las tácticas son posibles —replicó tranquilamente el maestro Dinyú—. Pero ahora no estamos en un combate real, sino en un entrenamiento —añadió, dirigiéndose a la humana bruta—. No hacía falta darle tan fuerte. Lo que has hecho no era un ataque del har-kar, aunque reconozco que es eficaz. Id a sentaros. ¿Qué kal de primer año quiere pelear contra Sotkins? —preguntó.

—¡Yo! —exclamaron Ozwil y Revis, levantándose de un bote. Yo había estado a punto de decir lo mismo, pero aún estaba medio despierta y no reaccioné.

—Ambos —dijo el maestro Dinyú, divertido—. Ozwil, serás el primero. Y luego, Sotkins, lucharás con Revis, ¿está bien?

—Sí, maestro Dinyú —replicó la belarca, avanzándose hacia el terreno con un paso seguro. En sus ojos brillaba un destello de burla petulante.

Ozwil y Sotkins se hicieron el saludo habitual para un duelo, inclinándose con las manos juntas, y luego se pusieron en posición. Aquel combate me dejó pasmada. Sotkins era una verdadera demonio. Iba a toda prisa y movía las manos y los pies a una velocidad abrumadora. Pero Ozwil también me sorprendió al durar tanto. Sotkins se defendía y Ozwil atacaba. Ozwil se llevó unas cuantas tortas pero siempre conseguía reponerse, hasta que Sotkins se puso a atacar de verdad. Entonces el duelo acabó en unos segundos. Ozwil, cansado ya de luchar, recibió una patada contra la rodilla y cayó al suelo, casi sorprendido.

—¡Un buen combate! —aprobó el maestro Dinyú, levantándose otra vez y ayudándole a Ozwil a levantarse—. Ozwil, deberías controlar más tus movimientos. Te cansas inútilmente. ¡Revis!

El caito se acercó, pero ya no parecía tan seguro de sí mismo como antes. Sotkins le metió una paliza. Luego, la vencedora peleó contra Galgarrios y este último consiguió cogerle una mano para inmovilizarla pero no había contado con los pies y recibió una patada de la belarca en la barbilla, dejándole una mueca sombría y decepcionada que me hizo mucha gracia. La verdad era que Sotkins cada vez me impresionaba más.

—¿Alguno más quiere luchar contra mí? —preguntó Sotkins, jactanciosamente.

Tan sólo quedábamos Laya y yo. Y Laya no parecía estar muy dispuesta a luchar con Sotkins. Así que…

—Allá voy —solté, levantándome.

La belarca enarcó una ceja y me reconoció sin dificultad: era la única ternian de Ató, la que había desaparecido por un monolito, la ternian cuyo tío era el Sangre Negra, ¿cómo no podía haber oído hablar de mí?, me dije, sonriendo, sarcástica.

—Pues adelante —replicó ella con una sonrisilla.

—Recuerda mantener la mente despejada —me dijo el maestro Dinyú—, y centrarte en tu jaipú.

Asentí y entré en el terreno, aprensiva. No me apetecía recibir las mismas tortas que los demás. Había visto lo rápida que era Sotkins. Pero yo también era rápida, y más delgada. Sabía luchar peor, eso sí. Así que sería prudente, decidí.

Junté las manos y me incliné al mismo tiempo que ella, sin dejar de mirarla fijamente. No quise atacar la primera y Sotkins esperaba a que lo hiciera pero cuando se dio cuenta de que mis intentos eran tan sólo tanteos, se impacientó y atacó como una furia.

Movía los brazos a toda prisa, y me pegó en el hombro y luego en el costado antes de que yo consiguiese por fin hacerle una zancadilla que ella evitó de milagro pegando un salto para atrás. No le dejé respirar y esta vez ataqué yo. Las enseñanzas del maestro Dinyú eran demasiado frescas para que pudiera utilizarlas instintivamente y peleaba como me lo había enseñado el maestro Áynorin. Daba vueltas, paraba los ataques con el brazo, y en un momento casi conseguí cogerle la mano y pisarle el pie a la vez, pero ella reaccionó más rápido, pegó un salto e impulsó sus dos pies contra mi tórax de modo que solté la mano y di un bote para atrás para evitar el golpe. Lo conseguí a medias y me quedé con la respiración entrecortada, aturdida.

—Demonios —resoplé—. Me rindo.

Sotkins soltó una carcajada y apartó unas mechas negras de su pequeño rostro.

—He ganado otra vez —declaró.

—Buen combate —dijo el maestro Dinyú—. Me alegro de que estéis tan entusiasmados. Laya, ¿quieres luchar contra Sotkins o prefieres elegir otra persona?

Laya carraspeó, molesta.

—Creo que lucharé con Shaedra.

Se levantó, con la mirada clavada sobre mí y cuando le sonreí se turbó un poco, como insegura. Gané fácilmente, a pesar de estar medio dormida por la falta de sueño. El problema era que a Laya le faltaba rapidez.

Después de los duelos, el maestro Dinyú se dedicó a enseñarnos intensivamente las posiciones de ataque y de defensa del har-kar. Al final, volvimos todos juntos a Ató, y el maestro Dinyú nos condujo a unos bancos y nos soltó toda una lista de libros que podíamos leer sobre el control mental, el har-kar y el jaipú. Algunos ya los conocíamos, y me alegré de haber leído unos cuantos que se suponía que no debería haber estudiado en mis años de snorí, porque empezaba a sentirme abrumada por todas las cosas que tenía que hacer en un solo día.

Cuando el grupo ya se estaba dispersando, Aryes se acercó a mí.

—¿Qué tal lo llevas? —me preguntó, como inquieto.

La pregunta me sorprendió.

—¿Qué tal lo llevo el qué? —repliqué.

—Pues… —Sacudió la cabeza suspirando—. Déjalo. ¿Esta tarde tienes que ir a ver a Kwayat?

Gruñí.

—Como todos los días. Aryes, ¿te ha pasado alguna vez sentir que ya no tienes ni un momento para ti?

Aryes frunció el ceño.

—Tal vez.

—Pues así me siento desde hace unos días. No he tenido tiempo ni para ir a ver a Aleria y a Akín, ni a Deria ni a nadie. Syu dice que debería dormir como los gawalts porque por lo visto no puedo dormir de un trecho durante más de cinco horas porque no tengo tiempo. Pero el problema, en sí, no son ni las lecciones del maestro Dinyú, ni las de Kwayat. Sino el conjunto de eso más lo de Lénisu…

Aryes levantó una mano tranquilizadora y callé, agitada.

—Al parecer necesitas tomarte unas buenas vacaciones —soltó.

—O bien aceptar lo que pasa sin pensar —le interrumpí—. Syu dice que pienso demasiado.

—Shaedra —me interrumpió Aryes, carraspeando—. Tranquila. Todo se arreglará. Dol lo va a arreglar todo —corrigió—. Y estoy seguro de que no tienes nada de qué preocuparte, aunque entiendo que te preocupes —añadió—. Por cierto, he oído que ha vuelto el hijo de Kirlens, ¿es cierto?

—¡Ah! —exclamé—, sí, me olvidaba de eso. ¿Ves? Ya no razono bien. Debería dormir, pero tengo que ir a comer y luego ir a ver a Kwayat y luego leer un montón de libros y… —Gemí y Aryes puso los ojos en blanco.

—Venga, recapacita. Supongo que te habrás alegrado de volver a ver al hijo de Kirlens, ¿verdad? No todas las noticias son malas noticias.

—No —concedí—. Pero resulta que con todo esto he hablado más con Wundail y Djaira que con Kahisso. Aunque ayer cenamos todos juntos, y les conté lo de Lénisu.

—Pero… ¿los raendays conocían ya a Lénisu? —soltó Aryes, sorprendido.

—No, qué va. Pero Lénisu los conoce, o al menos los vio una vez, hace… seis años, justo antes de cruzar el monolito que lo llevó a los Subterráneos. ¡Demonios! —gruñí—. Parece que han pasado siglos desde que Lénisu vino a Ató, la primera vez —suspiré—. Cuando se enteró ayer Kahisso del asunto y expliqué la situación, dijo que quizá Lénisu fuera un contrabandista, porque le sonaba haber oído ese nombre en algún sitio, pero que dudaba mucho de que fuera un criminal.

—Ese Kahisso tiene buen olfato —aprobó Aryes.

Lo fulminé con la mirada.

—¿Qué? —protestó, sorprendido.

—Que Lénisu tampoco puede ser culpado de contrabando porque si no lo encarcelan ya para rato o lo envían a la Insarida, quién sabe. Hay que salvarlo de todo este lío.

—Por supuesto. Pero por el momento hemos prometido a Dol que no haríamos nada.

Asentí, cansada, y sentí de pronto un flujo de energía recorrerme las venas. La Sreda, entendí, horrorizada.

Me detuve en medio de la plaza y miré a Aryes con aire más que alarmada.

—¿Qué sucede? —preguntó él enseguida, advirtiendo mi expresión de horror.

—Me estoy… transformando —mascullé entre dientes, sin apenas atreverme a abrir la boca.

Intentaba detener el flujo de energía, pero aún no se me daba bien controlar la Sreda pese a que Kwayat me hubiera repetido la teoría decenas de veces, y controlar la Sreda cuando una estaba totalmente exhausta parecía ser más difícil todavía, a menos que no supiese concentrarme por alguna otra razón, pero el caso es que me estaba transformando, y en medio de la plaza de Ató. Kwayat me iba a freír viva.

Aryes me cogió de la mano.

—Tápate la cara —siseó.

Me subí el cuello de la túnica hasta los ojos, cubrí mis manos con las mangas y seguí a Aryes sin rechistar. Me condujo a la Neria, que era el lugar más cercano y donde menos gente podía haber, se suponía. Nos paramos junto a un arbusto y me escondí, con los ojos dilatados por el miedo.

—Por Ruyalé —resoplé—. ¿Por qué?

—Estás cansada —me explicó Aryes, sentándose a mi lado—. Deberías decirle a Kwayat que te deje más tiempo para dormir.

Negué con la cabeza.

—No es culpa suya. Esta noche habría dormido bien si no hubiera sido por la Historia del har-kar y por Drakvian.

—¿Drakvian? ¿Ha vuelto?

—Ajá. Pero ahora se ha marchado a proteger a Lénisu, tal y como yo le he pedido o más bien tal como me lo ha propuesto.

Y entonces le conté en voz baja mi conversación con la vampira y el trato que había hecho con ella. Aryes puso cara pensativa mientras le hablaba.

—Vaya —dijo al cabo—. Eso es una buena noticia.

Vacilé y asentí. Y entonces me agité, nerviosa.

—¿Sigo transformada, no? —pregunté, aturdida, con los ojos cerrados, rogando por que no lo estuviera.

—¿Cómo podrías no saberlo? —replicó Aryes, con evidente extrañeza.

Sentía el flujo de Sreda, sí, pero esa misma mañana lo había sentido ya varias veces sin estar transformada.

—A veces no es tan fácil —expliqué, abriendo los ojos y viendo que efectivamente mis manos todavía estaban cubiertas de marcas y que mi vista seguía extraña. Suspiré—. Creo que hoy voy a pasarme de comida.

Aryes negó firmemente con la cabeza.

—Voy a traerte algo para comer. Tú quédate aquí y que no te vea nadie.

Lo miré, boquiabierta, y luego me puse a bostezar.

—Gracias, Aryes.

Él sonrió, divertido.

—De nada. Enseguida vuelvo.

Desapareció entre el follaje y me quedé sola y hambrienta pero inmóvil como una piedra. Prefería no pensar en qué pasaría si alguien me viera en aquel momento, pero aun así lo hice, y me representé la escena muy claramente, yo delante del cadalso y rodeada de guardias aterrados por mi aspecto y Kwayat mirándome con una cara impertérrita. Cerré los ojos e inspiré hondo. No, tenía que volver a recuperar mi forma saijit, decidí. No podía estar dando rienda suelta a mi imaginación y deleitarme con oscuros pensamientos.

De pronto oí un ruido de hojas y me quedé lívida de miedo. ¿Sería Aryes que estaba de vuelta? Intenté serenarme, pero entonces algo me cayó encima y, tontamente, solté un grito.

«¡Que no grites, que soy yo!», soltó Syu, riéndose a carcajadas de mono.

Estaba tan tensa que rompí a reír como una histérica y cuando volvió Aryes con un bocadillo de pasta de arroz con queso, ya había recuperado mi forma normal y estaba mucho más tranquila.

Aryes, Syu y yo comimos en la Neria y luego me despedí de Aryes y me encaminé hacia la taberna. Pasé tan sólo a asegurarles que no me había raptado nadie ni se me había aparecido un monolito, pero los pensamientos de Kirlens de todas maneras parecían estar bastante focalizados en Kahisso y no parecía ya tan pendiente de si me iba o no, así que tan sólo eché una partida de cartas con Kahisso, Wundail y Djaira y luego me fui a mi lección diaria con Kwayat. Cuando me preguntó Kahisso qué clase de lecciones me daba este último, le sonreí, dudando en si contestarle o no, y al cabo me contenté con decirle:

—Me enseña a controlar mi mente, un poco como el maestro Dinyú —reflexioné en voz alta—. Está convencido de que conseguiré aprender lo que me enseña —añadí con una ancha sonrisa.

—Pues entonces trata de no decepcionarlo —me contestó Kahisso alegremente. Pero un destello en sus ojos me hizo entender que sospechaba que Kwayat no era ningún maestro corriente. Claro que sus suposiciones no podían ni remotamente estar cerca de la verdad.

11 Vacas y sabandijas

Sotkins movió ligeramente las manos y se desplazó. Giramos alrededor del terreno y entonces percibí un ligero movimiento y no dudé: di un salto hacia la izquierda haciendo una voltereta oblicua para atacar con el pie, pero Sotkins ya había esquivado el ataque y esta vez era ella quien me atacaba. Evité el golpe de milagro y ambas caímos otra vez en posición de pie sobre el suelo. Nos miramos a los ojos, desafiantes, y nos volvimos a concentrar.

No muy lejos, Ozwil y Zahg hacían grandes movimientos, enfrentándose con saña. Galgarrios intentaba no hacerle daño a Laya mientras ésta se desanimaba propinándole golpes que apenas le dolían. Yeysa y Revis, en cambio, estaban también muy concentrados porque Revis, aunque robusto, no lo era tanto como la monstruosa humana y no deseaba morder el polvo de modo que había estado obligado a atender correctamente los consejos del maestro Dinyú para la evasión en el combate. En cuanto a mí, Sotkins me estaba dejando sin aliento y parecía que ella no se cansaba nunca. Cuando decidió atacar, me preparé, me agaché y realicé un complicado movimiento de mi invención que la pilló totalmente desprevenida. Mi golpe en su tobillo la hizo perder el tambalearse aunque no cayó; en cambio, yo tuve que dar una voltereta sobre la tierra para alejarme de ella. Sotkins no esperó pero alcancé a evitar su patada y me volví a levantar de un bote, contraatacando para que se calmase un poco.

Entonces, sin previo aviso, Sotkins me cogió el pelo y estiró. Grité de dolor, ella aprovechó para darme un rodillazo.

—¡Me rindo! —solté, jadeante, cogiéndome el pelo para que dejara de estirármelo.

Sotkins me soltó el pelo y sonrió tranquilamente.

—Eres rápida, pero no lo suficiente. Por cierto, deberías atarte el pelo —dijo, dándome la espalda.

Me aparté de pronto para evitar un golpe que Ozwil pretendía dirigir a Zahg y me dirigí hacia el límite del terreno. Del otro lado, vi que Sotkins se paraba junto al maestro Dinyú y se ponía a hablarle. A saber lo que le decía, pensé.

Con una sonrisa, vi que Laya estaba apoyada sobre el hombro de Galgarrios, intentando recuperar un ritmo normal de respiración. Aunque aprender a combatir no era lo que más me gustase, afortunadamente no se me daba tan mal como a Laya. Vi a Aryes sentado en la hierba, con la mirada perdida, practicando sus lecciones bréjicas. Como le había avisado el maestro Dinyú, su aprendizaje se basaba más que nada en práctica individual y en leer libros de historia y estudios sobre la energía bréjica. Eso era lo que les enseñaban a los alumnos bréjicos de las pagodas ajensoldrenses. Recordaba que en Dathrun no se enseñaba igual. Rathrin estudiaba bréjica y cuando hablaba de sus estudios parecía más como si un estudiante en energía bréjica necesitase constantemente un profesor a su lado para que no perdiese los estribos. El doctor Bazundir me había enseñado más de una cosa sobre la energía bréjica, y la verdad, más de lo que había aprendido en la Pagoda Azul en todos esos años, pero nunca me había enseñado a controlar la energía propiamente dicha. Ahora entendía el problema en la educación de Dathrun: a los alumnos, les faltaba saber mantener el equilibrio energético, cosa que los alumnos de las Pagodas aprendían desde nerús.

Me acerqué a Aryes y me senté junto a él, observando los combates y esperando a que alguno acabara para cambiar de adversario: llevaba combatiendo con Sotkins toda la mañana, y me había dejado con los músculos molidos.

—Ayer hablé con Dol —dijo de pronto Aryes, saliendo de su mutismo aunque sin perder su inmovilidad y su aire concentrado—. Y dijo que los Gatos Negros no son para nada los mismos que hace diez años.

Enarqué una ceja.

—Dice que no ha podido obtener más información por el momento —añadió—. Sospecho que conoce a antiguos miembros de los Gatos Negros y que les ha preguntado sobre el tema.

Asentí.

—Seguramente. Aunque me extrañaría que Dol tuviera tan buenos contactos como Lénisu —agregué, con una sonrisa irónica que desapareció cuando me puse a pensar en mi tío—. Dol lleva ya veinte días intentando encontrar a los Gatos Negros, son ocho días más de lo previsto y aún no sabemos gran cosa —suspiré—. Aunque por lo menos tampoco hay malas noticias.

—Deria dice que pidamos ayuda a Márevor Helith —soltó Aryes, sonriendo ligeramente.

Resoplé.

—Márevor Helith me tiene que maldecir por haber perdido el shuamir. Y Lénisu y él no parecían llevarse del todo bien. ¿Sabes? Aún no he encontrado en ningún libro de la biblioteca la palabra «eshayríes».

—¿Qué? —dijo Aryes, girándose hacia mí, sorprendido—. ¿Qué es eso de eshayríes?

—¿No te acuerdas? Lénisu formaba parte de ellos. Márevor Helith le preguntó a ver si volvería a ser un eshayrí. Y Lénisu dijo que no. Ya se lo pregunté más de una vez a mi tío, pero a él le encantan los secretos y aún no sé lo que es eso.

—Deberías haberme preguntado antes, te habría ayudado a buscarlo. ¿Le has preguntado a Aleria? Seguro que ella sabe.

Asentí con la cabeza.

—Se lo pregunté. Pero nada. No sabe. Para mí que debe de ser algo muy poco conocido. Aunque que un nakrús le dé importancia tiene su miga —medité—. De todas formas, por ahora, todo eso es lo de menos. Bueno —solté, levantándome—. Voy a pelear contra Galgarrios, me parece que Laya se ha rendido. Buen ejercicio, Aryes.

Me alejé y al entrar en el terreno me fijé en que el maestro Dinyú y Sotkins estaban enfrascados en una conversación al parecer muy interesante. Laya me pasó al lado resoplando ruidosamente.

—Buena suerte, Shaedra. ¡Yo no puedo más!

Me sorprendí de que me hablara con tanta soltura porque hacía días que Laya no me dirigía la palabra, como otros muchos que apenas me hablaban por las mismas razones que le habían llevado a Akín a discutir con su padre sobre si tenía él la capacidad para elegir sus amistades. Al parecer mi reputación había vuelto a bajar en picado, aunque yo apenas tenía tiempo para pensar en ello y poco me importaba que hubiese gente capaz de escuchar los disparates de Marelta Pessus.

Laya debía de estar realmente agotada, pensé, acercándome hacia Galgarrios. El caito me sonrió.

—Espero que no tenga que sujetarte a ti también —soltó.

—¡Ja! —repliqué, con las manos sobre las caderas—. ¡Procura que no te sujete yo a ti, presumido!

Y nos pusimos en posición. Evité varios golpes de Galgarrios y observé que, como siempre, el caito tenía cuidado en no darle demasiada fuerza a su brazo. Pero no me dio ni una sola vez. En cambio yo me movía a toda prisa, de modo que Galgarrios se quejó de vértigo y le dejé recapacitar durante unos segundos antes de atacarle con un grito salvaje, dar un salto y pasar por encima de él. Lo saludé respetuosamente y solté una carcajada al ver que él se giraba, buscándome con la mirada.

—¡Galgarrios! —dije, riendo—. Deja ya de preocuparte por si me haces daño o no, no me voy a morir si recibo un golpe, aunque dudo de que lo reciba —añadí.

Galgarrios puso cara vacilante.

—No me gustaría hacerte daño —admitió.

—Ni a mí a ti —le repliqué tranquilamente—, pero parece que estás más pendiente de no hacer daño que de hacerlo bien, y luego resulta que ya no te concentras.

—Vale —cedió Galgarrios, con expresión decidida, levantando los puños—. Adelante.

Le dediqué una gran sonrisa y ataqué, evité una serie de puñetazos y fuimos dando vueltas y vueltas, parando nuestros ataques. Vi que Galgarrios empezaba a cansarse. Entonces, noté que perdía la concentración y tomé un impulso a toda velocidad, aterricé sobre sus hombros y le cogí la nariz.

—¡Gané! —solté, riéndome a carcajadas, mientras la voz nasalizada de Galgarrios protestaba y resoplaba.

Me deslicé hasta el suelo con una gran sonrisa, canturreando una canción. Oí unas risas y vi que el maestro Dinyú reía por mi ataque poco tradicional. Sotkins tenía una sonrisa divertida en los labios.

