Ficha del tomo : La llama de Ató

Tomo 1, La llama de Ató, Ciclo de Shaedra —versión del 10/06/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es

Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.

Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).

Proyecto iniciado en el 2012.

Tomos del Ciclo de Shaedra

  1. La llama de Ató
  2. El relámpago de la rabia
  3. La música del fuego
  4. La puerta de los demonios
  5. La historia de la dragona huérfana
  6. Como el viento
  7. El alma Sin Nombre
  8. Nubes de hielo
  9. Oscuridades
  10. y seguirá…

Preámbulo

Querido lector, vas a entrar en el mundo de Háreka, un mundo en el que existen distintas razas humanoides llamadas saijits, como los orcos, los tiyanos, los ternians, los elfos oscuros, los caitos, y unos cuantos más. No te espanten tantos nombres; sígueme, quiero enseñarte la Tierra Baya. Sus montes y sus colinas, sus ciudades y sus habitantes… ¡Ah! ¿ves aquella pequeña niña que está cazando en la cordillera de las Hordas? Es una ternian. Tiene garras en las manos y en los pies, escamas en las orejas y las cejas, su cabello es tan negro como la noche y sus pupilas verdes te recuerdan, quizá, a los ojos de los dragones…

Prólogo

“En el mundo hay tres clases de personas”, solía decir el Viejo.

Shaedra no despegaba los ojos del pez que se deslizaba en los bajos fondos, acercándose a la barrera de barro. Tenía el pelo hundido, y los mechones se le pegaban al cuello como anfibios viscosos y largos.

“Están los que roban.”

Todo estaba silencioso. Shaedra se mantuvo lista e inmóvil, escondida por el juncal que la cercaba.

“Están los que se dejan robar.”

Alcanzó el pez la barrera y se le descubrió la piel llena de escamas. Moviéndose ahora como una serpiente, intentaba alcanzar el otro lado, donde había mucha más agua.

“Y están los que saben vivir independientes y libres.”

Shaedra tomó impulso y apuntó con su pequeña lanza, que fue a clavarse en el animal que coleteaba furiosamente. ¡Qué gordo era! Levantó la lanza empleando todas sus fuerzas y lo apartó del agua. Esperó a que hubiera dejado de moverse y miró el cielo. El sol ya estaba cayendo detrás de los montes.

No se atrasó y regresó tan pronto como hubo guardado el pez en la cesta y se hubo puesto a la espalda el cuévano lleno de plantas comestibles.

Utilizando la lanza para apartar juncos y apoyarse en el terreno enlodazado, acabó por salir de la ciénaga y encontrarse en el monte boscoso. Por el camino, fue recogiendo alguna que otra planta y así salió luego del bosque. En ese preciso momento, tomó una inspiración, se atragantó y se puso a toser.

Miró el valle lejano con cara horrorizada. El viento traía un humo compacto y abrasador que le llenaba los pulmones de cenizas. La pradera verde se iba cubriendo de unas humaredas negras. Y allá, abajo, en el pueblo, todo había sido arrasado. Los Ayanos, pensó titubeante, mientras se ponía a correr desaladamente cuesta abajo, con las mejillas anegadas por las lágrimas.

Sus pies descalzos y callosos rozaban la hierba, evitando rocas, aplastando flores, y cada vez que miraba los muros sin techo, la carreta de don Niago aún echando llamaradas altas bajo una nube de humo negro… la invadía una suerte de desazón y tristeza que jamás había sentido antes.

¿Habría sobrevivido alguien? Corría, corría y corría, hasta que bien hubiera podido despeñarse. ¿Habría sobrevivido el Viejo? Llegada al puente, se paró en seco, sintiendo que le iba a explotar el corazón en el pecho de lo rápido que latía. Oyó un ruido estruendoso y creyó que iba a desfallecer, pensando que los Ayanos aún seguían ahí, antes de darse cuenta de que era un techo que se había derrumbado.

Se arrimó a la balaustrada del puente, sintiéndose aturdida, y fue luego avanzando despacio por el pueblo desierto, carbonizado.

—¡Laygra! —chilló—. ¡Murri!

Repitió los nombres varias veces, pero nadie le contestó. Atravesando el pueblo, fue pasando delante de las puertas y pronunciando los nombres de los que habían vivido detrás de ellas. Sólo le respondía un horrible silencio.

Entonces divisó la casa del Viejo y vio que el techo aún no se había caído. La puerta estaba abierta. El Viejo jamás dejaba la puerta abierta, ni en primavera.

—¡Don Wigas! —gritó, tirando el cuévano y la cesta con los peces.

Dio un paso hacia delante.

—¡Quieta! —dijo una voz a sus espaldas.

Se quedó petrificada. Los Ayanos, articuló para sí. ¿No decía el Viejo que no dejaban nunca supervivientes? Habían vuelto porque sabían que aún estaba ella… Apretó la pequeña lanza. ¡Se defendería!

Se giró bruscamente, cogiendo su arma con las dos manos y embistió, gritando. Una figura se echó a un lado, cogió la lanza y se la quitó de las manos sin aparente dificultad. Le entró rabia y desesperación.

Se oyó un ruido de techo desmoronándose. ¡La casa de don Wigas el Viejo! La tristeza le nubló la vista.

Quiso huir, pero otro hombre, muy grande y de pelo castaño, le cogió los brazos y aunque se agitó intentando dar puñetazos, patadas y mordiscos, él mantuvo el brazo firme y finalmente Shaedra rompió a llorar.

—Está incontrolable —se quejó el hombre de pelo castaño, resoplando.

—Tranquila, no somos los que hemos atacado este pueblo —soltó el hombre de pelo negro, el primero que le había hablado.

Shaedra parpadeó, tratando de ver algo entre las lágrimas.

—¿No sois los Ayanos?

—¿Los Ayanos? —repitió él sorprendido.

Entonces intervino con tosca voz una mujer pelirroja que había estado absorta en la contemplación de un trozo de cuerda y que ahora parecía dispuesta a hablar.

—Los Ayanos no existen, querida. Pero desgraciadamente hay cosas todavía peores que los Ayanos y que existen. Por ejemplo, los nadros rojos.

¿Nadros rojos? Shaedra jamás había oído hablar de ellos. Pero ¿qué sabía ella aparte de lo que había aprendido en los cuentos del Viejo y de las mujeres del pueblo?

—¿Dónde están Laygra y Murri? —preguntó con súbita rabia—. ¿Dónde están los demás?

La pelirroja miró a sus compañeros con evidente exasperación.

—¿Qué pretendéis hacer con ella? —inquirió, pausadamente.

—¿Y qué harías tú, si se puede saber? —replicó el de pelo castaño—. No vamos a dejarla aquí. Moriría.

—No podemos cargar con ella —siseó ella—. Esto es demasiado importante como para dar media vuelta y llevarla a un lugar seguro.

—Cierto —dijo el de pelo castaño que no soltaba a su presa—, pero, dime, Djaira, ahora que se nos han ido los demás, ¿qué piensas hacer contra una tropa entera de nadros rojos?

Se fulminaron con la mirada. No parecían llevarse muy bien.

—Sé lo que hago —respondió ella, implacable— y sé dónde puedo encontrar ayuda.

—Pues llevémosla hasta ahí —propuso el de pelo negro.

Djaira lo miró, luego miró a Shaedra y se encogió de hombros.

—Como queráis. Pero os advierto que si seguís intentando salvar a todas las almas de este mundo, muchachos, vais a perder las vuestras en menos tiempo que se dice la palabra vida.

Shaedra oía sin escuchar. Cuando la soltó el del pelo castaño, titubeó y miró a su alrededor; su mirada se detuvo en un objeto brillante perdido entre el barro. Recordó que el Viejo había dicho que los Ayanos siempre se llevaban todo lo que brillaba. ¿Por qué lo habrían dejado? Mientras los demás estaban examinando la zona y hablando, se aproximó al objeto y se agachó junto a él, tendiendo la mano. Parecía una pequeña luna atrapada en el barro. Estiró y salieron dos hilos brillantes y blancos.

Era un collar. Un dije verde de plata en forma de hoja de acebo colgaba de él. Acebo, pensó súbitamente, … la planta de la felicidad. Acarició la hoja con un dedo tembloroso. Una lágrima cayó en ella y pareció brillar más. Si se lo ponía, ¿le volvería la felicidad y volvería el pueblo a estar como antes?

Se lo puso al cuello y, nada más dejarlo caer, una imagen la impactó y se impuso a la fuerza en su mente. Era una criatura horrible que la miraba fijamente, con ojos acusadores y con una especie de sombrero florido sobre la cabeza. Era una calavera que sonreía con maldad. Pero enseguida, la imagen se desmoronó y Shaedra se quedó agachada en el barro, perpleja. No pasó nada milagroso. El pueblo seguía como antes, destrozado y silencioso. Escondió el collar detrás de su camisa, pensando que quizá, aunque no fuesen Ayanos, esos tres extranjeros querrían quitarle el amuleto. El Viejo le había prevenido que muchos saijits forasteros eran codiciosos y malos.

Cuando quiso volver a entrar en la casa del Viejo, volvió el joven de pelo negro a impedírselo.

—No, pequeña, ya se ha caído un trozo del tejado, esa casa se derrumbará en cualquier momento. Y dentro no encontrarás nada más que ceniza.

Observó su rostro y entendió que decía la verdad. No había esperanza, se dijo. La cajita de recuerdos, los cuentos, la risa del Viejo; de todo eso ya no quedaba nada.

¿Por qué? Por los Ayanos o los nadros rojos o lo que fuesen esos monstruos que lo habían destruido todo.

—No se acaba aquí la vida, pequeña —le dijo el joven de pelo negro—. Me llamo Kahisso. ¿Y tú?

Silencio. ¿Para qué le iba a contestar?

—Shaedra. Me llamo Shaedra —repitió, abrumada por el aturdimiento.

—Pues que sepas, pequeña, que no todas las criaturas de este mundo son malas…

Se oyó un bufido. Era Djaira, la mujer pelirroja.

—¡Kahisso! ¿No te irás a poner a darle una lección ahora, no?

Kahisso puso los ojos en blanco y bajó la voz.

—Hay algunas que son malas, claro, y otras que lo parecen pero que no lo son.

Y diciendo esto último echó una ojeada hacia Djaira.

—¿Vamos?

Se lo preguntaba a Shaedra. Ella asintió sin saber muy bien por qué. Kahisso la colocó sobre sus hombros y se puso a andar con sus dos compañeros. Había comenzado el viaje y tenía la vaga impresión de que no volvería jamás.

Salieron del pueblo y se alejaron, se alejaron tanto que Shaedra fue descubriendo lugares extraños que nunca había visto. Y todo le parecía un sueño.

1 Aprendizaje

1 La Pagoda Azul

—¡Shaedra! —gritaba una voz—. ¡Venga, arriba!

Shaedra despertó de su profundo sueño y parpadeó ante la luz que inundaba su cuarto. Junto a la cortina malva que acababa de correrse, estaba una joven de pelo castaño rizado y ojos azules que no tenía por qué estar ahí.

—¡Wigy! —se quejó Shaedra—. ¿Por qué me despiertas tan pronto?

—¿Ah? —replicó ésta rechinando con los dientes—. Creí que hoy no querrías llegar tarde a la Pagoda Azul, pero por lo visto no pareces preocuparte por ello. En realidad, últimamente no pareces preocuparte por nada.

Shaedra la contempló con los ojos entornados mientras ella se daba media vuelta y salía en tromba mascullando por lo bajo.

Aquel día, Wigy parecía haberse levantado con energía, observó. A decir verdad, como todos los días. A veces, daba la impresión de que se creía la reina de Ató: desde luego no se cortaba cada vez que veía a alguien hacer algo mal. Y Shaedra no se libraba nunca de sus sermones.

Wigy había dejado la puerta entornada y subía un rumor de voces del piso de abajo. Reconoció la voz de Kirlens. Luego, oyó un ruido de puertas y supo que el tabernero había salido, seguramente a dar un corto paseo antes de que viniesen los clientes.

El sol radiante se infiltraba por la ventana y bañaba su rostro con una templada luz. Si hubiese sido un día cualquiera, se habría quedado ahí un rato, disfrutando de la mañana… pero resultaba que no era un día cualquiera y que, si no se movía ya, llegaría tarde y el Dáilerrin no se lo perdonaría jamás.

¡El Dáilerrin!, pensó, enderezándose. Contó los días por segunda vez… Sí, aquel día era el primer Ventisca del mes de la Gorgona. Era el día en que sabría lo que haría de su vida. ¿Cómo podía pensar Wigy que se había olvidado? Pff. Para Wigy todos se olvidaban de lo que ella no se olvidaba.

Movió las manos como una palanca, quitándose las mantas, y se puso de pie sobre la cama. Alzó la mano, se puso de puntillas y alcanzó su camiseta blanca y sus pantalones pardos, colgados de una cuerda. Estiró y cayeron. Estaban secos. Si no lo hubiesen estado, se dijo, se lo habría recordado a Galgarrios durante una semana entera. ¡No tenía por qué haberla tirado al río sin avisarla siquiera!

Se quitó el camisón y se vistió con rapidez. Apretó firmemente la cinta alrededor de la cintura y echó un vistazo a su cuarto. No había hecho la cama y seguramente Wigy la regañaría por ello, pero, qué se le iba a hacer, ¡que no entrase en su cuarto! Ojos que no ven, corazón que no siente.

—¡Shaedra, vas a llegar tarde! —gritó entonces Wigy desde la planta de abajo con tono apremiante.

—Ahora mismo voy —contestó.

Cerró la puerta y salió disparada escaleras abajo. Cuando llegó a la taberna, estaba Wigy pasando la escoba junto al mostrador con gestos precipitados. Aún no había ningún cliente y las mesas y bancos se alineaban, vacíos.

—¿Te has peinado? —le dijo, cuando ya estaba junto a la puerta.

Shaedra gruñó.

—No, pero no creo que eso sea capital.

Wigy soltó un suspirito exasperado y Shaedra se preocupó. Si no salía disparada para coger un peine era que realmente tenía que ser tarde.

—¿No quieres comer nada?

—Eso, en cambio, sí que es capital —exclamó con una sonrisa.

Cogió un bollo del mostrador.

—Pruébalo, a ver si están buenos.

Shaedra le dio un mordisco y masticó, asintiendo con la cabeza.

—¡Buenísimos, Wigy!

Ella se rió, contenta, y entonces le apuntó con la escoba, amenazante.

—Pues no abuses de ellos y vete ya, que vas a llegar tarde, ¿o es que piensas que el Dáilerrin te va a esperar por tus bonitos ojos? Luego me dirás cómo te ha ido, ¿eh? Y no le pongas esa cara de mocosa traviesa, intenta parecer digna, Shaedra, a ver si aprendes.

Shaedra puso los ojos en blanco.

—Sí, Wigy. ¡Hasta luego!

Salió por la puerta abierta y se encontró en la calle que bajaba con una fuerte pendiente. La tierra estaba pálida por la luz del sol. Entonces dieron las ocho campanadas.

Uy. ¡Las ocho! Se puso a correr cuesta arriba en la calle casi desierta. Lisdren, el hijo del tejedor, la saludó y ella contestó precipitadamente, farfullando que tenía prisa.

—¡Corre! —le dijo, burlón, mientras la observaba alejarse a toda velocidad.

¿Y si llegaba tarde? ¡Dioses de los demonios! Tenía cinco minutos para alcanzar la Pagoda Azul. Era factible si nada ocurría en el camino…

Corría por la calle, respirando entrecortadamente, cuando tuvo que evitar chocarse contra tres kals que se interpusieron en su camino.

Hizo un salto hacia la izquierda justo a tiempo para no colisionarse y ellos rieron.

—Muy bien, pequeña, ahora intenta saltar por encima de mí —dijo uno.

Shaedra gruñó.

—Voy con prisas, dejadme pasar.

—¿Vas con prisas? Un nerú con esas pintas de salvaje y con prisas de volverse snorí. ¡Wuw!

Se reían. Trató de convencerse de que no eran malos, sólo eran jóvenes kals irreverentes y exasperantes. Los fulminó con la mirada.

—Nart, Mullpir, Sayós, sois insufribles.

Y entonces, en vez de saltar, se abalanzó para rodearlos a la velocidad del rayo y… Nart la agarró de un brazo.

—¡Suéltame, que tengo que ir a la Pagoda Azul y llego tarde! —protestó Shaedra.

—Eres rápida —reconoció Nart, acercándose a ella como para intimidarla—. Pero menos que yo. —La soltó y sonrió con sinceridad—. Buena suerte, nerú.

Definitivamente, de los tres, Nart era el más exasperante, pensó.

Por toda respuesta, gruñó y continuó la carrera. Cuando al fin vio la puerta de la Pagoda Azul, enorme y cuadrada, inspiró hondo y espiró para tranquilizarse. Ahí estaban aún esperando todos los niños de doce años, incluidos Akín y Aleria, que le hicieron grandes gestos para que se reuniera con ellos.

—Buenos días, Akín, Aleria —dijo con toda la tranquilidad que le permitía su tono jadeante.

Ambos la miraban meneando la cabeza; los ojos de Aleria soltaban relámpagos, en cambio Akín parecía más divertido que otra cosa.

—¿Cómo has podido llegar tarde hoy? —soltó Aleria, incrédula.

¡Ya venían las acusaciones! ¿Y qué culpa tenía de que el día anterior hubiesen metido un escándalo en la taberna, impidiéndole dormir hasta tarde?

—Bueno, esta mañana estaba profunda y, además, no he llegado tarde.

—Jem, suerte que nuestro Dáilerrin no es muy puntual.

—Dejad ya de gruñir —terció Akín—: ya viene.

Shaedra soltó un suspiro. Justo a tiempo. Intentó parecer que llevaba ahí desde hacía un rato, y hasta pensó poner una mueca aburrida, pero eso no habría sido oportuno, así que optó por observar al Dáilerrin, mordiéndose los labios por el nerviosismo.

Pocas veces se veía al Dáilerrin, y mucho menos con su larga túnica blanca. Tenía noventa y dos años, barba canosa y ojos azules y, en la mano, guardaba un pergamino. ¿Por qué les hablaría del futuro de cada uno un hombre que apenas se veía el resto del año? ¿Por qué no podía ser el maestro Yinur el que les dijese qué era lo que les esperaba ahora?

El Dáilerrin miró a los catorce jóvenes, hizo un gesto hacia un cekal, le tendió el pergamino y entró en la pagoda en silencio. Shaedra sintió aprensión, e intentó ver lo que había dentro de la Pagoda Azul. ¿Habrían movido las mesas? ¿Habrían cambiado algo para la ceremonia?

El cekal, vestido de azul, abrió el pergamino y dijo con el tono solemne y pausado del que no está habituado a tomarlo:

—Los que sean nombrados, que entren en la Pagoda Azul. ¡Revis!

Shaedra se rascó el talón y volvió a posar el pie. Observó que Revis, pálido pero decidido, subía los escalones para dejarse tragar por la oscuridad de la pagoda, dejando atrás la inocencia de la vida nerú.

—¡Akín, Aleria, Aryes! —pronunció el orilh.

Shaedra observó a sus amigos subir los peldaños con más dignidad que Aryes, que siempre había sido un miedica y al que hasta una mosca podía hacer temblar.

—¡Ávend, Marelta, Yori, Kajert, Laya! —iba diciendo el orilh.

Shaedra conocía todos esos nombres. No siempre se llevaba bien con las personas que los llevaban, pero había jugado con todos y conocía sus caracteres, sus miedos y sus sueños.

Ávend, por ejemplo, el humano, era el hijo de una familia mercante poderosa que se había instalado ahí desde hacía veinte años. Y bueno, Ávend, como todos los demás, había nacido en Ató y jamás había salido de ahí.

—¡Ozwil, Salkysso, Shaedra, Galgarrios!, y… —Entornó los ojos para mirar el papel—. Suminaria.

Sonrió a una niña que Shaedra jamás había visto. Era una tiyana, y se le veía la nariz chata cubierta de escamas y rayas de un color cobrizo. Suminaria parecía estar nerviosa.

Shaedra se acercó a ella mientras subían por las escaleras.

—¿Suminaria es tu nombre real? —le preguntó, quizá con cierta burla porque jamás le había hecho tanta gracia un nombre.

La observó durante un instante. Era la única del grupo con el pelo rubio y sus ojos purpúreos la hicieron sentirse molesta.

—No veo por qué voy a dar un nombre falso —replicó la tiyana, y la adelantó para entrar en la pagoda, con altiva prestancia.

Shaedra se quedó atónita. Vaya, se dijo. ¿Acaso la habría herido sin querer? Claro que había que reconocer que su pregunta tampoco había sido muy acertada…

Fuera como fuera, se apresuró a entrar en la pagoda. El interior estaba como siempre, con sus grandes parqués de madera y sus alfombras y cojines. Siempre, cuando había entrado, se había sentido rodeada por una atmósfera buena y serena, y lo mismo sintió al cruzar ese día los enormes batientes abiertos. En una salita abierta, se había sentado el Dáilerrin, con las piernas cruzadas, y tenía una cara mucho más cordial que antes.

En silencio, Shaedra se sentó junto a Akín y Aleria, sobre la alfombra, y esperó.

—Buenos días, nerús —dijo el Dáilerrin.

—Buenos días —contestaron todos.

—Hoy, habéis entrado en esta pagoda nerús y saldréis de ella siendo snorís. Habéis entrado niños y saldréis de aquí, dentro de unos años, siendo lo que esperáis.

Asintió lentamente con la cabeza y todos la bajaron al mismo tiempo, como comunicando su acuerdo. Muy bien, pensó Shaedra, pero ¿qué esperaba ella?

—Dos años habéis estado recibiendo el saber sobre el jaipú. Conocéis las energías del mundo y aunque no las entendéis aún, sabéis que no las entendéis, y eso es ya un comienzo.

Tuvo una leve sonrisa paternal y prosiguió:

—Los que queríais aprender más cosas sobre el jaipú habéis acudido aquí y sabéis ahora a qué os exponéis decidiendo ahondar en vuestros conocimientos. Tendréis que seguir un aprendizaje riguroso con maestros todavía más rigurosos. Aprenderéis a conocer el jaipú hasta en el corazón. Sabéis que el jaipú puede ser peligroso, pero ¿por qué lo es? Pronto lo descubriréis y sabréis evitar los peligros de las energías celmistas.

Los miró uno a uno y cuando sus ojos cruzaron los de Shaedra, ella sostuvo su mirada sin vacilar hasta que él se giró hacia Akín.

—Todos —dijo— habéis venido aquí teniendo conciencia de los peligros que os aguardan. Ser un pagodista no es algo que se decida a la ligera. Por esa razón, se espera que el nerú tenga suficiente edad para elegir, para que no decida precipitada y desconsideradamente sin ver todas las implicaciones subsiguientes. Sabéis todo esto y más, porque —y levantó lentamente el índice hacia arriba— habéis leído el Libro del Nerú.

Menudo tocho era aquél, pensó Shaedra, poniendo los ojos en blanco. Había preferido mil veces el Libro Rojo o el que se titulaba Historias del jaipú en Ajensoldra. El Libro del Nerú era tan sólo una sarta de grandilocuencias huecas. Agrandó los ojos, asustada al pensar que, si el Dáilerrin supiese lo que pensaba, sus aires de buen hombre se esfumarían en un abrir y cerrar de ojos y ¡zas!, al diablo con todas las esperanzas de volverse snorí.

—La mayoría venís de Ató —prosiguió el Dáilerrin— y nunca habéis salido de nuestro plácido hogar. Habéis vivido rodeados de kals, de cekals, de orilhs. Habéis visto lo que hacen… ¿no? No, no lo habéis visto. Sólo sabéis una ínfima parte de lo que hacen. Ante las presiones del exterior, necesitamos una organización infalible —dijo con ojos de acero—. Necesitamos guardias que conserven la paz, investigadores, magaristas, y celmistas entrenados que no teman enfrentarse a los nadros, a los escama-nefandos y a las demás criaturas que atacan nuestras tierras. Necesitamos curanderos y portavoces. El porvenir de un pagodista es amplio en posibilidades. Pero si hay algo que nunca debéis olvidar, es esto.

Hizo una pausa y respiró fuerte.

—Nosotros defendemos nuestra vida y la de nuestra gente contra los monstruos de la Insarida, intentamos hacer de nuestra vida una vida digna y serena y no un infierno. Nunca, jóvenes nerús, se permitirá que alguien de Ató se deje seducir por las feroces ánimas. No hay piedad para los bárbaros y los que deciden sumirse en la maldad.

Shaedra lo miraba, fascinada y aterrada. La maldad. ¿Quién podría querer sumirse en la maldad? Ni el más tonto de Ató se dejaría llevar por la maldad, ni Galgarrios, decidió con firmeza, mirando de reojo hacia un tiparrón de cara cuadrada y ojos amarillentos que escuchaba al Dáilerrin boquiabierto. Ni Galgarrios, se repitió, conteniendo un suspiro.

—Un snorí —dijo el Dáilerrin— es, ante todo, un alma que observa. Un alumno que quiere aprender y que respeta el silencio y las palabras. Sabéis utilizar el cuerpo para combatir y para huir. Sabéis lo que es perder —enarcó una ceja con los ojos sonrientes— y sabéis lo que es ganar. Pero todo no es cuestión de perder o ganar. Un snorí tiene que aprender a entender lo que aprende y usar el sentido común. Durante estos dos años de snorí, tendréis que buscar la respuesta a una pregunta, que es —hizo una pausa y sonrió al articular la pregunta—: ¿qué hago aquí?

Shaedra intercambió una mirada atónita con Aleria. Tragó saliva. ¿En eso consistían los dos años? ¿En saber el por qué existían los snorís?

—He hablado del sentido común —dijo apoyando las palabras—, pero quiero que me digáis, ¿qué cosa hay más importante en la conducta de una persona que el sentido común?

Calló y los nerús se removieron, molestos. Shaedra hizo una mueca. ¿Alguna vez se había preguntado cosas sobre el sentido común? Si bien recordaba, jamás. Era lo que se daba por naturaleza, ¿no? ¿Para qué pensar en él? ¿Qué podía haber de más importante que el sentido común? ¿El sentido extraordinario?

—La memoria —dijo una voz. Shaedra extendió el cuello. Era Suminaria. Y ¡la memoria había dicho!, se rió interiormente. ¿Qué tenía que ver la memoria con el sentido común?

—De hecho, la memoria es esencial, joven nerú —contestó el Dáilerrin, para sorpresa de Shaedra—. Nos ayuda a entender esa cosa de la que hablamos. ¿Por qué conocemos ejemplos de batallas históricas en la que gana el bando menos favorecido? —preguntó—. Teniendo en cuenta que ese bando defendía una causa justa que atañía el corazón de todos los hombres, es lógico pensar que tuviese más posibilidades de aplastar al enemigo. Os estoy hablando de los anhelos del hombre, del amor que siente por cada cosa que conoce y que quiere defender. Un hombre con sentido común al mando de un ejército que tiene confianza en él y en la causa que defiende es un arma aterradora y difícil de demoler. Si confiáis en vuestras acciones, nada podrá amedrentaros.

El Dáilerrin se levantó.

—Y ahora, snorís, levantaos. Os espera el maestro Áynorin detrás de esa puerta.

El Dáilerrin no esperó más y habiendo terminado su lección, se marchó. Empezaron a cuchichear todos entre ellos.

Shaedra, en silencio, se levantó y miró hacia la puerta que había señalado el Dáilerrin. ¿El maestro Áynorin? Nunca había oído ese nombre y supuso que sería un cekal que volvía de tierras lejanas, ascendido a orilh recientemente. Quizá hubiese ido hasta la cordillera de las Hordas y quizá más allá.

—Nunca pensé que el nuevo Dáilerrin hablara tan bien —apuntó Marelta.

—Votaré por él, dentro de dos semanas, para la ceremonia del Orador —intervino Shaedra, burlona.

—Tú siempre te burlas de todo, Shaedra —replicó ella con una voz suave y peligrosa—. Pero es natural, tú no eres de los nuestros. Es más, no sé qué haces aquí.

Shaedra agrandó los ojos y le entró una enorme rabia, pero trató de tomarse las cosas con calma. Si en toda Ató había una persona desagradable, esa era Marelta.

—¿Qué hago aquí? —repitió—. ¿Y no se supone que esa es la pregunta del Dáilerrin en la que tenemos que pensar?

—Esa es otra cuestión —repuso enarcando una ceja y tomando un tono desdeñoso—. No quería enojarte, Shaedra, sólo quería —sonrió— decirte lo que pensamos todos aquí. Pareces una salvaje o peor… ¡Por todos los dioses! ¿Eso que llevas es un collar? Nunca pensé que pudieras llegar a ser encima una ladrona.

Shaedra creyó que iba a sofocar. Sintió unas miradas sorprendidas posarse en el collar que llevaba en torno al cuello. ¡Como si fuese la primera vez que lo veían!, gruñó para sus adentros. En aquel instante dudó entre pegar un bote y abalanzarse sobre Marelta o intentar calmarse.

Pero Marelta ya se estaba yendo hacia la puerta y desapareció. Shaedra bufó y Akín posó una mano tranquilizadora sobre su brazo.

—No te sulfures —le soltó el elfo oscuro pacientemente—. Marelta es una exagerada. Quieta, que estás temblando.

—El maestro Áynorin nos está esperando —dijo Aleria, estirándole de la manga.

—A Marelta le encanta decir tonterías —dijo seriamente Galgarrios, girándose hacia ellos en el momento en que iba a cruzar la puerta—, no dejes que vea que te alcanzan sus insultos, porque no parará. —Su rostro se iluminó con una sonrisa—. Y lo digo por experiencia.

Shaedra inspiró hondo y asintió.

—Tienes razón. Veamos qué maestro nos ha tocado.

2 Áynorin

—Er, esto, buenos días —dijo el maestro Áynorin, algo nervioso, contemplando a sus nuevos alumnos.

Estaban los alumnos acercándose a él, andando por la ancha muralla de la arena. Parecían ansiosos por aprender. Los contó con rapidez. Catorce. Siete eran elfos oscuros, uno de ellos con antepasados humanos, luego había tres caitos, una ternian, un niño ílsero, medio elfo oscuro medio mirol, así como una tiyana. Y el último tenía una cara de humano que no podía con ella.

Trató de parecer seguro de sí mismo y les sonrió cuando le contestaron todos en coro.

—Bien, soy vuestro nuevo maestro y me llamo Áynorin. Es mi primer año de enseñanza así que espero hacerlo bien. Cuando explique algo, si no lo entendéis, me lo preguntáis enseguida, porque es inútil hablar a gente perdida. Y bueno, tendréis que soportarme durante estos dos próximos años.

Al pronunciar esas palabras, se le formó un nudo en la garganta. ¡Dos años! Esperaba poder estar a la altura. Abrió la boca y la volvió a cerrar. ¿Qué más les podía decir? Carraspeó.

—Bueno, el hecho es que no os voy a hablar hasta aburriros, así que empezaremos ahora mismo, ¿de acuerdo?

Con cierto alivio, vio que algunos asentían con la cabeza en silencio. Eran niños habituados a la obediencia, pensó, algo intimidado. Y recordó, divertido, sus años de estudio. ¡Qué lejanos le parecían ahora! Doce años habían pasado desde el día en que se había vuelto snorí, como ellos ahora. ¿Qué había pensado él entonces? Seguramente que al de dos días ya habría conseguido hartar al nuevo maestro. Por suerte, este último había sido paciente y había reconocido en él su habilidad. No se olvidaría de ser paciente con sus propios alumnos, decidió.

Hizo un gesto firme con la cabeza.

—Seguidme entonces. Empezaremos por la primera lección… es lo que se suele hacer —añadió con aire serio.

Vio algunas sonrisas, pero otros rostros o quedaron indiferentes o se fruncieron. ¿Pensarían que les había tocado un loco? Pues que lo pensasen. No tenía intención de ser un maestro aburrido y seco, porque los que no lo eran por naturaleza y aparentaban se volvían con los años tan aburridos y secos como los que lo eran de nacimiento. Eso se lo había dicho su propio maestro.

En la primera lección testearía simplemente sus capacidades; supuso que todo saldría bien. Mientras no hubiese ningún herido… Nunca había sido muy hábil tratando con niños y tener a catorce mocosos delante era desconcertante.

Se dirigieron hacia las escaleras y bajaron hasta la pequeña arena. Áynorin dio unos pasos sobre el terreno antes de girarse hacia sus alumnos, que lo seguían en silencio.

—Es una suerte que seáis un número par —notó—. Así podréis hacer parejas. Venga, poneos de dos en dos. Hoy, vais a luchar. Intentad enseñarme todo lo que sabéis.

Todos se pusieron rápidamente en parejas. Fue el ílsero, Yori, quien se lanzó el primero en la batalla contra un caito grandote que, lo descubrió con la lista, se llamaba Galgarrios. Yori, aprovechando su rapidez, tomó apoyo en un pie y le dio un puñetazo al caito, antes de bajar la cabeza para evitar la bruta respuesta del otro.

Mientras tanto, la ternian, Shaedra, había embestido de frente contra una elfa oscura, Aleria. Fingió un ataque, para luego dar un paso a un lado y saltar haciendo una pirueta que parecía hecha más por placer que por otra cosa. Aleria, entretanto, intentó atacarla y Shaedra, a cuatro patas, realizó un bote hacia delante y alzó las manos hacia su adversaria, sonriendo. Éstas estaban rematadas por garras duras y afiladas. Obviamente, lo hizo para intimidarla, y su sonrisa la delataba. Áynorin enarcó una ceja. Tendría que pensar en hacer él mismo las parejas según las habilidades de cada uno.

Pasó a mirar a una elfa oscura, Laya, que parecía tener dificultades con la única tiyana del grupo, Suminaria, quien la estaba haciendo retroceder hasta el muro, dejándola sin escapatoria. Laya intentó vanamente algunos ataques, pero Suminaria los esquivó todos, utilizando técnicas que no se enseñaban a los nerús de Ató.

Áynorin recordó que lo habían avisado de que una alumna venía de la Gran Pagoda, la Pagoda de los Vientos, en Aefna. Y a la elfa oscura le estaba enseñando humillantemente que sabía más que ella. Arrogante pero cierto, pensó.

Akín y Aryes parecían tener ambos las mismas ideas. Atacaban al mismo tiempo, esquivaban, hacían aspavientos inútiles y se soltaban frases para desconcentrarse. Aryes dudaba más, pero Akín tenía un juego de pies espantoso y hasta consiguió caerse solo, frente a un Aryes perplejo.

Ávend y Ozwil se atacaban rondando el uno y el otro, buscando aperturas y dando patadas en el aire, quién sabe si para impresionar o porque habían calculado mal, y entretanto, Revis y Kajert embestían a la fuerza bruta como buenos caitos que eran. Totalmente diferente era el combate entre Marelta y Salkysso. Ambos parecían estar bailando. Marelta atacaba sin descanso, exasperándose de la pasividad de Salkysso y parecía estar a punto de perder los nervios.

Muy interesante, pensó Áynorin, con una ceja enarcada. Entonces se despegó del muro en el que se había apoyado y dijo:

—¡Cambiamos de pareja! Venid aquí todos.

* * *

—¡Cambiamos de pareja! —había anunciado el maestro.

Shaedra se paró justo en el momento en que le iba a dar una patada a Aleria, con las garras de los dedos replegados para no dañarla. Permaneció unos segundos inmóvil y luego posó el pie en la arena y le sonrió a su amiga.

—¡Por Nagray! Creo que en un momento casi me pillas con la guardia baja.

Aleria puso los ojos en blanco.

—¿En serio que casi? A mí me pareció que alguna patada te había alcanzado.

—Rozado, no alcanzado —corrigió.

—Pff, venga ya…

Se sonrieron, divertidas, y se dirigieron hacia donde estaba el maestro.

—Bien —dijo este—, he visto un poco de qué sois capaces. Ahora, cambiemos las parejas. Yori y Suminaria, adelante. Marelta y Akín, que empiece la lucha.

Akín enarcó una ceja y Shaedra adivinó sus pensamientos. Marelta no era una buena pareja porque además de caerle mal, era tramposa y buena luchadora. Shaedra lamentó no estar en su lugar. Entonces, con curiosidad, se giró hacia el maestro Áynorin. ¿Con quién lucharía ella?

Fue diciendo nombres y llegando al final, Shaedra supo con quién estaba antes de que lo dijese el maestro. Galgarrios. Hizo una mueca de decepción.

Empezó de inmediato con un ataque, Galgarrios levantó una mano y… un ruido resonó. Shaedra se derrumbó contra el suelo y meneó la cabeza, alucinada. Galgarrios le había pegado. Y encima se agachó junto a ella ¡sonriéndole!

—Lo siento, Shaedra —se disculpó.

Shaedra entrecerró los ojos y se levantó de un bote. Le tendió la mano a Galgarrios, garras adentro, como si hubiese sido él el agraviado.

—Prepárate para un ataque relámpago —soltó, con una ancha sonrisa.

Galgarrios le cogió la mano, se levantó y le devolvió una sonrisa tonta.

—Inténtalo.

Y empezó la danza. Shaedra dio vueltas, haciendo girar el ancho cuello de Galgarrios por todas partes. Galgarrios parecía una gran rana buscando un insecto particularmente veloz. Y como empezaba el sol a subir, Shaedra lo aprovechó y lo guió hacia donde tendría el sol en la cara, luego corrió, atacó, corrió, atacó, y fueron bailando en la arena, hasta que en un momento, Shaedra saltó hacia el muro, sacó las garras y dio otro bote contra el muro de modo que estuvo viendo la espalda de Galgarrios antes de que este hubiese podido reaccionar, y cayó encima de sus hombros. Shaedra le estiró la larga melena, riendo, vencedora. Luego, cogió impulso y saltó por encima, aterrizó haciendo una pirueta y se puso a andar sobre las manos cantando:

¿Quién atacó al atacado?
Yo y vencido lo he dejado.

—Venga —le dijo el maestro sonriente—, deja de hacer el saltimbanqui, que quien gana una vez no se sabe si es por habilidad o por suerte. Pero reconozco que tu truco no estaba mal.

Shaedra se inmovilizó y volvió a estar cabeza arriba en un segundo. Miró el maestro y vio que lo decía en serio. Le fue difícil contener una amplia sonrisa. Asintió solemnemente.

—Allá voy, maestro Áynorin.

Reanudó la lucha contra Galgarrios.

Luego fueron turnando las parejas y le tocó con los demás. Estuvieron toda la mañana. Ganó a casi todos por la astucia, salvo contra Revis, Yori y Suminaria. Esta última no la dejó moverse, arrinconándola e imponiendo las reglas del juego con una facilidad sorprendente, aunque Shaedra se complació al ver un destello de sorpresa en sus ojos durante el combate. No debía de estar habituada a luchar contra ternians.

Con Marelta fue distinto. El combate habría degenerado en una verdadera pelea de taberna, con pelos arrancados y zarpazos, si el maestro Áynorin no hubiese anunciado:

—Ya basta de ejercicio por hoy. Ahora vamos a volver dentro de la pagoda y voy a haceros unas preguntas… sobre Historia. —Shaedra hizo un mohín mientras el maestro sonreía—. Mañana empezaremos al fin las verdaderas lecciones sobre el jaipú y repasaremos un poco vuestros conocimientos de biología. Os habéis portado bien y me parece que vamos a poder aprender cosas los unos de los otros. Bien, adelante.

Marelta le echaba miradas asesinas a Shaedra mientras ésta se reunía con sus amigos. Después de la Historia, salieron todos de la Pagoda Azul agotados y arrastrando los pies. Cuando al fin Shaedra, Akín y Aleria estuvieron solos, sentados en la hierba del parque de la Neria, se sonrieron ampliamente.

—¡Me encanta el maestro Áynorin! —declaró Akín.

—¡Y a mí! —reforzó Shaedra.

Aleria asintió con la cabeza.

—Es muy joven pero reconozco que parece bastante pedagógico.

Shaedra se sonrió. Aleria siempre tenía que estar analizándolo todo con fría objetividad. Se estiró y se extendió sobre la hierba como un felino al sol. ¡Qué bello se estaba poniendo el día! El cielo estaba azul, el sol calentaba la tierra y los pajarillos cantaban.

—Habrá que moverse e ir a casa —dijo Akín—, mis padres querrán saber si no he hecho demasiado el ridículo.

Shaedra contempló el rostro de su amigo y sintió lástima por él. Su padre era un orilh prestigioso de Ató, sus hermanos mayores grandes celmistas, y Akín, el menor, parecía ser la única oveja negra de la familia, ¡porque no destacaba! Menuda injusticia.

—Diles que has matado un dragón —le dijo Shaedra—, a ver si dejan de perseguirte.

—Un dragón —repitió pensativo Akín—. Seguro que si lo hacía de veras me mirarían un poco mejor. —Frunció el ceño y sonrió—. Pero afortunadamente aún no estoy delante de ningún dragón.

—Mírame mejor —retrucó Shaedra clavando sus ojos en los suyos—. Los ternians decimos que tenemos sangre de dragón en las venas.

Akín imitó el grito de un dragón y ambos se rieron. Aleria los contempló, exasperada.

—¿Es que no vais a dejar de decir tonterías?

Shaedra sacó sus garras y soltó un rugido antes de saltar hacia Aleria. Esta levantó los ojos al cielo. Shaedra pasó por encima de ella y se puso a hacer volteretas, hasta que acabó encaramada en la rama de un árbol.

—Un dragón no hace ese tipo de gamberradas —comentó Aleria.

Shaedra se mordió un labio y asintió, sonriendo ampliamente.

—En eso tienes razón —se dejó caer al suelo y añadió—: por eso se aburren como ostras en sus cavernas, los dragones. —Suspiró—. Creo que un día tendré que darles una lección.

—Siempre tan prudente, Shaedra, no dudo de que te harán caso —pronunció Aleria, gruñendo, mientras Akín se reía, muy divertido—. ¿Vamos?

Asintieron y se encaminaron hacia el final del parque y ahí se separaron. Aleria se dirigiría hacia la Calle del Sueño, Akín hacia la Calle del Arce, y ella hacia el Corredor, la calle principal, donde estaban los mercados, las tabernas y los talleres de los artesanos.

—Hasta esta tarde —les dijo Shaedra.

Aleria la señaló con el dedo.

—¡No olvides! A las tres campanadas tenemos que estar en la biblioteca. Ni se te ocurra llegar tarde.

Shaedra le hizo una reverencia, juntando las manos y chocándolas contra su frente, como hacían los adultos.

—Sí, venerada orilh —bromeó fingiendo seriedad.

—Lo digo en serio.

—Normalmente siempre soy puntual, Aleria —se quejó—. Por una vez…

—¿Una vez?

—La última vez que llegué tarde fue porque Taroshi había robado mi libro —se indignó—. Tenía que cogérselo antes de que me lo estropease. Es un pequeño demonio de esos de los que una no se puede fiar. Tú ya lo conoces… Le encanta hacerme la vida imposible. Si no fuese porque es el hijo de Kirlens, le daría una buena corrección.

Aleria puso los ojos en blanco.

—No lo dudo. ¡Hasta luego pues!

Shaedra se puso a bajar la calle. Habría tomado el camino más corto de los tejados si no se hubiese sentido tan cansada. Pasarse toda la mañana moviéndose como un demonio por la arena le había dejado los músculos doloridos y se habría sentado tranquilamente en un banco de la taberna para observar a los parroquianos y a los viajeros y comerciantes si no hubiese tenido que ir a la biblioteca aquella tarde. A las tres.

Sin embargo, tuvo un rato de pausa suficiente para descansar. Cuando entró en el Ciervo alado, estaba a rebosar de gente que comía hambrienta después de una mañana de trabajo. Reconoció al herrero, Taetheruilín, y al sempiterno Sain, un humano de unos cincuenta años de edad, hijo de comerciantes y comerciante a su vez hasta que hubiese encontrado la dulce vida de Ató y se hubiese instalado en el valle, viviendo de trapicheos y mentiras.

En realidad, Sain le hacía gracia y solía oír sus historias rocambolescas y las narraciones de sus estrafalarios viajes. Decía que había sido aventurero, en su tiempo, que había dejado por dos años su “humilde trabajo de comerciante” para hacerse paladín. Aunque, interiormente, Shaedra pensaba que si alguna vez se había hecho paladín, habría ido a matar hormigas en los parques de Aefna. Aun así, Shaedra había aprendido mucho de él: había escuchado historias sobre el mundo, sobre los viajes y la política, y más que eso: había aprendido la desconfianza y una sarta de insultos y frases de los suburbios de Aefna que harían temblar a Marelta si los oyese.

Pero Shaedra sabía que a Kirlens no le gustaba oír insultos y no quería defraudarlo. Al fin y al cabo, él la había acogido y se había ocupado de ella cuando había llegado a Ató, sola y perdida.

Años atrás, un semi-elfo llamado Kahisso, la había recogido de un pueblo de humanos cerca del Bosque de Hilos. Sus recuerdos, en un principio, eran confusos, por el miedo y la tristeza de haber perdido a Murri y a Laygra y al Viejo, pero, con el tiempo, se había repuesto. Recordaba batallas, recordaba haber estado a punto de morir ante una arpïeta extraviada mientras que Kahisso, Djaira, la sibilia, y el humano de pelo castaño, Wundail, luchaban como podían contra una nube de esas arpías enanas que parecían murciélagos sanguinarios. Aún recordaba las risas de esas criaturas despreciables. Aún veía los ojos verdes de esa arpïeta que volaba sobre ella, como evaluando si podía ser una presa fácil. Entonces había gritado, un relámpago había salido de las manos de Kahisso y la había salvado.

Días más tarde, habían llegado a un bosque y a una población de centauros lunares. No habían sido muy bien acogidos y no habían recibido ayuda alguna, salvo de uno de ellos, Alfinereliyá, al que Kahisso parecía conocer. Aquella noche, Kahisso la había despertado y la había conducido hasta el que Shaedra a partir de entonces llamó Alfi.

—Alfinereliyá te llevará a un lugar seguro —le murmuró Kahisso. Sus orejas puntiagudas parecían caérsele, como si temiese que alguien los oyera—. Buena suerte, Shaedra.

Shaedra había llegado a Ató montada en el centauro lunar. El viaje se realizó sin percances y Alfi se despidió de ella en un bosque cerca de Ató, entregándole un pergamino sellado con una forma de lagarto.

—Entra en la taberna del Ciervo alado —le dijo el centauro.

Shaedra, al borde de las lágrimas, le replicó que no sabía leer.

—No te podrás equivocar, joven ternian. Lo más probable es que lleve una reseña con un ciervo con alas grabado. Aquí nos separamos. Sé valiente y buena suerte.

Buena suerte. Kahisso también le había deseado buena suerte. ¿Pero por qué siempre tenía que arreglárselas sola? El centauro lunar se había marchado. No tenía un carácter muy sentimental a la hora de las despedidas, pero a Shaedra le había caído bien y sabía que lo extrañaría.

Había andado hasta Ató y pasado los campos y las huertas y, al fin, había llegado frente a la empinada colina. El río Trueno, que nacía en las Hordas, pasaba rugiendo para ir a morir en el océano Dólico. Shaedra cruzó el puente siguiendo una carreta y se sintió aturdida por los olores, los rumores y la vida que ahí reinaba. Anduvo subiendo la calle, mirando las reseñas, mirando los rostros. Casi todos eran elfos oscuros y tenían la misma piel oscura y azulada que Alfi. En su pueblo, tan sólo había oído hablar de ellos, y le producía cierto escalofrío encontrarse tan sola, rodeada de extraños.

Shaedra aún se acordaba del rostro de Kirlens al ver el sello del pergamino. Lo veía con claridad, sentado en una silla, leyendo y releyendo el mensaje. Aquel día era el primero de Ventisca del mes de la Gorgona. El mismo día en que cuatro años más tarde Shaedra entraba en la cocina del Ciervo alado, husmeando los vapores de la comida con un hambre canina.

Divisó a Wigy delante de dos cubos de agua, lavando platos sucios y discutiendo con Satme, la nueva empleada. Wigy estaba exasperada.

—¡Está duro, te digo! Déjalo un poco más.

—Está bien, es tu arroz, después de todo, que se queme.

Shaedra echó un vistazo al arroz. Probablemente, cuando Wigy había empezado a discutir estaría duro, pero en aquel momento le pareció que estaba perfecto y que si se dejaba más tiempo se quemaría.

Se sentó en un borde de la mesa sin que ellas se diesen cuenta y después de escucharlas un rato refunfuñar decidió que Satme, aunque era menos dada a extensos parloteos, era tan tozuda como Wigy. Al cabo, dijo:

—Satme tiene razón, Wigy, se va a quemar.

Ambas se sobresaltaron. Estaban nerviosísimas por lo llena que estaba la taberna de clientes.

—¡Shaedra! —exclamó Wigy echándole una mirada—. ¿Qué tal te ha ido el día?

No dejó de limpiar cubiertos mientras Satme retiraba el arroz del fuego e iba sirviéndolo en platos limpios. Shaedra contempló la comida pasándose la lengua por los labios. Miam.

—Bien —contestó—, el Dáilerrin nos ha soltado unas parrafadas y luego nos ha dejado con nuestro nuevo maestro, el mae…

—Pásame esos platos sucios, ¿quieres?

Shaedra se deslizó de la mesa soltando un suspiro y se los acercó.

—¿Qué decías?

—Decía que nos ha tocado uno llamado Áynorin como maestro.

—¿Áynorin, eh? —repitió la joven humana, frotando con una esponja y dejando los platos llenos de jabón en una pila.

Wigy se quedó de pronto inmóvil y la miró.

—¿Áynorin, hijo de Fárrigan? Pero si lo conozco de cuando era pequeña y nerú, ¡era un inútil! ¿Cómo es que ha llegado a ser orilh? Dime, ese Áynorin, ¿es un elfo oscuro con cara buena de perdido y bobo, con una mancha negra en forma de estrella en la mejilla?

Shaedra se rascó el cuello, turbada, y asintió.

—¡Imposible! —exclamó Wigy. Y volvió a ponerse a fregar con movimientos más lentos.

Hubo un silencio. Allá, en la taberna, salían voces y risotadas. Shaedra reconoció una de las risas sin dificultad. Era la de Taetheruilín el herrero que daba al mismo tiempo un fuerte puñetazo contra la mesa. Taetheruilín era un enano de alma buena y puño firme y hábil y sus armas y armaduras eran muy celebradas en toda Ajensoldra. El famoso herrero podría haber ido a otra taberna más cara y de mejor calidad porque, por cierto, estaba forrado de dinero, pero por lo visto le gustaba el barullo del Ciervo alado, y era un parroquiano asiduo, casi tanto como Sain.

—¿No habrá por casualidad algo para dar a una hambrienta? —dijo Shaedra.

—Sírvete —dijo Satme señalando los platos llenos de arroz.

Shaedra cogió uno, fue a buscar un tenedor, un vaso y un trozo de pan y pronto estuvo sentada a una mesita de la cocina, masticando y tragando, arrancando trozos de pan a puro diente. Cuando hubo terminado, Wigy estaba preparando un guiso para la cena, con los restos que habían quedado y Satme volvía con varios platos sucios.

—Ya han dado las dos —señaló esta última—, ¿no me necesitas, Wigy? Tengo que irme a recoger plantas para mi madre. Dice que faltan varias cosas. Siempre faltan cosas —suspiró, levantando los ojos al cielo— y me hace correr de aquí para allá.

—Buena recolecta, Satme. Shaedra, ¿te importa lavar esos cubiertos?

Shaedra se levantó cogiendo su plato, su tenedor y su vaso y se puso a fregar pensando que no tenía que llegar tarde a la biblioteca. Imaginó la expresión de Aleria e inconscientemente aceleró sus movimientos mientras Wigy le decía:

—Aún no acabo de creerme que Áynorin sea orilh. Con lo inútil que era. Imagínate, yo hubiera podido ser mejor orilh que él. ¿O es que ha cambiado tanto desde entonces?

—Pues no lo sé, Wigy, a mí me ha parecido simpático, y desde luego parece ser un buen maestro.

—Si lo dices.

Pero cuando Shaedra la miró de reojo, Wigy no parecía muy convencida. Qué se le iba a hacer, cuando se le torcía algo a Wigy, era difícil desenredarle la cabeza.

—Es una lástima —dijo Wigy, mientras dejaba la tapa encima del puchero y empezaba a reordenar la cocina—. Yo esperaba que tuvieses un maestro de esos estrictos. Porque sé que lo único que necesitas es un poco de disciplina. Haces demasiadas tonterías, y no te tomas las cosas en serio. Ese es el problema que tienes —afirmó.

Shaedra hizo una mueca que amenazaba con ser una sonrisa y levantó los ojos hacia el techo. Afortunadamente en aquel instante Wigy no la miraba y estaba muy ocupada en barrer unos granos de arroz del suelo. Era una maniática de la limpieza. Por eso Shaedra tuvo cuidado con no dejar ningún resto de comida en los platos y al que estaba incrustado lo desincrustaba con el dorso de sus garras afiladas, para no rayar el plato. Lo aclaró todo y agarró al fin un trapo para secar la vajilla.

Una lástima, había dicho Wigy… Sin previo aviso, se le escapó una carcajada.

—Es una gran lástima —asintió Shaedra, carraspeando.

Secó rápidamente el último plato con el trapo y lo dejó en la pila, mientras Wigy gruñía:

—Hablo en serio. Si no te comportas como alguien civilizado, creerán que eres una salvaje. Y a veces lo pareces de verdad, no sabes comportarte.

Se alejó para guardar los platos y Shaedra decidió que estaba saturada y salió de la cocina sin decirle nada más. Subió las escaleras hasta su cuarto, abrió la ventana y salió al tejado, no sin olvidarse de cerrar como pudo los batientes. Recorrió el tejado y saltó a una terraza que había un metro más abajo, llena de barriles vacíos y trastos. Ahí, se sentó en un barril que estaba de pie, contra el muro, y balanceó los pies, sumida en sus reflexiones. Solía ir ahí cuando quería estar sola. A veces ataba una cuerda entre los dos postes, subía sobre la montaña de barriles y jugaba sobre la cuerda. No temía caerse, ni se le había ocurrido que fuese posible.

Sin embargo, aquel día no estaba de humor para juegos.

Wigy siempre tenía esas salidas y esta vez la irritaba más que nunca. ¿Por qué tenía que quitarle esperanzas? ¿Por qué decía que no sabía comportarse? A fin de cuentas, comía con el tenedor, como ella se lo había dicho, no se levantaba de la mesa hasta haber acabado su plato, nunca decía ningún insulto y siempre se comportaba bien con todos los que se portaban bien con ella. ¿Qué podían reprocharle?

Odiaba pensar en lo que afirmaba Wigy: que los demás pensaban que era una salvaje. Los ternians, para muchos, eran seres salvajes. Pero, ¿por qué? Si bien recordaba, no había visto a un ternian en su vida aparte de algunos escasos viajeros de paso y de Laygra y Murri, y ellos eran como ella. A menos que considerasen salvajes a los ternians por ser ternians y punto.

Le volvió en mente lo que le había dicho Marelta. “No eres de los nuestros”, había dicho. ¿Qué quería decir con eso? ¿Acaso había alguna verdad en lo que decía esa estúpida niña? “Pareces una salvaje o peor”.

Antes, la había invadido la ira hasta sofocarla. Ahora, la invadían la duda y la humillación. Marelta era infame, se dijo. Se llevó la mano a su collar y añadió para sí: y además, hablaba sin pensar. Si había errado al llamarla ladrona, ¿por qué no se equivocaría en lo demás? Estaba segura de que se equivocaba. Hasta Galgarrios se había dado cuenta. Al diablo con Marelta, pensó.

Al de un rato se dio cuenta de que estaba haciéndose las garras en el barril y se inmovilizó, se mordió el labio, preocupada. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí sentada? No tenía ni idea.

Se levantó, volvió al tejado y entró en su cuarto, un pequeño cuadrado en que justo cabían una cama y una mesilla. Se puso de cuclillas y cogió lo que necesitaba en una caja debajo de la mesilla: su pluma blanca y algún que otro pergamino. Se levantó, cogió una pequeña cajita de tinta de Inán y se cercioró de que estuviese bien cerrada antes de ponerlo todo en un saco naranja. Hizo la cama y salió por las escaleras, no las que llevaban a la taberna, sino las que iban directamente hacia la puerta de atrás. Era más prudente, porque en la taberna, a esas horas, los clientes que quedaban estarían revueltos y no le apetecía hacer malabarismos evitando peleas o movimientos bruscos para salvaguardar su saco.

Salió a un pequeño patio en el que crecían tres soredrips llenos de pequeñas flores blancas. Sus troncos oscuros se inclinaban hacia lados opuestos, formando arriba una cúpula blanca muy hermosa.

Pero Shaedra apenas lo notó porque le preocupaba llegar tarde así que se puso a correr, desembocando en el Corredor. Torció para la izquierda cuando pudo, pasó por la calle Transversal, cuyo centro iba cubierto con extensas tiras de lino blanco que ondulaban con el viento. Shaedra vio que aún quedaban más de veinte minutos para las tres. Aleria podría estar orgullosa de ella.

La biblioteca estaba junto a la Neria, el pensil de Ató, una extensa explanada de jardines en el que, según la tradición, dormía parte del espíritu del jaipú de Ató. Se suponía que la otra parte la guardaba el Dáilerrin.

La biblioteca era casi tan extensa como la Neria, estaba cercada de corredores cubiertos de un techo de madera que formaban una especie de palenque. Luego había que cruzar unos metros de jardines para llegar a un enorme edificio de una planta, construido con una mezcla de piedra blanca y de madera de tránmur.