—¡Un buen truco, Shaedra! —me felicitó el maestro Dinyú, levantándose tranquilamente, alisando su túnica negra—. Tengo curiosidad, ¿dónde aprendiste a saltar así?

—¿A saltar? —repetí, frunciendo el ceño—. Mm. En Roca Grande, ¿quizá?

—¿Roca Grande? —repitió el maestro Dinyú, sin entender.

—La Guardería —explicó Yeysa, después de haberle dado un puñetazo a Revis y haberlo enviado a tres metros de distancia—. Está al sur de Ató, junto al Trueno. Es un sitio donde juegan algunos nerús.

Su tono no era particularmente halagüeño y fruncí el ceño, contrariada.

—Entiendo —dijo el maestro Dinyú, sonriendo—. Eso explica por qué cuando peleáis Galgarrios y tú todo parece puro entretenimiento. —Me mordí el labio, sonrojándome, pero él añadió—: Pero, en definitiva, el har-kar siempre debería ser puro entretenimiento. —Se giró hacia todos y luego su mirada volvió hacia mí—. Sotkins me estaba diciendo que cuando lucha contra ti, siempre le desconcentra tu jaipú. Y es cierto que tienes un jaipú inusual.

Me sonrojé.

—Sí… es que tengo la costumbre de fundir el jaipú con el morjás —confesé.

El maestro Dinyú, sin perder su serenidad, asintió con la cabeza, pensativo.

—¿Eso también lo aprendiste en Roca Grande? —dijo.

—No. Eso lo aprendí en Dathrun —repliqué, algo molesta que me preguntara tantas cosas.

—¿Has estado en Dathrun? —preguntó el maestro Dinyú, súbitamente entusiasmado—. ¿En la academia? —asentí—. ¿Y es muy diferente de aquí?

Me percaté de que ahora todos estaban pendientes de nuestra conversación y carraspeé.

—Sí, muy diferente —vacilé y al ver que el maestro Dinyú me escuchaba con interés, intenté añadir algo—. En realidad, el nivel teórico es bastante alto, y son bastante exigentes, pero hay algo que les falta.

—¿El qué?

—No saben controlar el jaipú debidamente así que no saben controlar del todo las energías aunque luego sepan hacer muchas cosas con ellas. Hay muchísimos más accidentes que aquí y al parecer en unos pocos años hubo nada menos que cuatro apáticos.

—Cuatro apáticos —resopló Revis, atónito.

—¿Pero no decías que habías aprendido jaipú? —dijo Sotkins, frunciendo el ceño.

Abrí la boca y me quedé sin habla. Vaya, había metido la pata. ¿Y ahora qué podía decir? No era plan de introducir a Daelgar en el relato.

—Bueno… —dije—. El caso es que no enseñan el jaipú como una energía capaz de hacer controlar las energías asdrónicas. Pero la enseñan como energía dársica, por supuesto.

Al parecer, la respuesta les bastó, y el maestro Dinyú me dijo que luchara con Yeysa esta vez. La enorme humana me daba un miedo terrible pero después de haber recibido las felicitaciones del maestro Dinyú no podía negarme. Yeysa y yo nos pusimos en posición mientras Sotkins se ponía a luchar contra Ozwil y Revis contra Galgarrios.

—Deberías apuntarte a la feria de este verano —me soltó Yeysa con mal tono pero en voz baja, antes de empezar—. Harías un buen payaso junto a tu mono. Se te da bien llamar la atención y hacer el ridículo.

Enrojecí de ira.

—Y tú harías una buena vaca —repliqué, indignada.

Yeysa agrandó los ojos por la sorpresa y se saltó el saludo antes del duelo, impulsando hacia delante su puño con una fuerza brutal. Vi venir el golpe y me aparté fácilmente aunque el ataque me dejó un gusto amargo de terror en la boca y me alejé cuanto pude dando volteretas. Yeysa parecía odiarme realmente, y no veía por qué. A menos que fuera tan susceptible que no pudiera encajar un insulto aunque ella estuviese desparramando sus injurias a los cuatro vientos.

Con un suspiro silencioso, observé cómo Yeysa se precipitaba sobre mí. Junté las manos realizando un saludo irónico y cuando Yeysa se abalanzó sobre mí, con los ojos brillantes de venganza, me volví a apartar y no pude evitar sonreír a medias.

—Realmente pareces una vaca enfurecida —solté, con una risita.

Yeysa se giró hacia mí y en aquel momento lamenté lo que acababa de decir, pero de nada sirvieron los lamentos: la enorme humana llegó embistiendo como un toro embravecido y la lucha empezó de veras. Nunca fui más prudente que en aquella lucha, porque sabía que Yeysa se complacería dándome cuantos puñetazos fueran necesarios para tirarme al suelo. De modo que yo apenas atacaba. En un momento, oí la exclamación de Revis:

—¡Cobarde! Ataca, Shaedra, ¡tú puedes!

—¡Sí, tú puedes! —me animó Ozwil.

Revis y Ozwil debían de estar más que hartos de recibir golpes con Yeysa y que sus agravios quedaran impunes, pensé. Rebulleron en mí el jaipú y la Sreda y la sangre al mismo tiempo.

—¡Al ataque! —gritó Zahg.

Yeysa estaba demasiado segura de sí misma, confiaba demasiado en sus puños para poder defenderse de ataques muy rápidos. Me basé en las luchas que había visto entre Yeysa y Sotkins para mis próximos movimientos. Me incliné hacia atrás para evitar un puño y ataqué. Yeysa se giraba hacia todos los lados, tratando de pillarme y yo evitaba de todas todas sus ataques. Ozwil, Revis, Galgarrios y Laya estaban eufóricos. Pero entonces, me moví demasiado lento y me quedé demasiado cerca de mi adversaria. Vi llegar el puño a toda prisa y me dio en el hombro, tirándome al suelo. Tuve casi la misma impresión que al pasar por un desviador.

Me volví a levantar de un bote, aturdida, y entonces me fijé en algo, detrás del hombro de Yeysa, en el aire. Me quedé boquiabierta. Aryes estaba volando, con los pies cruzados y los ojos cerrados y no parecía enterarse de nada…

—¡Aryes! —solté, señalándolo con el dedo índice.

Pero, mientras los demás giraban las cabezas, Yeysa soltó un gruñido incrédulo.

—No vas a engañarme con tus ridículos trucos —siseó.

Y, sin más contemplaciones, me envió un puñetazo de mil demonios que me tiró al suelo y me sumió en la inconsciencia.

* * *

Desperté en la sala de enfermería de la Pagoda, tumbada en un jergón y cubierta de una manta blanca que parecía casi una mortaja. Oí unos murmullos y giré la cabeza. El maestro Yinur estaba arrodillado junto a un jergón no muy lejos de donde estaba yo, y junto a él estaba Aleria, con las manos posadas sobre la pierna del paciente y con una expresión de extrema concentración. Fruncí el ceño y sacudí la cabeza para despejar mis pensamientos confusos. Paseé la mirada por la habitación. Vi a un viejo sentado adosado al muro, tomando un té y tosiendo con una tos que tenía muy mala pinta. Y vi a un nerú que tenía un vendaje en la rodilla y que en aquel mismo momento salía de la sala cojeando, acompañado de su madre. Y la sala se quedó vacía con el anciano, yo, el maestro Yinur, Aleria y… Fruncí el ceño.

—¿Aryes? —solté, sin poder creérmelo.

El rostro de Aryes se giró hacia mí y me contempló, boquiabierto.

—¿Qué te han hecho? —preguntó, horrorizado.

Me tanteé el rostro y me di cuenta de que tenía toda la mejilla hinchada.

—Yeysa. Me vengaré de esa bruta —le aseguré.

—¡Va a lamentarlo! —exclamó Aryes, intentando enderezarse.

El maestro Yinur puso la mano sobre su pecho para volver a tumbarlo y Aleria vociferó:

—¡Ya basta! —Nos fulminó a ambos con la mirada—. Estoy trabajando. Tengo que curar una pierna fracturada.

Iba a preguntar qué era lo que había pasado cuando Aryes explicó:

—Al parecer, me puse a levitar mientras estaba aprendiendo bréjica, y…

—¡He dicho que os calléis! —protestó Aleria, irritada, volviendo a abrir los ojos.

—Te caíste —acabé por él—. Vaya —añadí, recordando la última imagen antes de que esa condenada Yeysa me atacase como una descerebrada. Aryes había tenido que caer al menos de tres metros de altura.

Sentí entonces que el maestro Yinur me cogía el brazo, solícito.

—Túmbate, enseguida nos ocupamos de ti.

Me volví a tocar la mejilla y me encogí de hombros.

—Bah, no me hace tanto daño como en el impacto —dije, levantándome—. Creo que voy a volver a casa…

El maestro Yinur me obligó a tumbarme de nuevo en el jergón y no tuve más remedio que quedarme, me gustara o no. Ya sabía qué productos utilizaban para reducir el dolor y la hinchazón y podía encontrármelos por mí misma. Además, no me gustaba ver cómo Aleria le curaba la pierna a Aryes y seguir oyendo la tos del pobre anciano.

Así que al de un momento me volví a levantar y me acerqué al viejo hombre.

—¿Puedo prepararle otro té? —le pregunté amablemente.

El anciano acabó de toser y sonrió con una sonrisa desdentada pero sabia.

—Por favor.

Le traje enseguida una taza utilizando la tetera que había sobre la mesa baja y me senté a su lado, en silencio. Sentí que aún llevaba el collar de Drakvian y solté un suspiro de alivio. Si alguien me lo hubiera quitado mientras estaba inconsciente, creo que me habría vuelto a desmayar del disgusto.

—Gracias —dijo el anciano, posando la taza vacía sobre la madera del suelo—. ¿Cómo te llamas?

—Shaedra —contesté.

—Yo soy Dinald. Desde que nací. —Sonrió y le devolví la sonrisa.

—Yo también soy Shaedra desde que nací. Aunque también me llaman Sabandija. Y Escama Verde, algunos —dije, al pensar en Zoria y Zalén.

El anciano se puso a toser e hice una mueca, compartiendo su dolor.

—Menudos apodos —comentó Dinald, cuando se le acabó el ataque de tos—. A mí nunca me dieron más que un apodo, el Niño.

Enarqué una ceja, divertida.

—¿El Niño? ¿Aun cuando ya no lo era?

—Ajá. El Niño debe hacer eso, el Niño debe hacer aquello… Continuamente me llamaban el Niño. ¿Qué se puede hacer contra un apodo?

Sacudí la cabeza.

—Nada. Tan sólo cabe esperar que no te apoden el Timado o el Feo —repliqué—. Pero los apodos significan más que los nombres, siempre te los ponen por alguna razón.

Dinald me miró con real interés.

—¿De modo que tú te consideras una Sabandija?

Sonreí, divertida.

—Los que me llaman Sabandija no saben que en realidad no soy un reptil cualquiera. No saben que soy un dragón —le revelé, con una ancha sonrisa.

Un brillo de diversión apareció en los ojos del anciano.

—¿Un dragón, eh?

—Shaedra —bramó Aleria y me fijé que ya había acabado con Aryes y se acercaba a mí.

—¿Sí? —repliqué, aprensiva, mirando sus manos llenas de energía esenciática.

—Creía que los ternians tenían sangre de dragón, no que fueran dragones en sí —sonrió ella.

Hice una mueca pensativa.

—Quizá haya exagerado un poco —concedí.

—Bueno, ahora te toca a ti. Siéntate recta y no grites —soltó Aleria.

La fulminé con la mirada, muy recta.

—Los dragones no gritan —repliqué, muy digna. Advertí la sonrisa divertida del anciano y carraspeé.

Cuando Aleria sacó su desinfectante, sin embargo, palidecí. Y cuando aplicó el algodón en mi mejilla, soplé varias veces ruidosamente, con los ojos desorbitados.

Aleria sonrió a medias.

—Es una suerte que no escupas fuego.

Entorné los ojos.

—¿Quién te ha dicho que no pudiese?

Aleria, sin contestar, se contentó con volver a aplicar el algodón y cerré la boca, apretando los dientes con fuerza.

—¡Demonios! —exclamé, cuando Aleria retiró su maldito algodón.

—Desinfectado —declaró Aleria alegremente—. Por cierto, Shaedra, deberías tener más cuidado o te veo viniendo todos los días para que te arregle.

Gruñí.

—Yeysa me atacó cuando no miraba.

—¡Encima! —exclamó Aryes, tumbado pero agitado como una pulga—. Ya sabía que esa Yeysa acabaría cayéndome mal del todo.

—No te preocupes, me vengaré de ella —dije con firmeza.

—¡Shaedra! —replicó Aleria con un tono de advertencia.

Pero el maestro Yinur ya se había marchado y no vi por qué iba a contener mi rabia.

—Es verdad, parece que me odia. Tal vez se haya tragado todo lo que le ha dicho Marelta sobre mí.

—Shaedra… —insistió Aleria, molesta.

—Bah, a mí no me importa —le aseguré—, que difamen todo lo que quieran, pero Yeysa ahí se ha pasado.

Aryes se enderezó, asintiendo con la cabeza enérgicamente.

—Y tanto que se ha pasado —soltó con fervor—. Sus padres están agrandando su casa y mi padre se ocupa de la construcción. Le diré a mi padre que fragilice un poco el armazón, para que se caiga sobre Yeysa cuando pase retumbando como un mastodonte.

Nada más imaginarme la escena respondí a la sonrisa de Aryes con una ancha sonrisa. Aleria nos miró alternadamente, enojada y horrorizada por nuestra actitud.

—¡Ya basta! Parecéis unas personas malévolas y vengativas, no permitiré que habléis así delante de mi paciente —bramó, señalando al anciano.

—Oh, no os molestéis por mí —repuso Dinald tranquilamente—. Aún recuerdo cuando era joven, aunque… ¡cuántos años han pasado ya desde entonces! Las travesuras que hacía yo en aquella época —rió, con los ojos perdidos en el pasado.

—Echar abajo un techo sobre una persona es más que una travesura —replicó Aleria, fulminándonos con la mirada.

Aryes puso los ojos en blanco y asintió.

—Tienes razón. Pero dar un puñetazo a alguien desprevenido tampoco es una travesura, es pura crueldad.

—Lo es —asentí, muy de acuerdo.

Aleria cerró los puños, exasperada.

—Está bien, marchaos antes de que me hagáis perder los nervios.

Me levanté de un bote y saludé al anciano.

—Ha sido un placer hablar con usted.

—Igualmente —replicó el anciano, sonriendo.

—¿Vienes? —le dije a Aryes.

Aryes frunció el ceño, y al quitarse la manta descubrió su pierna vendada.

—¿La pierna está segura? —le preguntó a Aleria.

Aleria soltó un suspiro exasperado.

—Por supuesto que lo está. Sé lo que hago. Puedes andar como antes, pero con tranquilidad hasta que… —Frunció el ceño—. Espera. Sí, creo que te vendrían bien unas muletas. Así no apoyarás todo el peso sobre la pierna. Ese era el detalle que se me olvidaba —añadió con una sonrisa inocente, y frunció el ceño—. Pero el caso es que no sé dónde puede haber muletas.

—No pasa nada —intervine—, voy a ir al bosque y vuelvo enseguida con dos buenos bastones. Por cierto, Aleria…

—¿Sí?

Me llevé la mano a mi mejilla hinchada y carraspeé.

—¿No haría falta una capa de trésila, o algo así? ¿Para deshinchar un poco todo esto?

Aleria se sonrojó y puso cara orgullosa.

—Tenía pensado hacerlo, pero decidí que estabas mucho más guapa así. —Sonrió ante mi mueca dubitativa—. Lo cierto es que se me ha olvidado. Voy a por trésila y luego vas a por las muletas.

Asentí, divertida.

—Una excelente curandera —solté, socarrona.

Aleria puso cara inocente.

—Pues por supuesto que lo soy —replicó, antes de desaparecer en busca de trésila para mi moratón.

Me acerqué a Aryes en silencio.

—¿Te duele mucho? —le pregunté.

—¿Y a ti? —replicó él.

Sonreímos y me senté junto a él, para esperar. Aleria volvió muy rápido y yo, al salir de la Pagoda, corrí directamente a casa del padre de Aryes, porque Aryes me había asegurado que no hacía falta ir hasta el bosque y que encontraría en la carpintería buenos palos para hacer muletas.

Me paré frente a la casa de Aryes y vi que la puerta de la carpintería estaba abierta. Se oía un ruido de sierra. Entré en silencio y me quedé mirando el interior, impresionada.

Había vigas, tablas, muebles a medio hacer, y hasta una carreta acabada y recién hecha. Un hombre de edad madura y bastante robusto estaba serrando una enorme tabla. Junto a él, sobre una mesilla, había un lápiz muy usado y unos papeles llenos de esquemas y números. Cuando acabó de serrar, me avancé.

—¿Señor Dómerath?

El hombre se sobresaltó y giró sus ojos azules hacia mí. Tenía el mismo rostro característico de Aryes, el rostro de un kadaelfo, es decir, mitad elfo oscuro mitad humano; y los mismos ojos azules que Aryes y la misma nariz, pero su rostro era más ancho y sus ojos estaban marcados con profundas ojeras. Recordé entonces que Aryes había comentado un día los problemas de insomnio de su padre. Ese hombre no parecía haber dormido en tres meses.

—¿Sí? —preguntó, pasándose la mano por la frente sudorosa.

—Buenos días. Necesitaría unos palos que sirvan como muletas —le dije—. Son para su hijo.

El señor Dómerath enseguida pareció más despierto.

—¿Para mi hijo? ¿Qué me estás diciendo?

—Aryes se ha puesto a levitar sin darse cuenta y se ha caído —expliqué tranquilamente—. No se preocupe, sólo se ha fracturado la pierna, Aleria ya se la ha curado. Pero necesita unas muletas para andar, según dice la curandera.

—¿Se ha caído levitando? —repitió—. Ya le dije que era peligroso —suspiró—. Le llevaré yo mismo las muletas. ¿Está en la Pagoda, no? —asentí con la cabeza—. ¿Y tú también te has caído levitando? —preguntó entonces, fijándose en mi mejilla.

Le dediqué una sonrisa vacilante.

—Er… no. Yo aprendo har-kar.

—Ah —entendió el señor Dómerath—. ¿Y tú eres Shaedra, no?

—Así es —contesté, todavía más vacilante, mientras el padre de Aryes rebuscaba entre sus trastos en busca de algo que pudiera valer para unas muletas.

—¿Estuviste con mi hijo durante su desaparición, no?

Volví a asentir y él sacó un largo palo de madera.

—He oído hablar de ti —dijo simplemente él, sin más comentarios.

Me quedó la duda de si las cosas que había oído de mí le habían formado una mala o una buena opinión sobre mí. En todo caso, todo lo que se decía últimamente no me era muy favorable. Marelta se encargaba de que no lo fuera.

Finalmente, el señor Dómerath serró el palo largo en dos partes iguales y salió conmigo después de cerrar la carpintería. Cuando llegamos a la Pagoda Azul, Aryes se sorprendió muchísimo al ver a su padre entrar con dos palos y se enderezó enseguida.

—¡Papá! —exclamó.

—Hola, hijo, cada vez que no estoy, te pasa algo malo. Venga, toma esto y volvamos a casa antes de que te rompas la otra pierna.

Aryes obedeció, levantándose cautelosamente y cogiendo las muletas.

—Gracias, Aleria —soltó—. Hasta mañana, Shaedra.

—Hasta mañana —contesté, viéndolo desaparecer por el vano sin puerta—. ¡Kwayat! —exclamé de pronto, atónita por haberme olvidado totalmente de mi lección con el demonio—. Tengo que irme, Aleria —solté precipitadamente—. ¡Gracias por todo!

Salí disparada de la Pagoda y pasé por delante de Aryes y su padre, llegando a la taberna con la impresión de haber volado en los últimos metros. Pero entonces recordé que tenía toda la mejilla abollada y decidí entrar por la puerta trasera para ir a comer algo rápido antes de ir a ver a Kwayat. Me encontré con Kahisso, Wundail y Djaira sentados en la cocina, acabando de comer.

Desde que habían llegado no habían dejado de llevar su ropa aventurera y los tres desentonaban bastante junto a los habitantes de Ató. Kahisso vestía ropa oscura, un cinturón de cuero con una bolsa bastante repleta colgando de él y llevaba el collar de la orden de los raendays, un colgante circular de hierro con unas palabras escritas alrededor en caéldrico: «Honor, Vida y Coraje». Ese era el lema de los raendays, un lema poco original, en sí, comparado con el de los cofrades dragones por ejemplo, pero cuando Kahisso hablaba de la filosofía raenday lo hacía mostrando un inmenso respeto por el Esperado, el kaprad de los raendays. Y Wundail parecía compartir la reverencia que sentía hacia ese desconocido. Djaira, en cambio, quizá porque ya tenía muchos más años que ellos, se complacía en criticar a ese kaprad que los mandaba en misiones peligrosas sin avisarlos para una recompensa que casi no valía la pena.

Wundail llevaba una chaqueta verde oscura y tenía el pelo largo y castaño recogido en un moño que le daba un aire guerrero ya de por sí. En cuanto a Djaira, seguía teniendo el pelo tan pelirrojo como siempre cayendo desordenadamente a su alrededor, sobre su túnica azul oscuro.

Los tres levantaron la cabeza para verme entrar en la cocina y se me quedaron unos segundos mirando, mudos. Les sonreí.

—No hagáis ningún comentario sobre mi aspecto —dije—, ya sé que tengo el aspecto de una har-karista veterana.

Sonrieron y Kahisso movió la silla que había junto a él.

—Siéntate y come algo.

—¡Estoy hambrienta! —contesté, sentándome y sirviéndome con el cazo una buena porción de sopa con hortalizas aún caliente.

—No me creo que sea un har-karista que te haya hecho esto —dijo Djaira—, ¿te has empotrado contra un árbol?

Wundail soltó una carcajada sin dejar de mirarme y puse los ojos en blanco.

—No era un árbol —dije—, era una vaca.

Y entonces les relaté el suceso y se rieron bastante aunque también soltaron unos cuantos improperios sobre Yeysa.

—Espero que la vaca se haya quedado satisfecha —comentó Kahisso—, pero está claro que tú deberías haber estado al tanto. En una batalla real, uno no puede distraerse por nada.

Sacudí la cabeza, suspirando.

—Cada vez me doy más cuenta de lo duro y absurdo que debe de ser una batalla. Imaginaos, estás en una batalla contra nadros rojos, y no puedes distraerte porque tienes a un nadro gordo delante que tiene hambre. Pero sabes que hay amigos cerca que están en peligro y que si no haces nada, van a morir. Debe de ser terrible una sensación así, ¿no creéis?

Kahisso, Wundail y Djaira intercambiaron una mirada en silencio. Kahisso asintió.

—No hace falta que lo imaginemos —replicó—. Esa situación la hemos vivido cienes de veces.

—Sí —confirmó Wundail.

—Vaya —dije lentamente—. Debería haberlo supuesto.

Seguimos hablando un rato de las batallas en las que se habían visto metidos y de las heridas que habían sufrido y cuando sonaron las dos me levanté.

—Tengo que irme. ¿Cómo es que Kirlens no ha pasado por aquí? ¿Está en la taberna, no?

Kahisso negó con la cabeza.

—Ha ido a hablar con el comerciante que le trae la cerveza. Al parecer, tienen un pequeño desacuerdo con los precios —añadió con una sonrisa divertida.

—Seguro que ese cervecero le ha subido otra vez los precios —solté, con resentimiento—. Siempre sube los precios y, si le sobra cerveza, se la da a los cerdos para no regalarla a los saijits, al menos eso es lo que cuentan.

Se rieron de la idea y yo me marché saludándolos alegremente. Salí por el patio de los soredrips y me comí un puñado de bayas antes de trotar como una nerú por el Corredor hasta las afueras de la ciudad.

Aquel día, hacía un día precioso y hasta empezaba a fundirse la nieve de los altos picos de las Hordas que se veían desde Ató. La tierra se secaba rápidamente pero el Trueno bajaba tan atronador como siempre. La construcción del nuevo puente seguía sin embargo, así como la de las torres, y campesinos venidos de los alrededores trabajaban con los cekals y algunos voluntarios de Ató, todo por unos kétalos al día. La piedra de Léen se amontonaba en las resistentes carretas y los trabajadores se movían regularmente, volviendo al trabajo después de un descanso para comer.

Llegué a la colina y vi que Kwayat había decidido dar la lección ahí en vez de dentro de la pequeña cueva para aprovechar el sol y el calor del día. Siempre llegaba antes que yo y me preguntaba a veces qué hacía durante el resto del día. ¿Acaso tenía otros asuntos además de enseñar a una joven demonio? ¿O acaso se aburría en Ató? Pensé de pronto que nunca le había invitado a cenar en el Ciervo alado, claro que me habría dado no sé qué meter a un demonio en casa de Kirlens tan tranquilamente. Vale que yo era también un demonio, pero Kirlens me conocía. En cambio, Kwayat era tan sólo un misterioso desconocido que, según habría inferido Kirlens, me conocía a mí desde hacía tiempo. ¡Cómo me habría gustado contarle a Kirlens toda la verdad!

Aquel día, Kwayat siguió enseñándome a controlar la Sreda. No hizo ningún comentario sobre el moratón de mi mejilla y supuse que debía de imaginarse ya lo que había pasado. Le parecía muchísimo más importante enseñarme cómo funcionaba la Sreda y yo tenía la impresión de que cuanto más aprendía menos me transformaba.

—¿Crees que eso significa algo? —le pregunté, abordando el tema—. ¿Crees que estoy progresando?

Kwayat frunció el ceño y, tras una pausa que me puso nerviosa, contestó:

—Si no viese que progresaras para nada no estaría aquí perdiendo el tiempo.

Esa frase no era precisamente una fuente de ánimo pero al menos me dejó claro que Kwayat se tomaba su enseñanza muy en serio.

12 Sorpresas

Pasaban los días, uno tras otro, y no llegaba a Ató ninguna noticia de Lénisu. Los voluntarios que habían salido de Ató volvieron con las manos vacías y muy sombríos. El asunto del Sangre Negra perdió importancia para la gente y todo volvió a la normalidad. Salkysso y Kajert estaban hartos de oír las mismas sandeces de Marelta y volvieron a hablarme con amabilidad, disculpándose por haber sido tan tremendamente tontos, y Laya me agradecía los consejos que le daba para que se mejorara en el har-kar. Revis y Ozwil no me hablaron mucho más de lo que acostumbraban, pero nunca me soltaron en cara ninguna mención sobre mi tío. Sotkins seguía ganándome, y Yeysa seguía siendo tremendamente bruta.

El maestro Dinyú pasó a enseñarnos a manejar un bastón y luego pequeñas espadas que no cortaban nada. Aryes alternaba entre los libros y la práctica de bréjica y de vez en cuando venía al terreno de entrenamiento a hacerle preguntas al maestro Dinyú sobre la energía bréjica y el maestro entonces dejaba de interesarse por nuestros combates y yo aprovechaba esos momentos para hacer el payaso con Sotkins y Galgarrios. De cuando en cuando también, el maestro Dinyú nos hacía preguntas sobre lo que todo har-karista debía saber, y solíamos contestar correctamente, pero en realidad muchas de las enseñanzas filosóficas requerían tan sólo sentido común y honor.

Un día, el maestro Dinyú nos anunció que también vendríamos al campo de entrenamiento por las tardes, de cinco a siete, porque a partir de aquel día tenía la intención de enseñarnos las bases de la nocialía y la deserranza para prepararnos a los desequilibrios energéticos y enseñarnos a defendernos con las energías asdrónicas y no sólo ya con nuestro propio cuerpo y nuestro jaipú.

Así que yo tuve que acortar mis lecciones con Kwayat para poder dar abasto y no llegar tarde a todas partes. El único momento que era sólo mío era la noche, y de noche generalmente dormía profundamente y me olvidaba hasta de transformarme en demonio. De cuando en cuando, sin embargo, cogía a Syu y a Frundis y volvíamos a pasearnos por el bosque, escuchando las canciones favoritas de Frundis, echando carreras y contándonos historias. Pero la mayoría de las veces, entraba en mi cuarto, me metía en la cama y dormía a pierna suelta hasta que mi reloj interno me despertara a las siete y media.

Llegó el segundo mes de verano cuando, un día, Stalius, Aleria y Akín desaparecieron. Me enteré desde la mañana, en la taberna, al salir de la cocina, por un parroquiano que solía venir a desayunar al Ciervo alado. Al oír sus palabras, me detuve en seco, petrificada.

—Esta mañana, la vecina llamó a la puerta y no recibió respuesta —contaba el parroquiano, en medio de un auditorio atento—. Y justo ahora acabo de enterarme de que la señora Eiben no ha encontrado a su hijo en su cuarto y que había hecho la cama y había recogido algunas de sus pertenencias, como si se fuese para un buen rato.

—Pobre señora —soltó un anciano.

—Y el renegado también ha desaparecido —siguió contando el parroquiano—. Para mí que ha raptado a la madre de Aleria y ahora ha raptado a su hija y el joven kal se ha marchado a buscarla.

—Recordad, hizo lo mismo el pasado año —intervino la zapatera, que había entrado ahí para enterarse mejor de los acontecimientos—. La joven Mireglia desapareció y el hijo de Eiben se marchó a buscarla.

—Pobre chico —dijo el anciano.

—¡Cállate ya, hombre! —interrumpió el parroquiano, fulminando el anciano con la mirada—. Lo que pasa es que el año pasado lo encontraron muy rápidamente, a ese muchacho. Ahora parece que han desaparecido de veras.

—Un asunto misterioso —agregó otro.

Con los ojos agrandados, noté que mi parálisis se desvanecía y aproveché para salir de la taberna y correr tan rápido como pude hasta la casa de Aleria. Encontré la puerta cerrada y a Trwesnia, la vecina, sentada en el banco junto a su casa, echando nerviosas ojeadas hacia la casa de Aleria. Me precipité hasta ella.

—¿Es cierto? ¿Aleria se ha ido? —pregunté, respirando hondamente.

Trwesnia levantó sus ojos rojos llorosos hacia mí.

—Sí —me contestó de mal modo. Hubo un silencio en el que yo no supe qué decir. Trwesnia soltó un sollozo—. Si hubiese insistido para que Aleria dejase esa casa y viniera a vivir conmigo no habría pasado eso.

—No tienes la culpa de nada, Trwesnia —le reconforté, tratando de ordenar mis pensamientos.

¿Por qué, así, de la noche a la mañana, Aleria y Akín habían decidido marcharse, sin ni siquiera decirme nada? A menos que ellos no hubieran decidido nada y que efectivamente Stalius los hubiera raptado… Sacudí la cabeza. Ese pensamiento era demasiado ridículo e inimaginable para poder ser cierto. También podría haberlos raptado uno de esos que se habían llevado a la madre de Aleria, ¿pero qué lógica tenía llevarse a dos jóvenes kals y a un legendario renegado? No, lo más lógico era que Stalius le hubiera convencido a Aleria para que hiciera alguna bobada ya que era la Hija del Viento y Akín, por supuesto, siempre se apuntaba a todo… ¿pero por qué no me habían dicho nada?

Esa pregunta me volvía una y otra vez mientras permanecía de pie, junto a Trwesnia, con la mirada fija en la puerta de Aleria.

—Deberías marcharte —me soltó la vecina, sonándose la nariz—. Tú sólo has conseguido traer mala suerte a esa familia.

Trwesnia nunca me había caído del todo bien, porque era una de esas vecinas cotillas y entrometidas que no siempre eran muy amables, pero en aquel momento me cayó realmente mal.

Afortunadamente, en ese momento, se abrió la puerta y salió un hombre vestido con una túnica blanca y llevando una tabla con unas hojas y me olvidé totalmente de Trwesnia. Me abalancé sobre él.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté con aire de desesperación—. ¿Cómo han desaparecido?

El inspector o lo que fuese me miró enarcando una ceja.

—¿Eres de la familia?

—No…

—Ah. La joven Mireglia ha recogido sus cosas y se ha marchado con dos personas. Eso es todo lo que sabemos por el momento.

Cerró la puerta y se marchó y yo me quedé delante de la puerta mirándola como si pudiera abrirla por fuerza de voluntad.

—Vete ya de una vez —soltó Trwesnia, débilmente.

La miré de mal modo y me fui hacia el campo de entrenamiento. En cuanto me vio aparecer, Aryes se precipitó hacia mí. Parecía tan alarmado como yo.

—¿Te has enterado, verdad? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—¿No te han dicho por qué…? —dejó su pregunta en suspenso y yo negué con la cabeza.

—No.

—Es extraño.

Lo miré con cara desesperada.

—Aryes. Yo ya no puedo más. Primero lo de Lénisu y ahora esto… —Me tambaleé—. Me siento muy mal.

Aryes me cogió los brazos, inquieto, y me ayudó a sentarme en la hierba.

—Shaedra, quieres… ¿quieres que te traiga algo? ¿Un… un té, quizá?

Parecía muy alarmado y no pude evitar sonreír levemente.

—No… Gracias. Creo que necesito no pensar. Ya sé que es un acto cobarde, pero no quiero pensar en lo que ha pasado.

Me levanté bajo la mirada sorprendida de Aryes.

—Voy a luchar contra Yeysa —murmuré—, y voy a pegar fuerte.

Aryes me miró fijamente y se levantó con lentitud.

—Shaedra… Creo que será mejor luchar otro día, ¿eh? Como dice el proverbio, huye para luchar otro día, ¿no te parece? Las cosas hay que tomarlas con calma… No puedes luchar contra una matona en ese estado…

—¿En qué estado? —repliqué, remangándome las mangas de la túnica con gestos cuidadosos.

Aryes carraspeó.

—Para hacer har-kar, hay que tener la mente fría —articuló—. Te aseguro que no es un buen momento para añadir penas a tus sufrimientos. Que no quieras pensar ahora no significa que tengas que actuar mal. Cuando uno no piensa, es mejor no hacer nada.

Suspiré, un poco más calmada, aunque aún sentía esa oleada de tristeza y amargura que me obnubilaba la mente y me acribillaba a preguntas.

—Tú siempre actúas habiendo pensado las cosas antes, ¿verdad? —pregunté.

Aryes no contestó de inmediato y vaciló antes de decir:

—Intento hacerlo, al menos, cuando es posible.

—Está bien —acepté—. Lucharé contra quien me diga el maestro Dinyú. Y que el destino decida —dije, con tono fatalista.

«Un gawalt no necesita destinos ni personas que decidan por él», soltó Syu, apareciendo de pronto junto a mí. Me sobresalté.

—¡Syu! ¿Cómo lo haces? No he notado tu presencia hasta ahora.

Syu gruñó.

«Te ha vuelto a pasar como la vez esa, en Dathrun, cuando dijiste que acababas de vivir la vida de otra persona de hacía cientos de años», me explicó el mono. «Te cerraste. Así que he ido a ver qué te pasaba.»

Agrandé los ojos, sorprendida. ¿Cómo que me había “cerrado”? Pero en aquel momento entendí lo que quería decir Syu: era como una tormenta que se desataba en mi consciencia y que impedía totalmente el contacto con el exterior. El kershí quedaba como ahogado y yo había tenido que volver a llevarlo a la superficie. La imagen de la tormenta era, en realidad, bastante acertada.

—Está bien —repetí, sentándome otra vez en la hierba seca—. Voy a calmarme. Me sentaré aquí y me pondré a pensar en por qué Aleria y Akín no me han dicho nada. ¿Has notado que estuviesen raros, o algo especial? —le pregunté a Aryes mientras éste volvía a sentarse junto a mí, mirándome con precaución.

Él negó con la cabeza.

—No. Hace días que no hablaba con ellos. Es lo malo de tener a maestros distintos.

—Yo vi a Aleria ayer —dije—. En la enfermería. Parecía algo nerviosa, pero yo creí que era porque tenía mucho trabajo. El maestro Yinur le deja hacer todo lo que no requiera realmente mucha práctica. Estaba normal —insistí.

—Recuerdo haberme cruzado con Akín hace dos días —reflexionó Aryes, frunciendo el ceño—. Iba a la Pagoda con un objeto encantado para enseñárselo a su maestro… Parecía nervioso y apenas me vio. Pero claro, en ese momento pensé que era porque no estaba seguro de si su objeto estaba bien encantado o no.

Solté un suspiro ruidoso.

—Está claro que algo ha pasado.

—¿Crees que se han ido adrede? —me preguntó.

Lo miré con cara de infeliz e iba a contestar cuando la voz del maestro Dinyú nos sobresaltó.

—¿Hoy no vas luchar, Shaedra?

Levanté la cabeza de un golpe y vi que el maestro Dinyú se había acercado y estaba apenas a unos metros de distancia.

—Buenos días, maestro Dinyú —dije, levantándome—. Sí, ahora voy. Creo que ahora estoy mejor.

El maestro Dinyú frunció el ceño.

—¿Te ha ocurrido algo malo?

Lentamente, asentí con la cabeza.

—Dos amigos míos se han marchado de Ató sin avisarme.

—Oh, entiendo —dijo el maestro Dinyú—. Eso no es muy educado, pero estoy seguro de que tendrán sus razones. ¿Vienes?

Asentí otra vez con la cabeza y anduve colina abajo hasta el campo de entrenamiento. Ya estaban todos ahí. Laya peleaba con Yeysa y cuando recibió un golpe en el brazo me dolió por ella. Galgarrios luchaba contra Sotkins y se defendía bastante bien, aunque varias veces advertí que Sotkins amainaba golpes que le habrían permitido vencer.

Aquel día, luché muy irregularmente. Casi vencí a Sotkins y perdí contra Galgarrios. Laya consiguió darme un puñetazo y yo conseguí toda una serie de ataques contra Yeysa sin que ella lograse tocarme ni un solo pelo. Luego pasamos a la lección de nocialía, que seguiríamos a la tarde, y nos sentamos todos en la colina, frente al maestro Dinyú. Syu había ido a pasearse por los alrededores durante las luchas, pero volvió para la lección de nocialía y se sentó junto a mí, con una actitud tan formal que les hizo muchísima gracia a los demás, especialmente a Sotkins.

La nocialía, en sí, era una ciencia muy amplia, y el maestro Dinyú se centraba sobre todo en enseñarnos a hacer y deshacer escudos energéticos. Suminaria era una experta en esa materia, en eso sabía más que todos los kals, pero no estaba con el maestro Dinyú y resultó que el más hábil en crear escudos entre los har-karistas era Zahg, el elfo oscuro con cara fea. A mí, los escudos brúlicos eran los que se me daban mejor. Mis escudos esenciáticos eran un desastre en toda regla y hacía tiempo que el maestro Dinyú había renunciado a que mejorara en esa cuestión. También nos enseñaba técnicas de desintegración de energías, lo que requería energía brúlica sobre todo. Y nos ejercitábamos creando escudos y deshaciéndolos, protegiendo una zona y cosas del estilo. Los kals de segundo año tenían más práctica en todo eso pero eso no cambiaba el hecho de que Yeysa fuese una inútil creando escudos.

Aquel día, estaba centrándome para crear un escudo brúlico entre Galgarrios y yo cuando oí un grito familiar y todo mi sortilegio se deshizo y se quedó en nada.

Levanté la cabeza, extrañada, y vi a Deria que bajaba la colina corriendo a toda prisa.

—¡Shaedra!

Intentó frenar al llegar, pero con la carrerilla, se empotró contra mí y tuve que sostenerla para que no perdiera el equilibrio.

—Deria —resoplé—, ¿qué ocurre?

La drayta tenía los ojos desorbitados.

—Aleria y Akín… ¿Ya lo sabes?

Asentí con la cabeza y al ver que todos estaban pendientes de nuestra conversación, le cogí el brazo a la drayta y me alejé un poco del grupo.

—Sí, se han marchado —le dije—. Me enteré esta mañana.

—Pero… pero…

—Yo tampoco sabía nada —le aseguré—. Ahora pienso que quizá se hayan ido a buscar a Daian, aunque sea una verdadera locura.

Deria me miró con los ojos agrandados.

—¿Daian? ¿La madre de Aleria?

Asentí.

—Aleria pensaba que estaba en el Archipiélago de las Anarfias, pero quizá haya descubierto algo más verosímil… Sinceramente, no tengo ni idea. Aleria siempre es muy misteriosa. Y Akín guarda los secretos de los demás con mucho ahínco. Pensándolo bien, no me extraña que haya pasado… Tan sólo me molesta que no me hayan dicho nada. Yo también quería ayudarlos.

Más bien me molestaba mucho, me corregí mentalmente. Después de haber pasado más de un mes buscándolos por Acaraus, iban y se marchaban de nuevo. ¿Qué lógica tenía? Todo el mundo se iba de Ató y yo me quedaba como una buena niña aprendiendo tácticas de combate que quizá no me servirían nunca de nada y aprendiendo a no convertirme en un monstruo y a ser un buen demonio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Deria.

Me giré y sonreí a medias. Al menos Deria se esperaba a que hiciese algo.

—Voy a indagar adónde han ido Aleria, Akín y Stalius —contesté—. Y si resulta que vuelven a aparecer dentro de unos días, les daré razones para que me avisen la próxima vez que se vayan.

Deria pareció aliviada al notar la seguridad de mi voz y después de una breve conversación la dejé ir y volví a preocuparme por mi escudo. Galgarrios, sin embargo, rompió el silencio al decirme con sinceridad:

—Echaré de menos a Aleria y a Akín, como cuando os fuisteis, el año pasado. Durante aquellos meses… os eché mucho de menos.

Lo miré fijamente, y luego asentí con la cabeza, sin contestarle, y me centré en mi escudo. Pero no conseguía centrarme. Al cabo, suspiré.

—Yo también te eché de menos, Galgarrios. Y ahora, por favor, haz tú el escudo, hoy yo estoy muy poco eficaz.

Galgarrios sonrió y asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

* * *

«¿Y por qué yo no puedo ir?», protestó Frundis, enervado.

«Porque para subir tejados no eres especialmente ágil», repliqué tranquilamente. «Hasta luego, Frundis.»

Frundis gruñó pero no añadió nada más y Syu y yo salimos del cuarto en silencio. Nos bastó unos minutos para llegar a la casa de Aleria.

«Subiremos hasta el tejado y bajaremos por el patio interior», expliqué.

Syu asintió y saltamos al tejado más cercano. No me costó nada entrar en la casa de Aleria. Trepé rápidamente por las piedras de la casa, me agarré a una viga y en unos minutos ya estaba dejándome caer al suelo, en el patio.

Conocía la casa de Aleria por haber ido ahí más de una vez aquel invierno, aunque la segunda planta me era menos familiar. Sabía que arriba de las escaleras, enfrente, estaba el cuarto de Aleria, y que el pasillo seguía hasta llegar a una puerta que siempre estaba cerrada. Aleria nunca había querido dejarnos echar un vistazo al laboratorio de su madre, tal vez por buenas razones: por lo que había dicho, Daian solía trabajar con productos peligrosos, no siempre legales, y aun cuando sabía que podía confiar en nosotros, siempre nos había mantenido alejados de esa puerta, tal vez porque sentía que si nos dejara entrar sería como traicionar los secretos de Daian. O tal vez porque el lugar era realmente muy peligroso, pensé con una mueca vacilante.

Sin embargo, Syu no parecía tener miedo de esta pequeña expedición y si Syu no tenía miedo, yo tampoco debía tenerlo. Aun así subí las escaleras en espiral de la entrada de la casa con innecesario sigilo.