Aquel día iba a ser el primero en que iba a entrar en la Sección Celmista. Shaedra estaba emocionada con sólo pensar en ello. Nart, el elfo oscuro que siempre andaba vanagloriándose, había dicho que la Sección Celmista sólo era una parte de la biblioteca, pero que encerraba ya más libros de los que una persona podía leerse en su vida. “Y dicen que en Aefna la biblioteca es diez veces más grande. ¡Así que imaginaos!”, les había dicho. “Y si estropeáis un solo libro, el Archivista Mayor os sacará los ojos. Ya lo hizo con un amigo mío.”

Estaba claro que mentía; Nart sólo quería impresionar a los «pequeños nerús». Pero Shaedra ya había visto al Archivista Mayor y su rostro seco y oscuro rodeado de un cabello blanco grisáceo le volvió a la memoria. Sus ojos rojos eran muy pálidos, sus manos también, como cubiertas del polvo de los años. Jamás lo había oído hablar, pero estaba segura de que no era una persona agradable.

Cuando llegó delante de la puerta, se encontró con varios niños de su edad. Pocos la saludaron porque, aunque algunos habían estado juntos con ella durante cuatro años, apenas se conocían. Algunos llegaban de los alrededores, otros eran hijos de comerciantes, de tenderos, de artesanos. Muchos habían dejado el estudio del jaipú para estudiar en sus gremios respectivos. Ahí aprendían otras artes y eran snorís de otro tipo. Pero para ello había que tener dinero e influencias, había que tener familia. En cambio, en la Pagoda, se podía entrar hasta sin influencias, si se era buen alumno. Ahí acababan los hijos de los orilhs, pero también los que no tenían mucho futuro, los huérfanos tozudos, los hijos menores o los que tenían padres que buscaban prestigio y gloria a través de un hijo.

Gloria, pensó Shaedra, mientras se unía al grupo a esperar, ¿para qué servía la gloria? No servía más que para vanagloriarse y a Shaedra no le parecía la mejor forma de divertirse. Prefería pasárselo bien con sus amigos.

Divisó a Jans, sentado aparte, en un peldaño, contra el muro, y se dirigió hacia ahí.

—Hola, Jans —le dijo.

El humano levantó su cabeza pelirroja y se sonrió.

—Buenos días, Shaedra. ¿Qué tal te ha ido el encuentro con el Dáilerrin, esta mañana?

—Buf. Soltó un discurso típico sobre el objetivo de los celmistas.

Le brillaron los ojos de curiosidad.

—¿Y luego? ¿Es cierto que tenéis al maestro Áynorin?

—Sí. —Enarcó una ceja—. ¿Lo conoces?

Él se encogió de hombros.

—De oídas —sonrió ampliamente—. Dicen que es un cobarde.

3 Los árboles que hablan

Un cobarde, un inútil… ¿qué tipo de maestro les había tocado?

—¿De veras? —preguntó lentamente Shaedra después de un silencio.

Jans iba a contestar cuando se les unieron Akín, Aleria y Galgarrios. Shaedra sonrió.

—¿Viste, Aleria? Tan puntual como el rayo —y entonces vio el saco rojo que llevaba su amiga y entornó los ojos—. ¿Qué llevas ahí? ¿Un gorila?

Aleria apretó los dientes.

—No —dijo—. Son unos libros que voy a devolver.

Claro, cómo iba a olvidarlo. Si había alguien de su edad que se había leído casi todos los libros de la Sección Nerú, era Aleria. Shaedra carraspeó, pero no dijo nada.

Jans y Akín se miraban de hito en hito en silencio. Nunca se habían llevado bien, Shaedra no acababa de entender el por qué, pero sabía que algo tenía que ver con los padres. El padre de Jans era patrón de una explotación a unos días de Ató, pero Jans, que era su segundo hijo, había decidido hacerse herrero. Su sueño era trabajar con Taetheruilín el enano y Shaedra deseaba que su sueño se hiciese realidad algún día porque el chico le caía bien. Y Akín también. Por eso le extrañaba y le molestaba que ambos se mirasen siempre con cara de pocos amigos.

Contuvo un suspiro exasperado. Desgraciadamente, las disputas entre familias eran más frecuentes de lo que parecía.

De pronto, las voces callaron y Shaedra se giró hacia la puerta. El Archivista Mayor apareció en el marco, les dio la bienvenida con un gesto de cabeza y dijo:

—Seguidme y no toquéis nada hasta que os lo permita.

Era parco en palabras.

Siguiendo la tradición, los conduciría hasta la Sección Celmista y les enseñaría, o dejaría a un kal enseñarles, la manera de no perderse en las estanterías buscando un libro. Les enseñaría dónde se podían encontrar las obras más corrientes y soltaría un rollo de reglas que había que seguir estrictamente. Y luego los dejaría pasear por la Sección Celmista libremente.

Eso, al menos, era lo que había contado Nart y Shaedra no pudo estar segura de ello hasta que constató que efectivamente todo se desarrollaba según se lo había dicho. Ese era el problema con Nart, que nunca se sabía si mentía o decía la verdad.

Como había imaginado, el Archivista Mayor se escabulló cuando pudo, dejándolos en manos de una kal, delante de la puerta de la Sección Celmista. La kal era una elfa oscura de unos dieciséis años que llevaba una túnica negra y un pantalón verde fosforito que le hacía parecer una rosa negra. La semejanza era graciosamente acertada. Como muchos elfos oscuros en Ató, llevaba en las orejas varios y pequeños pendientes circulares y dorados.

—Me llamo Rúnim y seré vuestra guía durante esta tarde, y podréis pedirme consejos si tenéis algún problema. Así que os advierto desde ya, no quiero ningún ruido dentro de esta sala. Este es un lugar donde se trabaja. Hoy hay poca gente porque es Día de Presentación, pero el resto de los días, si no queréis veros castigados tendréis que respetar el silencio, ¿entendido?

Pese a sus dieciséis años, Shaedra reconoció que se expresaba con firmeza y se sorprendió asintiendo con los demás.

—Bien. Otro consejo: cuando cojáis un libro, cuidadlo bien, y cuando no lo necesitéis más lo colocaréis en el mismo sitio de donde lo habéis cogido. Al que pillen desordenando los libros, sea intencionadamente sea por vagancia, se lo castigará severamente. —Sus ojos eran implacables—. Ahora, pasad.

Abrió la puerta y Shaedra entró una de las primeras. Paseó la mirada por la sala y se quedó boquiabierta. Delante había un corredor de unos dos metros de anchura que se adentraba en las profundidades de la Sección Celmista y acababa ante una estantería enorme llena de libros y, a ambos lados del corredor, había estanterías y más estanterías y otros corredores… Otra vez, Nart tenía razón en lo que había dicho. Era impresionante.

La luz venía del techo. Cada tres metros se había dispuesto una lámpara de fuego negro que iluminaba lo suficiente como para ver los títulos.

Rúnim pasó delante y la siguieron en silencio. Los pasos de botas resonaban en el suelo de madera de tránmur. Y el más ruidoso, como siempre, era Ozwil, que con sus súper-botas encantadas se las daba de aventurero cazador de dragones, aunque sus botas sólo le servían para saltar algo más alto de lo que podía normalmente, lo que era más bien poco. Shaedra no entendía por qué se empeñaba en ser alguien ágil cuando su misma constitución lo volvía rígido y musculoso.

En todo caso, Shaedra prefería ir descalza que con botas, y además Wigy le había dicho un día que no sabía cuidar las que le había regalado Kirlens, así que finalmente, cuando éstas se estropearon, Shaedra optó por el pragmatismo.

Olía a polvo y a cerrado y a algo parecido al perfume que exhalaban las karolas, salvo que se mezclaba en él una pizca de olor a limón. Curioso, pensó Shaedra, husmeando.

—Esta es la sección de biología —anunciaba Rúnim.

Efectivamente, junto a una de las estanterías colgaba una reseña donde ponía «Biología». Abajo, a lo largo de toda una estantería, había una mesa inclinada y un banco muy largo. Shaedra divisó a dos snorís inmersos en la lectura de unos volúmenes enormes. Levantaron la cabeza mientras Rúnim hablaba.

—Ahí encontraréis todo lo que se refiere a las criaturas vivas y a las plantas. Normalmente encontraréis todo lo que necesitéis sobre la anatomía, las reacciones del morjás y más. Pasemos.

En la siguiente pausa, enseñó la sección de Historia, seis buenas estanterías llenas de libros, grandes y pequeños, finos y gordos, nuevos y viejos. ¡Cuánta Historia había detrás de la civilización de los Pueblos Unidos! Milenarios llenos de guerras y paz, de inventos, de catástrofes y crecimiento. A Shaedra le gustaba la Historia cuando se narraba en las tabernas como historias y anécdotas, pero ver tanto libro y tanto estudio le quitó las ganas de abrir un solo libro de esos.

Pasaron de la sección de Historia a la de Literatura, y luego a la sección del Jaipú y a la de las energías en general y así se sucedieron largos minutos mientras Rúnim les hizo dar la vuelta a la inmensa sala.

Atravesaron en silencio varios núcleos de estudio, escondidos entre estanterías, donde unos snorís y kals estaban sentados alrededor de varias mesas. Se cruzaron con un orilh que resultó ser el padre de Rúnim por cómo la saludó.

Al fin, Rúnim se paró delante de una estantería y dijo:

—Esta es la sección de estudios recientes hechos por nuestros estudiosos —sonrió por primera vez—. Y bien, creo que ya lo hemos visto todo. Os dejo fisgar y os recuerdo que la biblioteca cierra a las diez, por si lo habéis olvidado.

¡Como si se fuesen a quedar hasta las diez!, pensó Shaedra. Bueno, al menos ahora estaban libres de ir adonde querían.

La gente se dispersó y se quedaron unos pocos plantados, sin saber adónde ir.

—Voy a la sección del Jaipú —declaró Yori, el ílsero.

Yori siempre le había parecido un poco agresivo, con sus dientes afilados de mirol y, aunque en lo que se refería al resto había heredado sobre todo de su padre, no cabía duda de que no era completamente elfo oscuro. Su pelo revoltoso y azul claro, sin embargo, le daban cierto aire cómico, pero lo que más le molestaba de él era su arrogancia: siempre pensaba ser mejor que los demás. Y le daba rabia que le hubiese ganado aquella mañana en la lucha.

Por eso, cuando se alejó, seguido de los demás, ella se quedó plantada ahí y sacó un libro al azar de la sección de los estudios. El libro era pequeño y verde y se titulaba La poción de restablecimiento, once consejos para no fallarla.

Once consejos. Pff. Shaedra estaba segura de que necesitaría más de mil consejos para hacer una poción de restablecimiento. Volvió a meter el libro en su sitio y se dedicó a leer títulos: Táctica de combate: el estiramiento y la unión del jaipú con el morjás (teórico), Estudio sobre la Cofradía de la Noche, …

—¿Shaedra?

Levantó la cabeza. Era Galgarrios. Dioses, pensó Shaedra, conteniendo un suspiro. ¿Se habría perdido?

—¿Sí? —replicó con cierto fastidio.

Galgarrios sonrió ampliamente con su rostro enorme de caito y se acercó.

—¿Es interesante esta sección?

—No.

—Ah.

Parecía decepcionado. Shaedra levantó los ojos al cielo y le dio un golpecito en el hombro.

—Voy a ver la sección de las criaturas, ¿vienes?

—Claro, no te voy a dejar sola en este sitio. Parece el típico lugar donde uno se pierde.

Se había perdido, confirmó Shaedra en su mente. ¿Cómo lo había conseguido? Las estanterías estaban llenas de indicaciones y, aunque parecía todo un poco laberíntico, le había bastado con escuchar a Rúnim para entender un poco cómo funcionaba la estructura. Y Galgarrios se había perdido. Conociéndolo, no era de extrañar.

Atravesaron varios pasillos con estanterías hasta encontrar un corredor más amplio que los llevó a la sección de Biología. Los dos snorís que antes estaban leyendo ya no estaban y por el momento no había nadie por los alrededores.

—¿Crees que habrá por aquí un libro sobre los saijits? —preguntó Shaedra.

Galgarrios golpeó sus labios carnosos con el dedo índice, con aire pensativo, haciendo una mueca fea.

—Es posible —dijo al cabo de un rato, cuando Shaedra ya estaba recorriendo la estantería.

Se pusieron a buscar libros que contenían la palabra “saijits” en el título y Shaedra encontró finalmente uno que parecía tener buena pinta: Los saijits de Háreka, escrito por un tal Djain Bosneira. En la cubierta granate estaban dibujados en relieve un humano, un faingal y un elfo oscuro. Abrió el libro y empezó a leer. Empezaban definiendo qué razas englobaba el término de saijit, y ahí figuraba la de los ternians. Volvió a mirar la fecha. 5318. El texto de ese libro tenía más de trescientos años, aunque el libro en sí parecía ser una copia más reciente.

Una risita la sacó de sus pensamientos. Galgarrios estaba sentado delante de un libro marrón. Shaedra gruñó por lo bajo y volvió a concentrarse en la lectura.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó Galgarrios.

—No gran cosa.

Y era en parte verdad. Según la introducción del libro, se hablaba sobre todo de los humanos y de los elfos.

—Yo he encontrado un libro sobre las criaturas monstruosas de Háreka —sonreía como un niño—. Hay dibujos, mira.

Shaedra se levantó y fue a ver. Efectivamente, Galgarrios tenía abierto el libro más o menos por el medio y, visto el dibujo, la página de la derecha debía de hablar de dragones rojos.

Shaedra se asombró de la sutileza del trazo con que estaba dibujada la criatura. Sus ojos inteligentes casi parecían estar vivos.

—¿A que está bien este libro? —dijo Galgarrios, pasando las páginas.

—Wau.

Shaedra acababa de ver dibujado un enano del hierro. Era escalofriante. Decidió que aquel libro era más interesante que el suyo y, sentándose de pronto junto a Galgarrios, se pasaron un buen rato mirando los dibujos y leyendo las leyendas, boquiabiertos, cuchicheando, maravillados.

—Este es el peor de todos —resopló Galgarrios, enseñando con el dedo un basilisco.

Para él, todos eran el peor de todos, claro, pero a Shaedra le hizo cierta impresión ver aquel lagarto enorme clavar los ojos sobre ella como si la fuese a paralizar.

—Gira la página, no me gusta.

Galgarrios se rió.

—No está vivo, es sólo un dibujo —dijo y se puso a contemplar el basilisco como a un viejo amigo.

Shaedra lo fulminó con la mirada.

—Gira la página —repitió entre dientes.

Galgarrios suspiró y giró la página. Entonces Shaedra agrandó los ojos, los cerró y los volvió a abrir. Resopló. No podía ser. Era imposible.

—Buaj, qué asco, un nakrús —masculló Galgarrios, cambiando de página de inmediato y encontrándose ante una libélula asesina que no tenía un aspecto muy hermoso tampoco.

Shaedra había palidecido e intentó reponerse. Había soñado. Tan sólo había soñado. No tenía sentido que hubiese visto ya una criatura así, tan fea, ¿verdad? Una criatura horrible. Peor que la arpïeta…

Por un momento, creyó desfallecer. Ya había visto una criatura como esa. Una vez, poniéndose por primera vez el amuleto que en aquel preciso instante llevaba al cuello…

—Galgarrios —dijo de pronto—. ¿No crees que llevamos demasiado tiempo aquí? Yo me voy. Hace buen tiempo, no hace falta estar encerrados en este sitio.

—¿Ya no te gusta el libro?

Shaedra dejó escapar un enorme suspiro.

—Sí, mucho, pero me voy. Sigue mirando el libro, si quieres.

—Te acompaño.

Shaedra puso los ojos en blanco y colocó el libro Los saijits de Háreka en su sitio, antes de dirigirse hacia la salida, seguida de Galgarrios.

A veces, el caito la exasperaba y más de una vez lo habría mandado a freír sapos en el río si no fuera porque recordaba la bondad que le había demostrado a ella desde el primer día en que lo había conocido, en la Pagoda Azul, cuando le parecía que todos los demás la miraban con desprecio. Galgarrios no era malo y eso era un punto positivo. Por lo demás, era raro y tremendamente crédulo. Y a su vez era simpático.

Shaedra salió de la biblioteca con una sonrisa en los labios. Le había vuelto el buen humor y no permitiría que se lo quitase la criatura que Galgarrios había llamado un nakrús.

El sol iluminaba los jardines y las flores parecían amasijos de lana colorida. Acababan de dar las cinco y tenía aún bastante tiempo delante antes de que se fuese el sol.

Afuera, encontró a Akín que esperaba pacientemente sentado en un banco.

—Ah, aquí estáis. Me preguntaba dónde te habías metido, Shaedra.

—Estábamos mirando juntos un libro con criaturas dibujadas —contestó Galgarrios antes de que pudiese abrir la boca Shaedra. Se le veía feliz. Shaedra hizo una mueca.

—¿Dónde está Aleria?

Akín resopló.

—Devolviendo los libros. Me ha dicho que no tardaría nada. Y ya llevo un cuarto de hora esperando.

—¿Qué te ha parecido la Sección Celmista?

—Grande.

—Es increíble lo que puede llegar a escribir la gente —afirmó Shaedra, sentándose en el banco y soltando un suspiro—. Apuesto a que Aleria intentará leérselos todos.

Ambos se rieron y Galgarrios frunció el ceño. Se aburría, adivinó Shaedra.

—¿Qué os parece si vamos al río? —propuso.

El rostro de Galgarrios se iluminó y Shaedra entornó los ojos, añadiendo:

—Sin tirarme al agua, por supuesto, Galgarrios. Si no, te ato a un árbol y te dejo ahí durante toda la noche.

Galgarrios agrandó los ojos y se encogió de hombros.

—¿Tú? Eres pequeñita. No podrías.

No lo decía en tono de reto. Lo decía por pura lógica. A decir verdad, Shaedra no supo cómo tomarse esa observación y la dejó pasar, insistiendo:

—¡No me tires al agua!

El caito le sonreía, contento, asintiendo, con un tono conciliador:

—Como quieras, Shaedra.

Estuvieron esperando un rato más hasta que llegó Aleria, con la bolsa roja repleta.

—No —resopló Shaedra, incrédula—. ¿Te los vas a llevar todos?

Aleria la fulminó con la mirada.

—¿No se ve? Son sólo ocho, lo que pasa es que hay uno que es gordo.

Hablaba seriamente. Cuando hablaba de libros, no se podía bromear. Shaedra dejó escapar un suspiro ruidoso.

—Vamos a ir al río, ¿vienes con nosotros?

Aleria se mordió el labio, pensativa. Shaedra adivinó sin dificultad su razonamiento. Tenía el saco rojo y tenía que llevar los libros. Además, no podía quedarse mucho tiempo con ellos y los tendría que leer rápidamente.

—Antes tengo que dejar el saco en casa. Si queréis, os podéis adelantar, me reúno con vosotros en Roca Grande como siempre, ¿no?

Shaedra iba a contestar que no había ningún problema cuando de pronto hubo un ruido y ¡crac!, el saco rojo de Aleria se rompió y cayeron los libros pesadamente al suelo. Uno de ellos era efectivamente enorme.

Shaedra creyó que Aleria se iba a desmayar, pero ésta, pasado el primer susto, se agachó junto a sus libros y se puso a apilarlos rápidamente echando rápidas ojeadas hacia la biblioteca, como una cazadora furtiva.

—Estúpido saco —mascullaba.

—¿Quieres que te ayude?

Shaedra agrandó los ojos y se giró hacia Galgarrios. Luego vio que efectivamente Aleria iba a tener problemas para cargar con tanto libro.

Finalmente fueron los cuatro a casa de Aleria, llevando cada uno dos libros. Galgarrios quería cogerle a Aleria el más gordo, pero ella se resistió, aunque era evidente que le pesaba. ¿Cómo podía no haberse desplomado al llevar un saco tan cargado?

—¡No, Galgarrios! —decía Aleria—. Este lo llevo yo. Es que… es que es especial.

Cruzó la mirada interrogativa de Shaedra, pero no quiso dar más explicaciones. El volumen no tenía título en la cubierta la cual parecía estar hecha de hierro peludo.

Aleria se mostró implacable y Galgarrios, pese a tener las mejores intenciones, tuvo que contentarse con llevar dos libracos que debían de tener más de quinientas páginas cada uno. ¿Cómo quería leerse eso sin morir de un ataque de aburrimiento?

Anduvieron por la Calle del Sueño hasta su casa, Aleria cargando con un rectángulo de hierro que, se suponía, tenía que tener algo interesante dentro. Pero con Aleria había aprendido a no preguntar mucho. No le gustaban los fisgones ni los entrometidos. En eso Shaedra era un poco como ella, a decir verdad; aunque Aleria no soportaba ni lo más mínimo el comportamiento simplón de Galgarrios. Pero también era cierto que Shaedra tampoco soportaba la arrogancia de Yori o la estupidez de Marelta.

Eso sí, era mucho más estricta en lo que se refería al reglamento, carácter que heredaba de su madre al cien por cien. Shaedra sólo había entrado en su casa dos veces. Una vez fue para darle los deberes cuando estaba enferma. La otra vez fue porque Aleria había querido prestarle un libro que le había regalado un comerciante, pretendiente sin esperanza de su madre.

Aleria jamás había conocido a su padre. Decía que lo que más la molestaba era que su madre nunca hubiese querido decirle quién era ni qué había sido de él. Suponía que estaba muerto, pero no podía estar segura. No solía hablar de ello, sin embargo, y parecía que sólo se lo había dicho a Shaedra y a Akín a título informativo, para que no hiciesen preguntas embarazosas. Shaedra, por su parte, se preguntaba a veces si podría compartir con ellos los vagos recuerdos del pueblo, de Kahisso y de Alfi. Una vez había estado a punto de decirles que había visto una arpïeta, pero, aunque sabía que los impresionaría diciéndoles eso, no había dicho nada, quizá porque sentía que se le iría el buen humor al traste, recordando el pueblo arrasado. Además, cuando le volvían esos recuerdos, no podía evitarlo: le entraba una rabia tremenda porque sabía que todo lo que recordaba era absolutamente verdad.

La casa de Aleria era grande. Tenía un patio interior con un jardín, dos pisos y reinaba en ella una placidez agradable.

Recordando el ruido de la taberna, los gritos y la música, Shaedra pensó quizá por tercera vez que la vida de Aleria era sumamente diferente a la suya.

Aleria trazó con las manos unos signos y murmuró algo entre dientes. La puerta se abrió y entraron todos en una pequeña sala. A ambos lados había dos puertas abiertas de par en par que enseñaban las cocinas y un salón bastante anticuado. Delante había escaleras que subían en espiral, hasta el segundo piso.

Aleria no llamó a su madre. Les hizo un gesto a sus amigos y subieron las escaleras hasta su cuarto. Era más grande que el de Shaedra, claro, pero estaba lleno de cosas.

—Está un poco desordenado —se disculpó, sonrojándose—. Posad los libros en la cama, así sabré dónde están.

Efectivamente, Shaedra nunca había visto un cuarto tan desordenado como el de Aleria. Como no había estanterías, los libros se apilaban en el suelo. En un cajón tirado en un rincón, había pergaminos y muchas plumas de escribir. El único sitio donde no había nada era la cama, y ahí pusieron los libros que les empezaban a pesar en las manos.

—¿De dónde has sacado unos libros tan gordos? —dijo Shaedra.

—De la Sección Celmista, evidentemente. —Miró su libro de hierro y se sonrió—. No se encuentran estas maravillas en la Sección Nerú.

Y lo posó en la cama, con los otros, mirándolo como a un crío al que hay que decir que no se mueva.

—Desde luego tú no desperdicias el tiempo —observó Akín.

—¿Vamos? —replicó Aleria.

—Vamos.

Salieron de la casa sin que se hubiesen cruzado con la madre de Aleria. Luego, sólo hacía falta bajar por la Calle del Sueño, torcer a la izquierda, salir de la ciudad y continuar hasta Roca Grande, donde una parte del río parecía detenerse, como muerto. Ahí, uno se podía bañar y jugar con el agua sin peligro. Pasados unos metros, sin embargo, la corriente podía arrastrar al más fuerte de todos los saijits. Era célebre un dicho de Ató: «y llegó el gran enemigo y se lo llevó el río». Otro decía: «No existe el juego en el Trueno».

El Trueno era el nombre de ese río turbulento aunque no muy ancho que bajaba con ímpetu de la Cordillera de las Hordas.

Sin embargo, ellos jugaban en el Trueno, porque lo conocían bien y sabían hasta dónde podían llegar y en qué momento el juego se volvía peligroso. En Roca Grande, había una roca enorme en medio que cortaba la corriente en los días de crecida. Decían que era una roca caída del cielo llena de morjás y que si la tocabas traía suerte. Shaedra no acababa de creerse del todo que fuese otra cosa que una gran roca, sin embargo nadie lo habría dicho dado el sinnúmero de veces que la había tocado y que la había escalado.

Llegados entre los árboles, Shaedra vio la orilla y se sonrió. Una de las cosas que más le gustaban era la ribera del río en aquel punto, llena de árboles cuyas ramas rozaban la superficie del agua, curvándose y proyectando una sombra densa.

Con Akín y Aleria, solía divertirse subiendo sobre los árboles y untando las ramas en el agua. Salkysso solía venir con ellos, y Galgarrios también.

Roca Grande era el lugar ideal para los juegos, y algunos mayores, para burlarse, la llamaban la Guardería. Shaedra y sus amigos subían por las ramas hasta que se doblaran y no pocas veces se habían sumergido en el río, chillando, riendo y escupiendo agua. Shaedra, como era más ligera, solía durar más, y a veces conseguía subir hasta la gran roca sin mojarse.

Gracias a ella, habían podido poner cuerdas de tronco a tronco y de rama a rama, y solían hacer malabarismos sobre ellas, y muchos acababan cayendo. Roca Grande era un lugar en el que había pasado muchos días, riéndose con los demás y jugando a todo tipo de juegos. Sin embargo, esos últimos días empezaba a sentir que ya no era su sitio. Pocas veces se veían snorís en aquel lugar. A partir de los doce años ya no jugaban. Eso era una idea algo escalofriante.

Shaedra dejó su mochila al pie de un árbol, cogió una cuerda que recordaba haber atado ella en una rama gruesa, y se puso a trepar, soltando:

—¡El que me atrape, le digo el secreto para hablar con los árboles!

—Te atraparé yo antes que todos —replicó Aleria.

No, no la atraparían, pensó. Dejó la cuerda que Akín empezaba a sacudir y saltó sobre la rama de un árbol. Cogió otra cuerda y se dejó caer gritando un ¡uuu!, mientras Galgarrios entraba en el río. Iría a defender la roca grande, guardando un objeto mágico, vaticinó. Shaedra aterrizó en el suelo del otro lado del pequeño entrante del río y los observó.

—¿Qué tienes en tu poder? —preguntó Aleria a Galgarrios desde la orilla.

—Una espada que puede hacer temblar la tierra —contestó Galgarrios.

—¡Oh! ¿Como la Espada del Terror?

A Aleria parecía gustarle la idea.

—Es que es la Espada del Terror —replicó el caito.

—¡Perfecto! —dijo Akín—. Así cuando se plante en la roca Shaedra no podrá subir a los árboles porque temblará la tierra y nos dirá su secreto.

—Pero quien quiera cogerla, tendrá que pasar sobre mi cuerpo —dijo Galgarrios, hablando como verdadero caballero. Cuando jugaba, parecía más listo de lo que era, pensó Shaedra, distraída, mientras entornaba los ojos y veía que Aleria se subía a una rama.

—Poseo el elixir de la fuerza —anunció Aleria—, con ella podré derrotar al guardián.

Blandió una poción imaginaria y se la bebió. Shaedra vio que la situación peligraba y tuvo una idea. Corrió, tomó impulso y saltó, cogiendo una cuerda en su salto, mientras trazaba con gestos unos signos improvisados en el aire y decía:

—La isla no puede encontrarse, está escondida entre las brumas y nadie la ve. Tienes fuerza para derrotar al guardián pero no lo encuentras… ¡ah!

Inmersa como estaba en su discurso, había olvidado que había sacado las garras y había estado arañando la cuerda, que parecía estar a punto de romperse. Se dejó caer y se zambulló en el agua, ensordeciéndose de pronto al mundo de la superficie. Se divirtió buscando un alga en el fondo y volvió a salir, triunfante, inspirando hondo:

—¡Tengo la brújula que os enseñará el camino! —dijo.

Todavía tenía el pelo en los ojos y no vio que Akín se acercaba. Le arrebató el alga, pero Shaedra reaccionó rápidamente y se alejó nadando mientras Akín intentaba perseguirla. Akín era más rápido que ella nadando, eso lo sabía de sobra. Por eso cuando encontró una cuerda lo primero que hizo fue agarrarse a ella y subir, chorreando agua. Buaj, ya está, ya se había mojado toda la ropa. Aunque esta vez no podría culpar a Galgarrios.

—¡No me cogerás! —le dijo, con una risita maligna.

Akín sonrió y volvió adonde estaba Aleria.

—Yo puedo mostrarte el camino hacia la isla de la Espada del Terror.

Ambos cogieron una cuerda y se tiraron, pero no llegaron hasta la roca y cayeron al agua en medio de las risas. Volvieron a salir y treparon hasta la roca, donde les aguardaba un guardián que sostenía una espada enorme que brillaba en la noche de luna llena. Shaedra los observaba, metida entre la fronda, escondida.

—¡Toma esto, guardián! —le decía Aleria a Galgarrios, mientras el caito simulaba un profundo dolor en el vientre y dejaba caer la espada imaginaria.

Shaedra oyó de pronto un ruido detrás de ella. Se giró bruscamente, frunciendo el ceño, y agrandó mucho los ojos.

Un ternian se agarraba al tronco del árbol y la miraba con el dedo índice colocado delante de los labios, como para imponerle silencio. ¡Un ternian! Se había quedado inmóvil, sin atreverse a moverse, sin saber qué hacer, pues ya aquello no formaba parte de ningún juego. El ternian ni siquiera era un dibujo en un libro. Era real.

Tenía el pelo negro, los ojos verdes y las cejas con escamas plateadas y rojizas. Como ella. Aquel rostro le sonaba muchísimo. Y entonces cayó en la cuenta y se quedó boquiabierta.

—¿Murri? —murmuró.

Él asintió con la cabeza y le hizo un gesto para que se acercara. Shaedra no sabía si caerse de felicidad o quedarse muerta de asombro. Sin darse cuenta de lo que hacía, se acercó a él, temblando, mientras Murri se movía, nervioso.

—Shaedra. Llevo intentando hablarte desde hace una semana. Tenía que venir a verte.

Parecía como si se disculpase. Ahora que estaba más cerca, vio que estaba muy flaco y que tenía ojeras profundas. Shaedra quería hacerle preguntas, ¡quería saber tanta cosa! Pero lo único que se le ocurrió decir fue:

—¿Y Laygra?

—Está lejos de aquí, en las Hordas. No he podido llevármela, aún no tiene ni catorce años.

Hablaba con un tono cansado, pero se le veía que él también ardía de decirle más cosas. Pero el tiempo estaba contado.

—¡Bum! Ahora está plantada la Espada del Terror. ¡Shaedra! Tienes que caerte —anunciaba Aleria desde la roca grande.

Tenía que caerse, pensó distraídamente Shaedra, aterrada. Murri le cogió la mano y la apretó con fuerza.

—Ven aquí esta noche a la una. Por favor —añadió, como si fuera necesario suplicárselo.

Shaedra tragó saliva y asintió. ¡Claro que vendría!

—Esto es un sueño —murmuró.

Por primera vez desde hacía cuatro años, vio sonreír a Murri.

—No, hermana, no es un sueño, ni tampoco es un juego.

Shaedra se dejó caer, cogiendo una cuerda, preguntándose qué había querido decir con eso de «hermana». ¿Eran realmente hermanos? ¿Y pues, si no, qué lógica tenía? Claro que lo eran. Murri y Laygra eran hermanos suyos. Desde el principio lo sabía, ¿verdad? … La verdad es que no. Recordaba haber jugado con ellos de pequeña, en los árboles y en la casa del Viejo… pero los recuerdos eran muy vagos, tan vagos que hasta a veces se preguntaba si no había soñado. Pero aquello no era un sueño, se repitió, mientras caía en el agua y se zambullía. Murri había estado ahí y le había apretado la mano dejándole sin querer una marca con su garra.

Había sobrevivido al ataque de los nadros rojos. Laygra y él habían sobrevivido. ¿Y el Viejo?, se preguntó. ¿Habría sobrevivido más gente? Pero ahora lo que le importaba sólo era pensar que Murri la había encontrado y saber que tenía a dos hermanos vivos.

Salió del agua sonriendo ampliamente. Los tres estaban tranquilamente sentados en la roca, tan hundidos como ella.

—¿Nos cuentas el secreto para hablar con los árboles? —preguntó Galgarrios.

Shaedra asintió, pillando sitio sobre la roca.

—El secreto, amigo mío, consiste en saber escuchar.

Por ejemplo, cuando salía un ternian de la nada, pensó. Pero se guardó este último pensamiento para sí.

—Es cierto —dijo Aleria seriamente—, te pasas unos días escuchando los árboles, más bien unos meses, y luego los oyes como me estás oyendo a mí ahora.

Galgarrios frunció el ceño.

—¿En serio? ¿Pero el secreto no formaba parte del juego?

Shaedra suspiró largamente. Era imposible bromear con él.

—Sí, Galgarrios. Por eso, mejor no hablar con árboles o te vuelves loco.

Tenía una expresión tan perpleja que a Shaedra le pareció que iba a decir otra tontería pero calló, sin hacer más preguntas. De todos modos, para Galgarrios hasta los dragones de tierra podían volar si se lo decía alguien en quien confiaba. Y, para bien o para mal, Galgarrios confiaba en Shaedra.

4 Una venganza

Cuando Shaedra volvió a la taberna, su ropa casi estaba seca. Era la hora de la cena y había mucha gente en el establecimiento. Se cruzó con Kirlens, en el mostrador. Kirlens era un humano de unos sesenta y tantos años, con ojos pequeños y cara simpática que nunca parecía agobiarse por el trabajo. Como tenía mucho que hacer, se contentó con sonreírle y decirle:

—¡Ahora eres snorí, mi pequeña! Mañana me cuentas cómo te ha ido hoy, ¿eh?

Shaedra asintió y se fue a comer un plato de sopa a la cocina. Como siempre, Wigy hacía unas sopas muy ricas. Dejó el plato vacío, ayudó un poco para cortar patatas y sacar los guisantes de sus vainas, hasta que Wigy la echó, diciéndole:

—Venga, no haces más que estorbar aquí, las patatas no se cortan tan finas.

—Tú las cortas demasiado gordas —retrucó ella.

—Anda, ¿quién es la cocinera aquí?

Shaedra no protestó y aprovechó la ocasión para encerrarse en su cuarto. El cielo empezaba a oscurecerse seriamente y por la ventana tan sólo se veían sombras en los tejados y un azul oscuro que invitaba a la gente a encender las lámparas en sus casas. En una terraza, se encendió una luz y Shaedra pudo ver a dos siluetas, una sentada y la otra oteando, con un arco en la espalda. Eran dos vigías.

De pronto se dio cuenta de que, si quería salir de noche, tendría que tener cuidado y no dejar que los vigías la considerasen como a una ladrona, lo que sin duda iban a pensar si la veían que se desplazaba por los tejados en plena noche, a menos que la reconociesen como la ternian que siempre iba por los tejados, detalle que no podía dejarles ver si quería que a la mañana siguiente no la mirasen todos con desconfianza. Ahora que todos se habían habituado más o menos a que una ternian viviese en Ató, era mejor no dar la nota.

Bien. Entonces, tenía que salir de Ató sin que nadie la viese. La idea le pareció muy divertida y emocionante. Por un momento, lamentó no haber dicho nada a Akín y a Aleria. A ellos también les habría parecido toda una aventura… Aunque lo más probable era que Aleria argumentase que no era del todo conveniente salir como fugitivos de la ciudad. Bah. Además acababa de saber que tenía un hermano y la noticia era demasiado reciente para compartirla. Iría sola.

Se apartó de la ventana y se tumbó en la cama con la ropa puesta, pensativa.

Lo que había sucedido aquel día era realmente sensacional. Había pasado de ser una simple nerú a ser snorí y aprendería más secretos sobre el jaipú, sobre el morjás y sobre todo lo que tenía que saber para convertirse en una kal. Aquel día se había declarado una enemistad irreparable entre Marelta y ella, y había conocido a una nueva persona, Suminaria, aunque apenas había hablado con ella. ¿De dónde vendría? Le había oído decir algo sobre Aefna. ¿Vendría de la Gran Pagoda? Tiyana como era, y de la Gran Pagoda, tenía que tener buenas razones para venir a Ató, pensó, intrigada. Pero le había parecido algo antipática y soberbia. Aun así, tenía que reconocer que Suminaria era una buena luchadora. Quedaba por saber si sería tan hábil para el resto de disciplinas.

Shaedra miraba el techo. Ya se había oscurecido todo y habían dado las diez campanadas. Temía dormirse y despertarse a la mañana siguiente. Se imaginaba a Murri esperando en el bosque, solo, y la invadió una oleada de determinación. Veamos… ¿cuál sería el mejor camino?

Repasó los techos, evaluando por cuáles podría pasar, decidiendo cuándo bajaría de ellos para seguir andando, qué lugares eran los más sombríos. Una lógica fría la invadía mientras iba trazando su camino mentalmente.

Ató tenía en total tres torrecillas con vigías que apenas sobrepasaban las casas. Tres puestos y cada uno con dos vigías mirando a su alrededor, alertas. ¿Alertas? ¿Seguro? Hacía meses que no había ningún ataque de monstruos. Estarían dormidos, decidió.

Frunció el ceño. No, estarían atentos, se dijo, recordando una frase que solía repetir Sain, el comerciante: “jamás subestimes a tus enemigos, la prudencia te mantendrá a salvo”. Un consejo cobarde, pero un buen consejo a fin de cuentas.

Aquellos vigías eran cekals de la Guardia de Ató… Shaedra se petrificó. ¿Estaba pensando lo que estaba pensando? ¿Había dicho «enemigos»? Palideció. ¿Consideraba las autoridades de Ató como sus enemigos? No tenía sentido. Sólo los había considerado así porque había estado pensando en escapar de su vigía. Sólo era un juego, nada más, ¿verdad?

Oyó las palabras de Murri tan claramente como si estuviese diciéndoselas ahí mismo: “No, hermana, no es un sueño, ni tampoco es un juego”. ¿Entonces qué era?

Soltó un suspiro y pensó que tenía la mente turbada y que lo mejor que podía hacer era dejar de pensar. Y, sin quererlo, se durmió.

Soñó con Murri y Laygra, cuando eran pequeños. Corrían en la pradera que había arriba del valle, riendo. Atardecía y el cielo tenía un color llameante. Entonces callaban las risas y Shaedra se ponía a gritar los nombres de sus hermanos, en vano, hasta que le contestaba la voz cruel de Marelta: “¡salvaje, salvaje!”. Un ruido parecido al restallido de una puerta metálica la despertó y le pareció que seguía sonando la voz de Marelta, adquiriendo nuevas tonalidades monstruosas. Sacudió la cabeza y se encontró en su cuarto a oscuras. No había nadie.

En aquel momento, dieron las doce campanadas con un sonido apagado.

Era sólo una pesadilla, se repitió. Recordó que tenía que hacer algo, pero ¿qué?

Le volvió la imagen clara de su hermano agarrado al tronco del árbol, los ojos brillantes y la cara cansada… ¡Murri!

Se levantó de golpe y se dijo que los dioses la habían despertado. Al fin y al cabo, a veces las pesadillas podían tener su efecto bueno. Con una sonrisa, le dio las gracias a la Marelta de su sueño y abrió la ventana en silencio. Y se detuvo en seco.

Claro, era aquel ruido estruendoso el que la había despertado. Estaba diluviando y en aquel preciso instante retumbaba un trueno que pareció hacer temblar la tierra. Shaedra volvió a cerrar la ventana y reflexionó.

Si le caía un rayo, la había hecho buena. No me apetece acabar carbonizada, pensó.

Bien, habiendo pensado eso, ¿qué opciones le quedaban? Se había levantado el viento y el aguacero repiqueteaba contra la ventana. Pensó distraídamente que si granizaba las flores de los soredrips se caerían y no habría bayas aquel año.

Tenía que salir, recordó de pronto. Miró hacia arriba, hacia la cuerda, se puso de puntillas y agarró la capa que en la oscuridad se asemejaba a un espectro negro.

La ropa no se le secaría para la mañana, ¿pero qué más daba? Abrió la ventana, colocó un viejo trapo a los pies, por si entraba el agua, salió bajo el aguacero, agarró un borde de la ventana con una garra e intentó cerrarla lo máximo posible. El tiempo que saltase a otro tejado, ya estaba hundida. Levantó la cabeza hacia el cielo y luego miró hacia la luz de los vigías y vio caer las flechas de agua. Suspiró. No necesitaba verlas puesto que las estaba recibiendo en plena cara. Los dos vigías estaban metidos bajo un toldo. La lluvia los cegaría.

Una de las ventajas de que lloviera, era que no había estrictamente nadie por la calle. Hasta un ladrón no querría hacer nada aquella noche aparte de dormir al resguardo.

Pese a que el día anterior hubiese sido radiante, las gotas de agua estaban frías y la noche también. Pronto estuvo Shaedra temblando de los pies a la cabeza. En un momento, creyó que iba a resbalar del tejado y se agarró con sus garras, temiendo meter ruido.

Finalmente, llegada a una de las calles periféricas, los tejados se hicieron de paja y antes que aparecer en el interior de una casa, decidió saltar a la calle embarrada, lo que hizo con el mayor silencio posible. Todo el mundo dormía. Pasó por una carreta estropeada y llegó por fin a los lindes del pequeño bosque.

Cuando estuvo debajo de los árboles, espiró, relajada. De cuando en cuando recibía una gota enorme, pero ya no le daba la impresión de que le estaban rociando una sopa fría sobre la cabeza cada segundo. Aun así, tenía la impresión de estar chapoteando como un pez en el barro y la ropa le pesaba como si llevase una armadura completa.

Se adentró en el bosque, en la oscuridad total. Creía recordar la posición de los árboles y de los arbustos a la perfección, pero por el camino se chocó varias veces, una raíz le hizo una zancadilla y se habría esparcido por el suelo si no se hubiese agarrado al tronco.

¿Y si Murri se había marchado?, se preguntó de pronto. ¿Y si había pensado que con la lluvia no vendría?

Siguió andando, hasta que oyó un ruido entre las hojas y se quedó paralizada. Con todas las fuerzas de su alma, deseó que fuese Murri quien hubiese metido aquel ruido. Le volvieron las imágenes del libro con dibujos de la biblioteca y palideció. El cielo se iluminó y unos segundos después un trueno resonó. La lluvia arreció y el ruido entre los arbustos volvió a hacerse oír hasta que surgiese de pronto una silueta bastante más alta que ella.

—Hola, Shaedra. Creí que con esta tormenta no vendrías.

Shaedra se sobresaltó e inspiró hondo para calmarse. Sólo era Murri. Ahora estaba a salvo.

Se abalanzó sobre él y lo abrazó con fuerza.

—¡Murri! Creí que habías muerto. Todo este tiempo… Creí…

Él le acariciaba el cabello suavemente. Le habló con voz temblorosa.

—Sí. Podríamos haber muerto. Pero nos salvamos. Lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos cazando cuando vinieron. Cogí a Laygra y subimos a los árboles. No nos vieron. Luego estuvimos buscándote, pero no te encontramos. Estaba convencido de que habías muerto, hasta hace unos meses.

—Yo volví al pueblo y lo vi todo destrozado —dijo Shaedra, apretando los dientes—. Vino Kahisso con Djaira y Wundail, y me salvó, y luego me mandó aquí.

Se separaron y permanecieron un rato en silencio, conmovidos.

—¿Cómo… cómo supiste que estaba viva? —preguntó entonces.

Murri meneó la cabeza.

—Kahisso me lo dijo.

Shaedra se quedó boquiabierta.

—¿Conoces a Kahisso?

—Hace unos meses, pasó por el pueblo donde he vivido estos últimos tres años. Es un pueblo de ternians y no lo acogieron muy bien pero, cuando curó a una niña enferma, le pidieron que se quedara unos días más, para darle las gracias. Oyó nuestra historia y entendió que forzosamente te conocíamos, aunque se sorprendió mucho de la coincidencia. Le dije que eras nuestra hermana y me dijo tu paradero. —Hizo una pausa y su voz tembló un poco cuando continuó—. Me explicó que te había enviado con un centauro lunar y que no había vuelto a verte desde entonces. Me cabreé con él —admitió.

Shaedra frunció el ceño.

—¿Cómo que te cabreaste con él?

Murri se sentó sobre una raíz y la invitó a que hiciera lo mismo.

—Los centauros lunares son criaturas peligrosas.

Shaedra se indignó.

—¡Alfi era una persona estupenda!

—Mm. Kahisso me dijo que no corrías ningún peligro, pero yo he visto centauros lunares y no me han parecido criaturas muy amigables. Sea como sea —dijo, levantando la mano para hacerla callar—, llegaste a Ató sana y salva. Eso es lo que cuenta por el momento.

Hubo un silencio.

—¿Y dejaste a Laygra sola en aquel pueblo para venir aquí? —preguntó Shaedra con un escalofrío.

Murri sonrió.

—Es un pueblo de ternians, Shaedra. Nos recogieron y nos protegieron después de que estuviésemos errando por las montañas durante casi un año. Laygra se enfermó y habría muerto si no la hubiesen cuidado ellos. Confío en mi pueblo.

Shaedra se repitió aquella última frase en la cabeza varias veces, alucinada. ¿Su pueblo? Parecía estar orgulloso de pertenecer a un pueblo. A un pueblo de ternians.

—En tu pueblo… ¿sólo son ternians? —preguntó en voz baja. Pronunció el «tu pueblo» con un tono neutro.

—Sí, lo son todos. Una gran diferencia con tu ciudad —observó.

Entonces a Shaedra se le escapó la pregunta que venía haciéndose desde hacía un rato:

—¿Por qué has venido?

Dicho así, sonaba casi a una acusación. Intentó suavizar su tono:

—Digo, ¿por qué después de tanto tiempo…?

—Porque creíamos que te habíamos perdido para siempre —replicó él sin ofuscarse— y, cuando supe que no era así, pensé que querrías ayudarnos a vengarnos.

Le relucían los ojos verdes hasta en la noche. ¿Vengarnos?, se repitió, aturdida.

—¿Vengarnos de qué? —articuló.

Esta vez, Murri se sobresaltó, atónito.

—Vengarnos de Jaixel, por supuesto.

Shaedra parpadeó, intentando entender. Jaixel, se dijo. Hablaba de él como si tuviese que conocerlo, pero lo cierto era que no recordaba haber oído aquel nombre en su vida.

—¿Jaixel?

Ahora, Murri estaba claramente asombrado.

—¡El lich, Shaedra! Jaixel. El que mandó los nadros rojos contra el pueblo de humanos. ¡El que arrasó todo el pueblo para matarnos!

Shaedra se levantó de un bote, asustada, y retrocedió. Aquel Murri no era el Murri de antes. No era el niño plácido y casi tímido que recordaba.

—¿Qué ocurre, Shaedra? ¿Por qué me miras así? ¿De veras no recuerdas nada? ¿No sabes qué fue de nuestros padres?

Shaedra negó con la cabeza, con la impresión de tener dos tambores junto a las orejas, retumbando y retumbando. Murri se había levantado y le había agarrado los hombros, mirándola fijamente.

—No soy la persona más apropiada para decírtelo, pero, escucha, nuestros padres eran ternians como nosotros, antes de que se perdieran.

—¿De que murieran, quieres decir?

—No. No murieron. No del todo. —Hizo una pausa y habló entre dientes, como si la confesión le hiciese daño—: Se convirtieron.

Shaedra frunció el ceño. ¿Se convirtieron? ¿Se convirtieron en qué? Observó los ojos de Murri y se imaginó que se habían convertido en monstruos, en gigantes, en…

—¿Qué quieres decir con que se convirtieron? —soltó, desconcertada.

La expresión de Murri se ensombreció aún más.

—Eran unos nigromantes, Shaedra. Han dejado de ser mortales. Desaparecieron y nadie ha vuelto a saber nada de ellos.

Shaedra lo contempló, anonadada. La noticia era bastante horrible. Sin embargo, no alcanzaba a atañerla del todo: al fin y al cabo, jamás había conocido a sus padres. Para ella, eran desconocidos.

—¿Pero qué tienen que ver ellos con nosotros?

—¿De veras te lo preguntas? —replicó amargamente Murri—. El pueblo ternian nos acogió primero porque nuestra hermana estaba enferma y luego quisieron echarnos. Si no fuera porque su jefe nos hizo prometer que jamás intentaríamos controlar las energías, nos habrían condenado a muerte. Somos hijos malditos, Shaedra. Hijos de muertos vivientes —escupió—, hijos de nakrús.

Nakrús, pensó Shaedra, sintiéndose desfallecer. Pensó en la imagen del libro y recordó las palabras de Galgarrios, “qué asco, un nakrús”. Si Murri decía la verdad, estaba claro que todos los mortales les echarían a patadas de todos los sitios. Era casi un milagro que, sabiendo quiénes eran, el jefe del pueblo les hubiese permitido quedarse a Murri y a Laygra.

—¿Y quién se supone que es Jaixel? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver con nuestros padres?

Obviamente, Murri no esperaba que recapacitase tan pronto. Frunció el entrecejo con aire grave.

—Jaixel es un lich muy poderoso. Nuestros padres le han robado algo que le pertenece. Creo que es una parte de su filacteria. Según cuentan, lleva años buscándola y cuando supo que nosotros éramos hijos de los ladrones, quiso vengarse.

Shaedra se quedó boquiabierta.

—¿Así que alguien le roba algo a otro y el robado la toma con gente inocente? ¡Menudo sinvergüenza! —se indignó.

Murri meneó la cabeza.

—Esto es serio, Shaedra. Jaixel no es un simple comerciante al que le han robado unas perlas. Es un lich al que le han robado parte de su alma.

Shaedra se mordió el labio, pensativa.

—Ya veo. Y removerá cielo y tierra para encontrarla, ¿verdad? —preguntó.

Murri se dejó caer sobre la raíz y suspiró, asintiendo.

—Así es.

Se lo veía derrotado. Shaedra esbozó una media sonrisa. ¡Que le partiese un rayo antes de que ella se viese derrotada! Pero un miedo indescriptible iba agarrándole los músculos del cuerpo. Era un miedo parecido al que había sentido cuando un día Yori le había enseñado sus dientes afilados y había fingido atacarla. Miedo, sí, porque estaba casi segura de que aquello que estaba buscando Jaixel era precisamente el collar que llevaba alrededor del cuello. Se mordió el labio y se repitió insistentemente: casi segura.

5 Un viaje con el jaipú

—Sentaos —dijo el maestro Áynorin— y cerrad los ojos.

Shaedra se sentó en el parqué de madera y cerró los ojos.

“Quédate y haz como si nada hubiera sucedido”, le decía el eco de la voz de Murri. “Volveré cuando sepa más cosas sobre Jaixel. Prepárate como puedas. Aprovéchate del conocimiento que puedan darte. Lee todos los libros que creas que puedan ayudarnos. Quiero que sepas, Shaedra, que queremos vengarnos de una criatura que no dudó en matar a todo un pueblo, todos inocentes, y que lo conseguiremos, sea como sea. Tampoco quiero que pienses siempre en ello, sin embargo. Yo, sobre todo, lo que quería, era verte con mis propios ojos. Para saber que estabas viva. Sé prudente.”

Esas eran unas de las últimas palabras que se habían dicho, antes de que Shaedra diese media vuelta y volviese a la taberna del Ciervo alado. La tormenta había parado pero había vuelto llena de barro, total para dormir unas pocas horas antes de que viniese el alba. Había estado obligada a ponerse la túnica azul que le parecía ridículamente chillona y que Wigy le había regalado hacía dos años diciéndole que con ella parecería menos salvaje. En aquella época todavía no había entendido que Wigy no pretendía insultarla, y le había tirado la túnica a la cara, con lágrimas de rabia en los ojos. Wigy no le había vuelto a regalar ropa a partir de ahí, y se contentaba con hacerle una tarta. En el fondo, Wigy tenía buen corazón.

Y bien, ahora estaba sentada con los demás y se preparaba para su primera lección de snorí sobre las energías. Era la primera vez que le pedían que cerrase los ojos para sentir el jaipú en su interior. Ahí lo sentía, vibrante y vivo, tensado como la cuerda de un arco lista para disparar una flecha letal.

Sin embargo, el jaipú no podía salir del cuerpo. Era la fuerza de la vida, y en cada uno era diferente. Por eso el Dáilerrin había dicho que había que aprender a conocerla antes de poder controlarla. Y Shaedra había aprendido a conocer su jaipú. Otra cosa era controlarlo. ¿Cómo se podía controlar algo que dominabas ya? A menos que los gestos que hacía continuamente no los decidiese ella, lo que era absurdo. Y sin embargo, el maestro Áynorin aseguraba que aún no sabían domar el jaipú.

—Respirad tranquilamente —decía pausadamente—, tapad los vínculos de vuestro cuerpo con el morjás. Id en lo más profundo de vuestro ser e id caminando hacia todo lo que os parezca interesante. Caminad en vosotros mismos. Sólo caminando y conociéndoos podréis estar seguros de vosotros mismos. Sólo así podréis elegir el mejor camino cuando tengáis dudas. Sumíos en vuestro jaipú e investigad.

Shaedra había analizado su jaipú diez mil veces, pero jamás el maestro Yinur les había presentado la exploración del jaipú de esa manera. Intrigada, obedeció a los consejos del maestro Áynorin y se sumergió en sí misma, en lo más hondo. ¿Dónde llegaría?, se preguntó. ¿Qué honduras podía haber en una energía?

Sintió que la cuerda vibrante se convertía poco a poco en hilos y más hilos, en una melena enmarañada que se movía con la rapidez del relámpago. Sorprendentemente, se sintió eufórica. ¿Sería por la velocidad? Cerró los ojos con más fuerza y decidió aplacar su euforia. No tenía lógica tener ganas de reír en aquel lugar.

De pronto, oyó una carcajada a su lado y abrió los ojos. Akín se había reído. ¿Qué demonios podía tener su jaipú de tan gracioso? Miró a su alrededor y vio que otros tenían el rostro apacible, y muchos sonreían. Verle a Yori sonreír le causó fuerte impresión. Si bien recordaba, jamás le había visto sonreír tan abiertamente como lo hacía ahora, con esa cara sincera que pocas veces adoptaba, aunque sus dientes afilados le daban siempre pintas de sanguinario. Shaedra frunció el ceño. ¿Qué significaba esta prueba?

Cruzó la mirada de Áynorin y tuvo que percibir éste su aprensión porque le dedicó un gesto de cabeza alentador. Shaedra juntó su valor y volvió a cerrar los ojos.

Recorrer la superficie del jaipú es muy diferente a penetrar en él. Hasta entonces, Shaedra ignoraba que se podía encontrar una entrada entre tanto hilo. Es más, ignoraba que existiese ninguna estructura específica. Ahora veía que todo lo que había hecho el maestro Yinur era familiarizarlos con el equilibrio entre el jaipú interno y el morjás externo y conocer las bases de ambas energías.

Después de un breve titubeo, se aisló del morjás, aislándose así del resto del mundo.

Sólo había una manera de entender la esencia del jaipú: entrar en su propio jaipú. Intentándolo, se dio cuenta de que ya estaba dentro y que lo único que había querido decir el maestro Áynorin era que había que focalizar las fuerzas en donde estaba el centro del jaipú. No pudo ubicarlo con exactitud en el cuerpo, y hasta llegó a preguntarse si realmente existía materialmente, pero lo encontró tan fácilmente que casi le decepcionó.

Recordó que la lección no había acabado y que aún le quedaba analizar, partir de cada hilo y entenderlo… enseguida le pareció tarea imposible. ¿Cómo se suponía que podía seguir todos esos hilos y analizarlos uno a uno? ¡Necesitaría años para hacerlo!

Otra oleada de decepción la invadió, pero se aferró a su eterno optimismo y razonó. ¿Por qué habría que conocer todos los hilos? No era ése el objetivo. El objetivo era conocerse a sí mismo, y Shaedra no era esos hilos puesto que no los conocía, ¿no? ¿Cómo podría tener algo que no conocía en sí misma?

Era difícil identificarse con esa masa que parecía una madeja con muchos hilos diferentes. Cuando veía la superficie el jaipú parecía mucho más organizado y homogéneo, se dijo con cierta añoranza. No sería fácil hacerse a la idea de que el jaipú era en realidad una maraña incomprensible, aunque a decir verdad era más lógico y sobre todo más emocionante e interesante si lo era.

Se acercó al centro y volvió a sentir la euforia de antes. De tanta euforia, casi se mareaba. Le entró rabia y apartó los hilos que se mezclaban a ella, como curioseando. ¡Que la dejasen pasar, no era un juguete! Asombroso: los hilos obedecieron y se replegaron.

Shaedra se quedó atónita un momento y luego avanzó, desconfiada. ¿Tendrían esos hilos sus propias mentes? ¿Tendrían su propia voluntad? Controlar, pensó. La palabra controlar decía muchas cosas sobre el jaipú. El jaipú no era suyo propiamente dicho, al menos no era ella, sino que estaba en ella. ¿Como un parásito, como un dueño o como un vasallo?, se preguntó entonces. Francamente, prefería la tercera opción. Le vino a la mente que quizá no fuese nada de eso, que quizá el jaipú fuese un poco como ella y fuese dueño de sí mismo y dueño de nadie. Le gustó la idea, y pensó: ¿hacemos una alianza?

Los hilos se petrificaron de pronto y Shaedra también, alucinada y fascinada. ¿Le habría oído el jaipú?

Lentamente, como esperando que de pronto los hilos la encerrasen y la enjaulasen en su interior, fue avanzando hasta el corazón de energía y se quedó pensativa. Tuvo que admitirse a sí misma que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Distraídamente, pensó que aún se encontraba sentada en la sala, en un silencio total. ¿Estarían los demás pactando con sus jaipús, o estarían dominándolo, quebrándolo sin piedad?

A Shaedra le había parecido que su jaipú no era de naturaleza mala ni obstinada y pensaba poder pactar con él. Además, el jaipú sólo podía ganar con dicha alianza. No le podía aprovechar quedarse encerrado en sí mismo, olvidado y tímido. Acabaría por pudrirse y arrugarse de aburrimiento.

Bueno, entonces, ¿cómo se hacía un pacto? Pensó en los papeles, en los largos pergaminos con artículos sin fin que podrían resumirse en unas palabras… meneó la cabeza. Esos pactos, que se los quedasen los legistas y los administradores. Ella sólo quería amistad. Y para ello había que conocer a la persona, en este caso a la energía.

¿Se estaría yendo por las ramas?, se preguntó. ¿Estaría retrasando el tiempo en que debería adueñarse de su jaipú a la fuerza? Esperaba que no. No era cobardía lo que la llevaba a actuar de esa forma, se convenció, era lógica. ¿Por qué adueñarse de alguien que podría ser tu amigo? ¿Por qué atacar antes de conocer al adversario que podía no serlo?

Shaedra suspiró, no supo si mentalmente o materialmente. De una cosa estaba segura: estaba dando demasiados rodeos a una cosa sencillísima, que era llevarse bien con su jaipú, el cual parecía dispuesto a colaborar. Entonces, se le ocurrió una idea. Si Shaedra no conocía bien el jaipú, el jaipú tenía que conocerse a sí mismo, ¿no? ¿O es que se había vuelto el mundo loco?

Enséñame quién eres, pensó con fuerza. E inmediatamente los hilos se pusieron a moverse y la enrollaron con suavidad. Percibió un pensamiento: viaje. ¿Un viaje?

Enseguida, el jaipú la guió a la velocidad del rayo por todas partes, dando vueltas y más vueltas, retrocediendo, avanzando, torciendo, llegando sin llegar a todas partes.

¡Para!, le dijo, cuando ya no pudo más. Enseguida el jaipú se detuvo en seco, como sorprendido, y los hilos volvieron a tantearla, como buscando a conocerla él también. Shaedra entornó los ojos pero no dijo nada.

No podía decir que no le había gustado el viaje, pero sinceramente no había entendido gran cosa. Aparte de que el jaipú era todo un mundo que no se entendía tan fácilmente. Como había dicho el Dáilerrin, los snorís conocían las energías del mundo y, aunque no las entendían aún, eran conscientes de ello, “y eso es ya un comienzo”, había dicho.

Bueno, se dijo Shaedra. Para eso estaba ahí, para aprender. ¿Murri no le había dicho: “Aprovéchate del conocimiento que puedan darte”? Pues en ello estaba, aunque sabía interiormente que Murri no tenía ni idea de lo que era en realidad el jaipú.

Shaedra sonrió y abrió los ojos, restableciendo el contacto con el morjás. Él no lo sabía, pero ella tampoco. Y tenía la certeza de que jamás lo sabría del todo.

—Ahora que os habéis familiarizado con vuestro jaipú —dijo el maestro Áynorin al de un rato, cuando todos hubieron recobrado sus sentidos—, os invito a hacer una carrera, ¿qué os parece?

6 Nakrús

Shaedra los ganó a todos salvo a Yori, que había heredado las piernas elásticas y rapidísimas de los miroles, y aun a él, le faltó poco para ganarlo. Victorioso, Yori, además de llevarse miradas admirativas de todos, se pavoneaba con la boca llena de palabras arrogantes, enseñando en una media sonrisa sus dientes afilados.

Ese ílsero era francamente horripilante, pensó Shaedra, enervada, mientras volvían a sus posiciones.

El maestro Áynorin estaba sentado al borde de la arena, sobre la muralla, y balanceaba sus piernas tranquilamente en el vacío mientras iba animando a sus alumnos. No se había movido desde que habían empezado las carreras.

—Bien, muchachos —dijo—. Ahora vamos a hacer carreras dos por dos, y los que observan me diréis quién ha utilizado el jaipú correctamente. Sí, no me miréis así, venga, también hay que aprender a observar los jaipús de los demás.

Empezaba Akín contra Laya. Akín era rápido pero Laya también. La carrera estuvo muy discutida, pero Shaedra no se preocupó de quién ganaría: su tarea consistía en adivinar cómo hacían funcionar sus jaipús, lo cual requería toda su concentración.

Le dio la impresión de que Laya proyectaba todo su jaipú para adelante. Eso era una mala idea porque era mucho más fácil perder el equilibrio. En cuanto a Akín, su jaipú parecía estar empujando hacia todos los lados, indeciso, pero con una fuerza sorprendente.

—¿Quién os parece que va a ganar? —preguntó de pronto el maestro Áynorin.

Shaedra se sobresaltó. El maestro había bajado a la arena y se encontraba justo detrás de ella. No lo había oído acercarse.

—Akín —afirmó Shaedra con seguridad—. Al menos él parece tener un jaipú equilibrado.

El maestro Áynorin soltó una carcajada.

—Equilibrado —repitió, divertido—, sí, parece equilibrado. Sin embargo, tienes razón, si Laya recibe cualquier cambio energético del jaipú o del morjás, la encontramos aplatanada en la arena.

Sin embargo, fue Laya quien ganó, y a Shaedra le hizo gracia la reacción de Akín cuando le dio una palmadita a la ganadora, quien se tambaleó aturdida. Necesitó un tiempo para reponerse.

—¿Veis, discípulos míos? —dijo el maestro Áynorin, radiante—. Hay que tomar en cuenta todos los factores. Akín parecía desdoblarse para estirar su jaipú a todo su alrededor, lo que en vez de acelerar su carrera la ralentizaba.

Akín asintió mientras tomaba sitio junto a Shaedra y Aleria.

—Pero al mismo tiempo, Laya, tú te has pasado con la voluntad de querer llegar a tu objetivo. Parecía que estabas cumpliendo un sueño en el futuro. No hay que tener tanta prisa. Cada cosa en su tiempo, aunque el momento sea delicado, y sobre todo cuando lo es: nunca hay que dejarse sobrepasar por la meta que uno quiere alcanzar, ¿de acuerdo? Y no proyectes todo el jaipú de esa manera. Un buen celmista raramente suele necesitar hacer cosas semejantes. Un simple cambio en el entorno puede hacer que te desplomes. Dudo que a tu jaipú le gustase la experiencia.

Laya asentía con seriedad, algo abochornada. El maestro Áynorin le había criticado mucho más que a Akín, y eso que había ganado, observó Shaedra.

—Bien —soltó el maestro Áynorin—. Siguiente carrera. Galgarrios y Kajert.

Shaedra se dio cuenta de pronto de que iba eligiendo parejas de la misma raza que tenían casi las mismas posibilidades de ganar. Entendió su estrategia: quería que se fijasen todos en el jaipú y no en la constitución de cada uno, para poner en evidencia que el jaipú tenía una real influencia en la reacción del cuerpo.

Empezó la carrera. Esta vez le costó a Shaedra adivinar la manera en que utilizaban ambos caitos su jaipú. Llegaron a la meta al mismo tiempo sin que Shaedra supiese explicarse quién había actuado mejor con su energía.

Echó una mirada hacia el maestro Áynorin. Una sonrisa bailaba en los labios del maestro.

—Bien —dijo a ambos caitos, con cara de aprobación—. Ambos habéis intentado dos técnicas diferentes, ¿y observáis, los demás?, han llegado exactamente al mismo tiempo, o prácticamente, poco importa. El caso es que, ¿alguien puede decirme por qué?

Hubo un silencio. Nadie parecía tener la respuesta. Así que cuando se elevó la voz de Suminaria todos la miraron con perplejidad.

—Han llegado al mismo tiempo porque ambos son caitos fuertes y que van casi igual de rápido. El jaipú no les ha ayudado en nada, a ninguno de los dos.

La tiyana hablaba con claridad, con el tono de quien no tenía la menor duda de que no estuviese en lo cierto. Y, para el colmo, el maestro Áynorin contestó:

—Buena respuesta. El jaipú no les ha ayudado en nada —subrayó—. ¡Bueno! Quiero que sepáis, todos, que no hay sólo una manera de utilizar el jaipú. Cada uno debe aprender a conocer su propio camino. Aryes, Marelta, sois los siguientes.

Shaedra se repitió varias veces las palabras del maestro y siguió distraídamente la carrera de Aryes y Marelta. El primero parecía estar construyendo un escudo que lo envolvía, como si quisiese que lo llevase hasta el final volando. Marelta, en cambio, corría, poniendo todas sus fuerzas en ello, proyectando su jaipú un poco como Laya, aunque más moderadamente, hacia adelante.

Pero Shaedra estaba más ocupada en detectar ese «propio camino». Se concentró, buscó su jaipú y le preguntó si tenía una idea de cuál podría ser. El jaipú le recorrió el cuerpo tranquilamente, pero no contestó. Era poco hablador. Contuvo un suspiro y volvió a mirar la carrera.

Sorpresivamente, Aryes le ganó a Marelta, aunque cuando se aproximaron parecía lo contrario: Marelta le fulminaba con la mirada y Aryes tenía la cabeza encogida y avergonzada. Aryes era de ese tipo de personas cuyas victorias se convertían inexplicablemente en derrotas culpables, sobre todo delante de Marelta.

Áynorin encontraba siempre puntos negativos y puntos positivos, y lo bueno era que no se centraba sólo en los negativos, como solía hacer el maestro Yinur. Además, era cien mil veces más divertido y a Shaedra le empezaba a caer bien. Por eso se llevó una decepción cuando dijo:

—Veamos… Shaedra, correrás con Suminaria.

¡Estaba segura de que le iría a poner con Yori! A Suminaria la ganaría fijo. Vio que Aleria fruncía el ceño, quizá pensando lo mismo. Tenía que haber un truco, se dijo. Suminaria venía de la Gran Pagoda. Quizá tuviese algún secreto que no había mostrado hasta ahora.

Shaedra se levantó y se puso junto a Suminaria, intentando encontrar alguna trampa, en vano.

—¡Ya! —gritó Áynorin.

Ni le había dado tiempo a preparar su jaipú, se maldijo. Salió disparada como una flecha, dejando que el jaipú se ocupase solo de despeñarse y propagarse por todos los músculos del cuerpo. Corría a una velocidad espeluznante, dejando atrás a Suminaria en unos segundos. Mientras corría, Shaedra pensó en lo que la aefniense le había dicho a Laya unos momentos antes: “no aprenderé nada de ese maestro orilh de competencias dudosas”. Ella, claro, venía de la Pagoda de los Vientos de Aefna y había conocido a los que eran considerados los mejores orilhs de Ajensoldra.

Shaedra llegó primera, habiendo dejado el jaipú volver a su estado natural, sabiendo que Suminaria no la adelantaría. Esta llegó jadeante y en su rostro dorado habían nacido pequeños puntos rojos debidos al esfuerzo. Shaedra le tuvo un poco simpatía en aquel momento y mientras se dirigían hacia el maestro Áynorin, le dijo:

—Ayer me ganaste en la lucha, hoy te he ganado en la carrera, creo que estamos en paz.

Suminaria frunció el ceño.

—¿Alguna vez estuvimos en guerra? —Ante la expresión sorprendida de Shaedra, sonrió—. Ya sé que una no puede ser buena en todo. El maestro Áynorin no me ha enseñado nada con esta carrera. Sé que me miráis todos como si me creyese la mejor del mundo, pero estoy lejos de creérmelo. Aun así estoy segura de que sé muchas cosas que vosotros no sabéis. Y no me enorgullezco de ello, que conste, porque es normal, yo estuve en la Gran Pagoda y vosotros no.

Shaedra no pudo contener una risotada. No había esperado que la tiyana fuese tan sincera. Y, que los dioses la perdonen, pero Suminaria tenía razón: sabía muchas más cosas que ella en cuestión de energías. Con súbita curiosidad, decidió que le apetecía conocerla mejor.

—Mira, si tú me enseñas cosas sobre las energías, te hago visitar los alrededores y prometo ayudarte si tienes un problema —le dijo.

Shaedra pensó que Suminaria desdeñaría su propuesta; al fin y al cabo, sabía que su trato le era muy ventajoso. Pero Suminaria enarcó una ceja y enseñó sus dientes blancos y rectos:

—Vale.

—¡Estupendo! —dijo Shaedra devolviéndole la sonrisa.

El maestro Áynorin hablaba de la carrera con sus alumnos. Cuando se allegaron, se giró hacia ellas y meneó la cabeza.

—No estaba mal. Ambas habéis utilizado el jaipú con bastante habilidad, aunque tú Shaedra te has dejado llevar por la desconfianza y has liberado demasiada energía al principio. Hiciste bien, sin embargo, en fusionar con tu jaipú para que se expandiese por tu cuerpo. Ahora bien, necesitarías leerte algún libro de anatomía para saber en qué sitios hay que focalizar tu energía.

Shaedra asintió, entendiendo. Había utilizado el jaipú creyendo que sabría qué sitios eran los mejores para que su cuerpo fuese más rápido. Pero claro, ¿cómo iba a saber nada su jaipú? Tenía que enseñarle, y para enseñarle ella también tenía que aprender.

—En cuanto a ti, Suminaria, hiciste una cosa extraña que no acabo de entender. ¿Puedes explicarnos un poco?

Shaedra contuvo una sonrisa. El maestro Áynorin no se cortaba ni un pelo: cuando no entendía, lo decía sin inútiles mentiras de nerú.

Suminaria, por su parte, no se mostró sorprendida y explicó con simplicidad:

—Utilicé mi jaipú uniéndolo con el morjás construyendo cuerdas para que me sostuvieran y me cansase menos.

Aun así, había llegado exhausta a la meta, pensó Shaedra. Pero para una tiyana, tenía que reconocer que no corría mal.

Su manera de hablar era firme y simple, se dio cuenta. En realidad no era suficiencia ni orgullo lo que transparentaba en su voz, sino simplemente seguridad y un poco de aburrimiento. Lo que podía fácilmente interpretarse como orgullo e impertinencia, pero no lo era del todo, decidió.

Recordó su primera impresión de los elfos oscuros al llegar a Ató: con sus rostros duros y sus ojos brillantes que en muchas ocasiones eran rojos, los elfos oscuros le habían parecido cerrados, malos y desdeñosos. Pero había descubierto que en realidad no sabía leer en sus rostros porque eran diferentes. Cuando se habituó, supo descifrar amabilidad, cólera, aburrimiento, alegría.

Pues para los tiyanos era lo mismo. Los pocos tiyanos que había visto en su vida eran viajeros, soldados o comerciantes que pasaban por la taberna, y jamás se había tomado la molestia de conocerlos. Se decía que los tiyanos eran una raza engreída y muy cerrada, pero no se perdía nada por conocer un poco a Suminaria. Además, los prejuicios muchas veces no eran acertados. Lo sabía ella por experiencia.

El maestro Áynorin felicitó a Suminaria diciéndole que su táctica le había parecido una buena idea.

Continuaron las carreras. Yori le ganó a Revis, eso era de esperar. Aleria derrotó a Ávend. Salkysso ganó, pero por poco, a Ozwil, quien, para la carrera, había tenido que quitarse sus famosas botas saltadoras.

Cuando salieron de la Pagoda Azul, estaban todos exhaustos. Por suerte, el maestro Áynorin les había asegurado que el día siguiente sería más relajado.

—¡Menos mal que no nos hará correr así todos los días! —exclamó Aleria cuando estuvieron fuera—. Empezaba a creer que nos estaba entrenando para hacer carreras profesionales.

—No creas, a muchos de la Guardia de Ató los cogen porque saben correr rápido —aseguró Akín.

—Así pueden huir de los monstruos —razonó Galgarrios.

Shaedra se carcajeó pero Aleria resopló:

—Útil si los monstruos fuesen más lentos, pero la mayoría de los que llegan aquí son rápidos, por si no lo has notado.

Como siempre que Galgarrios decía algo más o menos inteligente, Aleria lo hacía callar. Y lo peor era que Galgarrios se callaba.

Cuando llegaron al cruce de donde partían las tres calles principales de Ató, se dijeron hasta luego y Shaedra se encaminó hacia el Ciervo alado, hambrienta.

Cuando entró en la taberna, todo era ruido de cubiertos y de voces.

—¡Ey! ¡Ey, pequeña! —la apostrofó una voz mientras pasaba Shaedra por entre dos mesas, sumida en sus pensamientos.

Se giró y vio a Sain, el comerciante que ya no lo era tanto, hacerle gestos con la mano. Frunciendo el ceño, se acercó. Normalmente, a esas horas, estaba demasiado ocupado en comer y beber para hacerle caso.

—Dime, pequeña, ¿a que me harías un favor?

—No veo por qué iba a hacerte un favor —replicó.

La cabeza roja y casi calva de Sain se agitó, soltando una inmensa risotada. Shaedra nunca había visto a los dos hombres sentados con él, pero no se sorprendía: siempre cambiaba de amistades. Por eso, aunque le caía bien porque le contaba muchas historias, no podía fiarse de él.

—¡Ay, querida!, pero si yo sólo te pido un favorcito de nada. Mira, siéntate… bueno no te sientes si no te da la gana pero escucha, —bajó la voz—, necesito que me busques una información.

A Shaedra no le gustaba esa manera de pedir favores. Sin embargo, hubo un relámpago en los ojos de Sain que la intrigó y, aunque se maldijo cien veces, no pudo dejar de preguntar:

—¿Información? ¿Qué tipo de información?

Los dos hombres sentados con Sain eran humanos también. Uno tenía apenas veinte años, y el otro tendría pocos años más.

—Mis amigos están buscando un mapa de las Hordas. Son aventureros. Los mejores mapas de las Hordas están en Aefna, claro, pero son muy caros.

—Entonces quieren comprar un mapa de las Hordas en Ató —concluyó Shaedra—. Pues buena suerte.

Iba a marcharse cuando Sain le dijo:

—No, no, no lo quieren comprar. Son aventureros, pero nuevos, y no tienen aún mucho dinero. Yo les he propuesto que se endeuden, pero ¿quién les va a prestar dinero en estos tiempos? Lo más probable, pensarán, es que acaben muertos en algún sitio perdido. —Sus ojos brillaron—. Así que pensé que puesto que ahora tienes acceso a la biblioteca, podrías hacerme una copia.

Shaedra frunció el ceño otra vez. ¡Qué basto era aquel hombre conspirando de esa manera!

—Existen maneras de pedir un mapa para hacer una copia —replicó secamente—. No son tan caros.

Sain la contempló un momento. Parecía exasperado.

—Creí que éramos amigos, pequeña. ¿O es que al volverte snorí te has hecho como los demás?

Shaedra agrandó los ojos y gruñó.

—¿Qué quieres decir?

Sain suspiró. Hablaba susurrando y Shaedra tuvo que acercarse a regañadientes para oírlo.

—Mira, querida, ¿no te parece injusto que mantengan sus mapas en secreto? En Ajensoldra, ¿quién sino aventureros con las mejores intenciones se podrían aprovechar de esos mapas? Piensa un poco, chiquilla, las pagodas, a la menor sospecha, cierran las puertas a cualquiera.

—Razón de más para que no te haga caso, Sain. No entiendo por qué te metes siempre en líos —añadió, mientras se alejaba de ellos con firmeza.

Mapas, gruñó. ¿Con eso trapicheaba Sain ahora? Le acababa de proponer que hiciese una copia de un mapa y que se lo diese a aquellos jóvenes aventureros a los que ella no conocía. Le había pedido que robase y traicionase la ciudad, pensó de pronto. ¿Era posible? ¿Y por qué estaba tan seguro Sain de que no lo denunciaría? ¿Porque eran amigos? Shaedra apretó los dientes y cerró la puerta de su cuarto con más fuerza de la necesaria. Se había olvidado de pasar por la cocina para ir a comer algo. La indignación parecía ser más fuerte que el hambre.

Se dijo que no volvería a hablarle a Sain en su vida. ¿Por quién la había tomado? Que esos aventureros trabajasen un poco para tener el dinero suficiente para comprarse su mapa. Además, ¿por qué Sain quería ayudarlos? Esa historia era demasiado extraña para que Shaedra se la tragara. Había hecho bien en dejarlos a los tres plantados. Y si perdían un cliente con Sain, que lo perdieran. De todas formas a Kirlens nunca le había caído muy bien, y a Wigy todavía menos.

Cuando se hubo tranquilizado, se culpabilizó un poco. Sain no era un hombre malo. Había sido un buen amigo y tenía que haber tenido una buena razón para pedirle aquello. ¿Acaso era tan urgente como parecía? ¿Acaso ella podía ayudarles de verdad a esos dos aventureros? Sacudió la cabeza y se dijo que lo hecho hecho estaba.

Y pensó en Murri. Ahora estaría lejos de ahí, volviendo a su pueblo. Preparándose para la venganza. Vengarse, pensó Shaedra, casi sobresaltándose de la fuerza de aquella palabra. Recordó el pueblo arrasado y tuvo un escalofrío. ¿Cómo pensaba Murri vengarse de un lich? Aventureros más aguerridos habían muerto ante esas criaturas llenas de energía mórtica.

Y el problema no acababa ahí. Shaedra poseía parte de la filacteria de Jaixel. Ahí empezaba el verdadero problema, se dijo con una mueca. ¿Por qué diablos se habría puesto aquel maldito collar? Soltó un suspiro: por la estupidez de una niña de ocho años.

Oyó un ruido en sus tripas y se levantó. De nada servía quedarse parada sin hacer nada, repasando una vez tras otra las palabras de Murri. Bajó a la cocina. Ahí estaban Satme, Kirlens y Taroshi, lavando cubiertos y preparando la comida. Bueno, Taroshi más que nada estaba fastidiando y refunfuñando.

—¿Por qué no puedo ir? —le decía a su padre.

Como Kirlens no le contestaba, Shaedra supuso que no era la primera vez que se lo preguntaba. Ahora, ni idea de adónde quería ir aquel mocoso.

Taroshi tenía ocho años y ya era un niño insoportable. Su madre, según había podido entender, era una elfa oscura que lo había abandonado al mismo tiempo que a Kirlens para largarse de Ató. Taroshi decía que no guardaba ningún recuerdo de ella pero que haría como ella cuando fuese mayor y se iría lejos de Kirlens, al que nunca llamaba de otra forma que «El Viejo». Shaedra sentía un profundo desdén cada vez que se cruzaba con él.

Shaedra entró en la cocina soltando:

—Hola, Kirlens. Buenos días, Satme.

—Hola, Shaedra —dijo Satme—. Wigy ha salido con unos amigos. Me pidió que te diese las buenas noches de su parte. También ha dicho que no te acuestes tarde y que no olvides asearte.

Shaedra ahogó una risa.

—Gracias, Satme.

Kirlens carraspeó.

—No te rías de tu hermana, Shaedra. Al fin y al cabo, siempre te da buenos consejos.

Shaedra aún sonreía.

—Lo sé.

Kirlens siempre insistía en que Wigy y ella se llamasen hermanas, aunque no lo fueran. Wigy tampoco era hija de Kirlens, pero él se había ocupado de ella desde que tenía diez años. Y cuando le había preguntado un día si era tan puntillosa cuando era pequeña, la respuesta de Kirlens le había hecho suponer que sí.

—Pero ¡por qué no puedo ir! —soltó de pronto Taroshi, casi gritando. Estaba sentado a la mesa más grande y tamborileaba con los puños. Era impresionante.

Shaedra gruñó.

—¿Y adónde quieres ir?

El niño se giró hacia ella y la señaló, diciéndole con un tono imperativo:

—Dile al Viejo que yo quiero ir a ver a los monstruos.

Shaedra le echó una cara de pocos amigos y luego frunció el ceño.

—¿Qué monstruos?

Kirlens se rascó la barbilla mientras removía una sopa llena de trozos de carne y de verdura.

—Dicen que se acerca una pandilla de nadros rojos, pero vienen por el otro lado del Trueno. Están a dos días de aquí. La Guardia se encargará de ellos antes de que asomen su morro por nuestras tierras.

Shaedra asintió lentamente. No era nada excepcional.

—¡Quiero ir a verlos!

Shaedra se sentó a la mesa con un plato de sopa de carne y dijo pacientemente:

—Dime, Taroshi, ¿y qué pretendes hacer después de haber visto los nadros rojos?

—Pues…

Shaedra no le dejó continuar.

—¿Quieres que te abrasen y que te dejen hecho un trapo? Tú capaz. Aunque con un poco de suerte los nadros rojos te confundirán con una lechuga.

Taroshi palideció de ira. Shaedra adivinó sus pensamientos: sabía utilizar el jaipú y se vengaría de la mala que se había burlado de él. Vio venir el golpe y lo paró con un codazo. Era la primera vez que Taroshi intentaba pegarla y la invadió una cólera indescriptible. ¿Es que estaba totalmente perdido aquel niño?

—¡Taroshi! —tronó su padre de pronto.

Shaedra se sobresaltó cuando vio que Kirlens dejaba el cucharón para cogerle a Taroshi del pescuezo. ¿Desde cuándo había decidido tomar parte en su educación? Pensaba que Kirlens lo había dado por perdido. Taroshi era por naturaleza un niño malo, se dijo Shaedra, mirando la escena con cierta curiosidad.

Satme se escabulló mientras Kirlens soltaba a Taroshi todo un sermón que lo dejó pálido de cólera. Le sería difícil enseñarle el camino correcto, pensó Shaedra. Kirlens ya lo había intentado varias veces, y había sido un fracaso. Shaedra se contentaba con que Taroshi le tuviese respeto. Era como mantener en respeto a un cachorro rabioso.

Shaedra acabó su plato y se puso a remover la sopa que se estaba pegando en el fondo. Taroshi salió corriendo de la taberna, dando un portazo.

—Déjame la sopa —dijo Kirlens.

Shaedra se apartó y, levantando la cabeza, lo miró detalladamente. Kirlens parecía cansado y sombrío. Tenía ojeras y su pelo, antes castaño, se había vuelto canoso.

—¿Qué miras?

—No, nada. —Hizo una pausa—. Pensaba en Kahisso. Él de pequeño no era como Taroshi, ¿verdad?

Kirlens se sonrió y meneó la cabeza.

—No, él era todo un snorí a tu edad. Todos se asombraban de él.

Le brillaban los ojos. Shaedra bajó la cabeza y se mordió el labio, pensativa. Kahisso era semi-elfo, una raza un poco excluida, como la de los ternians. Y sin embargo había conseguido ser un kal. Y luego se había marchado.

—¿Por qué se marchó?

Kirlens se encogió de hombros.

—La vida es así. No quería ser guardia ni maestro en ninguna pagoda. Cumplió sus Años de Deuda y se marchó.

Los Años de Deuda eran los años de servicio que todo alumno de Pagoda tenía que hacer para devolver los gastos de la educación y los privilegios de ésta. Cada año de estudio constituía un año de deuda. Una educación normal contraía diez Años de Deuda puesto que normalmente un niño empezaba su educación a los seis y la acababa más o menos a los dieciséis. Por eso, a Shaedra no le cuadró. Claro que los Años de Deuda podían ser reducidos con dinero o con grandes hazañas. ¿Habría realizado Kahisso una gran hazaña que le hubiera liberado de la Pagoda Azul antes de lo previsto? Frunció el ceño.

—Pero cuando yo le conocí tenía veinticuatro años.

No ha podido cumplir todos sus Años de Deuda, añadió, mentalmente.

—Cuando lo conociste todavía estaba bajo las órdenes de las Pagodas —dijo Kirlens.

—Ah.

Ahora le cuadraba mejor. Kirlens probó con su cucharón la sopa que humeaba y aprobó con la cabeza.

—Creo que está lista. ¡Satme! ¿Me acercas unos platos?

Shaedra se encontró con una bandeja de platos en las manos, andando entre las mesas de la taberna. Evitó la zancadilla de Tanos el Borracho y sirvió a los clientes. Luego se marchó a su cuarto, cogió su mochila y se fue para la biblioteca. Como aún no habían llegado Akín y Aleria, decidió entrar sola y se encontró otra vez sentada en la estantería de biología, delante del gran libro con imágenes de monstruos.

Fue directamente a la página que le interesaba: la del lich. No había más que una imagen borrosa y esquematizada, pero le fue suficiente para tener ganas de cambiar de página. Se contuvo, sin embargo, pensando que si algún día se encontraba delante de Jaixel no tendría la posibilidad de cambiar de página.

Sonriendo con ese pensamiento, se puso a leer la leyenda. No aprendió gran cosa, pero su pequeña duda se confirmó. La imagen que había visto al ponerse el collar de acebo, cuatro años atrás, no era la de un lich.

Pasó a la página del nakrús y asintió con la cabeza. Era aquello lo que ella había visto, con ciertas diferencias, era cierto, pero recordaba la misma impresión al verlo. Inclinó la cabeza hacia la leyenda.

Un nakrús era un celmista mago, nigromante, que poseía un inmenso control sobre la energía mórtica y su jaipú. Eran capaces de fusionar el morjás y el jaipú. Frunció el ceño y leyó las siguientes líneas. Existían dos tipos de nakrús. Los nakrús-ari, los primeros nakrús que impusieron su control y que se aliaron con los liches, y los nakrús-wal, las personas que se convertían en nakrús por ansia de poder. Los nakrús-ari venían de un pueblo de elfos oscuros y según la leyenda habían sido convertidos bajo una maldición. Pero Shaedra se detuvo en la palabra que seguía la de nakrús-wal, los «nuevos». Sus padres, los de Murri, los de Laygra, los de ella que, al fin, eran los mismos, eran nakrús-wal.

Se quedó paralizada, la mirada clavada en la imagen. ¿Tendrían esa apariencia? Sinceramente, prefería no saberlo.

—¡Shaedra! —susurró una voz—. Estás aquí.

Shaedra cerró el libro de un golpe seco y se giró.

—Akín, Aleria —murmuró en medio del silencio espectral de la biblioteca.

Soltó un suspiro inaudible, aliviada. De tanto ver monstruos pintados, le había entrado una tensión que no le gustaba.

—Te estábamos buscando —dijo Aleria—. ¿Qué te ocurre últimamente? Estás…

—Venid —la cortó de pronto Shaedra—. Salgamos. Tengo que contaros algo.

7 Identificación

Se habían instalado en el parque de la Neria, lejos de los oídos indiscretos. Shaedra había decidido contarles todo, porque al fin y al cabo eran sus amigos desde hacía cuatro años y sabía que si no se lo contaba a ellos, no se lo contaría a nadie. Así que empezó la pequeña historia comenzando por lo ocurrido hacía cuatro años. Hablaba y sus palabras le parecían muy ligeras en comparación con la significación que tenían para ella. No se extendió con detalles, sobre todo en lo concerniente a su vida pasada, antes del ataque de los nadros rojos. Fue al grano y dijo todo lo que tenía que ver con ella en el presente. Acabó su relato con el sentimiento de que se había deshecho de una pesada carga.

Hubo un largo silencio. Ni Akín ni Aleria le habían interrumpido en ningún momento. La habían escuchado atentamente hasta el final, porque para eso servían los amigos, y ahora Shaedra notaba claramente que no sabían qué decir.

—¿Un lich? —articuló Akín al cabo, perplejo.

Como si hubiese sido la señal, Aleria se lanzó:

—Aunque sé que dices toda la verdad, tu historia no tiene sentido. ¿Por qué vuestros padres iban a abandonaros en un pueblo de humanos? Habría sido más lógico que fueran ternians. Y luego, ¿cómo el tal Jaixel se enteró de que existíais? ¿Y por qué no volvió a intentar atacaros? Si es verdad que ha perdido su filacteria…

—Parte de su filacteria —la corrigió Shaedra.

—Eso, si ha perdido parte de su filacteria, ¿por qué se cree que atacándoos va a poder recuperarla? Si he entendido bien, son tus padres los que tienen esa parte de la filacteria, y ellos no creo que si… que si murierais fuesen a sentir ninguna emoción, puesto que son…

Ahí, Aleria se quedó sin habla, como ahogada por lo que iba a decir.

—Nakrús —terminó Shaedra—. Sí, entiendo tu duda. Y ayer creía tener la respuesta, pero ahora no estoy tan segura.

Agarró el collar que llevaba desde hacía cuatro años, sin separarse de él, y se lo quitó pasándoselo por encima de la cabeza. Sintió entonces como una leve descarga. Su movimiento quedó un momento en suspenso al tiempo que se preguntaba si podía tratarse de un collar mágico. Por lo visto, tenía todas las probabilidades de serlo.

—¿Cómo no me he dado cuenta antes? —soltó, irritada por su ceguera.

Sus dos amigos se habían acercado, mirando el collar, curiosos. Ambos sabían que su amiga lo llevaba desde que había llegado a Ató, y debían de preguntarse en aquel instante qué demonios tenía que ver ese colgante con su rocambolesca historia.

—¿El qué? —la animó Akín.

Shaedra se sintió un poco abochornada y dejó caer el collar en la hierba. El dije en forma de acebo cayó sobre una vellorita que se dobló bajo su peso.

—Este colgante lo encontré en el pueblo, cuando tenía ocho años. Cuando me lo puse me apareció una criatura horrible y luego no me lo he vuelto a quitar desde entonces. Pero ahora se me acaba de ocurrir que quizá este collar sea peligroso y que esté encantado.

—¿Encantado? —repitió Akín, frunciendo el ceño.

Shaedra se encogió de hombros.

—Estoy casi segura. Cuando me lo he quitado, ahora, he recibido como una descarga.

—Mientras no te ataque realmente esta criatura horrible que habías visto —dijo Akín, bromeando.

Shaedra sonrió ante su tono ligero pero Aleria estaba horrorizada.

—¡Un objeto mágico, Shaedra! Esto es muy peligroso.

—Ozwil ya lleva botas encantadas —replicó— y no me he muerto en estos cuatro años.

—Afortunadamente —siseó Aleria—, pero te prohíbo que te lo vuelvas a poner.

—Mm, yo me digo, ¿y si este objeto es precisamente la parte de la filacteria que anda buscando el lich?

Aleria la fulminó con la mirada.

—¿En eso estabas pensando? ¡Menuda tontería! No tiene lógica. Ninguna lógica. —Se detuvo en seco y preguntó con una vocecita—. ¿Lo piensas realmente?

—Lo pensaba esta mañana —contestó Shaedra—, pero ahora creo que me estaba equivocando. Lo que vi, al ponerme este collar, fue un nakrús, no un lich.

—Ambos se pueden parecer mucho —intervino Akín.

—Cierto —concedió Aleria—, pero por el momento prefiero creer que ese collar no es más que un objeto mágico desconocido. Y lo mejor es que nadie se lo ponga al cuello. —Entornó los ojos y la miró a Shaedra un poco como a veces la miraba Wigy—. ¿No te lo pondrás, verdad?

Shaedra suspiró, vencida.

—¿Quieres que el colgante se quede metido en mi mochila hasta el fin de mis días?

Aleria reflexionó unos instantes. Su rostro se iluminó y luego se ensombreció y declaró:

—Hay una manera de saber qué es exactamente ese colgante.

Shaedra se animó enseguida.

—¿En serio? ¿Cuál?

Aleria gruñó.

—No te hagas demasiadas ilusiones. Estaba pensando en Dolgy Vranc.

—¿Dolgy Vranc? —dijeron Akín y Shaedra al mismo tiempo.

Aleria alternó su mirada entre los dos, atónita.

—¿No conocéis a Dolgy Vranc? Es un celmista que se dedica a vender chapucillas encantadas a los niños.

Shaedra estalló de una risa nerviosa.

—¿Un collar que te muestra la cara de un nakrús es una chapucilla encantada para niños?

La mirada fulminante que recibió la hizo callar.

—Dolgy Vranc también se encarga de identificar objetos mágicos. Él fue quien identificó la Armadura de los Muertos después de que un aventurero se la trajese diciendo que su antiguo propietario había muerto. Dicen que si te pones esa armadura…

—Eso ya lo sabemos —dijo Akín, poniendo los ojos en blanco—. Que poniéndote esa armadura mueres fatalmente al cabo de unas horas.

Shaedra se estremeció. Una armadura podía matar, pero un collar también. ¿Por qué cuando uno está desesperado puede llegar a creerse que un collar desconocido puede hacerle feliz? Sandeces de niña insensata.

Resopló.

—Suerte que este collar no me haya matado —ignorando la expresión de Aleria, añadió—: ¿Y piensas que Dolgy Vranc va a poder identificar mi collar?

Esa idea le daba casi más miedo que meter el collar en un rincón y olvidarlo. Pero Aleria parecía decidida a saber qué había estado llevando su amiga durante cuatro años.

—Dolgy Vranc podrá, Shaedra. Es un excelente identificador. Sólo hay un problema.

Shaedra sonrió ampliamente.

—¿Uno solo? Y yo que pensaba que había unos cuantos más. ¿Qué problema?

Aleria hizo una mueca.

—Necesitaremos algo con que pagarle la identificación.

Entonces, Akín soltó una exclamación.

—De eso me encargo yo. Sacaré el dinero y regatearé. Para algo tengo sangre de mercante en mis venas.

Era cierto, sus abuelos habían sido comerciantes antes de que su padre se convirtiese en un orilh poderoso.

—¿Es muy cara una identificación? —preguntó Shaedra, recogiendo el collar y poniéndolo en el bolsillo de su túnica.

—Puede costarte unos cincuenta kétalos para algo simple y hasta más de mil para cosas complicadas —contestó Aleria.

Shaedra se quedó sin habla. Mil kétalos era casi lo que ganaba Kirlens en medio año, y eso que la taberna del Ciervo alado no era de las más pobres. Pero estaban los gastos de la comida, de los impuestos de la ciudad, el sueldo de Satme… Ese Dolgy Vranc le pareció un ladrón.

—¿Por una simple identificación?

Aleria carraspeó.

—Podrías pedírselo a un orilh, pero dudo de que te lo devuelva si realmente lo que viste fue un nakrús. Dolgy Vranc es discreto.

Shaedra la observó un momento con atención.

—¿Y tú cómo lo conoces tan bien?

Su amiga hizo una mueca.

—Mi madre tuvo que entregarle unos cuantos productos para pagarle una deuda. Cuando era pequeña, solía acompañarla.

Shaedra asintió con lentitud. Era mejor no preguntarle de qué deuda se trataba.

—Lo pagaré yo, Akín. No puedo meteros en esto tan alegremente.

Akín sonrió con aire socarrón.

—Pero qué dices, Shaedra, si ya nos has metido hasta el fondo. Y esto es nuestra primera gran aventura. Y tiene consistencia.

Y tanto que tenía consistencia, pensó Shaedra. Sin embargo, el buen humor de su amigo la contagió.

—Si este collar es de Jaixel —les dijo—, entonces me iré a buscar a Murri para que me ayude a destruirlo.

Akín asintió fervorosamente pero Aleria se golpeó la frente con la mano.

—¡Dioses, Shaedra! ¿Es que no sabes ni siquiera lo que es un lich?

Como ambos la miraban, perplejos, Aleria explicó con exasperación:

—Los liches son criaturas llenas de energía mórtica. Son celmistas muy poderosos, no se matan tan fácilmente. No me leí aquel fragmento muy atentamente pero lo repasaré —dijo con seriedad—. Tendréis que echarme una mano, ese libro es muy largo.

—¡Por fin encontraste un libro que sea largo para ti! —la felicitó Akín riendo.

Shaedra la miraba, interrogante.

—Ese libro, ¿no será el libro de hierro peludo ése que llevabas ayer? —Aleria se ruborizó delicadamente—. ¿Un libro de monstruos? —Aleria se encogió de hombros.

—No es exactamente un libro de monstruos —replicó—. Es un libro de leyendas. Pero es que sobre los bichos de los Subterráneos es muy difícil encontrar estudios claros y verídicos, y los que había ya me los he leído todos.

—Enhorabuena —dijo Shaedra estallando de risa—. ¿Así que piensas convertirte en una experta de los Subterráneos, eh?

Aleria la fulminó con la mirada.

—¿Vamos a ver a Dolgy Vranc o no?

Shaedra se levantó de un bote haciendo una pirueta para atrás para darse ánimo y para impresionar a sus amigos.

—Yo ya estoy lista, te sigo.

* * *

Cuando llegaron ante la casa de Dolgy Vranc, Shaedra tuvo la impresión de haber cambiado de mundo. La casa estaba a las afueras de la ciudad, en un lugar por el que no recordaba haber pasado jamás. Ahí, las casas eran grandes y estaban bordeadas de jardines. La casa de Dolgy Vranc tenía una avenida bordeada de una hilera de arbustos enormes que ocultaba lo que había a ambos lados. Tan sólo se veía el portal, el caminito de guijarros y la puerta, al fondo, cerrada y oscura.

—Este sitio es algo lúgubre —observó Akín—. Jamás me fijé en esta casa.

Era cierto que las casas vecinas, en comparación parecían mucho más alegres.

—¿Y consigue vender esas chapucillas para niños? —se extrañó Shaedra.

—Tiene un puestecillo en el mercado donde vende sus objetos —contestó Aleria—. Pero para las identificaciones hay que ir directamente a su casa.

Parecía nerviosa, como si no quisiese entrar. Shaedra entendió su problema: ir a casa de tu acreedor no debía de ser agradable.

—Si quieres, puedes quedarte afuera —le propuso—. Si entramos los tres al mismo tiempo se creerá que lo estamos invadiendo.

—No, es mejor que vaya con vosotros. Al menos él me conoce y sabrá que puede confiar en nosotros.

Iban a abrir el portal cuando Shaedra los detuvo.

—Esperad, amigos, antes de aceptar nada, preguntaremos el precio.

Asintieron y entraron, cerrando detrás de ellos el portal. Anduvieron por la avenida con aprensión.

—Esto parece un cuento de terror —murmuró Akín—. Como si estuviésemos entrando en la casa de un ogro.

Shaedra imitó su tono y dijo en voz baja:

—Akín, si nos intenta secuestrar, tú lo coges de la pata izquierda.

—De acuerdo. ¿Y tú?

—Aleria, tú le cantarás una nana.

Akín entornó los ojos y una sonrisa empezó a flotar en sus labios.

—¿Y tú? —repitió.

—¿Yo? Yo sacaré mis garras —dijo Shaedra, haciendo lo que decía—, y echaré a correr.

Akín y Shaedra se echaron a reír mientras Aleria ponía los ojos en blanco y daba un suspiro.

—¿Seguro que no queréis esperarme afuera, vosotros dos? A Dolgy Vranc no le gustan los niños.

—¿Ah, no? Y entonces, ¿por qué les vende a ellos las cosas que hace? —replicó Shaedra.

—Porque de algo hay que vivir.

Recorrió los últimos metros y llamó a la puerta. Shaedra y Akín se apresuraron a alcanzarla, invadidos por un sentimiento de aprensión.

En el momento en que Dolgy Vranc abrió, Shaedra se dio cuenta de que había olvidado preguntarle a Aleria un detalle, y es que, cuando apareció y vio a un enorme semi-orco de piel oscura y ojos negros, fue incapaz de contener una clara expresión de susto y horror. Empezaban mal sus tratos con el identificador, pensó, intentando poner una cara más cordial.

—¿Qué quieren? —preguntó el semi-orco con una voz ronca.

—Buenos días, señor Vranc —dijo Aleria—. Mi amiga querría identificar algo que tiene desde pequeña…

—¿Qué amiga? —la interrumpió secamente.

—Mi amiga, Shaedra, ella —dijo, señalando con el pulgar.

Shaedra le dedicó una sonrisa dubitativa e hizo un breve gesto de saludo. Dolgy Vranc la examinó con unos ojos que le recordaron inexplicablemente a los de la arpïeta que le había intentado atacar cuatro años atrás.

—¿Y lo llevas encima?

Entendió que se refería al objeto encantado. Sacó el collar del bolsillo y se lo tendió.

El semi-orco, sin embargo, no lo cogió. Prudente, sólo escudriñó la superficie para cerciorarse de que era un objeto encantado. Entonces dijo:

—Pasad y cerrad la puerta.

Dio media vuelta, dejando libre el paso. Aleria entró de un paso firme. Shaedra y Akín intercambiaron una mirada.

—Vaya —dijo Akín—, menos mal que no nos esperábamos a una ninfa.

Shaedra se tapó la boca para no reír y cuando entraron cerraron la puerta y siguieron los pasos de Aleria en silencio. El pasillo estaba oscuro y el salón en el que entraron también. El semi-orco tenía que tener sangre de orco de las cavernas porque no parecía agradarle mucho el sol.

Les invitó a sentarse en un sofá que debía de tener más años que el mundo y en el que se hundieron profundamente.

—Deja el collar en la mesilla.

Mientras Shaedra obedecía, Dolgy Vranc cogió una barra de hierro. Shaedra se quedó paralizada mientras lo veía acercarla a la mesilla.

Utilizó la barra como un gancho para coger el collar y se sentó en su butaca. Largo rato estuvo observándolo. Tanto que Shaedra notó que Akín empezaba a agitarse, nervioso. Entonces, Shaedra recordó: el precio. Pero temió enfurecerlo si hablaba en aquel momento y le cortaba alguna conexión energética con el colgante, así que calló. El silencio se hacía pesado.

Poco a poco Shaedra se fue habituando a la oscuridad del salón y fue divisando los diversos objetos que había en las mesillas pegadas contra los muros. Había un mortero, una máquina extraña con cristales verdes, pequeños objetos, trozos de metal, y un hacha, colgada sobre la chimenea apagada. En las estanterías había bandejas con plantas, redomas vacías o llenas de un líquido oscuro.

—¿De dónde has sacado esto?

La voz profunda del semi-orco le recordó que no había venido a esa casa para curiosear.

Cuando Shaedra se giró hacia él, se estremeció ligeramente bajo su mirada intensa. Tragó saliva y trató de pensar. Si le decía lo del nakrús estaba segura de que al día siguiente la expulsarían de Ató por maldita.

—Lo encontré cuando tenía ocho años.

—Mientes.

Shaedra agrandó los ojos, sorprendida.

—No, no mientes —dijo entonces.

Dolgy Vranc volvió a examinar el colgante y luego lo dejó en la mesilla. Aún no lo había tocado ni una sola vez.

—¿Te lo has puesto?

Shaedra pensó mentir pero como sabía perfectamente que era una de esas personas que ni en caso de vida o muerte saben mentir con convicción, dijo simplemente:

—Sí. ¿Tiene un encantamiento, verdad?

—¿Acaso lo dudas?

Shaedra iba a recoger el collar cuando la barra de metal le golpeó la mano.

—¡Au!

Al lado, notó que Akín daba un respingo.

—¡No lo toques! Lo he puesto a reposar. Dentro de media hora la puerta que he hecho se abrirá y podré entender el encantamiento.

—Así que por el momento no sabe lo que hace ese collar —dijo Aleria.

El semi-orco giró sus ojos hacia ella y sólo en aquel instante pareció reconocerla.

—¿Eres la hija de Daian?

—Sí.

Por primera vez, Dolgy Vranc esbozó una sonrisa. Cuando Shaedra vio sus dientes asomar por esa boca enorme sin labios, tuvo ganas de chillar. Se masajeó la mano dolorida y vio que iba naciendo un moratón. Maldito semi-orco, pensó.

—¿Qué tal le va todo? —preguntaba el identificador.

Aleria parecía estar tranquila, aunque el tema de la conversación no debía de gustarle mucho.

—Bien. Sigue con sus experiencias.

—Ah, sí, sus experiencias. Tu madre es una gran alquimista, y de buena familia encima. Sigo sin entender por qué eligió a tu padre.

Shaedra sintió que todos los músculos de su cuerpo se tensaban. ¿Su padre, había dicho? Aleria se había vuelto lívida.

—¿Qué sabe usted de mi padre?

Dolgy Vranc sonrió tristemente.

—Poca cosa, la verdad. Desapareció poco después de que ambos se casaran. ¿De veras nunca te ha contado nada sobre él? Debe de sentir vergüenza, quizá. Pero mejor no te hablo más de él o Daian me va a rociar con ardivo perpetuo.

Shaedra tuvo que reconocer que prefería que hablase de algo a que cayese sobre ellos el silencio. Al menos cuando hablaba Dolgy Vranc no parecía tan espantoso. Ante su fealdad, su aire ligero compensaba un poco y Shaedra pensó que en el fondo igual fuese una persona honrada y amable.

—¿Queréis un poco de té? Os veo un poco nerviosos.

Después de haber visto los líquidos extraños de las pociones de las estanterías, Shaedra no tenía ganas de beber nada. Además, con esa oscuridad, ¿quién podría ver si había bichos en la infusión?

Todos declinaron la oferta.

—¿Tortas?

—No gracias —dijo Akín intentando sonreír.

Tuvo que adivinar que no aceptarían nada de comer porque entonces se encogió de hombros y se levantó.

—Voy a buscar unas cuantas cosas que quizá me harán falta para identificar tu objeto, pequeña. No toquéis nada.

—¿Y no tiene ni idea de qué es lo que hace? —preguntó Shaedra—. El colgante, digo.

El semi-orco la miró y soltó un gruñido.

—Lo único que he aprendido de ese collar es que no es un simple objeto mágico de los que se encuentran en los mercados de Ajensoldra. No toquéis nada —repitió, y salió de la habitación sin una palabra más.

Shaedra guardó su mirada clavada en el colgante, lo mismo que Akín y Aleria.

¿Qué quería decir con que no era “un simple objeto mágico de los que se encuentran en los mercados de Ajensoldra”?

—¿Y si realmente es del lich? —preguntó en voz baja—, ¿qué podemos decirle?

Reflexionaron un momento, y como siempre, fue Aleria quien tuvo la respuesta:

—Si es así, entonces tendremos que convencerle de que no lo diga a nadie.

De pronto, Shaedra se dio cuenta de la situación comprometida en la que había metido a sus amigos y se sintió culpable.

—De veras, lo siento muchísimo —dijo, abatida.

Akín y Aleria la miraron sin entender.

—¿El qué?

—Jamás debí deciros todo esto. Debí ser fuerte y no decir nada. Soy una bocazas que no sabe dejar en paz a sus amigos.

Cuando Aleria se echó a reír, Shaedra la contempló, sorprendida.

—Ay, Shaedra. No me digas que aún estás con esas. Pero tú, ¿cuándo nos has dejado tranquilos? ¡Por todos los dioses! —decía— si eres la persona que más líos se atrae en toda Ató, y lo mejor es que no te das cuenta de ello. Eres una amiga formidable, Shaedra.

—Yo diría, admirable —reforzó Akín, asintiendo enérgicamente con la cabeza.

Shaedra se mordió el labio, con las lágrimas en los ojos, y volvió a mirar el collar.

—Claro, eso lo decís porque sois mis amigos.

Aleria soltó un gruñido exasperado.

—¡Precisamente! —exclamó—. Venga, deja de decir tonterías, que pareces Galgarrios.

—¡No es cierto! —replicó, dándole un ligero empellón, pero se rió. Le aliviaba asegurarse otra vez de que Akín y Aleria eran verdaderos amigos.

En aquel instante, volvió Dolgy Vranc con una caja en las manos.

—Bien. Mientras trabaje, no metáis ruido, ¿de acuerdo? La identificación pide una importante concentración.

Con curiosidad, Shaedra lo observó abrir su caja y hurgar entre diversos instrumentos extraños. Había un pedazo de cristal, un trozo de materia blanda que no logró identificar, unos tornillos, ¿para qué demonios necesitaría unos tornillos? Pero Dolgy Vranc ni los tocó. De la caja sólo sacó una aguja, una planta desecada y un martillo. Shaedra agrandó los ojos. ¿No le iría a romper su collar, verdad?

Lo observó con detenimiento. El semi-orco se había sumido en una profunda somnolencia, o eso parecía. Había metido la aguja en el martillo e iba pronunciando palabras inaudibles. ¿Acaso era necesario hablarle al objeto mágico para identificarlo? La verdad, no tenía ni idea, y lamentó no haberle preguntado sus dudas a Aleria antes de todo. Ella seguro que sabía.

Dolgy Vranc estuvo en esa posición durante quizá unos diez minutos. Luego abrió los ojos, pero pareció que no veía nada a su alrededor. Cogió el collar con las manos y volvió a cerrar los ojos. Como el rostro semi-orco no es precisamente muy expresivo, Shaedra no pudo adivinar su reacción.

Y así pasó un tiempo. Aleria tamborileaba sobre su rodilla. Akín parecía fascinado por el identificador. Al cabo de un rato, Shaedra se pilló haciéndose las uñas en la mesilla y paró de inmediato, temiendo que Dolgy Vranc la hubiese visto. Maldiciendo su manía, se intentó convencer de que mientras no se inundase el salón con la luz del día, la marca que había dejado no se vería.

De pronto, Dolgy Vranc abrió los ojos y soltó el collar, que vino a caer en el suelo. Shaedra lo recogió y lo puso en la mesilla antes de que el semi-orco le gritase:

—¡No!

Su exclamación murió apenas hubo cruzado sus labios, y adoptó una expresión de sorpresa.

—¿No has notado nada al tocarlo?

Shaedra, en tensión y asustada por el grito, negó lentamente con la cabeza. Se había levantado a medias, lista para escapar. Se volvió a sentar intentando serenarse.

—Antes de que nos diga lo que es, señor Vranc, tenemos que decirle que no tenemos con qué pagarle —dijo Shaedra—, porque según ha dicho mi amiga es usted muy exigente.

Oyó un pequeño suspiro de Aleria y se dio cuenta de que se podría haber ahorrado la última parte de la frase. O en realidad, se podría haber ahorrado toda la frase. ¡Qué ridículo quedaría que saliesen ahora de la casa sin saber lo que representaba realmente aquel amuleto!

Obviamente, el semi-orco debió de adivinar sus pensamientos porque echó la cabeza para atrás y soltó una tremenda risotada.

—Miren, jóvenes snorís, hay muchas maneras de pagar a alguien como yo. No solamente se vive de oro y plata, y de esos colgantes como el que tienes, joven ternian, no se ven todos los días, créeme.

Y añadió para sí:

—Cualquier identificador no lo habría entendido, pero yo sí.

Aleria carraspeó.

—Señor Vranc —dijo con toda la cortesía del mundo—, ¿qué propone para que le paguemos la identificación?

—¿Qué podrían darme tres snorís sin dinero que me dicen que no me pueden pagar después de que identifique un objeto sumamente interesante? —replicó el semi-orco.

Su tono era duro y los tres se estremecieron bajo sus ojos acusadores. Y sorpresivamente sonrió.

—Tendréis que prometerme cada uno tres cosas.

—Como en los cuentos, ¿eh? —dijo Akín.

—¿Cada uno? —saltó Shaedra—, pero si la única responsable de este collar soy yo.

—Sí, querida, pero habéis venido los tres aquí. Pensadlo bien. Un pacto es un pacto y no se hace a la ligera. Os dejo tres días para pensarlo.

Tres días, se repitió Shaedra. Y recordó lo que había dicho hablando del collar: “un objeto sumamente interesante”. ¿De veras era tan interesante?

—¿Usted se ha abonado al tres, verdad? —replicó Shaedra—. Tengo que añadir una condición: no podrá hablar de este collar con nadie más que nosotros.

El semi-orco estuvo cavilando un rato y Shaedra tuvo la impresión de que le costaba aceptar esa condición, cuando dijo:

—De acuerdo. No saldrá una sola palabra de mi boca sobre ese collar.

Shaedra inspiró hondo.

—Pues yo, por mi parte, ya he decidido. ¿Cuáles son esas tres promesas?

—Eh, no te apresures. Te las diré a medida que las vayas cumpliendo. A menos que tus amigos se hayan serenado y hayan decidido abandonarte.

—Me molesta prometer tres cosas sin saber lo que son —confesó Akín—, pero si Shaedra promete, yo también.

Aleria soltó un inmenso suspiro cuando dijo:

—Y yo. Pero… Dolgy Vranc —pronunció con tono de amenaza—, ni se le ocurra hacernos una mala jugada o se lo diré a mi madre.

—¿A Daian? —Sus dientes feos aparecieron, con destellos blancos entre un color roñado y oscuro—. Dudo que se lo digas, Aleria, a menos que prefieras perder a una amiga, lo que sería una lástima.

Y diciendo esto, recogió el collar con el ganchillo y lo balanceó delante de sus ojos.

—Esto, queridos amigos, es el Amuleto de la Muerte.

8 El ocaso del camino

—¿El Amuleto del qué? —exclamó Shaedra, dudando de si tenía que estar entusiasmada o aterrada por haber poseído durante cuatro años un collar con un nombre tan truculento.

—El Amuleto de la Muerte —susurró Aleria con un hilo de voz—. Es uno de los Amuletos Malditos.

Parecía realmente asustada. Shaedra sintió que todo el entusiasmo se le venía abajo.

—Leí en un libro que en total se conocen veinticinco Amuletos Malditos —explicó Aleria como en un sueño—. Y de entre ellos, hay nueve que son particularmente poderosos.

Iba a añadir algo, pero calló, como sofocada. Shaedra intercambió una mirada con Akín y vio que él estaba tan perdido como ella, lo que la reconfortó un poco.

—¿Y el Amuleto de la Muerte es uno de esos nueve?

—Ahá —contestó Dolgy Vranc—. El Amuleto de la Muerte es uno de los más potentes. Y la leyenda dice, corrígeme Aleria si me equivoco, dice que cada Amuleto Maldito… —hizo una pausa como para dar más suspense a lo que iba a decir— echa una maldición eterna al que lo lleva.

—Una… ¿maldición? —repitió Shaedra, sintiendo que su rostro se iba cubriendo progresivamente de una lividez enfermiza—. ¿Y qué maldición?

Hubo un silencio. Aleria y Dolgy Vranc intercambiaron una mirada. Shaedra se imaginó muriendo al de unos segundos. Venga ya, no seas catastrofista, se sermoneó.