La puerta del cuarto de Aleria estaba cerrada y me paré un momento, vacilante. ¿Qué estaba buscando exactamente?, me pregunté. ¿Alguna nota en la que Aleria habría dejado por escrito dónde estaba y por qué se había ido? Resoplé. Los guardias de Ató ya se habían encargado de entrar en la casa para buscar pistas que hubiera podido dejar Aleria, y al parecer no habían encontrado gran cosa. ¿Acaso tenía esperanzas de encontrar algo que ellos no hubiesen visto? La verdad es que no, me dije mordiéndome el labio.

«Venga, vamos», me animó Syu. «¿O es que vas a quedarte aquí toda la noche?»

«Tienes razón», aprobé.

Entré en el cuarto de Aleria y eché un vistazo rápido. Contrariamente a lo que solía encontrarme cada vez que entraba en aquella habitación, todo estaba ordenado. Los libros estaban contra el muro, ordenados, y nada sobrepasaba de la caja que tenía sobre el suelo, aunque, eso sí, estaba a rebosar.

Por alguna oscura razón, se me ocurrió que Aleria había podido dejar alguna nota en alguno de los libros y hojeé alguno, con esperanza. Pero pasaron unos minutos y, al no encontrar nada, me entró el complejo de fisgona y me levanté, dejando el cuarto tal y como estaba antes de haber entrado.

«Vamos, Syu. Quizá Aleria haya utilizado una poción, como la última vez, y le apareció un monolito… quizá aún quede un rastro energético…»

Después de un instante de vacilación, empujé la puerta del laboratorio. Estaba abierta y forcejeada y supuse que los guardias no habían tenido la paciencia de buscar la llave antes de entrar. Entonces vino a mi mente la imagen de Brínsals, el guardia tan corpulento y antipático, empujando la puerta con todas sus fuerzas para hacer saltar la cerradura. Desde luego el mundo no estaba a falta de brutos, pensé. Y Yeysa iría a acrecentar el número.

Entré en la sala con una pequeña sonrisa que se transformó de inmediato en una expresión de estupefacción cuando intensifiqué un poco la luz de mi esfera armónica.

Empezaba a entender por qué Aleria no quería que viéramos aquello. La sala, alargada y no muy ancha, estaba llena de trastos rocambolescos. Había una larguísima mesa contra el muro izquierdo y unas grandes estanterías a la derecha. El pasillo estaba quemado en varios sitios y en un estado deplorable. La mesa estaba a rebosar de cristalería de alquimia: tubos de ensayo, probetas, decantadores, buretas y no sé cuántos utensilios que no tenía ni idea de para qué servían y que parecían tan inverosímiles los unos como los otros.

En la estantería, al igual que en la mesa, había frascos llenos o vacíos, con líquidos o productos en polvo, y cada uno iba meticulosamente etiquetado con una escritura elegante y precisa.

También había pergaminos, cuidadosamente apilados sobre una mesita, junto a la puerta. Aun así, tuve casi la certidumbre de que el inspector había mirado esos pergaminos. Y se habría llevado la decepción al ver que sólo contenían cálculos de cantidades, densidades y demás. Me aparté de los pergaminos y solté un inmenso suspiro.

«Aquí no hay nada que pueda ayudarme», le dije a Syu. «Aleria se ha ido de aquí por algo, ¿pero cómo podría adivinar adónde? Siento… que me ha traicionado. Bueno, vale, exagero. Seguramente no quería hacerme daño pero… ¿te parece normal que siempre tenga que ser yo la que va a buscar a todo el mundo? Aleria y Akín siempre desaparecen», añadí, con un suspiro exasperado.

Syu estaba encima de la mesa, mirando los extraños artefactos. Se giró hacia mí, distraído.

«Tal vez se hayan ido sin avisarte porque no querían que fueras con ellos», soltó.

Lo miré, frunciendo el ceño.

«¿Y por qué no querrían que fuese con ellos?»

El mono olfateó un tubo de ensayo, curioso, y contestó:

«Quizá porque piensan volver pronto… o bien no han tenido tiempo de avisarte», añadió.

«Syu, deja de curiosear», repliqué. «¿Recuerdas los efectos de la última poción que me tomé?»

El mono gawalt agrandó los ojos, apartó el dedo del recipiente que iba a tocar y saltó al suelo con una mirada inocente.

«¿Nos vamos?»

Asentí.

«No sé qué esperaba encontrar, pero por lo visto, todo esto ha sido inútil. Así que será mejor que vayamos a dormir. Asbarl, Syu», le dije, antes de dar media vuelta.

* * *

Pasaron varios días y seguía sin noticias de Aleria y Akín. Dos veces fui al cuartel general a preguntar si tenían pistas, pero la primera vez me echaron sin decirme nada y la segunda vez me informaron de que no sabían nada.

Volví a hacerme las uñas por todas partes como solía hacer cuando algo me preocupaba. Y hacía un gran esfuerzo para no estropear los bancos de la biblioteca porque Rúnim y el Archivista Mayor me habrían estrangulado.

Y mientras tanto, el maestro Dinyú seguía enseñándonos har-kar y nos aseguró, con una sonrisa sincera, que estaba orgulloso de nosotros. Las lecciones con Kwayat, en cambio, eran más decepcionantes. Aprendía muchísimo pero la práctica era muy diferente. Ahora sabía controlar mi Sreda más o menos, pero aún me ocurría perder el control cuando estaba cansada o muy preocupada, de modo que Kwayat me hizo prometer que utilizaría las técnicas que me había enseñado para sosegarme y dejar de pensar en mi vida y mis problemas.

Un día, el maestro Dinyú se puso a enseñarnos un ataque particularmente difícil al que llamaba «El ataque Zairen», debido a un famoso har-karista llamado Zairen. Cada vez que explicaba el cómo utilizar esa nueva táctica, tenía la impresión de volver meses atrás, a la Torre del Brujo, en Dathrun, y de estar escuchando los consejos de Daelgar cuando jugábamos al Erlun y me explicaba qué jugada era la más acertada para tal o tal propósito. Lo que importaba, en todo caso, era el propósito. Claro que el propósito del maestro Dinyú era enseñarnos a vencer al enemigo, y no a hacerlo reflexionar, pero me di cuenta de que en realidad la filosofía del Erlun se parecía mucho al har-kar: requería saber anticipar las consecuencias antes de actuar. Por supuesto, en el har-kar, además, había que aprender a jugar muy rápido.

Estábamos ensayando el ataque Zairen cuando apareció Deria corriendo colina abajo con el mismo aspecto atolondrado que unos días atrás. Me paré en seco en medio de mi ataque y Laya me dio una patada en la rodilla. Solté un gruñido de dolor y Laya se cubrió la boca con la mano, con aire confuso.

—¡Lo siento! —dijo.

—No pasa nada —le aseguré, renqueando para salir del campo de entrenamiento—. Espera, voy a ver qué le pasa a Deria.

Laya asintió con la cabeza y me alejé, retomando poco a poco un paso normal.

Deria se detuvo ante mí y abrió la boca pero no salió ningún sonido. Enarqué una ceja.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté, con falso desenfado—. ¿Se ha esfumado alguien, verdad? ¿Kirlens o Wigy, quizá? Oh, entiendo. Márevor Helith los ha raptado por lo del shuamir… —Hice una mueca—. Dime, ¿qué pasa, Deria? —insistí, cada vez más inquieta por el silencio y la expresión de Deria.

La drayta agitó la cabeza, inspiró hondo y dijo con un hilo de voz:

—Han llegado tres mercenarios a Ató, esta mañana.

Sentí que el corazón dejaba de latirme.

—¿Lénisu…?

—No —negó ella—. Llevaban a Trikos. Pero no a Lénisu.

—¡Trikos! —exclamé, dando un respingo.

—Lo han llevado al establo de la guarnición. Está bien. Pero hay algo más… —Enarqué una ceja, animándola con un gesto, y ella carraspeó—. Se trata de los Gatos Negros. También han capturado a un miembro.

Fruncí el ceño, muy preocupada.

—¿Han capturado a un Gato Negro? —repetí—. ¿Y ese Gato Negro estaba con Lénisu?

Deria se encogió de hombros.

—Eso ya no lo sé. Pero Dol dice que todo va a arreglarse, dice que vengas rápido, que va a ir al cuartel para informarse pero que tú tienes que venir para reclamar a Trikos.

—¿Reclamar a Trikos? Oh —resoplé, entendiendo—. Voy enseguida. No se quedarán con Trikos, de eso puedes estar segura. Trikos es un amigo y no lo abandonaré ni aunque me lo quisieran quitar los mismísimos orilhs.

Deria asintió con la cabeza, con más serenidad, y bajé hasta el campo de entrenamiento. El maestro Dinyú estaba sentado tanquilamente sobre una piedra con las piernas cruzadas y me observaba con una ceja enarcada.

—Maestro —dije, acercándome a él—. Tengo que hacer algo que no puede esperar. Con su permiso…

El maestro Dinyú asintió con la cabeza enseguida.

—Por supuesto, Shaedra, puedes irte. El ataque Zairen puede esperar —aseguró, sonriente.

Sonreí anchamente y lo saludé con las manos juntas.

—Gracias. Volveré esta tarde.

Ya me estaba girando hacia la colina cuando el maestro Dinyú dijo:

—Shaedra…

—¿Sí, maestro?

—El har-kar no es sólo un arte de lucha, sobre todo es un arte de vida y una manera de pensar. Espero que no lo olvides.

Tratando de entender por qué me decía eso en ese momento precisamente, asentí solemnemente.

—No lo olvidaré.

Y entonces salí corriendo colina arriba y Deria y yo nos dirigimos a casa de Dolgy Vranc con rapidez.

Dolgy Vranc nos esperaba y en cuanto llamamos a su puerta abrió y salió.

—Vamos a ver si nos dejan entrar —dijo—. Está claro que si le han cogido a Trikos, Lénisu debe de estar pasando malos momentos.

Agrandé los ojos.

—¿Por qué dices eso? —pregunté.

—Bueno… Por lo que he visto, Lénisu le tiene mucho aprecio a Trikos. Si lo ha dejado ir, es que ha estado a punto de estar en apuros, ¿no crees? Además, uno de los mercenarios estaba herido.

Asentí, palideciendo.

—Tenemos que recuperar a Trikos —dije con firmeza—. A saber lo que harían con él si no. ¿Y cómo sabes que tenían a un Gato Negro?

El semi-orco soltó un gruñido.

—Lo llevaban a rastras. Era un ternian, pero no era Lénisu, aunque ahora se ha extendido el rumor de que han pillado al Sangre Negra. Pero es falso. Ese ternian no tenía la menor semejanza con tu tío. Y, de todas maneras, no está claro que sea ningún Gato Negro.

Cuando llegamos al cuartel, había tenido tiempo de imaginarme todo tipo de desastres que podían ocurrirle a Lénisu. ¿Y si Dolgy Vranc no había visto bien y que efectivamente aquel presunto Gato Negro era Lénisu? Aunque también podía ser que hubiesen cogido finalmente al Sangre Negra y se dieran cuenta de que nada tenía que ver con mi tío.

Las puertas del cuartel estaban abiertas y dos guardias protegían la entrada, más atentos que habitualmente, seguramente por los acontecimientos de aquella mañana.

—Buenos días —dijo Dol, al llegar a la altura de los guardias—. Venimos a reclamar la propiedad de un caballo que unos hombres han traído esta mañana aquí.

Los guardias nos observaron e intercambiaron una mirada.

—¿Nombre? —soltó uno de los guardias con un tono contrariado.

—Trikos —contesté.

El semi-orco soltó una carcajada.

—Creo que querían saber nuestros nombres —me explicó mientras yo me sonrojaba—. La propietaria de Trikos es Shaedra —añadió, señalándome con un vago ademán—, la sobrina del que lo montaba. Según la ley, tiene todo el derecho a recuperar su caballo.

Los guardias volvieron a intercambiar una mirada y uno de ellos asintió con la cabeza.

—Está bien. Voy a hablar con el capitán.

Desapareció en el interior y solté un suspiro.

—¿Crees que he hecho el ridículo? —pregunté inocentemente al semi-orco, en voz baja.

Dol sonrió, divertido.

—Qué va. Sólo un poco. De todas formas, Trikos es un buen nombre. Al candiano no parece molestarle que le llaméis así.

Bostecé y asentí.

—Por cierto, ¿qué tal te va el har-kar? —preguntó, mientras esperábamos pacientemente delante del otro guardia.

—Estupendamente —contesté—. Sotkins sigue ganándome la mayoría de las veces. Y Yeysa sigue tan bruta como siempre.

Deria soltó una risita.

—Hoy me he fijado en ella. Parece una mula mosqueada.

Sonreí aunque recobré mi seriedad al ver que el guardia nos miraba con cara de cotilla. Poco después, volvió el otro guardia acompañado del capitán, un elfo oscuro vestido de la habitual túnica dorada de Ató con un dragón rojo cosido en el centro. Sus ojos amarillos se posaron en el semi-orco.

—Buenos días. ¿Qué desean?

—Quisiéramos recuperar a Trikos —contesté, antes de que el semi-orco pudiese hablar. Después de todo, era yo quien debía ocuparme de ese asunto, y no Dol.

—Trikos —repitió, como extrañado.

—El caballo que ha llegado esta mañana —expliqué—. Es un candiano con pelaje rojizo, seguramente lo habrá visto…

—Entiendo —me interrumpió—. Pero aún no podemos restituírtelo. Estamos aún realizando pesquisas. Dentro de poco, te lo enviaremos a tu casa. ¿El Ciervo alado, no es así? —Asentí—. Bien. ¿Eso es todo?

—No —intervino Dolgy Vranc—. Quisiéramos saber si tienen noticias de Lénisu…

—Eso no es asunto vuestro —cortó el capitán amablemente.

—Y si el Gato Negro que habéis capturado sabe dónde están los demás Gatos Negros —continuó Dolgy Vranc, imperturbable—. Porque si localizáis a los Gatos Negros, será muchísimo más fácil localizar al Sangre Negra verdadero.

—Sabemos hacer nuestro trabajo —replicó el capitán, sin perder la calma—. Si eso es todo, podéis marcharos.

Deria y yo intercambiamos una mirada resignada pero Dol soltó un resoplido.

—Capitán —gruñó—. Esta muchacha lleva meses preocupándose por su tío porque lo están acusando en falso. Me parece razonable que si se va a llevar un juicio justo, se averigüe antes todo lo relacionado con los Gatos Negros hasta que el asunto esté totalmente claro.

Percibí un brillo de impaciencia en los ojos del capitán.

—Señor Vranc, usted sabe que aplicamos estrictamente la ley del Libro de Ató. Así que, por favor, no siga acosando a mis guardias. Le conozco mejor de lo que cree, y usted me conoce a mí: tendré en cuenta sus palabras. Buenos días.

Inclinó rígidamente la cabeza y se marchó mientras nosotros le dábamos la espalda al cuartel general de Ató.

—Nunca me ha acabado de caer bien esta guardia que tenemos —masculló Dolgy Vranc.

—Bueno, al menos ha sido amable —reflexioné—. No podía hacer mucho más por nosotros. Es verdad —razoné, al ver que el semi-orco me miraba, con una mueca—, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarnos pasar e interrogar al Gato Negro directamente? Eso seguro que está prohibido.

—Mm. Al menos no nos han puesto muchas pegas por lo del caballo —consintió Dol—. Me carcome que tengas que pasar por esto, Shaedra. Ayer, vino Aryes a casa y en un momento me dijo que estabas agotada. Me revienta —añadió.

—Oh —solté, sorprendida de que se lo tomara así—. No te preocupes por mí. Tampoco estoy tan agotada. Es más, últimamente duermo de un tirón todas las noches. Aunque es cierto que a veces preocuparse por alguien es peor que estar huyendo de una manada de nadros rojos.

—Yo tengo una idea —intervino Deria, de pronto—. ¿Y si esta noche nos colamos en el cuartel y vamos a ver al Gato Negro? Le sonsacamos todo lo que podemos, y luego nos marchamos todos en busca de los Gatos Negros… Er… Capturamos al Sangre Negra y…

No acabó su frase porque, obviamente, se había dado cuenta de que su plan era ligeramente imposible.

—Yo propongo ir a beber una infusión en mi casa —dijo Dol—. A menos que tengas que volver al entrenamiento, Shaedra.

Negué con la cabeza.

—Apenas queda una hora de entrenamiento. No valdría la pena.

—Entonces, a mi casa. Y te quedarás a comer. No cocino tan bien como Lénisu ni como Kirlens, pero sé hacer unos pasteles de puerros fritos muy buenos, y lo digo con toda modestia.

Me reí.

—Tengo demasiada hambre para fijarme en si es buena o mala cocina.

Y de camino a su casa los tres nos pusimos a hablar de comida y de arte culinario muy animadamente.

13 Decisiones

Dos días más tarde, me desperté cuando apenas empezaba a clarear, al oír un ruido contra mi ventana.

—Syu… —me quejé, bostezando.

«¿Qué pasa?», preguntó Syu, medio dormido.

Abrí los ojos, extrañada, y me senté en la cama, parpadeando. ¿Qué…? Vi una sombra pasar detrás de la cortina y me precipité hacia la ventana. En el mismo instante en que corría la cortina, la ventana se abría y entraba la borrosa y rápida silueta de Drakvian.

—¡Drakvian! —solté, sin aliento.

Volví a cerrar la ventana y a correr la cortina precipitadamente.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, mientras la vampira les saludaba a Frundis y a Syu.

—Oh. Buenos días, Shaedra. He venido a avisarte de que están trayendo a Lénisu a Ató. Lo han capturado, como temías. Además, está herido.

Palidecí, aterrada.

—¿Qué?

—Ha sido por culpa de un accidente —explicó—. Lénisu me mandó al infierno el primer día en que le hablé del trato que había hecho contigo —contó, con una sonrisa—. Hasta me amenazó con su espada. Dijo que no necesitaba que lo ayudasen. Así que lo seguí, a su pesar. Iba acompañado de un amigo suyo. Anduvieron por las Hordas y entonces…

Levantó los ojos para contemplar el trozo de techo que había quemado con sus bolas de fuego, durante su enfermedad. Yo me había dejado caer sobre la cama, desesperada.

—Hubo un ataque sorpresa de seis saijits armados, muy poco educados, por cierto. No avisaron nada. Claro que es el principio básico del ataque sorpresa —caviló—, pero el caso es que Lénisu se había ido a recoger leña. Lo atacaron y recibió un golpe de espada en la pierna. Su compañero acudió en su ayuda y yo también intenté desviar la atención de los atacantes. En el combate… por culpa de un bruto… se me escapó —acabó por decir, quedándose de pronto muy sombría—. Perdí a Cielo —explicó.

Suspiró, pensativa.

—Así que me fui a esconder —prosiguió—. Vi que los mercenarios se separaron en dos grupos. Tres de ellos se dirigieron hacia Ató. Uno de ellos iba encima de Trikos, gravemente herido. Llevaban al amigo de Lénisu… y a Cielo —añadió—. Los tres restantes fueron en busca de Lénisu. Acabaron por encontrarlo, por supuesto, dejaba huellas de sangre por todas partes. Y entonces yo… —se mordió el labio— lo abandoné para ir a recuperar a Cielo.

Me miró con cara de disculpa y yo sacudí la cabeza.

—De todas formas no podrías haber hecho gran cosa contra seis saijits.

—Eran tres —corrigió ella—. Como ya he dicho, los otros tres se fueron con el caballo. Y con Cielo. Malditos —escupió—. Van a pagármelo muy caro —dijo, sacando los colmillos—. Pero te recuperaré, no te abandonaré —prometió, hablando con su daga perdida con una seriedad muy poco habitual en ella.

—Drakvian —dije, con la voz temblorosa—. Lénisu… ¿ha llegado ya a Ató?

La vampira, abstraída, pareció despertar de pronto y negó con la cabeza.

—Aún no. Pero no tardarán. Uno o dos días como máximo. Bueno, por lo que a mí respecta, creo que he cumplido con mi parte del trato, ahora voy a por Cielo.

—¿Qué? —solté—. Oh, bueno. Entiendo que Cielo es muy importante para ti… ¿Tienes una idea de dónde puede estar?

—En manos de esos sucios saijits —siseó—. Ladrones. ¡Van a pagármelo con la sangre!

Un escalofrío me recorrió al ver el rostro enfurecido de Drakvian.

—Er… De acuerdo. Ve tras ellos. Si yo puedo ayudarte en cualquier cosa, me dices.

La vampira negó con la cabeza.

—Esto es un asunto entre ellos y yo —dijo—. Ahora tengo que irme, antes de que todos se despierten y me vean vagando por aquí. Últimamente me olvido de que los saijits no están habituados a ver vampiros, y eso que antes nunca me pasaba. Creo que eres una mala influencia para mí.

Resoplé, disimulando una sonrisa. ¿Cómo una ternian podía ser una mala influencia para una vampira?, me pregunté, muy divertida, a pesar de la gravedad de la situación.

—Buena suerte, Drakvian —le dije, cuando ella volvía a abrir la ventana.

—A ti también. Por cierto —añadió, entrecerrando los ojos—, sigues teniendo mi colgante, ¿no? —Asentí, poniendo los ojos en blanco, y soltó un suspiro aliviado—. Perfecto. Adiós, Syu, adiós, Frundis —soltó, antes de desaparecer del cuarto.

Me levanté, fui a cerrar la ventana y contemplé un momento el cielo que iba azulándose.

«Fiu», dijo Syu, sentándose en la cama. «Esa vampira me da cada vez más miedo. En un momento parece contenta y luego parece furiosa y sanguinaria, ¿no te parece?»

Asentí, girándome hacia él.

«Drakvian es la antítesis de Kwayat», dije.

A Syu le hizo mucha gracia mi comparación y se puso a comparar a ambas personas con dedicación, mientras yo me ponía a pensar en lo catastrófico que podía resultar el hecho de que hubieran capturado a Lénisu. No podía negar que me sentía aliviada al saberlo vivo, pero ahora que por fin tenía una noticia sobre él, resultaba que lo traían a Ató para condenarlo a muerte. Qué ironía, pensé.

Tenía la sensación urgente de que tenía que hacer algo, tenía que actuar antes de que toda Ató supiera que Lénisu había sido capturado. Aún me quedaba una ventaja: tan sólo yo sabía, en Ató, exceptuando a Drakvian, que Lénisu había sido capturado. Siempre podía salir de inmediato, ir en busca de los mercenarios y salvar a Lénisu… aunque ese plan parecía uno de los típicos planes de Deria. Claro que si le pedía ayuda a Deria, Dol y Aryes, quizá fuéramos capaces de hacer algo. Pero tenía la impresión de que, entonces, todo lo que podríamos hacer fracasaría porque sería demasiado tarde.

«¿Qué posibilidades tienes de salvar a Lénisu antes de que llegue aquí?», me preguntó Syu, intentando ayudarme con mi problema.

«Bueno… Daelgar decía que tenía capacidades para convertirme en una espía», cavilé. «Así que supongo que podría pasar desapercibida delante del guardia de turno, desatar a Lénisu y huir con él… tal vez podría funcionar.»

«¿De veras?», replicó Syu, dubitativo.

«Syu», le dije pacientemente. «¿No me dijiste que un gawalt tenía que actuar bien y rápido y no atormentarse por lo que no puede hacer?»

Syu levantó los ojos al cielo.

«Maldigo el día en que solté esa frase», gimió. «¿Realmente estás convencida de que vas a actuar bien y rápido?», preguntó.

«Ajá», asentí. «Imagínate: me encuentro con el grupo digamos esta noche, en el camino. En realidad, es sencillo. Sólo necesito el cuchillo que me regaló Kirlens y un poco de valor y arte.»

Syu sonrió con todos sus dientes.

«¿Valor y arte? Eso ya lo tenemos, no te preocupes.»

Le devolví la sonrisa.

«¿Entonces te parece una buena idea?»

Syu se encogió de hombros.

«Si de veras crees que vas a vivir mejor haciéndolo, ¿por qué no?»

«Únicamente lo siento por los mercenarios, que se van a quedar sin los tres mil kétalos», suspiré.

Syu me miró fijamente.

«¿Eso importa?»

Lo pensé más detenidamente y negué con la cabeza.

«No mucho. Es más, esos mercenarios me caen mal. No tenían por qué meterse con Lénisu.» Hice una pausa y me levanté de un bote. «Manos a la obra, amigo mío.»

Primero bajé discretamente a la cocina a coger unas pequeñas provisiones para dos días, luego puse todo en mi saco naranja y metí también la capa, porque las noches empezaban a ser frescas.

Frundis empezó desaprobando el plan rotundamente, pero cuando le propuse que viniese con nosotros, aceptó encantado y enseguida vio razones para apoyar mis disparatadas y esperanzadas decisiones.

Salí de mi cuarto por la ventana y bajé de tejado en tejado hasta llegar al puente. El nuevo puente estaba más o menos acabado y tan sólo quedaban las torres por construir. Por primera vez, crucé el puente de piedra y me fui corriendo por el camino bordeado de campos y bosquecillos. Al principio, me latía el corazón de la emoción de por fin hacer algo. Seguramente todos habrían desaprobado mi plan. Incluso Syu y Frundis tenían sus reservas, pero ¿qué podía hacer? Si Lénisu llegaba a Ató, lo encerrarían en una celda en el cuartel general y ya sería imposible sacarlo de ahí. No permitiría que los de Ató se deshicieran de Lénisu con un juicio “sumario”, como había dicho Nart. Era mejor actuar rápido, antes de que la situación empeorara.

Entonces recordé mis lecciones con el maestro Dinyú y Kwayat y palidecí un poco al darme cuenta de que al salir de Ató tan precipitadamente no había ni podido avisarle a Kwayat de que no me esperara… Sentí cierta pesadumbre pero me convencí de que era mejor que Kwayat esperara un poco a que Lénisu perdiera la vida.

—No te preocupes Lénisu, allá voy —solté, decidida.

«¿Vas a hablarle a Lénisu durante todo el viaje antes de haberlo salvado?», me preguntó Syu, con socarrona curiosidad.

«Intentaba darme ánimo», repliqué.

«Está claro que necesitas un poco más de ritmo», intervino Frundis. «Voy a ver qué puedo hacer…»

Sonó un ruido de trastos que se removían, como si Frundis necesitase remover sus canciones para poder elegir cuál era la más oportuna en aquel momento, y poco después empezó a sonar una canción animada con trompetas y tambores.

* * *

Cuanto más avanzaba, más tenía la impresión de estar cometiendo un error. Pero no podía remediarlo: tenía la convicción de que si no actuaba ya, Lénisu acabaría mal. De modo que, lógicamente, no podía estar cometiendo un error.

«El error lo cometes al pensar tanto», me replicó Syu.

«Los pensamientos alimentan la música», dijo Frundis.

«Bah, depende de qué pensamientos», gruñó el mono. «La preocupación no nutre nada. Desnutre.»

«No hables tan rápido, la preocupación puede dar lugar a muchas músicas, por ejemplo…» Se oyó un carraspeo y la música regular de tambores cambió por un sonido chirriante y espeluznante.

«Eso es terror musical», objetó Syu.

«Es preocupación», replicó Frundis, contrariado.

«Sois vosotros los que me preocupáis», intervine. «Hablando de comida, ¿qué os parece si comemos algo?»

«La música alimenta más que la comida», dijo Frundis, con un resoplido desdeñoso.

«Eso lo dices porque eres un bastón», sonreí. «¿Un poco de pan, Syu?»

«Si insistes», contestó Syu desenfadadamente, cogiéndose un buen trozo de pan.

Comimos rápidamente y seguimos caminando. El cielo ya empezaba a oscurecerse y aún no me había cruzado con un solo alma. Estaba claro que la orilla este del Trueno estaba prácticamente deshabitada. Por algo Ajensoldra y los Reinos de la Noche nunca se ponían de acuerdo sobre de quién debían ser los territorios de la cordillera. Con un solo vistazo, se podía ver claramente que de nadie. Tan sólo vivían unos pueblos de ternians y de humanos, y algunos caitos, aunque los pueblos de estos últimos estaban en su mayoría más al norte y al pie de las montañas, y cada una de esas comunidades se consideraba de su pueblo y de nada más. Lo cual era lógico.

El paisaje estaba compuesto de prados, colinitas y unos pocos bosquecillos. Si alguien aparecía en el camino, lo vería desde lejos. Aun así, fue Frundis el que nos avisó de que se acercaba un grupo de personas. Al parecer, la música del entorno había cambiado. Por mi parte, no oía ningún ruido de pasos, pero confié en lo que decía Frundis y me aparté del camino, escondiéndome en un bosquecillo no muy alejado.

Al ver aparecer al grupo, me quedé muy quieta y me envolví de armonías aun sabiendo que escondida como estaba detrás de los arbustos, era improbable que me vieran. Al principio, intenté engañarme para no darme falsas esperanzas y traté de convencerme de que no era más que un grupo de viajeros sin relación alguna con los mercenarios y Lénisu. Pero a medida que se iban acercando, fui divisando sus armaduras ligeras y sus espadas y vi que eran cuatro, número que concordaba muy bien con los tres mercenarios que habían capturado a Lénisu…

Entonces lo vi. Era el más bajito de todos. Iba maniatado, sin camisa y avanzaba como resignado mientras uno de los mercenarios le estiraba con una cuerda que le había atado al cuello, como para hacerlo andar más rápido. La luz del día ya estaba desapareciendo pero la Luna había empezado a brillar en el cielo y alcancé a ver con suficiente claridad el aspecto de los tres mercenarios.

Había dos caitos y otro que parecía un semi-elfo de la tierra con sangre ternian en las venas. Los dos caitos eran robustos y grandes y eran los que llevaban las armas más pesadas, a saber un hacha y una maza, mientras que el semi-elfo tenía un arco corto y una espada, pero aunque los dos caitos le llevasen varios centímetros, el semi-elfo era bastante más alto que Lénisu. Eran tres mercenarios imponentes y aterradores, concluí.

Me pregunté hasta cuándo seguirían avanzando. Generalmente, a esas horas, cualquiera habría parado a cenar y a dormir. Pero ellos parecían andar con prisas y, por lo visto, querían aprovechar los últimos destellos del día para acercarse a Ató.

«Están impacientes por recibir los tres mil kétalos», gruñí.

«Menuda panda de avaros», dijo Frundis.

«Esto me da muy mala espina», comentó Syu.

Esperamos a que los mercenarios pasaran delante del bosquecillo y luego solté un suspiro de alivio y de emoción.

«¡Syu! Creo que esto va a funcionar», dije, alegremente. «Me preocupaba que los mercenarios hubieran decidido atajar por el campo o que hubieran cogido otro camino. Quién sabe, podrían haber venido del norte, podrían haber podido pasar tantas cosas… Pero ahora estoy del todo tranquila.»

«No sabes cuánto me alegro», replicó él, con la nariz fruncida. «¿Y ahora qué hacemos?»

Me mordí el labio, pensativa, dándome cuenta de que efectivamente todo quedaba por hacer.

«Ahora toca esperar», contesté.

* * *

Habían encendido un fuego a unos cincuenta metros de un bosquecillo. Eso fue la primera cosa que me sorprendió porque yo, entre dormir a campo abierto o en un bosque, habría elegido el bosque. Syu también se mostró sorprendido.

«Los árboles siempre ofrecen mejor protección», argumentó.

«Al parecer ellos no necesitan protección», comenté, escondida detrás de un pequeño arbusto en el linde del bosque.

Frundis soltaba una tranquila música de flauta que no convenía para nada a la situación y parecía abstraído totalmente.

«Vamos a esperar a que duerman profundamente», decidí. «Lénisu sigue maniatado, ¿no?»

Syu entrecerró los ojos y asintió.

«Eso me parecía», suspiré. «Habrá que desatarlo antes de poder huir.»

«Te dejo encargarte de eso. Yo me encargo de despertarlo cuando estén todos dormidos.»

«No estarán durmiendo todos», dije entonces. «Eso va a ser el mayor problema. ¿Cómo hacer para que no nos vea el que vigile?»

Cuanto más reflexionaba sobre el asunto, más imposible me parecía lo que pretendía hacer. Esperé escondida durante un hora más. Los dos caitos se fueron a dormir y el semi-elfo se quedó sentado contemplando el fuego, sin estar sin embargo muy alerta. Pero sabía que los elfos de la tierra tenían mucho oído y buena vista. No tenía que dejarme engañar por mi impaciencia.

Consideré la idea de esperar unas cuantas horas hasta que el semi-elfo se fuera a dormir y lo remplazase un caito. Pero también me vino en mente otro pensamiento: el semi-elfo tenía que estar cansado por un día entero de caminata. Eso era una ventaja considerable.

Entonces, me invadió una súbita determinación y decidí actuar cuanto antes. Utilicé las armonías y me escondí entre las tinieblas, acercándome al fuego de los mercenarios con el corazón latiendo a toda prisa.

Jamás me había sentido tan temeraria. Syu me seguía imitando las mismas técnicas armónicas que yo y Frundis nos envolvía mejorando nuestros sortilegios. Me sentía bastante orgullosa del resultado.

Me pareció que había pasado una eternidad cuando por fin llegué junto a Lénisu. Estaba tendido entre los dos caitos y el semi-elfo estaba del otro lado del fuego. Me quedé espantada al ver a mi tío de más cerca: tenía la pierna herida y con todas las probabilidades infectada, tenía otro corte en el torso, aunque superficial, y su rostro contraído, agitado y sudoroso le daba un aire febril.

«¿Has acabado de hacerle el diagnóstico, Shaedra?», me preguntó amablemente Syu, con una pizca de impaciencia.

El mono gawalt pasó por encima de mi hombro y aterrizó silenciosamente junto a Lénisu, preguntándose sin duda qué podía hacer para despertarlo lo más sigilosamente posible.

Se subió sobre él y le pellizcó la mejilla. Lénisu murmuró algo incomprensible pero no abrió los ojos. Syu y yo intercambiamos una mirada y luego me avancé, pegada al suelo y sacando mi cuchillo. Pronto me fijé en que el cuchillo que me había regalado Kirlens no era un cuchillo para cortar cuerdas gruesas.

«Esto es un desastre», pronunció Syu. «No se despierta.»

Levanté la mirada y vi que le estaba pellizcando la mejilla y agitándola como si estuviera escurriendo un trapo mojado.

«¡Syu!», protesté. «Cambia de táctica. No podemos llevárnoslo a cuestas, no es que pese mucho, pero yo no soy Yeysa.»

«Deja de hablar tanto y sigue cortando la cuerda», me replicó el mono, pasando a estirar las orejas de Lénisu.

Lénisu, entonces, despertó, abriendo los ojos perezosamente, como agotado. Gruñó y yo le puse una mano encima de la boca, imponiéndole silencio. Lénisu, sin embargo, no acabó de entenderlo todo. Al cabo de un momento, comprendió quién era y, afortunadamente, no soltó ninguna exclamación sino que se quedó como pasmado, cosa que no era habitual en él y me inquieté realmente por su salud. ¿Podría acaso correr con esa pierna herida? Drakvian me había avisado de que estaba herido, ¿por qué demonios me había olvidado de eso en mi tremendo plan?

Solté un suspiro de alivio cuando conseguí al fin cortar la cuerda que mantenía a Lénisu maniatado, y entonces empezó la peor etapa: levantar a Lénisu, puesto que no parecía estar dispuesto a hacerlo solo. Solté a Frundis y cogí las dos manos de Lénisu, estirándolo con todas mis fuerzas. Lénisu parpadeó y agrandó de pronto mucho los ojos.

«¡Cuidado!», exclamó Syu, aterrado.

Oí de pronto un ruido detrás de mí y giré la cabeza. Me quedé helada. De pie, a unos metros de distancia, un semi-elfo tensaba la cuerda de su arco, apuntándome con una flecha.

—Suéltalo —me ordenó.

Solté a Lénisu y éste cayó de unos centímetros soltando una exclamación de dolor que despertó a los dos caitos en un sobresalto.

Tragué saliva, intentando entender cuándo se habían deshecho los sortilegios armónicos que me escondían. ¿Cómo había podido desconcentrarme de semejante forma?

—Santo cielo, tú, aparta esa flecha de… esa niña —bramó Lénisu, intentando levantarse.

Tendió una mano temblorosa hacia mí, sin embargo los caitos no le permitieron ir mucho más lejos: lo tiraron al suelo y lo maniataron con la cuerda que habían utilizado para atarle el cuello. Pero se apresuraban innecesariamente: Lénisu estaba demasiado débil para rebelarse.

El semi-elfo pareció relajarse pero no dejó de apuntarme con su arco.

—¿Quién eres? —preguntó, mirándome a los ojos fijamente.

—Yo… —vacilé e intenté darle un poco más de firmeza a mi voz—, estaba pasando por aquí y…

—¿Quién eres? —repitió, adelantando un paso.

—Déjala marchar —resopló Lénisu, cuando los caitos se alejaron un poco de él—. Es tan sólo una niña.

Uno de los caitos soltó una carcajada.

—Una niña que va armada con un cuchillo y que consigue pasar sin que Uman la vea —gruñó, sarcástico.

—Aunque este es un cuchillo para cortar zanahorias más que otra cosa —replicó el otro caito, recogiendo mi cuchillo del suelo.

«Te has metido en un buen lío», dijo Syu, desde algún sitio que no pude determinar.

«No hace falta que me lo digas», le repliqué, con un gemido mental.

—No tengo malas intenciones —dije—. Sólo pretendía salvar a un inocente.

—Conoces a este hombre… —dijo Uman, el semi-elfo, destensando la cuerda de su arco—, ¿cómo?

Abrí la boca y la volví a cerrar, confusa.

—Yo…

—Es mi sobrina —intervino Lénisu, pasándose las manos sobre el rostro, como para despejarse—. Está un poco desequilibrada, no la toméis mucho en serio. A veces incluso se pone a hablar con un mono gawalt y con todo tipo de objetos. No os convirtáis en criminales después de capturar a uno, ¿eh? Es muy feo eso de amenazar a una muchacha de catorce años.

Me quedé mirándolo fijamente, aturdida. ¿Cómo que desequilibrada? ¿Qué demonios estaba diciendo Lénisu? ¿Y qué significaba eso de que habían capturado a un criminal si él no lo era?

Uman enarcó una ceja.

—¿Tu sobrina, eh? No sabía que el Sangre Negra tuviera familia. Creía que se la había cargado entera.

Lénisu puso los ojos en blanco.

—Amigo, me temo que estás confundiendo a los Sangres Negras, ya te he dicho que yo no tengo nada que ver con todas esas historias sangrientas… aunque supongo que a ti te trae sin cuidado.

—Efectivamente —replicó Uman, mientras Lénisu dejaba caer la cabeza otra vez contra el suelo, agotado.

—Esto es el colmo —intervine, sin poder aguantar más—. ¿Por qué lo dejáis en ese estado? Ya no puede más, va a morir si no hacéis nada para curar esa herida.

Uman se giró hacia mí.

—Y tú, ¿supongo que vienes de Ató? —asentí con la cabeza e iba a decir algo pero él me interrumpió—. Muchacha, supongo que tu intención al venir aquí era la de liberar a este hombre. Por consiguiente, has estado a punto de hacer algo ilegal, ya que este hombre va a ser ajusticiado y, si no me engaño, será sentenciado a muerte. Y no veo por qué debería preocuparme por la herida infectada de un muerto.

—Muy justo —aprobó Lénisu con una voz ronca, haciendo un gesto con las manos atadas—. No puedes curar la muerte —y levantó levemente la cabeza, con una media sonrisa—, a menos que quieras convertirme en un esqueleto, por supuesto. Maldigo el día en que me prometí que nunca tocaría la nigromancia —añadió.

Estaba delirando, me dije, agrandando los ojos, aterrada.

—Hay que curarle la pierna —insistí, desesperada.

—No veo por qué deberíamos hacerlo —replicó uno de los caitos, sentándose en la hierba, junto al fuego. Soltó un gruñido—. Estoy agotado. Atemos a esta chavala y sigamos durmiendo.

Usaron parte de la cuerda que habían utilizado para maniatar a Lénisu y me ataron las manos con ella. Protesté, sin embargo, mientras me maniataban:

—¿Es que no tenéis compasión? —solté, intentando mantener mi voz exenta de ira, en vano—. Está sufriendo. Al menos, deberíais darle el beneplácito de la duda: ¿qué prueba tenéis de que Lénisu es un criminal? Ninguna. Deberíais dejarme ir a buscar aladena, hay mucha por los alrededores de Ató… Y deberíais dejarme desinfectar la herida…

Callé, al advertir la mirada sombría del semi-elfo.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

—Shaedra —contesté—, ¿y eso qué importa?

—Nada.

Y me dio la espalda mientras uno de los caitos me obligaba a sentarme.

—A dormir —dijo el caito—. Atada como estás a tu tío, me da que no vas a poder ir muy lejos.

Lo fulminé con la mirada y advertí entonces un movimiento en el suelo: era Frundis que trataba de acercarse a mí. Me moví ligeramente y toqué el bastón. Una oleada de notas de música de salón me invadió la mente por completo y sacudí la cabeza.

«¡Frundis!»

«¿Lo has oído?», me replicó él, sin embargo, entusiasmado. «¡He cogido un nuevo sonido! Jamás pensé que encontraría uno nuevo tan rápido. Aún no sé exactamente cómo ha sucedido… ¡es un milagro!»

Levanté los ojos al cielo, sin poder creerlo.

«Frundis, ¿de veras te consideras un arma luchadora de primera?», gruñí. «¡Me has dejado plantada mientras me estaban apuntando con una flecha al corazón!»

«Oh, ¿de veras? Esto… quizá me haya perdido algo. ¿Quién te ha atacado?», preguntó, con un interés amable.

Solté un suspiro exasperado y Uman me miró con cara suspicaz.

«Los tres mercenarios, ¿quién si no? Ya veo que no prestabas atención. Buscando nuevos sonidos», suspiré, incrédula.

«Es una tarea muy importante», replicó Frundis, ofendido.

«¿Más importante que la de salvar a Lénisu?», repuse.

«Parecido», afirmó, tras una breve pausa.

Cerré los ojos, cansada, y me quedé tumbada boca arriba en la hierba, pensativa. Estaba atada a la misma cuerda que Lénisu y tan sólo me bastó seguir la cuerda para encontrar a Lénisu tendido medio metro más lejos. Ahora sabía que Lénisu no sería capaz de levantarse solo y echar a correr. Todas mis buenas intenciones se me habían ido al traste. Entendía tan sólo ahora el terrible error que había cometido. Aunque al mismo tiempo, estaba contenta de estar junto a Lénisu, y además, lo importante era que lo hubiese intentado.

«¿Shaedra?», preguntó entonces Frundis, inquieto. «¿Estás bien?»

«Yo sí. Pero Lénisu está herido. A esos mercenarios tan sólo les importa que llegue vivo a Ató. Luego les trae sin cuidado que muera. Creo que esto es lo más terrible que me ha pasado en mi vida, ¿cómo pueden ser tan cortos de miras? Cualquiera podría ver enseguida que Lénisu es buena gente.»

Realmente, no lo entendía. ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado? ¿Y por qué Lénisu parecía tomarse todo de manera tan indiferente? Parecía que se había dado por muerto y que no iba a hacer nada para impedir que lo sentenciaran a muerte injustamente. Claro que no parecía estar en condiciones de pensar correctamente… Lo que más me molestaba, en aquel momento, era no poder desinfectar la herida de Lénisu y vendarla como debía ser. Realmente las dotes curanderas de aquellos tres mercenarios daban pena.