—¿No tendrá efectos parecidos a los de la Armadura de los Muertos, verdad? —articuló mientras sentía que el corazón se le aceleraba.

—Diste en el blanco, querida —replicó Dolgy Vranc—. Pero hay algo que no entiendo.

Aleria asintió y se giró hacia Shaedra.

—Sí, hay algo que no tiene lógica en la leyenda. Porque según la leyenda el que se ponga ese amuleto muere o se convierte en un muertoviviente. En eso consiste la maldición.

—Según la leyenda —repitió Shaedra, sintiendo la boca seca.

—Sí —farfulló Aleria con la voz aguda—. Según la leyenda deberías haber muerto.

Pero no lo estoy, pensó Shaedra. Y, triunfante, sonrió ampliamente.

—Eso quiere decir que afortunadamente las leyendas no siempre son ciertas —soltó.

Pero el ambiente estaba demasiado pesado como para que alguien sonriese ante su optimismo. Hasta Akín se había vuelto pálido como la muerte. Aleria temblaba y el semi-orco tenía la mirada fija en el amuleto, fascinado, como fascina la muerte a los locos.

Shaedra soltó un gruñido.

—¡Pero si parecéis más afectados que yo, por Ruyalé! —se quejó.

Se levantó, cogió el collar y lo metió en el bolsillo antes de que el semi-orco hubiera podido mover el dedito.

—Tengo que irme o llegaré tarde —dijo.

Akín y Aleria se levantaron de un bote.

—¿Adónde tienes que ir? —preguntó Akín, aturdido por el cambio. Parecía despertarse de un sueño lleno de aventuras.

—Quedé con Suminaria para que me enseñase cosas sobre las energías. Seguramente estará encantada de enseñaros a vosotros también. ¿Venís?

—¿Y las promesas? —intervino entonces Aleria.

Shaedra se detuvo en seco y se giró hacia Dolgy Vranc. Este se había levantado y guardaba sus instrumentos en su caja. ¿Para qué diablos le habrían servido? ¿Acaso había sido sólo una mascarada? Y entonces entornó los ojos. ¿Y si Dolgy Vranc mentía? ¿Y si no era realmente el Amuleto de la Muerte?

—Venid los tres mañana a las seis —dijo Dolgy Vranc—. Os diré en qué me podréis ayudar. Ahora marchaos y no habléis de esto con nadie por vuestra propia seguridad. Sé lo que he visto: este collar tiene una potencia monstruosa y podría matar a un dragón si se lo pudiese pasar al cuello. El hecho de que no hayas muerto, Shaedra, extrañaría a la gente todavía más que saber que estabas en posesión del Amuleto de la Muerte.

Su expresión seria e intensa le hizo impresión. Shaedra apretó los dientes. Dolgy Vranc parecía sincero, pero no podía fiarse. Aun así, si decía la verdad, entonces… Shaedra odiaba hacerse la pregunta pero… ¿por qué no estaba muerta?

—Mañana estaré aquí —afirmó, decidida.

Salió de la casa de Dolgy Vranc y suspiró de alivio al ver el sol. Pasaron la avenida y cerraron el portal detrás de ellos, sin una palabra. Anduvieron un rato más en silencio, sumidos en sus pensamientos. El día parecía haber cambiado. Parecía haber pasado mucho tiempo desde que Shaedra le había ganado a Suminaria en la carrera.

—¿Así que Suminaria te ha propuesto enseñarte lo que enseñan en la Gran pagoda? —preguntó Akín.

Shaedra hizo una mueca y sonrió.

—En realidad, se lo he propuesto yo. Creo que en el fondo es una buena persona.

—Un poco rara.

—Un poco rara —concedió ella—, pero seré tolerante.

Aleria suspiró.

—¡Rara, dice! No creo que ella tenga en su bolsillo algo capaz de matar a una persona.

—No había pensado en eso desde ese ángulo —reconoció Shaedra—. ¿Crees que debería tirarlo al agua?

—¡No! —se horrorizó Aleria—. Imagínate que lo encuentra cualquiera. No puedes hacer eso…

—Vale, vale. Sólo era una propuesta. Lo guardaré en el bolsillo… —soltó una risita después de un silencio—. ¡Y yo que pensaba, de pequeña, que la hoja de acebo era la hoja de la felicidad!

Caminaron en silencio hasta la biblioteca. Cuando iban a entrar, Shaedra los detuvo con el brazo.

—Ahora que lo pienso…

—¿Qué? —dijo Aleria con impaciencia.

—¿Y si Murri se equivoca? ¿Y si lo que Jaixel busca no es una parte de su filacteria sino el Amuleto de la Muerte? Eso explicaría muchas cosas.

Sus dos amigos reflexionaron un momento y al cabo Akín preguntó:

—¿Y qué explicaría?

Shaedra abrió la boca, frunció el ceño y la volvió a cerrar. Les dedicó una sonrisa payasa.

—Se me ha olvidado lo que quería decir.

Ellos gruñeron, exasperados, y ella hizo una mueca pensativa.

—A decir verdad, dije eso porque me ha parecido que quedaba bien. —Shaedra carraspeó ante la mirada fulminante de Aleria, Akín ya se estaba riendo—. ¿De verdad nunca se os ha antojado hablar como los aventureros? Por cierto, ¿habéis oído lo de los nadros rojos que se están acercando a Ató?

* * *

—¿Tampoco sabéis cómo se realiza una fusión de hilos? —preguntó Suminaria, atónita.

Estaba perpleja. Shaedra y sus dos amigos negaban con la cabeza otra vez.

—¿Pero qué habéis aprendido durante estos años? —soltó Suminaria, desesperada.

Akín fue enumerando:

—Historia, literatura…

—Matemáticas, biología… —siguió Shaedra.

—Y mucha teoría sobre las energías —terminó Aleria.

—Pero de práctica no gran cosa —añadió Akín.

Suminaria los observó sin una palabra. Intentó ponerse en su lugar, pero le fue difícil. ¿Cómo iban a saber en qué consistía una fusión de hilos y no saber realizarla? Ya sabía que el nivel en la Gran Pagoda era mucho mayor, y que no cogían a cualquiera, pero ignoraba que el abismo fuese tan grande.

—Veamos, ¿por dónde empezar? —dijo como para sí—. Sabéis lo que es la fusión de hilos.

—Sí —asintió Shaedra—. Lo aprendimos hace tiempo sin embargo…

—¿Qué?

—Sin embargo yo, personalmente, no sabía qué eran exactamente esos hilos antes de hoy.

Miró interrogante a Akín y Aleria y ambos asintieron. Ellos también habían aprendido lo que era un hilo aquella mañana. No era la primera vez que habían oído hablar de hilos pero nunca se habían molestado en averiguar lo que era.

—Perfecto —dijo Suminaria con la voz neutra y apagada. ¿Cómo podían esperar convertirse en orilhs? Que la ternian fuese mucho más rápida corriendo no la ayudaba en nada para ser una orilh. Aleria parecía saber mucha teoría pero no sabía hacer más cosas que los demás y Akín tenía pinta de estar totalmente perdido hasta en la teoría. ¿Qué hacer? ¿Realmente quería enseñarles a mejorar?

Pensó en los demás snorís y luego recordó que una cosa que le había intrigado en Shaedra era su humor y su carácter salvaje. Apostaría a que era la única ternian de toda Ató. Y su ansia de aprender le subía un poco el ánimo, que últimamente tenía bastante bajo. Y al menos, cuando no estaban haciéndose bromas, tenían una conversación interesante.

Así que apretó los dientes y empezaron la lección. Estaban metidos en una de las salitas de la biblioteca, sin libros, porque a Suminaria no le hacían falta para enseñarles a sus compañeros unas cosas tan básicas que hasta un nerú sabía en Aefna.

Era consciente de que para ellos debía comportarse un poco con arrogancia, pero es que ¡era imposible no exasperarse ante tanta ignorancia! Claro que la culpa no sólo la tenían ellos, sino el hecho de que todos los mejores maestros se fuesen a Aefna, o a Neiram. ¿Quién querría meterse en Ató, pequeña ciudad perdida en un valle peligroso por donde bajaban todos los bichos y monstruos de la Insarida?

Tío Garvel, pensó, conteniendo un suspiro, mientras miraba los esfuerzos de sus nuevos y primeros discípulos por fusionar hilos. Akín, por su sonrisa, parecía todavía enganchado a la euforia de su jaipú y si no la superaba se quedaría ahí hasta que le diesen una buena bofetada. Shaedra tenía cara concentrada y parecía estar parlamentando con su jaipú. Aleria, en cambio, le dio la impresión de estar revisando mentalmente los recuerdos de algún libro que se había leído para intentar controlar su jaipú y fusionar los hilos mediante el arma que intentaba controlar, es decir que estaba metida en un inútil círculo vicioso.

Esta vez, dejó escapar un suspiro. No lo iban a conseguir. Al menos no aquel día. Tenía que encontrar algo más fácil. Buscó en sus recuerdos. ¿Qué había aprendido ella en sus primeras lecciones sobre el jaipú?

* * *

Cuando Shaedra abrió los ojos y vio la mirada decepcionada de Suminaria, carraspeó, molesta.

Akín y Aleria aún estaban metidos en su jaipú.

—¿Somos tan malos alumnos? —preguntó, ruborizándose.

La tiyana adoptó una expresión más suavizada y meneó la cabeza, hizo una pausa, y se encogió de hombros.

—La verdad es que nunca había hecho de maestra —admitió—, así que no puedo comparar.

—Somos malos alumnos —suspiró Shaedra, confirmando. Echó una ojeada hacia Akín que seguía sonriendo y a Aleria, que parecía emerger de un profundo sueño.

—Tengo una idea —dijo de pronto Suminaria—. Creo que ya sé cómo vamos a empezar. Ya que no os sabéis las bases os tendré que enseñar desde el principio, como a los nerús.

Shaedra entendió que no pretendía burlarse de ellos, sólo ayudarlos. No hacía falta ponerse de mal humor ni nada de eso. Asintió con firmeza, contenta.

—Me alegro de que no te hayamos desesperado todavía.

—Ya se desesperará —pronunció Aleria, abriendo sus ojos rojos—, ¿cuál es el siguiente paso?

Suminaria echó una mirada hacia Akín.

—Darle una bofetada a vuestro amigo. Me temo que, si no, no se va a despertar.

Aleria y Shaedra se giraron de golpe hacia Akín. Efectivamente, parecía totalmente sumido en su jaipú. Las comisuras de sus labios se levantaban de manera pronunciada.

—¿Otra vez se ha dejado atrapar? —soltó Aleria.

Shaedra se echó a reír, pero Aleria parecía irritada y se levantó para estirarle de las orejas al elfo oscuro, quien sonrió todavía más. La risa de Shaedra redobló.

—¡Estira más fuerte! —le dijo, partiéndose de risa.

—¡Ay! —se quejó entonces Akín, volviendo a la realidad—, ¡traidoras! —gritó.

De pronto, la puerta se abrió en volandas y el Archivista Mayor apareció en el marco. Sus ojos pálidos lanzaban relámpagos llameantes.

—¡Silencio! —tonó.

Inmediatamente, hubo silencio. Shaedra intentó poner cara de buena alumna, y fue borrando progresivamente su sonrisa, adoptando una mueca seria y responsable. ¿Los castigaría? ¡Esperaba que no coincidiese con la cita del identificador!

—Lo siento mucho, señor —soltó Aleria.

—Y yo —reforzó Akín.

—Todos nosotros lo sentimos mucho —indicó finalmente Shaedra.

Aleria la fulminó con ojos amenazantes y le dijo al Archivista Mayor con suavidad:

—Estábamos trabajando cuando…

—Callaos todos —los interrumpió—. Y salid de aquí. Si oigo una sola palabra más, podéis estar seguros de que no volveréis a entrar en mi casa sin contribuir a llenar las arcas de Ató.

Aleria iba a responder cuando una mirada del archivista la dejó petrificada. Recogieron sus mochilas y salieron de la biblioteca en un silencio de muerte.

A Shaedra le gustaba volver a encontrarse con el cielo arriba.

—Al menos no nos ha castigado —suspiró, aliviada.

Aleria debía de estar conteniendo toda su tensión porque en aquel momento explotó como un nadro rojo:

—¡¿Que no nos ha castigado?! ¡Nos ha echado de la biblioteca! Nos ha fichado, Shaedra. La próxima vez que entremos, es decir mañana, ¡nos mirará como a enemigos! ¡Oh! —se quejó, desesperada—. Él fue quien me permitió llevarme Energías dársicas de las criaturas. ¿Qué puedo hacer ahora? Jamás me dejará llevarme más libros.

Shaedra levantó los ojos al cielo.

—Aleria, no creo que…

—¡No confiará en mí! —la cortó. Parecía realmente afectada. Estaba en uno de esos típicos estados suyos que sólo arreglaba el tiempo. Shaedra suspiró.

—Lo que tú digas. Pero, aun así, creo que no ha sido para tanto.

—¡Eso lo dices tú, Shaedra! —protestó Akín—. Me habéis estrujado las orejas.

—Ha sido Aleria —la delató Shaedra.

—Tú te estabas riendo —la culpó.

—Y tú has gritado como si te estuviesen tirando un cubo de agua helada… —Puso una cara pensativa—. Aunque eso no habría sido mala idea…

Akín le dio un empellón y Shaedra le contestó estirándole el pelo. La lucha se había iniciado. Akín intentó cogerle el brazo pero Shaedra fue más rápida y pegó un salto, llegando al parque dando vueltas y vueltas, y luego Akín la tiró al suelo y ambos se quedaron riendo en la hierba mientras Aleria humeaba ensimismada y Suminaria los miraba, curiosa, como si estuviese mirando dos pajarillos exóticos.

Shaedra sintió su jaipú brotar por todas partes y cerró los ojos. Al de un rato, volvió a abrirlos, animadísima.

—¡Suminaria! Lo he conseguido. ¡He conseguido fusionar dos hilos!

Suminaria puso los ojos en blanco.

—Me alegro. Dejaremos esta lección para otro día. ¿Qué me dices si cumples tu parte del trato y vamos a dar una vuelta por Ató?

Shaedra se levantó de un bote, dejando a Akín enderezarse con más lentitud.

—¡Excelente idea! Te voy a enseñar el altar, a menos que lo hayas visto ya. Y luego te enseñaré Roca Grande… no espera, también tengo que enseñarte Tres Piedras, es el lugar más bello de toda Ató, a menos que prefieras ver la casa del orilh Lahries, es la casa más hermosa de toda la ciudad…

Suminaria sonreía, divertida.

9 La flecha del miedo

Al día siguiente, empezaron las cosas serias. El maestro Áynorin les hizo trabajar, revisando historia, viendo nuevas técnicas sobre el jaipú y al fin, en las últimas dos horas, les dio instrucciones y pistas para que se informaran sobre las energías asdrónicas, es decir, las energías que no eran ni el jaipú, ni el morjás ni el pairás. Las energías de verdad. Las que convertían a alguien en un celmista.

Cuando salieron de la Pagoda, no estaban tan cansados como el día anterior, pero tenían unos cuantos deberes para hacer. Comerían rápidamente, irían a la biblioteca y harían sus deberes en la Sección Celmista por primera vez.

A Shaedra todo le parecía mucho más divertido desde que había aprendido a comunicar realmente con su jaipú, y pese a que Akín le insistiera, no conseguía explicarle cómo había podido unir los hilos energéticos. Uniendo hilos se podía aumentar el flujo del jaipú, pero también aumentaba con ello el peligro de dejarse arrastrar por la corriente de energía. Suminaria le había aconsejado la prudencia.

En la biblioteca, hicieron todo lo posible por pasar desapercibidos y apenas se atrevieron a cuchichear mientras escribían en sus pergaminos. Había que contestar a dos preguntas sobre las energías asdrónicas. Estaban aún en la primera, concentrados y rodeados de libros.

—¿Cómo definiríais la energía brúlica? —preguntó Akín en voz baja.

—Depende de cómo la quieres definir —contestó Aleria tranquilamente mientras recorría una página con una mirada rápida—. Si quieres definirla como un experto, necesitarías libros enteros. Si quieres definirla como un alumno, con cuatro líneas te basta.

—Elijo la definición del alumno —intervino Shaedra, levantando la cabeza de su libro. Acababa de caer sobre una página donde hablaban de cómo debía hacerse una poción de calentamiento sin sobrepasar los límites de la energía brúlica. ¿Para qué demonios querría hacer una poción de calentamiento? Juraría que afuera hacía al menos treinta grados, hasta parecía que estaba empezando un Ciclo del Ruido. Que hiciesen pociones de calentamiento en el Ciclo del Hielo, vale, pero no en un día como aquél, ¡si bebiendo una no acababas hirviendo podías considerarte afortunado!

—¿Y qué podrían ser esas cuatro líneas? —dijo Akín, como preguntándolo a los dioses.

Aleria levantó los ojos de su libro y los entrecerró.

—Me alegra ver que al fin te lo preguntas.

Sacó su pluma, la untó en el tintero y se puso a escribir sin una palabra más. Akín dejó escapar un suspiro, cerró su libro y cogió otro.

Entendiendo que Aleria no les ayudaría para las definiciones, Shaedra decidió reflexionar sobre el segundo ejercicio. Empuñó una pequeña piedra redonda y azul con la mano. Era una piedra memoria. Los maestros se servían de ellas para dar sus ejercicios y así se aseguraban de que todos los tuvieran. Todos los snorís la llamaban la piedra de los deberes, y con razón. Siendo nerú, Shaedra la había utilizado muy pocas veces, pero ahora entendía por qué se pasaban tanto tiempo los snorís en la biblioteca. Sentía que esos dos años los iba a pasar haciendo deberes y más deberes.

Sin más dilaciones, se concentró en la piedra.

Sintió que su jaipú reaccionaba violentamente a una sacudida. Tuvo la impresión de ver sangre. Sí, una nariz que sangraba. ¿Qué remedio se podía aportar para parar la hemorragia?

Shaedra gruñó.

—¿Habéis visto la segunda pregunta?

Aleria y Akín negaron con la cabeza pero Galgarrios y Suminaria asintieron.

—Parece una broma —dijo Suminaria.

Aleria y Akín soltaron una risa al mismo tiempo al enterarse de qué iba la segunda pregunta.

—¡Qué ridículo! —soltó Aleria, y enseguida se tapó la boca con la mano y bajó la voz—. El maestro Áynorin tiene ideas raras.

Akín se inclinó sobre la mesa, diciendo:

—Yo, sinceramente, le pondría dos hojas-espuma en la nariz y a correr.

—Las hojas-espuma te dejan un picor desagradable —replicó Shaedra— y además yo siempre estornudo cuando veo una.

—¿En serio? Pues mejor no vayas por el jardín de mi casa, está lleno de hojas-espuma —le previno Akín.

—Procuraré no acercarme.

—Callaos —susurró Aleria, girando de pronto unos ojos intensos hacia su libro.

Shaedra oyó unos pasos que se acercaban y bajó la mirada hacia su propio volumen admirando sin verlas unas letras adornadas con colores.

Cuando los pasos se alejaban, soltó un suspiro.

—No para de pasar por aquí. Lo odio —dijo.

—No odies tan rápidamente a la gente —la previno Aleria, tomando su tono de sabia.

—Como quieras, venerable orilh. Adoro al Archivista Mayor. Ojalá tenga hojas-espuma al alcance de la mano cuando le sangre la nariz.

Rieron por lo bajo y volvieron a concentrarse. Shaedra contestó a las dos preguntas con unas cuantas líneas sobre el pergamino. La segunda pregunta le costó más trabajo que la primera. Evidentemente, parar una hemorragia era un trabajo de endarsía, y la endarsía no podía realizarse sin energía esenciática. Intentó explicar cómo habría procedido, uniendo el jaipú y el morjás con la energía esenciática, pero temió, cuando hubo acabado, que hubiese sido exagerada al considerar la intensidad de la endarsía necesaria para contener una simple hemorragia de nariz. Bah, al menos, había hecho algo.

Cuando hubo terminado, Suminaria ya se había ido y Aleria estaba leyendo un libro que no tenía nada que ver con sus deberes. Akín acabó poco después, soltando un inmenso suspiro de alivio.

—Qué bien se siente uno después de salvar a un desangrado —dijo.

—Como nuevo —replicó Shaedra.

Echó un vistazo hacia Galgarrios. Seguía ensimismado en su piedra de deberes y sus preguntas.

Se levantó y fue a coger un libro, por imitar a Aleria. Cogió uno sobre la creación de la cofradía de los Monjes de la Luz, se sentó en su sitio y, dándose valor, empezó a leer. Y se enganchó tanto del libro que cuando fueron las seis menos cuarto, decidió llevárselo para leerlo en su cuarto. Con cierta sorna hacia ella misma, se preguntó si no acabaría finalmente como Aleria, boquiabierta delante de los libros, con la baba colgante y con miles de respuestas en la cabeza.

Cuando se dirigieron a casa de Dolgy Vranc, todo lo que había pasado el día anterior le volvió en mente. Su hermano, el Amuleto de la Muerte… ¿Podía ser verdad toda esa historia? Bah, ¿qué importaba? Ahora Murri se había ido, abandonándola ahí porque pensaba que iba a aprender cosas que le ayudaría en su venganza. Shaedra se dio cuenta de que no lograba sentirse incumbida por esa venganza. Por supuesto, ese Jaixel se merecía la muerte, ¿pero quién era ella como para matar a un lich? ¿Acaso se había creído Murri que era algo así como Beriabés de Aldión resucitado? Venga ya. Murri tenía que haber perdido la cabeza, se dijo. ¿No emprendería la venganza solo, verdad? ¿No estaría en peligro ahora mismo?

Pensó en los nadros rojos que se acercaban a Ató y tuvo un escalofrío. ¡Otra vez no!, se dijo. No quería volver a perderlo, no quería volver a pensar que lo perdía. Esperó solamente que Murri se había alejado lo suficiente de Ató como para evitar los nadros rojos sin enterarse siquiera de su existencia.

Cuando Dolgy Vranc les abrió la puerta, Shaedra volvió a la realidad. Agitó la cabeza y le dedicó al semi-orco una sonrisa radiante.

—Buenos días, ¿qué desea?

Como normalmente esas palabras las habría debido decir él, sonrió y Shaedra intentó imaginar, en vano, que su mueca horrenda se transformaba en sonrisa amable. En vano, claro, porque lo que tenía delante era un semi-orco, no un caballero de Ruyalé.

Dolgy Vranc los sorprendió. Les invitó a una infusión y luego les dijo lo que esperaba de ellos:

—Necesito raíces, hierbas y leña.

—¿Raíces, hierbas y leña? —repitieron, extrañados.

—Ahá. Y no cualquier raíz, ni cualquier hierba ni cualquier leña. ¿Sabéis reconocer estas plantas, verdad?

Les deslizó una lista. En la penumbra del cuarto, Shaedra tuvo que entornar los ojos para leer. Había media docena de hierbas, dos tipos de raíces, y luego un dibujo de unas ramas con determinada forma.

Shaedra reconoció todas las hierbas. Así, fue la única en sorprenderse.

—¿Arfento? Pero ¿eso no es lo que se utiliza para matar las ratas?

—Exacto, pequeña ternian.

Shaedra no quiso protestar.

—Yo me encargo de las raíces —dijo Akín.

—Y yo de las hierbas —dijo enseguida Shaedra.

—¿Y qué se supone que debo hacer con la leña? —preguntó Aleria.

El semi-orco sonrió.

—¿Ves estas curvas? Son las formas que necesito. Ahora, te toca a ti encontrar ramillas que tengan esa pinta. Adelante, muchachos. Mañana os quiero otra vez aquí de vuelta.

Aleria no paró de refunfuñar durante todo el camino.

—Venga, Aleria, no pongas esa cara —le dijo Shaedra—. Haremos todo todos juntos, ¿qué os parece?

Aceptaron con entusiasmo, porque estar solo en el bosque cuando unos nadros rojos estaban rondando por los alrededores no era un pensamiento muy reconfortante.

* * *

—¡Ahí, esa! —exclamó Aleria.

Era la última ramilla que les faltaba. Lo único que cambiaba con las demás era que estaba aún en el árbol.

—Voy a por ella —declaró Shaedra.

Se agarró a una rama gruesa y subió arriba. Enseguida llegó cerca de la rama.

—Tienes buena vista, Aleria, es idéntica a la del dibujo —comentó.

—Ten cuidado cuando la arranques —le advirtió Aleria.

Shaedra sacó el puñal que había utilizado para cortar el arfento y se puso a serrar.

Akín y Aleria estaban mirándola desde abajo, y sintió que poco a poco se iban aburriendo.

—¿Queé? —soltó impacientemente Akín—. ¿Te vas a quedar ahí hasta que nos pille el lobo o suba la marea?

Shaedra redobló el esfuerzo.

—Pero no la rompas —repitió Aleria.

—¡Por Zemaï! —protestó Shaedra—, hago lo que puedo.

Al fin, la pequeña rama se iba despegando. Shaedra tomó apoyo con un pie y estiró con la mano con todas sus fuerzas. Cuando la ramilla se seccionó, casi perdió el equilibrio pero una de sus manos la salvó y blandió su trofeo, colgada en una rama gruesa.

—¡La tengo!

—Baja ya de ahí, Shaedra. Es peligroso.

Decidió que estaba efectivamente demasiado en alturas como para saltar. Se acercó al tronco y fue saltando de rama en rama, sirviéndose de ellas como de una escalera en espiral, hasta llegar abajo.

Fue entonces cuando se oyó el choque de una espada y un grito gutural e inhumano.

Los tres entendieron lo que pasaba inmediatamente: los nadros rojos estaban muy cerca.

—Corred —murmuró Akín.

En aquel instante, Shaedra se sorprendió de la serenidad de su amigo. Había adoptado un aire protector, como si fuese responsable de la seguridad de todos. Ahora se oían ruidos de criaturas, rugidos, pasos precipitados y ramas que se rompían.

Shaedra no se lo pensó dos veces: corrió. Aleria y Akín la seguían de cerca. Pensando en los nadros rojos, temiendo que atacaran, sin creerlo seriamente, habían decidido en un acuerdo tácito que no se alejarían mucho de Ató. ¡Menos mal!, pensó Shaedra, mientras corría.

Los choques de espada habían cesado pero los nadros rojos seguían rugiendo. ¿Habrían matado a los Guardias de Ató?, se preguntó Shaedra, horrorizada.

Sintió que el miedo le daba alas. Su jaipú se difundió por todo su cuerpo y lo utilizó mecánicamente para correr aún más rápido. Pero, ¿dónde estaban Aleria y Akín?

Miró hacia atrás. Corrían, pero no suficientemente rápido. Al menos no si los nadros rojos decidían perseguirlos. Por primera vez en su vida se dio cuenta de la enorme diferencia entre correr rápido y correr realmente rápido. Una diferencia tan grande como la que había entre la vida y la muerte. Se detuvo en seco y esperó a sus amigos, mientras observaba con intensidad el bosque frondoso. No se veía nada. Pero se oía. Chillidos parecidos a los de las águilas blancas que aparecían en el valle en el mes de la Amargura.

Tuvo un escalofrío. Nadros rojos, pensó. Intentó recordar. Jamás había visto uno en su vida. Al menos, no uno que estuviese vivo, se corrigió, recordando los Guardias arrastrando los cuerpos de los nadros para quemarlos, según la tradición, para destruirles el alma y restablecer el orden de las energías.

—¡Shaedra! —le gritaba Aleria mientras se acercaba, jadeando—. ¿Qué haces ahí parada? ¡Corre!

Shaedra pensó una última vez que aquella habría sido una oportunidad para ver a un nadro rojo. No subían a los árboles, ¿cómo podría temerlos? Pero no estaba sola, estaba con sus dos amigos, y no tenían que desperdiciar el tiempo.

Corrieron hasta los lindes del bosque y siguieron corriendo hacia la ciudad de Ató, hasta que sintieron que el mundo se reducía al latido frenético de sus corazones.

Los nadros rojos salieron del bosque antes de que llegasen a las primeras casas y Shaedra no lamentó haber huido: esas criaturas, aunque no muy grandes, parecían hechas de escamas y músculos. Con un único vistazo hacia atrás, entendió que estaban a salvo. Los Guardias de Ató habían salido a defender la ciudad. Sintió una profunda admiración por el coraje que los movía mientras seguía corriendo, esta vez detrás de Aleria y Akín. Cuando hubieron llegado a las primeras casas, empezaron a dispararse flechas. Shaedra observó a un enorme elfo oscuro que se cruzaba con ellos con un garrote entre las manos. Sus ojos brillaban de un destello extraño mientras se fijaban en las criaturas de escamas rojas y cola llena de púas. Shaedra adivinó su propósito: pretendía defender la ciudad y aumentar su popularidad. Pues con ese tamaño de orco negro no le sería difícil, pensó.

Cuando estuvieron en la Calle del Sueño, subieron con más tranquilidad, respirando entrecortadamente. Como los padres de Akín y Aleria se estarían preocupando, Shaedra los vio volver a sus casas respectivas, tras decirles un «hasta mañana». La batalla, sin embargo, no había terminado.

Cuando estuvo sola, Shaedra se precipitó hacia el tejado más cercano, subió pegando un bote y agarrándose a una viga, y corrió hasta la torre de vigía más cercana. Trepando por un lado de la torre, garras para afuera, alcanzó coger la última presa, se colocó en el borde de una ventana a medio camino y giró la cabeza hacia el sur.

Había quizá veinte nadros rojos aún vivos. Unos cinco tenían las púas en llamas y sacudían la cola contra sus adversarios, furiosos. Los demás parecían demasiado exhaustos para llamear la cola.

Frente a ellos había quizá treinta Guardias de Ató, respaldados por ciudadanos cekals, antiguos Guardias, mercenarios o aventureros. Shaedra sonrió. Cuando los garramuertos llegaban, no había una ciudad tan protegida como Ató.

Pero ¿por qué estaban esos nadros rojos de ese lado del río? ¿No se suponía que venían por el otro lado? Se habrían extraviado algunos, pensó. Los grupos de nadros rojos que aparecían por Ató no solían ser más de cincuenta. Hacía dos años, sin embargo, se había acercado una tropa de más de setenta nadros rojos, los Centinelas los habían perdido de vista un momento y los habían vuelto a encontrar al norte de Ató: habían querido pasar de largo y seguir el valle sin atacar la ciudad. Pero habían caído sobre un grupo de Legendarios. Los Legendarios eran guerreros aguerridos y se habían defendido como fieras. El Mahir de Ató envió a los Guardias de Ató y la tropa de nadros rojos fue despedazada y aniquilada. Ese era el último combate del que todo el mundo, en Ató, había oído hablar.

El combate de aquel día no fue tan grandioso pero, por tener lugar tan cerca de la ciudad, impresionó a la gente. Muchos habían salido a la calle para observar el conflicto. Shaedra vio que la Neria, el pensil de la Pagoda, estaba llena de ojos atentos. Los snorís y kals de la biblioteca, alertados, habían asomado todos la nariz para contemplar a los nadros rojos.

Los nadros rojos, que otros llamaban garramuertos, eran criaturas feas, rojizas y escamosas y rematadamente tontas. Se dejaban llevar por su instinto, saltaban, corrían, embestían e intentaban huir. Pero la huida era inútil: estaban cercados.

Shaedra observó que caían uno tras otro… de pronto hubo un ruido de golpe en la ventana y se giró bruscamente. Un vigía le hacía un gesto para que se marchara: le estaba impidiendo ver desde la ventana. ¿Acaso necesitaba mirar desde la ventana si tenía una gran terraza arriba de dónde podía verlo todo mucho mejor? Bueno, ya había visto a bastantes nadros rojos en su vida.

Soltando un suspiro, hizo un gesto para disculparse y saltó al tejado de abajo. Se dirigió hacia la taberna del Ciervo alado.

Cuando llegó, la taberna estaba llena de gente. Todos hablaban del combate. Parecía que todo el barrio había acudido para enterarse de las últimas noticias.

—¿Así que sólo era una especie de destacamento? —preguntaba un joven kal.

—Vendrán más —aseguró un parroquiano con una pinta en la mano—. Esos eran unos perdidos. Los demás vienen por el otro lado del Trueno.

—¡No me extrañaría que Brínsals se convirtiese en Guardia de Ató! —aseguraba otro más lejos.

—Con ese garrote, preferiría no encontrármelo en el camino —bromeó un caito.

Shaedra entendió que Brínsals era aquel elfo oscuro enorme que parecía tener sangre de gigante en las venas.

—Oí decir que el chico venía de las Hordas —intervino uno.

—¿El chico? ¡Yo no lo llamaría así! —rió Tanos el Borracho. Hasta él parecía más sobrio que normalmente.

—Yo oí decir que mató a un troll solito —terció un faingal. Shaedra lo conocía de vista, se llamaba Yrasiuth, y cada vez que iba al Ciervo alado llevaba algún instrumento nuevo y tocaba durante horas, sentado en un taburete con los pies colgando sin llegar a tocar el suelo. Aquel día, sin embargo, no parecía haber llevado ningún instrumento. De todas formas, con el barullo que había, nadie lo escucharía.

De pronto, Shaedra oyó un grito. Había ido ralentizando a medida que avanzaba en la taberna para oír lo que se decía y había llegado al mostrador. Cuando levantó la cabeza vio que la que había gritado era Wigy.

Y la miraba con aire horrorizado.

—¡Shaedra! —le dijo—. ¡Menudo susto me has dado! Creí que te habían cogido los nadros rojos. Por todos los dioses, ¡ven aquí! No te me escaquees ahora. ¡Ay, maldita, no sabes el miedo que he pasado por ti! ¿Pero dónde estabas pues?

Wigy había corrido hacia ella y la estrujaba ahora entre sus brazos mientras los demás se reían y bromeaban.

La guió dentro de la cocina y Shaedra, formal, se sentó a la mesa mientras Wigy le soltaba un sermón. Afortunadamente había muchos clientes y no había tiempo para alargar las reprimendas. Shaedra, para no atemorizarla más, no le dijo que había estado todavía más cerca de los nadros rojos de lo que se imaginaba. Wigy era una exagerada. Podría haber estado tranquilamente sentada en la biblioteca, le habría echado el mismo sermón de vuelta a la taberna.

En fin, no había tiempo para más charla. Satme corría de aquí para allá, Kirlens preparaba su sopa… Wigy se puso a atender a los clientes como pudo y Shaedra hubiera querido ayudarla, sobre todo para oír lo que decían del combate, pero tuvo que quedarse sentada a la mesa pelando patatas y zanahorias. Qué remedio.

Los vozarrones y las risas redoblaban cada vez que Wigy o Satme abrían la puerta. Kirlens se había ido al mostrador, dejándole a Shaedra el cuidado de vigilar la sopa mientras él vertía cerveza, vino, agua y todo tipo de líquidos en los jarros y oía las discusiones de los parroquianos. ¡Qué envidia!

Aislada en la cocina, casi se le pasó la hora y tuvo que levantarse de un bote para retirar el puchero de sopa del fuego. Fue sirviendo en los platos y Satme y Wigy se encargaron de llevárselos a los clientes que cenarían ahí.

Afuera, hubo una explosión de risa apagada por la puerta entornada. ¿Dónde estaría Taroshi?, se preguntó de pronto. ¿No habría intentado ir a ver los nadros rojos, verdad? Casi sintió una pizca de preocupación. Desgraciadamente, en aquel instante, apareció el niño en el marco. Tenía en la mano un arco demasiado grande para él y un carcaj con una sola flecha. La segunda flecha estaba ya colocada en el arco.

Shaedra agrandó mucho los ojos y se quedó pasmada, las manos en las anillas del puchero.

El niño tenía una sonrisa mala en los labios. No sólo era un niño cabrón, pensó súbitamente Shaedra. Era un niño loco. Pese a los intentos de Kirlens, jamás podría salir de eso una persona normal.

Cuando Taroshi disparó la flecha, Shaedra estaba demasiado atónita para moverse. Afortunadamente, Taroshi tenía de arquero lo que Shaedra de herrera, y la flecha salió torcida, chocándose contra la mesa y rebotando contra el suelo.

Fue entonces cuando Shaedra reaccionó. En realidad, tuvo que hacer un esfuerzo para que la ira no la paralizara del todo. Jamás había sentido un horror tan fuerte contra un niño. Marelta le caía cien mil veces mejor. Ella nunca le dispararía una flecha. Taroshi, en cambio, le había disparado una y lo peor era que parecía tomárselo con seriedad porque en aquel momento levantaba la mano para coger su segunda flecha. Tenía una sonrisa en los labios. La misma que cuando se divertía jugando.

Shaedra dejó el puchero y pegó un bote majestuoso hacia Taroshi. Evitó la segunda flecha, que por cierto iba directo hacia ella aunque con poca fuerza, le cogió el arco, lo tiró al suelo y, para inmovilizarlo, le torció el brazo y le hincó la rodilla en la espalda. Los ojos verdes le relucían de una rabia casi enfermiza.

Taroshi gritaba de dolor, como un cerdo.

—Cállate —le dijo con sequedad—. Esta es la última vez que te hablo así que aprovéchalo. Te voy a decir una sola cosa: deja de hablarme, deja de mirarme siquiera. Puedes estar seguro de que si te caes en un pozo no derramaré una lágrima.

Lo soltó en el momento en que se abría la puerta. Finalmente Kirlens había podido oír los gritos de Taroshi.

—¿Qué ocurre? —preguntó el tabernero, mirando la escena con perplejidad.

Por un instante, Shaedra quiso decirle: “este niño no debería andar suelto. Enciérralo con cadenas, Kirlens. Ha intentado matarme.” Pero algo se lo impidió. ¡Kirlens había tenido ya tantas desgracias! Y parecía tan cansado, últimamente, que a Shaedra le dolía el corazón nada más imaginarse la cara que pondría si se enteraba de que Taroshi, su hijo, estaba loco.

—¡Me ha roto el brazo! —se quejó enseguida Taroshi, llorando.

Shaedra rechinó de los dientes.

—No se lo he roto. Además, estaba jugueteando con tu arco, Kirlens. Este niño es un peligro.

No le había mentido, sólo le había omitido la peor parte. Nada más. Y, pese a su orgullo, Taroshi no era lo suficientemente tonto como para decir que no sólo había tenido intenciones de juguetear. Sus ojos se posaban en ella, escrutadores, como intentando averiguar por qué había mentido a Kirlens.

Sin una palabra, el tabernero recogió el arco y las flechas y le cogió la barbilla a su hijo con ternura.

—Deja ya de jugar con armas, hijo mío. Estas cosas son peligrosas. Este arco te lo daré cuando seas mayor. Por el momento sé bueno y ven a ayudarme en el mostrador. Shaedra, puedes tomarte un descanso. Has debido de tener un día completo.

Le sonreía, tan amable como siempre. Shaedra asintió, con la garganta seca y se retiró. Tenía ganas de gritar. Subió las escaleras y se encerró en su cuarto, abrió la ventana y pronto estuvo de vuelta a su escondite, en la terraza llena de barriles vacíos y rotos.

¿Qué le había dado más miedo aquel día?, se preguntó, mientras ataba una cuerda a un poste. ¿Los nadros rojos o Taroshi? Dio un bote y agarró la otra extremidad de la cuerda a la viga. Los nadros rojos habían estado a punto de atraparlos. ¡Pero Taroshi vivía bajo el mismo techo desde hacía tantos años! Él era el que le daba más miedo, concluyó. Los nadros rojos eran monstruos, muy diferentes a los saijits. Taroshi era un saijit, pero era un monstruo también.

Fue andando por la cuerda, dando rienda suelta a su jaipú. Suminaria decía que el jaipú nunca tomaba ninguna rienda. Decía que sólo se podía controlar. Pero Shaedra, en aquel momento, no se preocupaba del jaipú ni de los nadros rojos ni de Jaixel.

La invadía rabia por la mala suerte de Kirlens. Había tenido dos mujeres y dos hijos. La primera mujer, una elfa de la tierra, “la más hermosa criatura del mundo”, según Kirlens, había muerto de sobreparto. La segunda, una elfa oscura, ni siquiera se había realmente unido al tabernero y se había marchado al de un tiempo de nacer Taroshi, y no había vuelto. Kahisso, el hijo mayor, tampoco había vuelto desde hacía años porque al parecer había tenido problemas con las autoridades de Ató. Y, para acabar de meter el clavo en la herida, Taroshi resultaba estar más que chiflado.

Al lado de esas miserias, entendía que Kirlens soportase a Wigy con una paciencia increíble. De pronto, Shaedra sintió una oleada de cariño. Al fin y al cabo, Wigy era lo que más se acercaba a una hermana. Era una bocazas, era una maniática, pero era un alma bondadosa.

Como el cielo empezaba a oscurecerse, volvió al cuarto y se puso el camisón para meterse en la cama. Cuando oyó unos golpecitos en la puerta aún estaba despierta, leyendo el libro sobre los Monjes de la Luz que había cogido en la biblioteca.

—¿Shaedra? ¿Has cerrado la puerta?

Sí, había atrancado la puerta. Por culpa de ese tarado de Taroshi. Shaedra fue a abrir y Wigy se deslizó en el cuarto.

—No sabía que la cerraras de noche —dijo—, ¿es por los nadros rojos? No te preocupes por ellos, ya están requete-muertos. Y para siempre. Hay una enorme fogata junto al bosque. Están quemándolos todos.

Shaedra puso los ojos en blanco. Ya estaba intentando buscarle un punto de debilidad para reconfortarla. Lo que la sorprendía era que hubiese subido a su cuarto para darle las buenas noches. En un día normal habría hecho todo lo posible para echarla rápidamente: los comentarios de Wigy la exasperaban, pero se sintió tan sola en aquel instante que quiso que se quedara un momento, y aunque no salió de su asombro al hacerlo, se le agolparon todos los eventos de aquellos últimos días y, en un arranque, se tiró en los brazos de Wigy abrazándola fuerte.

Wigy se emocionó mucho, más de la cuenta la verdad, porque se puso a llorar mientras le acariciaba el pelo y le daba palmaditas en la espalda.

—Estás aquí conmigo y nadie nos atacará, Shaedra —me aseguró—. Te lo prometo.

¿De veras?, pensó Shaedra, irónica. Se separó de ella y vio que aún tenía lágrimas en los ojos. A veces, Wigy la exasperaba o la ofuscaba. Otras veces, le hacía una tremenda gracia.

Aquella vez, sintió un poco de todo eso, más una profunda paz en el alma.

—Wigy —le dijo—. Tú eres una buena persona. Por eso te quiero.

Esta vez, fue Wigy quien le dio un abrazo. Parecía un cuento dramático, pensó Shaedra, de pronto volviendo a la realidad.

—Sé que tú también puedes llegar a ser una buena persona, Shaedra —le dijo Wigy, la voz temblorosa—, lo supe desde que llegaste. Sólo necesitas un poco de tiempo y de paciencia, porque a veces tienes mal genio, admítelo —sonreía maternalmente. Shaedra contuvo un inmenso suspiro—. Bueno —dijo—, había venido a darte las buenas noches. Y no te preocupes, no hace falta que corras el cerrojo —le dio un beso en la frente y se detuvo en el marco—. Buenas noches, Shaedra.

—Buenas noches.

La puerta se cerró y Shaedra, por no parecer una histérica, la dejó sin atrancar. Se acostó en la cama, cogió el puñal con el que había cortado la ramilla para Dolgy Vranc y lo escondió debajo de la almohada. Cerró los ojos y sonrió para sí. Ahora dormiría mucho más segura.

Pronto se durmió y soñó con inmensos pájaros multicolores que soltaban cantos hermosísimos muy parecidos a la música del faingal Yrasiuth. Volaban libres y muy alto bajo los rayos del sol.

10 La rosa blanca

Los días transcurrían sin grandes incidentes. Shaedra y sus compañeros pasaban toda la mañana con el maestro Áynorin, aprendiendo cosas nuevas cada día. A la tarde, iban todos a la biblioteca a hacer los deberes, y Suminaria seguía intentando explicarle a Shaedra lo que ella sabía. Sin embargo, era una de esas personas impacientes que esperaban obtener un éxito rotundo a la primera y Shaedra la tuvo que decepcionar un sinnúmero de veces antes de asimilar cada una de las cosas que le enseñaba.

Hacia las seis de la tarde, al fin, podían relajarse e ir a jugar, aunque no volvieron más que una vez a Roca Grande: aquel sitio ya no era el suyo. Pero Shaedra no se entristeció mucho de haber dejado la etapa de nerú. A las seis, salían de Ató y recorrían los bosques y las praderas, los campos y las pequeñas colinas que rodeaban la ciudad.

Suminaria no se unía a ellos para esas exploraciones, porque a esas horas su tío Garvel la esperaba para ir a cenar. Costumbres de tiyanos o costumbres de Aefna, ¿qué importaba? El caso era que nada más salir de la biblioteca se marchaba a su casa y no volvía a salir hasta la mañana siguiente.

Aleria, ella, tampoco venía siempre, porque era tan acaparadora de libros, que tenía que dedicar horas y horas de lectura en un día para poder devolver los libros en su plazo. Aun así, a veces solía acompañarlos con un libro en la mano y mientras Shaedra y Akín iban explorando la naturaleza, ella se sentaba a la sombra de un árbol y se ponía a leer, y hasta que ellos no regresaban para decirle que volvían a Ató o hasta que la luz dejase de iluminar las líneas lo suficiente, no se movía de ahí.

Entretanto, Akín y Shaedra iban observándolo todo. Shaedra reconocía todo tipo de plantas e iba enumerando sus propiedades mientras Akín recolectaba bayas comestibles. Se atiborraban, bromeaban, corrían y se inventaban historias, tomándose por aventureros. Cada árbol se convertía en un monstruo. Se inventaban suelos movedizos, trampas y todo tipo de ataques. A veces iban tan en tensión que cada ruido los hacía sobresaltar y reírse a la vez. Solían encontrarse con Salkysso y Kajert y se divertían como nerús, haciendo alianzas para atacar una manada de trolls, poniéndose espalda contra espalda, rodeados de monstruos, mientras el cielo se oscurecía poco a poco.

Salkysso asumía su papel de arquero a la perfección. Kajert era el guerrero, el único que llevaba una armadura que, se suponía, era de marfil negro indestructible, aunque en realidad sólo era un pequeño amasijo de hojas y ramillas entrelazadas. Todos habían acabado por llamarlo Kajert el Dragón porque, cuando lo deseaba, podía parecer realmente un guerrero cofrade de los Dragones. Sin embargo, Shaedra, que empezaba a conocerlo mejor, sabía que no tenía el alma de un guerrero. No soportaba ver sangre, y aunque por lo demás no era ningún miedica como Aryes, tenía aficiones curiosas: le gustaba leer libros de botánica. Era un aficionado de las plantas y Shaedra había acabado por darse cuenta de que lo que ella sabía no era nada en comparación con la ciencia que Kajert poseía sobre las plantas. ¿Quién lo habría imaginado?

Galgarrios, por su parte, se había convertido en algo así como un amigo inseparable. Era asombrosa la capacidad de inventiva que tenía a la hora de jugar a estar metido en los bosques de Hilos, cazando monstruos.

Así que solían estar cinco, seis si Aleria renunciaba a sus libros por un momento, recorriendo las colinas circundantes, tratando de esconderse de lobos, de arañas, de nadros, y cayendo sobre ellos, sorprendiéndolos y haciéndolos huir. Hasta un día habían tenido que huir realmente de un granjero que los estaba echando de su campo, armado con una guadaña. Sus perros los habían seguido hasta el final del campo.

Shaedra había cometido el error de subirse a un árbol. Se había quedado ahí encaramada durante una hora, hasta que el granjero se dignara a acercarse para hacer callar a sus horribles perros. Shaedra había intentado disculparse pero el granjero tenía pinta de amargado descorazonado y tan sólo le dijo que se fuese rápidamente si no quería que llamase a los Guardias para que la sacasen de ahí y la encerrasen por estar atravesando sus campos. Shaedra había bajado del árbol y salido de ahí despavorida, no sin antes dirigirles a los perros y al amo una mirada asesina, como diciendo: “¡me volveréis a ver, sucios trolls!”

Un hombre estrecho de miras que no había sabido jugar en su vida, ¿qué lección le podía dar? En los días siguientes ella y sus compañeros evitaron pasar muy cerca de los campos y de las granjas por precaución.

Shaedra no volvió a hablar con sus amigos del Amuleto de la Muerte, ni de Murri, ni de nakrús. No quería que se preocupasen por nada. Al fin y al cabo, Jaixel el lich viviría en los Subterráneos, muy lejos de ahí. Murri, al irse, parecía haberse difuminado en sus recuerdos otra vez… Y además, los días estaban tan cargados que no había tiempo para darle vueltas a una misma historia. Shaedra recordaba que Aleria le había dicho que aquel libro enorme de hierro peludo lleno de leyendas hablaba de liches, pero no había vuelto a hablar de ello y Shaedra no sacó el tema, temiendo que Aleria se plantease en serio leerse ese volumen enorme que, más que contener leyendas de monstruos, era un monstruo en sí.

Algunos días, cuando llovía y el cielo estaba plomizo, en vez de ir a jugar afuera, iban a casa de Dolgy Vranc. El semi-orco parecía apreciar la presencia de los tres snorís y les iba contando historias mientras iba construyendo sus pequeños juguetes. Shaedra se había quedado fascinada por la atención y el cariño que ponía en hacer sus artículos.

Un día en que estaban sentados en el sofá, tomando una infusión y comiendo unos pastelitos deliciosos, Dolgy Vranc se había puesto a enseñarles cómo se realizaba un atrapa-colores.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Akín, inclinándose hacia el objeto.

Dolgy Vranc se complacía con la atención de los tres muchachos y dejó el juguete en sus manos mientras dedicaba su atención al nuevo atrapa-colores que estaba creando.

Shaedra cogió el objeto y lo acercó. Tenía forma cúbica y era blando, con casillas que parecían celdillas de un panal de miel. Cuando uno apretaba una, se ponían a vibrar otras casillas. Shaedra había visto a algún niño con un juguete de esos, pero jamás se había preguntado para qué servían y de dónde salían.

—¿Y qué se supone que hay que hacer con eso? —preguntó, intentando que su pregunta pareciese del todo educada, aunque sabía que el semi-orco no era de la clase de los susceptibles.

—¿Nunca tuviste uno? Es un atrapa-colores. El nombre debería darte una pista.

—¿Se atrapan colores? —propuso, enarcando una ceja.

—Ahá. Si consigues atrapar algún color, puedes pintar el morjás de ciertas superficies. Los padres prefieren ver a sus niños pintando con un atrapa-colores que con un verdadero lápiz de color, porque la pintura se va al de unas horas. Les resulta menos enervante y no tienen que limpiar nada. El inconveniente es que luego los niños no se dan cuenta de si tienen un lápiz de color o un atrapa-colores, pero lo importante es que se vende bien.

Sonrió mientras volvía a la concepción del juguete.

—Sí, ¿pero cómo los haces? —repitió Akín.

El tiempo de suspense había sido el suficiente, Dolgy Vranc se puso a explicarles su método para fabricar un atrapa-color.

Sentada tranquilamente en el salón, mientras caía afuera el aguacero, Shaedra se sintió repentinamente feliz. Dolgy Vranc le caía bien y encima ¡cómo adoraba su trabajo! En cada etapa de su explicación, su voz traicionaba su emoción. Él era el inventor de casi todos los juguetes que ponía en venta. Era un maestro en lo que hacía. Esculpía pequeñas estatuas, hacía muñecas, bolas deslizantes, alfombras minúsculas que saltaban más que volaban a ras de suelo disparando rayos de luz… Ahora Shaedra sabía de dónde venían esos objetos con los que se paseaban algunos niños en el mercado, en las plazas, en la Neria.

Cuando volvía a la taberna del Ciervo alado, se encontró con Sain el comerciante en el camino.

—Hola, pequeña. Me alegra volver a verte.

Shaedra ladeó la cabeza. Recordó que hacía semanas que no lo veía por la taberna. ¿Qué le habría ocurrido?

—Hola, Sain. Espero que no te habrás cabreado conmigo por lo que te dije la última vez.

Sain negó con la cabeza.

—No, qué me voy a cabrear contigo, pequeña. Más bien he venido a disculparme yo antes de que me vaya. No debí haberte pedido que infringieras la ley, sobre todo a ti.

Shaedra agrandó los ojos.

—¿Te vas?

Asintió con la cabeza.

—He estado mucho tiempo aquí. El aire empieza a estar cargado.

Shaedra se sintió abandonada. Se dio cuenta, de pronto, de que Sain, para ella, no había sido solamente un comerciante sospechoso ni un bocazas vulgar, sino que, de algún modo, lo había llegado a considerar como a un pariente o un amigo.

—Te he comprado esto para que no te olvides de mí, Shaedra. Buena suerte.

Le metió un paquetito en la mano, le dio una palmadita en el hombro y se fue, torciendo hacia la Transversal y desapareciendo de su vista rápidamente. Shaedra recordó todos los buenos momentos que había pasado a su lado. Las historias que le había contado, los juegos y las bromas que le hacía… ¿Por qué tenía que irse ahora? Inexplicablemente, le dolía la garganta.

Los ojos perdidos en los recuerdos, no se dio cuenta de que se había quedado inmóvil en medio de la calle y que se le venía encima un hombre llevando una carreta llena de barriles.

—Apártate, Sabandija.

Así la apodaban algunos, y Shaedra contestaba normalmente con toda la verba posible. Wigy había dicho un día que tenía una lengua de víbora, pero ella no lo decía con maldad. El hombre aquel, sí. Y sin embargo, Shaedra se apartó y lo dejó pasar sin una palabra. Porque aquel día había perdido a un amigo y no estaba de humor para atender a una persona que parecía odiarla simplemente porque era diferente.

Entonces un peso en su mano le recordó que Sain le había dado un regalo. Quitó el papel y sacó una cajita azul. Dentro, había una rosa blanca. Un recuerdo resurgió en su memoria, límpido pero frágil como una gota de agua.

La taberna estaba vacía y Sain le había dicho que le iba a contar una historia que sólo unos pocos conocían. En la historia, había una niña que iba encontrando rosas blancas por su camino. Las rosas la guiaban y la mantenían en vida pese a lo arriesgada que era la misión de la niña: despertar a la Naturaleza en los Subterráneos y traerla otra vez a la Superficie.

“Y cuando todo parecía perdido, una rosa blanca apareció, iluminándole el camino. No hacía falta luz verdadera. La niña cogió la Naturaleza, se apartó de la Oscuridad y pronunció un nombre. Cuando lo hizo, se desmayó largo tiempo. Y cuando se despertó, lo primero que vio fue que estaba en una pradera llena de rosas blancas. Había crecido la hierba, los bosques tenían hojas. La Naturaleza había vuelto a la vida y la niña con ella. Así que recuerda, pequeña: una rosa blanca siempre te lleva por el camino correcto.”

Las lágrimas le caían por las mejillas, pero sonreía. Sain era mucho más que un simple gruñón malhablado. Y todo lo que era, lo acababa de perder.

No, se corrigió, enjuagándose los ojos, no lo había perdido todo. Sain le había dejado una rosa blanca. Acarició los pétalos blancos con la yema de un dedo. ¿Cuándo se marchitaría? Quién podía saberlo. Quizá fuese una flor encantada. Pero ésta no se la llevaría a Dolgy Vranc, porque si había una sola persona que tenía que saber cuál era su camino correcto, ésa era ella.

11 La Piedra del Fuego

“¡Corre, Shaedra!” El grito de Marelta resonaba y retumbaba extrañamente en el pasadizo de piedras. “¡Corre!” le gritaba, y se reía con unas enormes carcajadas, los ojos brillantes de maldad, mientras la miraba correr, detrás de unos monstruos horribles hechos de sombras, garras y colmillos. Poco a poco, la voz de Marelta se fue transformando en un sonido espantoso. Sin explicárselo, supo de inmediato que era la risa del lich que la perseguía y la perseguía… Shaedra corría a toda velocidad, atragantándosele el aire en los pulmones. Le quemaba la garganta como si hubiese tenido brasas agarrándose a ella. Corría en una caverna oscura cuando de pronto desembocó en unas marismas. Más allá había un bosque enorme. Pero Shaedra se quedó en las marismas porque en ellas estaban de pie dos ternians, sobre una gran roca. Murri y Laygra. No la miraban. Estaban inmovilizados como estatuas, con unas muecas de dolor. A Shaedra le pareció que se le moría algo dentro…

Se despertó con el corazón latiéndole muy deprisa. Abrió los ojos enseguida. Malditos sueños.

Mecánicamente, pensó que tenía que moverse, se vistió, cogió su mochila, y bajó a la taberna. No vio a Wigy en ninguna parte así que cogió un bollo y salió sin haber pronunciado aún una sola palabra.

Mientras subía el Corredor, disfrutó del día que se anunciaba. El cielo clareaba, Ató se desperezaba, y la gente abría los ojos otra vez. Shaedra entró en la biblioteca para dejar el libro que acababa de leer y coger el siguiente que había apuntado en su lista de libros interesantes. Desde su escritorio, Rúnim le dedicó una leve sonrisa.

—Buenos días, Shaedra.

—Buenos días, Rúnim, ¿qué tal la muela?

El día anterior le habían tenido que arrancar una muela podrida. No tenía que haber sido muy agradable.

—De maravilla. Ya no me duele. ¿Y tú, qué tal con los estudios?

—Ahí van —contestó Shaedra con una gran sonrisa—. Vengo a devolver la Historia de la energía esenciática, y a coger el libro Mantenimiento del equilibrio del jaipú si es posible.

Rúnim asintió y sacó su libro de cuentas, tachando y escribiendo.

—¿Te pareció interesante el libro? —preguntó.

Shaedra asintió fervientemente.

—Mejor que el anterior. Parece que el escritor se ha esmerado en que uno no pierda el hilo.

Rúnim sonrió y asintió.

—Tuve la misma impresión al leerlo. Sakvi Méldarrion es uno de mis escritores preferidos.

Shaedra sintió otra vez que Rúnim la aconsejaba de maravilla. Meses atrás le había dado una lista de libros que a ella le habían parecido instructivos, Shaedra le había seguido al pie de la letra y rápidamente había sacado la conclusión de que Rúnim podría hacer una Archivista Mayor mucho más adaptada, eficaz y simpática que el actual.

—Vuelvo enseguida —le dijo.

Shaedra fue a devolver el libro en la Sección Celmista, y no tardó mucho en encontrar el Mantenimiento del equilibrio del jaipú que tenía fichado desde hacía un rato.

Cuando volvió, Rúnim le hizo un gesto para que se acercara y le habló en voz baja.

—Acaba de pasar Eddyl Zasur, ¿te lo has cruzado en la Sección Celmista?

Shaedra, con el ceño fruncido, negó con la cabeza.

—Dicen que será el próximo Dáilerrin y que Payus se marchará.

Shaedra agrandó los ojos. Obnubilada por el aprendizaje, había olvidado completamente qué día era aquel. ¿Cuántos días quedarían para el primer Jabalina del mes de Riachuelos?

—Hoy estamos al… ¿quinto Drusio? —interrogó, tratando de acordarse.

Rúnim soltó una risita, lo que era raro en ella cuando estaba dentro de la biblioteca.

—Hoy es quinto de Garra. Del mes de Tablonas —añadió, bromeando—. Me temo que estás muy metida en tus estudios. Deberías relajarte un poco.

Shaedra se ruborizó y se encogió de hombros.

—Para serte sincera, Rúnim, no me meto tanto en los estudios como otros.

Era verdad. La mayoría de sus compañeros snorís llevaban unas semanas con más nervios que unos conejos acechados. Aleria era una de las peores, Aryes la seguía de cerca, Laya, Marelta y Revis se agitaban como pulgas… En fin, los únicos que parecían estar más o menos tranquilos eran Akín, que siempre guardaba su humor pese a sus resultados catastróficos, Suminaria, que era la serenidad en persona, y Yori que, por arrogante, aseguraba que él no necesitaba estudiar, aunque Shaedra estaba segura de que en su casa trabajaría como un enano. Ah, y claro, Galgarrios, que nunca en su vida debía de haberse sentido presionado por el nerviosismo.

—Sé que conseguirás las pruebas con un buen resultado —la animó Rúnim.

—Eso espero. ¿Pero qué decías de Eddyl Zasur? —preguntó Shaedra—. ¿Por qué crees que Payus no va a ser reelegido?

—Porque Eddyl Zasur quiere ser elegido —susurró. Hizo una mueca pensativa y se enderezó—. Será mejor que vayas antes de llegar tarde.

Shaedra evocó en su recuerdo la cara de Eddyl Zasur, un elfo oscuro de unos cincuenta años, con nariz siempre fruncida y expresión severa. Una persona que llevaba la vida medrando, desprovisto de todo humor.

Shaedra puso el libro en su mochila naranja, diciendo pausadamente:

—Pues yo prefiero que se quede Payus, porque aunque es un vago, tiene imaginación. Eddyl no me da la impresión de ser un hombre con imaginación.

Encogiéndose de hombros, la dejó que meditase sus palabras, soltándole un:

—¡Cuida esos dientes!

—¡Y tú cuida mi libro! —replicó Rúnim.

Rúnim era un personaje curioso y no se llevaba bien con todo el mundo. A decir verdad, no tenía muchos amigos, ni tampoco muchos enemigos. Uno de los razonamientos simples pero no del todo falso habría consistido en decir que sus amigos eran los que respetaban y cuidaban sus libros y que sus enemigos eran los que hacían exactamente lo contrario. Como muchos alumnos temían la furia del Archivista Mayor, Rúnim solía no llevarse mal con nadie.

Shaedra había empezado por ser una enemiga suya potencial: un día se le había caído un libro ante Rúnim. ¡Horror! Rúnim se había puesto lívida de ira. Afortunadamente Shaedra, quien había indagado un poco sobre la personalidad de la bibliotecaria, había reaccionado disculpándose inmediatamente y proponiéndole que la castigase por su “falta imperdonable”. El rostro de Rúnim se había suavizado, pero no tanto como para no imponerle un castigo, y así era como Shaedra había empezado a colaborar con ella para ordenar la biblioteca y llevar libros de la Sección Celmista a los nerús que poseían recomendación. Al principio, Rúnim la miraba sin una palabra, pero la volubilidad de Shaedra le había hecho un poco más parlanchina y finalmente había resultado que Rúnim podía ser una persona agradable además de una bibliotecaria celosa de sus libros.

Se habría podido pensar que Aleria y Rúnim se llevarían todavía mejor. Hubiera podido haber sido, pero por una serie de casualidades habían llegado a una neutralidad tácita inquebrantable. La razón estaba en que Aleria y Rúnim tenían gustos muy diferentes por los libros. Mientras que Aleria prefería los libros técnicos y rigurosos, Rúnim prefería los libros poéticos y libres. Ahí estaba la pura, estricta y ridícula razón. Shaedra ya había intentado razonar a Aleria, pero no alcanzaba ésta a perdonarle a Rúnim su desprecio hacia tal libro o tal escritor. Shaedra había acabado por rendirse, aunque no entendía cómo podían existir entre la gente rencores tan ilógicos. Le recordaba un poco a la enemistad nata entre Jans y Akín. ¡No había una persona en Ató que no se llevase mal con alguien! Hasta Shaedra no se libraba: la mezquindad de Marelta la irritaba profundamente, y aunque se divertía contestándole réplicas mordaces, Marelta parecía una oradora incansable y Shaedra solía acabar rabiando, alejándose de aquella perturbadora implacable que inexplicablemente la había tomado con ella.

Salió de la biblioteca y se dirigió hacia la Pagoda Azul a paso firme. Aún quedaban unos diez minutos para empezar la lección, pero cuando entró en la arena ya estaban casi todos, estresados y silenciosos.

—Animaos un poco —soltó Yori—. Parece que os van a enterrar mañana.

Marelta y Aleria le soltaron al mismo tiempo una mirada asesina y Shaedra vino a sentarse junto a Akín y Galgarrios, saludándolos, mientras Aleria y Marelta se enfadaban con Yori. Debía de haber estado soltando varios sarcasmos seguidos y había alcanzado la línea límite.

Los demás estaban medio despiertos. Ozwil tenía ojeras y parecía que se había pasado toda la noche estudiando.

—¿Creéis que será difícil, este año? —preguntó Shaedra.

Akín se encogió de hombros.

—Y quién sabe.

—No tendría sentido que nos pusiesen algo muy difícil —razonó Suminaria.

Shaedra asintió, aunque se preguntó qué era para Suminaria algo difícil. Aun así, pensó que este último año había hecho muchos avances en comparación con Suminaria. Tal vez el jurado se viese generoso.

Las pruebas del primer año snorí eran las siguientes: el alumno tenía que pasar unos exámenes teóricos y luego unos exámenes prácticos. Los exámenes teóricos duraban dos días, los exámenes prácticos tres días. Al término de esos exámenes, daban una nota final algo arbitraria en que elegía el jurado qué rama era tu especialidad. Al año siguiente, se hacían otros exámenes en relación con los del año anterior y el jurado decidía si el snorí podía convertirse en un kal de la Pagoda Azul o no.

Y esas pruebas empezaban dos días después de la elección del nuevo Dáilerrin, es decir, que tenían cinco días para estudiar todo lo que podían. Shaedra, sin embargo, pasaba ampliamente de lo que se suponía que tenía que hacer. Leía, pero eran libros que ni siquiera le había recomendado un maestro, se entrenaba con las energías pero sabía que no actuaba como le pedían. El maestro Áynorin había intentado explicarle que el jaipú no tenía ningún espíritu aparte: según él, nadie podía comunicarse con las energías, se controlaban y punto. Suminaria le había dicho lo mismo. Aleria le decía que perdía el tiempo intentando hablarle a un sordo… pero Shaedra había notado pensamientos que venían de su jaipú, eran pensamientos de amistad y no quería imponer nada a un amigo. Cuando Shaedra intentaba explicarle lo que sentía, Aleria suspiraba exasperada. Ella escuchaba y obedecía a todas las instrucciones del maestro Áynorin, como había obedecido al maestro Yinur, pero… ¿por qué no se podía innovar un poco?

En un año, había aprendido a conocer el jaipú mejor que Suminaria, y si bien todavía tenía dificultades con la energía esenciática, le había ido cogiendo el tranquillo a la energía brúlica, aunque no acababa de entenderla enteramente y le parecía menos afectuosa que su jaipú. Cada vez que quería usar la energía esenciática, en cambio, le parecía que se sumía la cabeza en un cubo de agua y que se volvía sorda y ciega. Pero no era la única en tener problemas. Por eso Shaedra estaba más o menos segura de que sacaría una nota aceptable. En todo caso no podría salir peor parada que Galgarrios, pensó, sintiéndose algo culpable por el pensamiento. Pero no había remedio: Galgarrios era un desastre.

El maestro Áynorin llegó unos minutos tarde, como de costumbre. Iba cargado con una mochila hinchada.

—¡Buenos días, muchachos! —dijo, desde arriba de la arena.

Parecía contento. En un año, el maestro Áynorin se había convertido para Shaedra en algo así como en un hermano mayor. Era joven, tenía veinticinco años, y recordaba perfectamente sus años de estudio, sus dificultades a la hora de aprender, y aunque Shaedra se daba cuenta de que Áynorin controlaba mucho mejor la teoría que la práctica, no podía negar que poseía un don para la pedagogía, y entendía rápidamente los problemas que tenía cada uno de sus alumnos. Era un buen maestro, y encima, tenía humor.

Todos habían acabado por quererle. Hasta Suminaria, que al principio se comportaba de manera desdeñosa con él porque sabía que en algunas cosas era mejor que su maestro. La tiyana había estado meses dándoles lecciones a Shaedra, Aleria y Akín, aunque muchas veces esas lecciones degeneraban en puro juego. Galgarrios había seguido con ellos las clases, pero se veía día tras día que no le interesaba mucho aprender. Shaedra se preguntaba a veces qué demonios hacía ahí.

En todo caso, la influencia de todos había transformado a Suminaria en una persona un poco más abierta. Shaedra hasta sentía que la tiyana había aprendido más de ellos que ellos de ella, sobre todo en cuestión de sociabilidad. Ahora, Suminaria sabía bromear un poco, aunque Shaedra tuvo que reconocer que no era muy graciosa por naturaleza.

Áynorin no bajó las escaleras de piedra.

—Hoy no vamos a practicar en la arena —les anunció—. Subid y seguidme.

Un murmullo recorrió la arena. A Yori se le habían encendido los ojos. Shaedra leyó en ellos el ansia de aventura. Se giró hacia Akín mientras subían las escaleras.

—¿Crees que va a hacernos algo así como un amago de examen?

—Es probable —dijo él con una mueca, los ojos fijos en el maestro.

¿Qué habría pensado hacer?, se preguntó Shaedra, intrigada, mientras Áynorin salía de la Pagoda Azul sin pararse una sola vez, cargando con su saco y seguido de una tropa de catorce snorís.

Salieron de Ató por el Corredor y pasaron delante de la taberna del Ciervo alado. Era aún muy pronto pero ya se olía el olor a comida. Los mercados se estaban instalando y se oían chirridos de ruedas, golpes de cajas, conversaciones de vendedores hablándose tranquilamente desde sus puestos respectivos.

Pero Áynorin siguió bajando la calle, hasta llegar al puente del Trueno. Ahí se giró, contó sus alumnos y viendo que seguían siendo catorce, asintió para sí y soltó:

—Seguidme. Ya estamos cerca.

Intercambiando miradas curiosas entre ellos, los snorís cruzaron el puente pisándole los talones al maestro. Atravesaron unas huertas y un pequeño bosque, y desembocaron en una pradera bastante ancha y totalmente vacía.

—Bien, hemos llegado —declaró al fin Áynorin.

Shaedra miró el ancho claro, expectante. ¿Y ahora, qué?, se preguntó. Áynorin anunció, sonriente:

—Esto será nuestra primera prueba.

Todos se lanzaron miradas frenéticas. Shaedra tenía de pronto la boca seca.

—Pero, maestro Áynorin —intervino Aleria—. Esto… esto es sólo una prueba antes de que empiecen realmente los exámenes, ¿verdad?

Áynorin pareció sorprendido y, al ver que sus alumnos estaban todos muy nerviosos, sonrió.

—Claro. Es la primera prueba que yo tengo pensado haceros pasar para que no perdáis los estribos la semana próxima. Soy vuestro maestro, no vuestro jurado.

Shaedra sintió un inmenso alivio al tiempo que la invadía una enorme decepción al saber que Áynorin no formaría parte del jurado. ¿Quién podía conocer mejor sus habilidades sino su propio maestro?

—Bien —dijo el maestro—. Haced todo lo que podáis, y recordad: en los exámenes el jurado lo nota todo. No juzga solamente vuestro control sobre las energías, sino también vuestras ideas y vuestra astucia. Necesito a dos personas. Empezaremos por… —Se encogió de hombros—. Bueno ¿quiénes quieren empezar?

Se miraron todos de reojo, aprensivos, entonces dijo Yori:

—Yo.

—Y yo —soltó Ozwil, levantándose tan rápido que parecía haber botado sobre la tierra con sus botas saltadoras.

El maestro Áynorin los condujo al otro lado del claro y los tres desaparecieron en el bosque.

—¿En qué consistirá la prueba? —preguntó Salkysso, curioso, mientras nos sentábamos sobre la hierba a esperar.

—Quién sabe —contestó Kajert, mordiéndose el labio.

—Yo no me preocupo —aseguró Revis, bostezando para corroborar su afirmación.

—Seguramente, nos pedirá que hagamos algún sortilegio de endarsía —apostó Aleria.

—Oh, no… —masculló Kajert.

—A Shaedra seguro que le hace preguntas de historia —intervino Akín, burlón, mientras esta entornaba los ojos, amenazante—. ¿Qué?

—Eso ha sido un golpe bajo —repuso Shaedra muy dignamente— y no me des miedo con tus suposiciones.

—Tranquila, aún no han inventado aplicaciones prácticas para la Historia —se rió él.

Esperaron un buen rato hasta que el maestro Áynorin volviese a aparecer. Ninguno parecía dispuesto a ser el siguiente así que Shaedra se levantó con Aleria y cruzaron el claro.

Vieron a Yori y Ozwil, sentados en la hierba, pero el maestro Áynorin no las dejó acercarse a ellos:

—Si os hablan de la prueba, ya no hay sorpresa —les explicó.

Llegados al bosque, el maestro Áynorin les vendó los ojos. A Shaedra, la hizo dar unos pasos y sentarse sobre algo bastante cómodo que parecía ser una gran piedra.

—Ahora quédate aquí y espera —le dijo la voz de Áynorin. Shaedra asintió con la cabeza, a ciegas, sintiéndose algo incómoda. Oyó que el maestro se marchaba y la dejaba sola. Se removió, inquieta.

—Joven snorí —dijo de pronto una voz femenina que parecía de ultratumba. Shaedra se intentó concentrar para saber al menos si era una persona real la que había hablado, pero enseguida prosiguió la voz, obligándola a escuchar—. Estás en una sala subterránea rodeada de túneles. Tienes una espada en la mano y una piedra en el bolsillo. Proveniente de un estrecho túnel, oyes el grito apurado de un niño en la oscuridad. ¿Vas a ayudarlo?

Shaedra se quedó un momento en suspenso. No esperaba para nada una prueba de ese estilo. Al fin contestó lo obvio:

—Sí.

—Corres hacia el túnel y desembocas en otra sala mucho más grande —prosiguió la voz—. Ahí ves a un niño atrapado dentro de una planta de tízers. Se agita y grita, aterrado. ¿Qué haces?

Shaedra resopló discretamente. ¡Una planta de tízers! Estaba segura de que pocos en su clase recordaban lo que era un tízers y se precipitarían a salvar al prisionero.

—Tiro la piedra al corazón de la planta —contestó.

—La tiras y fallas: la planta está acurrucada y está a punto de devorar enteramente a su víctima. —Shaedra hizo una mueca—. Entonces el niño suelta estas palabras: Ajari-us endilvet né inishil dujuat.

Shaedra agrandó los ojos detrás de su venda. Eso era nailtés. Reprimió un resoplido y trató de entender la frase. Significaba algo como…

—¿Engulle la tierra y haz de tu sombra nada? —soltó, sin comprender.

—El niño sigue gritando: Elíns duj vartas kandamdor, erí ena, usishrá.

Shaedra no era ninguna experta en nailtés. Con sumo esfuerzo, trató de acordarse de las lecciones e intentó descifrar la segunda frase, que decía algo de sombras y de daño. Pero las declinaciones de aquel idioma del este siempre le habían parecido demasiado complicadas. Al cabo, la voz intervino:

—En la sala, ves de pronto el destello de un espejo. Ese espejo dice toda la verdad.

Shaedra entendió que ese espejo la podía sacar de apuros y soltó:

—Me dirijo hacia el espejo y le pregunto qué significan las palabras que acaba de pronunciar el niño.

—El espejo contesta: «Traga la tierra mágica y haz de tu sombra nada. En sombras convertida, alza tu sable, golpea y me liberarás».

El acertijo era más bien claro: le bastaba a Shaedra con comer la tierra mágica de la sala para hacerse invisible y matar la planta. Al menos eso era lo que había entendido.

—Bien… entonces engullo la tierra mágica, cojo la espada y golpeo la planta.

Un súbito rugido me dejó lívida.

—¡La planta se agita y ruge como un tigre! —tonó la voz—. Libera al niño y dice: Akaranié takara mis vurdastalatana. Unakaré kaaratastay.

Shaedra sonrió. Eso era naidrasio, su lengua natal. Y se notaba que la voz no estaba acostumbrada a hablarlo. La planta le suplicaba a Shaedra que le enseñase la luz y a cambio ella podría pedirle al espejo una última pregunta.

—Aquí está la luz —soltó Shaedra en naidrasio. Se concentró y echó un sortilegio armónico de luz. Con la venda, no supo si su sortilegio surtía efecto hasta que la voz dijese:

—Haz tu pregunta al espejo.

Shaedra no contestó, súbitamente nerviosa. ¿Qué podía preguntarle? ¿Y si ese espejo era real? ¿Y si la voz era capaz de…?

—¿Podría decirme el espejo si Jaixel existe realmente? —dejó escapar.

Hubo un silencio. Shaedra maldijo su idiotez. ¿Y si Áynorin había oído su pregunta? ¿Y si eso del espejo era sólo una tontería? ¡Pues claro que lo era! ¿Cómo había podido pensar un solo momento que un espejo así podría existir? Además, la voz tenía que pertenecer a una amiga de Áynorin que deformaba su acento para la prueba…

—Jaixel existe, pero no tiene nada que ver con esto.

La voz parecía sorprendida y como menos artificial, pero era la misma. Shaedra no pudo equivocarse más: esa voz existía en la vida real. Le había contestado a su pregunta porque sabía que Jaixel existía realmente. El espejo no tenía nada que ver con eso. El espejo no existía. Cualquier otro snorí lo habría entendido y se habría contentado con preguntar si había aprobado la prueba. Por un segundo, le entró el complejo de ser más tonta que Galgarrios, pero se recuperó rápidamente.

—Bueno… —la voz vaciló—. Ya está —anunció—. ¡Primer ejercicio acabado! Espera aquí un momento, no creo que Áynorin tarde mucho.

—¿Quién eres?

—Oh, me llamo Sarpi. Ah, mira, ya viene. ¡Buena suerte para el final de la prueba!

Shaedra sintió el brazo de Áynorin sobre su brazo. Se levantó y él le quitó la venda. Miró a su alrededor pero no vio rastro de Sarpi. El maestro Áynorin sonrió.

—Se ha ido a ver a Aleria. Venga, ahora empiezan las cosas serias.

El maestro Áynorin le pidió que examinase el morjás de varias plantas y que las reconociese. Shaedra tuvo que utilizar la endarsía para estudiar el tronco de un árbol cubierto de yedra y decirle a Áynorin si le parecía que el tronco estaba bien, se estaba muriendo o ya se había muerto. En un momento, le dijo algo que se parecía a un acertijo, que algo tenía que ver con la Piedra del Fuego. Y se sucedieron una buena serie de pruebas cortas del estilo, hasta que el maestro Áynorin levantó una mano y le dijo:

—Me ha parecido que te las has arreglado bastante bien. Ahora, ve a esperar con Yori y Ozwil por favor.

Y Shaedra se fue saltando hasta el linde del bosquecillo, con una sonrisa satisfecha en el rostro.

* * *

Abrió los ojos, emergiendo de una tranquila somnolencia, y lo primero que vio fue una inmensa extensión verde. Recordó entonces que se había dormido en la hierba, esperando a que todos hubiesen pasado la prueba. Por lo visto, todo había acabado y vio a Áynorin de pie, junto a una joven humana rubia vestida de una túnica morada y de un pantalón negro. Llevaba un puñal en el cinturón y tenía una sonrisa encantadora. Era la voz de ultratumba, entendió Shaedra.

Y el maestro Áynorin sonreía, muy contento, girándose hacia sus alumnos.

—Queridos discípulos, os presento a Sarpi, me ha ayudado a realizar vuestra pequeña prueba. Es mi mujer —añadió.

Shaedra levantó los ojos al cielo. Áynorin parecía el hombre más feliz del mundo.

—¿Qué les pareció entonces la prueba? —preguntó el maestro.

—Durísima —se quejó Akín.

—Pues no os esperéis que el jurado os ponga algo más fácil. Además, como lo habréis notado, se os pedirá que reflexionéis. El acertijo de Sarpi, o el de la Piedra del Fuego eran meros ejemplos.

—Había que utilizar mucho la endarsía —dijo Laya con una mueca.

—Cierto —admitió el maestro—. Pero es la energía que sabéis mejor controlar, normalmente. —Sonrió—. ¿Venís? Creo que os merecéis un poco de pausa y pensamos, Sarpi y yo, que un almuerzo no nos vendría mal —dijo, dando unas palmaditas cariñosas sobre su saco cargado probablemente de comida.

A todos se les iluminó el rostro.

—¡Un almuerzo! —exclamó Shaedra, levantándose de un bote, con una gran sonrisa.

En ese momento, cruzó la mirada escrutadora de Sarpi y su ánimo se redujo un poco. ¿Estaría pensando en la pregunta que le había hecho sobre Jaixel?

12 Encuentros

Después del almuerzo, se pusieron a jugar con pequeños ejercicios y acertijos que les daba Áynorin, mientras éste, echado en la hierba con las piernas y los brazos cruzados, iba soltando pistas.

—¿Cuál es el verdadero secreto de la imaginación? —soltó, pensativo.

—¿Que no puede morir? —propuso Aryes rompiendo el silencio.

Áynorin levantó ligeramente la cabeza hacia él con una ceja enarcada.

—La imaginación de una persona muere cuando esta persona muere.

Aryes enterró la cabeza sobre los hombros, abochornado. Aleria abrió la boca y la volvió a cerrar, sin saber qué decir.

—No, jóvenes snorís. El secreto de la imaginación es que no tiene límites. Por eso es tan peligrosa —dijo, alzando un dedo hacia ellos— y por eso hay que saberla controlar como una energía cualquiera.

—¿Quiere decir que la imaginación es una energía? —se extrañó Ozwil.

—Una energía —repitió Áynorin. Hizo una pausa—. ¿Y por qué no? Hay muchos tipos de energías, queridos alumnos. Y para cada energía hay diversos caminos por los que se puede llegar a ella.

—Entonces, ¿por qué me dice que no puedo comunicar con el jaipú? —intervino Shaedra antes de que se le ocurriese callar.

Los ojos de Áynorin se clavaron en ella.

—Porque el jaipú no es el tipo de energía de la que estoy hablando. El jaipú es una energía interna. La energía brúlica es algo que construyes. Si te pones a hablar con el jaipú es casi como si… estuvieses hablándote a ti misma.

Shaedra oyó las risas de algunos. Apretó los dientes pero no dijo nada. Áynorin no tenía razón, se dijo. El jaipú no le hablaba propiamente dicho pero le daba pensamientos. Lo había aprendido a conocer. Era como si la intentasen convencer de que en el Trueno no corría agua o de que los arces no tenían hojas. No tenía sentido.

La conversación seguía pero ella dejó de escuchar. La atormentaba de pronto el sueño que había tenido aquella noche. Murri y Laygra. Hacía tiempo que no pensaba en ellos. ¿Dónde estarían ahora? ¿Estarían… estarían en peligro? La simple idea de pensar que podían haber sufrido como los había visto en su pesadilla la horrorizaba.

—¿Puedo hablar contigo?

Levantó la cabeza, sobresaltada, y vio a Sarpi. Su carácter parecía tan diferente del de Áynorin que era difícil pensar que viviesen juntos.

Miró a su alrededor y vio que los demás estaban sumidos en sus conversaciones.

—Claro —contestó, levantándose.

Se alejaron del pequeño claro en el que se habían instalado. Caminaron hasta el Trueno. Aquel día fluía el agua con una fuerza que hubiera podido arrancar un árbol bien enraizado.

Para ser humana, Sarpi tenía un cuerpo muy ágil, mucho menos rígido que el de los elfos oscuros, y se movía en la hierba sin hacer ruido.

—¿Qué tal te ha parecido mi acertijo? —preguntó.

—Bueno, más que un acertijo parecía un… una historia.

Sarpi sonrió y con una cuerda ató sus cabellos rubios mientras decía:

—Quizá tengas razón —admitió—. Nunca he sido buena para los acertijos.

—Ni yo con los idiomas.

Rió.

—Menos mal que estaba ahí el espejo —bromeó—. Sin embargo, la próxima vez inventaré algo para que no haya equivocaciones.

Shaedra se ruborizó.

—Pensé… por un segundo pensé que aquello era más que una prueba. Al menos, quería creer que podría…

Titubeó y Sarpi acabó la frase por ella:

—¿Decirte todas las respuestas a tus preguntas? No existe algo semejante, Shaedra. Más vale que lo sepas antes de que hagas preguntas así.

Shaedra se puso aún más roja.

—No debí haber dicho nada, ¿verdad? Pero usted…

—Vamos, no me trates de usted, podría ser tu hermana.

Eso era cierto. Sarpi no debía de tener mucho más de veinte años. Shaedra se mordió el labio, nerviosa.

—Tú conoces a Jaixel.

Sarpi retrocedió un paso y la miró, asombrada.

—¿Cómo que conozco a Jaixel? Yo nunca lo he visto en mi vida. Lo único que te dije es que existe.

—¿Pero cómo sabes que existe? —insistió.

—Porque lo he leído en los libros. —Se encogió de hombros—. Y de todas maneras, ¿por qué te interesa tanto ese lich? Hace muchos años que no ha dado signos de vida.

Esta vez le tocó a Shaedra hacer un paso hacia atrás, como golpeada por una fuerza invisible.

—¿Hace muchos años? ¿Cuántos exactamente?

Sarpi la observó largo rato hasta que Shaedra desviase los ojos, molesta.

—Tú eres la ternian que vino hace cuatro años, ¿verdad? —inquirió, pausadamente. Shaedra asintió—. Áynorin me habló de ti. Un fenómeno, me dijo —sonrió—. Una alumna increíblemente testaruda, me dijo.

Shaedra carraspeó, incómoda.

—¿Dijo eso, de verdad? Yo no soy una alumna testaruda —se defendió.

—Le resuelves problemas saltándote las reglas. ¿No es cierto?

—A veces —reconoció—. Pero lo que pasa es que…

—Y he oído que lees muchos libros… pero ninguno de los que te ha aconsejado Áynorin.

—¡Eso no es cierto! —protestó—. Leí las primeras páginas de todos y alguno me lo leí casi entero. Lo que pasa es que prefiero otros. Que yo sepa no está prohibido tener gustos distintos de los que tiene su maestro.

De pronto recordó con quién estaba hablando y le pareció que había hablado con demasiada aspereza.

—Aunque, no digo —añadió con más humildad—, siempre me ha parecido un buen maestro.

Lo pensaba con sinceridad, pero su tono no parecía muy convincente. Sarpi, sin embargo, parecía divertirse.

—No estás hablando con él, puedes criticarlo. Yo tampoco lo considero un hombre perfecto.

—No quería decir… esto… yo… claro que no es un hombre perfecto, pero me cae bien.

—Y a mí —soltó Sarpi, riendo—, si no, no estaría con él. ¿Regresamos?

Dieron media vuelta.

—Dime, Shaedra, ¿por qué te interesas por un lich?

Había pronunciado su pregunta con gravedad. No había condescendencia, ni burla en su tono. Por eso Shaedra se sintió algo culpable cuando se inventó una mentira al vuelo y se la soltó.

—No me intereso realmente por el lich. Leí en un libro el nombre de Jaixel pero como se lo mezclaba con leyendas no pude saber si existía realmente o no. Y no paraba de darle vueltas al tema.

—Ya —dijo Sarpi. Por lo visto, no le creía.

Durante el camino de vuelta, Sarpi se puso a hablar de todo y de nada, haciéndole preguntas banales a Shaedra y contándole su vida abiertamente.

Era una Centinela, hija de unos pequeños propietarios que se habían enriquecido y habían acabado por vivir de las rentas. Se había convertido en cekal a los diecisiete años y llevaba cuatro años en la Guardia de Ató, cumpliendo sus Años de Deuda. Ahora tenía veintiún años, con lo que todavía le quedaban seis Años de Deuda.

Francamente, Sarpi no tenía pinta de aquellos Guardias de Ató apostados en las afueras, que se ocupaban de proteger directamente la ciudad.

—Ser una Centinela es menos aburrido que estar en los cuarteles esperando a que se acerquen los bichos —le dijo.

Los Centinelas se ocupaban de rastrear y explorar los alrededores para advertir de los flujos de monstruos que salían de la Insarida o de las Hordas. Era diez mil veces más frecuente que un bicho saliera de ahí a que viniese de las llanuras del oeste o del norte. Por eso Shaedra no se extrañó cuando Sarpi le dijo que ella se ocupaba generalmente de las zonas inmediatamente al norte de la Insarida.

—¿Ya mataste a un monstruo? —preguntó Shaedra, intrigada.

—No es mi especialidad, pero sí, ya lo he hecho. Un Centinela, normalmente, debe abstenerse de atacar, pero evidentemente, si lo atacan, debe defenderse. En la Insarida, hay tantas criaturas que a veces es difícil pasar desapercibida para todas. Algunas se esconden y no te hacen nada, otras te pueden despedazar sin piedad.

Shaedra se estremeció.

—Debe de ser horrible.

—No pienso pasarme toda la vida siendo Centinela —reconoció—. Aunque, es curioso, últimamente el trabajo es bastante tranquilo. Hace unos días estaba cerca de la Insarida y no había casi ninguna criatura. Ese sitio parece siempre desierto, pero no lo está, claro. Quizá se escondiesen de mí mejor que normalmente o no los vi, pero me extraña —le sonrió—. Espero que hayan girado su atención a los portales funestos que tienen por ahí y que no vuelvan a bajar por el Trueno durante un rato. Sería una buena cosa, sobre todo con el ciclo que se avecina.

Shaedra resopló.

—¿Tú también crees que nos viene un Ciclo del Pantano?

—No lo creo —dijo Sarpi—. Estoy segura. El Dailorilh lo anunció ayer, y lo volverá a anunciar este Ventisca, en el altar. Según él, las lluvias serán realmente fuertes. No es que sea el peor de los Ciclos, pero aquí, en Ató, podremos contar con grandes desastres si no ponemos ningún dique para defendernos del Trueno. Eddyl Zasur dice que se va a encargar de todo aquello si lo eligen —añadió, irónica.

—¡Sarpi! —exclamó la voz del maestro Áynorin—. Creí que nos habías abandonado.

El rostro de la humana rubia se suavizó instantáneamente. Puso los ojos en blanco.

—Te abandonaré en el momento en que menos te lo esperes, querido —le replicó—, así que estate atento.

A Shaedra le pareció un tanto rara la relación entre los dos. Obviamente, se querían, pero ambos tenían ideas extrañas y no tenían unas mentes muy acordes con el resto de la gente. El «inútil» maestro Áynorin, como lo decían a sus espaldas algunos, tenía fama de cobarde y de hijo adinerado que siempre había rehuido de los peligros. Sarpi, ella, tampoco era como los demás, y Shaedra no acababa de entenderla totalmente. Aun así, decidió que le caía bien.

Cuando volvieron a sus casas, Akín estuvo todo el camino hablando de la prueba y de lo que había hecho en ella. Aleria pensaba seguramente en los libros que tenía que leer. Galgarrios, por su parte, tenía las comisuras de los labios levantadas, como solía, y Shaedra jamás podía adivinar sus pensamientos. En cuanto a Suminaria, escuchaba a Akín con una especie de fascinación.

—Ey, Shaedra, ¿me escuchas? Te estaba diciendo que con el acertijo de Áynorin sobre la Piedra del Fuego, le he dejado a cuadros cuando le he dicho que para salvar la Piedra del Fuego habría llamado a Aleria para que me ayudase.

Aleria y Shaedra soltaron una enorme carcajada. Suminaria, en cambio, había fruncido el ceño en silencio. Shaedra se detuvo delante de la puerta del Ciervo alado.

—Al menos algo le contestaste. Sólo queda esperar que el día del examen sea un poco menos… —Akín enarcó una ceja, interrogante—. Un poco menos endársico —acabó Shaedra—. Además, los acertijos me han parecido algo extraños. Eso de la Piedra del Fuego…

Akín sonrió, mirándola con un rostro suavizado.

—El objetivo no era salvar la Piedra del Fuego —objetó.

—Además —dijo Aleria, girándose hacia ellos—, la Piedra del Fuego no existe.

Suminaria se sobresaltó.

—¿Cómo que no existe? ¡Sí que existe! En Aefna dicen que se encuentra en los Subterráneos y que es capaz de iluminar una mazmorra enorme.

Aleria la fulminó con la mirada.

—La Piedra del Fuego no existe —replicó.

Dio media vuelta y se fue. Akín le echó una mirada molesta a Suminaria y les dijo a ambas:

—¿A las tres, en la biblioteca?

Shaedra asintió y Akín se fue corriendo detrás de Aleria para alcanzarla. Aquellos últimos días, Aleria estaba de mal humor, estresada a más no poder.

—Le voy a enseñar que existe —gruñó Suminaria. Y se fue para su casa echando humos.

Habían llegado al Ciervo alado y Shaedra sólo tuvo que empujar la puerta y entrar. ¡Qué hambre tenía!

Lo primero que observó fue que adentro hacía más calor que afuera. Lo segundo, que en la taberna no había todavía mucha gente. Y lo tercero, que Kirlens le estaba sirviendo una copa a un ternian en la barra.

Era un hombre de unos treinta y pocos años, vestido con ropa de viajero, capa oscura y botas de cuero negro. En su cintura, llevaba una espada corta. Tenía el pelo tan negro como ella, pero cuando se giró, sus ojos no eran verdes sino de un color violeta. Apenas Shaedra hubo entrado en la taberna, se clavaron en ella como dos puñales de hielo.

* * *

Un día, Nart me había querido hacer una broma y me había llevado a las cloacas de la ciudad, oscuras y húmedas. Terribles para una niña de nueve años. Ahí, Nart había desaparecido de mi vista y me había quedado totalmente sola, o al menos eso había creído en el momento. Cuando empecé a oír ruidos de ratas y de fantasmas, me quedé tan pálida que cuando Nart surgió de las tinieblas con una gran sonrisa le costó un buen rato serenarme. No volvió a hacerme ninguna broma tan mala, y yo nunca olvidé aquella sensación de no tener a nadie a mi alrededor para protegerme.

Pues eso fue lo que sentí cuando Lénisu me miró. Ignoro por qué me invadió ese sentimiento de peligro y de indefensión. Quizá porque supe inmediatamente que me buscaba a mí.

Avancé unos pasos y luego torcí de pronto hacia las cocinas. Deseé echar a correr… Una mano me agarró antes de que pudiese escaparme.

—Suélteme —siseé.

Si no me hubiese soltado, creo que habría pataleado como una fiera. Pero me soltó, y yo me quedé ahí algo perpleja, sin saber qué hacer, clavada en mi sitio por esos ojos violetas y profundos. Se inclinó hacia mí y me susurró:

—Shaedra. —Sus ojos sonrieron—. Cómo has crecido.

2 La huida

13 Traumas

—¿Quién eres? —le pregunté. Pese a mis esfuerzos por controlar mi voz, era evidente que temblaba.

—Me llamo Lénisu.

Me contempló unos segundos y frunció el ceño.

—Mira, ¿y si nos sentamos? Tendrás muchas cosas que contarme.

Pensé escaparme otra vez, subir las escaleras hasta mi cuarto y salir de la taberna… ¿pero para ir adónde? Lénisu quizá no fuese tan peligroso como parecía. Quizá viniese en nombre de Murri. Una súbita esperanza me hizo asentir con la cabeza.

Lénisu me guió hasta una mesa apartada y me invitó a que me sentara. De reojo vi a Kirlens fruncir el ceño. Se le había ensombrecido el rostro y cuando vino, su masa imponente nos tapó del resto de la taberna.

—¿Qué le quieres, forastero? —preguntó. Su voz no era muy amigable.

—¿Que qué le quiero? Hablar con ella, por supuesto. —Entornó los ojos y sonrió levemente, los ojos levantados hacia él—. Eres el tabernero Kirlens, ¿no es así?

—Sí, y cuido a Shaedra como si fuera hija mía así que más vale no entrometerte en asuntos que no te conciernen.

Jamás le había visto tan serio. ¿Realmente me había considerado como a una hija?, me pregunté de pronto. Siempre me había tratado bien, había pagado mis estudios… pero en el fondo siempre había sabido que no pertenecía a su familia. Wigy era diferente, ella era humana, y además no era tan independiente como yo.

Pero Lénisu estaba lejos de dejarse intimidar.

—Mira, amigo, yo soy Lénisu Háreldin. Y yo decido de los asuntos que me conciernen o no me conciernen, ¿entiendes?

El tabernero ladeó la cabeza. Su quijada se había tensado.

—Perfecto, Lénisu Háreldin. Pero quiero que sepas que yo soy el propietario de este establecimiento. Yo decido si una persona puede entrar… o no.

Lénisu puso los ojos en blanco y se acomodó mejor en su silla.

—Anda, buen hombre, ¿y si te unes a nosotros y dejas ya de protestar?

Admiré la manera con que Lénisu se comportaba, con ese desparpajo, seguro de que obtendría lo que quería.

Finalmente, Kirlens fue a buscar unas cervezas y unos platos de arroz con verduras y pan. Le hice sitio en el banco y me incliné sobre mi plato, respirando el olor, hambrienta.

—¡Qué hambre tengo! —exclamé, cogiendo mi primer bocado.

Lénisu sonrió y comimos en silencio. Kirlens miraba fijamente al ternian.

—¿De dónde vienes? —preguntó.

Lénisu masticó minuciosamente antes de tragar y de contestar:

—Ahora mismo, de las Hordas.

—¿Y qué hacías en las Hordas? ¿Por qué le conoces a Shaedra? ¿Qué le quieres? —bombardeó Kirlens.

—Pues… —carraspeó—. Mira, yo no he venido aquí a hablar de mí, aunque me encantaría, te lo aseguro. Yo lo que quiero ahora es conocerla a ella.

—¿Por qué? —pregunté.

Se giró hacia mí, sorprendido.

—¿Cómo que por qué? Soy Lénisu Háreldin.

Me observó unos instantes y tuvo una media sonrisa incrédula.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad? Ni de tu nombre de familia. Tú eres Shaedra Úcrinalm Háreldin, ¿o no lo eres?

Iba a levantar el tenedor lleno de granos de arroz, pero éste se quedó en suspenso. Shaedra Úcrinalm Háreldin. Qué rimbombante sonaba. Apreté los dientes.

—¿Y tú serías un pariente?

—Soy el hermano de tu madre —dijo simplemente con un tono ligero.

Intenté asimilar la noticia rápidamente. Tenía un tío. Uno solo. De acuerdo. No, un minuto, ¿por qué me sentía de pronto totalmente perdida? Los exámenes parecían de pronto tan ridículos en comparación…

—Ah —dije. Levanté el tenedor y me puse a masticar el arroz.

Frunció levemente el ceño.

—No me crees.

—¡Y cómo te va a creer! —soltó Kirlens, furioso—. Desembarcas aquí después de tantos años y le dices… ¡menudo sinvergüenza!

Kirlens estaba pálido de rabia. No pude evitarlo, me eché a reír. Ambos me miraron como si me hubiese vuelto loca.

—¿De qué te ríes? —preguntó el tabernero.

—De vosotros. Es que me da la impresión de ir descubriendo miembros de mi familia gota a gota y es tan ridículo que me hace gracia.

Les dediqué una enorme sonrisa pero ninguno sonrió. No del todo. Lénisu me contemplaba con las comisuras levantadas y expresión curiosa, Kirlens parecía estar totalmente perdido. Recordé entonces que no le había dicho nada a propósito de Murri y me pregunté si había hecho lo correcto. Pero sí, porque si le contaba lo de Murri, Kirlens querría saber por qué se había escondido, y entonces tendría que contarle todo. Lo de mis padres, lo de Jaixel. Era mejor que no supiese nada.

—Shaedra, siento haber esperado tanto para venir hasta aquí —dijo Lénisu. Frunció el ceño y continuó—. Mira, hagamos un trato. Tú me cuentas qué tal te ha ido todos estos años y yo te digo por qué he venido tan tarde.

Tuve la sensación de que estaba hablando conmigo como a una persona adulta y me dio una extraña impresión. Inspiré hondo.

—De acuerdo.

Me puse a contar mis cinco años pasados en Ató lo que, curiosamente, podía resumirse extraordinariamente rápido. Cuando acabé, supe que jamás Kirlens me había oído hablar tanto de mi vida. Nuestras conversaciones, siempre cordiales, se resumían a «buenos días», «ocúpate de la sopa» y algunas pocas preguntas sobre la Pagoda Azul y mi educación. Por supuesto, no hablé ni del Amuleto de la Muerte, ni de Murri, ni de Jaixel porque me pareció que, o se reirían de mí sin creerme, o se sobresaltarían, horrorizados, y me condenarían a la hoguera como a los criminales.

—Y ahora, dentro de unos días, tengo unos exámenes.

—¿Estresada? —preguntó Lénisu, con una media sonrisa.

Me encogí de hombros.

—No.

—Bien. Supongo que ahora me toca a mí decirte por qué no fui directamente a buscarte cuando supe lo que había ocurrido, aquel día. ¿Cuántos años tenías ya?

—Ocho años —murmuré.

—Ocho años. Sí, joven. Por eso seguramente no te acordarías de mí. Yo estuve aquel día en que atacaron los nadros rojos y no pude hacer nada. Lo siento. Por eso y porque no fui a buscarte a pesar de que sabía que habías sobrevivido, te pido disculpas.

No parecía sentirse muy culpable, pensé.

—¿Así que sabías que había sobrevivido?

—Desde que te vi viajando con esos tres raendays, hacia el este.

Me sobresalté. ¿Raendays? Los raendays eran una cofradía de poco prestigio en Ajensoldra.

—Mi hijo no es un raenday —siseó Kirlens.

Lénisu lo miró atentamente y enarcó una ceja.

—Me alegro —lo felicitó—. ¿Conozco a tu hijo?

—Se llama Kahisso —dije, reprimiendo la risa—. Era uno de los tres que me llevaron hacia el este.

—Ah, ¿así que te acuerdas de él y no de mí, eh?

Fruncí el ceño, intentando acordarme… unos ojos violetas, una risa… pero no, todo eso me lo estaba inventando, no eran recuerdos.

—Kahisso me salvó la vida —repliqué.

Lénisu puso cara pensativa.

—Ya. Te debo una, viejo —le soltó a Kirlens—, y también a tu mujer —Me tensé, al igual que Kirlens, pero Lénisu no pareció notarlo—. En cuanto a mí, pude salvarte la vida… pero no pude, porque estuve demasiado ocupado salvando la mía.

—¿Te atacaron los nadros rojos? —resoplé, boquiabierta.

—¡Ja! Los nadros rojos no, querida. Esos son fáciles de evitar. En realidad, el día en que te vi, Shaedra, tuve unos cuantos problemas y… —puso los ojos en blanco— me encontré en los Subterráneos otra vez. Pero esta vez estaba sin luz ni provisiones. —Frunció la nariz—. Mucho peor que la última vez.

Sonrió.

—En realidad, estos últimos años los puedo resumir mucho mejor que tú: me pasé cuatro años metido en la Oscuridad. Salí un día radiante a la Superficie y creía que me había salvado cuando me cayeron encima tres aventureros alocados que me habían tomado por algún monstruo.

Soltó una risita mientras yo lo escuchaba, fascinada.

—Cuando se dieron cuenta de que estaba medio muerto y con una buena herida en el pecho, creo que se decidieron a ayudarme. Tuve una suerte de mil demonios porque en el grupo había un curandero. Estuve a esto de la muerte, pero ahora estoy aquí, y nada me podrá impedir que te ayude. No sabes lo contento que me puse cuando supe que habías sobrevivido todo este tiempo.

—¿Qué podría haberme pasado? —repliqué, sin entender.

Lénisu me miró con una expresión cómica.

—Bueno, nunca se es demasiado prudente así que… —Frunció el ceño—. ¿Acaso no has oído hablar de…? —Entornó los ojos y echó una mirada hacia Kirlens—. ¿Lo sabes tú?

—¿El qué? —replicó este, furioso.

—Na, no lo sabe, ¿eh? —me dijo—. Shaedra, si crees que es una buena idea quedarse en esta ciudad, descártalo desde ya: mientras no hayamos esclarecido cuál es el verdadero problema de todo esta… —Carraspeó, interrumpiéndose y lo miré, sin entender nada—. Aquí no hay una sola persona capaz de ayudarte. Así que, si quieres vivir, tendrás que venir conmigo. ¿Vienes?

Me quedé de piedra mientras lo observaba levantarse. ¿Cómo que venía? ¿Adónde? Toda esta historia se estaba poniendo demasiado complicada.

—No —dije sin pensarlo—. ¿Adónde quieres que vaya? Tengo que estudiar. Murri me dijo…

—Murri está muerto —siseó Lénisu.

De pronto sentí que mi corazón no latiría más.

—No puede ser.

—Murió hace cinco años, Shaedra. Vi su cuerpo —añadió.

La oleada de alivio que empezaba a invadirme se bloqueó de pronto. ¿Cómo que vio su cuerpo?

—No pudiste ver su cuerpo porque está vivo —afirmé.

Crucé su mirada y entendió.

—Al menos lo estaba hace un año —murmuré.

—¿Qué quieres decir con eso, Shaedra? —me preguntó Kirlens.

Me giré hacia él con las lágrimas en los ojos. No tenía que llorar. Era absurdo llorar ahora, no tenía sentido. Pero la imagen de Murri muerto me había hecho tanta impresión… Apreté los dientes. No quería ver dibujarse la pena en el rostro de Kirlens.

—Quiero decir que vi a Murri el año pasado. Vino aquí, a Ató, y lo vi.

Mientras Kirlens digería la noticia, Lénisu ladeaba la cabeza.

—¿Hablaste con él?

De pronto, me levanté.

—No. No hablé con él.

* * *

Salí de ahí corriendo, abrí la puerta que llevaba a las cocinas, me crucé con Wigy como en un sueño, subí las escaleras y me encerré en mi cuarto.

Odiaba sentirme acechada y en aquel instante tenía la impresión de ser una liebre corriendo inútilmente por el bosque mientras su cazador la tenía a tiro.

Salí de mi cuarto por la ventana y me refugié en la terraza abandonada. No quería pensar en nada, así que me instalé cómodamente en mi barril, saqué mi nuevo libro, Mantenimiento del equilibrio del jaipú, y me puse a leer. A lo lejos, sonaron las doce campanadas. Aún tenía tres horas por delante antes de ir a la biblioteca. Necesitaba tranquilidad.

Había leído ya varias páginas cuando oí un ruido. Me giré en el instante en que Lénisu se dejaba caer en un barril y al fin aterrizaba en el suelo.

—Te marchaste demasiado pronto y no me contestaste a mi pregunta. Así que ¿estás lista para marcharte de Ató?

Lo observé con ojos implacables. Lénisu era mi tío, vale, ¿y qué? Acababa de conocerlo y de pronto me parecía demasiado seguro de sí mismo. En su cara muy pálida, tenía una pequeña cicatriz rosácea. En aquel preciso instante, sonrió, tendió una mano y me cogió la barbilla.

—Quiero cerciorarme de que no corres ningún peligro.

Me humecté los labios, intentando serenarme.

—¿Qué peligro?

Suspiró y fue dando vueltas por la terraza.

—¿De veras no lo sabes?

—Quieres que huya de Jaixel —repliqué con voz neutra—. Me parece una idea formidable.

—¿Verdad? —repuso él, divertido. Y meneó la cabeza—. Te llevaré a un lugar seguro.

—Pero aquí, en Ató, estoy cien mil veces mejor protegida que afuera —solté.

—Ese es precisamente tu error. Nada aquí puede protegerte de lo que llevas… si realmente lo llevas, claro. Tenemos que asegurarnos de que aquello que pertenecía a Jaixel no puede dañar tu mente… Tal vez me esté preocupando por nada —admitió con tono ligero.

Bajé la cabeza hacia mi túnica y saqué el Amuleto de la Muerte. Observé la hoja de acebo, las perlas blancas. ¿Cómo podía dar la muerte algo en apariencia tan sencillo?

—¿Qué es eso? —preguntó Lénisu.

Agrandé los ojos.

—¿No es lo que anda buscando Jaixel?

Lénisu se avanzó y lo cogió de mis manos antes de que pudiese hacer nada y lo examinó con el ceño fruncido.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó lentamente.

—Lo encontré de pequeña, en el pueblo, cuando vinieron los nadros rojos.

—Parece que está encantado. ¿Te lo has puesto?

“¿Te lo has puesto?” Dolgy Vranc me había hecho la misma pregunta y, si le contestaba lo mismo, Lénisu llegaría a la misma conclusión: el collar no funcionaba.

Sin embargo, asentí con la cabeza. Entonces, Lénisu empezó a levantar las manos para ponérselo él también. ¡Qué idiota!, pensé mientras pegaba un salto y gritaba:

—¡No!

Lénisu se paró en seco.

—¿Qué ocurre?

Mis palabras salieron atropelladas de mi boca.

—Es el Amuleto de la Muerte. Nos lo dijo Dolgy Vranc, el identificador. Cualquiera que se lo ponga, muere.

Hubo un largo silencio. Lénisu me contempló, súbitamente perplejo, miró el collar y, sin previo aviso, lo colocó en el suelo, desenvainó su espada, de la que salió un destello azulado, y golpeó el collar con todas sus fuerzas. Salió un hilo de humo negro. Lénisu volvió a envainar la espada, cogió el collar, lo miró durante un segundo y me lo tiró. Instintivamente, lo cogí al vuelo y lo volví a poner en mi bolsillo. Todo aquello no había tardado más de unos segundos, pero había entendido ya mucho de mi tío: posiblemente, su historia de los Subterráneos fuese cierta. ¿Cómo había podido sobrevivir solo ahí?, me pregunté, admirativa.

—Así que es eso —murmuró Lénisu, meditativo.

Fruncí el ceño. Había perdido totalmente el hilo de la conversación.

—¿El qué?

—Has dicho que te pusiste el Amuleto de la Muerte. Dime, ¿lo hiciste en algún momento de vida o muerte o simplemente porque te pareció divertido?

Su voz ya no dejaba entrever ningún tono de diversión. Parecía furioso contra mí.

—Yo nunca me lo habría puesto si hubiera sabido qué era —protesté, algo enfadada—. ¿Cómo iba a saber, con los ocho años que tenía entonces?

Nos miramos con cara de pocos amigos.

—Si me dices la verdad, Shaedra, ¿cómo me explicas que no hayas muerto?

Lo miré a los ojos.

—Eso es… una buena pregunta —repliqué con mal tono.

¡Que dejase de preguntarme cosas que no sabía, por Ruyalé! Además, una cosa que me volvía furiosa era que se hubiese atrevido a poner los pies en mi refugio. Ese lugar era mío, y solo mío, y no podía nadie venir a molestarme con mentiras e historias que no me incumbían.

Lénisu se rascó una oreja.

—Yo te lo podría explicar. En parte.

Agrandé los ojos como platos y lo observé con atención.

—¡Fuiste tú el que metió el collar en el pueblo! —exclamé.

Lénisu me miró un rato y levantó los ojos al cielo. Me sentí de pronto ridícula.

—Tienes el mismo carácter que tu madre —me dijo tranquilamente—. Un carácter dulce rodeado de espinas mortíferas, tanto que no se ve la dulzura en ninguna parte.

Lo fulminé con la mirada. Cerré el libro y lo guardé en mi saco. No me apetecía hablar más con él. No me interesaba lo que me quería decir. Tenía exámenes y tenía que estudiar. ¿Es que no me dejarían en paz ni un sólo momento?

—¿Adónde vas? —me retuvo él, sorprendido—. Espera, ¿es que no te interesa conocerme?

—No —escupí mientras subía a la viga con un salto y llegaba al techo.

Hubo un silencio.

—Muy bien, Shaedra, tú te lo has buscado. Tendré que convencerte por las malas e ir al grano. Vuelve a bajar, por favor, que me siento como si estuviera hablándole a un mono.

Sostuve su mirada, apretando los dientes, colgada en el tejado, y él suspiró, vencido.

—De acuerdo. Pero escúchame bien. Tus padres…

—Murri ya me lo ha dicho —solté.

—Oh.

—Sé que son nakrús —proseguí—. También sé que se fueron, abandonándonos. Y sé que Murri quiere vengarse de ellos, y de Jaixel y de todos los que le han hecho daño.

Mi voz temblaba y callé, sintiéndome débil. El silencio se prolongó y de pronto hubo un ruido estruendoso, una risa, la risa de Lénisu. Lo vi partirse de risa, abajo, en la terraza, y al cabo de unos segundos no pude más y le di la espalda.

—¡Espera, Shaedra! —exclamó, intentando controlar su risa—. Tus padres no eran nakrús. Tus padres eran honrados ladrones. Y hubieran preferido mil veces morir a convertirse en nakrús.

Me giré hacia él bruscamente. Tenía todavía una sonrisa en la boca, pero supe que decía la verdad. Aunque… ¿cómo podía saberla con certidumbre?

—¿Estás seguro?

—Seguro al cien por cien, Shaedra. No asistí al entierro de ambos porque no pude, pero sé dónde están enterrados. Están bien muertos —suspiró, sombríamente. Su sonrisa había desaparecido—. Desde luego, nunca se habrían convertido en nakrús. ¿De dónde sacas eso, de Murri? —Asentí—. Qué disparates. Así que vino a Ató, lo viste y no hablaste con él pero te dijo todas esas cosas, ¿eh?

Había recuperado su tono ligero. Carraspeé.

—En realidad, me lo encontré un día en que estábamos Akín, Aleria, Galgarrios y yo jugando en Roca Grande, hace un poco menos de un año, exactamente el día en que me convertí en snorí —me mordí el labio, recordando—. Hablamos sólo una vez. Quedamos en Roca Grande a la una de la noche. Fui ahí, caía un chaparrón enorme así que llegué hecha un trapo hundido. Hablamos durante horas. Ahí fue cuando oí el nombre de Jaixel por primera vez.

—¿Por primera vez, eh? Venga ya.

—Te lo juro. No sabía ni que era un lich —hice una pausa—, ¿lo es, no? ¿O Murri también me ha mentido en eso?

Lénisu suspiró.

—Desgraciadamente, debo decirte que en eso Murri tenía razón. Jaixel es un lich, aunque no uno cualquiera. Pero no quiero que pienses que Murri te ha mentido. Seguramente te lo diría creyendo cada palabra que te decía.

Recordé la manera con que Murri se había expresado aquella noche. Sus ojos brillaban de cólera y pasión. Quería vengarse. Sólo tenía esa palabra en boca: venganza.

—Sí —murmuré—. Creo que estaba convencido de lo que me decía.

—Mira, pequeña, que tu hermano intente vengarse de vuestros padres no me preocupa en la menor medida. Tiene pocas probabilidades de encontrarse con ellos. Pero que quiera vengarse de Jaixel cambia las cosas.

Tragué saliva y de un salto volví a bajar hasta la terraza.

—¿Crees que está en peligro? —pregunté.

—Depende de hasta dónde haya querido llegar… Una pregunta, Shaedra.

—¿Sí?

—Murri está vivo. Bueno lo estaba hacía un año, lo que no me tranquiliza del todo, pero en todo caso sobrevivió al ataque de los nadros rojos.

Hizo una pausa.

—¿Y Laygra?

Noté que en su pregunta había un leve temblor de esperanza. Me esforcé por sonreír.

—Según Murri, hace un año, vivía. Ahora… quién sabe.

Lénisu estaba feliz con la noticia, como yo lo había estado… o incluso más. De pronto, sentí que un puñal se me clavaba en el corazón. Murri había venido hacía un año y no lo había visto más. Ni a Laygra tampoco. Y yo no les había dedicado más que unos pensamientos dispares durante esos meses. No había tenido tiempo, me dije, intentando disculparme. Pero claro, ¿cómo excusarme de haber echado al olvido mi pasado y mi familia? Ahora que sabía que mis padres estaban muertos, que había sido gente respetable… bueno, ¿no había dicho “honrados ladrones”? Pero qué importaba. Lo que yo quería en aquel momento era volver a ver a Murri y a Laygra y decirle a Murri que…

—Lénisu… —empecé.

—¿Mm?

Estaba sentado en un barril, moviendo la cuerda que utilizaba yo en mis juegos de antaño, sumido en sus pensamientos.

—Antes decías algo sobre el Amuleto de la Muerte. ¿Por qué crees que no me pasó nada al ponerlo?