«¿Hay algo que pueda hacer?», preguntó Syu, en algún sitio.

Súbitamente, me vino una idea, y una sonrisa empezó a dibujarse en mi rostro.

«Sí. Búscame unas cuantas hojas de aladena. Es una planta pequeña… un poco más alta que tú. Tiene hojas tipo arce, pero más esponjosas y gruesas, y más pequeñas. ¿Puedes encontrar eso?»

«Creo que ya veo de qué planta hablas», aseguró Syu. «Seré tan rápido como el rayo.»

«Ten cuidado cuando te acerques», le dije, preocupada.

«Pff», replicó él.

Un cuarto de hora después, estaba de vuelta con las hojas de aladena y me las dejó entre las manos lo más discretamente posible antes de desaparecer como había venido.

Lénisu dormía desde hacía tiempo, pronunciando palabras a medias. Las llamas del fuego iluminaban su rostro agitado y sudoroso. Me acerqué a él sigilosamente y, torciéndome para poder alcanzar su pierna herida, intenté remangarle el pantalón hasta la rodilla. Fue una tarea muy difícil, porque la sangre estaba seca y el pantalón se había pegado a la herida. Y cuando lo conseguí, la herida se volvió a abrir y Lénisu soltó un gruñido de dolor pero apenas se despertó. Le apliqué las hojas sobre la llaga tan rápidamente como pude, temiendo que me viera Uman.

Las hojas de aladena absorbían el pus y la sangre y soltaba un líquido que quemaba y, por consiguiente, desinfectaba. Por eso no me extrañé que al posar la aladena en la herida, Lénisu soltase un grito de dolor y se sobresaltase.

—¡Aaarr! —vociferó.

—Tranquilo —le susurré, precipitadamente—, te estoy curando la herida…

—¿Qué pasa ahora? —soltó, irritado, uno de los caitos, mientras Uman se levantaba de su piedra para ir a ver lo que ocurría.

Uman, al contemplar la escena, soltó una carcajada.

—No es nada, dormid tranquilos. Sólo es la chavala que hace todo para que lleguemos a Ató lo más rápido posible.

El caito gruñó y volvió a cerrar los ojos. Lénisu, en cambio, soltaba unos resoplidos de sufrimiento.

—Shaedra —gimió, con la voz casi enmudecida—, ¿por qué me estás matando?

Solté un suspiro irritado.

—Te estoy curando, Lénisu, tú no vas a morir. ¡No muevas la pierna! —siseé—. Es aladena.

—¿Aladena? —repitió Lénisu, aturdido. Y entonces agrandó los ojos—. ¡Pero eso es letal!

—Es letal si te lo comes —repliqué, poniendo los ojos en blanco—, pero es muy eficaz para las heridas. Confía en mí.

Lénisu se volvió a tumbar, y me hubiera gustado amortiguar un poco su caída pero desgraciadamente estaba maniatada.

Uman, en vez de volver a su sitio, se acercó a mí. Tenía el rostro sucio y cuadrado y las orejas más largas que la mayoría de los elfos.

—¿Quién es el que te ha traído la planta? —preguntó en voz baja para no despertar a los demás—. Tienes a un cómplice, no puedes engañarme. Y debe de ser muy discreto… ¿Quién es?

Agrandé los ojos, alarmada. No quería meter a Syu en ese asunto. Al fin y al cabo, era el único que se había salvado de mi estúpido plan.

—No hace falta que te preocupes —contesté—, no puede atacaros.

Uman enarcó una ceja, sorprendido y algo suspicaz.

—¿Hay más personas por los alrededores?

—No, que yo sepa —contesté—. Aparte de Syu, claro… el cómplice —expliqué para que lo entendiese.

Uman echó un vistazo hacia Lénisu, sacudió la cabeza y, sin una palabra más, volvió a sentarse en su sitio, a montar la guardia.

Seguí intentando curar la pierna de Lénisu utilizando un poco la endarsía, pero temía empeorar las cosas y lamenté la ausencia de un curandero. Aleria podría haber hecho las cosas mucho mejor que yo. Y cuando no se me ocurrió ninguna otra idea para aliviar el sufrimiento de Lénisu, me dejé caer junto a él, rendida. ¿Qué más podía hacer?, me pregunté, preocupada, al comprobar que Lénisu tenía mucha fiebre. Una ilusión de frío o de calor no podía más que engañar el organismo de Lénisu, no podía arreglar nada. Y cambiar la temperatura del cuerpo, además de difícil, podía ser peligroso: el maestro Jarp más de una vez nos había avisado sobre los peligros de la energía aríkbeta. Me volvieron a la memoria algunos casos de accidentes que nos había contado y preferí no tentar la suerte.

Entonces, me entró una nueva preocupación que no tenía nada que ver con Lénisu. ¿Y si, de repente, me transformaba en demonio? Atada como estaba, lo más probable era que ocurriera una catástrofe irreparable…

De modo que utilicé todas las técnicas a mi alcance para permanecer tranquila. No tengo que preocuparme, me repetí. Me imaginé que estaba corriendo en algún campo de Ató, riendo a carcajadas bajo un sol radiante de verano y me dormí sin previo aviso. Y tuve una pesadilla horrible. Lénisu conservando toda tranquilidad, andaba con seguridad sobre un terreno rocoso y, de pronto, caía en un precipicio. Yo gritaba. Pero entonces Lénisu volvía a aparecer levitando: Aryes le tomaba la mano y sonreía. Súbitamente, se levantaba un viento brutal que se llevaba a ambos mientras yo me quedaba junto al precipicio, desesperada, sin poder hacer nada y con Syu que se cogía de mi cuello con todas sus fuerzas para no ser arrastrado por el vendaval…

14 Voluntarios

Aquella mañana, cuando desperté, lo primero que vi fueron dos ojos negros que me contemplaban sin apenas parpadear. Eran los ojos de uno de los caitos, el pelirrojo con barba y con la nariz torcida.

Posé los codos sobre la tierra y me enderecé ligeramente, pestañeando. Apenas había empezado a clarear y la Luna aún brillaba en el cielo.

—Es muy pronto —gruñí, soñolienta.

—Buenos días, jovencita —me dijo el pelirrojo—. Debo decir que anoche parecías más peligrosa que ahora. No eres más que una niña.

—Una niña que consiguió llegar hasta nuestro fuego sin ser vista —comentó Uman—. Está claro que algo sabe de artes mágicas.

Enarqué una ceja, sorprendida al oír las palabras «artes mágicas». El maestro Yinur había dicho que algunas personas apartadas de la civilización denominaban así a las artes celmistas. Claro que había que ver qué significaba el concepto de «civilización» para el maestro Yinur.

—¿Artes mágicas? —repitió el caito moreno—, ¿de veras crees que esta niña es…?

Me miró con el ceño fruncido, desconfiado. Les sonreí a los tres, divertida al ver sus reacciones.

—Soy alumna en la Pagoda Azul —les dije—. Y soy har-karista.

—La Pagoda Azul —repitió el pelirrojo—. Vaya, eso me trae malos recuerdos. Recuerdo a algunos de sus antiguos alumnos a los que conocí. Unos tipos muy tercos.

Uman me miraba con interés.

—¿Has dicho har-karista?

—Ajá —repliqué.

—Qué casualidad. Conocí a un har-karista, hace apenas unos meses. Su nombre es Pyen Farkinfar, ¿lo conoces? —Negué con la cabeza—. Me derrotó en un duelo. Fue una dura lección —admitió. Y entonces se levantó—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Despierta a tu tío y marchémonos.

Me giré hacia Lénisu y comprobé qué tal se encontraba. Su fiebre había caído y su herida parecía haber echado todo el pus de modo que no pude más que maravillarme por los efectos de la aladena. Jamás había podido comprobar unos efectos positivos tan revolucionarios o al menos eso me pareció en el momento.

Lo desperté dándole palmaditas en la mejilla.

—Lénisu, despierta —le dije.

—¿Que despierte? —replicó él, despertando—. ¿Es que aún puedo despertar?

Su pregunta me hizo preguntarme si realmente le había bajado la fiebre pero luego constaté que Lénisu estaba más lúcido de lo que creía. Lo ayudé a levantarse y le metí a Frundis entre las manos para que pudiera apoyarse mejor, pidiéndole al bastón que de paso le ayudase moralmente con su música. Cuando estuvimos listos, los demás ya habían tapado el fuego y nos metían prisas para que avanzáramos.

—Esperad —les dije, vacilante—. Tengo un saco naranja en ese bosque, lo dejé ayer ahí porque era demasiado vistoso… Voy a ir a recogerlo.

—Ni se te ocurra —replicó el caito pelirrojo.

Entonces me fijé en que no habían comido nada para desayunar y empecé a preguntarme desde cuándo no habían comido los tres, por no hablar de Lénisu… Carraspeé.

—Esa mochila tenía pan y queso —dije, como de pasada—, es una pena tirar la comida de ese modo. Pero, claro, si no queréis ir a recogerlo…

Enseguida vi que los tres intercambiaban miradas pensativas. Estaban hambrientos, confirmé, para mí.

—¿Dónde está esa mochila? —preguntó el caito moreno.

Levanté las manos atadas y señalé el bosque a mi derecha sin una palabra. Un cuarto de hora más tarde andábamos todos en el camino y los mercenarios parecían más contentos después de haber desayunado algo, aunque fuera sin duda un desayuno muy frugal. Y al menos yo había recuperado mi mochila de toda la vida.

Lénisu y yo caminábamos muy juntitos, atados a la misma cuerda, siguiendo a Uman que iba delante. Lénisu avanzaba en silencio. No me decía ni una palabra y me inquietaba su aspecto y su mutismo. Era evidente que sufría y me preguntaba por qué seguía avanzando si sabía que cada paso lo acercaba más de Ató y del Mahir. Algo debía de tener pensado, reflexioné, esperanzada.

El caito pelirrojo y el más joven de los tres se llamaba Liin y el moreno Kuayden. Ambos estaban metidos en una conversación animada sobre Ató y sus mejores bebidas. Parecía que los tres mil kétalos se los iban a gastar para emborracharse durante el tiempo que pudiesen.

—Me parece poco provechoso beber esas asquerosidades —tercié tranquilamente—. Podríais hacer mejores cosas con esos tres mil kétalos.

Kuayden me fulminó con la mirada.

—Cierra la boca, no sabes de lo que hablas.

—¿En qué emplearías tú el dinero? —me preguntó Uman, girándose hacia mí, sin mostrar sin embargo mucho interés por la conversación.

—La verdad… no tengo ni idea —reconocí—. Yo nunca he necesitado dinero. Pero está claro que no me pasaría los días bebiendo, como dicen ellos. Sobre todo si esos tres mil kétalos se han ganado inmerecidamente.

El rostro de Uman se volvió más sombrío.

—¿Inmerecidamente? —repitió Kuayden, indignado—. Con la herida que me ha hecho tu condenado pariente creo que he merecido los tres mil kétalos para mí solo. Desgraciadamente, esa cantidad hay que dividirla en seis —añadió, como para sí.

Giré la cabeza y vi que efectivamente tenía una herida en el brazo bastante fea.

—Siento lo de tu brazo —intervino Lénisu, cojeando y resoplando—. Se me escapó el ataque. Ya sabía que no iba a poder venceros a los tres juntos, fue un reflejo.

Vi la mueca sorprendida de Kuayden.

—Bueno, en realidad tampoco me duele mucho. Estoy habituado a ese tipo de heridas. —Hubo un silencio y añadió poco después—: Yo también siento lo de tu pierna. Podríamos haber llegado a Ató anoche de no ser por esa maldita pierna.

Lénisu hizo una mueca pero no contestó y seguimos avanzando en silencio durante unos minutos.

—Tres mil kétalos es una cantidad miserable —dije de pronto—. No sabéis lo que estáis haciendo. Probablemente conseguiríais mucho más liberando a Lénisu: él tiene muchos contactos.

—No tan raudo, querida sobrina —replicó Lénisu—. Yo no estoy dispuesto a darles ni un mísero kétalo a estos matones.

—Y no te lo pedimos —replicó, gruñendo, Liin, el pelirrojo.

—Pero pensad un poco —intervine—. Si Lénisu resulta no ser el Sangre Negra, ¿de qué habrá servido todo esto? No os pagarán.

—Sí nos pagarán —soltó Uman—. Sea él el Sangre Negra o no. Si no respetan el trato, ningún mercenario que conozcamos se habrá quedado sin enterarse de ello. Deja ya de intentar vendernos tu opinión. No tenemos mucha paciencia con los niños pesados.

Agrandé los ojos, ofendida, y puse cara tozuda.

—Está bien. Tenías razón, Lénisu. Son unos matones.

—Avanza y deja de hablar, Shaedra —me dijo Lénisu—. Dime, ahora que todavía tengo un poco de consciencia, ¿por qué diablos has salido de Ató?

Me mordí el labio, sonrojándome.

—No te enfades. Me enteré de que estabas cerca de Ató y sabía que tenía que actuar rápido antes de que llegaras… Te acusan de ser el Sangre Negra y de crímenes que nunca has cometido. Y Nart me dijo que estaban tan convencidos de tu culpa que… que apenas iban a juzgarte —murmuré con dolor—. Pero había olvidado que estabas herido. Y yo no he estado muy hábil con las armonías. Ha sido un desastre de plan, pero no te preocupes, saldrás de esta.

Lénisu sacudió la cabeza débilmente.

—Lo dudo.

—Sólo tienes que decirles la verdad —insistí.

—No me escucharán —replicó—. Y además, ¿qué verdad contarles? Hay tantas verdades que sería absurdo intentar explicarlas todas, no me dejarían tiempo para explicarlas. El asunto es… complicado. Yo les importo una sarrena —me aseguró.

—Siempre es mejor decir la verdad —le aseguré—. Un buen Mahir sabe reconocer la verdad de la mentira cuando tiene delante al acusado.

—Jamás pensé que un Mahir pudiera ser bueno —rió Lénisu, sarcástico. Apoyó la pierna mala demasiado y soltó un gruñido de dolor. Cuando hubo recuperado un movimiento regular, suspiró—. Además, la verdad podría tener consecuencias todavía más catastróficas que una mentira.

Lo fulminé con la mirada.

—Lénisu, una cosa son los secretos y otra las mentiras. No puedes mentir indefinidamente. En cambio, la verdad es dura como la piedra de Léen. Me lo dijo Sain, un día.

—Sain… —repitió Lénisu, frunciendo el ceño—. A ese hombre no le salvó la verdad, la soga se la llevó con él al mundo de los espíritus. Yo no confío mucho en los repartidores de Justicia.

Invadida por una tristeza indefinible, iba a decir algo cuando de pronto me choqué contra Uman, el cual se había detenido en seco.

—¡Au! —me quejé.

—Salid del camino —siseó Uman, de pronto—. Viene gente.

Enarqué una ceja.

—¿Y por qué debería molestaros? Sois mercenarios legales, ¿no? Podéis ir adonde queráis…

Me empujó hacia un lado y lo seguí sin rechistar, mirando hacia el camino con los ojos entrecerrados. Enseguida mi expresión se iluminó de alegría.

—¡Kahisso! —exclamé, sonriendo anchamente—. ¡Lénisu, es Kahisso! Volvió de una misión bastante peligrosa y desde entonces se ha quedado en la taberna, con Wundail y Djaira. Seguramente Kirlens les ha pedido que me buscaran.

—¿Kirlens? —repitió Liin—. Ese nombre me suena.

—Es el tabernero del Ciervo alado —expliqué rápidamente. Y quise levantar una mano para agitarla pero el caso es que seguía maniatada—. ¡Kahisso! —exclamé, pegando saltitos.

Uman me fulminó con la mirada.

—¿Qué quieren esas personas?

—Encontrarme —expliqué sencillamente—. No os van a hacer ningún daño. Son raendays, «Honor, Vida y Coraje» —les recité, por toda explicación.

—¡Raendays! —resopló Kuayden.

—¡Kirlens! —dijo Liin, asintiendo con la cabeza—. ¡Ahora caigo, por supuesto! Pasamos la noche en su albergue más de una vez.

Uman los miró alternadamente y luego nos escudriñó a Lénisu y a mí.

—No me gusta esto —comentó, sombrío—. Liin, Kuayden, guardad un ojo atento sobre el Sangre Negra. No quisiera que nos lo quitasen de las manos poco antes de llegar a Ató.

Sin embargo, volvimos al camino. El cielo ya tenía un color rosáceo matinal y el sol derramaba su luz blanca generosamente.

En total, el grupo que se nos acercaba lo componían seis personas. Era toda una tropa. Estaban por supuesto Kahisso, Wundail y Djaira, además de Aryes, Deria y… Agrandé los ojos, atónita. ¿Galgarrios?

Cuanto más se acercaban, más me sentía ridícula, maniatada entre un grupo de mercenarios después de haber cumplido exitosamente mi objetivo de encontrar a Lénisu.

En los últimos metros, todos se detuvieron, excepto Deria, que se abalanzó hacia mí con la cara llena de felicidad. Pasó junto a Uman sin que él hiciera nada para impedírselo. A decir verdad, parecía algo perdido.

—¡Shaedra! —gritó la drayta, aterrizando ante mí—. ¿Por qué te has ido sin avisarnos? ¡Nos has dado un susto de muerte!

Sonreí.

—Buenos días, Deria. Siento no haber tenido tiempo para avisaros…

—Lénisu —resopló Deria entonces, girándose hacia mi tío con cara espantada—. Estás horrible.

Apoyado sobre Frundis y pese a estar semi-consciente, Lénisu soltó una carcajada.

—Lo sé, Deria. Desde luego, he vivido días mejores.

—¿Qué significa esto? —vociferó Djaira, adelantándose al resto del grupo y acercándose tanto a Uman que advertí un ligero movimiento de retroceso por parte del semi-elfo—. ¿Por qué habéis maniatado a Shaedra?

Deria y yo nos quedamos boquiabiertas al ver la temible expresión de la pelirroja. Uman, sin embargo, permaneció impávido.

—Quiso robarnos a nuestro cautivo durante la noche —contestó tranquilamente pero con una voz tan firme como la de Djaira—. Este hombre es un criminal.

—Soltadla —dijo Djaira con un tono que no admitía réplica—. Todo esto es ridículo. Shaedra es una alumna de la Pagoda Azul. Podéis meteros en un buen lío si entráis en Ató de esta forma.

Sin que me hubiera dado cuenta, Aryes y Galgarrios se habían aproximado y estaban ahora junto a mí.

—Hola, Shaedra —me dijo Galgarrios, sonriente.

Aryes me miró con una expresión cómica muy elocuente con la que me preguntaba más o menos cómo demonios había podido acabar maniatada por esos mercenarios.

Galgarrios estaba buscando algo en su saco y, sacudió la cabeza, con el ceño fruncido.

—¿Tienes un cuchillo, Aryes?

Aryes puso los ojos en blanco.

—No hacen falta cuchillos —replicó.

Empezó a deshacer el nudo y me liberó prestamente. Liin recogió la cuerda y forzó a Lénisu a alejarse ligeramente del grupo, como si quisiéramos robárselo en cualquier momento.

Los mercenarios protegían a su cautivo como a un tesoro de tres mil kétalos y, sinceramente, su comportamiento me producía más bien repulsión. ¿Qué persona moralmente buena podía desentenderse totalmente de lo que era justo o no y ajusticiar a un inocente a cambio de dinero?

No permitieron a nadie acercarse a Lénisu, ni a Kahisso, que se suponía era un buen curandero, y, durante el camino de regreso a Ató que hicimos juntos, los mercenarios apenas cruzaron unas palabras con los demás. Deria quiso saber lo que había pasado y todos escucharon sin mucha sorpresa la relación de mi fracasado rescate.

Poco después de ponernos en marcha, Kahisso les preguntó a los mercenarios si era normal que dejasen a su preciado cautivo en unas condiciones tan lamentables y Uman contestó simplemente:

—La ventaja que tiene es que sabemos que no puede huir muy lejos.

Y varias horas más tarde, cuando Lénisu empezaba ya a dar tumbos y yo ya estaba en mi enésimo plan para convencer a Uman, Kuayden y Liin que no les convenía hacer sufrir a Lénisu de esa forma, Aryes se paró en seco, negando con la cabeza.

—Esto es intolerable —soltó—. Hay que hacer algo. Lénisu no puede continuar así. Habría que… construir una camilla. No sé, algo, pero yo ya no puedo aguantar esto.

—Tienes razón —dije inmediatamente—. Construyamos una camilla. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes?

No sé cómo, conseguimos convencer a Uman de que avanzaríamos mucho más rápido si construíamos una camilla para Lénisu. Así que hicimos una pausa, los raendays compartieron la comida con los mercenarios y fuimos a un bosquecillo a recuperar palos resistentes para construir la litera. Quisimos utilizar la cuerda que maniataba a Lénisu pero Kuayden se negaba a quitarle la cuerda, de modo que frente a sus negativas Deria sacó de su mochila una cuerda de varios metros y me la dio con precaución.

—No la estropees —me dijo seriamente—. Es un regalo de Dol.

Sonreí, divertida. Dolgy Vranc estaba convencido de que un buen viajero siempre tenía que viajar con un poco de cuerda. Concretamente, en nuestro viaje por las llanuras de Drenau la cuerda nos había salvado las cuatro ruedas del carromato… por no hablar de las veces en las que nos habíamos atado todos a ella para bajar el Acantilado de Acaraus o subir algunas cuestas empinadas en el Macizo de los Extradios.

Atamos los palos, hicimos una camilla y comimos en menos de una hora. Luego Wundail y yo pusimos nuestras capas sobre la litera y entre Liin y Uman tumbaron a Lénisu encima y aproveché para mojarle la herida de la pierna y aplicarle otra vez unas hojas de aladena, pero los mercenarios no dejaron que Kahisso, pese a sus argumentos, se acercara a su cautivo. Liin y Kuayden se encargaron de levantar la litera para continuar el viaje.

Pese a las capas, la litera debía de ser extremadamente incómoda. Por eso me extrañé cuando vi que Lénisu se había dormido casi inmediatamente. Si hubiera tenido algún barril cerca no habría podido dejar de hacerme las uñas en él de pura preocupación. Normalmente, Lénisu tenía una tez pálida, pero nunca pajiza y verdosa como en ese momento. Solté un suspiro de angustia y me masajeé las sienes. Empezaba a dolerme la cabeza de tanto rechinar los dientes.

Había recuperado a Frundis y ahora el bastón estaba en plena tarea creativa de modo que los sonidos fluían, discordantes o formando pequeñas melodías que se repetían constantemente y no mejoraban mi jaqueca.

En un momento, Syu, que no había parado de esconderse durante el viaje, apareció de detrás de un arbusto y se subió a mi hombro en un salto elegante de gawalt.

«Me he hartado de andar», explicó, cuando lo miré con curiosidad.

Puse los ojos en blanco pero no dije nada.

—¡Shaedra! —soltó Aryes, con los ojos agrandados.

Lo miré, alarmada.

—¿Qué pasa?

—He conseguido oír lo que te decía Syu. ¿Cómo es posible? Normalmente nunca oigo nada. La única que lo oía era tu hermana.

Miré a Syu y él agitó la cola, divertido.

«A veces hablo un poco alto», dijo a modo de explicación.

—Supongo que no es tan extraño —solté, dirigiéndome a Aryes—. Syu dice que a veces no se esmera mucho en hablarme sólo a mí. Es curioso, él puede hablar con los demás, mientras que yo sólo puedo hablar con él.

—Debe de ser porque ahora tengo más práctica con la energía bréjica —meditó Aryes.

—Es posible.

Oí unos murmullos sorprendidos detrás de mí y giré la cabeza. Vi que Liin, Uman y Kuayden me miraban fijamente… o más bien miraban a Syu.

—Este es Syu —les sonreí—, el que me trajo la aladena esta noche.

La mueca curiosa de Uman se transformó en una mueca de desdén.

—Un gawalt —escupió—. Los gawalts son pequeños demonios. No deberías pasearte con uno de ellos. Son peores que los sirelokes.

Me quedé boquiabierta ante tanto menosprecio hacia los monos gawalts y Syu se tensó como si le rebullese la sangre de cólera.

«Tranquilo, Syu», le avisé. «Uman no sabe lo que dice. Pero me da la sensación de que estos tres mercenarios son unos supersticiosos a tope.»

«¡Sirelokes!», exclamó Syu, incrédulo. «¿Cómo se atreve a insultarme de ese modo?»

«Bueno, también te ha llamado pequeño demonio», le dije, como con tono reconfortante. «Eso significa que te pareces más a mí, Syu, te estás poniendo furioso y no te conviene», le aseguré.

Y le dediqué a Uman una sonrisa irónica.

—Syu es amigo mío. Y su alma es cien mil veces más noble que la tuya.

—En eso tiene razón —apoyó Aryes.

—Cien mil veces —repitió ceremoniosamente Deria con tono de aviso.

Le di la espalda a Uman y avancé hasta ponerme a la altura de Kahisso. Syu siguió soltando insultos y Frundis empezó a tronar, furioso, no sé si por contagio o porque Syu le impedía componer.

Al cabo de un rato, pregunté, echando una rápida ojeada detrás de mí:

—Kahisso, ¿qué piensas de la herida de Lénisu? ¿Crees… que está muy mal?

El semi-elfo se encogió de hombros.

—No lo sé. No he podido acercarme a él. Son peores que las hienas protegiendo un cadáver. —Hice una mueca al oír la comparación pero él me sonrió, tranquilizador—. Aunque no parece que haya infección, quizá gracias a la aladena que le pusiste.

Asentí.

—La aladena chupó todo el pus. Pero aún sigue muy débil y parece que la herida no se cierra.

—Por lo que he visto, es una herida algo profunda. Si tuviésemos vendajes apropiados, y si no estuviesen esos mercenarios de por medio, seguramente podría reducir el dolor… pero las heridas siguen siendo heridas. El tiempo es el mejor remedio para curarlas.

Me mordí el labio, nerviosa.

—Lo malo es que no tenemos mucho tiempo —mascullé.

Kahisso puso cara sombría y asintió.

—Lo sé. Me gustaría ayudarte. Pero no veo qué puedo hacer.

Meneé la cabeza.

—A mí se me ocurren muchas ideas pero ninguna que no sea una locura.

Kahisso me miró de reojo y me habló en voz baja.

—Una de las ideas supongo que es la de alejar a Lénisu de las manos de esos hombres.

Asentí.

—Se me ha ocurrido, pero no serviría de nada. Los mercenarios correrían hasta Ató y ¿cómo podría huir de la Guardia tal y como está Lénisu?

—Dudo de que llamaran a la Guardia —reflexionó Kahisso después de un breve silencio—. Perderían los tres mil kétalos. Seguramente les pagarían mucho menos. Pero es verdad, es una idea disparatada. ¿Sabes? Creo que lo mejor va a ser llevarlo a Ató y echar luz sobre el asunto para que se sepa la verdad. Si tu tío es inocente, no pueden culparlo. Y si no lo es, cosa que dudo, por supuesto, entonces, ¿qué clase de gente dejaría libre a un asesino?

Lo miré fijamente con cara incrédula. Estuve a punto de soltarle: “Se ve que eres el hijo de Kirlens”, pero me contuve. Kahisso era una buena persona. No conocía a Lénisu y por eso no podía saber lo que estaba diciendo. Además, la lógica de sus propósitos era imparable: ¿acaso me hubiera gustado salvar a un criminal? Desde luego que no, pero Lénisu no lo era, ese era el problema: que todo el mundo pensaba lo contrario y Kahisso había acabado por considerar la idea de que la persona que ahora estaba sobre una litera, con una herida en la pierna, era el Sangre Negra. Menuda estupidez.

Al de unos minutos de silencio, agité la cabeza.

—Siento haber causado tantas molestias —dije—. Jamás debí salir de Ató.

—No digas tonterías —replicó Kahisso—. Probablemente le hayas salvado la vida a Lénisu, o al menos la pierna.

—No ha sido ningún incordio —aseguró Djaira, que caminaba delante—. Hacía demasiado tiempo que estábamos parados en el Ciervo alado buscando una excusa para salir. Ha sido un placer ayudarte aunque no hayamos hecho casi nada.

Sonreí, conmovida.

—Gracias, Djaira.

El día me pareció interminable. Cuando llegamos a los primeros campos cultivados de la orilla este de Ató los mercenarios se relajaron a ojos vistas. Cuando el puente ya estaba en nuestro campo de visión, aparecieron unas siluetas en el camino que al vernos se precipitaron hacia nosotros.

—¿Quiénes son? —preguntaron Djaira y Liin al mismo tiempo.

—Suminaria —contesté.

—Y Nandros —añadió Aryes.

Efectivamente, Nandros estaba ahí protegiendo, como siempre, a la joven Ashar, y al ver que Suminaria había echado a correr, la siguió gritándole algo como para que se detuviese, pero Suminaria no le hizo ni caso.

—¡Shaedra! ¡Aryes! —soltó, resoplando—. Tenéis que venir a ver. Van a organizar una partida de caza contra los Gatos Negros. ¡Y se aceptan voluntarios!

Enarqué una ceja, confusa.

—¿Qué…?

—¡Es una magnífica oportunidad! —exclamó, alegremente—. Por no hablar de que, si se captura al Sangre Negra, tu tío Lénisu será declarado inocente.

En medio del silencio de asombro que siguió oí las palabras pensativas de Uman:

—Esto no me gusta…

Y entonces Kahisso sonrió anchamente.

—Me apunto.

15 Expedición

Todo, en esa expedición, provenía de una idea de Suminaria. Con astucia, había convencido al tío Garvel de que los Gatos Negros eran un lastre para la buena fama de Ajensoldra ya que no sabía ni mantener los caminos seguros y si los Ashar participaban en desmantelar una organización bandolera tan importante estaba claro que su reputación subiría como una flecha en Ató y en las Hordas, e incluso en Aefna.

Garvel Ashar no había querido meterse mucho en el asunto, por si la expedición salía mal, pero estaba segura de que, si ésta resultaba positiva, haría todo para atribuirse el mérito.

La noticia de que habían arrestado a Lénisu dio pábulo a las conversaciones de la gente. Pero lo curioso era que esas conversaciones eran muy dispares. Algunos decían que Lénisu sólo era un títere de los Gatos Negros, que los había traicionado pero que de todas formas no merecía compasión. Otros decían que Lénisu era como un chivo expiatorio para el Mahir, para que todos se olvidaran de los Gatos Negros de una vez por todas. Y otros, por supuesto, festejaron la captura del Sangre Negra. Aunque los más pasaban ampliamente del asunto, aburridos ya de oír las palabras «Sangre Negra» y «Gatos Negros», ¿qué les importaba que los viajeros del Paso de Marp y de las Hordas fuesen atacados? Ellos se quedaban tranquilamente en Ató, protegidos por los guardias, y no comerciaban con los extranjeros estafadores de las Comunidades de Éshingra o de los Reinos de la Noche.

Cuando llegamos a Ató, fuimos directamente al cuartel general y el hecho de que yo misma hubiese escoltado a Lénisu hasta ahí me devolvió cierta credibilidad, porque a fin de cuentas estaba acatando las leyes de Ató. Y como todos sabían cuál era mi opinión sobre la culpabilidad de Lénisu, algunas personas hasta se quejaron al Mahir pidiendo un juicio justo, convencidos de que el Mahir iba a cometer un error. Más de una vez en esos días tuve la certeza de que Suminaria estaba un poco detrás de todo eso.

El Mahir resolvió que no se realizaría el juicio hasta que se hubieran hecho más pesquisas sobre los Gatos Negros, de modo que se aceleró la planificación de la expedición que tenía que ir a recabar información sobre los bandoleros.

Cuando supe quiénes formarían parte de la expedición, me pareció que efectivamente todo eso no le iba a costar nada a la ciudad de Ató: todos eran voluntarios. Kahisso, Wundail y Djaira se habían apuntado, por supuesto. Y Suminaria también. Este fue uno de los puntos más problemáticos para la tiyana, puesto que Garvel Ashar le prohibió rotundamente que fuera a ninguna parte. Pero Suminaria aseguraba que encontraría una manera para rodear los obstáculos: parecía que estaba ansiosa por salir de Ató y vivir sensaciones fuertes. Por mi parte, me hubiera gustado despertarme un día y ver que finalmente liberaban a Lénisu y todo volvía a la normalidad.

En total, pasaron tres días antes del «gran día». Uman, Liin y Kuayden, después de haber recibido los tres mil kétalos, se pasaron los tres días bebiendo en el Ciervo alado, y aunque tenían un carácter un poco rudo, acabaron por caerme un poco mejor que antes. Poco después de haber llegado a Ató, Uman preguntó por los tres mercenarios que habían traído a Trikos. Todo el mundo supo de qué personas hablaba, pero nadie supo contestarle. Algunos aseguraban que se habían marchado, lo cual extrañó mucho a Uman, Liin y Kuayden porque se suponía que tenían que recibir parte de esos tres mil kétalos. Al enterarme de la desaparición, me quedé muda y pálida con una idea terrible en mente: Drakvian debía de haber recuperado a su tan amado Cielo.

En los dos días que había faltado en Ató, habían ocurrido unas cuantas novedades. En primer lugar, habían mandado a Trikos a la taberna y Kirlens lo tenía en el establo, cuidándolo como a un niño mimado. Taroshi el Loco se había caído de un tejado y ahora estaba con el brazo entablado. Y Wigy había descubierto que el vestido blanco que me había regalado no estaba en mi cuarto. Después de unas cuantas preguntas, le confesé que se lo había llevado el Trueno.

—¡Pero era un vestido de Talarz! —soltó ella, con la cara descompuesta.

—¿De qué?

—¡Talarz, el sastre más conocido de Aefna! —masculló furiosa.

—Lo siento —repetí precipitadamente—. Sólo quería lavarlo antes de que vieras que lo había ensuciado. Pero el Trueno es… muy potente.

Wigy me fulminó con la mirada e hice una mueca inocente.

—Cuando me dijiste que no querías ponerte el vestido para el cumpleaños de Kirlens debí haber sospechado algo —suspiró—. Bah. No hablemos más del asunto. Pero es verdad que cada vez que intento hacer que parezcas una joven refinada, luego siempre lo mandas todo al garete.

—Lo sé —dije, resignada—. Lo siento, Wigy.

Ella puso los ojos en blanco y sonrió.

—Venga, olvídalo y ve a hacer lo que tengas que hacer. No voy a agobiarte por un vestido, hay cosas más importantes en la vida.

Me sorprendió que se repusiese tan bien y tan pronto del disgusto, y le devolví una sonrisa prudente. No se volvió a hablar del asunto pero aun así esperé que Wigy no volviese a encargarme un vestido de Talarz a la moda de Aefna.

Al día siguiente de mi llegada, como no podía entrar en el cuartel general para hablar con Lénisu, pasé la mañana con el maestro Dinyú y la tarde con Kwayat. El maestro Dinyú no nos pidió explicaciones sobre la razón de nuestra ausencia, pero nos preguntó a ver si teníamos pensado participar en la expedición, para que supiese a qué atenerse y no se quedase sin alumnos sin que lo avisasen. Y yo le dije que sí, por supuesto, ¿qué otra cosa podía hacer para ayudar a Lénisu? Si encontraba al verdadero Sangre Negra, todo se arreglaría. Claro que tampoco me gustaba alejarme de Lénisu porque quién sabía lo que podía pasar…

En cuanto a Kwayat, se mostró bastante enojado por mi comportamiento. Me dijo que no deberían afectarme tanto los acontecimientos de los saijits, y me hubiera reído de su ridícula aseveración si no lo hubiese dicho tan seriamente. Kwayat seguía siendo un misterioso personaje en Ató pero pocos se fijaban en él. Siempre había alguien que de cuando en cuando me hacía alguna pregunta acerca de él, y yo siempre evitaba responder más o menos hábilmente, pero lo cierto era que todos los que me conocían debían de preguntarse quién demonios era ese desconocido. Deria y Dol se exasperaban porque no quería explicarles nada, Aryes callaba prudentemente y Kirlens parecía haber aceptado que no podía entender todos mis quehaceres. El grupo de raendays, sin embargo, era curioso por naturaleza y Kahisso y Djaira solían hacerme preguntas traicioneras. Aun así, todos ellos también tenían sus propios problemas y no podían estar todo el tiempo pendientes de mis acciones, de modo que nunca había tenido la impresión de ser el centro de las miradas. Kwayat, sin embargo, se preocupaba mucho de los rumores y parecía estar al acecho de cualquier conversación que tuviese que ver con los demonios. Y sin duda todas sus pesquisas eran totalmente infructuosas, y afortunadamente. Pero eso no le impedía guardar una expresión seria y alerta que yo había aprendido a no tomarme muy en serio.

Pero cuando lo vi, al volver a Ató, sentí un escalofrío. Sus ojos azules chispeaban de cólera. Y me fue imposible aplacar su ira porque tan sólo podía decirle que lamentaba no haberle avisado. Kwayat no soportaba la “rebelión” en sus alumnos.

—Es imposible enseñar a alguien que no quiere seguir los pasos que le enseña su instructor —dijo, cuando se hubo calmado un poco.

Suspiré.

—De veras, lo siento, pero lo que he hecho era necesario. Tú mismo dijiste que para conocer la Sreda había que analizarla individualmente.

Kwayat se giró hacia mí.

—¿Has averiguado algo sobre la Sreda?

Abrí la boca y luego la cerré, muda, y negué con la cabeza, incómoda. Kwayat volvió a girarse hacia el Trueno y su silencio fue más eficaz que todas sus palabras anteriores. Me sonrojé al saber que Kwayat sólo pretendía salvarme de los pozos de kandaks. Además, si me convertía en kandak, ¿qué credibilidad tendría él como instructor? Entonces, Kwayat señaló algo, en el cielo.

—Viene una tormenta —anunció.

Después de la tormenta, no pararon de llegar nubes muy oscuras, algunas cargadas de lluvia y otras que se deslizaban a tan baja altura que se confundían con la niebla.

El último día antes de partir, fui al cuartel general como todos los días a pedir nuevas de Lénisu y esperaba recibir la misma respuesta vaga de siempre cuando el guardia me contestó:

—Pasa.

Enseguida me vino una idea horrible, ¿y si Lénisu había muerto? ¿Y si se había infectado la herida otra vez? ¿Y si esos malditos justicieros lo habían colgado? Mil imágenes de pesadilla me vinieron en mente y parpadeé mientras seguía al guardia adentro.

El cuartel general estaba rodeado de una muralla de piedra, pero dentro todos los edificios eran de madera, salvo la cárcel. Reconocí el recorrido y recordé que ya había estado ahí, después de que nos hubiesen cogido a mí y a Galgarrios en casa de Daian y en compañía de Sain.

El guardia me dejó en manos del carcelero, un hombre con túnica azul y pantalones de un amarillo chillón que esperó a que el guardia se hubiese alejado para dirigirse a mí.

—Adelante, entra, no te voy a encarcelar —sonrió.

Agrandé los ojos pero entré en el edificio ansiosa por ver a Lénisu.

La cárcel de Ató no se parecía a las que describían los terribles cuentos del pasado, incluyendo ratas, parásitos y desechos. El corredor estaba limpio, las puertas, aunque de hierro, estaban recién pintadas de verde. Y reinaba un silencio absoluto.

La verdad es que me sorprendió que mantuviesen tan bien una cárcel que estaba vacía la mayor parte del tiempo. Era más o menos como mantener un templo intacto en medio de las Hordas.

El carcelero se detuvo delante de una puerta que en nada se diferenciaba de las demás, salvo en el número que llevaba grabado en la parte superior. Sacó un llavero y abrió la puerta haciendo chirriar la llave en la cerradura.

El interior estaba oscuro. Había un ventanuco en la parte superior del muro pero apenas iluminaba porque el día era ya tan oscuro que casi parecía de noche. Aun así, se divisaba una cama y una mesilla y me dije que al menos habían reconsiderado el caso y no lo trataban mal a Lénisu antes de saber si era culpable o inocente.

—Entra. Puedes hablar con él durante un cuarto de hora —me dijo el carcelero—. Dale a la puerta con la aldaba cuando quieras salir y volveré.

Entré y él me encerró en la celda. Oí el ruido metálico del llavero y unos pasos alejarse por el corredor.

—¿Lénisu? —solté, acercándome a la cama con precipitación.

—¿Shaedra? ¿Eres tú? —contestó él con una voz cansada.

—Sí. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes? —le pregunté atropelladamente arrodillándome junto a la cama y tratando de ver mejor en la oscuridad.

Lénisu estaba tendido en la cama, y había echado las mantas a un lado. Coloqué mi mano sobre su frente y comprobé que no tenía fiebre.

—¡Vaya! —exclamé, aliviada—, parece que te estás reponiendo. ¿Qué tal estás? —repetí.

—Sigo vivo —contestó simplemente él, con un tono desenfadado.

—Ya, pero, ¿y la pierna? No veo nada con esta oscuridad. ¿No tienes una lámpara por aquí? Voy a crear una esfera de luz…

—¿Cómo está Trikos? —me interrumpió Lénisu antes de que pudiera hacer nada.

—Oh, muy bien —contesté, con una leve sonrisa—. Kirlens lo está mimando como a un rey.

—Mm… Kirlens no para de hacerme favores —gruñó Lénisu—. Algún día le devolveré el favor.

—Seguro que si decides quedarte en la posada como cocinero estaría encantado —solté, riendo.

Lénisu carraspeó y replicó parcamente:

—Si sobrevivo a esto.

Respiré hondo, sintiendo que volvía otra vez a pesar sobre mí toda la carga de mi preocupación.

—No digas bobadas. Te curarás. Y te salvaremos. Puedes estar seguro.

Lénisu permaneció en silencio durante un instante antes de declarar:

—Si supiese que tú y los demás chiflados que te acompañan fueseis de veras a encontrar a los Gatos Negros no te dejaría salir de esta celda. Pero como sé que no los vais a encontrar, prefiero que estés lejos de Ató durante un tiempo, hasta que todo vuelva a la normalidad. Esto es todo lo que pienso, sobrina.

Solté un gruñido exasperado.

—¡Lénisu! Ten un poco más de fe en mí. Yo siempre confío en ti. Volveremos con el Sangre Negra, y tú saldrás de aquí como nuevo, listo para cocinarnos tu especialidad, la sopa-pimientos.

—La sopa-pimientos no es mi especialidad —replicó Lénisu—. Además, con los ingredientes de la Superficie no se puede hacer ninguna sopa de puerros negros con anémonas blancas. Una de las pocas cosas buenas de los Subterráneos son los puerros negros, tienen un sabor exquisito.

Puse los ojos en blanco. Mi vista se había ido acostumbrando a la oscuridad y ahora divisaba mejor el rostro pensativo de Lénisu.

—Al final vas a añorar los Subterráneos —me burlé.

—Será la última cosa que añore en esta vida —replicó Lénisu—. En los Subterráneos, la gente es desconfiada, tienen gustos extraños y son menos alegres que la gente de la Superficie, seguramente porque no ven el sol, sólo ven luz que no calienta.

Alcé la mano y apreté la suya con fuerza.

—No pienses en los Subterráneos. Te sacaré de aquí y todo volverá a la normalidad, te lo prometo.

—No hagas promesas tan precipitadas —soltó.

—Todo lo que prometo lo hago —declaré solemnemente.