Meneó la cabeza, pensativo, sin dejar de mirar la cuerda.

—Obviamente, porque no te hace efecto.

Fruncí el ceño. No había analizado el asunto desde ese ángulo. Quizá el Amuleto de la Muerte funcionase a la perfección y yo tuviese algo que no funcionase, aunque en ese caso había sido una suerte que casualidad cayera en mis manos. Pero yo no creía en las casualidades.

—¿Y por qué no me hace efecto, se puede saber?

—Por poder, se puede saber —replicó él en el mismo tono pensativo—. El problema es que para saberlo hay que quererlo.

Sonreí.

—Me recuerdas a Aleria.

—¿La lectora?

—Sí.

—Curioso porque no soy del tipo de gente que tiene mucho tiempo para leer. Aunque antaño, quizá… sí. —Sonrió—. Dime, Shaedra, no pareces alegrarte mucho de saber que tienes un tío.

Gruñí.

—Claro que me alegro —repliqué—, lo que pasa es que me traes demasiadas noticias y se me había olvidado que acabo de conocerte.

Lénisu se ensombreció y asintió.

—Cierto. Perder a sus padres es duro, pero te repondrás.

—Siempre creí que estaban muertos, hasta el año pasado.

—¿De veras? Sí, supongo que podías pensarlo. En fin, uno de los puntos positivos es que tengo de nuevo a tres sobrinos vivitos y coleando por el mundo. ¿Crees que estarán lejos?

—Murri me habló de un pueblo de ternians que los había recogido —recordé—. Según entendí, estaba al sur de las Hordas, pero en realidad no me dio indicaciones. Se supone que él tiene que volver. Me dijo que me preparase para la… —dudé y carraspeé— para la venganza.

Lénisu frunció el ceño y dejó caer la cuerda.

—Qué disparates. —Soltó una carcajada amarga—. No estamos ni seguros de que Jaixel sea realmente el asesino de tus padres, Shaedra. No sé lo que ocurrió hace trece años, ¿entiendes? No sé nada —admitió, sombrío—. O casi. Además, no podréis matar a Jaixel. Lleva siglos viviendo. Es un lich.

—Lo sé. Pero un lich puede matarse —argumenté.

Recordé las palabras de Aleria. “Los liches son criaturas llenas de energía mórtica. Son celmistas muy poderosos, no se matan tan fácilmente.” Solté un suspiro.

—Murri creía que nuestros padres tenían parte de la filacteria. Según él, es lo que Jaixel anda buscando.

—Sí, tal vez —dijo Lénisu, dándome a entender que no tenía ni idea—. Es probable que sea eso lo que Jaixel anda buscando —repitió sin embargo, y se levantó de un bote—. Pero, entre nosotros, Jaixel está en los Subterráneos, que yo sepa: está lejos de nosotros. Así que preocupémonos por cosas más urgentes: ahora, hay que ir a buscar a Murri y Laygra, ¿de acuerdo?

Negué con la cabeza.

—¿Por qué quieres que me vaya de aquí? —repliqué, antes de sentir el egoísmo de mis palabras. No soportaba la idea de salir de Ató, de perder a mis amigos, todo lo que amaba.

Lénisu, la mano apoyada en el pomo de su espada, levantaba los ojos al cielo para evaluar la hora.

—Mejor mañana —aceptó, bajando la cabeza—, partiremos descansados.

—No —dije, negando frenéticamente con la cabeza.

Lénisu posó una mano sobre mi hombro y me lo apretó como para infundirme valor.

—Aquí estás en peligro, Shaedra. Hace años que debería haber venido. —Hizo una mueca y sonrió—. Pero no pude, cariño, porque estaba en los Subterráneos.

Definitivamente, había acabado traumado por los Subterráneos, pensé. Normal. Cuatro años ahí abajo habría acabado con la salud mental de cualquiera.

—Ahora, si quieres despedirte y tal, despídete, pero vendrás conmigo. Nos reuniremos con Laygra y Murri y os protegeré a los tres.

—¿Y por qué lo harías? —repliqué, mordaz.

Lénisu me miró, atónito.

—¿Cómo que por qué lo haría? Sois mi única familia. ¿O es que para ti eso ya no cuenta? Claro, tú has vivido creyendo que tu padre era Kirlens y que tus hermanos eran Aleria y Gagarios y no sé quién más.

Me petrifiqué ante su implacabilidad, aunque a duras penas no me reí por la deformación del nombre de Galgarrios, pero entonces la voz de Lénisu se suavizó.

—Y tienes razón. Aleria es más hermana tuya que Laygra, ¿verdad? Pero, ¿a que no te has encontrado a ningún tío por Ató?

Sonreía. Pensé en Sain pero callé. Mejor no serle sincera en aquel momento porque le sentaría mal.

—Iré contigo, Lénisu. Pero no antes de los exámenes. Pasaré los exámenes. No he estudiado para nada —solté, decidida, sabiendo que mi argumento era de lo más infantil.

Lénisu me miró, pensativo. Su cara se iluminó.

—Bueno, no niego que un poco de descanso me vendrá bien. ¿Cuántos días has dicho que quedaban para los exámenes?

—Cinco. Y los exámenes son seis días.

—Once días —comentó, con una mueca—. Como las Once Pruebas del Gran Mayark. —Sonrió—. Bien. Supongo que unos días arriba o abajo no cambiarán gran cosa.

—Pero —dije, pausadamente—, ¿realmente crees que Jaixel vendría aquí? ¿A quién persigue? ¿A ti o a mí?

Lénisu tuvo una sonrisa traviesa.

—No pensaba precisamente en él, ahora. Será mejor largarnos de aquí cuanto antes y buscar a tus hermanos. —Hizo una mueca pensativa pero enseguida sonrió—. Ahora, sobrina, si no te molesta, cogeré un cuarto en tu taberna, ¿vale? Y… si pudieses hacerme un favor…

Entorné los ojos.

—¿Qué favor?

—Pedirle a Kirlens que me rebaje el precio de su cuarto. Por ejemplo, ¿que me lo haga gratis?

Puse los ojos en blanco y me eché a reír.

—Tantas aventuras y estás sin blanca, ¿me equivoco?

Lénisu levantó una mano, como para protestar, y luego la dejó caer, diciendo:

—Los Subterráneos pueden tener muchas riquezas, pero todo saijit codicioso que ha entrado ahí no ha vuelto a sacar el morro a la superficie… —Frunció el ceño—. Te estoy asustando.

—No, no, qué va —solté precipitadamente. Tragué saliva.

—¿Esto es algún lugar secreto tuyo? —preguntó, haciendo un gesto amplio para abarcar la terraza.

—Sí, hasta hoy lo era.

—Ya empiezo a destruir el orden de las cosas —pronunció, como lamentándose—. ¿Lo ves? Hay tanto orden en el equilibrio que una sola pincelada más puede hacer caer el edificio.

No sé por qué, pensé en aquel momento en el libro Mantenimiento del equilibrio del jaipú. Supongo que porque hablaba de equilibrio. Libros. Los libros podían ayudarme.

—Quizá necesite más tiempo que once días —dije de pronto.

—¿A qué viene ese cambio repentino? —se quejó.

—Tengo que investigar más acerca de los lichs. Si podemos deshacernos de él, todo se arreglará, ¿verdad?

Lénisu no parecía convencido.

—La teoría es muy fácil, querida. La práctica, casi imposible.

Lo contemplé, sin habla.

—Has estado cuatro años en los Subterráneos matando bichos horribles, solo y sin luz, ¿y me dices ahora que es prácticamente imposible matar a un lich?

Lénisu suspiró, ligeramente exasperado.

—Sobrina, ¿has dicho «un lich»? Los lichs no suelen estar solos mucho tiempo. Pueden aliarse y tienen una lamentable tendencia a ser mandones. No conoces los Subterráneos, Shaedra. Es un infierno. Y te recomiendo que nunca te acerques a ningún portal funesto. En cualquier caso, puedes estar segura de que si te asalta la locura de entrar ahí, entrarás sin mí. Espero que te haya quedado claro.

Inspiré hondo. Clarísimo.

—Yo no soy la que anda hablando de venganza —siseé—. Eso es Murri. Lo he visto, Lénisu. No me sorprendería que ya haya entrado en los Subterráneos. ¿Tú lo dejarías solo, ahí? Yo quiero ayudarlo.

Lénisu me echó una mirada asesina.

—Tienes un carácter todavía peor que tu madre —observó—. Bien, yo me iré al de once días. Y si persistes en leer libros e informarte, te llevaré a rastras por el camino. No me importa lo que diga Kirlens o lo que digan esos estúpidos Guardias.

Nos miramos fijamente un momento. Lénisu agitó la cabeza.

—Deja ya de darle vueltas a las cosas.

De pronto, la situación me pareció risible.

—Llevaba un año sin darle vueltas a las cosas, tío Lénisu —me mordí el labio y de pronto le di un abrazo—. No puedo decirte que te añorase, porque no sabía que existías, pero ahora que lo sé, no quiero perderte.

Lénisu respondió a mi abrazo como si estuviese reconfortando a un perrito quejumbroso lo que me sentó un poco como una piedra en el estómago, pero cuando se apartó, vi que tenía los ojos brillantes.

—No me perderás tan rápido, tranquila —me dijo—. Quiero que sepas una cosa antes de que te largues haciendo el mono por los tejados.

Sonreí.

—¿Qué?

Se cruzó de brazos y contempló el cielo azul. Unas pocas nubes se deslizaban por él, altas y blancas. Lénisu adoptó una actitud seria cuando dijo:

—Recuerda que el sol siempre nace y muere, pase lo que pase.

14 Contrabando

Cuando llegué a la biblioteca eran las dos. Había querido salir de mi cuarto, porque había tenido la impresión de sofocar, lo que tenía una base lógica, porque afuera golpeaba el sol como un fuego perpetuo. ¡Menos mal que el sol moría a veces!, me dije, riéndome por dentro. Me había esperado que Lénisu sacase algo más sustancial que “El sol siempre nace y muere, pase lo que pase”. ¡Menuda frase! Tuve que reconocer que Lénisu era todo un personaje.

Cuando entré, Rúnim no estaba en el escritorio. Tampoco la esperaba. Ella se ocupaba de estar ahí por las mañanas; por la tarde, le tocaba a Usin. Usin era un caito, no muy hablador, curiosamente debilucho, de tez pálida y ojos negros, que nunca me había acabado de caer bien.

Pasé de largo y entré en la Sección Celmista. Me senté en la sección de historia y contemplé todos los libros con cara aburrida. Tenía que hacer un esfuerzo o en la prueba de historia sacaría la peor nota de todos. Cogí un libro sobre el siglo cuarenta y siete. Caí en la fecha 4625. Mil años exactos me separaban de aquel año. Mucho tiempo. Demasiado para que me interesase por lo que había pasado entonces.

Iba a cambiar de página cuando me asaltó de pronto un pensamiento. Le había dicho a Lénisu que iría con él.

¡Qué locura! ¿Para qué marcharse de Ató, si era el único lugar del que me quedaban verdaderos recuerdos? Recuerdos, pensé. ¿En eso se convertiría Ató si me alejaba de la ciudad y la dejaba atrás? Los rostros de mis compañeros me pasaron por la mente tan vívidamente que me dolieron los ojos. Aleria, Akín, Galgarrios, Suminaria, Salkysso, Kajert… Y Nart. Aunque no lo hubiera soportado si hubiese estado en mi clase, Nart era un buen amigo. Conocía mucho peor a Mullpir y Sayós, pero supe que los extrañaría. Y el maestro Áynorin. Y Lisdren, el hijo del tejedor, que siempre me saludaba. Y estaba segura de que si hubiese conocido a Sarpi un poco mejor, la habría añorado también.

Anudar amistades tenía sus inconvenientes, desde luego. Porque marcharse de un lugar se convertía de pronto en una hazaña terrible. Además, ¿no se suponía que tenía que quedarme en la Pagoda Azul, convertirme en kal y luego en cekal, y servir la ciudad durante los Años de Deuda? Eso era la teoría. Pero Lénisu era mi tío y decía que había que irse. Nos iríamos en busca de Murri y Laygra. Aquel simple pensamiento me devolvió un poco el ánimo.

Alguien posó brutalmente un libro sobre la mesa.

—Estoy harta de estudiar —pronunció Aleria con amargura.

La contemplé, atónita. ¿Aleria, harta de estudiar? Me sonreí, triunfal.

—¡Enhorabuena! —le dije alegremente—. Bienvenida al bando de los perdedores.

—No soy ninguna perdedora —replicó.

Me fulminó con la mirada y abrió su libro de un golpe brusco. Era un libro enorme de historia del último siglo, período que tenía muchas más probabilidades de caer en el examen que el del siglo cuarenta y siete. Fruncí el ceño.

—Ni yo. ¿Qué te has creído? Cuando esté delante de las preguntas de historia, trataré de convencerme de ello. Así igual le convenzo al jurado —razoné.

Aleria se echó a reír pero su risa se silenció enseguida. Echó una mirada hacia su alrededor, buscando probablemente al Archivista Mayor. Entonces, se inclinó hacia mí y me miró con seriedad.

—Shaedra, tengo que contarte algo bastante terrible.

Agrandé los ojos. ¿Habría oído algo sobre Lénisu? ¿Se habrían enterado todos de que teníamos la intención de irnos de Ató? ¿Y qué les importaba a los demás que nos marchásemos?

—¿Qué? —solté bruscamente.

—Se trata de aquel hombre que iba al Ciervo alado, hace ya tiempo. El que decías que era un malhablado.

—¿Sain? —articulé, perpleja. ¿Por qué me hablaba de pronto de Sain?

Pero Aleria asentía, por lo visto demasiado turbada por lo que iba a decir como para ver mi reacción.

—He oído que lo están buscando por Ató.

—¿Ha vuelto? —Que Sain hubiese vuelto me llenaba de alegría pero…—: ¿Por qué lo están buscando?

—No es un hombre tan honrado como creías.

Puse los ojos en blanco. Jamás había creído que Sain fuese un hombre honrado en el sentido en que lo interpretaba Aleria.

—Según lo que he oído, es contrabandista desde hace años. Comercia con todo tipo de artículos ilegales. Hasta con plantas venenosas.

Me observó atentamente, como si estuviese buscando algo. Entonces entendí. Estaba intentando adivinar si me asombraba la noticia o no.

—No me sorprende —admití—. Ya sabía que no tenía que hacer cosas muy legales. Pero… ¿está en la ciudad?

Aleria hizo una mueca. Volvió a mirar a su alrededor y bajó todavía más la voz.

—Está en mi casa —la contemplé, boquiabierta, pero ella continuó sin dejarme preguntar nada—. Mi madre estaba realizando un experimento muy complicado.

—Oh. Entiendo.

Daian, como alquimista, tenía que haber sido cliente de Sain. Había tenido que comprarle plantas ilegales para realizar algunos de sus experimentos. Nunca habría pensado que Daian haría eso. Se suponía que era una mujer que se atenía estrictamente a las reglas de la ciudad. Era una maniática de las leyes, tanto como Wigy de la limpieza. Pero también tenía una profunda pasión por sus experimentos y si necesitaba una planta que no podía adquirir más que por medio del contrabando… En aquel momento tenía que estar histérica.

—¿Qué piensa hacer tu madre? —le murmuré.

—Está perdida. No sabe qué hacer. ¿Tú tienes alguna idea?

Genial, me incumbía a mí ocuparme ahora del prestigio de Daian y Aleria y sacar de apuros a Sain. Como Aleria me miraba con cara esperanzada no tuve más remedio que asentir.

—Confía en mí. Vamos a sacar a Sain de tu casa sin que nadie se entere.

Aleria asintió enérgicamente, aprobando un plan que no era precisamente muy detallado ni óptimo, pero ahora parecía mucho más tranquila. Su confianza, en vez de infundirme valor, me pesó como un saco lleno de piedras.

—Habrá que convencerla —susurró Aleria.

—¿A tu madre? ¿Por?

—Lo ha encerrado en el sótano y no quiere volver a ver su cara. He conseguido darle un poco de comida, pero hoy mi madre me ha pillado. No se da cuenta de que lo está matando.

Palidecí.

—¿Desde cuándo está ahí?

—Desde hace tres días —contestó ella con un hilo de voz.

—Así que estabas extraña estos días —observé—. Sabes guardar los secretos para ti —carraspeé—. En fin…

Me levanté y guardé el libro de historia en las estanterías. Aleria me miraba, curiosa y turbada.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué quieres que haga? —repliqué más bruscamente de lo que hubiera querido—. Aleria, Sain será un contrabandista, pero tu madre está encarcelando a una persona y si no hacemos nada puede ocurrir una catástrofe.

Nada más ver a Sain enterrado en un sótano, sin comida ni agua, me sentí mareada.

—Pero… —Sus labios temblaron, los apretó e inspiró hondo—. De acuerdo. ¿Te puedo ayudar en algo?

Pensativa, me quedé un rato acariciando la mesa con mis garras semi ocultas. La operación tendría que tener lugar de noche. Aleria se ocuparía de alejar a su madre y yo bajaría al sótano, lo sacaría de casa y… De pronto, se me iluminó la cara.

—Vamos a necesitar más ayuda. ¡Esto va a ser emocionante! —solté, un poco demasiado alto.

El silencio recayó y le murmuré a Aleria:

—¿Crees que los Guardias de Ató están al corriente de dónde está?

Aleria me miró, espantada.

—¡No! Claro que no. Si no ya lo sabríamos. Tuvo que venir directamente a mi casa para venderle esas plantas. —Su voz se quebró—. Era lo último que nos faltaba.

Desvió la mirada hacia el libro y se sumió en él, desentendiéndose de todo. Bueno, ella no tenía la culpa de nada, ¿verdad? Pero tampoco yo. Suspiré.

—Esta noche iré a tu casa y lo sacaremos de ahí —le prometí—. ¿Estará… en forma para andar, verdad?

Aleria, con aparente esfuerzo, despegó sus ojos de las líneas del libro para observarme con una seriedad escalofriante.

—Hay que sacarlo de ahí —dijo simplemente.

Sonreí, intentando aligerar la tensión que brillaba en sus ojos.

—Y lo sacaremos, Aleria. No creas, esto será un buen entrenamiento para nuestros exámenes.

De pronto, los ojos de Aleria se perdieron en la lejanía.

—Sí, lo será.

Tenía tantas preocupaciones en la cabeza ya, que el problema de Sain parecía ser la gota que colmaba el vaso. Aun así, me pareció una buena ocasión para concentrarme en otra cosa que en todas las palabras que me había dicho Lénisu. Mejor no quedarse estática dándole vueltas a cosas incomprensibles.

—Odio la historia —solté, dejándome caer en la silla, vencida, los ojos clavados en la enorme estantería llena de libros.

—Piensa que no la odias —propuso Aleria—. Te será más fácil aprendértela.

Cogí un libro sobre la Gran Guerra del Hielo. De 5489 a 5500. Ya me lo había leído, recordé. Bueno, no entero, me corregí. ¿Había acaso un libro de historia en aquella biblioteca que había leído desde el principio hasta el final? Lo abrí al azar y caí en una página donde hablaban de las fases de la Luna durante el largo Ciclo de Hielo del final del siglo cincuenta y cinco. ¿Qué tenían que ver las fases de la Luna con la guerra? Busqué la respuesta en la página y no la encontré. Había cálculos astrológicos para determinar el por qué el Ciclo del Hielo aquel había durado tanto, pero según el escritor no sólo había que buscar la explicación en los fenómenos astrológicos sino también en las líneas energéticas de la Superficie y de los Subterráneos. El escritor ponía mayúsculas a estas palabras.

—Parece que de pronto te has enamorado de la historia —observó Aleria.

Meneé la cabeza.

—Esto no tiene nada que ver con la historia. La verdad, no sé qué demonios hace el libro en esta sección.

—El título es La Gran Guerra del Hielo, ¿y te preguntas qué hace en la sección de Historia? —se rió.

Puse los ojos en blanco y seguí leyendo. Al de un rato, llegaron Akín y Galgarrios, ambos con libros en las manos. Los posaron en la mesa con pesadez.

—Uf —soltó Akín—. Creí que nunca os encontraríamos. ¿Quién iba a imaginar que Shaedra estaría estudiando Historia?

—Mm. ¿Y quién imaginaría que estudiarías biología? —le repliqué, leyendo el título de uno de sus libros, Fenómenos: fotosíntesis y reacción del morjás en las plantas.

—He llegado a una conclusión: estos exámenes nos están trastornando gravemente.

—Coincido con la conclusión —dije.

—Odio la energía esenciática —se quejó Galgarrios.

Dando un bote en mi silla, le di un abrazo exagerado.

—¡Me alegra ver que no estoy sola!

Él se removió, inquieto. Siempre tan tímido. Le solté y cerré el libro que estaba leyendo.

—¿Adónde vas? —me preguntó Aleria.

—Voy a buscar un libro más interesante. Y de paso, quizá vea a Suminaria.

Su rostro se ensombreció pero no dijo nada.

—Aleria, ¿no me digas que sigues enfadada con ella? —soltó Akín, adivinando lo que pasaba.

Ella se sumió en su lectura sin contestar, los labios apretados.

Me alejé, evitando la mirada perpleja de Akín. Aleria, a veces, era exasperante. Además, ¿cómo había podido esperar tres días antes de decirme que Sain estaba escondido en su casa, o más bien encarcelado y hambriento? ¡Sólo por la honra! Estaba casi segura de que era por la honra, por la buena imagen que daban, ella y su madre… Decidí sin embargo que aquel momento no era el mejor para enfurecerse contra Aleria. Además, me marcharía pronto. No quería enfadarme con ella… ¿verdad? Aunque si me enfadaba con ella, la despedida sería menos difícil. Me traté de cobarde y eché a un lado todos mis pensamientos. Tenía tantos que me daba la impresión de tener que andarme con pies de plomo para no pisar ninguno.

Encontré a Suminaria y me olvidé totalmente del libro. Su largo cabello rubio caía libremente sobre sus espaldas y apenas se le veía el rostro, inclinado sobre un libro de la sección de Literatura.

—Dudo que nos pregunten cosas de literatura —dije.

—Quién sabe —replicó ella, antes de girarse hacia mí—. ¿Andas buscando algo?

—En realidad, te estaba buscando a ti. Los demás estamos todos en la sección de Historia. ¿Vienes?

Suminaria dudó.

—Aleria…

—Bah —la interrumpí antes de que dijese bobadas—. Aleria está un poco estresada por los exámenes, nada más. ¿Vienes?

—Pero la Piedra del Fuego existe realmente —insistió—. Aleria es más tozuda que un burro.

Me eché a reír por la comparación pero defendí a mi amiga:

—Y tú eres como ella. No paras de hablar de esa Piedra del Fuego. ¿Qué importa que exista o no?

Cuando llegamos a la sección de Historia, nos instalamos ahí durante varias horas, trabajando duramente. Yo me encontré un libro sobre los años de la reconquista de las Llanuras del Fuego por los ajensoldrenses a principios del siglo pasado. Por lo menos había pocas fechas y muchas anécdotas, así que pude seguir un poco el hilo. No estaría mal si les pudiese soltar un rollo sobre aquel tema a los del jurado, cavilé. Y luego aparté aquel pensamiento. Para tener una idea clara de un período de historia, hacía falta tiempo, y yo prefería pasar el tiempo que me quedaba, quiero decir el tiempo que me quedaba en Ató, para… ¿para qué? En realidad, ¿por qué quería esperar a pasar los exámenes? ¿Qué me importaba lo que podrían pensar de mí los del jurado? ¿Y sí me marchaba antes? No podía negar que tenía curiosidad por pasar los exámenes, pero también ardía con la idea de salir de Ató con Lénisu y partir al fin a la aventura. Adiviné la envidia que tendrían Akín y los demás, y entonces me pregunté si sería capaz de decirles adiós. Bah, acababa de conocer a Lénisu. Quizá cambiase de pronto de idea y se fuese sin despedirse de mí, sin volver más, como Murri. Aquella posibilidad me hizo tanto horror que me levanté de un bote.

—¿Qué ocurre? —preguntó Akín, sobresaltado.

—Nada —dije—. Voy a…

De pronto recordé que Sain necesitaba mi ayuda. No podía hacer nada para ayudarle a Murri en el inmediato. Pero Sain, él, lo conocía desde hacía años y era como un tío para mí. Tenía que ayudarlo.

Me giré hacia Aleria, interrogante, haciéndole entender que pretendía revelarles lo que pasaba. Sorprendentemente, a pesar de la presencia de Suminaria, asintió con firmeza.

—Akín, Galgarrios, Suminaria —hablé solemnemente, sin olvidar de bajar la voz—, tenemos al menos un problema.

Les relaté el caso, Aleria añadió algún detalle, y al fin, pude apreciar sus reacciones. Akín estaba boquiabierto. Galgarrios fruncía el ceño. Suminaria contemplaba a Aleria con una fijeza turbadora. ¿Seguro que Aleria había querido decírselo a ella?, me pregunté de pronto. En cualquier caso, lo hecho hecho estaba.

—Bien —dije, atrayendo otra vez su atención—, ahora que sabéis todo, esto es lo que propongo que hagamos.

15 Rescate

Cuando volví a la taberna, Lénisu no estaba. Cené rápidamente, evitando las miradas preocupadas que me echaba Kirlens desde el mostrador, eché una mano a Wigy y Satme en la cocina y luego me encerré en mi cuarto, no sin antes cruzarme con Taroshi y hacer como que no existía. Hacía casi un año que no le hablaba. ¿Para qué hablar con un loco, aunque fuese pequeñajo?

En el cuarto, me tumbé en la cama y me puse a pensar. Por las cortinas malvas, se infiltraba una luz dorada que iluminaba la puerta de madera clara.

El plan estaba condenado al fracaso, pensé. Habíamos resuelto que Aleria alejaría a Daian del pasillo donde estaban las escaleras para bajar hacia el sótano. Suminaria y Akín se ocuparían de vigilar la calle y Galgarrios y yo iríamos al sótano para recuperar a Sain.

Conocía la pena a la que estaba sujeto un contrabandista. Por definición, un contrabandista era un ladrón y un traidor de los Pueblos Unidos. Algunos tenían tantos apoyos que no arriesgaban gran cosa, pero otros se jugaban el pellejo, o al menos una mano cortada. Y, por lo visto, como la Guardia de Ató andaba buscándolo, Sain parecía pertenecer a los contrabandistas de la segunda categoría, al menos ahora.

Recordé aquella vez en que me había pedido que le copiase un mapa de las Hordas cogido de la biblioteca. Los dos «aventureros» no serían más que unos compañeros contrabandistas. Sain había parecido mentirme sin ningún escrúpulo. Yo me lo había tomado muy mal y él se había disculpado, ¡y menos mal!, me dije, sonriendo. Saqué de mi bolso la cajita donde seguía estando la rosa blanca, tan blanca como el primer día en que Sain me la había dado. Me persuadí que iba por buen camino, aun sabiendo que aquella historia de rosas blancas no tenía ni pies ni cabeza.

Cerré la caja y me la puse en el bolsillo. Tenía que poner mi plan en marcha o no funcionaría, me repetí, irónica.

Salté de la cama, y abrí la ventana… Es decir, que intenté abrirla. Estaba atrancada. ¿Cómo que atrancada? Forcejeé y desistí. Estaba definitivamente atrancada. ¿Pero quién…? Examiné la ventana, los batientes, y noté algo. Sí, ahí, una ligera vibración. Acaricié la manilla de la ventana y acabé por convencerme: la ventana estaba atrancada por un sortilegio.

Eso significaba que alguien había entrado aquí, pensé con un escalofrío. ¿Pero quién? Quizá Lénisu, quizá Kirlens, quizá un desconocido. O Taroshi. Descarté enseguida ese pensamiento. Taroshi era incapaz de cerrar una ventana con un sortilegio. Y Kirlens… jamás lo había visto como a un celmista y probablemente no supiese hacerlo tampoco, ¿o sí? En todo caso, ¿por qué?

Volví a mirar la ventana y solté un suspiro. Estaba perdiendo tiempo, me dije. Pero si deshacía el sortilegio, nunca podría adivinar su autor. El cielo se oscurecía. Resoplé y decidí que había perdido suficientemente tiempo. Junté el jaipú y me lancé en su corazón. Deshacer cerraduras hechizadas no era una de mis especialidades: tenía que utilizar energía esenciática. Así que estuve batallando quizá un cuarto de hora. Empecé a rabiar y tuve que serenarme para volver a empezar mis intentos.

No tenía sentido que alguien hubiese querido cerrarme la ventana, y aun así, alguien lo había hecho. ¿Por qué?, me repetí por centésima vez. Al fin, noté que se rompía la cerradura y abrí la ventana, llena de un sentimiento de rabia. No tenía tiempo de reflexionar más.

Salí del cuarto y pasé por la terraza. Agarré firmemente la cuerda a la viga, la tiré hacia el callejón y me dejé caer al suelo en silencio. El cielo se había oscurecido pero no totalmente, así que esperé durante un cuarto de hora más, hasta ver que la oscuridad fuese casi total. Entonces, salí de mi escondite y me encaminé hacia la Calle del Sueño.

Evité varios Guardias de Ató y alguna que otra persona que caminaba por la calle. Cuando llegué a casa de Aleria, las campanas daban las diez, y vi salir a Galgarrios de otra calle. Perfecto. Le hice una señal y nos escondimos detrás de unos toneles mientras pasaba un hombre que iba dando eses. Lo reconocí: era Tanos el Borracho. Subía por la calle, aparentemente sin objetivo.

Levanté la mirada, atraída por un movimiento. Escondido detrás de una columna de piedra, vi a Akín hacernos un gesto. Le respondí y busqué a Suminaria con la mirada, pero no la vi. Aun así, decidí pasar a la acción.

Me levanté a medias y corrí hacia la puerta de la casa de Aleria, seguida de Galgarrios que se tropezó con algo que emitió un ruido horrisonante. Me giré hacia él con los ojos echando chispas. Me dieron ganas de estrangularlo. ¡Maldito! Acabaría despertando a todo el vecindario.

—Ten cuidado —le solté por lo bajo.

Acaricié la puerta y dibujé un signo de reconocimiento. Aleria abrió casi enseguida. Volví a echar una mirada hacia atrás, preocupada. Suminaria todavía no había llegado, ¿qué le habría sucedido?

Sin esperar más, nos deslizamos dentro de la casa. Aleria nos había trazado un plano para indicarnos dónde se encontraba Sain y a partir de ahí ella tenía otra tarea: la de mantener a Daian lejos del sótano. Galgarrios y yo teníamos que esperar unos diez minutos antes de pasar a la acción.

Esperamos en silencio mientras Aleria desaparecía en el fondo de un pasillo. La casa de Aleria era tan grande que era difícil que justo nos encontrásemos con Daian. Además, según su hija, siempre estaba encerrada en un cuarto en el piso de arriba, haciendo sus pociones, y hubiera sido mala suerte que pasase justo por el pasillo donde estaba el sótano que, según Aleria, había evitado como podía aquellos últimos tres días.

Galgarrios respiraba muy fuerte. Y a veces sus huesos hacían un crac ruidoso. Francamente, en aquel momento, me recordó a Ozwil, incapaz de ser silencioso un minuto, pero como supe que sería difícil darle lecciones de sigilo en unos minutos y en silencio, me tragué mis palabras.

Cuando estimé que los diez minutos habían transcurrido, nos pusimos en marcha. Encontramos rápidamente el pasillo y las escaleras que bajaban. Sentía la tensión aumentar. ¿Y si Aleria se había equivocado? ¿Y si no era Sain el que estaba ahí metido sino otro contrabandista que no tenía nada que ver? Rechacé esa idea y señalé a Galgarrios con el dedo, en medio de la oscuridad.

—Ni se te ocurra meter ruido —le dije.

—¿Quieres que me quede aquí? —preguntó con una voz tan baja que apenas le oí.

Lo observé, frunciendo el ceño, ¿sería un cobarde? Negué con la cabeza.

—No. Es probable que esté muy débil. Habrá que sacarlo de aquí entre los dos, y tú eres más fuerte. Vamos.

Bajamos las escaleras intentando no meter ningún escándalo. A cada peldaño que bajábamos, recé para que Galgarrios no perdiese el equilibrio en la oscuridad y no nos aplatanásemos abajo, delante de la puerta del sótano. Seguramente no fue gracias a mis plegarias, pero llegamos abajo sin despertar a toda Ató, y cuando me paré delante de la puerta solté un suspiro de alivio.

Entonces, oí un grito horrible que me recordó a los gritos de las arpïetas pero en mucho más estridente y potente.

Enseguida, una ola de imágenes me impactó a la velocidad del rayo y creí que me encontraba de repente en los Subterráneos. Aquella impresión no duró más que unos segundos. Aun así, me quedé petrificada en mi sitio, sin conseguir pensar en algo coherente. Al de un rato, me di cuenta de que apretaba la mano de Galgarrios con muchísima fuerza. Traté de soltarla y farfullé algo incomprensible.

—¿Qué era eso? —preguntó Galgarrios.

Él también lo había oído. Había oído el grito. No eran ilusiones mías. Al menos no me había vuelto loca.

Levanté la mirada hacia arriba de las escaleras. El grito había venido de ahí, pero ahora todo era silencio. Entonces, oí un murmullo que provenía de la puerta y me giré hacia ella, temblando.

—¿Sain? —murmuré.

La puerta estaba cerrada y en aquel momento lamenté no haber llamado a Suminaria para que la abriera. Pero entonces recordé que ni había venido. Ya se lo echaría en cara mañana, pensé. Ahora, tenía que hacer algo.

Me pasé diez minutos intentando abrir la puerta, y eso que adiviné que Daian no se había esmerado mucho en cerrarla. Diez minutos. Me pareció un récord y me habría sentido orgullosa si no hubiese sabido que no había tiempo para vanagloriarse. Divertida, me imaginé, por un instante, a Yori pensando que no tenía tiempo para alardear, pero eso era totalmente imposible, me dije. Él siempre encontraba tiempo para vanagloriarse.

Entorné la puerta y una masa me cayó bruscamente encima.

—¡Sain! —exclamé aterrada. Adiós, mi plan de sigilo, pensé muy a pesar mío.

Una cara calva pálida y con ojeras me examinó muy de cerca, parpadeando. Me había tirado al suelo. Había planeado un ataque, entendí. ¿Pero un ataque contra Daian? ¿Se habría atrevido? ¿Y por qué no? Después de todo, Daian era su carcelera.

—Soy Shaedra —le murmuré con un tono precipitado—. Venimos a salvarte. ¿Vienes?

Cuando hube acabado, Sain se tambaleó, tratando de sujetarse a la puerta, pero esta se abrió todavía más y el humano se derrumbó.

¡Haz algo Galgarrios!, pensé desesperada. Pero Galgarrios ya estaba intentando ayudar a Sain y me levanté para cogerle el otro brazo. Poco a poco, fuimos subiendo los peldaños. Sain intentaba ayudar, y finalmente alcanzamos el pasillo, la respiración entrecortada.

Recorrimos el pasillo y empujé la puerta del salón un segundo antes de que entendiese que ni yo ni Galgarrios la habíamos entornado.

La luz me invadió como un estallido horrible. Pestañeé, sintiendo el miedo recorrerme como el Trueno. En el salón, tres guardias de Ató nos hacían frente.

* * *

En un primer momento, sentí que se abalanzaban sobre nosotros. Dejé de sostener a Sain y Galgarrios tuvo que hacer lo mismo porque el contrabandista retrocedió unos pasos, hizo unos aspavientos como buscando un sitio adonde agarrarse, y se desplomó. Ahora, con la luz de las velas, pude ver distraídamente que tenía la cara mucho más delgada. A decir verdad, ya no estaba gordo como antes. Parecía enfermizo, más bien. Y esas pintas no las sacaba de tres días de hambruna: los negocios ese último año no habían sido buenos. Recordé sus palabras de despedida: “El aire empieza a estar cargado”. Sólo ahora entendía a qué se refería.

Clavé mis ojos sobre los tres Guardias mientras estos rompían un maravilloso jarro azul en medio de la mesa y corrían hacia nosotros, cargados con armaduras ligeras.

Todo pasó como en un sueño. Me cogieron las manos y me las ataron sin miramientos y yo me puse a gritar que no era justo, que Sain no había hecho nada malo, pero no me escuchaban. Les solté insultos, les dije que lo único que sabían hacer era encerrar a gente honrada. Entonces, uno tuvo una sonrisa torva y siseó:

—Cierra la boca, maldita.

Era tan intensa su mirada y tan imperativo su tono que me entró de pronto un miedo que me heló hasta la sangre y me quedé sin voz. Conocía a aquel hombre, me percaté. Era Brínsals, el que se había convertido en cekal un año atrás, tras un ataque de nadros rojos. Era enorme, era imposible que me equivocase de persona. Vaya, me dije, nunca había lamentado tanto poder darle un nombre exacto a una persona.

Nos empujaron hacia la puerta de salida. Afuera, varias personas se habían reunido, casi todas a medio vestir y medio dormidas. Las miradas de asco que me echaron me dejaron todavía más estupefacta. ¿Hasta qué punto había podido medir el odio que tenía esa gente contra los que no habían nacido en Ató?

Y entonces, me hice una horrible pregunta: ¿qué pena se le reservaba al que intentaba sustraer un contrabandista a la Justicia de Ató?

De golpe, me sentí terriblemente culpable por haber arrastrado a Galgarrios en mi maldito plan de evasión. Pensé en Akín y deseé con todas mis fuerzas que se hubiese retirado a tiempo. Mis pensamientos debían de estar envenenados porque en aquel momento vi a Akín junto a un Guardia de Ató. Nos miraba con los ojos dilatados. A él también se lo llevaban. ¿No había dicho un día que yo era la persona que más líos se atraía en toda Ató? Pues los líos en que me había metido antes no tenían nada que ver con el de ahora.

Suminaria no estaba por ningún sitio, y un pensamiento se fue lentamente infiltrando en mi mente. ¿Y si Suminaria nos había traicionado? ¿Y si había avisado a los Guardias del paradero de Sain y de nuestro plan? A partir de ahí, la odié con toda mi alma.

Nos llevaron a los calabozos de la ciudad. Nos dejaron cada uno en una pequeña celda donde sólo había un jarro de agua, un cuenco para los excrementos y un jergón de paja. Me dominaba tanto la rabia que no vi pasar el tiempo y me pareció que apenas habían pasado unos minutos cuando volvió el carcelero para abrirme y guiarme por los pasillos. Bien podrían haber pasado horas, ni me habría enterado.

Menudo camino me había indicado la rosa blanca, pensé, irónica, mientras andaba como un zombi por los pasillos de lo que tenía que ser el cuartel general.

Jamás había penetrado en el cuartel general, pero no me demoré admirándolo. Tan sólo me quedó una leve sensación de hostilidad y de ahogo, antes de quedarme clavada bajo la mirada del Mahir, el jefe de la Guardia de Ató.

—Quiero asegurarme de unas cuantas cosas —dijo con voz fría— antes de proceder a las habituales pesquisas. Bien. Estabas en casa de Daian Mireglia esta misma noche. Si mis afirmaciones son falsas, me interrumpes. Bien —repitió—. Mis guardias te encontraron en compañía de Sain Yagruas y de Galgarrios Finerian pasando por el pasillo del ala sur.

Yo lo miraba, inmovilizada por sus ojos, sin saber si tenía que asentir o simplemente callar.

—Entrasteis en esa casa. ¿Con qué objetivo? Contesta.

Una pregunta. Tenía que contestar rápido. Era la mejor forma de convencer de que decía la verdad.

—Entramos ahí para salvar a Sain porque él es una persona honrada y no es un contrabandista.

Jugué con mi inocencia y con mi voz infantil. Quizá se convenciese de que ignoraba que Sain fuese realmente un contrabandista.

El Mahir, sin embargo, encadenó con otra pregunta.

—Sain es un contrabandista, pero el hecho de que lo sea no puede empeorar la pena que le puede caer, así que escúchame, vas a intentar contestar a mis preguntas con toda la claridad posible. ¿Qué hacía Sain en casa de Daian?

De pronto, se me ocurrió que quizá no fuese normal que el Mahir en persona se encargase de un asunto de contrabando. Los pensamientos se me entremezclaban pero intenté contestar.

—Estaba encerrado —farfullé—. En el sótano. Supongo… supongo que Daian tenía intención de entregarlo a la justicia —mentí.

—¿Y tú fuiste en plena noche a su casa para liberarlo? —Hizo una pausa—. Así que según lo que dices, Sain se habría encontrado en casa de Daian, ella lo habría visto y lo habría encerrado sola en su sótano, en vez de llamar a un guardia y acabar con el asunto.

No me creía.

—¿Cómo supiste que Sain estaba encerrado en el sótano?

Era imposible contestar a esa pregunta sin sacar a Aleria.

—Porque… porque…

—¿Porque Aleria te lo dijo? —me ayudó.

Asentí.

—Sí. Sain siempre ha sido un hombre bueno. No pudo…

—¿No pudo qué?

—No pudo convertirse en contrabandista —acabé por decir.

El Mahir me observó un momento y luego soltó un suspiro y meneó la cabeza.

—Ya te he dicho que el mayor problema de Sain no es el contrabando. Se lo acusa de haber sido cómplice de la desaparición de Daian Mireglia.

Por un instante, creí que estaba bromeando, pero claro, no tenía sentido que el Mahir estuviese bromeando. Entendí que decía la verdad. Daian. Aquel grito terrible…

—¿Y Aleria? —pregunté, temblando y sintiendo las lágrimas en los ojos.

El rostro del Mahir se había suavizado, pero aún conservaba un tono terriblemente sombrío.

—Aleria está bien.

—Sain no ha hecho nada. —Salté de pronto, invadida por una nueva energía—. Él le vendía plantas, nada más. Se encontró sólo en el sitio y en el momento equivocados.

—Como tú, Galgarrios y Akín. Mucha coincidencia, pero espero que digas la verdad. Dlerrin, llévala a los cuartos.

Quise protestar, pero no hice nada porque mi repentina fuerza me había abandonado y me sentía de pronto vacía. Cuando entré en el cuarto, vi que mi condición había mejorado favorablemente. Había una cama, una mesilla, una silla y una ventana por la que algún día tuvo que pasar la luz, pero ahora sólo había un muro de piedra detrás de unos barrotes. Dlerrin me dejó en el cuarto y cerró con llave. Seguían tratándome como a una contrabandista, pensé. Pero me corregí enseguida. No, no me trataban como a una contrabandista. Me trataban como a una persona sospechosa de haber participado a un rapto. Increíblemente ridículo.

16 Emariz

Al día siguiente, desperté en la cama empapada de sudor. Por un momento, me extrañé de que todavía fuese de noche. No había más luz que la que se filtraba por la rendija de la puerta. Fruncí el ceño y me acordé. Ya. Todo eso no había sido un sueño. Era la primera vez desde hacía cuatro años que había pasado una noche fuera de la taberna del Ciervo alado. Y todo lo que había pasado había sido real. Cuando me hube hecho a la idea de eso, me enderecé y me di cuenta de que aún estaba vestida. Recordé que no me había tomado las molestias de quitarme la ropa, anoche, de lo agotada que estaba.

Me habían despertado unas voces en el pasillo. De pronto, oí un ruido de llave en la cerradura y la puerta se abrió. Entró una persona a la que no esperaba ni remotamente: Sarpi.

Llevaba una armadura de cuero y una túnica dorada con la cabeza de un dragón tejido en ella. Eran los colores y el símbolo de Ató. En la mano, llevaba una lámpara, que posó delicadamente en la mesilla.

—Buenos días, Shaedra. Nunca pensé que un día nos veríamos aquí.

Con su melena rubia recogida en un moño y su palidez, mostraba una profunda inquietud en su rostro.

La miré sin despegar los labios. Sarpi era una Centinela, todo su atuendo lo dejaba claro, y no tenía nada que decirle.

Se avanzó en el pequeño cuarto y se sentó en la cama. No parecía haber dormido mucho aquella noche.

—Verás, Shaedra. Sé que tú no has hecho nada malo. He hablado con Galgarrios. Dice que tú no tienes la culpa de nada y le creo.

¿Cómo que no tenía la culpa de nada? ¡Había mandado a mis amigos a cumplir un plan con el único objetivo de salvar a Sain! ¿Quién era Sain para Akín o para Galgarrios? Absolutamente nadie. Lo habían hecho por mí, y ahora estaba tan mal que hasta sentía venir las náuseas.

—¿Has hablado con Akín? —articulé.

—Sí. Pero él está en estado de choc. Afirma que ha visto unas sombras volar hasta la ventana del segundo piso. Pensamos que quizá fuesen los culpables, pero Akín no recuerda haberlos visto salir. Dime, Shaedra, ¿recuerdas algo que te dijo Aleria acerca de su madre? ¿Tenía enemigos? ¿Alguna mala relación?

Así que era eso. Le habían enviado a Sarpi a hacerme preguntas. Bueno, al menos no era tan terrible sostener su mirada como la del Mahir.

—No —dije—. Aleria nunca habla de sí misma. No mucho… —dudé—, pero sé que últimamente estaba extraña. Al principio creí que era por el estrés de los exámenes, luego por lo de Sain, encerrado en el sótano… pero ahora no sé qué pensar.

Sarpi me observó unos instantes y suspiró.

—Toda la ciudad habla del suceso —reconoció—. Daian era una persona respetada, con extrañas aficiones, es cierto, pero la respetaban.

—¿Era? —repetí, tensándome.

—Es —se corrigió Sarpi, sonrojándose—. Quizá me haya precipitado demasiado al enterrarla —admitió.

—Pero ¿por qué querría alguien…? —No pude acabar mi pregunta. No. Era demasiado.

Sarpi enarcó una ceja.

—¿Por qué querría alguien raptarla? Hay tantas razones que el Mahir no sabe por donde empezar las pesquisas. Si al menos no hubieseis estado en medio, vosotros, quizá habría sido más fácil. En fin, no es vuestra culpa, supongo. Como sabrás, Daian es una alquimista. No es popularmente conocida por eso, pero es célebre dentro del círculo de los alquimistas. No tanto por su eficacia como por su osadía, a decir verdad. Mira, Daian le compraba plantas tóxicas a Sain Yagruas, ese humano que tanto proteges. Según Aleria, estaba haciendo una experiencia realmente peligrosa, lo que explicaría por qué la verías preocupada estos días. Yo estaría temblando si supiese que alguien está jugueteando con pociones explosivas bajo el mismo techo.

Pensé que Aleria temblaría más por su madre que por ella misma, pero decidí que era mejor callar. Además, el tono de su última frase dejaba claramente entender que ella no formaba parte de la gente que respetaba a Daian. Recordé el brillo de los ojos de Dolgy Vranc cuando hablaba de Daian y me pregunté quién demonios era en realidad la madre de Aleria para ser tan conocida y tan silenciosa a la vez.

Sarpi había hecho una pausa y su mano tamborileaba furiosamente contra la manta.

—Mira, Shaedra, yo quisiera ayudarte, de veras, pero creo que después de esto la gente te va a mirar todavía más raro.

Todavía más raro, me repetí. Lentamente, fui esbozando una sonrisa.

—Me importa muy poco cómo me mire la gente mientras mis amigos están a salvo. Si soy culpable de algo es de haberles pedido a Akín, Galgarrios y Suminaria de…

—¿Suminaria? —me cortó, enderezándose bruscamente—. ¿Ella también estaba ahí?

Parpadeé, aturdida. Recordé que había pensado que Suminaria nos había traicionado. Seguía siendo posible… Pero por lo visto Sarpi no estaba al corriente.

—Estaba con nosotros cuando elaboramos el plan de evasión de Sain, pero no la vi cuando… cuando entramos.

—Aleria os abrió la puerta a ti y a Galgarrios y luego se fue al segundo piso, ¿no es así?

—Ajá, pasó exactamente así. Cuando bajamos las escaleras del sótano, oímos un grito horrible que se parecía al de las arpïetas, y luego…

—¿Arpïetas? —repitió Sarpi frunciendo el ceño—. ¿Alguna vez has visto tú unas arpïetas?

Abrí la boca y me quedé con las palabras en la garganta, sin poder sacarlas.

—Vi unas, una vez, hace tiempo —contesté finalmente, sin extenderme.

Sarpi puso cara pensativa.

—El grito de las arpïetas tiene algo muy especial. Si el grito que oíste te ha hecho pensar en ellas, es posible que…

No terminó su frase. Se levantó y puso las manos en jarras mirando el pequeño cuarto.

—Esperemos que no tengas que volver a ver estos muros, querida. ¿Vienes?

Abrió la puerta y me miró, esperando a que me reuniese con ella. Cuando me puse a andar en el pasillo a su lado, tuve la curiosa sensación de que Sarpi realmente tenía la intención de ayudarme.

Lo cierto es que todo parecía ya arreglado porque salimos del cuartel general sin molestias. Afuera, me esperaba Akín sentado debajo de una tejavana. Estaba lloviendo a cántaros. Pero eso era la menor de mis preocupaciones.

Salí disparada hacia Akín, y este me imitó. Nos dimos un abrazo, emocionados, bajo la lluvia. Él retrocedió el primero, con una cara medio alegre medio triste. Difícil entender lo que sentía Akín si uno no lo conocía desde hacía tiempo.

Me giré y vi que Sarpi ya había vuelto a cerrar la puerta. Al menos había sentido que necesitaba estar sola con Akín. Él me guió hasta la tejavana y nada más llegar ahí, pregunté con la voz ronca:

—¿Qué tal está Aleria?

Akín se había sentado en una caja de madera y lo imité, mientras a unos centímetros salpicaban gordas gotas de agua.

—Aleria… —resopló, como exasperado—. Todo el rato que he estado con ella se lo ha pasado tratándose de loca por haber aceptado tu… nuestro plan.

Me quedé helada. Mi plan. Era como echarme en cara que yo tenía la culpa de todos los males. Bueno, la tenía de unos cuantos, pero no de todos. Al menos no de los peores.

—Más loca he estado yo de pensar que funcionaría —repliqué.

—Buaj, déjalo. Ni Aleria ni tú tenéis la culpa de lo que ha ocurrido. Son… son esas sombras que he visto entrar por la ventana. Hubo un grito, lo oíste supongo —asentí, estremeciéndome—. Fue un grito terrible que me recordó al ruido de un tenedor contra un plato, pero cien veces peor.

Me sequé una gorda gota de agua que se me deslizaba por la nariz.

—¿Cómo eran… esas sombras?

Dejó escapar un suspiro.

—Me lo han preguntado cien mil veces. No he sabido contestarles más que eso, que eran como trapos negros, probablemente del tamaño de unos saijits, y que iban muy rápido. Pasaron a la velocidad de un rayo, y en silencio. Yo pensé… que quizá… que quizá fuesen Sombríos.

Sombríos, pensé con un escalofrío. Meneé la cabeza.

—Los Sombríos no saben volar —repuse—. Al menos, no es su especialidad. Según he leído, son expertos para controlar el jaipú, pero no son celmistas. Además, nunca oí que los Sombríos raptasen a la gente. Sólo roban.

Akín se encogió de hombros.

—No sé lo que eran, pero no era buena gente.

—¡Me gustas, muchacho! —exclamó alegremente una voz. Lénisu se dejó caer del tejado. Estaba completamente hundido, pero parecía en plena forma—. Dime, ¿cómo has llegado a esa conclusión?

Akín se había quedado lívido por la sorpresa. Me eché a reír.

—No te preocupes, Akín, este es mi tío Lénisu. Pensaba contarte lo que me había pasado ayer, pero han pasado tantas cosas…

—Ya —dijo Lénisu—, ¿quién piensa en su tío con Sain en peligro? Dime, sobrina, ¿no estarás planeando convertirte en contrabandista?

Acercó su rostro del mío, con una media sonrisa. Lo miré, horrorizada.

—¡No! —protesté.

—Ah. ¿Sabes? Sain es un mentiroso compulsivo. Lo conozco.

—¡No es verdad!

—Es un demonio, Shaedra —replicó implacable—, como tú y como yo.

Se giró bruscamente hacia Akín, con una ceja enarcada.

—¿No serás tú el pringado que se ha dejado llevar por los geniales planes de mi sobrina? ¡Qué generoso arranque, Shaedra! ¡Rescatemos al ladrón!

Sus ojos tenían un brillo frío y la ira me invadió hasta tal punto que cuando hablé lo hice entrecortadamente.

—¡No… es… un ladrón!

—Desde luego que lo es. Te he dicho que lo conozco.

Echó un vistazo hacia arriba, mirando la lluvia con aire aburrido, y de pronto, miró hacia la derecha, hacia la izquierda, y soltó:

—Venid conmigo.

Se puso a andar por la calle, la capa colgándole pesada y hundida en la espalda. Intercambié una mirada rápida con Akín y nos levantamos.

—Va a resultar que tienes una familia más numerosa que la mía —comentó Akín.

Puse los ojos en blanco. Akín era el último y sexto hijo de la familia. Dudaba que me saliesen tres hermanos más. Habría acabado por pensar que todo no era más que una broma.

Seguimos a Lénisu, bordeando el cuartel general. Nos hizo subir unas escaleras hacia una casa, pasamos por un pequeño pontón, y al fin, Lénisu se detuvo, empujó una puerta y entramos en un cuarto sombrío y cuadrado. Cerró la puerta detrás de él mientras se elevaba una voz ronca en la oscuridad.

—Ya sabía que no te irías sin pasar por aquí.

Se encendió una lámpara y el cuarto se iluminó ligeramente. En la cama estaba tendida una mujer tan vieja que no pude determinar si era humana, caita u otra cosa. En todo caso tenía la piel cerosa y demacrada.

Lénisu se avanzó tranquilamente hasta el centro del cuarto, cogió una manzana del cuenco que había en la mesa y le pegó un mordisco.

—Oh —dijo con la boca llena—, buenos días, Emariz. Yo también sabía que te encontraría aquí.

—La última vez que viniste fue hace años —respondió la vieja con una sonrisa torva, después de observarlo un momento en silencio—. La próxima vez que vuelvas, búscame en el cementerio, tendrás más probabilidades de encontrarme.

Lénisu, haciendo caso omiso de la última observación de Emariz, nos señaló con un gesto vago.

—Te presento a Akín, leal amigo de la peor sobrina que me haya podido tocar, Shaedra. Shaedra, Akín, os presento a la dulce y bella Emariz, puñal de los corazones de todos los jóvenes de Ató.

—Tu abuela —me murmuró Akín a la oreja. Me quedé de piedra y él levantó los ojos al cielo—. ¡Era broma! —se defendió, mientras yo lo fulminaba con la mirada.

—No me atribuyas tanto mérito, sucio ratero. Veo que todos estos años no te han inutilizado la lengua. Dime por qué me invades la casa y me la hundes goteando por todas partes y quizá te perdone la vida.

—Enseguida, Emariz —replicó Lénisu, dejando la manzana en la mesa. Se quitó la capa, avanzó hasta la cama, cogió una silla y se sentó junto a ella—. Empecemos desde el final. —Frunció el ceño y levantó la cabeza—. Y vosotros, acercaos y sentaos.

Intercambié una mirada perpleja con Akín. ¿Por qué iba a contar lo ocurrido en la casa de Aleria a aquella Emariz que lo llamaba «sucio ratero» y a la que seguramente le daría igual todo aquello?

Nos acercamos y, como sólo había una silla vacía, nos sentamos ambos en el suelo.

—Bien, ¿acabas tu historia? —soltó bruscamente la vieja. Desde más cerca, su rostro parecía todavía más decrépito, pero sus ojos guardaban una claridad casi clarividente.

—Una persona a la que quieres tiernamente está a punto de morir en manos de la Guardia de Ató —la informó simplemente.

Sentí que el mundo se me venía abajo mientras la vieja suspiraba, exasperada.

—Granuja. Ya sabes que no cabe ninguna ternura en mi corazón.

—Por supuesto que no cabe —replicó seriamente—. Deberías comer un poco más.

—Y tú deberías hablar un poco menos. Encantada de conocer a tu sobrina. Aunque tenga la misma cara de granuja que tú. Ahora, déjame morir en paz.

¿Misma cara de granuja?, me repetí, indignada.

—Oh. De acuerdo —dijo Lénisu—. Supongo que el hecho de que sea Sain Yagruas el que esté metido en el cuartel general, condenado a la horca por contrabando y no sé cuántos delitos más…

—Sain Yagruas está a kilómetros y kilómetros de aquí —escupió la vieja. Pero vi que se le habían encendido los ojos.

—Estaba —rectificó Lénisu—, y dentro de unos días estará infinitamente más lejos. Triste fin —murmuró, aunque no parecía estar triste para nada. Se encogió de hombros y empezó a levantarse—. Una lástima para el buen hombre.

—Espera —masculló Emariz. Lénisu y ella se contemplaron un largo rato hasta que ella pareció capitular—. ¿Está ya metido en el cuartel general?

—Me temo que sí.

—Le mandaré una carta al Dáilerrin.

—Dicen que el Dáilerrin, este año, cambiará —intervine tímidamente—. Dicen que…

—Ya —me cortó ella—, que Eddyl será el próximo Dáilerrin. Pero quedan dos días para convencer a Payus de que suelte a Sain.

—Es terrible cómo el interés, a veces, puede parecerse a la ternura —pronunció Lénisu, pensativo.

Emariz pareció de pronto todavía más cansada que antes.

—La ternura mata, el interés salva —retrucó—. Y ahora fuera. No necesito a fracasados bajo mi techo.

—¿No tienes curiosidad por saber dónde he estado estos años? —preguntó Lénisu, como decepcionado.

La vieja iba a soltar algún insulto, pero pareció tragárselos cuando preguntó con terquedad:

—¿Dónde demonios has estado estos años, Lénisu?

Mi tío se ensombreció y sus ojos se desenfocaron.

—En los Subterráneos, oh bellísima Emariz. Metido en el fondo de la muerte.

Tuve las ganas irresistibles de taparme los ojos con la mano, y contuve un suspiro. Lénisu estaba definitivamente traumado por su vida pasada en los Subterráneos. Cuando volví a levantar la vista, vi que Akín tenía los ojos clavados en mi tío, brillantes de admiración.

17 Castigos

—¡Wuaw! No sabía que tuvieses un tío aventurero, Shaedra —me soltó Akín, exaltado.

—Tampoco yo lo sabía hasta ayer.

Estábamos subiendo la calle en compañía de Galgarrios y nos dirigíamos hacia la biblioteca. Ya no llovía pero ahí donde no había adoquines estaba todo encharcado y yo tenía toda la ropa hundida.

Nos habíamos perdido la lección de Áynorin, pero eso era la menor de nuestras preocupaciones. Ahora mismo, tenía los pensamientos girados hacia Aleria y Sain. La primera, con la desaparición de su madre, se había quedado sin familia. El segundo estaba condenado a muerte.

Habíamos intentado ir a ver a Aleria a su casa, pero nos había cortado el paso una vecina llamada Trwesnia, parecida a un palo seco, pretextando que Aleria estaba durmiendo. Me dieron ganas de darle un empujón y entrar en busca de Aleria, pero en aquel momento Trwesnia me había dado a entender que, de todas maneras, Aleria no quería ver a nadie. No me quería ver a mí. Ahora me daba cuenta de que seguramente hubiese sido un golpe bajo de Trwesnia para obligarnos a desistir y alejarnos, pero entonces me había ahogado una oleada de culpabilidad que inútilmente podría intentar analizar.

Galgarrios parecía haber vivido las cosas con más serenidad que yo. Akín parecía querer volver a su constante buen humor, como para apartar definitivamente los pensamientos sombríos. Yo, en cambio, tenía la sensación de estar acumulándolo todo y tenía ganas de explotar.

—¡Shaedra, Akín! ¡Galgarrios! ¡Shaedra! —gritaba una voz a nuestras espaldas.

Nos giramos de golpe y vimos a Aleria correr hacia nosotros. Tenía los ojos rojos y parecía haberse arañado las mejillas con sus uñas. Akín se puso a bajar la calle hacia ella, corriendo, y Galgarrios y yo lo imitamos.

—Akín —articulaba Aleria, pasándose furiosamente la manga de la túnica sobre los ojos.

Akín posó las manos en sus hombros.

—Estamos aquí, Aleria. Estamos aquí.

Cuando se hubo recuperado un poco, fuimos a la Neria y nos sentamos en la hierba en silencio.

—Tenemos que hacer algo —dijo Aleria de pronto—. Tenemos que salvar a mi madre.

Hablaba en plural porque no se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse sola a la realidad. Yo no era quien para decirle que no.

—Yo te ayudaré, Aleria —afirmé.

—Y yo —soltó Galgarrios.

Akín nos miró como si nos hubiésemos vuelto locos. Se giró hacia Aleria… y de pronto esta suspiró como si se le iba la vida en ese suspiro.

—Akín tiene razón —dijo, aunque él no hubiese dicho nada—. No tiene sentido.

—No, Aleria. Sí que lo tiene —replicó Akín con fuerza—. Lénisu nos ayudará. La encontraremos.

Aleria lo miró, perpleja.

—¿Lénisu?

Y entonces les expliqué todo lo que me había pasado ayer, evitando sin embargo la conversación sobre Jaixel y sobre lo de irse de Ató. Al menos contarles mi encuentro fortuito con Lénisu tenía una ventaja: dejamos por un tiempo de abordar temas dramáticos. Cuando acabé mi narración, sin embargo, la esperanza que había nacido en los ojos de Aleria acabó por desaparecer.

—Tu tío Lénisu no me ayudará. Cuando entré en el cuarto, ya no estaba, ¿entiendes? Ahora no sabemos dónde está. ¿Cómo va a saberlo Lénisu?

Nos quedamos silenciosos, aturdidos.

—Quizá pidan un rescate —propuso Akín.

—No. Ya lo habrían pedido. Además, tú mismo dijiste que esas sombras no parecían saijits.

Me sobresalté.

—A mí me dijiste lo contrario —noté.

Akín carraspeó.

—Al principio no me parecieron saijits. Pero luego me dije que no podían entrar criaturas en Ató sin que los Guardias se enterasen…

—Genial —solté—, así que no tenemos ni la más mínima idea de quiénes fueron los atacantes.

De pronto vi que Aleria se estremecía y lamenté mis palabras enseguida.

—Pero eso no me frenará —dije, sintiendo de pronto que intentaba parecerles más grande y poderosa de lo que era en realidad.

Y, sorprendentemente, coló. Aleria se irguió y asintió, Galgarrios agitó la cabeza y Akín se hinchó los pulmones y afirmó:

—Daian vive y vivirá.

—Estúpidos —soltó una voz.

Nos giramos todos hacia Suminaria. Estaba ahí, de pie, y me pregunté desde cuando nos estaba espiando. Me cegó una ira irracional y repentina. Sain iba a morir por culpa de Suminaria.

—¡Traidora! —exclamé, levantándome de un bote y arrojándome sobre ella.

Mi reacción la tomó por sorpresa y mi ataque cundió. Le arañé la cara y el brazo con mis garras, ahogada por la rabia. Suminaria paró mi segundo ataque con un movimiento fluido y realizó un sortilegio con la rapidez del rayo. ¡Un escudo!, pensé, incrédula, mientras me chocaba de pleno contra él. Me pareció percutir una alfombra llena de agujas. Retrocedí, aturdida y horrorizada, me tambaleé, perdí el equilibrio y sentí que mi frente tocaba la hierba con brutalidad.

* * *

Desperté en una sala cubierta de parqué, débilmente iluminada por unas claraboyas. Me dolía todo el cuerpo. Volví a cerrar los ojos, apretando los dientes. Había soñado con que me atacaba una forma oscura con los mismos dientes que Yori pero ensangrentados y más largos. Al cabo de un rato noté que no me dolía todo el cuerpo sino sólo unas partes.

Abrí los ojos, bajé la cabeza hacia mis manos y solté un grito ahogado. Donde había tenido garras ahora sólo tenía vendajes blancos. También tenía los pies vendados. Poco a poco fui entendiendo que aquello no era un sueño.

Me habían quitado algo que era mío.

Las lágrimas empezaron a brotar desordenadamente. Me habían mutilado. Me habían arrancado mis garras. Ya no me salían más lágrimas pero tenía por dentro un peso que parecía una madeja aceitosa llena de pesadillas. Lentamente, me acerqué las manos a la cara y las observé largo rato, abatida. Entonces, inopinadamente, me volvieron las lágrimas, me tumbé en el parqué y me dejé morir poco a poco.

Me despertó un mano fuerte que me sacudía los hombros. Abrí los ojos. Un rostro desconocido de caito me hacía frente, vestido con una túnica blanca. No parecía un Guardia de Ató.

—Arriba —me ordenó.

Cuando me puse de pie, me atravesó un dolor agudo en los pies y vi puntitos negros en mi campo de visión. Parpadeé y me esforcé por mantenerme en pie. Eché una mirada hacia el caito y apreté los dientes. Me había parecido verle sonreír, con aire sardónico. No le iba a dar el placer de mostrar que sufría, decidí.

Di un paso e inspiré hondo para no gritar.

—Asesinos —mascullé.

El caito me cogió del brazo y me obligó a andar hacia la salida. Fue una tortura.

No miré hacia mi alrededor. Me bastó con saber que me encontraba en la Pagoda Azul. Luego me desentendí de todo lo que me rodeaba y me concentré en no desmayarme.

En un momento, alguien me ayudó a sentarme en una silla y el dolor se hizo un poco más soportable. Los puntitos negros fueron desapareciendo, mi visión se estabilizó y pude ver dónde estaba, lo que no me reconfortó para nada.

Ante mí había una mesa con tres personas sentadas. Una de ellas era el maestro Áynorin, pálido en su túnica negra, que me miraba con los ojos agrandados. Las otras dos personas no las reconocí, aunque ambos, como Áynorin, eran elfos oscuros. Pero existía una gran diferencia entre ellos y Áynorin, porque además de ser absolutos desconocidos para mí, me miraban de una forma que no me dejaba prever nada bueno.

—Gracias, Narris, puedes retirarte —dijo el elfo oscuro del centro, el más gordo de los tres. Su voz era pausada y ya parecía aburrirse.

El caito de túnica blanca esbozó el habitual saludo, juntando las manos y pegándolas en la frente, antes de salir, cerrando la puerta detrás de él.

Me mordí la lengua para impedirme llorar más. Ya no era una nerú indefensa. Era una snorí y, aunque tenía las manos y los pies ardiendo como si me los hubiesen apuñalado cien mil veces, tenía que guardar la calma. Guardar la calma, me repetí. Sentí el sabor a sangre en la boca. El dolor en mi boca me hizo olvidar que el otro dolor era mío. Aun así, decidí que no quería tener cercenada la lengua además de las garras así que dejé de mordérmela y esperé.

La elfa oscura, con una voz clara, empezó a hacer un resumen de mis delitos y los escuché como pude, aturdida y dolorida. Había ayudado a un contrabandista criminal. Había atacado a una compañera mía, Suminaria Esyébar Ashar, hiriéndola gravemente. ¿Ashar? Fruncí el ceño. Aquel apellido me sonaba. ¿Hiriéndola gravemente?, me repetí entonces.

Poco a poco fui sonrojándome hasta sentir que la sangre me hervía por dentro. Suminaria no tenía nada de traidora. No tenía sentido. Ella no había hecho nada. ¿Pero en ese caso por qué tenía la impresión de que no podía fiarme de ella?

—¿Está grave? —pregunté de pronto.

La elfa oscura se detuvo en plena explicación de cómo había ocurrido el ataque y me miró con desprecio.

—Le arañaste la cara y el brazo. Perdió sangre abundantemente y guardará cicatrices.

En aquel instante me hubiese gustado que todo el mundo se olvidase de mí.

Áynorin intervino.

—Suminaria se repondrá. Estoy seguro de que harán todo lo posible para quitar sus cicatrices.

Me había quedado blanca como la nieve.

—Yo no quería… Ella… —jadeé—. ¿Qué me vais a hacer? —pregunté levantando la cabeza hacia ellos.

—Como no tienes aún catorce años, recibirás un castigo de menor de edad —contestó la elfa oscura—. En lo referente a lo ocurrido en la noche de Garra a Ventisca, se te ha retirado el castigo por entrar en una propiedad que no era la tuya sin autorización, pero recibirás una multa de quinientos kétalos. En cuanto al asunto del ataque a una compañera, tendrás que pagar una indemnización a la familia de Suminaria de dos mil kétalos y…

Dos mil quinientos kétalos. Era una suma exorbitante. Seguramente el hecho de que los eventos se hubiesen pasado casi al mismo tiempo había subido considerablemente el precio. Más el hecho de que era ternian.

—¿Y? —solté en un soplo inaudible, esperando que añadiese algo que me dejase totalmente en deuda con Suminaria, no solamente en vida, sino también en muerte.

—Y el otro castigo ya se ha aplicado, por lo que veo —apuntó.

Las garras, entendí, sintiendo que estaba a punto de desfallecer. Clavé los ojos en los de la elfa oscura, quizá pensando que se avergonzaría de la enormidad que sin duda había aprobado ella, pero ni eso. Me sostuvo la mirada con frialdad y añadió:

—Tienes una semana para dar los quinientos kétalos a la Pagoda, y cuatro para dar los dos mil a la familia Ashar. Después de ese plazo, si no pagas, tendrás que ponerte al servicio de Ató y de la familia Ashar, si esta consiente, hasta que se consideren pagadas tus deudas.

—Yo quiero añadir otro castigo —intervino el elfo oscuro del centro—. Me parece del todo normal que vayas a presentar tus sinceros remordimientos a la joven Ashar.

—¿Juras por el Dragón y el Libro de Ató que respetarás estas condiciones para recibir tu libertad?

Asentí, tragando saliva.

—Juro respetarlas.

Entonces ambos se levantaron y Áynorin los imitó con un movimiento más lento. Salieron de la sala pero él fue el único en soltarme una mirada inquieta antes de desaparecer detrás de otra puerta. Luego salió Narris y volví a vivir la tortura, además, durante más tiempo pues tuve que andar más hasta la salida.

Pasé delante de un grupo de nerús en plena lucha y estos se pararon para contemplarme pasar. Con un paso firme solamente aparente, crucé los últimos metros hasta llegar a los peldaños exteriores de la Pagoda Azul. Ahí me esperaba Lénisu, sentado en una raíz, junto a un árbol. Parecía estar ahí desde hacía horas.

Cuando me vio, se levantó de un bote y me ayudó a bajar los peldaños. Narris ya me había abandonado a la salida y había vuelto a su antro Azul. Malditos, pensé.

—Los odio a todos —siseé, cojeando, rabiando y atravesada por un continuo dolor.

—No me extrañaría que Suminaria también te odie —replicó fríamente Lénisu.

Lo miré. Por una vez, parecía enfadado.

—A mí tampoco —reconocí—. Así que mejor ir ahora mismo a presentarle mis «sinceros remordimientos». Antes me estrangulará, mejor será.

Me puse a temblar y me apoyé en un árbol, con lo que el dolor lancinante de mi mano se despertó otra vez. Tuve náuseas y quise poder volar para que no me doliese tanto.

—Según he oído, lleva dos días en la cama —me informó Lénisu—. Creo que será mejor que esperes y que tú también te repongas.

—Estoy bien —repliqué con brusquedad.

—Claro.

—¿Has dicho dos días? Eso significa que el Dáilerrin…

—Sí, en dos días han pasado muchas cosas y tú estabas encerrada en esa maldita pagoda sin que yo pudiese hacer nada para sacarte de ahí. Seré breve: Eddyl Zasur es el nuevo Dáilerrin y no me cae bien, Sain ha muerto ahorcado, tu querida amiga Aleria ha desaparecido, el otro, Akín, también desapareció pero lo encontraron en los bosques, creo que la buscaba… ¿y qué más? Ah, sí, tú.

Se giró hacia mí mientras yo sentía que ya no volvería a ver el sol en el cielo.

—Tú, sobrina mía, ¿cómo se te ha ocurrido dar tu palabra a un semi-orco?

18 Negociando

Dolgy Vranc quería que pasase directamente por su casa cuando saliese de la Pagoda. Eso era su segundo deseo. Le quedaba uno. Deseé que lo gastase pronto y que me dejase tranquila. De todas formas, si no lo gastaba pronto no lo gastaría jamás porque con todos las conmociones que me habían producido las palabras de Lénisu, moriría seguramente del efecto. Sólo había que esperar.

Sin embargo, seguía andando calle abajo, sostenida por Lénisu, y no sentía que mi corazón se parase, más bien latía demasiado aprisa. El rostro de Sain venía sin cesar. Hasta me parecía oír su risotada, los ecos de su voz, y luego el silencio, porque ya no volvería a oír nada de él en mi vida. Sabía que no solamente estaba él, que Aleria también había desaparecido, pero por el momento pensar en dos cosas a la vez me parecía demasiado y, por momentos, me quedaba aturdida y con una sensación de vacío parecida a la que tenía cuando utilizaba la energía esenciática, pero cien veces más embrutecedora.

Andábamos sin hablar, en un silencio que a mí ni me afectaba porque tenía la impresión de tener un tambor en las sienes.

Cuando llegamos al portal, había logrado coger el martillo que me golpeaba incesantemente y enterrarlo en las profundidades de mi mente.

—¿Conocías también a Dolgy Vranc?

Lénisu me miró, el ceño fruncido. Su enojo parecía haberse taimado.

—Por supuesto, querida. Todo el mundo conoce a Dolgy Vranc, el creador de juguetes, el identificador… y el contrabandista más feo de toda Ajensoldra.

Esbozó una sonrisa, divertido.

—Parece que mis amigos siempre son contrabandistas disfrazados —mascullé.

—Bueno, para serte sincero, yo también lo fui, antaño, bah, nada del otro mundo, un contrabandista de lo más vulgar. Iba alternando con otros oficios y luego lo dejé, claro, porque tuve la mala suerte de acabar en los Subterráneos. Emariz nunca me lo perdonó.

Pese a la circunstancia, le dediqué una media sonrisa.

—Ya he visto que Emariz no te trataba del todo bien.

Solté un gemido de dolor al apoyar demasiado el pie derecho.

—Oh, siempre me ha tratado así. Es una dama, ¿comprendes? No puede rebajarse a tratar bien a vulgares gañanes como yo. —Sonrió irónicamente.

Mientras tanto, habíamos avanzado en la pequeña avenida de la casa y nos detuvimos delante de la puerta. Lénisu enarcó una ceja interrogante hacia mí. Asentí, cogí la aldaba, sentí un dolor punzante en el lugar de mis manos dañadas, hice una mueca y, sin esperar más, llamé a la puerta.

* * *

Sin una palabra, nos guió hasta el sofá y me senté en él con un suspiro de alivio. Me pregunté si algún día acabaría esa tortura.

Dolgy Vranc miró de reojo mis manos vendadas pero no hizo ningún comentario y se lo agradecí. Ya era bastante duro así como para que nadie comentase nada sobre lo que habían hecho con mis pobres garras. No, lo cierto es que Dolgy Vranc fue directamente al grano.

—Supongo que te habrán multado a base de bien —dijo. Se puso a servirnos una infusión de manzanilla mientras se instalaba el silencio.

—Dos mil quinientos —admití al fin entre dientes.

Silbó, impresionado.

—Dos mil quinientos —repitió—. ¿Se te ha ocurrido cómo puedes pagar ese dinero?

Fruncí el ceño y me puse a reflexionar de pronto sobre la cuestión. Kirlens tendría seguramente unos ahorros, pero simplemente no podía pedirle eso a él. Pensé en Lénisu y recordé que estaba sin blanca. Pensé en mí y se me cayó el alma al suelo.

—No —contesté.

Dolgy Vranc me observó un momento, el ceño fruncido. Entonces me tendió una taza, otra a Lénisu y por fin cogió la suya y se echó para atrás contra el respaldo de su butaca.

—Pensé que se te ocurriría. Por eso te he hecho venir aquí. Tienes algo en tu posesión que vale mucho más de dos mil quinientos kétalos con la condición de que encuentres la buena persona para vendérselo.

Agrandé los ojos como platos. ¿Estaba hablando del Amuleto de la Muerte? Dolgy Vranc sonrió al ver que lo había pillado y continuó:

—Desgraciadamente, aquí, en Ató, no existe una persona así.

Lénisu dejó escapar un suspiro exagerado.

—Amigo mío, dime, ¿no intentarás aprovecharte de la situación, eh? El Amuleto de la Muerte es invendible. Es único, no puedes comprarlo.

Dolgy Vranc dejó de mirarme para observar a su «amigo» con detenimiento.

—Propón algo mejor —le retó tranquilamente.

Lénisu puso cara aburrida y se encogió de hombros, sin hablar. Genial, pensé, Lénisu no parecía querer ayudarme para la negociación. Intenté levantar la taza con toda la delicadeza posible y bebí un sorbo.

—Lénisu tiene razón —dije—. El amuleto ese es único. Así que si te lo vendo… —el semi-orco ya estaba sonriendo a medias— desearía que además de los dos mil quinientos kétalos me prometas tres cosas y olvides la promesa que me queda por darte.

A Dolgy Vranc le brillaban los ojos, no supe si de desconfianza o de emoción.

—Acepto —dijo enseguida.

Lénisu silbó entre dientes.

—Oye, amigo, creo que ese amuleto te ha hecho perder la cabeza. La chica es capaz de hacerte dar tres vueltas a la Luna.

Dolgy Vranc frunció el ceño.

—¿Cuáles son esas tres promesas? —me preguntó, de pronto, desconfiado.

—Has aceptado —le recordé sonriente—. Las promesas las harás en su tiempo.

—Muy bien. Entonces, el dinero lo verás en su tiempo —replicó exasperado.

Me mordí el labio y reflexioné.

—La primera promesa que tienes que hacerme es que me ayudarás a encontrar a Aleria y a Daian. Voy a irme de Ató —hice una pausa, dudé…— y tú vendrás con nosotros.

Estaba preparada a un rechazo rápido y a un fracaso de negociación. Lo que sucedió me dejó pasmada. Lénisu dijo un: «¡No!» mientras Dolgy Vranc asentía lentamente, pensativo.

—¿Y la segunda promesa?

Abrí la boca y la cerré, pensativa. Me quedaban dos promesas. ¿Qué podía pedirle?

—¿Puedes… podrías arreglarme esto?

Le enseñé las manos, con esperanza. Dolgy Vranc observó los vendajes con la mirada perdida y negó con la cabeza.

—Entonces… entonces ¿podrías darme un atrapa-colores?

Dolgy Vranc sonrió, sorprendido, se levantó y al de un minuto ya tenía el objeto cuadrado en la mano, revoloteando de mil colores.

—Toma. Siento lo de tus manos. Y guárdate la tercera promesa para otro día. ¿Cuándo tienes pensado salir de Ató? Porque tengo unas cosillas que hacer antes de dejar esta casa.

—Partiremos dentro de unos días —dijo Lénisu. Tenía una expresión resignada en el rostro—. Cuando Shaedra se reponga.

Di un respingo. ¿Cómo que cuando me reponga?

—Lénisu.

—¿Qué?

—¿Se te ha olvidado que me prometiste que esperaríamos hasta después de los exámenes?

—Oh. Ya veo, persistes para pasar esos estúpidos exámenes. Perfecto. Haz lo que a ti te apetezca, pero no dirás que no te habré avisado: te pondrán todos la nota más baja posible.

Entorné los ojos.

—Eso ya se verá.

Levantó los ojos al cielo, exasperado.

—Shaedra, ¿tienes una idea de quién es la persona a la que has desfigurado?

Fruncí el ceño. ¿Qué…? De pronto, entendí. Ashar. ¿No había leído en alguna parte que los Ashar eran una familia muy poderosa de Ajensoldra? ¿Por qué Suminaria nunca había mencionado que pertenecía a los Ashar?

—No, no tenías ni la más remota idea —soltó Lénisu, incrédulo—. Vaya drama para los Ashar. ¡La pequeña de la familia atacada por una salvaje ternian medio chiflada! Pobrecita —añadió, con una sonrisa torva.

Palidecí.

—¿Una salvaje ternian medio chiflada? —repetí, enojada—. Creí que nos había traicionado. Ella estaba al corriente de lo de Sain —la voz se me quebró—. ¡Y ahora, por su culpa, está muerto!

Apreté mucho la taza y me escocieron tanto los dedos que estuve a punto de soltarla, pero me controlé. El dolor me había hecho olvidar la ira y ahora sólo notaba un vacío horrible.

—De todas formas —intervino Dolgy Vranc—, si no es mucho pedir, necesitaré unos cinco días para prepararme. Porque supongo que ir a buscar a Daian no se hará en una semana.

—Me temo que ni en un año —reforzó Lénisu—, pero bueno, supongo que no perderemos mucho si esperamos cinco días, y así podrás ir a tus tan ansiados exámenes.

—Ya no voy a los exámenes —articulé, cansada—. Tienes razón, Lénisu, cuanto más rápido nos vayamos de Ató, más probabilidades tendremos para encontrar a Aleria.

—Yo nunca he dicho eso —se defendió.

—Cinco días —dijo Dolgy Vranc.

Pestañeé y no tuve fuerzas para protestar. Posé la taza vacía en la mesa y me levanté sin prestar atención al dolor lancinante de mis heridas y me tambaleé hacia la salida.

—Esto… Shaedra… el amuleto.

Me detuve en seco, busqué en mi bolsillo y lo saqué. Rendí gracias a los dioses que no me lo hubiesen robado los ladrones y mutiladores de la Pagoda Azul.

Observé la hoja de acebo y las perlas blancas. La acaricié con la yema de un dedo, recordando que me había acompañado durante todos estos años. Sin previo aviso, me lo puse, y oí gritar a Lénisu y a Dolgy Vranc a la vez, espantados.

No pasó nada. Sólo me sentí mejor al ponérmelo. Me sentí más ligera… pero no moría. A lo mejor Dolgy Vranc y Lénisu se habían equivocado. A lo mejor no era el Amuleto de la Muerte.

—Quítatelo —ordenó Lénisu, molesto.

Los miré a ambos. Los veía asustados. Realmente creían que lo que llevaba al cuello era el Amuleto de la Muerte. Quizá no me hubiesen creído cuando les había dicho que me lo había puesto. Sonreí interiormente. Pues así veían que se habían equivocado en todo.

—Es terrible la muerte, ¿eh? —solté.

Me lo quité y lo tendí al semi-orco. Él lo cogió con precaución y lo examinó con atención, como verificando que era efectivamente el mismo que había identificado.

Lénisu se humectó los labios.

—Los dos mil quinientos para mi sobrina, viejo.

Dolgy Vranc desapareció escaleras arriba y volvió a aparecer rápidamente. Jamás había visto tanto dinero junto en mi vida. Duraría poco en mis manos de todas formas.

Cuando estuvimos en la puerta, Lénisu se volvió hacia Dolgy Vranc y lo escrutó con la mirada.

—Volveremos dentro de cinco días —dijo, al cabo, como a regañadientes.

—No lo dudo —replicó el identificador.

Ya en la calle, estuvimos andando en silencio. Lénisu no dijo una palabra. Parecía enfadado.

Durante nuestro trayecto hasta la taberna del Ciervo alado, pude apreciar con claridad las miradas que nos echaban los que nos reconocían. No era difícil reconocer a la ternian «medio chiflada» que había desfigurado a la hija de los Ashar. Aun así, al lado del suplicio que estaba pasando con mis garras seccionadas, la opinión de la gente me traía totalmente sin cuidado.

* * *

Entramos por la puerta de atrás de la taberna y, para eso, pasamos delante de los soredrips que empezaban a florecer. Con la lluvia se habían caído bastantes pétalos en el suelo y el círculo que formaban me hicieron pensar en una inmensa rosa blanca.

Con un súbito impulso, me detuve, saqué de mi bolsillo la cajita con la rosa blanca, cogí la flor con dos dedos y, mandando un recuerdo a Sain, la tiré entre los pétalos blancos encharcados. Adiós, Sain. Los ojos se me llenaban de lágrimas y dejé la rosa blanca sola y tan hermosa como el primer día.

Seguí a Lénisu adentro. Lo más duro fue subir las escaleras. Me guió hasta su cuarto, cerró la puerta y se giró hacia mí con una expresión totalmente descompuesta.

19 Regalos

—¿Por qué Dolgy Vranc? —preguntó—. Sabía que te habías vuelto loca, pero ¿tanto? No me fío ni un pimiento de él. No me fiaría ni aunque estuviese enterrado en su tumba. Dolgy Vranc está tramando algo —dijo, nervioso, mientras paseaba de un lado para otro, en el cuarto.

Lo observé un rato, en silencio, y luego me arrastré cojeando hasta la cama y me dejé caer, exhausta.

—Dolgy Vranc es una buena persona —repliqué.

Lénisu se interrumpió en medio de sus quejas y me fulminó con la mirada.

—Dolgy Vranc está tramando algo —insistió—. No me creo que haya aceptado este trato.

—Durante este último año me hizo varias propuestas para comprármelo —le expliqué—. Ansiaba tenerlo por encima de todo. Habría dado cualquier cosa.

—¡Como tú habrías dado cualquier cosa para que te diesen dos mil quinientos kétalos! —replicó Lénisu con aspereza.

Lo observé, sorprendida. Parecía realmente enervado.

—Deberíamos haber salido de aquí desde el primer día —añadió—. Así no te habrías metido en tantos líos y ya estaríamos lejos de Ató y todavía tendrías tus garras. Por cierto, el cabronazo que te hizo eso, si me lo encuentro, no le cortaré las garras, le cortaré la cabeza.

Tamborileó contra el respaldo de la silla, colérico. Intervine:

—En todo caso, si Dolgy Vranc está tramando algo, no tiene por qué tener algo contra nosotros.

—Puedes estar segura de que no tendría ningún remordimiento en fastidiarnos la vida. —Hizo una pausa—. Aun así, tienes razón, quizá Dolgy Vranc no tenga nada contra nosotros por esta vez. Ah, en lo que se refiere a eso de las promesas, no tengas muchas esperanzas: las promesas se hacen y se deshacen como las trenzas.

Curiosa comparación, pensé, distraída, mientras empezaba a quitarme uno de los vendajes.

—Ey, ¿qué haces? —me preguntó de pronto, parándose en medio de la habitación.

Enarqué una ceja.

—Pues quitarme estos vendajes.

—No —dijo, negando con la cabeza—. Eso lo haces fuera de mi cuarto. No quiero ver eso, ya lo siento.

Me quedé en suspenso y boquiabierta.

—Adivino que habrás visto heridas más graves que estas —dije, con una sonrisa incrédula. Y de un tirón, quité el vendaje.

Casi me desmayé. Me habían seccionado las garras hasta la carne, provocando una hemorragia, pero la sangre ya se había secado. En la Pagoda quizá pensasen que mis garras sólo eran instrumentos salvajes. Todo el mundo, en Ató, se preguntaría por qué no me las habrían quitado antes, ¿verdad? Pues el resultado era horrible. El resto de mis garras, cortadas de manera llana, no servían ya para nada.

Oí un ruido de garganta y me giré bruscamente. Lénisu estaba a cuatro patas vomitando en un cuenco.

—Increíble —murmuré, atónita. Había estado en los Subterráneos, había matado a bichos horribles, y por una pequeña herida…—. ¿Cómo sobreviviste en los Subterráneos? —pregunté sin preocuparme de lo impertinente que era mi pregunta.

Lénisu escupió algo más en el cuenco al tiempo que soltaba un gruñido. Se enderezó.

—Hay maneras y maneras de sobrevivir en los Subterráneos, sobrina —echó un vistazo hacia la ventana—. Será mejor que te vayas a tu cuarto y descanses un poco. Mañana es primer Lubas de Riachuelos. ¿No es cuando empieza eso de los exámenes?

Quise repetirle que no iría a los exámenes pero ahora lo que quería realmente era estar sola con mis pensamientos, así que me contenté con asentir, levantarme, darle las buenas noches y dirigirme renqueando hasta mi cuarto.

* * *

No estuve mucho tiempo tranquila. Nada más entrar, me volvió a la memoria lo ocurrido con mi ventana así que, en vez de tumbarme en la cama directamente, me acerqué a la ventana y comprobé que se podía abrir. Satisfecha, me di la vuelta y entonces oí ruidos precipitados en las escaleras y aparecieron Wigy y Kirlens en mi cuarto, ambos con una expresión de intensa inquietud en el rostro.

—¡Shaedra! —Wigy quiso abrazarme y yo la detuve, alzando las manos con aprensión.

—No pasa nada, Wigy, estoy bien.

Kirlens se sentó en mi cama, con aire cansado y Wigy, después de contemplarme un momento en silencio, lo imitó, con lo que ya no me dejaron sitio para sentarme en ella. Ambos parecían estar conmocionados. Con un suspiro, me avancé hacia la silla intentando no cojear y me dejé caer en ella, preguntándome si alguna vez en mi vida había ocurrido que Kirlens y Wigy estuviesen ambos en mi cuarto al mismo tiempo.

—¿Y la barra? —pregunté.

—Se está ocupando Satme —contestó Kirlens, distraído.

Hubo otro silencio.

—¡Oh, Shaedra! —soltó de pronto Wigy, rompiendo a llorar—. Esto es tan horrible. Deberíamos haberte quitado las garras hace tiempo, cuando nos lo dijeron. Tú no tienes la culpa de lo que eres, Shaedra —añadió, sollozando.

Cerré los ojos para tranquilizarme. Wigy no sabía lo que decía, me repetí. Pero lo que acababa de decir me había despertado de mi aturdimiento y tuve que hacer un esfuerzo para no despegar los labios y gritarle que se fuese al infierno con todos los demás.

—Wigy —dijo Kirlens suavemente—, por favor, déjame solo con ella, ¿quieres?

Ella se levantó sacudida por el llanto, me dio un abrazo, me besó la frente y me dijo, antes de salir:

—Tú eres buena, Shaedra. Sé que lo eres.

Parecía estar sufriendo más que yo, pensé. Le apreté la mano, como para reconfortarla, y sólo cuando lo hice me di cuenta de que estaba cometiendo un error: me recorrió un dolor lancinante por la mano. ¿Pero cuándo dejaría de dolerme?

Cuando estuvimos solos, el silencio se abatió en el cuarto. Kirlens parecía molesto.

—Shaedra… —empezó.

—Me voy, Kirlens —lo corté con más brusquedad de la que quería.

Kirlens asintió.

—Sí, Lénisu me avisó. Ahora, es tu familia. Me parece una buena cosa.

Meneaba la cabeza, asintiendo. Estaba triste y algo me dijo que me echaría de menos. ¿De veras? La emoción me impidió contestar de inmediato.

—Kirlens —resoplé—. Todo esto es tan precipitado —hice una mueca—, pero es verdad que me lo he buscado. Si me hubiese quedado encerrada en mi cuarto todo esto no habría pasado.

—Siempre supe que ese hombre, Sain, no era de fiar —articuló.

Lo miré, estupefacta.

—¡Sain era un buen hombre!

—¿Un buen hombre? Entonces es que no sabes de qué lo han acusado.

Me volvieron súbitamente las palabras de la elfa oscura. Había llamado a Sain “contrabandista criminal”. ¿Le habrían colgado la desaparición de Daian?, me pregunté, horrorizada.

—Daian desapareció. Fueron esas sombras las que se la llevaron —protesté.

Kirlens me contempló un momento sin llegar a hablar. Me invitó a que me sentase a su lado y yo, con un esfuerzo, me levanté y me senté en la cama.

—Shaedra. Sé lo que debes sentir por los que te han hecho esto —señaló mis manos vendadas—. Sé que nunca más les tendrás aprecio ni lealtad. Por eso sé que debes marcharte por tu seguridad, aunque me duela decirlo.

Puse los ojos en blanco.

—Marcharme, me marcho, no te preocupes. ¿Y sabes adónde? A buscar a Aleria. —Kirlens agrandó los ojos—. Estoy segura de que se ha ido en busca de Daian.

—No seas insensata. Lénisu dijo que os iríais hacia las Hordas para reuniros con el resto de tu familia.

Negué con la cabeza.

—Lénisu no tiene ni idea de dónde están Murri y Laygra.

—Tú no tienes ni idea de dónde está Aleria —replicó el tabernero.

Me mordí el labio y callé.

—Anda, Shaedra, tranquilízate y deja de meterte en líos. Prométeme que le harás caso a Lénisu. Parece un poco chiflado, pero sé que hará todo para que no te pase nada. ¿Me lo prometes?

Me lo preguntaba en serio. Quería que le hiciese caso a Lénisu. Por un momento, quise replicarle que Lénisu no era una persona con la que se podía estar sin meterse en líos. Al fin y al cabo ya había estado dos veces en los Subterráneos. También quise decirle que me era absolutamente imposible dejar a Aleria sola. Pero lo único que logré contestarle me dejó pálida de sorpresa:

—Te lo prometo, Kirlens —carraspeé.

—Bien —parecía aliviado—. ¿Cuánto te han pedido de indemnización? —preguntó de pronto.

—Oh, no te preocupes por eso. Lénisu lo ha arreglado todo —mentí. No veía ninguna razón por la cual le hablaría del Amuleto de la Muerte y de Dolgy Vranc. Ya le había atraído bastantes problemas.

Así que puso cara sorprendida.

—Creí entender que no tenía casi dinero.

Dudé un momento y negué con la cabeza.

—No me preguntes cómo lo ha conseguido —solté, para no entrar en detalles.

—¿Vas a pasar los exámenes? —me preguntó, después de un silencio.

—Lénisu se oponía, y ahora parece dispuesto a que los pase. Pero yo ya he cambiado de idea. ¿Para qué los pasaría?

Me cogió una mano entre sus dos patas gordas de tabernero e hice una mueca de dolor, pero Kirlens no pareció notar nada.

—Pásalos —me dijo—, para que sepan que han perdido a una orilh inestimable.

—Jamás lo seré. Todos me detestan.

—Pásalos —repitió—. Y no cojas esa pinta abatida. No todo lo blanco es bueno ni todo lo negro es malo. —Hizo una mueca y añadió—: No te detestan, sólo tienen miedo.

Venga ya, pensé, me detestan a muerte. Se levantó.

—¿Quieres que te traiga la cena a tu cuarto?

La simple idea de tener que bajar las escaleras me devolvió a la realidad.

—Sí, por favor.

Creí que iba a salir ya, pero no. Kirlens buscó algo en su bolsillo y sacó un pequeño paquete envuelto con papel rosa. Me lo tendió torpemente y sonrió.

—Feliz cumpleaños, Shaedra.

Primer Lubas de Riachuelos, pensé de pronto. Me había olvidado completamente de que aquel día festejaba mis trece años.

Haciendo caso omiso del dolor, me levanté y lo abracé con fuerza, los ojos húmedos.

—Gracias, Kirlens. Has sido como un padre para mí.

Me devolvió el abrazo con torpeza y luego retrocedió y me dejó el regalo en la cama.

—Y tú sigues siendo una hija para mí. Así que cuídate y muéstrales lo que vales.

Sólo entendí que hablaba de los exámenes cuando cerró la puerta detrás de él. Enseñarles lo que valía a unos mutiladores no me hacía mucha gracia, pero desde luego Kirlens parecía darle importancia.

Me senté y cogí el regalo. No era muy espeso pero era largo y pesaba. Al abrirlo, enarqué una ceja perpleja y la vi reflejada en un espejo. Un espejo. Vaya. Contemplé el rostro pálido que me hacía frente con una mezcla de curiosidad y de indiferencia. Ojos de un verde profundo, mechas de pelo negro y sucio y orejas puntiagudas bordeadas de escamas… Aquellos últimos días me habían sentado mal y de pronto me di cuenta de que tenía un hambre voraz.

Cuando dieron unos golpecitos a la puerta, contesté de inmediato y Satme pasó con una bandeja llena de comida. Sopa, carne, zumo de naranja y una tarta.

—Feliz cumpleaños, Shaedra —soltó Satme, esforzándose por sonreír.

Colocó la bandeja en la cama con cuidado y le enseñé el espejo que me había regalado Kirlens.

—Wigy también te ha comprado un regalo —dijo y se sonrojó—. Yo… no he tenido tiempo. Lo siento.

—No pasa nada —contesté—. La mayor alegría que he tenido hoy es constatar que una mirada no mataba porque de haber matado habría muerto cien veces al caminar por la calle.

Había soltado esas palabras por pura rabia, pero no iban dirigidas hacia Satme. Sin embargo, ella se puso nerviosa, me dejó el regalo de Wigy al lado de la bandeja y se despidió precipitadamente. Temí, de pronto, que en Ató contaran sobre mí historias totalmente disparatadas.

El regalo de Wigy era una cinta azul para el pelo. Me alegré de que no hubiese venido ella misma a dármelo, porque sus palabras lo habrían chafado todo. Seguramente habría soltado algo del estilo de: “con esta cinta, se te verá menos la cara”. Bueno, quizá fuese exagerada, pero Wigy a veces tenía un tacto deplorable, y eso que no hacía las cosas con mala intención; estaba convencida de que los ternians éramos feos. Qué remedio.

Comí todo lo que había en la bandeja y no dejé ni una miga de lo hambrienta que estaba. Sorbí lo que quedaba de mi zumo de naranja, aparté la bandeja y me tumbé en la cama, satisfecha. Quitar el hambre siempre otorgaba cierta alegría.

Como en el cielo los colores se oscurecían, decidí que era la hora de dormir. Intenté quitarme la ropa pero al de unos intentos abandoné. Me daba la impresión de tener agujas clavadas en cada dedo. Como no lograba dormirme, me quedé mucho tiempo en la oscuridad de mi cuarto, pasando y repasando los acontecimientos de los últimos días, antes de darme cuenta de que no era una buena idea.

Animada con un súbito vigor, encendí la lámpara y cogí el libro Mantenimiento del equilibrio del jaipú. Como apenas había empezado unas páginas, empecé desde cero. Cada cosa que tocaba con mis manos despertaba mi sufrimiento y cada vez que pasaba la página me parecía haber logrado una verdadera hazaña. Kirlens no podía quejarse: estos últimos días me había preparado a las pruebas como nadie.

Al cabo, cuando hube leído unas veinte páginas, el cansancio me dominó y me dormí pesadamente, la cara enterrada en el libro.

20 Disculpas

Cuando desperté, Wigy estaba en el cuarto y acababa de correr las cortinas.

—Despierta, Shaedra, que hoy tienes pruebas escritas. Ánimo.

Ella no estaba para nada animada y parecía no haber dormido mucho. Yo en cambio me sentía reposada y mis manos parecían haber recapacitado un poco.

Wigy soltó un suspiro exasperado y apagó la lámpara que se había quedado toda la noche encendida.

—Desde luego, Shaedra, no aprenderás nunca. Estas lámparas no se dejan encendidas cuando uno duerme. Has estado a punto de prenderle fuego a la taberna.

Realmente parecía creérselo. Puse los ojos en blanco.

—A punto. Menuda exagerada…

Mi mirada se detuvo sobre el libro y me interrumpí.

—Oh no.

—¿Qué? De exagerada nada…

—No, no. El libro —dije, con los ojos fijos en una línea de tinta borrosa.

Wigy echó una ojeada al libro y parpadeó.

—¿Qué le pasa al libro?

Le señalé la línea imaginando mi triste destino. El Archivista Mayor me colgaría de las orejas y me sacaría los ojos, pensé, aterrada.

—¿Por estos pequeños borrones? ¿Se te ha caído la baba? —se echó a reír y la fulminé con la mirada, sin querer reconocer que la víspera me había puesto a pensar en Sain y había llorado. No había tenido noticias de él en todo un año, y podría no haber vuelto jamás, entonces ¿por qué me sentía tan triste al saberlo muerto?—. Venga, Shaedra, ¿no me digas que a estas alturas te da miedo un castigo por haber fastidiado una línea de un libro enorme?

La miré con fijeza y entendí que no tenía ni la más remota idea de quién era el Archivista Mayor de la biblioteca de Ató.

—Daría mucho por no tener que explicarle esto al Archivista Mayor —repliqué con una mueca pensativa—. Por cierto, gracias por la cinta, Wigy.

—De nada. Supe en el instante en que la vi que el azul te iría bien.

Vaya, me dije, sorprendida. Por una vez me sacaba un razonamiento más acorde con su presunto estado de hermana.

En los minutos siguientes, intenté reparar lo estropeado. Cogí una pluma, la unté en mi tintero y fui repasando sobre la tinta que casi había desaparecido: “considerando que hay en el mundo tantos jaipús diferentes como personas, diría…” Ahí se acababa la línea. El resultado me pareció aceptable. Soplé sobre la tinta durante un minuto entero, cerré el libro y lo puse en el saco, a salvo de todo daño.

—¡Shaedra! —me decía Wigy desde abajo.

—¡Ya voy!

Bajé las escaleras con la mayor ligereza posible. Los pies me hacían menos daño, pero aún los notaba doloridos.

—¿Qué hora es? —pregunté, cuando llegué abajo.

Wigy, como todas las mañanas, estaba pasando la escoba.

—Son las siete y algo. Todavía tienes tiempo, pero te desperté pronto porque se supone que tienes que estar un cuarto de hora antes de las pruebas. Además, te vendrá bien un buen desayuno.

—No digo que no.

Vi que en el fondo de la sala estaba sentada una silueta conocida y sonreí, acercándome con un buñuelo y un bol lleno de leche caliente.

—¡Buenos días, Lénisu!

—Buenos días, Shaedra. ¿Lista para escribir?

Agrandé los ojos y miré mis manos. Si había podido reparar una línea de libro, podría escribir, así que asentí y le pegué un mordisco a mi buñuelo, hambrienta.

—Pareces haber recuperado durante la noche —observó mi tío, cogió un gran trozo de huevo frito y lo engulló.

—Bah, es que he pensado que igual las garras me volverían a crecer. ¿Tú que piensas?

Después de todo, Lénisu era un ternian. Tenía que saber cosas de los ternians, ¿verdad? En todo caso, más que yo, que en toda mi vida sólo había visto a unos pocos. No perdía nada por preguntarle su opinión.

Lénisu se encogió de hombros.

—Verás, sobrina, a veces vuelven a crecer. Y a veces no. No sé mucho acerca de eso, yo nunca he perdido ninguna garra. Lo único que sé es que a los viejos se les caen para siempre —dijo con el ceño fruncido—, pero a menos que tenga dos monedas en lugar de ojos, tú no eres vieja.

Resumiendo: no tenía ni idea de si volverían a crecer o no. Bah, pensé con filosofía, quizá volviesen a salir dentro de unos años. Hice una mueca sufrida y meneé la cabeza.

—¿Y quién sabe si no soy vieja?

Bebí lo que me quedaba del bol y me levanté, determinada a acabar con esas historias de los exámenes.

—Tendré que irme si no quiero llegar tarde —dije.

—Buena suerte —soltó Lénisu levantando un puño.

Miré el puño frunciendo el ceño, luego entendí que era esa su manera de saludar y que se esperaba que yo respondiese chocando mi puño con el suyo… miré mi mano vendada y oí el suspiro de Lénisu que retiraba su mano.

—Anda, y despabila. Si reaccionas tan lento en el examen eres capaz de devolver una hoja en blanco.

—Apuesto a que no has pasado un examen en tu vida —repliqué, cruzándome de brazos.

—Mmno —admitió—. Así que aprovecha la ocasión, porque me extrañaría que vuelvas a pasar exámenes en tu vida. Esas cosas son para los ajensoldrenses. Los pueblos de ternians, los verdaderos, no se molestan con tonterías. Los exámenes, son los exámenes de la vida. El que vive gana, el que muere pierde. —Frunció el ceño, mirando su plato vacío—. Me tomaré un segundo desayuno. Buena suerte —añadió, fingiendo solemnidad.

¡Un segundo desayuno! Ese cliente privilegiado era una ruina para la taberna, pensé. Me alejé y salí del establecimiento reflexionando en lo que había dicho Lénisu. Había hablado de los ajensoldrenses como de un pueblo ajeno a su realidad. Claro, existían muchos pueblos muy distintos de los habitantes de Ajensoldra. Las Tierras Altas, las Hordas… Perdí el hilo de mis reflexiones cuando vi a Lisdren, el hijo del tejedor, cruzar mi mirada y desviarla precipitadamente.

Miré a mi alrededor y vi que la gente se apartaba de mí como de la peste. Una madre cogió a su hijo de unos seis años y lo apartó de mí, nerviosa.

—Se parecen a nosotros, pero tienen la sangre agresiva de los bárbaros —dijo una voz por lo bajo.

Apreté los dientes y seguí avanzando a paso firme, el dolor de los pies me pareció mínimo en comparación con la rabia que sentía. ¡Tengo sangre de dragón!, le quise gritar a esa voz anónima.

¿Por qué de pronto todos se metían conmigo? No era la primera en pelearse con un compañero de clase, ni sería la última. ¿Por qué ese odio repentino?

Sólo se había acrecentado, me dije entonces. Antes ya me miraban raro, pero algunos toleraban mi diferencia. Lisdren llevaba años saludándome todos los días. Y hoy no me había saludado. La gente llevaba años mirándome como a un bicho curioso. Y hoy me odiaban porque había atacado a una Ashar.

Intenté recordar cuánto poder tenían los Ashar en Ajensoldra, pero apenas me vinieron unos nombres viejos de varios siglos. Una tal Agriashi que había financiado la conquista del este, hasta las Hordas. Había estado junto a Kabdáns Ató, el fundador de la ciudad de Ató, y lo ayudó a civilizar las tierras, a domar el Trueno y a construir el altar. Pero también financió una guerra contra los pueblos bárbaros de las Hordas, provocando una huida en masas. Y endeudó al rey de Aefna, porque en aquella época, en Aefna, existía un rey… Había otros nombres, pero no recordé ninguno de hoy en día. Lo que recordé fue que eran una gran familia de financieros y políticos que luchaban por mantenerse arriba de la sociedad.

En cuanto a Garvel, el tío de Suminaria, seguramente pertenecía también a la familia Ashar, aunque jamás lo había visto. No salía de su bastión… Tenía la impresión de que era una persona bastante poco agradable.

Me dolió pensar en Suminaria. ¿La habría desfigurado realmente? En el momento en que la había atacado estaba dominada por una furia tal… Ahora me avergonzaba de lo que había hecho. Tal vez Suminaria no fuese ni siquiera una traidora. Pero ¿por qué nos había llamado estúpidos de esa forma tan despectiva, como si de pronto se hubiese vuelto contra nosotros?

Recordé que uno de mis castigos era pedirle disculpas. Entré en la Pagoda Azul y me paré en seco delante de la puerta de exámenes. La mayoría ya estaba esperando ahí, sentada. Suminaria aún no había llegado. En el fondo de la sala estaba sentado el maestro Yinur, detrás de un enorme escritorio. ¿Nos vigilaría él? Probable.

Cuando entré en la sala, me sentí el punto de mira de todos. Yori me miraba descaradamente, Marelta mostraba abiertamente su expresión de desprecio, Laya y otros me miraban con miedo. ¿Miedo? Clavé los ojos en los de Salkysso y lo reconocí. Era ese mismo destello que brillaba en ellos el día en que los Guardias de Ató habían capturado a un escama-nefando vivo a la demanda de un investigador. Pese a estar muy maltrecho, el escama-nefando seguía siendo impresionante.

Sólo que yo no tenía ni la más mínima impresión de ser impresionante y no veía por qué me mirarían con miedo. Me senté en una mesa junto a Akín y crucé su mirada. Él no tenía miedo. Él parecía estar analizándome para adivinar qué tal me sentía.

Solté un suspiro de alivio. Al menos, la amistad era más profunda que unos simples arañazos.

Cuando entró Suminaria, mi alivio se derramó por los suelos y los infiernos. Tenía en la mejilla izquierda tres grietas que le habían estropeado la piel para siempre. Creí morirme de la vergüenza. Suminaria evitó mi mirada y se fue a sentar lo más lejos posible. Tenía ganas de salir corriendo. De marcharme de ahí con Lénisu para hacer algo bueno. Salvar a Murri, a Daian y a Aleria. Matar a Jaixel. ¿Matarlo? No, me dije. Yo no haría eso nunca. No lo soportaría, ni aunque fuese un lich y fuera malo y codicioso y todo lo que los dioses querían.

Me giré hacia delante, vi que el maestro Yinur me observaba de reojo. Apreté los dientes y me contuve de gritar y de abalanzarme hacia la salida.

—El examen ha comenzado —soltó entonces el maestro—. Tenéis dos horas.

De pronto, me di cuenta de que delante de mí tenía varias hojas. Les di la vuelta y vi la primera pregunta: «Cuente lo que sepa sobre la historia reciente del Imperio de Iskamangra centrándose en el acontecimiento del desembarco de Olitz». Me quedé unos minutos sin moverme. ¡Historia! Desde luego, últimamente la fortuna no era mi compañera de viaje.

Hice lo posible para escribir algo en todas las preguntas. Al de unos minutos, me empezó a doler la mano pero seguí, imperturbable. Dos horas después el maestro Yinur recogió nuestras hojas y distribuyó unas nuevas. Cuando le di la vuelta suspiré de alivio. Era el examen sobre las energías. Contesté a las preguntas sin real dificultad, aunque supe que en algunas no me había explicado bien. Por ejemplo, en una pregunta, incapaz de expresarme con claridad con términos técnicos, me había puesto a hacer una metáfora con la construcción de caminos y de túneles. Estaba segura de que a los correctores eso les sentaría como un garrotazo.

Me encontré rápidamente en el pasillo con toda una tarde libre por delante y con la impresión de ser odiada por toda mi clase. Estaba ya saliendo de la Pagoda Azul, analizando con una mirada crítica el estado de mi mano, cuando alguien me llamó:

—¡Shaedra!

Esperé a que Akín me hubiese alcanzado y anduvimos por la calle en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviese a hablar. Y desde luego, ninguno de los dos estaba pensando en los exámenes.

—Aleria ha desaparecido —soltó Akín de pronto.

—Sí, lo sé.

Se detuvo en seco y nos miramos atentamente.

—¿No piensas hacer nada?

Akín había tomado un tono acusador y casi… furioso. Me quedé perpleja. ¿Qué razón tenía Akín para enfadarse conmigo?

—No tengo la culpa de que se haya ido —repliqué con más dureza de la que hubiera querido—, tal vez pensó que encontraría a Daian.

—Y tú piensas que no la va a encontrar, ¿eh?

Entorné los ojos.

—¿Por qué te enfadas conmigo?

Akín se mordió el labio y desvió la mirada bruscamente.

—Si no hubieses saltado al cuello de Suminaria como una salvaje quizá habríamos podido razonar con ella y decirle…

—¿Decirle que es probable que no vuelva a ver a su madre? —retruqué de mal modo, herida por sus palabras—. No, Akín, yo, en todo caso, te ayudaría a buscarla, pero no le diré que lo que busca quizá no exista ya… —se me quebró la voz.

Akín me miró fijamente, sorprendido.

—¿Harías eso por mí?

Estallé de risa, incrédula.

—¿Por ti? Perdóname pero Aleria no solamente tiene un amigo en este mundo, ¿de acuerdo?

Como parecía un poco aturdido le di unas palmaditas en el hombro y la retiré de inmediato con una mueca, con los ojos fijos en mis manos. Akín siguió la dirección de mi mirada e hizo también un mueca, como si sintiese mi dolor.

—Te quitaron las garras. Creí que aquello era un falso rumor.

—Pues va a ser que algunos rumores son ciertos —suspiré.

—¿Te… dolió mucho? —parecía mareado, como imaginándose el dolor que eso representaba. Era una de las pocas personas que parecían darse cuenta de lo que podía representar para mí perder las garras.

Me encogí de hombros.

—Bah. Estaba desmayada cuando me lo hicieron.

Un destello brilló en los ojos de Akín.

—No sé cómo se atrevieron. Sólo le hiciste unos rasguños. Nada más.

—Si hubiese sabido quién era en realidad, quizá me lo hubiera pensado dos veces antes de…

—¿Qué? —me interrumpió Akín, atónito—. ¿No sabías que Suminaria era una Ashar?

Me quedé boquiabierta.

—¿Así que tú lo sabías? Yo qué iba a saber…

Akín soltó una risotada y se tapó la boca, carraspeando, cuando las miradas se giraron hacia nosotros.

—No debería estar aquí —murmuró por lo bajo—. Mi padre me prohibió que te volviera a hablar, así que escucha. No te preocupes por Suminaria. Sus padres tienen mucho dinero y podrán quitarle esas cicatrices con alguna operación. Y en todo caso, no es para tanto, aunque no acabo de entender por qué le has atacado.

—Creí que era una traidora —dije con un tono inseguro—. ¿Lo es, verdad?

Akín meneó la cabeza.

—Nos dijo que el día del rescate de Sain, su tío le prohibió salir porque tenían una cena con no sé qué persona.

Caminamos en silencio durante un largo minuto. Así que Suminaria no había podido ir porque su tío Garvel le había prohibido salir.

—Suminaria tiene una vida mucho más cerrada que la nuestra —añadió Akín al de un rato—. No tiene que ser agradable ser una hija de los Ashar.

Sentí rabia al oír esas palabras.

—Sain sí que tiene ahora una vida cerrada. Por culpa de una maldita cena —escupí.

Akín me observó, turbado.

—No ha sido su culpa.

—No —suspiré—. Supongo que no —me brillaron los ojos—. La culpa es del Mahir.

—Shaedra —cuchicheó él—. No digas esas cosas tan alto.

Paseé la mirada por mi alrededor y me di cuenta de que ya habíamos llegado delante de la taberna.

—Odio toda esta historia —declaré de pronto—. Y si no me voy pronto de aquí, me va a dar un mal.

—Si vas a buscar a Aleria, voy contigo.

Me giré hacia Akín bruscamente.

—¿En serio?

—Sí —apretó los dientes—. Nunca seré un orilh como mi padre o como mis hermanos. Soy la oveja negra de la familia y —sonrió— pretendo serlo hasta el final.

Sonreí y me crucé de brazos.

—Nos marchamos dentro de cuatro días.

—¿El último día antes de los resultados? —se extrañó.

—Ajá.

—Estaré listo. —Sonrió ampliamente, contento de haber tomado una decisión—. Y la encontraremos. —Su voz sonaba fuerte y determinada, y en aquel momento casi me creí que nuestra misión era posible.

—La encontraremos —repetí.

—Por cierto, ¿qué tal los exámenes? —preguntó alegremente Akín. Parecía haberse liberado de un gran peso. Su alegría me contagió.

—Oh. El segundo examen, estupendo, por lo menos para mí. Historia, un desastre.

—Bueno, algo es algo. A mí me da la sensación de haber hecho un desastre por todas partes. Aunque es verdad que no estaba de humor.

—Me temo que pocos estarían de humor —razoné.

Cuando entré en la taberna, Lénisu y Kirlens se me abalanzaron para preguntarme cómo me habían ido los exámenes. Parecían estar compitiendo para ver quién sabía ocuparse mejor de mí.

Comí con Lénisu en la cocina y luego Wigy me cambió las vendas de mis manos. A las tres, salí de ahí para ir a la biblioteca. Sería una de las últimas veces que podría ir ahí, así que quise aprovecharlo. Además, tenía que devolver el libro sobre el equilibrio del jaipú, que apenas había podido empezar.

Con Lénisu habíamos resuelto que daría el dinero al día siguiente y que él me acompañaría, “no sea que aparezcan unos monos gawalts y te lo roben todo”. Con la suerte que tenía, no pude más que admitir que ir paseándome sola con dos mil kétalos era demasiado.

Cuando estuve instalada en la sección de Matemáticas, busqué el libro intitulado Las matemáticas básicas en las fuerzas energéticas. Era un libro fundamental y si no me sabía lo que había dentro, tenía fuertes probabilidades de fallar el examen del día siguiente.