—Eso es aterrador —replicó Lénisu—. Venga, ve en busca de ese Sangre Negra y cuida de Trikos todo lo que puedas, ya que no estoy yo para cuidar de él.

—Cuidaré de él —le prometí—. Pero ¿por qué saliste de Ató sin avisarme? —pregunté súbitamente—. ¿Por qué te fuiste?

Lénisu giró su rostro hacia mí y quiso enderezarse, pero se lo prohibí.

—¡Deja de moverte, tío Lénisu! —protesté con tono inapelable.

Él se volvió a tumbar gruñendo.

—Está bien. Quizá debería haberte avisado, pero no quería que intentaras convencerme para que me quedase, como seguramente habrías hecho si hubieras sabido que me marchaba.

—Seguramente —concedí—. Aunque también te podría haber acompañado.

—Eso habría sido peor —dijo enseguida Lénisu—. Lo que tenía que hacer era puramente aburrido. Lo único bueno que he hecho es recoger a Trikos.

—¿Y qué más tenías que hacer? —pregunté, cruzándome de brazos y ansiando que me contestara.

—Tenía… que hacer… unas cuantas cosas —contestó, vacilante, y carraspeó—. Sé que debe de ser exasperante oír este tipo de respuestas, pero no puedo decirte más.

—¿Tiene algo que ver con los documentos que te robaron en Dathrun? —pregunté, a quemarropa.

Lénisu resopló.

—Es… un asunto muy delicado del que me querría librar cuanto antes. Todo se está arreglando, de modo que normalmente no debería hablar de esto nunca más en mi vida, cosa que me agrada.

—Todo se está arreglando… —repetí, tras un breve silencio—, me parece que te has olvidado que estás en una cárcel.

—Oh, es verdad —sonrió Lénisu—. Aunque me molesta más esta pierna que la cárcel en sí. Por cierto, ¿sabes dónde han metido a Hilo?

Negué con la cabeza.

—Uman se la quería quedar, pero al parecer el Mahir no le ha dejado guardarla… aunque no tengo ni idea de dónde ha metido la espada.

—Buaj. Eso es una de las cosas que me preocupan —caviló Lénisu—. Llevo tantos años con esa espada que se ha convertido en una compañera para mí. Realmente, no acabo de entender por qué querrían quedarse con esa espada, es un peligro andante. Tantos esfuerzos… por una espada —murmuró.

Fruncí el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que hay más preocupación por la espada que por el Sangre Negra —me reveló, enigmático.

Observé el silencio, pensativa.

—Jamás me explicaste qué hacía exactamente esa espada —solté.

—Te lo dije, claro que sí. Hilo es una espada invocadora. El problema es que, si cae en manos de alguien que no sabe utilizarla, pueden ocurrir catástrofes.

—Y, ¿por qué no la utilizaste para huir de Uman, Liin y Kuayden si es tan eficaz?

—Porque entonces sí que la habría hecho buena. Mi intención no era matar a esos mercenarios. Mi intención era huir de ellos. Si invoco a unos cuantos demonios, está claro que toda la Tierra Baya se volvería contra mí.

Me había alterado al escuchar sus palabras y en aquel momento agradecí que Lénisu no pudiera verme muy bien en la oscuridad.

—Has dicho… ¿demonios? —resoplé, intentando neutralizar la voz—. ¿Hilo invoca a demonios, eh?

Desde luego, Lénisu estaba lejos de saber lo que era un demonio. Lo que estaba claro era que no quería decirme lo que hacía realmente esa espada.

—Ajá. Unos demonios terribles —asintió Lénisu.

—Sí, según las historias, son terroríficos —asentí, reprimiendo una sonrisa.

—No debería habértelo dicho, ahora vas a tener pesadillas, como yo las tuve antaño. —Suspiró, aunque sin duda había tenido que advertir mi tono burlón—. Ahora entiendes por qué no puedo utilizar esa espada. Y aun así… no puedo separarme de ella. Hilo está mejor en mis manos que en las de cualquier otro, y al Mahir no le conviene tenerla. —Hizo una pausa y cuando volvió a hablar su voz había cambiado de tono y parecía como muy seria—. Shaedra, quiero repetirte unas palabras que te dije, el día en que me conociste, en Ató. No sé si te acordarás, pero te pedí que recordaras una cosa muy importante, “que el sol siempre nace y muere, pase lo que pase”. Solía decirlo tu abuela, cuando éramos pequeños, tu madre y yo —levantó ligeramente la cabeza, frunció el ceño y soltó un suspiro—. El carcelero está volviendo. Creo que deberías llamar con la aldaba.

Parpadeé, aturdida. No sabía qué decirle pero tampoco quería salir de la celda.

—Lénisu, si quieres, me puedo quedar contigo…

—¿Cómo? ¿Aquí, en la cárcel? Imposible. No, ve en busca del Sangre Negra y si lo encuentras, tráelo aquí cuanto antes, querida sobrina. Es lo mejor que puedes hacer.

Los pasos del carcelero se iban acercando a la puerta y yo empezaba a ponerme realmente muy nerviosa.

—¿Quién era ese amigo Gato Negro que te acompañaba? —pregunté.

—Gatos Negros y Sangres Negras —suspiró Lénisu—. Cuánta palabrería.

—Parece que no crees que exista ningún Sangre Negra —observé—. ¿A qué se debe tanta seguridad?

Lénisu se enderezó y la luz pálida se reflejó en sus ojos violetas mientras acercaba su rostro al mío.

—Bien sé que no pueden existir dos Sangres Negras —susurró. Y sonrió mientras yo lo miraba, con la impresión de haber hecho una caída de diez metros.

—¿Qué? —articulé, incrédula y horrorizada.

Lénisu hizo un gesto vago con la mano.

—Y te aseguro que los criminales de las Hordas no tienen nada que ver con el Sangre Negra —añadió, tan bajito que apenas pude distinguir lo que decía.

En ese momento, una llave se deslizó en la cerradura y la puerta se abrió, dejando entrar la luz grisácea del día. El carcelero hizo un signo con la cabeza.

—Muchacha, afuera, ya han pasado los quince minutos. Lo siento, pero las reglas son las reglas —añadió, al ver mi cara de desasosiego.

—Adelante, sobrina, no me defraudes —soltó Lénisu, volviéndose a tumbar en la cama con un suspiro cansado—. Ve y trae de vuelta a ese maldito Sangre Negra —dijo con una tranquilidad asombrosa.

Con un súbito impulso, me precipité hacia él y le di un abrazo.

—¡Lénisu!

Mi tío me dio unas palmaditas en el hombro, como si yo fuese la que necesitase consuelo.

—Anda, anda —me dijo—. Ve con el señor carcelero y deja que descanse mi pierna un rato, ¿eh?

Asentí, con las lágrimas en los ojos. Salí de la celda y recorrí el corredor enjuagándome los ojos. El carcelero también parecía algo conmovido.

Epílogo

Nos juntamos todos a la mañana siguiente delante del nuevo puente de Ató. Las torres aún seguían sin acabar y en la oscuridad azulada de la mañana parecían como ruinas cubiertas de hiedra o monstruos deformes.

La gente de Ató aún dormía. Sólo habían bajado a despedirse Kirlens, Taroshi, y un joven cekal que al parecer quería tomar nota de todo según se lo habría ordenado el Mahir.

Nuestro grupo era del todo inhabitual. Primero, estaban los que realmente parecían aventureros, que eran Kahisso, Djaira y Wundail, a los que se unió sorpresivamente Sarpi.

De hecho, cuando vi al maestro Áynorin y a Sarpi bajar por el Corredor, me sorprendí mucho, y cuando vi que Sarpi llevaba un saco de viaje, me quedé boquiabierta. El maestro Áynorin se acercó a nosotros mientras Sarpi iba a hablar con los raendays.

—Aryes, Shaedra —pronunció—. Confío en que cuidaréis de mi mujer como si fuese vuestra propia madre, ¿eh?

Asentimos, asombrados al ver que efectivamente al maestro Áynorin no le agradaba saber que Sarpi había decidido acompañarnos.

—Y cuidad de vosotros también —añadió.

—Sí, maestro Áynorin —contestamos ambos al mismo tiempo.

Luego vinieron Deria y Dol y, al verlos, Aryes enarcó una ceja, sorprendido.

—Creía que estabas harto de viajar —le dijo al semi-orco.

El semi-orco soltó un gruñido.

—Si no os acompañara, Lénisu me quemaría vivo. Además, tengo intereses en este asunto —añadió misteriosamente.

De pronto, pareció haber un flujo de personas. Llegaron Nart, Mullpir y Sayós juntos, por la orilla del Trueno, y, por el Corredor, aparecieron Yori, Ávend y Ozwil. No sé qué grupo me sorprendió más al verlo presentarse junto al puente. Quizá el de Nart, Mullpir y Sayós, porque después de todo, Nart era hijo de un orilh, Mullpir era hijo del Sacerdote y Sayós siempre había sido muy flemático para emprender cualquier aventura. ¿Quién se hubiera imaginado que esos tres amigos hubieran decidido meterse en un lío tan poco interesante como el de ir en busca de un Sangre Negra en medio de las Hordas?

En cuanto a los otros tres, me pregunté qué era lo que les había empujado a venir hasta el puente aquella mañana. Se nos acercaron a Aryes y a mí, como si no se atreviesen a hablar con los demás.

—Buenos días —soltó Yori con un vozarrón, enseñando sus dientes afilados de mirol como para disimular su nerviosismo—. Nosotros también vamos con vosotros.

—Sí —afirmó Ozwil.

—¿Estamos todos aquí? —preguntó Ávend, mirando, como extrañado, la expedición.

—Eso creo —contestó Nart, girándose hacia nosotros—. ¿Así que queréis perder vuestras cabezas, jóvenes kals?

—¡Ja! —replicó Yori—. No sabes con quién estás hablando. Aunque sea kal, soy un muy buen celmista. Y tengo casi quince años, a esa edad Paylarrión de Caorte ya había matado a un oso sanfuriento.

—Eso es lo que dicen las leyendas —intervino tranquilamente el maestro Áynorin, apartándose de Sarpi y acercándose a nosotros—. Y también dicen que a los dos años se había comido vivo un escorpión rojo y que murió y resucitó tres veces.

Yori se sonrojó mientras los demás nos reíamos, divertidos. El ambiente, sin embargo, se tensó otra vez enseguida. La partida era inminente y aún no me creía que realmente fuéramos todos en busca de esos Gatos Negros asesinos. Era difícil creer que quizá diez días más tarde estaríamos corriendo, perseguidos por unos Gatos Negros salvajes… Era un pensamiento inquietante.

No nos demoramos y cuando decidimos que ya estábamos todos, salimos de Ató, despidiéndonos del maestro Áynorin, el cual intentó detener a Yori, Ávend y Ozwil para que no fueran, pero los tres estaban determinados a ir. Después de todo, cuando un snorí se convertía en kal adquiría la absoluta responsabilidad de todo lo que emprendía y aunque hubiera querido hacerles recapacitar, Áynorin no podía hacer gran cosa.

Por mi parte, ignoraba por qué tenían tantas ganas de meterse en la boca del lobo, pero en el momento me sentí más tranquila al saber que no éramos sólo cuatro pelagatos. De hecho, éramos diez, más dos Centinelas, Sarpi y Dun, un joven humano que parecía muy inteligente y alerta pero que apenas pronunció unas pocas palabras antes de partir.

Primero, nos pusimos a andar en silencio. El cielo aún estaba oscuro aunque azulado y soplaba un viento otoñal que iba tirando poco a poco las hojas de los árboles. Frundis imitaba el sonido del viento y parecía estar medio dormido. Syu estaba sentado sobre mi hombro y me hacía trenzas, distraído.

Al de un rato, sin embargo, el silencio fue demasiado inquietante y Deria lo rompió, murmurando:

—Dol, ¿tú crees que hemos llevado suficiente comida?

Advertí la sonrisa del semi-orco cuando contestó:

—¿No ves cómo vamos cargados todos?

De hecho, llevábamos todos unas mochilas bien llenas.

Apenas habíamos andado media hora cuando, de pronto, aparecieron dos siluetas en el camino. La primera era grande y delgada y la segunda más baja y rubia. Me quedé boquiabierta al verlos.

—¡Suminaria! —exclamó Sarpi, frunciendo el ceño, como contrariada—. Te dijeron que no podías marcharte. Nandros, ¿cómo la has dejado ir?

Suminaria sonreía anchamente. Creo que nunca la había visto tan feliz. Nandros, en cambio, no parecía estar de muy buen humor pero al oír la pregunta de Sarpi se contentó con encogerse de hombros, sin contestar. Sarpi soltó un resoplido.

—No puedes venir con nosotros —afirmó rotundamente.

Suminaria agrandó los ojos, ofendida.

—Claro que puedo. Yo he sido la que ha organizado todo esto. Tengo todo el derecho a ir con vosotros. Además, hay otros kals entre vosotros. No puedes oponerte, Sarpi.

Hablaba con un tono autoritario que me recordó un poco al tono del Mahir o al de Garvel Ashar.

—No se trata de si eres una niña incompetente o una aventurera veterana, el problema es que tienes prohibido salir de Ató.

—¿Y por qué, si se puede saber? —replicó la joven tiyana, fulminándola con la mirada y temblando de rabia—. ¿Porque soy una Ashar, eh? ¿Porque tengo a un tío carcelero que me prohíbe hacer cualquier cosa que quiera hacer aparte de estudiar y cenar con sus malditos «contactos»? ¡Buaj!

Se cruzó de brazos y Sarpi iba a contestar secamente cuando Djaira intervino con una voz potente.

—¡Por las barbas de Karihesat! —dijo—. Déjala ir, Centinela. Esta joven necesita ver rodar unas cuantas cabezas antes de darse cuenta de que es mejor su pequeña Ató que el mundo salvaje.

Sarpi y Suminaria la miraron con aire sorprendido. Sarpi negó con la cabeza.

—Si dejo que venga con nosotras, estaría incumpliendo las leyes de Ató.

—¿Las leyes de Ató? —repitió Dolgy Vranc, soltando una breve carcajada—. ¿O bien las órdenes de Garvel Ashar? Además, según las órdenes del Mahir, deberías estar andando y no hablando en medio del camino.

Sarpi pareció a punto de sonreír pero entonces puso cara decidida.

—Yo no me muevo de aquí hasta que Nandros no jure por su vida que protegerá a Suminaria y hará todo para que regrese sana y salva a Ató.

Nos giramos todos hacia Nandros y él puso los ojos en blanco.

—Ese juramento no es necesario, hace muchos años juré defender a la familia Ashar aunque fuera a costa de mi vida. Y hace un año juré proteger a… Suminaria —dijo, girándose hacia la joven kal. Como Sarpi asentía con la cabeza, Nandros añadió—: Pero también juré obedecer a la familia Ashar y Suminaria es una Ashar. Así que no puedo actuar en contra de su voluntad —soltó con un seco movimiento de cabeza.

Sarpi resopló de nuevo.

—¡Eres adulto, Nandros! No puedes obedecer las órdenes de una niña.

Nandros se cruzó de brazos y, sin contestar, mantuvo su mirada tercamente. Sarpi soltó un sonido quejumbroso.

—Está bien. Yo me desentiendo. Si el propio protector está en mi contra, no hay más que hablar, sigamos. Pero no esperes que demos la vuelta por ti, Suminaria. Si vienes con nosotros, no recibirás ninguna preferencia por tu fami…

—Me alegro —la interrumpió Suminaria bruscamente—. Olvida que soy una Ashar si tanto te molesta.

Ambas se fulminaron con la mirada y Dun carraspeó.

—¿Seguimos? —propuso.

Los demás asentimos y Sarpi y Suminaria tuvieron que dejarse las miradas asesinas para otro momento. Sarpi se puso delante, con Dun, y Suminaria se reunió con nosotros. La acogimos con alegría.

—Después de haberme deslomado para preparar todo esto, no iba a perderme lo más divertido —razonó al de un momento.

Nos reímos, pero luego yo sacudí la cabeza.

—Divertido, no lo es mucho para Lénisu —dije.

Suminaria hizo una mueca, avergonzada.

—Es verdad —coincidió—. Pero lo será cuando se sepa que es inocente, ¿verdad?

Asentí, pensativa.

—Sí —dije.

Pero en lo más hondo me hacía una pregunta muy inquietante. Lénisu había dicho que no existían dos Sangres Negras. Y había confesado, más o menos, que él era el Sangre Negra, entonces, ¿a quién andaban buscando? ¿Quién asaltaba los caminos y mataba y robaba a los viajeros desde hacía ya casi diez años?

Crucé la mirada de Aryes y vi perfectamente que sospechaba que yo sabía algo más sobre el asunto. Pero esta vez no podía decirle nada, no antes de que hubiéramos probado que Lénisu nunca había hecho nada malo.

«Shaedra», dijo entonces Syu, frunciendo el ceño. «Dijiste, hace tiempo, que en las Hordas también había gawalts, ¿no?»

«Así es», asentí, sorprendida de que hablara de eso. «Me acuerdo de que cuando era pequeña y vivía en el pueblo de los humanos venían los monos gawalts hasta el linde del bosque y nos observaban como a criaturas extrañas, como si estuvieran estudiándonos.»

El mono sonrió, divertido.

«Los saijits son torpes, pero tienen muchas cosas que se pueden estudiar.» Hizo una pausa y al de un rato añadió: «Me gustaría encontrar a un mono gawalt. No te lo tomes a mal, tú también eres una gawalt, pero no es lo mismo. Tengo curiosidad por conocer alguno de esas montañas.»

Sonreí y asentí.

«Claro.»

Pero en aquel momento me pregunté si Syu no estaría deseando volver con los de su especie. Y aunque eso me rompería el corazón no podía negar que hubiera sido lo que cualquier mono gawalt habría hecho… Así y todo, en algún hondo rincón de mi mente, albergué la esperanza de que Syu no me abandonaría.

En ese momento, se elevó una música de guitarra y, sin darme cuenta de ello, me puse a silbar la melodía que Frundis se había puesto a tocar. Cuando los demás se giraron hacia mí, sorprendidos, callé y, al ver que Deria estaba a punto de hablar de la verdadera naturaleza del bastón, solté, desafiante:

—¿Qué? Siempre canto cuando camino.

Deria enarcó una ceja, seguramente preguntándose por qué no quería que todo el mundo conociese a Frundis. Y es que a mí simplemente no me apetecía tener que contestar a preguntas. La drayta se encogió de hombros y sonrió anchamente.

—Me parece una idea maravillosa —aprobó.

Y entonó una canción de Tauruith-jur. Frundis y yo la acompañamos mientras Dol sonreía, y Kahisso, Djaira y Wundail nos miraban, sorprendidos, al oír versos desconocidos para ellos.

En cuanto a Dun y Nandros, el primero abría la marcha, y el segundo la cerraba, y ambos guardaban un silencio imperturbable, quizá esperando ya alguna emboscada, algún ataque de monstruos o bandidos. Y, por Ruyalé, no les faltaba razón.

Agradecimientos

Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.

Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.

No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.

Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:

Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)

¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.

Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.

Pequeño glosario

Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.

Primer tomo

Saijits
Un saijit es un grupo creado arbitrariamente que contiene las razas humanoides siguientes: belarco, caito, enano de las cavernas, enano del bosque, elfo oscuro, elfo de la tierra, elfocano, faingal, gnomo, humano, mediano, mirol, nurón, orco negro, orco de las marismas, orquillo, sibilio, ternian, tiyano. En la Tierra Baya, los saijits viven una media de 120 años.
Portal funesto
Entrada que comunica los Subterráneos con la Superficie.
Días de la semana
Hay seis días en una semana: Jabalina, Drusio, Lubas, Garra, Ventisca, Muérdago.
Meses
Hay doce meses de treinta días en un año. En primavera: Tablonas, Riachuelos, Gorgona. En verano: Ciervo, Musarro, Amargura. En otoño: Espina, Osuna, Vidanio. En invierno: Coralo, Saniava, Puertos.
Pagodas
Las Pagodas son unos centros de aprendizaje en Ajensoldra. Generalmente, todos los niños de seis a doce años reciben ahí una educación básica. Se los llama los nerús. Más allá de los doce, quedan los que pretenden formarse como celmistas, Centinelas, etc. A partir de ahí, un pagodista pasa por los rangos de snorí, kal y cekal. El rango de los orilhs está reservado para los que han cumplido los Años de Deuda y han sabido forjarse una reputación.

Segundo tomo

Energías
Hay dos grandes tipos de energías: las dársicas y las asdrónicas. Las dársicas son energías que siempre están presentes, son naturales e intrínsecas: el jaipú, el morjás y el pairás son las tres energías dársicas más conocidas. Las energías asdrónicas son energías creadas —sea por celmistas, sea por fenómenos naturales—. Estas son mucho más numerosas. La bréjica, la órica, la brúlica, la esenciática, la mórtica, etc. son energías asdrónicas.
Apatismo
Un apático es una persona, generalmente un celmista, que llega a consumir su tallo energético por completo y sufre una perturbación mental, sea temporal o crónica.

Tercer tomo

Nigromancia
La nigromancia es el arte de modular el morjás de los huesos. Un sortilegio nigromántico genera energía mórtica. Un esqueleto muertoviviente está lleno de energía mórtica. Los nakrus, los liches y los esqueletos ciegos son capaces de regenerarse solos a partir de sus propios huesos.

Tomo cuarto

Demonios
Los demonios saijits son saijits cuya Sreda ha sufrido una mutación. En el mundo de los demonios, existen comunidades de las cuales algunas son dirigidas por demonios que llevan el título ancestral de “Demonio Mayor”. Los táhmars son demonios que no pueden volver a su forma saijit, contrariamente a los yirs. Los kandaks o sanvildars son demonios que han perdido totalmente el control de su Sreda y han sufrido una perturbación mental brutal.

Fin del tomo 4, La puerta de los demonios, página del proyecto