Me senté y encendí una lámpara. Estaba sumida en la lectura de una teoría sobre no sé qué ángulos que tenía que tomar un relámpago de energía brúlica cuando sentí que alguien me observaba. Levanté la mirada y me encontré con los ojos purpúreos de Suminaria.

—Hola, Shaedra —dijo ella tímidamente.

Estuve un largo rato observándola sin contestar. Estaba sucediendo algo anormal. Suminaria parecía abochornada. No tenía lógica que me mirase con cara culpable cuando era yo la culpable de todo, ¿no? Además de sorprendida, me sentí un poco enfadada porque se suponía que hasta mañana no iría a pedirle disculpas. Ahora me tocaba improvisar.

—Hola —dije al fin con una perfecta neutralidad—. Supongo que has venido a reclamar tu dinero y a que me disculpe.

Suminaria se puso lívida.

—No, yo… bueno.

—Pues te pido disculpas sinceramente —solté, nerviosa, levantándome de mi asiento—. Estaba furiosa y no sabía lo que hacía. El dinero lo tendrás mañana, a menos que quieras pasar a recogerlo.

Estoy hablando con Suminaria Ashar, pensé. Estoy hablando con una Ashar. ¿Podía haber caído tan mal? Tenía ganas de salir corriendo. Apreté el puño con fuerza. El dolor me ayudó a reconcentrarme.

El rostro de Suminaria tenía una expresión de dolor. ¿Por qué cada vez que yo me sentía dolorida los demás parecían sufrir todavía más?

—Lo siento —soltó Suminaria. Su voz se quebró. Me quedé estupefacta: ¡estaba al borde de las lágrimas!

—No tienes por qué sentirlo —contesté, volviéndome a sentar.

—Lo siento —repitió con más firmeza—, porque la culpa la tengo yo. Debí haberte prevenido que probablemente no podría venir. No puedo escaparme de esa casa. Está llena de… alarmas y de guardias. Pero no lo siento solamente por eso.

Parecía estar sofocando cuando añadió:

—Cuando me atacaste, me entró el pánico. El dolor me cegó y activé un sortilegio muy potente. Una esfera nerviosa —tragó saliva mientras yo la miraba, atónita, sin tener la más remota idea de lo que era una esfera nerviosa—. Si la hubiese hecho correctamente, habrías podido quedarte paralítica del todo, o peor, tal vez habrías muerto.

Fruncí el ceño. Así que era eso. Suminaria se sentía culpable porque me había puesto en peligro de muerte. Así que me sentía aún con esa impresión de aturdimiento que no se me iba del todo… Pero Suminaria sólo había querido defenderse.

—Creo que preferiría morir a estar paralizada del todo —se me iluminó el rostro—. En todo caso, me alegro de que no seas tan buena celmista como pretendes. Sin embargo… —hice una pausa— sigo pensando que tú no tienes la culpa. Tú sólo intentabas defenderte.

—Y tanto —replicó Suminaria, poniendo los ojos en blanco.

Estallé de risa. Al fin parecía tener un poco de humor, pensé.

—¿Aceptas mis disculpas, entonces? —le pregunté.

—Si tú aceptas las mías.

Me levanté y puse mi mano sobre su corazón.

—Pues hagamos un trueque de disculpas.

Suminaria miró mi mano y palideció.

—Eso fue idea del tío Garvel —murmuró.

Tuve una mueca torva.

—Pues le recomiendo que no se cruce ni conmigo ni con Lénisu. Por su salud.

Suminaria abrió los ojos de par en par y yo le dediqué una inmensa sonrisa mientras ella llevaba su mano sobre mi corazón para hacer las paces.

21 La Isla Sin Sol

Al día siguiente, pasé los exámenes de Literatura, de Matemáticas y de Biología. Akín no volvió a hablarme en público y supuse que su padre le había soltado un buen sermón, pero me echó una mirada de cómplice que me devolvió el ánimo a pesar de que había devuelto las hojas de Literatura casi en blanco. Sólo podía culparme a mí: no había estudiado ni una maldita obra, pero en aquel momento, ¿qué me importaban los resultados? Por más que dijese Kirlens, no se podría saber si podría haber sido una excelente orilh porque me iría un día antes de que los resultados fuesen públicos así que, ¿para qué molestarse? Además, nunca había tenido el objetivo de ser una excelente orilh, ¿verdad? Bueno, la verdad es que antes de la llegada de Murri no tenía realmente ningún objetivo más que divertirme y aprender. ¿Acaso había cambiado en algo? No.

A la tarde, Lénisu y yo entregamos el dinero a la casa de los Ashar por medio de un secretario con gafas sin que el tío Garvel apareciese por ninguna parte. Lénisu salió de la casa soltando un suspiro de alivio:

—Odio estar en casa de grandes. Me da la sensación de que te pueden aplastar como sucias hormigas.

—No tenías esa impresión en casa de Emariz —observé.

—Bah. Emariz fue una grande que empequeñeció de golpe. Siempre ha tenido malas relaciones. Una dama sin escrúpulos que trata con gente de baja calaña.

—¿Como los contrabandistas? —solté tranquilamente.

—Un buen ejemplo —replicó simplemente Lénisu.

Me pasé la tarde en la biblioteca, en compañía de Akín, metidos entre unas estanterías por donde nadie pasaba. Así, le pude contar todo lo del viaje y lo del Amuleto de la Muerte. Primero, Akín se mostró horrorizado, luego totalmente asombrado.

—¿Dolgy Vranc va a venir con nosotros? —silbó entre dientes—. Creí que era una de esas personas topos que nunca salen de su sitio.

—Si bien recuerdas, nos contaba muchas historias sobre lugares extraños. Quizá los haya visto realmente.

—Sí, decía que sacaba de ahí sus ideas para hacer juguetes, ¿no? Pff, no sé si acabo de creérmelo —carraspeó Akín.

Sonreí.

—¿Quién sabe? Igual hay más verdades en lo que dice que mentiras.

Akín puso una mueca escéptica pero no dijo nada. Estuvimos estudiando todo el resto de la tarde, enterrados entre el polvo y los libros.

Sólo quedaban tres días de práctica y nos iríamos, cavilaba de cuando en cuando. Cada vez que pensaba en eso, me alegraba. ¡Nos iríamos lejos de los mutiladores!, y de toda Ató, que me detestaba. Akín estaba todavía más impaciente que yo. Por eso, seguramente, al día siguiente, en la prueba de lucha cuerpo a cuerpo perdió contra mí, y eso que yo no estaba para pelear contra nadie.

Ahora que me había hablado Suminaria de la esfera nerviosa que había echado contra mí, había alcanzado a ver la amplitud de su efecto. Los movimientos rápidos me mareaban y me daban dolor de cabeza. Por otro lado, aunque ya no me dolían tanto los pies, las manos aún me arrancaban algunas muecas de dolor. Sería inútil decir que perdí contra Yori. Hice un gran esfuerzo por ganarle a Marelta, pero perdí, teniendo que soportar su horrible sonrisa durante varias horas. Su desprecio empezaba a cansarme seriamente. Además, el juzgado evitó un enfrentamiento entre yo y Suminaria, por una ridícula prudencia que me hirió el alma, dejando claro que todo el mundo pensaba que era una pequeña salvaje incontrolable medio chiflada capaz de atacar de nuevo a la intocable Ashar. Estupendo. Cuando salí de la Pagoda Azul, humeaba de rabia.

Volvía a la taberna cuando me cortó el paso una masa con rostro preocupado y concentrado.

—Shaedra, tengo que preguntarte algo.

—Galgarrios —pronuncié—. ¿Qué haces aquí? Estoy segura de que tus padres te habrán dicho que no me hables.

Cuando vi su expresión herida me traté de insensible y le cogí suavemente el brazo para continuar andando con él.

—Lo siento, Galgarrios, estoy un poco brusca últimamente. ¿Qué querías decirme?

Galgarrios aceptó mis excusas sin rechistar y pasó directamente a su preocupación.

—Me preguntaba si sabías dónde estaba Aleria.

¡Menuda pregunta! ¿Cómo quería que le contestase?

—No, Galgarrios, no tengo ni idea.

Galgarrios se giró hacia mí. Sus ojos brillaban de una concentración que no era acostumbrada en él.

—Pues yo sí sé dónde está.

Necesité varios segundos para entender que hablaba en serio.

—¿Tú, Galgarrios, sabes dónde está Aleria? —susurré.

Asintió, convencido.

—Sí.

—¿Dónde?

—Ha ido a buscar a Daian.

Esperé a que añadiese algo, pero no, se quedó ahí. Interiormente, dejé escapar un inmenso suspiro. ¿Por qué había tenido la esperanza de que supiese algo más?

—Muy bien, Galgarrios —repliqué—, pero eso no nos avanza mucho.

Galgarrios puso una cara sorprendida.

—¿Seguro? Pero si sólo hay que ir donde está Daian, y ya está.

—Y tú, claro, sabes dónde está Daian.

Entrecerró los ojos, pensativo, y asintió:

—No, no lo sé —confesó, y gruñí, exasperada, pero él continuó—: Pero esta noche, cuando estaba pensando, lo entendí.

—Enhorabuena. ¿Qué entendiste?

Su rostro se iluminó.

—¿No lo ves? Las sombras. El grito. Todo concuerda. Han llevado a Daian a la Isla Sin Sol.

No pude evitarlo, me cubrí la cara con las manos.

—¡Oh, Galgarrios!

—¿Soy bueno, eh?

Me sonreía, muy orgulloso de sí mismo. Estallé. Mi exasperación se convirtió rápidamente en una risa sonora.

—Ay —dije, enjuagándome los ojos—. Muy bueno, Galgarrios, buenísimo.

Su cara perpleja se transformó en una cara feliz.

—Entonces, hay que decírselo al Mahir, para que vaya a buscarla, ¿no?

—Mira, no te preocupes. Yo me encargo de todo.

No le vio ningún inconveniente, más bien estuvo muy aliviado con la idea de que no fuese él quien tuviese que hablar con el Mahir. La Isla Sin Sol, me repetí, sonriente, mientras entraba en la taberna. ¿Pero aún creía en eso?

* * *

Al día siguiente, teníamos la prueba práctica que, según muchos, contaba más que ningún otro examen. Me levanté temprano, sin que Wigy tuviese que sacarme de la cama. Abajo, Lénisu no estaba y aposté a que dormiría a pata suelta hasta el mediodía. Desayuné pese al nerviosismo y me encontré en la Pagoda Azul sin que me diese tiempo a hacerme a la idea de que había llegado.

—Hoy toca la prueba gorda —me susurró Akín, mientras nos guiaba un maestro del jurado, el maestro Tábrel, fuera de la pagoda, hacia un edificio contiguo.

—Bueno, espero que estará a mi altura —solté con un tono pedante, imitando a Yori.

Nos reímos y Yori, que nos había oído, nos miró con cara de pocos amigos.

—Bien —dijo el maestro Tábrel cuando hubimos llegado y entrado en una sala alargada con un montón de puertas—. Coged cada uno una de esas cintas y ponérosla alrededor de la cabeza. No la quitéis en ningún momento y bajo ningún concepto —mientras obedecíamos, añadió—: Detrás de estas puertas, se encuentra el escenario de la prueba. Recordad el reglamento y llegad hasta el final como podáis.

A través de mi mente aturdida, quién sabía ya si por el estrés de la prueba o por la esfera nerviosa de Suminaria, divisé un amago de sonrisa en el rostro del maestro Tábrel.

—La prueba ha comenzado —sentenció.

Los trece snorís abrimos nuestras puertas respectivas y la cruzamos, sumergiéndonos en la oscuridad.

22 Prueba de voluntad

Miré a mi alrededor. Estaba sobre un suelo blanco iluminado, y más allá todo estaba negro. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Encendí una esfera de luz, pero no iluminó la oscuridad, como si no hubiese nada que iluminar. ¿Qué habría en la oscuridad, más allá del suelo blanco? Y de pronto, me pregunté: ¿qué era eso sino un acertijo?

Recordé, inopinadamente, lo que había dicho Kirlens unos días atrás: “No todo lo blanco es bueno ni todo lo negro es malo”. No todo lo negro es malo, me repetí. Eché un vistazo a lo que parecía ser el peor de los vacíos y posé un pie. Sólido.

Entonces se iluminó el pequeño corredor y percibí un atmósfera cargada de energías. En medio del corredor, había un objeto. Sospechoso, me dije, entornando los ojos. Sin duda, tenía que haber trampas. Me pasé un buen rato examinando las energías, sin alcanzar a entender los sortilegios. Y entonces, por un extraño azar, se me ocurrió que el objeto en medio del pasillo podía ser un maeth. Según había leído, un maeth era una mágara de ilusiones que mostraba cosas que no eran ciertas utilizando armonías avanzadas.

De modo que quizá el corredor en el que estaba no era un corredor, ¿quién sabe? Traté entonces de percibir el trazo del sortilegio armónico y lo conseguí a medias, cerciorándome al menos de que, efectivamente, lo que estaba viendo era una ilusión.

Examiné la pared, levanté una mano y la toqué, o pretendí tocarla, porque mi mano atravesó lo que debiera haber sido la pared. Di un salto hacia atrás, asustada. De pronto oí una risa estrangulada.

Fruncí el ceño. ¿Podía ser uno de los demás snorís? A fin de cuentas, quizá el muro fuese del todo ficticio y en realidad estuviésemos todos en una gran sala sin paredes. O bien se trataba del maeth.

La risa dejó lugar al silencio. Miré intensamente el maeth y me repetí mentalmente que la risa tenía que provenir de ese objeto.

Entonces oí un grito que reconocí de inmediato. Era el grito de Aleria.

—¡Aleria! —grité desgañitándome.

Crucé el corredor a toda prisa, utilizando el jaipú con prudencia, ya que no sabía nada sobre lo que me rodeaba de veras. Empezaron a activarse varias trampas y las evité todas de milagro, evitando caer en un enorme agujero ficticio mediante un salto artístico. Aterricé sobre una plaza empedrada. Aryes estaba ahí, con la mirada clavada en la ilusión de un enorme engendro infernal.

Aryes, me repetí, jadeando. Era Aryes, no Aleria, por supuesto. Aleria no podía estar ahí. El elfo oscuro estaba aterrorizado. Ni logré poner un nombre a la criatura que le enseñaba sus dientes afilados. Aleria seguro que habría podido. Eché ese pensamiento de mi mente y grité:

—¡Aryes! Sólo es una ilusión.

Aryes me vio de reojo. Estaba rígido y lívido y tenía los labios apretados, como para no gritar. Estaba muerto de miedo. No se movería. Viniendo de Aryes, no era de extrañar. En aquel momento, apareció Yori del otro lado de la plaza. Los demás no tardarían en aparecer. Y se suponía que el objetivo era matar aquella criatura, ¿no?

Llegaron Akín y Marelta al mismo tiempo, tropezándose el uno con el otro. Vi a Marelta empujar a mi amigo con brutalidad y mascullarle algo antes de mirar a su alrededor. Soltó un grito al ver la enorme forma oscura y terrible.

—¿Qué demonios es eso? —tartamudeó Akín.

En ese preciso instante, un rugido demoníaco resonó. Sólo era una ilusión, me repetí, temblando.

—Wuaw —oí resoplar a Aryes, mientras el monstruo parecía estirar el cuello.

—¡Tenemos que deshacer la ilusión! —soltó Marelta con los ojos agrandados.

Asentí con la cabeza, sin moverme. Ahora, todos estábamos frente al engendro y estaba segura de que el jurado esperaba que deshiciésemos la ilusión todos juntos.

—Parece real —murmuró Akín.

—¿Tienes miedo? —replicó Marelta con una mueca de desdén.

—Venga —nos animó Yori—. Manos a la obra.

Nos adelantamos todos y nos concentramos. Al menos, las armonías se me daban bien, pensé. El engendro gruñía y en cuanto intentamos destruirlo se abalanzó sobre nosotros para amedrentarnos, sin alcanzarnos sin embargo. ¿Estaba acaso el jurado entero concentrado en mantener esa ilusión?, me pregunté. Busqué los trazados más débiles y traté de romperlos como pude. Finalmente, todo se deshilachó, pero antes de desaparecer la criatura cayó de bruces sobre nosotros. Marelta soltó un grito de terror.

—La que no tenía miedo —rió Aryes, nervioso.

Lo miré, asombrada. ¡Aryes burlándose de Marelta! Eso sí que era de primera. ¡Y no desvió los ojos ante su mirada asesina! Sin poder evitarlo, solté una risita divertida que me valió una mueca criminal de Marelta.

Examinamos la sala. Era grande y, más lejos, el suelo estaba cubierto de anchas piedras, pero aparte de algunas columnas, no había nada. Sí, una puerta con dos batientes, al fondo y a oscuras.

Íbamos a avanzar en la sala cuando Akín levantó una mano.

—Esperad.

—¿Qué? —replicó de inmediato Yori.

—Mirad el suelo. La forma de las piedras —explicó—. Son hexágonos. Tienen diferente color.

—¿Y? —dije, sin entender.

—Esta sala es una trampa —murmuró Suminaria.

—Un acertijo —rectificó Akín.

Lo miré con admiración. Akín parecía encarnar la inteligencia de Aleria en Ató. Algunos intercambiaron miradas, escépticos.

—¿Qué propones? —le preguntó Laya. Ante su nueva autoridad, Akín parecía un poco perdido.

—Bueno…

—Enviemos algo encima de un hexágono —propuso Revis.

Todos se mostraron de acuerdo y esperamos a que Revis invocase algún objeto, ya que era uno de los pocos en conseguir invocar nada. Se concentró hasta el punto que le salieron gotas de sudor. Agitaba la cabeza como un toro… y finalmente salió una ridícula canica de un verde fluorescente. Se le cayó de la mano y se puso a rodar hacia uno de los hexágonos.

Instintivamente, retrocedimos unos pasos.

—¿Qué creéis que va a pasar? —preguntó Galgarrios.

—Va a explotar —rió Kajert, nervioso.

—No. Creo que saldrá un monstruo —dijo Marelta.

Solamente con pensar que en cada hexágono se escondía un monstruo, toda réplica burlona murió en mi garganta.

La canica rodaba y rodaba cada vez más lento. Se detuvo a un centímetro del hexágono y oí los suspiros exasperados de todos. Yo misma no podía creérmelo y estaba casi segura de que el jurado lo había hecho queriendo.

—¿Qué hacemos? —resopló Laya.

En ese instante, avanzó Aryes unos pasos y se concentró para un sortilegio. Dibujó unos signos que no reconocí en el aire. De pronto se oyó un leve soplido de viento y la canica se deslizó hasta el primer hexágono. Sin pensarlo, atrapé el brazo de Aryes y lo eché para atrás. Justo a tiempo. Una lluvia de lava ardiente caía en el primer hexágono, salpicando alrededor, emitiendo chasquidos y escupiendo gotas rojas de temperatura muy elevada. La ilusión estaba tan bien conseguida como la del engendro, pensé, impresionada.

—Caray, Aryes, no sabía que eras un versado en energía órica —soltó Yori, irónico.

Aryes se sonrojó un poco.

—He leído cosas sobre eso.

—Al menos así sabemos que esta sala no era del todo inofensiva —dijo Akín alegremente.

Le di un codazo, burlona.

—Encuéntranos un remedio para salir de aquí, ya que eres tan listo —le solté.

Esperamos un buen rato, pero la lluvia seguía, imperturbable.

—Esto no va a parar —observó Marelta expresando el pensamiento de todos—. Creo que hay que adivinar qué hexágonos tienen trampas e intentar no activarlas.

Por una vez, estaba de acuerdo con ella. Desafortunadamente, nadie sabía por dónde empezar. Era imposible rodear los hexágonos para alcanzar la puerta que nos hacía frente.

Estábamos desesperados y desanimados, cuando de pronto Yori exclamó:

—¡Mirad!

Nos giramos todos hacia él. Señalaba uno de los hexágonos y nos acercamos con premura. Había algo inscrito. Oh, no, me dije. Seguramente sería algún acertijo. Y, de hecho, lo era.

«Empieza por saltar desde la nada hasta el cielo» —leyó Salkysso, sobre el hombro de Yori.

Akín y yo nos echamos a reír. Aquella frase no tenía ningún sentido.

—¡Ya lo entiendo! —soltó Salkysso sin embargo—. Lo que hay que hacer es saltar hasta el hexágono azul ese. Es el único que hay en la segunda fila.

—¿Ese azul quieres decir? —designó Ozwil un hexágono rojo.

Lo miramos todos perplejos.

—Yo sólo veo uno azul en la segunda fila y es ése —gruñó Yori, señalando un hexágono verde.

Me costó contener la risa cuando entendí que cada uno veía un color diferente en los hexágonos. Cuando los demás lo entendieron también, nos dimos cuenta de que poniéndonos frente a nuestro hexágono azul, cada uno tenía un sitio. Sólo había un hexágono libre. El de Aleria, entendí.

La primera en saltar al hexágono azul fue Laya. No pasó ninguna catástrofe ni nada, así que saltamos todos hasta nuestro hexágono azul. Yo, como justo coincidía que el hexágono azul era el que estaba detrás del hexágono activado y con lava, tuve que hacer malabarismos para llegar a mi sitio, pero lo conseguí con un bonito salto. A todos les fue bien, menos a Ozwil, el cual, no muy habituado a saltar sin la ayuda de sus botas saltadoras, se equivocó calculando y recayó brutalmente en un hexágono que era verde para mí. La voz de uno de los jueces surgió no sé de dónde y le pidió que se mantuviese donde estaba. Ozwil se lo tomó bastante mal, pero no se movió.

En cada losa azul, había un acertijo diferente inscrito en la piedra con armonías. Mi acertijo era: «¿De qué color es la librea oficial de la ciudad de Neiram?».

Estuve a punto de soltar un gruñido. Qué preguntas, pensé. Miré a mi alrededor, entornando los ojos, y se me iluminó la cara. Era el rojo. Pero enseguida hice una mueca al percatarme de que el único hexágono rojo que tenía a mi alrededor estaba ocupado por Marelta. Hasta que la elfa oscura no se moviese, yo no podría avanzar.

Pero Marelta parecía tener problemas para descifrar el acertijo. Suspirando interiormente, le pregunté:

—¿Cuál es tu acertijo?

—¿Y a ti qué te importa? —retrucó.

Cuando le expliqué mi problema no pareció tampoco muy encantada pero aceptó leerme su acertijo. Era un ejercicio de cálculos con cosenos y ángulos. Tuvimos que pedirle ayuda a Ozwil, el gran calculador de la clase. Castigado en su hexágono, hizo los cálculos mentalmente y nos dio el resultado. Finalmente Marelta avanzó de un hexágono y yo pasé a remplazar el suyo.

Vi el acertijo borrarse de la losa y apareció otro: «¿De qué color es una solución de estrandio?». No tenía ni idea.

Los demás seguían avanzando hexágono a hexágono. En cambio, Galgarrios parecía tan bloqueado como yo y Akín tenía en la cara una intensa concentración, como si estuviese rememorándose algo. Abrió los ojos y meneó con la cabeza, desanimado.

—¿Algún problema de memoria, Akín? —le pregunté.

—¿Quién fue el descubridor del archipiélago de las Anarfias?

¡Desde luego no escatimaban con la dificultad de las preguntas! Como negaba con la cabeza, y me preparaba a decirle que no tenía ni idea, Laya intervino:

—¡Creo que me acuerdo! Se lo apodaba el Destripador. El nombre… no recuerdo.

A Akín se le iluminó el rostro y dijo:

—Jansil Gavríez el Destripador. ¡Y Gavríez en caéldrico significa violeta!

—¡Eso! —aprobó Laya.

Akín avanzó de un hexágono. A Yori y a Salkysso les faltaban tres niveles, la mayoría cuatro, y yo todavía estaba en el segundo.

—¿Algún problema, Shaedra? —me preguntó Akín.

Le leí mi acertijo. Akín silbó entre dientes.

—Ni idea —confesó.

Entonces, Galgarrios intervino:

—¿No existe un poema con el verso «oh, hermosa hada, de ojos más azules que el estrandio»?

Parpadeé, aturdida, y entonces me carcajeé, divertida. ¡Pues claro! Salté al hexágono azul y solté una exclamación triunfal.

—¡Gracias Galgarrios! Eres un genio. ¿Quieres que te ayude con tu acertijo?

Galgarrios negó con la cabeza.

—No, si ya he entendido el acertijo. He entendido el juego. Ya me basta.

Lo contemplé, atónita. Realmente, Galgarrios podía soltar frases totalmente incomprensibles. Como parecía estar contento en su hexágono, no insistí y me concentré en el próximo acertijo. Los demás no paraban de hacerse preguntas para asegurarse de que no se equivocaban o para desbloquearse.

El siguiente acertijo era una pregunta de sentido común y pasé al siguiente con facilidad. Continué avanzando, aunque había perdido mucho tiempo con el enigma del estrandio, y me faltaban tres niveles cuando Yori, Salkysso y Marelta llegaron junto a la puerta.

—¡Está cerrada! —declaró Salkysso.

Entonces vieron el mensaje incrustado sobre la puerta, pero, por lo visto, no sabían descifrarlo. Me concentré en mi siguiente acertijo con decisión: «¿Qué planta es esta?» Había un dibujo debajo. Solté un suspiro de alivio, la conocía:

—Rakornia blanca —dije, como si mis palabras pudiesen tener algún efecto mágico. Salté al hexágono blanco.

—¡Ya está! —gritó Yori. Al parecer, habían resuelto el enigma porque consiguieron abrir la puerta. Yori pasó el umbral… y desapareció.

—Mierda —lo oí decir. Estaba detrás de mí, de nuevo al principio. Yori había atravesado un desviador.

Varios se echaron a reír. Marelta desapareció por la puerta entornada seguida de Salkysso, Ávend, Laya y Revis, y esta vez ellos no volvieron a aparecer al principio. Aryes llegó de un salto junto a la puerta y se giró hacia nosotros, con el ceño fruncido. Akín estaba a punto de conseguirlo, Galgarrios no se había movido de su remanso, Yori intentaba acordarse de su recorrido y Ozwil seguía atrapado en su hexágono verde, paralizado y con una cara mortalmente aburrida. ¿Y Kajert? En ese instante acababa de activar una trampa y, sombrío, se sentó antes de que el jurado le dijese nada. En cuanto a Suminaria, sentada contra una columna, observaba con el ceño fruncido un pergamino. ¿De dónde lo habría sacado?, me pregunté.

«¡Quítaselo de las manos!»

La voz se me impuso como una violenta borrasca. Perdí la poca paciencia que me quedaba y me puse a correr, saltando y activando todo tipo de trampas. En un momento, sentí que parte de mi brazo se me congelaba, luego que me llovía una lluvia de veneno y que me perseguía una tropa de leopardos. Finalmente, llegué junto a Suminaria totalmente aturdida y con la mente en efervescencia, viendo bichos por todas partes, moviéndose, girando en remolinos, pero la ira no se me iba. Cogí el pergamino de las manos de Suminaria y lo rompí en varios trozos ante su mirada maravillada. Se acabó esa maldita prueba, pensé. Se acabaron el jurado, los mutiladores, los asesinos de Sain… Sentí que alguien me cogía del brazo suavemente y me arrastraba lejos. Hubo una explosión y luego nada.

Resurgí de mi estado de aturdimiento en mi cuarto. Oía voces y me sorprendí al reconocerlas. Una era la de Akín y la otra de Aryes. ¡Aryes! ¿Por qué venía él a mi cuarto? Jamás había sido amigo mío. Siempre me había parecido un espíritu tímido y medroso.

—No hace falta que te preocupes más, Aryes, ya me ocupo yo de ella —decía Akín.

—Claro —replicaba simplemente el otro.

Pero no oí ningunos pasos sobre el suelo. Ninguno de los dos se movía.

—¿Por qué crees que ha hecho eso? —Era Akín.

—¿Te refieres a que activase todas las trampas? No lo sé, pero ha sorprendido a todos los del jurado.

—Sí. Me pregunto cómo ha hecho para que no la alcanzasen ninguna de las trampas.

—Eso es mentira —solté.

Gruñí y abrí los ojos. Aryes estaba de pie, junto a la puerta, Akín estaba sentado en mi silla. Conversando ambos como cotorras. Los había sobresaltado y ahora me miraban, sorprendidos.

—Es verdad, lo es —insistí—. Casi todas las trampas me alcanzaron un poco. Casi me parece que aún tengo el brazo congelado. Qué asco de sensación. Por cierto, ¿qué hacéis en mi cuarto?

—Cuando salimos del edificio, estabas desmayada y te hemos traído aquí de vuelta.

—Últimamente tengo la impresión de ser un peso muerto al que siempre le ocurren desgracias —mascullé.

Me enderecé y me di cuenta de que me dolía horriblemente la cabeza. Me golpeé la frente con un puño impaciente.

—Vaya. Lo que faltaba. ¿Qué pasó después de que le quitase la trampa de las manos a Suminaria?

Akín y Aryes intercambiaron una mirada confusa.

—¿Cómo dices? —soltó Akín, perdido.

—El pergamino. Era una trampa —expliqué, impaciente—. ¿Por qué pensáis que me he puesto a correr si no? Suminaria lo estaba mirando como embelesada, y como ya habíamos perdido a Ozwil, pues me dije que ya era suficiente.

Fruncí el ceño al acabar mi frase. No tenía sentido lo que estaba diciendo. No, tenía que haber otra cosa. Recordé la voz imperativa que me había gritado: “¡Quítaselo de las manos!” ¿Era real o no era real lo que había oído?

Si hubiese estado Akín solo, le podría haber comentado el suceso, pero no podía confiar en Aryes. Seguramente pensaría que oía voces irreales en mi cabeza. Pensaría: la ternian medio chiflada se ha vuelto lunática. Agité la cabeza, suspirando. ¿Es que no acabaría nunca este encadenamiento de eventos extraños?

—Buf. No he dicho nada. Por un momento creí… Bah, no importa. ¿Qué tal se ha acabado la prueba para vosotros?

No preguntaba por mí. Ya sabía que la prueba había sido un total fracaso para mí.

—Bueno —dijo Akín—, yo conseguí llegar hasta la puerta y marcharme. Yori se quedó congelado en un hexágono. Galgarrios —sonrió al mencionarlo— se sentó en el hexágono y se puso a bostezar. Y Aryes —añadió, carraspeando— os cogió a ti y a Suminaria y os ayudó a salir de la sala…

—¿Hiciste eso? —exclamé, boquiabierta.

Aryes se había sonrojado pero sonreía como un niño feliz.

—Sí, lo hice.

No comenté su acción porque simplemente me aturdía no lograr entender el cambio de actitud de Aryes. Había sido capaz de replicar algo a Marelta. Capaz de hacer un sortilegio órico… y capaz de hacer el ridículo intentando sacarnos a mí y a Suminaria de la sala de los hexágonos cuando no estábamos en real peligro.

—Bueno —gruñí, frotándome las sienes doloridas—. Supongo que los del jurado te recompensarán por tu acto solidario.

Aryes palideció.

—Seguramente —replicó con brusquedad—. Tengo que irme —añadió antes de abrir la puerta y salir soltando un «hasta mañana».

La puerta se cerró detrás de él.

—¿Qué demonios le pasa a este? ¿He dicho algo malo?

Akín levantó los ojos al cielo.

—Déjalo. Nunca cambiará. Al menos se prestó voluntario para ayudarme a llevarte hasta aquí.

—Todo un detalle. ¿Y Galgarrios?

—Estaba desmayado. Kajert también. En realidad todos los que quedaban en la sala fueron sacados inconscientes, salvo Aryes. No me preguntes por qué. Misterios insondables.

—Sí, misterios insondables —repetí, frunciendo el ceño.

Sentía que había algo que tenía que entender. Algo relativo a la voz que me había hablado. Esa voz no tenía nada que ver con la prueba ni con el jurado. Me lo decía el instinto.

Me levanté de golpe y fui a comprobar que se podía abrir la ventana… Cerrada. ¡Otra vez!, pensé algo asustada. Pero esta vez el sortilegio era todavía más sencillo. No era nada del otro mundo. Pero ¿por qué? Tal vez un mensaje, reflexioné, tratando de serenarme. Pero un mensaje se suponía que tenía que ser entendible y yo no entendía nada.

—¿Sabes, Akín? —dije observando el trazado del sortilegio de la ventana.

—¿Qué?

Por un momento, quise decirle otra cosa, una cosa que había entendido, que el pergamino estaba encantado y que Suminaria había estado a punto de sufrir un sortilegio dañino, quizá hubiese estado a punto de morir. Entonces, recordé que cada vez que decía algo, luego pasaba una catástrofe y me contenté con señalarle la ventana.

—Es la segunda vez que ocurre. Un sortilegio de cierre en mi ventana. ¿Crees que podrían ser defectos del morjás?

Akín se levantó de un bote y se reunió conmigo. Se cercioró de que la ventana no se podía abrir y entonces negó con la cabeza.

—No parecen defectos del morjás.

Solté un suspiro cansado. Me dolía la cabeza y no me apetecía pensar más. Adivinando quizá mi estado de ánimo, Akín se abstuvo de hacer muchas preguntas, me ayudó a deshacer la cerradura mágica y, poco después, me quedé sola en mi cuarto, con los pensamientos aturdidos que se arremolinaban en mi mente. Coloqué la silla junto a la ventana y me senté para contemplar los tejados.

Afuera, dieron las dos de la tarde. ¿Tantas horas habían pasado? ¿Cuánto tiempo habría durado la prueba? No tenía ni idea. Levanté la cabeza y miré la torre de vigía, a lo lejos. Un elfo de la tierra tenía apoyados los codos en el parapeto, contemplando el cielo con aire sereno.

Y mientras tanto, las preguntas fluían libremente en mi cabeza, sin que me dejasen en paz un segundo. ¿Por qué alguien quería hacerle daño a Suminaria? ¿Por qué me cerraban la ventana? ¿Por qué Daian y Aleria habían desaparecido? A todas esas preguntas, sólo me contestaba un inmenso silencio.

23 Perdiendo el norte

No me moví en toda la tarde y ayudé como pude en la taberna, lavando platos, sirviendo y cocinando, según tocase. Por nada del mundo quería salir del Ciervo alado. Era capaz de provocar otro desastre y de desencadenar una decena de desgracias. Mejor hacer tareas monótonas y tranquilas como lo era vigilar la sopa para la cena.

Lénisu estuvo ausente toda la tarde, y me pregunté qué demonios haría durante el día. ¿Conversando con Dolgy Vranc? Sonreí. Eso era la última cosa que haría Lénisu. Con todo lo que lo había criticado, yo no dejaba de pensar que tal vez había cometido un grave error cuando había obligado al semi-orco a venir con nosotros. Pero Dolgy Vranc había aceptado su promesa con buen humor, y no veía en qué podía representar un grave error.

En la cena, sin embargo, Lénisu apareció en la cocina mientras estaba comiendo con Wigy. Llevaba siempre su espada corta al cinto pero había dejado su capa negra de viajero.

—Buenas noches, Lénisu —solté.

—Buenas noches, Shaedra. He oído que el día te ha sido favorable —dijo Lénisu, con una gran sonrisa.

Enarqué una ceja sin entender a qué se refería.

—Me quedé desmayada durante la prueba. No creo que el jurado aprecie mucho mi prestación —añadí, dándome cuenta sólo ahora de que probablemente estaba en lo cierto.

Lénisu me miró con extrañeza y se encogió de hombros, cambiando de tema mientras se sentaba a la mesa con un plato de sopa. Desde luego no hacía falta decirle que hiciese como en su casa. De todas formas, dudaba de que tuviera una aparte de los Subterráneos que tanto parecían enorgullecerle. Como a Wigy no le gustaban las maneras y el desenfado crónico de mi tío, no pude más que sorprenderme cuando se puso a conversar con Lénisu sobre el tema de la tradición.

La conversación me pareció estar girando siempre alrededor de un mismo recipiente así que al cabo, en un momento de silencio, pregunté:

—Lénisu, ¿cómo son los Subterráneos?

Mi tío enarcó una ceja, cogió su vaso de vino y se lo sorbió todo. Lo posó y eructó, sin duda para provocar la categórica desaprobación que ahora se dibujaba en el rostro de Wigy.

—Perdón —dijo sin la menor pinta de sentirse culpable—. Los Subterráneos… —repitió, pensativo—. Bueno, hay túneles, cavernas, mazmorras, torreones… Todo muy oscuro. —Sonrió—. Pero eso ya lo sabes. También hay ciudades con todo tipo de bebidas y platos que abrirían el apetito de un troll que acaba de tragarse a cien saijits. Para chuparse los dedos, sobrina. Me encontré un día con un cocinero… —Frunció el ceño, como inquieto, recordando—. Era un humano de esos altos que no ves por todas partes. Me enseñó una receta para cocinar cangrejos de barro a la cazuela con pimientos, si quieres te la enseño.

Puse los ojos en blanco mientras se me ponía a hablar de la gastronomía de los Subterráneos. Finalmente, empezaba a pensar que su estancia en los Subterráneos no había tenido que ser tan terrible como me la había imaginado, a menos que Lénisu evitase a toda costa rememorarse los días oscuros.

Después de la cena, volví a mi cuarto y me encontré con que la ventana estaba otra vez cerrada. Después de balancearme un poco, pensativa, decidí no abrirla. Así, reprimiría las ganas irresistibles que tenía de salir y de buscar, por ejemplo, a la persona que me había cerrado la ventana en tres ocasiones.

Aquella noche dormí poco y tuve pesadillas. Soñé que estaba otra vez en la sala de la prueba y, en lugar del monstruo, vi a Taroshi… Kirlens y Wigy se estaban acercando a él muy lentamente y yo les gritaba que se detuviesen, pero seguían andando. Y Taroshi los arrastraba hacia un agujero y los tres caían y volvían volando, sostenidos como marionetas, mientras resonaba una risa atragantada y aguda.

Me desperté cubierta de un sudor frío con la impresión de haberme pasado toda la noche agitándome como un animal enjaulado.

* * *

Aquel día era el último día de exámenes prácticos. Según el maestro Jarp, aquella prueba tenía que evaluar nuestra capacidad de reacción en un entorno real. Para ello, nos guió hasta los bosques.

En el camino, nos cruzamos con Nart y me sorprendí al verlo hacernos un gesto para animarnos, a Akín y a mí. ¿Acaso él había decidido pasar ampliamente de lo que pensaban los demás de mi ataque brutal contra Suminaria?

—Shaedra… —me dijo Akín al de un momento.

—¿Qué?

—¿Es normal la manera con que te mira la gente?

—¿Como a una bestia furiosa, quieres decir? Claro. Me odian.

—No, no, fíjate bien. Ya no te miran así. Al menos no todos —se corrigió, algo molesto.

Fruncí el ceño y observé los rostros a mi alrededor. Esperaba cruzar miradas de desprecio, esperaba que la gente rehuyera de mí automáticamente. En lugar de eso, me encontré con miradas curiosas. ¿Acaso me había convertido en algún animal de circo?, pensé, mosqueada.

—¿Qué mosca les ha picado? —refunfuñé.

Salkysso se giró hacia mí y me sonrió ampliamente.

—¿No lo sabes? Le salvaste la vida a Suminaria —me reveló—. Al menos eso cuentan los del jurado. Al parecer, cogiste el pergamino que estaba leyendo Suminaria y lo rompiste. Y al parecer era un pergamino roba-vidas. Le salvaste la vida —repitió, muy contento.

Hice un esfuerzo por no saltar de alegría ante la primera buena noticia que recibía desde hacía días. Así que no había soñado ni había hecho el ridículo haciéndole caso a la voz. Y todo el mundo lo sabía. Akín se había quedado boquiabierto. Salkysso me miraba con una gran sonrisa franca. Se le había pasado la etapa en que me miraba con miedo, pensé.

—¿Pero quién había puesto ese pergamino? —pregunté. Y añadí interiormente: ¿cómo había podido pasar un pergamino encantado dentro del edificio de los exámenes prácticos sin que el jurado se diese cuenta?

Salkysso frunció el ceño, súbitamente pensativo.

—No se sabe.

—¡Silencio! —tonó el maestro Jarp girándose hacia los snorís.

Nos callamos y no dijimos nada más durante todo el trayecto. Suminaria caminaba junto al maestro Jarp. Estaba pálida como la muerte. Quizá temiese algún nuevo intento de asesinato. ¿Pero por qué alguien querría de pronto matar a la hija de los Ashar? En todo caso, poco me importaba que la gente que no me conocía me mirase con desprecio o con curiosidad. Haría todo por proteger a Suminaria hasta mi partida, me juré.

El maestro Jarp también estaba un poco pálido cuando se giró hacia nosotros.

—Esta es la última prueba de los exámenes de los snorís de primer año. La prueba consiste en que conozcáis bien vuestras reacciones y vuestro instinto. El instinto es sabio pero no sirve en todos los casos. Cuando os veáis en una batalla de verdad, lo sabréis. Ahora, os informo de que vais a entrar en una zona protegida y vigilada donde encontraréis a diversos monstruos invocados. Si un monstruo os toca u os roza, desaparecerá y eso significará que habéis reaccionado mal, ¿de acuerdo? El objetivo es huir de las bestias, pero si alguno se cree capaz de matar a alguna, lo puede hacer, siempre y cuando no ponga en peligro a los demás compañeros. Lo ideal sería que fueseis cada uno por vuestro lado, pero si queréis podéis formar grupos. No tengo nada más que deciros, excepto buena suerte.

Con una mueca bonachona, hizo un gesto, invitándonos a seguir, a entrar en la “zona protegida y vigilada” con monstruos dentro.

* * *

Me agarré a la rama como pude, maldiciendo mis vendajes. Dos nadros rojos rabiaban abajo, intentando agarrarse al tronco y subir para cogerme. Vi a uno que cogía carrerilla y me asusté. Me levanté y empecé a trepar todavía más arriba. Cuando me hube agarrado a otra rama, un poco más fina que la anterior, me giré hacia abajo al tiempo que oía un grito. Los nadros rojos se iban. Habían encontrado a otra presa. Sobre otro árbol, vi al maestro Yinur concentrado en mantener las ilusiones de sus dos monstruitos y aparté rápidamente la mirada para que no viera que lo había visto.

No esperé a que viniese otro monstruo y me deslicé al suelo con rapidez. Miré hacia la izquierda, hacia la derecha, y eché a correr hacia donde habían salido los nadros rojos, con un mal presentimiento.

Me encontré con Akín, solo junto a un pequeño arroyuelo. Tenía una expresión gruñona.

—¿Dónde están los nadros rojos? —le pregunté, alcanzándolo.

—Se me tiraron encima.

—Mm. —Sonreí—. Esta prueba me parece más divertida que la de ayer. Al menos uno no está pendiente de si va a andar sobre un hexágono coloreado lleno de lava.

—Tienes razón —coincidió; se le suavizó la expresión—. ¿Dolgy Vranc está preparado para el viaje? —me preguntó en voz baja.

Me encogí de hombros.

—Lénisu me dijo que no tendría más remedio que estar preparado si quería venir con nosotros.

Sus ojos brillaron de excitación y de esperanza.

—¿Por dónde iremos?

—Hacia el sur.

—¿Hacia la Insarida? —articuló él, tragando saliva.

—Remontaremos el Trueno —expliqué—. Lénisu dice que lo más probable es que Aleria haya pensado ir por ahí.

Akín frunció el ceño.

—¿Seguro que no te estará engañando, eh? Si bien recuerdo, Murri y Laygra deben de estar por el sureste, según dijiste…

—Sí —lo corté—. Francamente, cuando llegue el momento, creo que habrá que convencer a Lénisu de alguna forma para que nos ayude a buscar a Aleria… y si no… si no, que se vaya solo a buscar a Murri y a Laygra mientras nosotros vamos a buscar a Aleria.

Akín me observó atentamente, como intentando leer mis pensamientos.

—Pero… Shaedra. Murri y Laygra son tus hermanos.

—Sí —repliqué—. Pero apenas los conozco. Y aun sabiendo que estaba viva, me olvidaron.

—Murri no te olvidó —apuntó Akín tímidamente.

—Vino una vez, lo vi durante unas horas, y se fue. Quién sabe dónde está ahora. Sinceramente, tengo tantas probabilidades de encontrarme con él que de encontrarme con Aleria. No tengo ni idea de dónde está nadie.

Akín iba a protestar cuando de pronto algo muy extraño sucedió. Aparecieron dos monolitos en ángulo recto. Uno tenía una luz azul, el otro una luz blanca tenue, y ambos emitían un sonido grave parecido al de una cuerda tensada que vibraba. Del monolito blanco, salió Aleria cubierta de sangre y con los ojos locos. Nos contempló durante unos segundos como en un sueño, parpadeó, pareció oír algo terrible, dio un respingo y titubeó hacia el monolito azul, donde desapareció echando un grito.

—¡Aleria!

Akín salió corriendo hacia los monolitos, y me quedé aturdida mientras contemplaba la escena sin poder dar crédito a mis ojos. Grité algo, horrorizada, mientras Akín desaparecía. Y entonces, como en un sueño, fui avanzando cual un reo hacia el cadalso.

* * *

Suminaria contemplaba boquiabierta la escena desde una rama. Sin quererlo, había oído la conversación de Akín y Shaedra. No había entendido todo, pero había entendido que pretendían ir a buscar a Aleria. No le extrañaba, aunque se había quedado admirada por la determinación que brillaba en los ojos de ambos. Sintió envidia porque ella nunca en su vida tendría amigos así. Si ella llegaba a desaparecer, ¿quién la añoraría realmente? Su familia sólo pensaba en el honor, el tío Garvel parecía verla más como a un blasón que como a un ser vivo. Quizá algún amigo que había dejado en Aefna pensaría de cuando en cuando en ella, pero jamás nadie fue a buscarla para sacarla de su cárcel de títulos y honra.

Y ahora habían aparecido dos monolitos así como una silueta cubierta de sangre. Cuando la había reconocido, se había quedado espantada y cuando Akín se había puesto a correr hacia el monolito había creído desfallecer… pero se había agarrado firmemente a la rama y se había dado cuenta de que todo aquello era real.

Akín desapareció en el monolito y al de unos segundos Shaedra gritó su nombre y, pálida y temblorosa, fue avanzando hacia donde había desaparecido su amigo. ¿Cruzará? Suminaria la vio desaparecer a su vez, aturdida.

Jamás nadie había cruzado un monolito sin saber adónde llegaba, dejando todo detrás… ¡Qué imprudencia!, se dijo, consternada. ¿Cómo sabían que no acabarían en medio del océano Dólico?

Entonces, salió del bosque la persona que menos se lo esperaba. Aryes. Corrió hacia el monolito azul, miró a su alrededor y, sin dudarlo más, penetró en el flujo azulado y desapareció. Suminaria estaba segura de que Aryes acababa de hacer la cosa más temeraria de su vida. Aquellos monolitos, ¿habrían aparecido ahí con el fin de matarla? ¿Aparecería de pronto alguna silueta oscura y asesina y se dirigiría hacia el árbol donde se escondía desde hacía casi media hora?

Todo había vuelto a la normalidad, pero los monolitos seguían ahí. Suminaria tardó un buen rato antes de bajar del árbol y vaciló otro largo rato antes de acercarse al monolito, temblando de los pies a la cabeza. Aleria, Akín, Shaedra y Aryes habían cruzado el monolito… de pronto oyó un ruido horrible de garganta y se dio la vuelta. Demasiado tarde. Un nadro rojo se abalanzaba sobre ella… y cuando creyó que iba a morir, desapareció.

¡Qué tonta! Aquella zona estaba protegida. No podía venir ningún monstruo real, ¿verdad? Miró los monolitos y supo que algo se le había escapado al jurado. Otra vez. Voy a morir, pensó, en el momento en que aparecía una silueta que no había visto más que descrita en los libros. Era un humano y llevaba una armadura pesada. Tenía la espada llena de sangre negra. En su frente, Suminaria pudo ver la cicatriz del Cuadrado. Lo reconoció sin problemas: ¡era un legendario renegado!

—¿Ha pasado el monolito azul? —preguntó limpiando su mandoble en su pierna. Parecía exhausto.

Tuvo que repetirle la pregunta antes de que Suminaria asintiese, boquiabierta y sin poder hablar. Sin esperar más, el legendario renegado salió disparado y desapareció en el monolito azul sin dudar ni un solo instante.

* * *

—¡Corre, maldito!

—Hago lo que puedo. A mi edad, esto de las carreras…

Lénisu soltó un bufido. Oía las botas de los Guardias de Ató detrás, demasiado cerca para su gusto. El semi-orco, además de ser un mentiroso, era lento como una tortuga iskamangresa. Si quería llegar al monolito antes de que todos los Guardias de Ató hiciesen un círculo alrededor de él, tendría que abandonarlo.

Como no sabía dónde estaba el monolito, la tarea se volvía todavía más complicada. Además, la idea de que estuviese corriendo para nada le quitaba los ánimos. Suminaria quizá le había mentido.

La pequeña Ashar había desembarcado jadeando en la taberna del Ciervo alado buscándole a él precisamente y provocando un alboroto entre los parroquianos. Le contó todo en unas cuantas frases rápidas. Parecía tan aterrorizada que en el momento le creyó, pero no podía dejar de pensar que todo aquello no era más que una venganza idiota de niña Ashar con rasguños de ternian en la cara. En todo caso no acababa de entender por qué Suminaria había corrido directamente a decírselo a él, en vez de avisar a todo el mundo. Apenas había tenido tiempo de sacar a Dolgy Vranc de su casa precipitadamente y se habían puesto a correr hacia el bosque. Para adentrarse ahí, habían tenido que pasar por delante de una decena de Guardias que, tras un breve titubeo, se habían puesto a perseguirlos y a gritarles que estaba prohibido pasar por ahí.

Al fin, alcanzaron a ver los monolitos. La simple vista de esos dos rectángulos de energía, rodeados de Guardias, le dio un escalofrío. Tendrían que pasar a la fuerza.

Focalizó su atención en el monolito azul, el que Suminaria le había indicado, y corrió colina abajo, sin preocuparse de si Dolgy Vranc lo seguía o no. Ya era un milagro que el monolito siguiese ahí, no podía perder tiempo.

Cuando llegó a la altura de los Guardias, que no habían ni levantado sus arcos o sus armas porque tenían que considerarlos realmente inofensivos, se tiró al suelo, hizo una voltereta entre las piernas de un guardia, se chocó contra un escudo de madera y se levantó, aturdido y con una sonrisa en los labios.

—Buenos días —soltó a los Guardias que lo miraban con asombro, mientras Dolgy Vranc llegaba tranquilamente hasta ellos.

—Por favor, señores, déjenme pasar —dijo el semi-orco con calma—. No toquéis a mi paciente. Está un poco perturbado. Dejadme pasar, con esa gente hay que ir con tranquilidad. No hagáis movimientos bruscos o se pondrá nervioso y se le ocurrirá atravesar el monolito y su familia no me lo perdonará. Así es, despacio. —Dolgy Vranc llegó a la altura de Lénisu mientras éste conservaba una sonrisa que se le había transformado en un rictus forzado.

Entonces, con un movimiento brusco, Lénisu lo cogió del brazo y lo arrastró sin miramientos hacia el monolito azul.

Epílogo

—¿Perturbado? —protestaba alguien con indignación.

—Reconoce que se lo tragaron como buenos alumnos —decía otra voz, más grave. Se oyeron risas.

Parpadeé y me masajeé la cabeza dolorida. Me había chocado contra algo duro. ¿Era la cabeza de Akín? Probable, porque a él también parecía dolerle.

Lo primero que vi fue que éramos toda una muchedumbre. Akín, Aleria, Lénisu, Dolgy Vranc, y… ¿Aryes? Cerré brevemente los ojos ante la incongruencia del asunto y me interesé por el entorno. Estábamos en un claro, rodeados de un bosque de árboles rectos y con terreno lleno de irregularidades. Apenas había sotobosque. ¿Cuánto tiempo me había quedado desmayada?

Lénisu y Dolgy Vranc seguían discutiendo cuando me levanté.

—¿Qué ha pasado? —farfullé. Me sentía totalmente perdida. Recordaba algo de monolitos pero no sabía si era real o si había sido un sueño, o si todo era un sueño, ¿y qué esperaba? Claro que todo era un sueño, pensé, contemplando el claro y los árboles. Esos árboles eran enormes y no eran de Ató. No estaba realmente ahí, decidí.

Lénisu se hizo un placer de explicármelo todo, con lo que empecé a flaquear en mi decisión y, con la ayuda de Aryes y Dolgy Vranc, logré convencerme con cierta sorpresa de que todo lo que había ocurrido era real.

—Y lo que ha pasado, querida sobrina —añadió finalmente Lénisu— es que a alguien se le ha ocurrido jugar con nosotros. Y nosotros nos dejamos llevar por los sentimientos. Me siento como una marioneta en sus manos y no me gusta.

Ensanchó las narices e hizo una mueca.

—¿A qué huele?

Husmeé. Olía a madera húmeda, tierra y plantas.

—Yo no huelo nada raro —intervino Aryes—, pero oigo agua cayendo.

Lénisu se giró hacia él y ladeó la cabeza con curiosidad.

—Por cierto, ¿tú quién eres?

Abrió la boca para contestar pero lo interrumpí.

—Se llama Aryes —solté entre dientes—. Y no sé qué demonios hace aquí.

Akín soltó de pronto un grito. Se había despertado del todo y había recuperado un poco de su entendimiento.

—¡Aleria! —sollozó.

Gateó hasta ella y la agitó repitiendo su nombre. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Ayudadme. ¡Está herida!

Me precipité junto a Aleria con el corazón helado y vi que olía apestosamente a sangre. Lénisu levantó un dedo pensativo.

—Ah, sería sangre lo que olía. Qué olfato tengo, ¿eh? —dijo, dedicándonos una mueca a todos.

Dolgy Vranc puso los ojos en blanco y se acercó a nosotros.

—¿Respira? —preguntó, mientras se arrodillaba junto a Aleria.

—No es sangre suya —soltó de pronto una voz desconocida.

Nos giramos todos de golpe. Un hombre con armadura se acercaba con una gacela en brazos. Lo contemplamos todos como embobados mientras dejaba caer a su presa y nos miraba como a niños extraviados.

—Es sangre de orco. Ahora, si no os parece indiscreto, me gustaría saber quiénes sois.

Hubo un largo silencio. Al cabo, Akín soltó con una voz aguda:

—¿Está seguro de que no está herida?

El caballero hizo una mueca y me costó entender que se esforzaba por sonreír.

—Sé cuidar a una protegida, jovencito.

Como nadie parecía decidirse a presentarse, carraspeé y le dediqué una gran sonrisa.

—Yo me llamo Shaedra.

—Shaedra Úcrinalm Háreldin —rectificó Lénisu. Como lo miraba, sorprendida, tuvo una media sonrisa irónica—. Debes estar orgullosa de tus padres, querida.

Levanté los ojos al cielo, pero no repliqué. Mi intervención y la de Akín habían relajado la tensión y todos se presentaron. El caballero era un legendario renegado, por lo visto: llevaba la marca del Cuadrado en la frente. Me pregunté lo que había hecho para merecer tal deshonor. No parecía ni un cobarde ni un hombre propicio a la traición, puesto que había protegido a Aleria, los dioses sabían por qué. En todo caso, su nombre era Stalius y tenía toda la pinta de saber manejar el mandoble que llevaba cruzado a la espalda. Se habían presentado todos y sólo faltaba Lénisu, que parecía haberse reservado la traca final.

—Y yo soy Lénisu —se presentó mi tío con un leve saludo burlón.

—Lénisu Háreldin, gran hombre que ha sobrevivido dos veces a los Subterráneos —solté con un tono de heraldo y le sonreí a Lénisu, quien me miraba con el ceño fruncido—. Debes estar orgulloso de tus hazañas. Particularmente de tus recetas de cocina.

Lénisu hizo una mueca, meneó la cabeza y miró a su alrededor.

—Esta situación es… —dijo Lénisu. Calló, buscando la palabra.

—Insólita —apunté.

—Me lo has quitado de la boca, gracias sobrina. Esto… Stalius, ¿se puede saber por qué estás protegiendo a una snorí que desapareció de Ató los diablos saben cómo?

Stalius era de lejos el más serio del grupo. Asintiendo gravemente, se sentó en una piedra y empezó a contar la increíble y triste historia de Aleria y de su pasado, mientras la interesada seguía inconsciente y cubierta de una apestosa sangre de orco.

Agradecimientos

Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.

Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.

No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.

Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:

Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)

¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.

Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.

Pequeño glosario

Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.

Primer tomo

Saijits
Un saijit es un grupo creado arbitrariamente que contiene las razas humanoides siguientes: belarco, caito, enano de las cavernas, enano del bosque, elfo oscuro, elfo de la tierra, elfocano, faingal, gnomo, humano, mediano, mirol, nurón, orco negro, orco de las marismas, orquillo, sibilio, ternian, tiyano. En la Tierra Baya, los saijits viven una media de 120 años.
Portal funesto
Entrada que comunica los Subterráneos con la Superficie.
Días de la semana
Hay seis días en una semana: Jabalina, Drusio, Lubas, Garra, Ventisca, Muérdago.
Meses
Hay doce meses de treinta días en un año. En primavera: Tablonas, Riachuelos, Gorgona. En verano: Ciervo, Musarro, Amargura. En otoño: Espina, Osuna, Vidanio. En invierno: Coralo, Saniava, Puertos.
Pagodas
Las Pagodas son unos centros de aprendizaje en Ajensoldra. Generalmente, todos los niños de seis a doce años reciben ahí una educación básica. Se los llama los nerús. Más allá de los doce, quedan los que pretenden formarse como celmistas, Centinelas, etc. A partir de ahí, un pagodista pasa por los rangos de snorí, kal y cekal. El rango de los orilhs está reservado para los que han cumplido los Años de Deuda y han sabido forjarse una reputación.

Fin del tomo 1, La llama de Ató, página del proyecto